DOSSIER DE PRENSA

EL LIBRO DE LOS SUSURROS DE VARUJAN VOSGANIAN

EDITORIAL PRE-TEXTOS www.pre-textos.com C/ Luis Santángel 10, 1ºC, 46005, Valencia. Tfno. 963 333 226 Contacto: Manuel Ramírez (Editor) [email protected]

Estimados amigos:

Como os anunciamos hace un tiempo, con motivo de la publicación de la novela Saludos, de Alexandro Ecovoiu, nuestra editorial incorporará a su catálogo, en el mes de enero, uno de los libros quizá más importantes de la literatura europea de los últimos años: El libro de los susurros, de Varujan Vosganian. Vosganian, rumano-armenio, matemático y economista, ministro de cultura de su país, aborda la historia de su pueblo, una historia plagada de marginación, represión y finalmente, exterminio por parte de los turcos, a principios del siglo XX. Pero el autor no se dedica simplemente a denunciar, no escribe desde el punto de vista de un cronista de la Historia, por más que ésta aparezca en el libro a modo de director de orquesta, sino que lo hace, como en toda la gran literatura, desde lo familiar, desde un punto de vista poético, hablándonos sobre todo de sus familiares, sus vidas, una por una, con pequeñas narraciones engastadas en un conjunto coral que tiene, sin duda, la fuerza de la gran poesía. Y es que, aunque se han escrito muchas obras sobre los exterminios y totalitarismos de la historia europea, nunca nadie había abordado la masacre llevada a cabo contra este otro célebre pueblo apátrida, el armenio. Y aunque estos hechos se afrontan y se relatan con todo detalle, la fuerza dramática y poética de la escritura de Vosganian, alimentada con la sabiduría de sus antepasados, y por un estilo sobrio, va mucho más allá, ofreciéndonos un cuadro universal del mal y el amor humanos, de la grandeza y miseria del hombre, absolutamente original y lúcido. Estamos convencidos de que se trata de una obra singular, una obra maestra, cuyos mensajes están ahora, por desgracia, más de actualidad que nunca. Por eso os pedimos de nuevo que os hagáis eco de esta nueva apuesta de nuestra editorial, ya que Vosganian es prácticamente un desconocido para el lector hispanohablante y sería una verdadera pena, a nuestro juicio, que un libro como éste se perdiera en las librerías sin llegar como debe a los lectores. No pedimos que nos creáis simplemente, sólo que hojeéis el libro, que os detengáis en algunas de sus páginas. Estamos seguros de que no os dejará indiferentes. Una vez más agradecemos, de todo corazón, vuestra labor, que admiramos y respetamos profundamente, y sin la que la nuestra carecería, en cierta forma, de sentido. Con afecto,

EDITORIAL PRE-TEXTOS

EL AUTOR

VARUJAN VOSGANIAN

VARUJAN VOSGANIAN (nacido en 1958) procede de una familia de origen armenio emigrada a Rumania desde el antiguo Imperio Otomano tras el genocidio de 1915 emprendido contra los armenios. Personalidad compleja, Varujan Vosganian es escritor, político, economista, matemático, profesor universitario y… pianista. Es el líder de la comunidad armenia de Rumania y primer vicepresidente de la Unión de Escritores de Rumania. Entre 2006 y 2008 fue ministro de Economía y Finanzas y, en los últimos veinte años, después de la caída del régimen comunista, ha sido miembro del Parlamento de Rumania, primero como diputado y en la actualidad como senador. Sus libros abarcan una amplia variedad de temas, desde la politología y economía hasta la poesía y prosa. Su obra literaria se compone de tres libros de poesía: El brujo azul (1994), El ojo velado de la reina (2001), algunos de cuyos poemas se han publicado en revistas literarias de España y México, y Jesús con mil brazos (2005); uno de prosa corta, La estatua del comendador (1994) y El libro de los susurros (2009), el cual lo ha consagrado como escritor por el éxito de crítica y librería, así como por el interés que ha despertado en el plano internacional.

LA OBRA

EL LIBRO DE LOS SUSURROS Trad. de JOAQUÍN GARRIGÓS

El libro de los susurros comienza de forma pintoresca, en una callecita armenia del Foc ani de los años cincuenta del siglo pasado, entre los vapores del café recién tostado, los aromas del armario de la abuela Arsaluis y las fotografías del abuelo Garabet. Lo que tienen que contar «los viejos armenios de la infancia» de Varujan Vosganian no son cosas agradables, sino directamente inquietantes. Al contarlas, pretenden quitarse el peso de un trauma, suyo y de quienes los precedieron. La historia del genocidio de 1915 contra los armenios, la historia de los convoyes interminables de gentes deportadas a los Círculos de la Muerte, en el desierto de Deir-ez-Zor y la historia de los armenios que tomaron el camino del exilio se ilustran en las presentes páginas de forma en verdad sobrecogedora. La narración, que empieza en torno al albaricoquero del patio de la casa paterna del autor, extiende sus alas y abarca un siglo de historia y vastos espacios geográficos, desde Siberia hasta California. Es una historia del siglo XX, de todos sus tristes descubrimientos: las guerras mundiales, los genocidios, los campos de concentración, los apátridas, las fosas comunes, las ideologías como instrumento del poder, las emigraciones, los convoyes de la muerte y las inútiles búsquedas de uno mismo. Este libro, identitario para el pueblo armenio y un homenaje para todos los que, con independencia de su etnia, han sufrido la Historia en lugar de vivirla, nos describe acontecimientos inverosímiles por lo que tienende trágicos y de grandeza, tanto más inverosímiles porque son ciertos. Escrito sin pasión, pero de un modo que cautiva al lector, El libro de los susurros muestra cómo la pequeña y la gran historia se entretejen y transforman a gentes corrientes en héroes de epopeya. El libro de los susurros, publicado en 2009, ha tenido un éxito extraordinario. Los elogios de la crítica rumana han sido unánimes a la hora de considerarlo como uno de los mejores libros publicados en los dos decenios de la Rumania poscomunista. Recibió el galardón de «Libro del año 2009» que concede la revista România literara, la más prestigiosa del país, y ha copado todos los premios literarios rumanos en el año 2009, como ganador o finalista. En las ferias del libro ha obtenido la categoría de «éxito de ventas» y es el libro rumano más vendido en la última década. Actualmente, está siendo traducido a numerosas lenguas extranjeras y ésta es la primera versión. El lector se halla ante una novela que al mismo tiempo es documento histórico, poema en prosa, fatasía y realidad conmovedora. Quizás algún día se considere incompleta una historia del siglo XX si no incluye en su contenido páginas de El libro de los susurros.

En las páginas que siguen os ofrecemos un adelanto de la novela:

“En mi infancia, viví en un mundo de susurros. Se emitían con cuidado. Hasta más tarde no me enteré de que el susurro tenía otros sentidos, como la ternura o la oración. Había cosas que se decían abiertamente, incluso sin empacho, como por ejemplo que había llegado el camión del pan con cartilla de racionamiento. Otras se decían sólo con las ventanas cerradas. O en el banco del centro del patio si no pasaba nadie por la calle. Y aun así, en voz baja, como si hubiese ciertas ventanas que uno no podía cerrar o ciertos peatones que no podía ver. Más sencillo habría sido que las personas hubiesen estado cerca unas de otras, con la cabeza inclinada, sin necesidad de concentrarse tanto como para que no se les escapase ninguna palabra. «De lejos, todo ha de parecer natural. Que ellos crean que estás diciendo cosas sin importancia, que te da igual. Sólo tienen que escuchar. En fin, para que me entiendas», explicaba el abuelo. Y se sentaban a charlar en los bancos de madera con la espalda recta y la frente alta. Cuando bajaban la voz, no se inclinaban unos sobre otros. Oían sus susurros con una agudeza increíble. Incluso Arşag que, a causa de las campanas, era más duro de oído, si no conseguía leer en los labios te hacía repetir, pero jamás las palabras susurradas: éstas milagrosamente, las oía siempre. Vibraban en el aire de manera distinta y las notaba en la piel, igual que hacen los murciélagos. Había muchas cosas de las que no se me permitía hablar. Pero, en especial, bajo terribles amenazas, tenía prohibido decirle a nadie, ni en la guardería ni a ningún desconocido, que algunas veces en casa se hablaba en voz baja. «¿Qué estás susurrando?», preguntaba yo. «Estoy leyendo», contestaba el abuelo Garabet. «¿Cómo que leyendo? ¿Dónde está el libro?». «No es menester. Me lo sé de memoria.» «Bien, ¿y cómo se llama ese libro? ¿Quién lo ha escrito?» «Quizá tú, algún día.» Justo lo que, mira por dónde, estoy haciendo ahora. Y precisamente lo titulo así: El libro de los susurros. Un visitante con quien, en casa, se hablaba entre susurros era Hagop Djololian Siruni. Era un hombre menudo con dos mechones de pelo primorosamente peinados que le caían sobre las orejas. Los párpados se le arrugaban tras los gruesos cristales de las gafas al tratar de enfocar los rostros que distinguía con dificultad. Ese esfuerzo le daba un aire de desasosiego acrecentado por las manos, que agitaba al ritmo de la conversación. Cuando leía, se inclinaba sobre las letras, casi pegando los ojos a la página. Sobre todo, le gustaban los libros antiguos escritos con caracteres árabes, de los cuales el abuelo había conservado algunos. Siruni había regresado unos años atrás de Siberia. El abuelo me explicó que Siberia era un sitio con mucha nieve donde los animales, a causa del frío y la nieve, eran blancos. Me presenté ante Siruni con mi libro Fram, el oso polar y, al tiempo que le enseñaba las fotografías, le pregunté si donde él había estado era igual de bonito. «Más bonito aún», me respondió. Sin embargo, me extrañó que me dijera que había visto cazadores, pero no osos. Siruni y su historia eran temas que, por otro lado, mi familia eludía rigurosamente. Muchos años después, a instancias del escritor Bedros Horasangian, empecé a ordenar las cosas una tras otra y a comprender. Entendí incluso que los cazadores de los que me había hablado Siruni eran cazadores de hombres. Mis abuelos, Garabet y Setrak, eran unos grandes narradores, pero estaban ausentes de los relatos que contaban. Se diría que no habían vivido en este mundo. Relatos sin relator, sus palabras se extendían en pergaminos viejos y anónimos encontrados en vasijas de barro. Ninguno hablaba de sí mismo. Cada uno se convertía en personaje del relato de otro y había que buscar constantemente a lo largo de las narraciones de ambos para saber cómo continuaban. Por esa razón, la historia de los armenios de mi niñez es una historia sin final. El abuelo Garabet tenía una máquina fotográfica con trípode. A través de ella mirábamos el mundo. Y a nosotros mismos. En otro tiempo, el abuelo había sido un fotógrafo experimentado. En una época

en que no existían las fotografías a color él coloreaba las suyas al pastel. Pero lo que más le gustaba era fotografiarse a sí mismo. Y ahí tenemos al abuelo con su bigotillo negro como un lunar debajo de la nariz y un mechón cayéndole en la frente, como un remedo de Hitler. Helo ahí, con sombrero de ala estrecha ladeado y sonriendo como Charlie Chaplin. Doctor Jekyll y Mister Hyde. Riendo, llorando, encogido o saltando. «¡Tiempo!», gritaba. Fijas el sitio y lo marcas con tiza. Aprietas el disparador y corres lo más rápido que puedas hasta el lugar marcado. Para esto se dispone solamente de tres segundos. Acto seguido, el botón se dispara automáticamente. El abuelo se hizo fotografías sólo hasta que empezó la guerra. Durante una temporada no estuvo de humor para fotos y, después, ya no tenía la suficiente rapidez para ajustarse a los tres segundos. Tenemos muchas fotografías. Las más antiguas son también las más bonitas. Mis bisabuelas, Mariam y Heghine; el bisabuelo con su sobrio rostro, con gafas redondas de montura negra; el abuelo de adolescente y tocando la mandolina. Están mezcladas con las otras, las fotos de mi abuelo materno, Setrak. Esta foto es de 1915: al fondo, se distinguen unos muros blancos calcinados por el sol de Anatolia. La familia se halla reunida en torno al viejo David, sentado en un sillón alto. Los hijos, Setrak y Harutiun, están acurrucados a sus pies. Detrás, las mujeres: las dos niñas, Maro y Satenig, vestidas como de fiesta, con lacitos en el pelo y cuellos de encaje blanco. El fotógrafo avisaba con unos días de antelación. Iba de pueblo en pueblo. Los más pudientes lo esperaban en casa y juntos buscaban el sitio más apropiado para el sillón donde se sentaba el patriarca de la familia y en torno al cual se congregaban todos. Los otros, más pobres, acudían a la plaza del pueblo y se ponían en cola, sudando, con cuellos duros y vestidos largos de pliegues y delantales bordados. Un tiempo después, el fotógrafo pasaba de nuevo recorriendo los pueblos con las fotos enmarcadas. Encorvado en una banqueta, enseñaba los cartones sepia a la gente. Quienes se reconocían levantaban la mano y recibían la foto que habían pagado y para la que habían sudado a mares. En casi todas las casas de los viejos armenios he encontrado fotos como ésas. Las familias reunidas alrededor de los ancianos. Sin sonreír, rígidos, parecían más bien objetos de exposición que seres humanos. Los armenios, en aquellos años, se pirraban por fotografiarse. Era su modo de permanecer juntos ya que, poco después, las familias se redujeron y dispersaron. De esa forma, aunque muchos murieron, desorientados y en condiciones tan humildes que ni aun hoy se han encontrado sus sepulturas, sus rostros han quedado impresos en los cartones sepia descoloridos en los bordes. Queriendo hacer patente a toda costa que una vez existieron. Barruntando lo que habría de ocurrirles. El abuelo Garabet y yo jugábamos. Él ponía en marcha el mecanismo y gritaba: «¡Corre!». Y luego: «¡Párate!». Sonreía y se encogía de hombros. «Ya han pasado los segundos. No has llegado muy lejos.» Me hacía aguzar el oído. «¡Tiempo, muchacho! No tienes idea de quién eres si no estás preparado, en tres segundos, para estar donde es menester. O eres demasiado viejo, como yo.» Me enseñó a medir los segundos, sin necesidad de ningún mecanismo externo. O sea, a decir rápidamente, con el pensamiento, la oración del corazón: «Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí que soy un pecador». Y listo, esa fracción de tiempo pasaba. Los anales de mi familia son como la maroma de la campana grande. Cada hoja que se pasa es como una campanada. Así fue la vida de los miembros de mi familia, monjes, príncipes, comerciantes, eruditos y pastores que erraban agotados, con el rostro curtido por el viento que soplaba desde los tiempos en que hubo que enfrentarse a la adversidad. La historia no pudo ser para ellos una hilera de tumbas que, según la costumbre, se superponen unas a otras. Uno se imagina a gente llena de esperanza que marcha detrás de un guía con la vara de avellano. «Cavad aquí, encontraréis agua», asegura el guía. La noticia de la llegada del guía es motivo de fiesta. Donde corre el agua habrá, en sus proximidades, tarde o temprano, un pozo. Y donde hay un pozo se levantará, algún día, una casa.”