AngeloMontonati

EL EVANGELIO DE LA SONRISA Hna. Irene Stefani Misionera de la Consolata

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Prólogo “Se necesita fuego para ser apóstoles. Quién no arde, no incendia". Es una de las expresiones características del Beato José Allamano, fundador de los misioneros y de las Misioneras de la Consolata. Es también una de las más expresivas del ideal misionero a ellos propuesto. La Iglesia "es por naturaleza misionera. "Nace como tal el día de Pentecostés. Asume un fuerte impulso de expansión, especialmente con el apóstol Pablo, quien, más que nadie, percibe la urgencia de llevar a cualquier lugar del mundo el anuncio del evangelio, porque "Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento perfecto de la verdad". Por eso no pone límites a su pasión por el anuncio del evangelio, se hace todo a todos, y busca todos los medios para que este llegue al mayor número de personas. Lo considera un acto de culto, una auténtica "liturgia", de la que se encargan, particularmente quienes de un modo más explícito y directo consagran toda su vida. Esta es la forma prioritaria de la Misión. Pero la Iglesia continúa interrogándose sobre su naturaleza, sobre los métodos más apropiados, cuáles son las características del misionero. Lo hace también hoy, y en un modo aún más contundente, ante los nuevos escenarios del mundo, en el encuentro de pueblos y religiones, en la profunda reflexión sobre la Iglesia y su misión en el mundo. La urgencia de comunicar el evangelio se ha extendido a Países tradicionalmente evangelizados, a

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situaciones, concepciones, hábitos de vida impermeables a los ideales evangélicos. Incluso en países considerados “tradicionalmente cristianos” es tiempo de misión, de nueva evangelización, de audacia y ardor misioneros, expresiones estas muy habituales, y repetidas en el lenguaje eclesial. Para que esto suceda, los obispos de estos países proponen la Misión como "paradigma", punto de referencia y de propuesta. Exhortan a "abrir el Libro de las misiones" para: poder inspirarse, conocer, aprender, y acoger la acción del Espíritu siempre presente y activo en el mundo. Esto presupone encontrarnos con aquellos que tienen la misión en el corazón, que hacen de ella la razón de su vida, que asumen un compromiso permanente por la promoción integral de la persona. Así ha vivido la hermana Irene Stefani, una de las primeras Misioneras de la Consolata. En la vigilia de su consagración para la Misión la colmaba este deseo: "¡Oh Jesús! Si tuviera mil vidas las gastaría por ti". Tuvo una sola, y más bien breve, 39 años, pero ha sido toda entregada en el servicio a los demás y en el anuncio del evangelio. La "pasión por las almas "fue la gran preocupación de toda su vida, revelada también en el delirio de la agonía. Los testimonios más valiosos sobre ella surgieron de labios de testigos oculares: africanos que la conocieron desde los comienzos de la evangelización de Kenia, donde ella desarrolló su actividad y que entendieron "que era el amor de Dios lo que la impulsaba", lo que la hacía saltar como un resorte cuando sabía que alguien la necesitaba, Comprendieron también que no fue la peste contraída por socorrer a un moribundo la causa de su muerte, sino el amor. Sus

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correrías subiendo y bajando por las colinas del Kikuyu, se han vuelto proverbiales, dejando un recuerdo que el pasar del tiempo no ha logrado borrar. "Secretaria de los pobres", "ángel de caridad", "ángel de los pobres", "mamá toda misericordia", "hermana que amaba a todos", "ágil”... etc, etc: es una letanía que sintetiza el vivo recuerdo que ha dejado, sus características, su corazón. Y por encima de todo revela cuál es la primera y verdadera motivación de la vocación misionera y de su dinamismo: el "fuego" interior del amor a Dios, por el cual se arde por el deseo de hacerlo conocer, y por los hermanos más necesitados, a quienes -como repetía el Beato Allamano- “se llega a amarlos más que a la propia vida y a darlo todo por ellos”. Esto lo confirman los testigos oculares: "Se veía que era el amor a Dios lo que la empujaba. “Ella misma lo manifiesta en las dificultades: "Si tuviese en cuenta a mi voluntad no lo haría, pero por amor a Dios, sí." El autor de esta nueva, ágil y atractiva biografía, enmarcada en el ambiente eclesial de la Brescia del ochocientos, donde nació la Beata, y el africano de principios del novecientos, la capta desde una actitud suya muy expresiva que caracteriza su personalidad, su relación con los demás, su actividad: la sonrisa. Ya desde el primer encuentro que tuvo con la hermana. Irene, cuando esta llegó a la primera casa de las Misioneras de la Consolata, la superiora se sintió atraída por su "hermosa sonrisa", que "fue siempre inmutable." De otros nace espontáneo el recuerdo de una persona feliz “alegre y ágil." Sonrisa que muestra la intensa alegría, que nunca decreció, de dedicar toda su existencia a la Misión,

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convirtiéndose así en un impulso, en un compromiso incansable, sin ahorrarse ningún tiempo para sí, de día y de noche. Para ella, todo lo que se refiere a su persona pasa a un segundo plano, para ser "toda de Dios" y de los más necesitados. Sonrisa que expresa “dulzura”, "mansedumbre", a pesar de todo; actitud tan recomendada por su Padre fundador que llegó a ser como una consigna dada a los misioneros que partían; considerada indispensable para quien debe relacionarse con los demás y llevarlos a Cristo.. Sonrisa reveladora de un amor respetuoso y compasivo, abierto y benévolo con todos, sin ningún impedimento, capaz de vencer todos los obstáculos, romper todas las barreras, aliviar la tristeza. El evangelio comunicado con la sonrisa es el medio más potente de comunicación y de conquista de los corazones, es la "medicina" más eficaz que cualquier fármaco, tiene algo de celestial. De ahí la admiración, el asombro y la fuerza de atracción que esta pequeña, gran misionera, todavía suscita, junto a la confianza en su ayuda de "Nyaatha", "madre toda misericordia." Gottardo Pasqualetti, IMC Postulador

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Introducción Revirtiendo los cánones tradicionales y por extraño que parezca, he pensado, que esta historia, debe empezar a contarse veintiséis años después de la muerte de su protagonista. Esto me ha ayudado a entender al personaje de quien se habla y a medir su grandeza espiritual típica de los santos. Me explico: en el año 1956, la hermana Juana Paula Mina, misionera de la Consolata, fue encargada por la Dirección General de su Instituto, de recopilar noticias que, sumadas a un sustancioso dossier compilado desde

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el año 1930 por una de sus hermanas, habrían servido para redactar una biografía de la hna. Irene Stefani, de quien se hablaba en la congregación como de una religiosa ejemplar. Había muerto con sólo 39 años de edad, y durante quince había desarrollado su misión en Kenia. ¿Por qué entonces –además de escuchar a las hermanas que la habían conocido– no escuchar también a los africanos, entre los que ella había vivido y trabajado? Óptima idea: después de todo, cualquier persona que quiera describir fielmente a un personaje debe escuchar todas las campanas. Así, la hermana Juana Paula en enero de 1956 realizó lo que ella llamaba una "Visita exploratoria" a Gikondi, en busca de testimonios directos entre los ancianos kikuyu. Puedo intuir que al partir, ella no se haría ilusiones de que se encontraría con muchos de ellos, sobre todo porque las Misioneras de la Consolata, debido al proceso de africanización, en 1940 habían dejado la misión de Gikondi. Quien escribe sobre los santos, ciertamente no tiene ambiciones literarias aunque su primera preocupación sea la de ser leído. Le puedo asegurar por lo tanto al lector, que aquí no hay nada de ficción: todo es verdad, aunque a veces la narración confine con lo extraordinario (algo normal, sin embargo, para aquellos cristianos a quienes la Iglesia eleva al honor de los altares). Dicho esto, me pregunto: ¿qué cosa pueda añadir de suyo un cronista sobre todo lo que ya se ha dicho sobre esta misionera, especialmente desde que se ha iniciado el proceso de canonización? Probablemente poco; sin embargo, cuando se me ofreció la oportunidad

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de escribir una nueva biografía, acepté, estando profundamente convencido de que en el mundo de hoy, donde la gente parece interesarse primordialmente de multimillonarios jugadores de fútbol o de estrellas de la pantalla de televisión, sienta una gran nostalgia por modelos alternativos. Desde hace varios años estoy haciendo una experiencia directa al preparar para Radio María, el primer domingo de cada mes, una columna titulada Los siempre jóvenes, en esta, durante 75 minutos se narran las historias de los santos, beatos y siervos de Dios. Los otros 45 minutos de llamadas telefónicas del público y, sobre todo, las cartas procedentes de toda Italia y también del exterior (especialmente de Malta y la Suiza italiana) me confirman que estas crónicas son gratísimas a los oyentes, porque no sólo serenan los ánimos sino que también tienen un importante valor cultural, ofreciendo una imagen de la Iglesia y del Catolicismo para muchos desconocida: la de miles y miles de vidas ofrecidas al Señor en los distintos continentes en el servicio a los pobres y a los marginados de todo tipo; un servicio realizado con sacrificio, sin reservas, sin prejuicios de raza o de religión, viendo en cada persona únicamente el rostro de Cristo. Eso es exactamente lo que hizo la hermana Irene con ese toque de perfección evangélica que nosotros llamamos santidad, y que las mentes simples y de aquellos africanos han descubierto al verla actuar. He aquí la mejor respuesta a esta malentendida "globalización" en la que el beneficio es la guía y la persona es sólo un instrumento. Esta narración, finalmente quiere ser una contribución a la difusión del conocimiento de la Beata,

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con la esperanza de que sean siempre más numerosas las personas que recurran confiadamente a su intercesión: creo que la hermana Irene no espere otra cosa, acostumbrada como estaba a escuchar las peticiones de sus asistidos, y también porque desde el cielo, donde se encuentra, todo le es más fácil. Mientras tanto, nosotros nos auguramos que pronto la Iglesia reconozca su santidad. ANGELO MONTONATI .

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Capítulo I «Ha muerto por el trabajo de Dios» A la muerte de la hermana Irene Stefani su superiora de entonces, la hermana Ferdinanda Gatti, recogió entre las hermanas, los Misioneros de la Consolata, los parientes y amigos de la fallecida, noticias y testimonios acerca de ella. En 1931 los habría compilado en un opúsculo de uso interno para la congregación - Las suaves memorias de la llorada Hermana Irene - a este le siguió, en 1942 una recopilación más amplia intitulada: Memorias biográficas. Pero no pensó en ampliar su investigación a la gente entre los cuales la hna. Stefani había trabajado; contaba solo con el testimonio de un seminarista. No era suficiente para elaborar verdaderamente una biografía. Así que, la hermana Juana Paula Mina, a quien se le confió la tarea de escribirla, decidió ir a Gikondi para ver si alguien de allí recordase algo que pudiese serle útil. Con ella estaban el padre Carlos Andrione y la hermana Rosalía Carrera. Era el mes de enero de 1956. Ya habían pasado 26 años desde la muerte de la hermana Irene. Además, en 1940 las Misioneras de la Consolata se fueron de Gikondi, después de que Italia (el 10 de junio) había declarado la guerra a Francia y a Gran Bretaña (Kenia era una colonia británica: se habría independizado sólo en 1963). Los tres se dieron cuenta de que aterrizaron en un país muy diferente al que habían dejado las hermanas: en 10

el lugar en el que antes había sólo un bosque virgen, ahora existía una agricultura más racional; las chozas redondas de las aldeas se estaban reemplazando gradualmente por casas de ladrillo; en la misión de Nuestra Señora de la Divina Providencia, ubicada en la cima de la colina, una hermosa iglesia de piedra había ocupado el lugar de aquella con techos de zinc. Además, -un dato significativo y reconfortante- los 715 cristianos de entonces se habían convertido en seis mil: la Acción Católica bien estructurada y organizada, había comenzado a dar vocaciones, mientras que en el territorio de la parroquia, las escuelas de los misioneros eran frecuentadas aproximadamente por tres mil estudiantes. Había que buscar. Pero, ¿cómo? ¿Por dónde empezar? No se necesitó mucho tiempo para pensar ya que la empresa resultó ser mucho más simple de lo esperado. Cerca de la iglesia de la misión, la hermana. Juana Paula, detuvo a un hombre de unos sesenta años: su nombre era Martín Wang'ondu y le preguntó si había oído hablar de una cierta hermana Irene que había trabajado en Gikondi treinta años antes. Los ojos del anciano brillaron de alegría: él había conocido bien a esa misionera, más aún, a menudo la había acompañado en sus giras por las villas para curar a los enfermos. Recordaba también algunos detalles preciosos: por ejemplo, cuando fue a ver al maestro Julius Ngare, contagiándose de la enfermedad que la llevaría a la tumba, él estaba con ella. Habían encontrado al hombre que necesitaban. Con él como guía, otros cinco ancianos fueron consultados y comenzaron las sorpresas. Ellos competían para ver quien hablaba primero. ¿Se acordaban de la hermana Irene? en el pueblo aún estaba

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viva su memoria e incluso muchos que no la habían conocido oyeron hablar de ella con admiración y mezcla de nostalgia. Hasta algunos que no eran cristianos, decían: "¿Cuándo tendremos una religiosa como la hermana. Irene?". Después de este primer contacto, la hermana Juana Paula fijó en el papel lo que había escuchado, haciendo luego una pequeña antología de las frases más significativas. Se las proponemos tal y como la religiosa las confió al archivo de su congregación. Estas palabras, por sí solas, constituyen una biografía esencial, y sobre todo son la confirma de una difusa fama de santidad. Son palabras ligadas a hechos concretos, muchos de los cuales son ya conocidos por las hermanas de la hermana Irene: sin embargo, oírlas rememorar allí, en esa tierra, después de tantos años, no por sus connacionales, sino por la gente del lugar, adquirían un sabor extraordinario. "Nosotros la recordamos bien, y toda la gente también la recuerda todavía. Su trabajo consistía en cuidar y asistir a los enfermos". "Si había algún enfermo, la hermana Irene iba inmediatamente a verlo, y de ella, todos aceptaban ser bautizados". Para un misionero, junto a la promoción humana y al servicio de la caridad, no puede faltar al deber de la evangelización. "Si se trataba de un enfermo, ella no hacia distinción si era de día o de noche". Su compromiso era total, ella había puesto su vida a disposición por y para ellos. "Nadie podía resistirse a su elocuencia". Veremos más tarde que la hermana Irene no había hecho estudios

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trascendentales, pero ninguna palabra es más eficaz que el ejemplo. "Los domingos reunía a los cristianos y les hablaba, entreteniéndose con ellos." Era un modo eficaz de santificar el día del Señor. "Todos los que se convirtieron aprendiendo el catecismo de ella, se mantuvieron fieles, especialmente las mujeres, incluso durante el período de la emergencia de los Mau Mau". Esta nota es extremadamente significativa, porque en los años 1952 a 1955, mientras arreciaba el movimiento nacionalista, liderado por Jomo Kenyatta (que más tarde se convirtió en el primer presidente del Kenia), todo lo que viniera del extranjero, incluyendo a los misioneros, fue arrasado y sus enseñanzas, fuertemente combatidas. "Si ella estaba almorzando y alguno la llamaba, salía inmediatamente". Siempre disponible, siempre lista para acudir al encuentro de las necesidades de la gente. "Andando a las aldeas, poblados, caminaba rezando con el rosario en la mano."Es típico de los santos ser contemplativos en la acción y la oración es el sostén de cualquier empresa, incluso de las más arduas. "Sabía que podía contagiarse de la peste, pero ella se acercaba y tocaba a los enfermos, con tal de ayudarlos." En cosas así no hay necesidad de comentarios. “Ha muerto por el trabajo de Dios... Estamos convencidos de que ella no está muerta, sino que descansa de sus fatigas." "No puede estar en otro lugar más que en el paraíso."

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"Todo en ella era bello, desde el rostro hasta los modales, y el corazón", dijeron en coro, agregando que nunca habían oído decir que alguien "tuviese algo contra ella... Pasó haciendo el bien a todos indistintamente y amando a todos con el mismo amor". Todo esto confirma el altísimo concepto que la gente de Gikondi había conservado de la hermana Irene. Pero esto no termina aquí: animada por este primer acercamiento, en 1961 la hermana Juana Paula decidió hacer otras búsquedas deteniéndose primeramente en Nyeri -donde la hermana Irene había iniciado su actividad como misionera- y posteriormente a Gikondi. Le acompañaba la hermana Verónica Puricelli, quien conocía muy bien la lengua Kikuyu. Estos testimonios fueron muy valiosos. La hermana Mina habló con cinco hombres, dos mujeres y dos religiosas nativas. Pero el mayor avance se realizó en 1982-83, cuando por encargo de la Superiora General de las Misioneras de la Consolata, madre Chiaretta Bovio, se efectuaron investigaciones con el fin de poder confirmar la fama de santidad, en vista del proceso canónico que se abriría en 1984. En dos meses aproximadamente, gracias también a la cordialísima respuesta de los ancianos del país, fueron identificadas y escuchadas 103 personas, de las cuales 95 eran testigos oculares y 8 auriculares, que informaron sobre lo que habían sabido de otros. Entre estos últimos estaba también el obispo de Nyeri, Mons. César Gatimu. En general, se trataba de alumnos de la hermana Irene, algunos de los cuales habían sido preparados por ella misma para el bautismo, o bien de maestros y colaboradores, catequistas, cristianos de confianza que acompañaban a la Beata en sus visitas a los poblados,

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paganos asistidos por ella, trabajadores, personas de servicio de la Misión. La proverbial memoria de los africanos, incluso de personas de edad muy avanzada, incluyendo a un par de ellas que tenían 97 años, ha permitido conocer algunos detalles muy curiosos: "La hermana Irene - declaró por ejemplo Pancracio Gathirwa, un campesino que también era catequista en el pueblo - era una extraordinaria predicadora (del Evangelio). Íbamos juntos todo el día. Venía también una chica llamada Cecilia; a cualquier persona que encontrábamos la hacíamos rezar, le explicábamos "las cosas de Dios", y la curábamos si estaba enferma. Cuando encontrábamos a alguien muy enfermo, le preguntábamos si estaba de acuerdo en recibir la bendición de Dios. (Porque si le hubiésemos dicho: "Te bautizo" hubiera pensado que sería envenenado"). Y un "contemporáneo", Francis Wambugu, del pueblo de Mathari, afirmó no sin un toque de humor: "A la hermana Irene la llamábamos ‘hiuko” (quien que camina velozmente) por la manera como saltaba para ir adonde había enfermos o cuando se la llamaba desde cualquier parte". De las páginas que siguen, el lector se dará cuenta que recuerdos tan excepcionales sólo podían ser provocados por una mujer igualmente excepcional.

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Capítulo II Un sábado de agosto Antes de comenzar a escribir estas páginas, debo decir que nos hemos trasladado a Anfo, en la provincia de Brescia, lugar donde nació nuestra Beata. Será por deformación profesional (soy periodista desde el lejano 1958), y no soy capaz de hablar de un personaje sin haber visto al menos los lugares donde este ha vivido. Anfo, sobre todo hoy, es un lugar encantador para pasar las vacaciones: se encuentra a 400 metros sobre el nivel del mar, en la parte inferior de la Val Sabbia cerca de la desembocadura del torrente Re y en la ribera del lago de Idro (el antiguo Eridio), un espejo de agua sugestivo que se asemeja a un fiordo noruego, rodeado de montañas empinadas. Ofrece un atractivo turístico gracias al “fuerte” erigido por la República Véneta en el año 500 y desmantelado en 1796 por orden de Napoleón, que lo reemplazó por otro entre los años 1802 y 1805. Garibaldi lo usó para preparar su campaña en el Tirol, y en los años sucesivos fue ampliado y enriquecido con nuevos bastiones. La razón era simple: allí terminaba el Reino de Italia y comenzaba el Imperio Austro-Húngaro. Obviamente, después de la guerra de 1915 al 1918, la fortaleza perdió su importancia. En 1975 fue evacuada. El fuerte hoy es un objeto de curiosidad para los veraneantes que, costeando las laderas del monte Censo hasta el límite extremo de las fortificaciones, disfrutan del espléndido panorama sobre el lago y sobre el valle. En la época en que la fortaleza estuvo funcionando la escoltó un regimiento de “bersaglieri” 16

cuerpo especial de la infantería del ejército real (en invierno) o de Alpinos (en verano), pero cuando se efectuaban los adiestramientos, ésta se encontraba custodiada por una aglomeración de soldados. Al mirarla, espontáneamente vienen a la mente escenas del buzzatiano Desierto de los tártaros (obra maestra de Dino Buzatti). Incluso en tiempos normales este puesto fronterizo también brindaba a los pobladores de Anfo un cierto bienestar económico a motivo del comercio que rondaba en torno al mismo y a las ventajas de tener asistencia médica y farmacéutica gratuita; pero este bienestar era muy relativo ya que el pueblo se estaba volviendo cada vez más pobre. Antonio Fappani, gran estudioso de las realidades de Brescia, en su libro titulado Anfo África Almassiguiendo las huellas de Irene Stefani, nos informa que, junto a una agricultura más bien escasa y a la pesca, en el pasado lo que sostuvo a la economía fue la elaboración del hierro. Posteriormente, a finales del siglo XIX, con el cierre de las últimas fraguas (1888), el abandono de la cría del gusano de seda y el cese de la actividad en la última fábrica textil, a los habitantes de Anfo no les quedó otra alternativa que volver a dedicarse a la pesca, o bien como hicieron muchos, cruzar la frontera para trabajar en el exterior como jornaleros temporales en Alemania, Suiza y Francia, o probar suerte cruzando el Océano, en América… El 26 de noviembre de 1884 se unieron en matrimonio Juan Stefani y Anunciación Massari: con 27 años, él nativo de Anfo, ella con 21, originaria de Treviso Bresciano, un pueblito situado sobre la montaña en posición panorámica, en el que la religión tenía

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todavía un lugar de honor, influyendo en todos los aspectos de la vida privada y social. La ceremonia nupcial se celebró allí, en la iglesia parroquial. También el novio pertenecía a una familia sinceramente practicante: su padre, Antonio Stefani, desde 1883 había sido uno de los primeros terciarios franciscanos. Quien guió espiritualmente a Juan fue un párroco de gran valor, el Padre Francisco Mabellini. (Eran tiempos difíciles para los católicos italianos). En un informe sobre el "status", parroquial escrito a motivo de la visita pastoral se lee que “la catequesis era “poco frecuentada" que “en el pueblo se habían verificado dos casos de separación (él los llama "divorcio"), que había quienes blasfemaban y que no faltaban individuos sospechosos de herejía". Hay que recordar que en 1866 la zona y los valles circundantes habían sido recorridas por tropas garibaldinas durante la campaña que había visto a Garibaldi inútilmente victorioso en Monte Suello y en Bezzecca, habiéndosele luego ordenado evacuar el Trentino después del armisticio de Cormons y a las candentes derrotas sufridas por los italianos en Custoza y Lissa. Estos acontecimientos no estuvieron exentos de fuertes repercusiones en el tejido social: pues efectivamente, los voluntarios, no miraban solamente a la batalla, sino más bien estas eran vistas en el contexto de una lucha que pretendía lograr la unificación de Italia llevando y difundiendo también las nuevas ideas liberales y el anticlericalismo de estilo masónico, que fuertemente se arraigaban en ciertas zonas culturalmente más débiles. Además, por primera vez, al paso de los camisas rojas, la gente de Anfo y de Ponte Caffaro tuvo que reforzar las

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cerraduras de las casas para proteger la seguridad de sus mujeres. Por otra parte, a fomentar y acrecentar la confusión en campo religioso en esta zona, contribuyó mucho un sacerdote barnabita - el boloñés Alejandro Gavazzi (1809-1889) - que, reducido al estado laical y expulsado de su orden, había seguido a Garibaldi en las diferentes campañas, intentando luego dar vida a una "Iglesia libre cristiana en Italia", sosteniendo sus principios con una intensa actividad publicitaria, Afortunadamente el núcleo duro del catolicismo local había resistido bien al impacto de la ola liberal. La reacción no tardó mucho en hacerse sentir en Val Sabbia, ya en los años 80, gracias al incansable celo del citado Padre Mabellini, quien después de haber ocupado el cargo durante más de medio siglo murió en concepto de santidad; y de su sucesor, el Padre Andrés Pelizzari, quien también tendrá un papel importante en la evolución espiritual de la futura hermana Irene. Dotado de un discreto bagaje cultural que actualizaba periódicamente con estudios serios, el padre Pelizzari siguió las huellas de su predecesor demostrando ser un sacerdote en toda regla: buen predicador, prestigioso confesor, sabía animar también a los laicos, animándolos a participar en el servicio parroquial e insertándolos en las llamadas "congregaciones" (en Anfo habían dos: la del SS Sacramento y la de las Madres cristianas). Por otra parte, el oratorio completaba la formación religiosa de los jóvenes y de las chicas, mientras se iba consolidando la Obra de los Congresos precursora de la Acción Católica, que ya en 1883 se había establecido también en la parroquia de Anfo: de

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hecho, bajo el impulso de este movimiento, se organizó en el pueblo una biblioteca circulante y se fundó s la Sociedad Obrera del Mutuo Socorro Otras manifestaciones importantes de esta reacción fueron las generosas donaciones para el '"Óbolo de San Pedro" y la recolección de firmas de protesta contra el proyecto de introducción del divorcio. La masonería continuaba su batalla contra la Iglesia, pero esto precisamente alentaba a los católicos a reunirse "en una compacta falange", como sugería hacer el abogado José Tovini (beatificado por Juan Pablo II en 1998), incitando a "la laboriosidad para el triunfo de la Iglesia y de sus sacrosantos derechos". Es justo decir que también quienes influyeron en la religiosidad de las comunidades parroquiales de Brescia fueron algunas grandes figuras de obispos: primero el obispo Jerónimo Verzeri, a quien León XIII había definido como "una de las joyas más brillantes del Episcopado italiano", y desde 1883 su sucesor, Mons. Santiago Corna Pellegrini Spandre, quien apenas elegido empezó su visita pastoral, celebró un Sínodo (1889) y se dedicó apasionadamente al seminario y a su clero, con resultados tangibles. En pocos años, bajo su liderazgo, aumentaron las vocaciones sacerdotales y se renovaron los instrumentos tradicionales de evangelización y formación cristiana: las confraternidades, las terceras órdenes, las escuelas de doctrina cristiana, la devoción al Sagrado Corazón, el culto Eucarístico y la piedad Mariana. La Iglesia de Brescia en ese período vio aflorar a personalidades de excepcional relieve: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, hombres y mujeres de todas las edades y profesiones. De muchas de

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ellas está en curso el proceso de canonización. Todas expresiones -como ha señalado acertadamente la hermana Mina- de una "espiritualidad de acción, una espiritualidad de compromiso que responde muy bien al temperamento bresciano; se pueden encontrar contemplativos entre los brescianos, pero son muchos los hombres y mujeres que se arremangaron la ropa y empezaron a trabajar". Es la valoración positiva del trabajo comprendido cristianamente. Decía el Tovini: "Cada golpe del martillo, de azada, de hacha, si se hace para complacer al Señor, es un premio, una corona en el cielo. ¡Ánimo, por lo tanto; amen el trabajo!". El 31 de enero de 1891 se supo, de la renuncia de Francisco Crispi, un convencido defensor de la expansión colonial italiana en África: pocos meses antes, un decreto real había reunido los territorios de Asmara, Cheren y otros ya ocupados por las tropas italianas en aquella que fue llamada Colonia Eritrea. También en Anfo se hablaba entonces de África, sin imaginar que precisamente allí empezaría una extraordinaria historia destinada a concluirse en ese continente. No sólo eso: Felipe Turati (1857-1932) exactamente en ese mismo año, junto con Ana Kuliscioff habrían fundado la revista Crítica Social, destinada a acercar el mundo obrero, a ciertos grupos moderados de la burguesía, y al año siguiente en Génova, con algunos amigos habrían dado vida al Partido Socialista Italiano. Pero el evento más importante de aquel 1891 destinado a tener repercusiones fundamentales en el mundo católico, fue sin duda la encíclica Rerum Novarum, de León XIII, publicada el 15 de mayo, que trataba todos los problemas discutidos en el ámbito del catolicismo social: reafirmaba

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el derecho de propiedad, pero subrayaba al mismo tiempo su función social; afirmaba el valor humano del trabajo y el principio del salario suficiente para garantizar un nivel de vida humano; condenaba la lucha de clases, pero reconocía el derecho de los obreros a reunirse en asociaciones, abriendo así la vía al nacimiento del sindicalismo.

Una familia cristiana Juan Stefani provenía de una familia discretamente próspera: además de poseer una granja - la Carpeneda - a unos dos kilómetros aproximadamente del pueblo en la zona más fértil de Anfo, y varias cabezas de ganado, se había dedicado al comercio del vino, logrando encargarse de los suministros de las tropas residentes en la fortaleza. Algunos años más tarde, en 1906, habría obtenido de la municipalidad, una licencia para administrar una hostería - "El Caballito" – gracias a la cual hubo consolidado aún más su posición económica. Juan había adquirido del Comando Militar una linda casa de dos plantas en el centro urbano, en las cercanías de la iglesia, dotada de muebles rústicos y de bodega que él mantenía escrupulosamente limpia: la hermana Mina nos hace saber de noticias recogidas personalmente en Anfo, indicando que hasta los cilindros de los barriles, tenían que ser pulidos con Sidol, y los barriles cuidadosamente barnizados, al punto que su bodega parecía un salón. Le gustaba la música y en su casa tenía un piano: desde joven había ido a las clases del organista de un pueblo cercano y luego se perfeccionó en Brescia con el maestro Isidoro Capitanio, quien impresionado por el 22

talento de este muchacho de quince años, un día lo invitó a tocar el órgano en la iglesia de San Alejandro. La sólida fe y profunda piedad vivida en su familia lo encauzaron pronto hacia la parroquia, de la que se convirtió en un activo colaborador, obviamente, también como organista. El padre Mabellini luego hizo el resto, como así también su sucesor el padre Andrea Pelizzari. Juan ponía a Dios en primer lugar en su vida cotidiana. Su oración favorita era el Ángelus, a causa de aquel Fiat pronunciado por la Virgen, en obediencia a la voluntad divina. Hacer la voluntad de Dios se había convertido para él en una especie de jaculatoria, así como el Agimus, la breve fórmula con la que se agradece a Dios por sus beneficios. Por lo tanto oraciones antes de las comidas, rezo vespertino del rosario que guiaba él personalmente, concluido con el ritual Alabado sea Jesucristo, al cual todos respondían Siempre sea alabado eran acciones -o costumbres- cotidianas. Con tales antecedentes, también al programar su matrimonio Stefani había elegido bien: Anunciación Massari resultó ser la mujer ideal. Un cuñado de la Beata, Juan Zecchini, ha confirmado: "Es natural que un hombre inspirado por la fe como fue el padre de la hermana Irene eligiera una compañera de incuestionable moral y de profunda fe religiosa. Así era la buena señora Anunciación quien, a estas cualidades, unía un carácter jovial y alegre incluso en las inevitables dificultades de la vida. Prueba evidente de su profundo sentimiento religioso es su numerosa prole, a la que se prodigó por entero, sufriendo especialmente la pérdida de varios hijos.

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Con el paso de los años, Juan Stefani desempeñará también en Anfo un papel significativo a nivel administrativo, de 1902 a 1916, como miembro de la Comisión de Supervisión de las escuelas municipales; en 1905 será elegido concejal en el municipio, continuando en ese puesto hasta ocupar el cargo de intendente en 1921.

Mercedes, llamada "Cede" El 22 de agosto de 1891, en la casa Stefani, se hizo fiesta por el nacimiento de una niña. Era un sábado, día tradicionalmente consagrado a la Virgen. Y, como siempre se acostumbraba en la familia, cada criatura que venía al mundo era llevada a la iglesia y consagrada a la Virgen María. La pequeña fue inmediatamente asentada en el registro municipal con los nombres de Aurelia, Jacobina y Cede (diminutivo de Mercedes). En los registros de la iglesia parroquial donde fue bautizada al día siguiente, dos de los tres nombres resultaron ligeramente modificados en Aurelia, Jacoba y Mercedes. La mamá, Anunciación Massari estaba en el quinto embarazo. A este le seguirían otros siete con resultados alternos. María, la primogénita, nació muerta en 1885; luego vinieron María Rosa (1886), Antonio (1888), Ema (1889); después de Mercedes llegarían Ester (1893), Hugo Guido (1894), otra María Rosa (1896), llamada así porque la primera había volado al cielo a la edad de siete años, aunque también ella la alcanzaría en 1898); la tercera María Rosa (1898), Antonio (1900), Antonieta (1901) y Hugo (1903). Como lamentablemente ocurría en esos tiempos de elevada mortalidad infantil, una pulmonía truncaría más tarde la vida de Antonio a 24

sus 10 años, y también la del segundo a sólo once meses, en julio de 1901, al año siguiente habrían fallecido también Hugo Guido de siete años y medio, y Hugo en 1908. Ningún niñito sobrevivió, y quedaron sólo cinco niñas en la familia. Respecto a Antonio, Hugo-Guido y Hugo, el papá Stefani había soñado algunos proyectos, ya sea para continuar con la responsabilidad de la posada y del comercio de vinos, como para tener más tarde al menos un sustituto sobre el teclado del órgano en la Parroquia. Antonio, en particular, dotado como era de un gran talento musical, además de tirar del fuelle durante las funciones religiosas, estaba aprendiendo a tocar el piano. Lamentablemente, el Señor dispuso lo inesperado, y en casa afrontaron esta serie de desgracias a la luz de la fe. Anunciación se dedicó a la educación de las hijas, guiándolas con amorosa firmeza, apoyada en esto por su marido. Las quería siempre a la vista, especialmente en la Carpeneda donde pasaban la mayor parte de la semana, sobre todo en verano. Como en las cercanías estaba la fortaleza con su ir y venir de soldados, a veces, teniendo que dejarlas solas, las vestía como varones o escondía sus trenzas bajo amplios sombreros; quien las hubiese visto trabajar en la huerta o en la viña fácilmente las habría confundido con jóvenes trabajadores. Sin embargo no era una fuga de la realidad: las chicas sabían cómo comportarse también con el rostro descubierto. Hay una foto de la familia Stefani del año 1904 en la Carpeneda, en la que se ve todavía al pequeño Hugo en brazos de su mamá. Mercedes es la primera de la izquierda, con un vestido de tela igual al de Ester y al de Emma. En el rostro de la Beata se notan los rasgos

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delicados de la adolescente de trece años: la mirada serena y dulce, labios que insinúan una tenue sonrisa. Ya el solo hecho de posar para una foto, en aquellos tiempos, significaba un bienestar discreto. Giovanni Juan Stefani ostenta, de acuerdo con la costumbre de aquella época, un lindo par de bigotes y aparece en la plenitud de sus fuerzas, mientras que la expresión fatigada de mamá Anunciación, le agrega años a sus 41 primaveras (de hecho morirá sólo tres años después).

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Capítulo III La pasta de líder La mayoría de los testimonios recogidos durante el proceso de canonización, concuerdan en que: la pequeña Cede tenía lo que se suele llamar un "carácter fuerte" tanto que un día, a su madre, ante la vivacidad de la pequeña, se le escaparon estas palabras "¡Quién sabe cuánto me hará tribular cuando sea mayor"! Pero la señora Anunciación tenía instinto de educadora y en plena sintonía con su marido logró encauzar las energías de Cede hacia un equilibrado autocontrol. Nos cuentan un par de "caprichos" de la niña cuando, tenía 5 años de edad, fue a pasar fue un tiempo con una tía de Saló, que evidentemente la mimaba demasiado, consintiéndola más de lo debido. Juan intervino con una corrección enérgica que enseguida surtió efecto: en casa de los Stefani, las niñas se acostumbraron a obedecer sin discutir; y es que para aprender a mandar, no hay mejor modo que obedecer. El ambiente de fe profunda vivida en su casa y

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la obra del párroco Padre Pelizzari hicieron el resto, pronto se vio en esta niña decidida, su pasta de líder. Sabemos que Mercedes recibió el sacramento de la Confirmación (de manos del Obispo Corna Pellegrini el 6 de noviembre 1898 en la parroquia de Idro. Sin embargo, no sabemos la fecha de la primera Comunión que debió de recibir unos años más tarde: según la costumbre de entonces, los niños eran admitidos a la recepción de este sacramento entre los 10 - 11 años de edad. De todos modos sabemos a juzgar por un sorprendente detalle que su hermana Ester nos ha revelado, que ese fue un encuentro importante para Cede. Por ejemplo, en el hogar de los Stefani, la música y el canto no faltaban: Juan practicaba en el piano como lo hacía en el órgano de la iglesia; Marieta, una de las hijas, quería aprender a tocar, pero su padre, después de haberse aconsejado por una religiosa de Saló, decidió que esto era una pérdida de tiempo para una mujer. Y además, una mujer en aquellos tiempos difícilmente hubiera podido sentarse ante el órgano para acompañar las funciones en la iglesia. Desde entonces, de esto no se habló más. Y aquí está el detalle curioso: cuando el papá tocaba el piano, mientras las niñas lo escuchaban encantadas, Cede se iba por su cuenta. Ester dijo que la encontró más de una vez en un lugar apartado, de rodillas rezando. Y ante la mirada interrogante de su hermana, respondía: "La música me hace sentir más cerca de Dios; tú vete tranquila donde está papá, yo me siento más feliz aquí sola". Maestra de oración era para todos la mamá que, a pesar de los muchos compromisos de una familia numerosa, encontraba el modo ir un momento a la iglesia

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para decir una pequeña oración, para llevar flores a la Virgen, en fin, para encontrarse cara a cara con el Señor, como si fuera un vecino de casa. Y las hijas la imitaban espontáneamente. Que tenía una capacidad superior a la de sus coetáneas pronto lo puso de manifiesto en la escuela, donde demostró poseer una inteligencia extraordinaria. Su primera maestra, Dominga Pelizzari, era la hermana del párroco. En el pueblo era muy estimada por todos a motivo de su ferviente práctica religiosa y sobretodo por su caridad para con los pobres, lección que Mercedes asimiló y que seguramente influyó en su vocación misionera. La Beata mantendrá siempre una profunda gratitud, hacia su maestra Pelizzari, como lo atestigua una carta que la hermana. Irene le escribió desde África en 1919: "Nunca le olvidaré, le escribe entre otras cosas la joven misionera - porque el vivo recuerdo de cuanto usted ha hecho por mí, me da, incluso hoy, mucho ánimo y me ayuda verdaderamente, reavivando siempre más la profunda gratitud que le debo. Lamentablemente no sabiendo cómo retribuirle por esto, siempre la recuerdo en mis pobres oraciones y hago rezar por usted pidiéndole al buen Dios que la bendiga abundantemente, y colme de favores celestiales a usted y a su distinguida familia". Y en su respuesta, la maestra Pelizzari le responde cariñosamente así: "Querida hermana Irene, “cuántas veces me acuerdo de ti; por mi mente pasa tu fisonomía de muchacha joven y ahora de hermana [...]. Me parece verte aún en mi escuela como alumna muy aplicada y entretenerme contigo amigablemente en la parroquia."

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Una alumna ejemplar Además de las escuelas elementales, lamentablemente no había en Anfo otras escuelas. Juan Stefani, probablemente aconsejado por el párroco y por la maestra, ante los excelentes resultados obtenidos por su hija, decidió hacerle continuar sus estudios. Pero para inscribirse en las secundarias, debía aprobar un examen de admisión (entonces técnicamente se llamaba de "madurez"). Para ello Mercedes fue confiada al Maestro Francisco Richiedei, que tenía en el pueblo una escuela privada. He aquí su opinión: "Entre las alumnas de la escuela que he tenido durante muchos años en el pueblo [...], la jovencita Stefani Mercedes [...] fue sin duda la mejor de todas". Aprobado en Saló el examen con excelentes notas, sus padres decidieron que continuase sus estudios para recibir el diploma de maestra privadamente: el papá pensó que Mercedes sería una maestra ideal. A este fin acudió a Richiedei, quien como experto educador, en su testimonio traza un identikit de su alumna que va mucho más allá del ámbito escolar: Al año siguiente –afirma– yo la inicié privadamente en los estudios de magisterio, que fueron luego suspendidos debido a que la jovencita, un poco después manifestó la idea de hacerse religiosa [...]. A una buena inteligencia, ella unía una encomiable diligencia y escrupulosa puntualidad, de modo que nunca se presentó la más mínima necesidad de llamarle la atención o reprobarle nada respecto al cumplimiento de sus deberes como alumna. Era de temperamento alegre y jovial, pero se mostraba, al mismo tiempo, seria y reflexiva. Humilde y respetuosísima, era por naturaleza 30

tan servicial que, no sólo se mostraba siempre tan disponible y servicial con el maestro, sino con los compañeros, con todos, y a menudo se anticipaba a la necesidad y se ponía a servicio. Su temple, podría decirse masculino pero muy reservada; la acompañaban siempre el pudor y la modestia. Más de una vez, ante una expresión indiscreta o un incidente algo licencioso surgido por casualidad en la escuela, yo observé a la niña, pasar repentinamente de una actitud sonriente y jovial, a mostrarse seria y, bajando los ojos, queriendo cortar la conversación. Tenía una verdadera, autentica predilección por los niños: los acariciaba alegre y espontáneamente, los guiaba, los defendía mostrándoles un afecto maternal. En los momentos de espera o en el intervalo entre las clases, cuántas atenciones recibieron mis hijos de ella, que eran aún muy niños". Está claro que ya desde entonces en la mente de la jovencísima Cede se estaba abriendo camino la idea de una consagración al Señor. Para ella era tan natural pensar en Dios, que inclusive en la escuela, donde a menudo estaba encargada de interrogar a sus compañeras, siempre comenzaba con una pregunta fundamental: "¿Quién nos creó? Dios". Incluso en familia el discurso de la fe era continuamente reavivado, especialmente junto a su madre, de quien se había convertido en el brazo derecho desde que Ema fue "asumida" por su papá como contable de la empresa. Anunciación le hablaba del cielo, del desapego del mundo, de oración y de sacrificio, de la belleza de hacer felices a los otros a costo de cualquier privación personal. Su hermana Antonieta recordará haber encontrado celosamente guardada como recuerdo, una imagen de

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Jesús coronado de espinas, gastada, y casi irreconocible por los muchos besos impresos por Mercedes en el Rostro sagrado. El párroco que sucedió al padre Pelizzari, padre Francisco Capitanio, le había concedido a Mercedes el permiso de comulgar todos los días; en aquel tiempo esto era una excepción para pocos, por lo tanto era señal de una madurez espiritual no común, confirmada también por su admisión a la Tercera Orden Franciscana y a la Cofradía del Sagrado Corazón, de cuya devoción y práctica, los primeros viernes de mes, era una convencida y entusiasta promotora. La comunión diaria, con el tiempo, se convirtió en una cita ineludible para ella; incluso en verano, estando en la Carpeneda. Desde ahí, no era prudente para una chica aventurarse sola por la mañana temprano hacia la iglesia, porque el camino era el mismo que recorrían los soldados de la fortaleza y se corría el riesgo de encuentros peligrosos. Por este motivo Juan Stefani les había prohibido a sus hijas pasar por ese lugar. Entonces Mercedes, para no perder la comunión, iba a la iglesia de Ponte Caffaro, por el lado opuesto a la fortaleza, lo cual significaba recorrer cinco kilómetros a pie. En Anfo, durante el invierno se levantaba muy temprano, y para no ir sola a la iglesia, se había puesto de acuerdo con la viuda Catalina Mabellini, una vecina de casa, que la acompañaba con gusto. Para despertarse, había ideado un ingenioso mecanismo: dejaba colgando de la ventana del segundo piso una cuerda atada a una campanilla enganchada a la cama; Catalina al pasar, tiraba suavemente la cuerda, y al sonido de la campanilla Mercedes se levantaba, se vestía sin hacer ruido para no

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despertar a los otros que dormían y salía de la casa. "¡Viva Jesús, viva María!" decía en voz baja Mercedes y la otra respondía: "Ahora y por siempre". Luego, una del brazo de la otra, llegaban a la iglesia para la misa. Mercedes se arrodillaba, y con los ojos fijos en el sagrario, dialogaba silenciosamente con Jesús, acunando su sueño en la certeza de que tarde o temprano se haría realidad. Su jornada transcurría entre mil ocupaciones, las más pesadas, porque no se sentía hecha para coser o bordar; prefería barrer o lustrar los pisos, lavar los platos y ordenar la cocina y las habitaciones, lavar la ropa o cortar el césped en el prado de Carpeneda. Si había que dar una mano, incluso fuera del ámbito familiar, lo hacía de buena gana. De hecho, cada tanto, la veían junto con las lavanderas en la ribera del lago. Además, evidenciaba ese toque extraordinario de santidad diaria que junto a su madre, (se traducía en caridad operante) hacia los pobres. Los Stefani, aunque no eran ricos, ayudaban de buena gana a quien se encontraba en la necesidad: viudas con hijos, ancianos solos, personas enfermas. Anunciación, especialmente con ocasión de las fiestas, preparaba paquetes con víveres y alguna botella de vino que Mercedes se encargaba de llevar: lo hacía con discreción, acompañando el gesto con una sonrisa que les hacía sentirse amigos. A veces se entretenía en los tugurios más pobres donde había niños: se ocupaba de ellos, lavándolos, revistiéndolos, y ordenando el ambiente, llevando la leña y encendiendo la estufa. Con el tiempo, a este servicio Mercedes le añadió algunos pequeños sacrificios personales: renunciaba a una parte de su comida o de la fruta, para darla a alguien

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que tenía más hambre que ella. Además, en la despensa había puesto una botella con una etiqueta inédita: "Vino para los pobres." Cuando estaba llena de sus "Florecillas", sabía a quién darla. También llegó a comprar una linda bufanda de lana para una ancianita que sufría por el frío, utilizando los pequeños ahorros reunidos con el "dinero" que papá Stefani de vez en cuando le daba. Si su madre le daba el ejemplo, la buena maestra Pelizzari no era menos: ella también generosa con los pobres, trabajaba como catequista en la parroquia y a las niñas les enseñaba a bordar los ornamentos para la iglesia. A los dieciséis años, Mercedes se había transformado en una hermosa jovencita: sobre todo llamaba la atención la dulzura de su mirada y ese cabello negro que sus hermanas le admiraban. Algún joven habrá comenzado a fijarse en ella, aunque a ella no le importase para nada. Se mantenía alejada de los militares y a la posada iba poco o nada, también porque así lo había establecido su padre. No es que allí hubieran peligros: Juan Stefani regentaba el local como un auténtico cristiano. Tanto es así que durante las festividades religiosas, cuando las campanas daban la señal de las funciones, él cerraba el local y los clientes, ya sabiéndolo, se iban. Muchos lo seguían hasta la iglesia; de los rezagados se ocupaban dos hombres (i “piccatori”) que tenían la tarea de recordarles que el domingo es el día del Señor. En todo caso, la joven ya había elegido a su esposo desde hacía tiempo: Ya cuando tenía trece años aproximadamente, les había confiado a sus padres su

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deseo de ser misionera. "No tienes todavía la edad para entrar en el convento", le habían dicho. Pero, mientras tanto, Cede cultivaba su sueño en el corazón. En cierto sentido, ya era un poco misionera. En verano, de hecho, era ella quien reunía a los niños de las casitas vecinas y dirigía el rosario, mientras en la terraza los grandes tejían con las agujas o el ganchillo o entretejían cestas de mimbre. A los niños, que la rodeaban como a una mamita, les enseñaba las oraciones y las primeras nociones del catecismo, organizando luego también los juegos. El párroco, Padre Capitanio la seguía con particular atención: como religiosa o como laica, pensaba, la joven seguramente haría muchísimo bien.

Anunciación se va... La vida en Anfo y alrededores transcurría serena, marcada por los tiempos del trabajo y de la fe. Pero a la familia Stefani le estaban esperando pruebas muy duras. En mayo de 1907, Anunciación cayó en cama con fiebre alta. Se trataba de una bronconeumonía, una enfermedad para la que entonces había pocos medios de curación. La mujer, agotada por doce embarazos y por la asidua atención a los hijos, pronto se dio cuenta de que no lograría superarla. A los que estaban a su alrededor empezó a hablarles del paraíso y de la muerte, cual era el camino para llegar a él. Decía que allá arriba, junto a la Trinidad, a la Virgen y a los santos, encontraría a los siete angelitos que había traído al mundo a quienes el Señor había llamado a él. Una reflexión de verdadera cristiana en espera de la "vida del mundo que vendrá." Si había una sombra, era pensar en el pequeño Hugo y en las hijas más chicas: María Rosa de nueve 35

años y Antonieta de cinco y medio. Un día Anunciación llamó a su lado a Mercedes recomendándole que hiciese de mamá para sus hermanas menores y el hermanito, les enseñase las cosas que ella había tratado de transmitirles a todos. Era el mes de María, y Cede a duras penas contenía las lágrimas al ver a su madre ya marchándose hacia la otra vida; y oraba fervientemente al Señor para que le devolviera la salud. Todos oraban en la casa, y Anunciación se unía a ellos, Quería, de vez en cuando, escuchar alguna lectura sobre la Virgen. El 12 de mayo, sintiendo que ya el final estaba cerca, pidió que el párroco le llevara el santo viático y administrara la unción de los enfermos. Luego saludó a todos con la mano y se fue al cielo. Con sólo 44 años había dado todo por su familia: iba a recibir el justo premio. Podemos imaginar con cuánta conmoción Juan acompañó con el órgano la misa de ese funeral. Pero una vez más, de su boca salía un resignado: "Que se cumpla la voluntad de Dios". En la casa se definieron mejor las responsabilidades: Ema se ocuparía de la casa desde el punto de vista económico, al lado de su padre, de quien era ya secretaria, mientras que Mercedes se ocuparía de Hugo y de las otras hermanas. Por desgracia, los lutos no habían terminado: al año siguiente se fue también Hugo, la última esperanza del papá Stefani como su sucesor en el órgano. Entre otras cosas, el niño ya había demostrado tener talento para la música. En ese momento, Juan, como persona concreta que era, miró hacia el futuro y se preguntó: ¿sería capaz de llevar adelante solo toda la tarea? ¿Otra mujer no

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podría tal vez ayudarlo? Confió esta pregunta al párroco, el padre Capitanio, quien después de haberlo pensado un poco, le dio vía libre. Pero, no de inmediato. Mientras tanto, Mercedes encontraba en la oración y en el contacto más intenso con Jesús la fuerza para continuar. Sentía toda la responsabilidad que se le había confiado. Como afectuosa mamita, trataba de educar a sus hermanas a tomar conciencia de sus propios deberes. Las formaba en la modestia y en la obediencia, testimoniando con su ejemplo: en la calle, caminaba con los ojos bajos, especialmente cuando se entrecruzaba con los soldados que la miraban con interés. Un heredero varón, quién sabe, tal vez... El 22 de marzo de 1909 Juan Stefani condujo al altar a Marietta Teresa Savoldi, una mujer de Brescia de 47 años. Pero no tuvieron hijos. Una vez más, Mercedes fue quien preparó el evento en la familia: la nueva "mamá" –empiezan a llamarla así,- debe ser acogida con respeto, obediencia y caridad, aunque el corazón sufra. Para Cede este período constituye un aprendizaje importante: aunque haya en la casa personal de servicio. Ella se elige para sí los trabajos más pesados, según nos confirma su hermana Marieta, agregando que: "Sabía hacer de todo y se las arreglaba para hacer de todo, incluso ocuparse del criado que teníamos en la Carpeneda quien se ponía contento cuando estaba Mercedes”.

Apostolado a todo campo Además de la casa, también se la ve particularmente comprometida con la Iglesia. La Beata participa en las diversas actividades parroquiales, sin venirse a menos, incluso si había que hacer la limpieza. 37

Pero su terreno favorito es el catecismo, también porque con los niños se encuentra muy a gusto: se reúne todos los días para dar una lección, y los prepara para recibir los sacramentos. La testigo María Bondoni afirmó que como en Anfo no había religiosas, "todas las semanas nos preparaba ella para las confesiones, de hecho incluso más a menudo, porque los días festivos de precepto eran más numerosos que hoy. Ella actuaba como si ya fuese una religiosa". Marietta nos cuenta que cuando en el restaurante había un banquete de bodas, Mercedes "se adelantaba a saludar a los novios y aprovechaba para hacerles un breve sermón sobre los deberes conyugales". El suyo fue verdaderamente un apostolado a todo campo. A los niños, además de la teoría, también les enseñaba la práctica, animándoles a hacer "Florecillas", como por ejemplo, los sábados renunciar a la fruta, o a los dulces en honor de la Virgen. Ella era una conocedora de las “florecillas”: por sus pobres había aprendido a privarse habitualmente del vino, del pan, de la fruta y de parte de la comida. Robaba las horas al sueño, para ir a sus casas por la mañana temprano (más tarde no habría tenido tiempo a causa de los muchos compromisos que la esperaban). A la caridad no renunciaba. Y en el dar, siempre sabía agregar una buena palabra, un consejo y, si fuera el caso, con la discreción, incluso una llamada de atención ante una conducta contraria a la moral. Uno de sus primos, Bautista Piccinelli, estaba tomando un mal camino habiéndose alejado de Dios. Mercedes le habló con dulzura advirtiéndole sobre los riesgos que se corren en estos casos, y sobre todo insistiendo en el amor de Jesús hacia nosotros. Esa conversación sacudió al joven

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que, poco a poco, volvió a rezar y a frecuentar la iglesia, reconciliándose plenamente con Dios. Mercedes pensaba en el cuerpo y en las almas. Sí, las almas ya eran su clavo fijo, porque sentía siempre más vivamente el llamado hacia la consagración total como misionera. Desde hacía algún tiempo, todos los años se iba a Brescia a la casa de las hermanas Canosianas para hacer los ejercicios espirituales. Al verla tan concentrada en la oración, aquellas religiosas la habían invitado a entrar en su congregación. Pero Mercedes ya había hecho su elección: quería ser misionera de la Consolata. Ya lo había pensado la primera vez cuando tenía tan sólo trece años. Es probable que el padre Pelizzari, su director espiritual hasta los quince años, estuviese al corriente de esto y la guiase gradualmente hacia una decisión más madura y consciente. Pero también la hermana Dominga hablaba con frecuencia de las misiones a sus alumnos. En la carta escrita desde África en 1919, la Beata le dice, entre otras cosas: "Siempre recuerdo con suma gratitud, su santo deseo de entretenernos, de hacernos estudiar diálogos, poesías relacionadas con la niñez abandonada, y así en nosotras, con el conocimiento del estado miserable de tantos infelices nos llevaba a querer ayudarlos. Sí, desde entonces me hizo amarlos”.

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Capitulo IV Dos Institutos y una sola misión

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Tenia clara su meta: ser misionera de la Consolata. Pero para comprender esto, tenemos que dar marcha atrás y hablar del Beato José Allamano, fundador de los Misioneros y de las Misioneras de la Consolata. Él era piamontés, había nacido en 1851 en Castelnuovo d'Asti, hoy llamado Castelnuovo Don Bosco, lugar donde también nació san José Cafasso, tío del Allamano (su madre era la hermana del que fue llamado "la Perla del clero italiano"). Ordenado sacerdote en 1880 el Arzobispo Mons. Gastaldi lo nombró Rector del Santuario de la Consolata. Allí permanecería hasta su muerte, ocupándose de la restauración del santuario y llevándolo a su esplendor actual. El santuario -muy querido por los turineses-, tiene una historia que se remonta a la Edad Media. Según la tradición, en 1104, la Virgen María se apareció a un tal Juan Ravasio ciego de nacimiento, devotísimo de la Virgen, que vivía en Briançon (Francia) y quien le aseguró que volvería a ver si viajaba a Turín con el fin de rescatar su antiguo icono que había ido a parar bajo los escombros de un templo en ruinas. Acompañado por una sirvienta, cruzó los Alpes y llegó a la periferia de Turín, a una localidad denominada Pozzo Strada. Y allí, frente a la iglesia de Santa María del Sepulcro, a Ravasio, por unos instantes se le abrieron los ojos, el tiempo suficiente para reconocer un alto campanario -el de la iglesia de San Andrés, lugar que le había sido mostrado por la Virgen durante la visión- y donde se ocultaba el icono. Éste fue verdaderamente recuperado gracias a los feligreses que excavaron justo en ese lugar, el ciego desde ese día recuperó completamente la visión.

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Hasta aquí lo que dice la tradición, difícilmente verificable. Más adelante, contamos con una historia bien documentada:”, Este lugar de culto -escribe Domingo Agasso- siglo tras siglo, ha convocado a la gente de Turín, para orar en momentos de sufrimiento (guerras, epidemias, calamidades públicas, etc.) y de serenidad. Generación tras generación hicieron de la iglesia dedicada a María, con el nombre de la Consolación y posteriormente Consolata, la iglesia del pueblo turinés. La expresión popular “Consolata” que gradualmente ellos fueron adoptando, también puede referirse a la expresión bíblica: “llena de gracia. Con el pasar del tiempo, también la Consolata fue objeto de una larga evolución, moldeándose hasta alcanzar la forma y dimensiones actuales". Desde el año 1000, cuando estaba atendida por los benedictinos, hasta el tiempo del Guarini (1679), la iglesia de San Andrés contaba con tres naves; en el siglo XV se amplió con una nueva fachada; luego, con la intervención de célebres arquitectos -además de Guarini, el Juvara (1714) y Ceppi (1904)- tomó la forma elíptica actual. Pero volvamos a nuestro canónigo. Ya desde que era un joven seminarista, había querido ser misionero, pero no contaba con muy buena salud. Es por eso que, pensó en fundar un Instituto para las Misiones Extranjeras, que pudiera incorporar a muchas fuerzas del clero subalpino. Sin embargo, al principio se encontró con una cierta indiferencia, cuando no directamente oposición, de parte del arzobispo y de algunos sacerdotes. Las cosas cambiaron cuando, a la muerte de Monseñor David Riccardi, en 1897, fue nombrado para la sede en Turín Mons. Agustín Richelmy, un compañero de estudios del Padre Allamano

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en el seminario, con el que mantuvo siempre una relación muy cercana de amistad. A partir de ahí, el camino quedó allanado y todo fue más fácil. Bueno, casi, porque en enero de 1900, el Canónigo se enfermó gravemente con neumonía doble; para los médicos estaba desahuciado. En cambio, repentinamente empezó a recuperarse, como por milagro: "Cuando yo estaba a punto de morir -dirá más tarde- prometí, que si me recuperaba, fundaría el Instituto. Me recuperé y se hizo la fundación. Eso es todo". Y ante las posibles dudas surgidas sobre su capacidad para llevar adelante esta gesta, fue el mismo cardenal Richelmy quien lo animó a hacerlo con un categórico: "Se debe fundar el Instituto y debes hacerlo tú". Con la ayuda del canónigo Santiago Camisassa (que desde 1880 se puede decir era su brazo derecho), el día 18 de junio de 1901 el padre Allamano inauguraba la primera casa del Instituto en Turín en la calle Duque de Génova (ahora calle Estados Unidos), casa que fue enseguida bautizada con el nombre de "Consolatina". Después de haber elegido personalmente a los candidatos, organizó en 1902 la primera expedición (cuatro misioneros fueron destinados a Kenia). El Papa Pío X, en su admiración por el "método Consolata", recomendaba a los misioneros, "Ayuden (a los africanos) a ser personas, a ser buenos trabajadores y así serán también buenos cristianos". El Beato nunca dejó el Piamonte, pasó su vida ocupándose de la formación espiritual de los futuros misioneros, dándoles un ejemplo extraordinario de vida interior, de sacrificio y de laboriosa dedicación.

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La tercera expedición –de seis sacerdotes - partió en 1903 con una novedad: al grupito se unieron ocho hermanas de la Pequeña Casa de la Divina Providencia (Vicentinas), fundada por san José Benito Cottolengo. Con el desarrollo de la evangelización en África, aumentaron los pedidos de personal femenino para trabajar con los misioneros, necesidad que las hermanas Vicentinas no podían satisfacer. La única solución posible era la de tener religiosas propias; además, en Piamonte varias chicas ya habían llamado a las puertas de la Casa Madre del Instituto convencidas de que existiese la rama femenina. Después de haber escuchado el parecer de la Congregación de Propaganda Fide, el dicasterio vaticano que se ocupa de las misiones, el p. Allamano se convenció de la urgencia de fundar a las hermanas. Pero, ante su perplejidad, decidió ir a hablar con Pío X. Durante la audiencia, le presentó con mucha simplicidad su principal objeción: "Santo Padre, yo no tengo la vocación de fundar una congregación femenina".Y el Papa Sarto, a quien nunca le faltó sentido del humor, le respondió sonriendo: "Si no la tienes, te la doy yo". ¿Se le puede decir “No” al Papa? Regresando a Turín, el canónigo enseguida se puso manos a la obra. El 29 de enero de 1910, entraban en la "Consolatina", las hnas. Celestina Blanco y Dorotea Marchisio, dos religiosas Josefinas, llamadas por el Padre Allamano para iniciar la obra. Pronto llegaron las primeras postulantes: a mediados de mayo eran siete, ese mismo año llegaron a quince y en 1911 ya eran más de treinta. Hubieran podido ser más, pero el Allamano frenaba los entusiasmos; era riguroso en la elección de las vocaciones; con su gran

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intuición entendía al vuelo quién tenía verdadera vocación y quién no. Él quería que sus hijas recibiesen sobre todo una sólida formación, y a esta se dedicó personalmente a través de su presencia asidua y de las famosas "conferencias", verdaderas charlas formativas que les daba especialmente los domingos (serán más de 500 las que han sido transcriptas y conservadas). El 5 de diciembre de 1912, algunas religiosas se trasladaron de la "Consolatina" al edificio nuevo, más grande, ubicado en la calle Ferrucci -donde ya se habían establecido los misioneros en 1909,- convirtiéndose esta en la Casa Madre de los dos institutos. Las misioneras ya tenían su propio hábito (la primera toma de hábito se hizo el 21 de noviembre de 1910), de color gris en lugar del negro, porque, según el fundador, "en África se mantiene más limpio."

Se siembra en Anfo Mercedes tuvo su primer contacto con los Misioneros de la Consolata en 1905 cuando el padre Ángel Bellani llegó a Anfo, para dar su último adiós antes de embarcarse para África. Este, siendo un joven clérigo, estuvo casi un año haciendo su servicio militar en la fortaleza, dando vida a la parroquia, al oratorio y a la Casa Rural, en plena armonía con el padre Pelizzari y su hermana Dominga. Obviamente, se relacionó mucho con el organista y su familia. Posteriormente, regresó al pueblo como diácono invitado por el párroco para predicar durante el viernes santo, y finalmente como sacerdote, para celebrar una de sus primeras misas. La vocación misionera había nacido en él durante los años del seminario. Esto no debe sorprendernos, ya 45

que en la historia de la católica Brescia emergen figuras de grandes misioneros: el beato Juan Bautista Zola, jesuita mártir en Japón en 1626; el padre Julio Aleni (1582-1645), también jesuita y misionero en China, que fue llamado el "Confucio Occidental"; y especialmente el beato Daniel Comboni. Durante una de sus visitas a Anfo, el padre Bellani había despertado la vocación misionera en un joven trabajador del lugar: Bartolomé Liberini. Este, predicando desde el púlpito, dijo: "Yo voy a ir muy lejos, para anunciar el Evangelio en África. Voy a ser un misionero de la Consolata y espero encontrarme pronto entre las tribus del Kenia". En aquellos días estaba esperando el permiso del obispo para ingresar en la congregación, donde empezaría su formación específica. El 1º de enero de 1905, vigilia de su embarque para Africa visitó por última vez Anfo. El día después, viendo al padre Ángel montado en el carruaje, mientras se dirigía a la estación del tren, le confío su deseo de marcharse con él. Pero no pudo realizar prontamente este deseo, porque su padre murió al poco tiempo, y siendo él, el mayor de los hermanos, tuvo que quedarse en casa para ayudar en el mantenimiento económico de la familia. A los veinte años vuelve a intentar otra vez; fue a hablar con el canónigo Allamano, quien le exhortó a ser un hermano laico (coadjutor), debido a las necesidades de las misiones. Partiría para Kenya en 1912. La predicación del P. Bellani, no había impresionado solamente a Bartolomé, sino también a Mercedes, que tenía entonces, poco menos de catorce años. De todos modos, entre los dos, hubo más de un intercambio de ideas sobre el proyecto común. El diario

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del padre Bellani sobre el viaje de Turín a África, publicado por entregas desde agosto hasta diciembre de ese mismo año 1905 en el semanario diocesano La Voz del Pueblo, contribuyó en los meses siguientes a aumentar el entusiasmo en el corazón de los dos jóvenes.

Una parroquia en crisis En 1907, sucedió en Anfo algo que inesperadamente provocó mucha confusión en la parroquia. El 27 de diciembre de 1906 había muerto el buen párroco padre Pelizzari y para nombrar al sucesor, en ese tiempo, se usaba una praxis distinta a la actual: se convocaba una asamblea popular en la que el obispo presentaba una terna para elegir a uno de los candidatos propuestos en la misma. La gente indicó al padre Luis Sandri, quien como coadjutor había demostrado su capacidad logrando buenos resultados sobre todo durante la enfermedad del padre Pelizzari. Pero, con gran sorpresa para todos, el obispo no incluyó en la terna el nombre del p. Sandri, porque "se había ordenado hacía poquísimo,", es decir, era demasiado joven todavía. Esta decisión fue mal vista por la gente de Anfo. Casi de inmediato, comenzó una especie de “tira y afloja” en el que se vio involucrada una parte de la población: administradores municipales, empleados, el gobernador, el Vicario foráneo y el obispo. La curia intentó calmar los ánimos, pero sin lograrlo. En parte, porque había quienes tenían interés en avivar las llamas de la discordia, sobre todo la prensa laica, especialmente: El Asno y el periódico socialista ¡Adelante!, esto, en un momento en que los ataques anticlericales provenientes del otro lado de los Alpes tenían algunos ecos también en 47

Brescia. Por las calles aparecieron carteles en favor del padre Sandri, y hasta hubo quien acusaba al arcipreste de Idro de favorecer el nombramiento de uno de sus coadjutores, el padre Luis Brosio. A este punto, el padre Sandri, con la intención de contribuir a una solución pacífica del caso, se fue repentinamente de Anfo, dejando a la iglesia completamente desamparada. Los administradores eclesiásticos la cerraron, permitiendo su apertura sólo al sacristán para el rezo del rosario. No fue suficiente que el p. Brosio retirase su candidatura. La gente empezó a bajar a la calle: una veintena de mujeres y grupos de jóvenes exaltados propinaron una golpiza a base de chancletazos a un ciudadano considerado allegado a la curia, obligándole a encerrarse en su casa. El caso también interesó a la prensa. Después de haberse celebrado un funeral sin sacerdote, en la publicación de El Ciudadano de Brescia, en un artículo bajo el título "Dolor y deshonor", se comentó esta situación parroquial: “De recuerdos de hombre, -el cronista que se firmaba: El último ciudadano de Anfoescribió: “nunca se ha encontrado a la parroquia de Anfo en un estado tan deplorable y vergonzoso como ahora. Dividida en partidos muy obstinados, nuestra iglesia cerrada, las funciones sagradas suspendidas, privados de la Misa, de los sacramentos, y hasta de la asistencia a los moribundos y a los muertos, y por si fuera poco, convertidos en el murmullo del Valle. ¡Ah! Pobres y santos nuestros difuntos párrocos, ¿habrían pensado que su querido pueblo de Anfo hubiese caído alguna vez en tan miserable estado? ¡Oh, qué pronto nos hemos

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olvidado de los continuos ejemplos de mansedumbre que ustedes nos dieron durante tantos años!". Pero ni siquiera esta denuncia fue suficiente para calmar los ánimos. La renuncia "por razones de salud" de Don Sandri desencadenó nuevos disturbios, mientras en la torre del pueblo se izaba la bandera roja y el día de la fiesta patronal (santos Pedro y Pablo) en la plaza una banda musical interpretó himnos patrióticos. La iglesia permaneció cerrada por largo tiempo. Hubo un nombramiento, luego revocado, del padre Rinaldo Giuliani como ecónomo; finalmente, en septiembre, se llegó a un acuerdo con el nombramiento del padre Francisco Capitanio, quien hizo su ingreso en la iglesia el 29 de junio de 1908. Un óptimo párroco, que supo allanar las dificultades y unir a la población con una inteligente pastoral y un contacto constante con todos. Obviamente, la familia Stefani fue una de las primeras en asegurar al sacerdote cualquier tipo de colaboración. La crisis parroquial, sin embargo, no pareció haber influido en la vida espiritual de Mercedes; sino más bien le ayudó a intensificar su formación ascética, preparándose a vivir su elección religiosa, con un estilo de vida orientado a una gran austeridad: renunciando a la música, al cuidado de su hermoso cabello, inventando pequeñas penitencias y mortificaciones, una serie de "florecillas" que eran signo de su entrega total a Jesús. Un día, papá Stefani sorprendió a su hija en la calle, hablando con Bartolomé, que se estaba preparando para ir a Turín. Esta situación no le gustó, aún sin saber el motivo de su conversación. Según los cánones de la época, una chica no debía detenerse a charlar en público

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con muchachos. Por esta razón, en ese momento dejó escapar palabras de reproche. Pero este malentendido se aclaró más tarde pues en ese día Mercedes le pidió a su padre el permiso para entrar con las Misioneras de la Consolata. Esta había hablado anteriormente con el padre Capitanio, quien asumió la tarea de preparar a Stefani para una separación que le resultaría particularmente dolorosa.

Su "Regla de vida" Tenemos también de ese período de maduración vocacional una "Regla de vida" que Mercedes había encontrado tal vez en un libro de piedad de la época. Más allá de algunos detalles que hoy podrían hacernos sonreír, esta regla nos da una idea de la fuerte espiritualidad de la joven. Reportamos aquí algunos extractos del largo texto original, a través de los cuales podremos comprender los comportamientos de la misionera hermana Irene. Un alma que cultiva la mortificación de sí misma, procura vigilar sus sentimientos y por lo tanto con respecto: A LOS OJOS No se pone frente a las ventanas ni a la puerta por curiosidad. [...] Recreándose con la vista del campo, de las plantas y de las flores, pasa a admirar la belleza, sabiduría, el poder y la bondad de su Dios, al cual se dirige con jaculatorias, y otras veces se mortifica con no mirar. En las iglesias no tiene ojos para ver quién entra o quién sale, las modas, la elegancia la forma de

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actuar…, sino que los mantiene fijos en el Tabernáculo o en las imágenes, o de hecho, cerrados. AL OÍDO No puede soportar) murmuraciones ni siquiera ligerísimas o delicadísimas, más bien corrige con caridad, humildad, sin desprecio hacia quienes hablan, o directamente se va; y no pudiendo, baja la vista y no responde palabra... Lo que por necesidad escucha contra su prójimo, no lo cree, y se olvida. [...] No es curiosa en referencia a la vida de los demás, ni siquiera de cosas del de espíritu, no hablando jamás, ni siquiera de sí, se nutre en cambio de la palabra de Dios, a través de los sermones, conferencias y razonamientos espirituales con alguna persona buena o amiga. AL OLFATO [...] Si entra en jardines y huertas no cortará sus flores o si otro se las da lo agradece, pero ofrece un sacrificio al Señor y no las huele ni se las lleva. [...] )(Cuando visita o asiste) a los enfermos no muestra externamente ninguna repugnancia ante los malos olores, pues sabe que Jesús la recompensará con la suavidad de sus preferidos. EL GUSTO (Precede la comida con la bendición y la más recta intención.

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[...]Procura con San Jerónimo que el vientre más bien se lamente por la escasez, que se alegre por la saciedad, y esto en mérito del alma y la salud del cuerpo. [...] No pidas nunca la cena, y tal cosa, o condimento, pero recibe todo lo que te ofrezca) sin queja alguna. [...] Los vinos delicados u otros licores no se beben a no ser que nos sea ofrecido, y siempre con moderación, sin alabar, criticar, o buscar la calidad, y sin saborearlos bebiendo a sorbos como quien sirve al vientre. Es evidente que hoy ciertas cosas no se pueden compartir así, al menos en la forma. No obstante, permanece lo esencial, y es que se llega a la perfección a través de pequeños gestos cotidianos, de renuncias secretas, de pensamientos de amor enviados aunque sea con sólo una jaculatoria. Aquellos que están familiarizados con las historias de los santos, reconocen este estilo de vida.

"Misiones al pueblo" Mercedes, mientras se preparaba para cumplir su sueño, continuaba su apostolado siempre con mayor intensidad. Justamente Antonio Fappani define la actividad de la joven, sobre todo en los meses de verano en la Carpeneda, como verdaderas y oportunas "Misiones al pueblo", con resultados concretos, visibles. En este sentido existe un testimonio muy significativo en su ingenua frescura: es el de Nina Bondoni, una de aquellas niñas que oraban con Mercedes en el pajar: "Íbamos a rezar con ella -ha narrado la mujer en 1986-porque nos 52

daba un pedacito de azúcar; lo daba sólo a los que rezaban con más devoción y estaban más atentos; a los otros no. ¡Imaginen lo atentos qué estábamos! Bien pueden pensar, que hacíamos lo que fuera con tal de recibir el azúcar. Y en aquel tiempo, los panes de azúcar eran de aquellos que se rompían con martillo. Ah, sí, sí, decíamos las oraciones bien ordenados. Yo nunca fui a la clase de catecismo que la Hermana Irene enseñaba en la iglesia porque era muy pequeña todavía, pero recuerdo que nosotros, los Bondoni íbamos todas las tardes a su henil para rezar. Ella casi siempre estaba allá, en el establo donde también tenían vacas [...]. Recuerdo que cuando nos hacía rezar, debíamos recitar todos los misterios, los mandamientos, los preceptos; después nos hacía repetir: "Señor te encomiendo mí alma, chéla del mèbobà, chéladèlamè mama, chéla dei mè fradèi, dèle mè sorèle, pèo’ a töc; i mé decà e töc; i pecatori” (la de mi papá, la de mi mamá, la de mis hermanos, la de mis hermanas y toda mi casa y de todos los pecadores). Nos hacía recitar oraciones tan largas, que muchas veces nos adormecíamos [...]., Apenas podía, ella iba a todas las Misas y parecía un carabiniere (policía italiano) quien marchaba). Y entonces se caminaba con zuecos y el suelo estaba lleno de grava Pero la recuerdo alegre y desenvuelta". La hermana Juana Paula Mina, que a principios de los años sesenta se trasladó a Anfo para entrevistar a las antiguas compañeras de Mercedes pudo constatar con que entusiasmo y dedicación esta muchacha se ocupaba de las niñas haciéndoles rezar y preparándolas para la comunión semanal.

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Cuando Mercedes saldrá de casa para hacerse religiosa, su hermana Ester continuará con estas reuniones. "Pero -escribe la hermana Juana Paula- las chicas concurrieron dos veces y luego no aparecieron más. Ester era buena, pero no era Mercedes, comentaron las jóvenes... ".

Capítulo V Misionera de la Consolata La ida a Turín de Bartolomé Liberini le hizo comprender a Juan Stefani que Mercedes se estaba preparando para dar el mismo paso. "¡Papá, déjame ir!" se había vuelto un estribillo cotidiano. Stefani dudaba; Mercedes no tenía aún veinte años (en ese tiempo la mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años) y él quería asegurarse de que su vocación era auténtica, y no se trataba de un entusiasmo pasajero. Quizás, estos pensamientos no eran más que una excusa para retrasar la

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despedida de su hija tan querida y cuya falta sufriría durante largo tiempo. Sabemos que fue el padre Capitanio quien se encargó de preparar el terreno, aunque a él también le apenaba tener que privarse de la mejor colaboradora parroquial. Pero había una razón que seguramente convencería tanto al buen Juan como al buen padre Francisco: ese "fiat" (“que así sea”), que en casa de los Stefani era la jaculatoria más frecuente y que se había escuchado tantas otras veces, en circunstancias más dramáticas, como la muerte de siete niños y de la señora Anunciación. Así pues, se comenzaron los preparativos para la partida de Mercedes. El 5 de mayo de 1911 el padre Capitanio escribió al canónigo Allamano. Vale la pena leer esta carta, que fue precedida por una primera petición menos detallada: “Muy Reverendísimo y Estimadísimo, Ya estamos listos. La joven Stefani Mercedes de 20 años, de quien ya le había hablado, parece realmente llamada por el Señor a su Instituto y se prepara con gran deseo de entrar en él si es aceptada. Ha visto las condiciones y sobre éstas me permito preguntarle sobre el N º V y el N º VI. La joven es de familia excelente, pero económicamente vive del trabajo cotidiano. A la muerte de su papá, lo que eventualmente quedara podría dividirse entre cuatro hermanas y la madrastra. Esto es lo que a mí me consta. Por favor, le ruego que me aclare un poco sobre estas cuestiones. En referencia al ajuar que debe preparar: tengo también una pregunta; ¿Es necesario que tenga todo y de inmediato? La joven ha estudiado hasta el segundo año de la escuela técnica y su inteligencia y memoria me parecen buenas.

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Disculpe Rvdo. Padre si le molesto tanto: es el Señor quien me dice de hacer así con el fin de cumplir su Santa Voluntad en una vocación y para hacerle ganar siempre más méritos a Ud. ¿Bartolomé sigue bien? Humildemente, le mando mis saludos, encomendándome por medio suyo a nuestra Veneradísima Consolata,. (De usted afectísimo, Padre Francisco Capitanio". Podemos imaginar que las pequeñas cuestiones sobre el ajuar hayan sido resueltas inmediatamente por el Allamano: él necesitaba personas dispuestas a todo para salvar almas, considerando las demás cosas como algo muy secundario. Los Stefani habrían contribuido económicamente según sus posibilidades. Solamente faltaba el permiso del padre. Después de haber mandado la referida carta, Mercedes intensificó la oración. La veían muy a menudo, absorta ante el sagrario o ante el altar de la Virgen en espera de la gracia. Por su parte, el párroco habló nuevamente con papá Juan quien, el 11 de mayo, tomó papel pluma exponiendo su parecer con unas breves líneas: "El abajo firmante padre de la menor Mercedes, aunque de mala gana, le permite ingresar en el Instituto de las Misiones Extranjeras de la SS. Consolata en Turín y se somete a lo que los superiores consideren conforme a la voluntad de Dios. Atentamente, Juan Stefani. " Era eso lo que el padre Francisco y Mercedes esperaban. Ese hombre había resumido su desasosiego interior en las palabras: “aunque de mala gana”, que manifestaban el sufrimiento de quien estaba llamado a aceptar un nuevo sacrificio, y “conforme a la voluntad de Dios”, con las que respondía como cristiano, a la luz de la fe, a la llamada divina de su hija. Sus hermanas recibieron

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la noticia sin entusiasmo; tendrían que trabajar más en casa, sin el torbellino de Cede. Pero más tarde se dieron cuenta que su hermana estaba a punto de dar un salto de cualidad que con el tiempo tendría un impacto positivo incluso en la familia (Antonieta la seguiría después ingresando en el mismo Instituto, tomando el nombre de hna. Teófila). No había tiempo que perder. Al día siguiente, el padre Capitanio escribió nuevamente al padre Allamano enviándole una carta “con documentación personal” se trataba de una ficha” con todos los datos de la joven y el "certificado médico" de salud. Ahora sólo faltaba establecer la fecha de su partida. Cuando se enteraron en el pueblo de la decisión de Mercedes, no se sorprendieron mucho. Sobretodo, quienes más sufrieron fueron sus niñas, pues se habían acostumbrado a ser guiadas por ella. Alguna lloró. Mercedes les explicó que: cuando Dios llama hay que responder con generosidad; que hay Almas que salvar, (siempre escribirá esta palabra con mayúscula) esto es lo más importante que un cristiano debería hacer; que elegir a Jesús como esposo, era el regalo más hermoso del mundo, aunque supusiese sacrificio, que el premio otorgado por este sacrificio sería grandísimo. Preparándolas para la despedida, les decía, como nos hace saber la Bondoni: "Ya no seré yo quien les haga decir las oraciones. Pero ustedes las van a decir igual, y también por mí, que me voy lejos, lejos, muy lejos". Pero, “¿adónde se irá tan lejos?", se preguntaban asombradas. Lo sabrían en su momento. Aquel 1911 fue un año importante para el mundo de la ciencia: había sido descubierto el modelo del átomo, por el famoso físico Ernesto Rutherford, quien fue galardonado en 1909 con el Premio Nobel, en tanto el explorador noruego Roald Amundsen Engelbert, el 14 de diciembre llegó al Polo Sur. Políticamente, para Italia fue un período

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delicado: en septiembre, las tropas italianas ocuparon Rodas y el Dodecaneso, y más tarde Libia, anexándola, mientras tanto se iba agudizando la crisis en los Balcanes que finalmente desembocó en la Primera Guerra Mundial.

Adiós para siempre El lunes, 19 de junio, vigilia de la fiesta litúrgica de Nuestra Señora de la Consolata, Mercedes dio el adiós al pueblo de Anfo y al lago a los que nunca más volvería a ver. Fue un momento de intensa conmoción para todos los presentes: desde sus hermanas, inmóviles en la puerta al lado de la madrastra, a "sus" niñas; desde los parientes hasta a los vecinos, muchos de los cuales habían compartido con ella la experiencia de la fe vivida. "Viva Jesús, viva María", dijo Mercedes abrazando a la viuda Mabellini, quien la despertaba durante el invierno tirando la cuerdita de la campana. Y la respuesta fue la misma: "Ahora y siempre." Para comprender la magnitud del sacrificio de esta muchacha es necesario retroceder a aquellos tiempos, en los que cuando se salía de Italia hacia otro continente, significaba, la mayoría de las veces, no regresar más. Este era el caso, a veces dramático, de tantos emigrantes. Hoy, gracias al transporte aéreo, no existen las distancias, mientras que en aquella época, el adiós era definitivo, sobre todo con las personas ancianas. Mercedes seguramente habría pensado en esto, pero en ella la alegría de poder dedicarse a la misión anulaba todo arrepentimiento. Después de mirar por última vez a su casa y a la iglesia cercana, subió en la carreta del papá, sentada entre él y el padre Capitanio y, agitando el brazo en señal de saludo, salió para Turín. Era la primera recluta bresciana del Instituto del Allamano. La superiora de la comunidad naciente era

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entonces la hna Celestina Blanco de la congregación de las hnas. Josefinas de Turín. Una experta educadora, exigente y de mano firme, quizás demasiado, según el fundador. De todos modos, él dirá más tarde: "De todas las hermanas, ella es quizá con la que menos hablé, pero a quien conocí mejor". Llegaron de noche a Turín. Juan Stefani, atravesado el umbral de la "Consolatina", fue recibido por la madre Celestina. Según el relato de la hermana Margarita De Maria, él se arrodilló delante de la superiora "para confiarle su tesoro, su amada hija". La hermana también recuerda haberse cruzado con Mercedes en la escalera que conducía al primer piso: y "Me hizo una respetuosa reverencia relatócon una hermosa sonrisa. Esa inolvidable sonrisa estuvo siempre presente en su rostro, como postulante y como novicia, como profesa y como misionera". En pocos segundos, la hermana Margarita había percibido una de las características de la futura Hermana Irene, con la que se ganaba la simpatía de todos. Dos días más tarde, los tres pudieron ver personalmente al fundador. También esta vez Mercedes y su padre se arrodillaron, como para confirmar un ofrecimiento que a ambos costaba, pero sabían era agradable a Dios. El canónigo los bendijo, afirmando que había sido la Virgen Consolata a mandarle esta joven precisamente, en la víspera de su fiesta. Después, mientras Mercedes entraba en la comunidad femenina, donde ya se había instalado para iniciar el postulantado, él invitó a almorzar al párroco y a Stefani, a quien regaló un cuadro de la Virgen Consolata, “puesto más tarde" en la iglesia parroquial, en cuya sacristía se encuentra todavía en memoria de la primera misionera de Anfo. En el reverso se lee: “Recuerdo que me ha sido dado por el Monseñor Canónigo Rector de la Consolata en Turín el día 21 de junio

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de 1911 con ocasión del ingreso de mi hija Mercedes a la vida religiosa en el Instituto Misionero de la Consolata ". Sigue la firma: "Stefani Juan organista." Las primeras semanas sirvieron a Mercedes para ambientarse. No le llevó mucho tiempo, porque en seguida se encontró como en familia. Madre Celestina, experta conocedora de almas, enseguida quiso tener una idea de como era la nueva postulante, la hizo llamar para un primer interrogatorio. Le preguntó si sabía coser, cocinar, qué estudios había hecho. Mercedes respondió con sencillez afirmando que sabía hacer "un poco de todo”. La Madre le hizo ver una campanilla, diciéndole que debía correr a donde estuviese ella cada vez que la oyera tocar. Era un modo para poner a prueba la obediencia y la disponibilidad de la joven, quien, sin embargo, estuvo a la altura de las expectativas. Donde se encontrase: en el desván, en el sótano, en el jardín, en la escuela, en la iglesia, donde hubiera algo que hacer, al oír el sonido de la campanilla, enseguida salía corriendo. Se preparaba así para las duras fatigas de la vida misionera. Además, el fundador en una de sus "conferencias", les había dicho, "Ustedes son y tienen que ser las columnas del Instituto: columnas sólidas, fuertes”. “Almas acostumbradas a realizar cualquier sacrificio, dispuestas a todo. Aquí dentro quiero gente elegida, de primera calidad, gente que no se busca a sí misma, sino sólo a Dios y a las almas [...]. Se es santo y se es útil a la salvación de las almas sólo si se es humilde. Traten de ser tenidas por nada. No quiero que se hagan las tontas, pero si los otros no las tienen en cuenta, y ustedes pueden decir: “nadie se interesa por mi” ¡Oh, qué cosa hermosa! Sí, hay que reconocerse una nada, considerarse un trapo, la última de la Comunidad." Es más, les digo: "La obediencia contiene todas las virtudes. La obediencia destruye la soberbia, trae la paz, asegura el éxito en el

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apostolado. La obediencia es la viveza de los santos, un talismán que dora todas las cosas”

Con sencillez infantil Mirándolo bien, el haberse impuesto aquella "regla de vida" había sido para Mercedes un precioso entrenamiento: De hecho, ella se adaptó perfectamente a las órdenes que le venían dadas, incluso a las más extravagantes y también a los reproches (a veces totalmente inmerecidos) que la Madre Celestina le dirigía para probar su carácter. La Hermana Antonina Tessari ha declaró que cuando no sabía hacer algo por falta de práctica era amonestada por la Madre, la Beata "se humillaba, pedía perdón y en penitencia se ponía de rodillas [...]. La Madre le decía: "Trata de poner más atención, no eres una niña. Aquí dentro, no aceptamos niñas. "Y ella en su cuaderno anotaba con gran serenidad: "Sigamos adelante en el camino de la perfección con la sencillez de un niño, abandonándonos completamente a la Santa Voluntad de Dios que todo lo orienta para nuestro bien". Unos veinte años atrás, en el Carmelo de Lisieux, la hermana Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, decía más o menos las mismas cosas, inaugurando la vía maestra de la infancia espiritual. En diciembre, Mercedes fue sometida a una visita médica en Turín por el Dr. GB Boccasso quien la encontró lo suficientemente sana como para ser admitida en el Instituto. Al mes siguiente, el 28 de enero de 1912, después de haber hecho los ejercicios espirituales, recibió finalmente la tan esperada toma de hábito junto con otras cinco postulantes. Una vez que el fundador bendijo su hábito, según la costumbre de entonces (cesada después del Concilio Vaticano II) Mercedes cambió su nombre por el de

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hermana Irene. Lamentablemente, ninguno de sus familiares pudo estar presente en la ceremonia. Comenzaba así los dos años de noviciado. Aquí se descubrió que la Stefani no era, después de todo, aquella campesina con tantas limitaciones que decía ser, incluso cuando se hacía corregir las cartas que mandaba a los suyos por compañeras que apenas habían terminado el tercer grado de escuela primaria. Madre Blanco le confiaba las tareas más dispares, pero a veces Irene asumía también las de las demás, en todo actuaba sin pensar a sí misma y con una obediente escrupulosidad. Por ejemplo, un día, sintiendo que tenía fiebre, le pidió permiso a la superiora para no participar en el paseo habitual de los jueves, que tenía como destino la villa del padre Allamano en Rivoli, y se recorría a pie una docena de kilómetros de ida y tantos otros de vuelta. La Madre le aconsejó meterse en la cama hasta que viniese la enfermera para darle una medicina. Ocurrió que madre Blanco recibió una llamada de urgencia para ir fuera de Turín a realizar un trámite y se olvidó de avisar a la enfermera. Cuando las jóvenes regresaron de Rivoli, ninguna de ellas pensó en la compañera, convencidas de que alguien la habría atendido. A la mañana siguiente, la hermana Irene rogó a una compañera que fuese a pedir a la madre una autorización de levantarse para asistir a la Misa. Finalmente, la enfermera, llegó y constató que, mientras tanto, y por suerte, la fiebre había bajado. La superiora no la libró de la acostumbrada regañina, esta vez por "demasiada obediencia"; le dijo a la hermana Irene que tenía que haber llamado a alguien para que avisase a la enfermera y no quedarse día y noche sin un calmante. La novicia no dijo nada, por el contrario, cuando había que soportar en silencio una fuerte humillación, hasta ¡parecía feliz! Madre Celestina a veces exageraba

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demasiado con Mercedes; a motivo de esto, algunas novicias fueron a hablar con ella para pedirle que exonerase a la Beata de culpas que no había cometido, y por las cuales la superiora la había reprendido severamente. La Blanco respondió así a una de ellas, la hermana Cristina Moresco,: "Lo sé, no sólo en esta sino en otras muchas ocasiones no era la culpable; pero es una santa, se convertirá en el modelo de las demás; y por eso puedo tratarla así; cosa que no haría contigo, que no eres capaz de soportar que se te diga nada". Continúa relatando la hermana Cristina: "Irene estaba tan convencida de ser el trapo de la Comunidad, que no dejaba de agradecer a quienes le dijeran algo". La hermana Verónica Puricelli confirma: "Tenía una verdadera sed de ser la pequeña sierva de sus Hermanas, ella consideraba como su deber poner orden a todo el desorden que hubiese en la casa; cosa que le ocasionó muchas regañinas porque alguna vez llegaba tarde a los actos comunes". La metodología de la superiora no estaba en consonancia con la del fundador, aunque él nunca lo dijo públicamente. Pero, apenas tuvieron lugar las primeras profesiones, él eligió) entre las once misioneras a la nueva superiora: la hermana Margarita De Maria, aquella que quedó impresionada por la sonrisa de Mercedes. Era el 11 de mayo de 1913. La naciente congregación ya podía caminar por sí misma. Madre Blanco regresó a su comunidad de las hermanas de San José: a ella el mérito de haber encaminado el Instituto del Allamano y de haber hecho aflorar las virtudes de la Beata, a la que propuso, ya desde entonces, como un modelo a imitar. El noviciado es el período más importante para una religiosa: tiene como finalidad tomar conciencia del carisma propio del Instituto, experimentar su estilo de vida, conformar la mente y el corazón, según ese espíritu y

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verificar la idoneidad de la candidata para su admisión a los votos. Particular importancia tiene la ascesis, es decir, el esfuerzo introspectivo constante para conocerse a uno mismo y seguir mejorándose ayudados por la oración y de la meditación de la Palabra de Dios. Un reflejo de este particular fervor en que la hermana Irene vive se vislumbra ya en las cartas que escribió a sus familiares. Veamos, por ejemplo, lo que escribió a Ema el 7 de diciembre de 1912: "Aquí, donde aprendo más sobre Dios, donde lo puedo conocer mejor y amarlo siempre más, he comprendido y te puedo asegurar que la única prueba que podemos darle de nuestro amor es (la de aceptar, como Jesús,) todas las cruces, contrariedades, tribulaciones, que Dios provee a todas sus criaturas en este mísero exilio; y es en esto que se distingue quienes son los verdaderos hijos de Dios. Nosotras, las religiosas, gracias a la formación que hemos recibido, sentimos que son necesarias las cruces para asemejarnos a nuestro Esposo Celestial, en quien no encontramos más que consolaciones; podemos decir que la cruz es como nuestra sombra: si se la sigue, ella no escapa, y si huimos de ella, nos sigue [...]. De buen ánimo estamos siempre dispuestas al querer de Dios, anhelantes, muy felices, es más, quisiéramos poder dar alguna prueba de amor al buen Jesús que nos está preparando una corona imperecedera, proporcional a los méritos adquiridos en nuestro padecer por amor a él, y en cumplir bien su santa Voluntad". Es la lección paterna que ha encontrado un terreno fértil en el corazón de Mercedes. De aquel tiempo no poseemos muchas cartas dirigidas a los miembros de su familia, pero todas confirman el fuerte vínculo que tenía con su papá, sus hermanas y también con su madrastra, con quien no vivió el tiempo necesario como para conocerla a fondo, pero a quien

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siempre se dirigió con afectuoso respeto, viendo en ella a la persona capaz de llenar, al menos en parte, el vacío causado por su partida. En cuanto a cómo su trabajo ascético la refinó, lo evidenciamos en algunas expresiones dirigidas a sus hermanas, a quienes pide perdón ¡por sus torpezas, y por el mal ejemplo dado! Durante este tiempo Ema se había casado, mientras que Ester seguía al lado del papá como secretaria a tiempo completo y las dos "pequeñas", Mrieta y Antonieta, estudiaban en un colegio de Brescia. A estas últimas, la Hermana Irene aconseja de obedecer a las religiosas que las educan, "Acuérdense que mientras estén con ellas, nuestros padres les han delegado su autoridad). Sean dóciles a sus enseñanzas. No olviden nunca la paciencia y la caridad que usan con ustedes, y pongan la debida atención para sacar mucho provecho de todas sus enseñanzas. La hermana Irene aconseja, exhorta, porque en el fondo se considera todavía su “mamita” espiritual "Sean agradecidas -insiste- con todas, pero sobretodo con aquellas que caritativamente las corrigen en sus defectos. ¡Ah, si comprendieran el verdadero amor de quienes nos ayudan a conocer lo que nuestra naturaleza por sí sola nunca podrá convencernos". Insiste particularmente en dos devociones: a la Virgen y a los ángeles custodios. En octubre de 1912 escribió a su madrastra recomendándole el rezo del rosario "al menos una tercera parte todos los días y con verdadera devoción, meditando seriamente sobre lo que los misterios nos recuerdan y las excelentes oraciones que repetimos; así también nosotros podremos gozar de los frutos abundantes que provienen de ello, especialmente el preciosísimo don de una santa muerte". La devoción a los ángeles de la guarda fue inculcada particularmente por el Allamano a sus misioneras, quienes a

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veces se veían obligadas a viajar y a trasladarse de aquí para allá en tierras desconocidas: en las estepas o en el bosque, el peligro estaba a la vuelta de la esquina, incluso hoy; imaginémonos como sería en aquel tiempo. La hermana Irene quedó muy impresionada por una conferencia de madre Blanco sobre los Ángeles, quien escribe, en diciembre del mismo año, "A los Angeles nos les ha confiado Dios, desde el primer momento de nuestra vida como fieles compañeros, guías y consejeros de nuestras almas, y nos vigilan constantemente asistiéndonos en todas nuestras necesidades espirituales y corporales. ¡Ah, si supieran cuantas gracias nos procuran a cada hora y en cada momento intercediendo ante el buen Dios! Y esto sin que nosotros nos demos cuenta". Irene realiza verdaderamente una catequesis a distancia, a la que se siente casi obligada a continuar en virtud de la misión a la que ha sido llamada: si hay que salvar almas, piensa, debemos empezar por aquellas que nos son más queridas. Después de la salida de la madre Celestina, el fundador se ocupó de la formación de las novicias, ayudado por el canónigo Camisassa. Cada semana y a veces incluso más a menudo, él reunía a sus hijas y conversaba con ellas; a través de sus palabras y con su experiencia no común como director espiritual (el sobrino del Cafasso era también Rector del famoso Convicto Eclesiástico, donde se formaron grandes figuras de sacerdotes) fue delineando cada vez con mayor claridad el carisma del Instituto, que luego se fue encarnando en la vida de las jóvenes reclutas. La hermana Irene, siempre atentísima, anota las palabras del Allamano en su cuaderno, las relee, las medita, traduciendo todo en propósitos y en un estilo de vida: palabras que serán para ella puntos seguros de referencia hasta la muerte.

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El 28 de septiembre de 1913, a pocos meses de terminar el noviciado, la Beata recibió de manos del fundador las primeras Constituciones, aprobadas luego por el cardenal Richelmy. A las hermanas se las presentó así: "En la redacción de estas reglas, me dirigía realmente Dios, he aquí, lo que Él pone en sus manos para hacerse santas; he aquí el medio para llegar a la mayor perfección". Desde entonces, comenzó a explicarles los diversos artículos para que todas comprendieran la letra y el espíritu. Pero, otro acontecimiento importante se estaba gestando. El 28 de octubre de ese mismo año, el arzobispo Richelmy entregaba el crucifijo a las primeras quince misioneras de la Consolata que partían para África, precisamente hacia Kenya. El 3 de noviembre zarpaba del puerto de Génova el grupo encabezado por la hermana Margarita; a la cual sucedería como guía de la comunidad de Turín la hermana María de los Ángeles Vassallo. La hermana Irene miró a sus hermanas con santa envidia, con la esperanza de que muy pronto le tocase también a ella embarcarse. Mientras tanto, se iba acercando a la meta soñada: su consagración a Dios mediante la profesión religiosa. Enero de 1914: hace frío, pero el corazón de la hermana Irene está ardiendo. Después de los ejercicios espirituales, el 29 de enero hace sus votos en manos del fundador junto con otras cuatro novicias. Con voz firme pero emocionada pronuncia la fórmula de "juramento" (inicialmente el Allamano prefería utilizar este término). Tampoco esta vez ningún familiar está presente. Unos días antes, en su cuaderno de notas había escrito estas líneas: "¡Oh Jesús! Si yo tuviera mil vidas, las gastaría por Ti. Jesús no es más que amor”. Más tarde, en una tarjeta resume así su programa de vida: ¡JESUS SÓLO!

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Toda con Jesús Nada a mí Toda de Jesús Nada de mí Todo para Jesús Nada para mí ¡HOC FAC ET VIVES! Ahora ya tiene las ideas claras, hay que ponerse manos a la obra: "Espíritu de caridad laboriosa, de piedad y de dulzura. Eso es todo", escribe el 21 de septiembre. Sin saber que pronto partirá también ella para África.

La Grande Guerra El 28 de junio, es asesinado en Sarajevo el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austríaco; después del ultimátum a Serbia, que fue rechazado, exactamente un mes después, estalla la guerra (la gran guerra, como lo había definido Pío X). Austria y Alemania estaban convencidas de que el conflicto quedaría circunscrito a pocos países; pero en realidad, tras un sensacional cambio de alianzas, se desataría una reacción en cadena que involucraría a las grandes potencias mundiales. Italia, inicialmente no alineada, tras el rechazo austriaco a ceder las tierras irredentas por la neutralidad, a su vez entró en guerra, el 24 de mayo 1915. Inglaterra y Alemania se enfrentaron también en África, donde ambas poseían colonias: Kenia y la limítrofe Tanganika (actual Tanzania, era entonces colonia alemana). El padre Allamano y el padre Camisassa seguían con preocupación la evolución de los acontecimientos:

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existe el peligro que los misioneros que estaban trabajando ya en Kenia (vieran esfumarse el fruto de sus sacrificios, si Alemania resultase victoriosa. En el caso de una participación italiana en el conflicto, el tráfico marítimo permanecería bloqueado indefinidamente, aislando a los misioneros de su Casa Madre. Por esto, después de haber orado largamente, el fundador decide enviar refuerzos a Kenia. Dado que el tiempo se acorta, la partida se fija para el 28 de diciembre. La expedición estaba conformada por cuatro misioneros y cuatro misioneras; entre éstas últimas el fundador había elegido también a la hna. Irene, quien informa de inmediato a su papá y al padre Capitanio. Desgraciadamente, se ha perdido la carta que envío a su padre, pero tenemos un borrador (con abreviaturas, de tipo estenográfico, (texto que transcribimos con palabras completas para una mejor comprensión) de aquella carta que va dirigida al párroco; "¿Por qué negarlo -escribe entre otras cosas-, aún manteniendo la promesa hecha, le escribo con el corazón temblando aunque en mi alma siento toda la suavidad de la invitación divina y que con todo el fervor del que soy capaz eleve a la Virgen Santa el himno de acción de gracias: Mi alma glorifica al Señor que ha mirado la humildad de su esclava Verdaderamente experimento en mí como el trono de la misericordia de Dios es la debilidad y la miseria humana. Como lo hizo con sus amados apóstoles, el Divino Salvador también me hizo sentir el llamado de ir a la Misión. Para disponerme mejor a ella, mis Venerables superiores no desatendieron ningún cuidado desde el primer momento en que fui confiada a su sabia y amorosa Dirección. ¿Cómo exteriorizar los sentimientos de mi alma en este momento? Ante una gracia tan incomparable siento más que nunca la necesidad de recurrir a su paternal bondad para pedirle que me recuerde de una manera especial en la Santa Misa, para la formación de mi

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alma, y así responder dócilmente a la gracia Divina. Estos son momentos en los que mi alma sabe que no tiene q .t. (¿esos talentos?) que debería poseer, sin embargo, lejos de mi desconfiar... ".

Casi un testamento El 14 de diciembre, escribe a Marieta y a Antonieta, quienes lógicamente, estando en el colegio, todavía no saben la novedad. El tono es de quien no cabe dentro de sí por la alegría: "Bueno, ¿ustedes no saben -escribe- la gracia señalada que el Niñito Celestial me anticipó para las Santas Fiestas Navideñas? Me apresuro a contársela, para que por favor la compartan con sus Reverendísimas Directora y Madres Guadagnino y Bona; pídanle la caridad de tenerme siempre presente en sus oraciones, para que el queridísimo Jesús me ayude a corresponder fielmente a una gracia tan sublime. Sí, el Divino Salvador como ya un día llamó a sus amados Apóstoles, me hizo sentir el llamado de ir a comenzar mi misión; y el próximo 28 del cte. mes si nada obstaculiza las disposiciones de mis Veneradísimos superiores, un grupo de nosotras Misioneras partirá para África y yo, su felicísima hermana, aunque si indigna, fui elegida y privilegiada con una gracia tan sublime". "Queridísimas mías -continúa- no crean que el profundo afecto que les tengo no me haga sentir el sacrificio de alejarme sin volver a verlas. Pero, ¿qué quieren? Es Jesús quien me lo pide; y quien me llama por medio de la obediencia ¿y como responder de mala gana a tan anhelada invitación de mi Celeste esposo? Esta tierra .no es más que un exilio, nuestra patria es el cielo. Allí nos reuniremos con todos nuestros seres queridos para no separarnos nunca más. Allí se nos dará la gracia de disfrutar eternamente las alegrías de la familia. ¡Cuántas cosas podremos decirnos!,

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porque allí la palabra es importante. Además, creo que nuestra alegría será más grande, como si nunca nos hubiésemos separado. Y el sacrificio que todos vamos a hacer generosamente, Dios nos lo retribuirá en abundancia. Las bendecirá también en sus estudios, ya que está muy claro que es su voluntad que ustedes estudien, ya que las ha puesto allí, donde recibirán una cuidadosa educación. Por lo tanto, estudien mucho y de buena gana, aprendan bien también a trabajar. Todo esto nos obliga a ser muy agradecidas con nuestros seres queridos y bienhechores que continuamente sacrifican todo, sin mirar a otra cosa más que su propio bien. Ciertamente, que estaremos mucho, más unidas también al Niño Jesús, y si tratamos de hacer todas nuestras acciones por amor a él, sin perder ni siquiera un instante, él colmará sus deseos y les concederá gracias particulares". Quizás, nosotros, no nos hayamos dado cuenta, pero este es verdaderamente su testamento: la hermana Irene es consciente de que nunca más volverá a ver su tierra ni a sus seres queridos y habla de esta dramática laceración porque así era para todos desde el escenario de la fe, nos veremos entonces en el cielo. Por su, parte, a Juan Stefani, ya se le había comunicado con tiempo de la salida. La rigidez del clima (es invierno y el frío se hacen sentir) y los numerosos y apremiantes compromisos familiares no le permitieron viajar a Turín con sus hijas para saludar a Mercedes. Por ello, el 14 de diciembre, escribe una carta a la superiora, Madre María de los Ángeles en la que le pide que permita a la hermana Irene volver a Anfo para darle el último adiós. Lo había hablado con el Canónigo Allamano, quien parecía estar de acuerdo. Papá Stefani hace, sin embargo todo, con gran discreción; de su escrito trasluce la angustia de la

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separación inesperada, la cual él enfrenta, una vez más, con la resignación de un hombre de fe. "Reverendísima. Madre -escribe- mi hija, la hermana Irene, me ha hecho saber que los Reverendísimos Superiores han fijado el 28 del cte. mes como fecha de su partida para las Misiones, cumpliéndose así el ferviente deseo de su vocación. Yo ya la había ofrecido al Señor con lágrimas y resignación, y desde que es suya, nunca permití ni permitiré que el dolor de una más larga separación abrume mi fe; ni tampoco ignoraré el sublime y dignísimo designio del Altísimo al elegir como su servidora a la hijita de un pequeño mortal como yo. Sin embargo, aguardaba con gran esperanza que, como me había mencionado el Reverendísimo Superior, ella pudiera, antes de partir, venir a verme, venir a despedirse de sus hermanas y de la madre. Yo no puedo moverme de aquí ni asumir un viaje en este tiempo invernal. ¿Verdaderamente, no la voy a poder ver? ¡Se me pide un nuevo sacrificio! Sí, a Dios, al creador y patrón ninguna cosa se le puede negar, pero mi petición a Ud. Reverenda Madre es natural para un corazón de padre y no me arrepiento de mi humilde sumisión. Le ruego, por tanto, de presentar éste, mi legítimo deseo y tener a bien concederme una respuesta. A la espera de su contestación, la saludo devota y respetuosamente y con el más profundo agradecimiento por su santa obra a favor de la formación espiritual de mi hija. Su muy agradecido servidor Juan Stefani". La respuesta, lamentablemente, fue negativa. No sabemos cómo le fue comunicada, pero para la familia de la hermana Irene fue motivo de gran dolor. Sin embargo, Juan aceptó la decisión y lo hizo con una carta de despedida a su hija que, al igual que las precedentes, merece ser cuidadosamente meditada mucho más allá de la forma

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expresiva. Es la confirmación de un alma profundamente cristiana. Juan la escribió en la vigilia de Navidad. "Querida hija -inicia entrando inmediatamente en el meollo del problema- yo esperaba verte, no porque no hayas estado siempre presente en mi memoria, ni porque creyese que voy a reavivar tu afecto por mí. Yo sé que tú me amas y que siempre has mantenido sagrado el afecto que el Señor te ha puesto con sangre en el corazón. Lo deseaba, porque también el verte partir era un sacrificio y al repetir al Señor el ofrecimiento me hubiera parecido que haría un poco mejor, la parte de San Job. Él también tuvo que decir repetidamente: “El Señor me ha dado, el Señor me ha quitado”; el mismo Señor quería que yo lo repitiese varias veces, como si quisiera demostrar que las cosas a Él muy queridas, las quiere repetidas con frecuencia. Que se haga la voluntad de tus Reverendísimos Superiores esto para ti recuérdalo siempre representa absolutamente la voluntad de Dios “Ellos han hecho tanto en el nombre de Dios para ti… Ellos merecen tu gratitud; pero quisiera que tú pudieras mostrarles a ellos también la mía. Ninguna cosa más grande podrían haber hecho por mí, como lo realizado con tu preparación para el servicio de aquel Dios amabilísimo, que piensa en mí, aún mezquino, y piensa en todos, hasta en los más remotos de la tierra, incluso en esos pobres africanos abandonados por todos". Y aquí llegamos al paso más emotivo, donde su padre deja hablar al corazón: "¿Qué diré yo -se pregunta- al verte partir? Me parece estar cerca del lecho en que agonizaba tu Mamá, me parece verte cerca de ella, y quiero algo que ella y yo hemos deseado siempre: que nuestra familia fuera del Señor, sirviera al Señor y muriese en el beso del Señor. ¡Querida! Tengo lágrimas en mis ojos. Pero esto no es nada. Las lágrimas purifican. Tus hermanas Ema,

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Ester, María, Antonieta y tu segunda mamá lloran conmigo. ¡Oh, pero no de dolor! Se llora porque... porque la naturaleza creada por Dios, quiere su parte. En el fondo del alma, se te envidia". Y entonces la pregunta que tiene el sabor de un presagio: "¿te volveré a ver? Sí, te volveré a ver: aquí, o donde sea, o en el cielo, ciertamente te volveré a ver. De hecho, tú orarás por los que aquí permanecemos en lo más triste de la tempestad, y Dios que nos separa, nos reunirá. Cuando tus cuidados casi maternos hacia aquellos seres queridos, por quienes ya siento el amor que Jesús me ha enseñado, cuando estés en torno a ellos, acuérdate de cuando eras pequeña, cuando estábamos tu mamá y yo en torno a ti, y ruega por nosotros. Te tengo en el corazón, y porque el beso lo has consagrado al Señor, así te saludo con mucho amor, Junto a mí, tus hermanas. Adiós, querida. Tu papá te quiere realmente mucho y te da a Dios. Afectuosamente papá Juan S.” En aquel entonces el correo funcionaba bastante bien. Sin embargo, tal vez debido a las fiestas natalicias o al frío, la carta llegó a Turín sólo por la tarde del 28 de diciembre, pocas horas después de la partida de la hermana Irene a Génova. Ella la leyó varios meses después, y no sin gran emoción y la guardaría durante toda la vida.

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Capítulo VI Tokumie Yesu Kristo! Hoy hay cola para viajar en naves de lujo, para un crucero que hace escala en varios puertos. El buque Puerto Alejandrita, en el que se embarcó la hermana Irene con el grupo de misioneros y misioneras, era uno de esos viejos navíos que se zarandeaban constantemente incluso con el mar en calma, creando serios problemas en el estómago de los pasajeros. Habiendo dejado Génova el 30 de diciembre hizo escala en Livorno y Nápoles, después, cruzado el Canal de Suez y Port Said, ancló en Massawua, Aden y Mogadiscio, para llegar finalmente a Mombasa el 31 de enero de 1915, tardaron más de un mes para un trayecto que hoy se realiza en pocas horas de avión. Durante la travesía pasó de todo, incluso una violenta borrasca hizo que la nave inclinarse peligrosamente de lado bajo la violencia de las olas. Verdaderamente, era como para tener miedo y aún estaba muy vivo en la memoria el eco de la tragedia del Titanic, el súper transatlántico, considerado insumergible incapaz de hundirse, que en la noche entre el 14 y 15 de abril de 1912 había naufragado después de haber chocado contra un iceberg, dejando más de 1.500 muertos. Poco a poco, aprovechando las diversas paradas, la Hermana Irene pudo empezar a conocer el rostro de África. Ya desde la escala en Nápoles había comenzado a volcar sus impresiones del viaje en una especie de “diario de a bordo, del cual, habría enviado después por carta algunos fragmentos a las Hermanas de Turín y a Anfo. 75

Desgraciadamente, y dadas las dificultades de comunicación existentes debido a la guerra, (en mayo, también Italia le había declarado la guerra a Austria). También éstas habrían llegado con mucho retraso. De hecho, al encontrarse Anfo, a solamente siete kilómetros de la línea divisoria con el "enemigo" exactamente en Puente Caffaro, la primera carta de la hermana Irene desde la misión de Nyeri, con fecha del 31 de marzo de 1916, fue leída por sus familiares mucho tiempo después. Contenía la crónica de las diversas etapas realizadas hacia el vicariato de Nyeri. "Mis siempre queridísimos -escribe- espero que sepan perdonar mi largo silencio. Lamentablemente y muy a pesar mío, no puedo prometerles hacer diversamente a causa de la guerra. Y Deo Gratias, porque el buen Dios bendice abundantemente el sacrificio común de no poder escribirnos con frecuencia, ustedes tienen bien lo saben. Por mi parte, me haría muy feliz poder hablarles de las numerosas gracias que Él me está concediendo.".

De Mombasa a Nyeri Desembarcada en Mombasa, la comitiva, después de haber concluido con los trámites aduaneros, tomó el tren del único ferrocarril existente en Kenya, que une la costa con los altiplanos. Desde la ventanilla del vagón, se veía lentamente como el paisaje se iba desplazando, revelando a los ojos asombrados de las misioneras una flora y una fauna de la que anteriormente sólo habían oído hablar: palmeras de coco, euforbios, acacias, gigantescos baobabs, gacelas, jirafas, avestruces, cebras, búfalos, elefantes, rinocerontes y así sucesivamente, incluso, quizás, algún león o alguna

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hiena en busca de alimento. Al fondo, verdes selvas y la cima perennemente nevada del Kilimanjaro, la montaña más alta de África (de casi 5900 metros de altura). Los nuestros se bajaron del tren en Limuru, en las cercanías de Nairobi, donde se instalaron durante algunas semanas en una de las primeras Misiones de la Consolata. Fue a recibirlos Mons. Felipe Perlo, vicario apostólico de Nyeri, su destino final. Limuru, era la sede de la delegación misionera, considerada como el campo de entrenamiento para los nuevos misioneros que llegaban a África. Aquí, del 2 de febrero hasta fines de marzo, la hermana Irene se dedicó al estudio de la lengua kikuyu, documentándose sobre los usos y costumbres de esa tribu y tratando de aprender los métodos de trabajo: una riqueza de conocimientos que le habrían sido muy valiosos en las visitas a las aldeas y en el servicio en los dispensarios. Después de esta formación inicial en Limuru el grupito continuó su marcha hacia Nyeri, a través de un sendero trazado en medio del bosque. Caminaban tras los bueyes que transportaban el equipaje, y lo hacían con mucho cuidado para no pisar inadvertidamente alguna serpiente. En Kenia no es raro encontrar la víbora, la pitón, la cobra, la muy venenosa naia y el mabra, el más temido de los reptiles porque siempre ataca de repente y desde posiciones que lo hacen casi invisible. "Para introducirnos en el Kikuyu -escribe la hermana Irene- hicimos una caravana de oro. Nos guiaba S. E. Monseñor Perlo, quien celebró pontificalmente en las distintas Misiones por las que pasamos. En esas ocasiones hubieron Bautismos, Matrimonios y administración de la S. Confirmación. A petición de mis Venerables Superiores, fui la madrina de muchos neo-cristianos a quienes les fueron impuestos vuestros inolvidables nombres, oh queridos míos".

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A lo largo de la travesía, la gente Kikuyu festejaba al obispo quien conocía bien la región, pero había también quienes miraban a los extranjeros con expresión sospechosa. Un primer dato que seguramente impresionó a la hermana Irene fue la pobreza de la gente, unida a los signos evidentes de la desnutrición y de las enfermedades, especialmente en los niños. En esa época, junto a una economía de tipo europeo surgida en torno a las modernas empresas de los colonizadores europeos, las tribus del grupo Bantú, entre los cuales los kikuyu representan el grupo más dinámico, preferían una agricultura de tipo familiar, basada en el cultivo del maíz, sorgo, mijo, frijoles, mandioca y maní, y la cría de ovinos y bovinos. Después que los hombres hubieran deforestado los bosques y labrado la tierra, el trabajo en los campos era responsabilidad de la mujer. El cuidado de los animales concernía a los hombres (especialmente a los muchachos), excepto el ordeñe y la provisión de heno a lo que pensaban las mujeres. Era una economía de subsistencia, mediada por un tipo de mercado que tenía lugar cada cuatro días, y en el que se intercambiaban sus mercancías, ya que esos pueblos no conocían el valor el dinero. (La moneda fue impuesta por los colonizadores). Es necesario subrayar que con el tiempo y gracias a la importante promoción humana llevada a cabo por los misioneros, los kikuyu -que son todavía hoy el grupo más numeroso y representativo del Kenya- se hicieron intérpretes de la modernización del país y de la misma independencia. Siempre en la misma carta del 31 de marzo, escrita a los suyos, la hermanana. Irene describe así, la Misión de Nyeri: está conformada por “pequeñas casas circundadas por árboles, erigidas sobre un enorme altiplano y rodeadas

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por una gran variedad de colinas pequeñas y grandes al lado del nevado y magnífico Monte Kenya. Está muy cercana a grandes plantaciones de café, principal producto de aquí. El clima es muy bueno, porque el calor abrasador del día se ve atenuado por la frescura de la noche". En pocas pinceladas, la hermana Irene describió muy sintéticamente el lugar donde se encontraba. Durante el período de su preparación, en Turín, junto con el inglés y las nociones básicas de enfermería, había recogido también información sobre esas poblaciones. Pero, una cosa era leer en un libro y otra ver de cerca a las mujeres con sus característicos tatuajes, cargadas de brazaletes de hierro, caminar con recipientes llenos de agua extraída del río; o a los hombres con la piel pintada de ocre o yeso, armados con enormes lanzas y típicos escudos ovales de cuero, hablar en su extraña lengua. Ella se dirigía a todos con la única forma de comunicación de la que era capaz, pero con la que conquistó los corazones de tantas personas: la sonrisa. Le habían enseñado a decir en Kikuyu aquel saludo tan usado incluso entre los suyos de Anfo: ¡Alabado sea Jesucristo!, Tokumie YesuKristo. Pero enseguida se dio cuenta que eran pocos los que podían entender el sentido del mismo y desde ese momento se sintió misionera a tiempo lleno: a quien no lo entendiese, ella se lo explicaría. En la granja, le fue confiada la tarea de ayudar a la hermana Constanza en la supervisión del personal encargado de la plantación del café y de otros cultivos, más de trescientas personas entre hombres y mujeres, la mayoría no cristianos. Aún sin saber bien su idioma, se puso a trabajar con ellos, recorriendo sonriente de un campo a otro, sin preocuparse por la niebla o el barro, ni la humedad durante la estación de las lluvias (Kenia se encuentra prácticamente en el centro de la franja ecuatorial, pero con altiplanos que

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llegan hasta unos dos mil metros de altitud). Su estrategia estaba orientada a que esta gente sintiese su cercanía, sin sentirse inferior. A veces le bastaba una mirada para intuir un problema y luego resolverlo; se ofrecía inmediatamente cuando alguien necesitaba una ayuda; escuchaba lo que decían hombres y mujeres, tratando de captar en las expresiones de sus rostros, al menos parcialmente, el sentido de sus conversaciones. Todos la recibían con alegría, no la veían como a un frío "controlador", sino más bien como a una amiga que caminaba a su lado compartiendo la fatiga. En Turín le habían enseñado también como la evangelización era una ardua tarea que requería mucho tiempo, pues hay que efectuar una lenta penetración mediante lo que hoy llamamos "promoción humana" de la persona y del contexto social. Mons. Felipe Perlo había escrito en uno de sus informes que "el amor al trabajo, la educación, y la instrucción son los objetivos a los cuales el misionero debe mirar para favorecer la estabilidad y el orden en la vida de cada persona, por sí misma candidata para a la adopción divina mediante el Bautismo”. La hermana Irene cuidó con especial atención a los jóvenes y a las mujeres. Los primeros, al verla, corrían a su encuentro gritando festivamente. Ella los aceptaba así como eran, semidesnudos, ignorantes, mal vestidos; veía en ellos las esperanzas del mañana. En cuanto a las mujeres, apenas se familiarizó con su idioma empezó a reunirlas una hora, durante la pausa del descanso, para una pre-catequesis insistiendo en el concepto de la dignidad humana que debía ser respetada en cada persona y proponiendo modelos de mujeres tomadas de la Biblia o de la historia de la Iglesia. Fue entonces, cuando las oyentes comenzaron a abrirse con la hermana Irene, confiándole sus problemas.

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El período de prueba también incluyó algunas lecciones a los niños de la escuela nocturna. Contrariamente a cuanto se pensase en Europa, los muchachos africanos tenían un gran deseo de aprender. Y la hermana Irene se vio inmediatamente rodeada por ellos. Impresionaba a uno verles así de desaliñados, pero ella los acogía sonriente, y con paciencia trataba de iniciarlos en los conocimientos básicos de lectura y aritmética, y cuando no lograba hacerse entender, se las ingeniaba como podía. Finalmente, a fuerza de repetir, algo quedaba en aquellas cabecitas. Lógicamente tampoco faltaba el tiempo para practicar en la enfermería, la cual era para los misioneros importantísima. Bajo la guía de una hermana experta, la hermana Irene, ayudó en el dispensario (otra estructura que nunca falta en una misión) con las medicaciones, las visitas y los controles realizados a de los enfermos. Alguno de ellos no pudiendo ser curados por el hechicero, quieren ahora probar la habilidad de las Mware (así llaman a la hermana los Kikuyu). La hermana Irene, cuenta, también con una medicina especial, hecha de sonrisas, de palabras cariñosas que animaban y confortaban infundiendo esperanza a los enfermos. Frecuentemente, la enfermedad era para ellos, la antesala de la evangelización y de la preparación para el bautismo. Estamos todavía en 1916, un año particularmente duro también desde el punto de vista sanitario, debido a una epidemia de viruela negra. El Gobierno había abastecido al dispensario con vacunas y muchos, que aún no habían sufrido los síntomas de la enfermedad corrían para hacérsela colocar. Pero para comprender en todo su alcance el verdadero empeño sanitario de los misioneros es necesario tener en cuenta la cultura particular de estas poblaciones: en lo que se refiere a la vida todavía pesaban fuertes prejuicios

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arraigados por las tradiciones. Por ejemplo, si, un niño al nacer presentaba anomalías, era inmediatamente eliminado por la mujer que asistía al parto obstruyéndole las narices y la boca con hierba y tierra antes que emitiese el primer vagido. Si luego venían al mundo dos gemelos, para uno de ellos la suerte estaba echada: no pudiendo la madre amamantar a ambos contemporáneamente, uno era abandonado en el monte con la boca y la nariz obstruidas, siendo fácil presa de las hienas y de los chacales. Lo mismo ocurría al feto de un parto prematuro: después de 24 horas era abandonado en la selva. Finalmente, la misma suerte corría el pequeño a quien la madre hubiese muerto antes de que le salieran los dientes, quien era abandonado al lado del cadáver materno. Los enfermos terminales, una vez practicada sobre ellos la magia del ngan'ga (el curandero, eran abandonados; nadie podía tocarlos, bajo pena de impureza legal. Estos, cuando empezaban a agonizar, se les transportaba, a la sabana, arriesgando de ser despedazados por las fieras estando aún vivos. Se puede uno imaginar lo qué significaba cuidar la vida en este contexto cultural. La hermana Irene encontraría, a contacto con el sufrimiento, un campo inmenso para su caridad sin límites. Como verdadera misionera, en aquellos cuerpos destrozados por el mal, vería sobre todo almas que salvar; cuando visitaba las aldeas, antes de despedirse, recomendaba a los familiares del enfermo, que en caso de agravamiento, la llamasen o enviasen a algún amigo a avisarla, cuando el pobrecito hubiese sido abandonado por los suyos. Y como veremos, gracias a ella, más de uno regresaría a su casa sano y salvo. Las jornadas transcurrían, intensas y fatigosas. Pero la hermana Irene no parecía cansarse, al menos a juzgar por lo que escribe: no terminaba de agradecer al Señor por el

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gran don de la vocación en la que se sentía plenamente realizada. Todo lo veía con los ojos de la fe. La comunidad misionera se reunía después de la cena para el así llamado "informe nocturno", presidido por el superior. Allí cada uno presentaba un breve informe de lo que había hecho, evidenciando las dificultades que habían encontrado y buscando el modo de superarlas. Esta revisión cotidiana fue un medio eficaz para consolidar la unión fraterna y para organizar mejor las tareas asignadas

La "obra maestra" de Monseñor Perlo En Nyeri -donde tuvo la alegría de encontrarse con la superiora de las misioneras, Madre Margarita De Maria, el compaisano Bartolomeo Liberini y el padre Angelo Bellani, primer inspirador de su vocación- la hermana Irene pudo admirar lo que podría llamarse la "obra maestra" del vicario apostólico. Espíritu generoso, multifacético y dotado de un extraordinario dinamismo, Felipe Perlo fue uno de los cuatro primeros misioneros que el Allamano había enviado a explorar el terreno en 1902 para fundar la misión en Kenia. En una docena de años ya había implantado y desarrollado alrededor de 24 centros de evangelización en las regiones Kikuyu y del Meru, es decir en los nudos vitales del país. En su proyecto, la Misión central debía contar con una iglesia, escuelas, una casa para las hermanas, habitaciones para los misioneros, talleres en los que los nativos pudieran aprender un oficio, un orfanato, un dispensario-ambulatorio una fuente de energía eléctrica. En 1915, ya funcionaban en Nyeri una imprenta y un posible futuro seminario. África, Según él, debía empezar a dar vocaciones. Monseñor tenía una ventaja: conocía personalmente a todos los cristianos y catecúmenos del

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vicariato; por otra parte, sabía estimular a los misioneros y a las hermanas para trabajar sin descanso. La hermana Irene se puso a trabajar con ahínco en el cumplimiento de las responsabilidades que le habían sido confiadas con un entusiasmo que le brotaba del corazón: se sentía feliz. ¿El motivo? Lo explicó escribiendo así a sus familiares: "En la misma casa tenemos a Jesús Sacramentado: la capilla. Sin duda no es como en sus iglesias, no hay candelabros ni órgano, pero está el mismo Jesús omnipotente, misericordiosísimo, el que hace felices a todos en el cielo y en la tierra. [...] Saluden a todos de mi parte... Si pueden, una vez más, renueven mi más sincero agradecimiento al Rev.mo Párroco y asegúrenle que cada día que pasa soy más feliz." Por el momento, no hacía ninguna mención, a la guerra que por primera vez también estaba involucrando a su lejana Italia. Sin embargo, del 11 el 19 de marzo sobre el Isonzo se había llevado a cabo una dura batalla la quinta en esa zona, apoyando la ofensiva aliada en Francia. A causa de esto, en mayo, el comandante austriaco Conrado habría comenzado la famosa expedición "de castigo" en el intento de obligar a Italia a una paz separada. De todas formas, el conflicto, no había dejado inmunes a las colonias: Kenia (dominio británico) y Tanganika (posesión alemana) se enfrentaron con las armas. Inicialmente la suerte parecía favorecer a los alemanes, quienes desde hacía tiempo habían entrenado a sus tropas de color con férrea disciplina teutónica, equipándolos con armas modernas. Y fueron precisamente ellos -a las órdenes del legendario coronel Von Lettow Vorbeck- quienes iniciaron la primera gran ofensiva, tomando por sorpresa a algunos contingentes británicos estacionados en la zona de “Voi”, a unos trescientos kilómetros de Mombasa.

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De Londres llegó la orden de enrolar a nuevos reclutas para los Exploradores, destinados al KAR (KenyaAfrican Rifles), el cuerpo de los fusileros nativos, y el de la caballería ligera (EAMR, East AfricanMounted Rifles). Pero el mayor problema fue el de los suministros; no habiendo caminos para el traslado del material bélico, éste debía ser llevado casi en su totalidad sobre las espaldas. Para esto, se organizó un nuevo cuerpo, el de los porteadores nativos (CarriersCorp), formado por gente proveniente de todas partes, totalmente carente de preparación para una empresa de este tipo. Se les cargaba con pesos enormes debiendo transportarlos a marchas forzadas, abriéndose paso en el bosque o en la sabana. Además, a muchos de ellos les tocaba armar y desmantelar las carpas de los campamentos, echar puentes sobre los ríos, recoger a los heridos y concentrarlos en los hospitalitos de campo improvisados en chozas de paja con escasos suministros de medicamentos y de personal especializado. Un trabajo inmenso, hecho bajo un calor sofocante, en condiciones higiénicas y sanitarias desastrosas. Debido a las frecuentes epidemias, muchos caían abatidos por la fatiga, otros escapaban y, si los reencontraban, eran encadenados como esclavos y azotados hasta hacerlos sangrar. Después de los primeros ataques devastadores del ejército alemán de Von Lettow, los ingleses se reorganizaron y a principios de 1916 avanzaron en Tanganyika. Un grupo bajo la guía de un nuevo comandante, el sudafricano general Smuts y más al sur el contingente de sudafricanos y rhodesianos dirigidos por el general Northey. Pero la superioridad numérica del ejército británico (unos trescientos mil hombres) fue puesta a prueba por los ataques imprevisiblemente rápidos de los hombres de Von Lettow, expertísimos en tácticas militares, con gran pérdida de vidas humanas.

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La afluencia de muertos y heridos en los hospitales creados en todos los puntos estratégicos del conflicto, bien pronto demostró ser muy superior a lo previsto a pesar de la intervención de la Cruz Roja Internacional. Faltaban sobre todo enfermeros. Y fue entonces que monseñor Perlo decidió que el personal de la Misión interviniera.

Capítulo VII Entre las víctimas de la guerra Como estaba ocurriendo en Europa, también en África la guerra continuaba a causar grandes. Estragos. Las tropas de Von Lettow habían sido obligadas a retroceder por los ingleses y el cierre de los puertos del Océano Índico imposibilitaba a estos poder abastecerse. No obstante, con emboscadas imprevistas, fueron capaces de poner a sus enemigos, numéricamente más fuertes, en dificultad. Los más de trescientos mil kenianos reclutados por los ingleses no sabían lo que significaba la vida militar. Sin disciplina y sin el más mínimo adiestramiento, llevaron las de perder durante las rápidas incursiones de los "alemanes"; los que sufrieron mayormente las consecuencias fueron sobre todo los carriers, los transportistas. Muchos desertaban por miedo, desapareciendo en la selva; otros morían por el agotamiento o enfermedad. A todo esto se sumaba un servicio sanitario deficiente e insuficiente. El número de muertos y heridos después de cada combate, era cada vez mayor. El Comando Militar había instalado dispensarios improvisados -sería mucho llamarles hospitales- en Nairobi, Voi, Kisumu, Kisii, Taveta y Mombasa y en lugares donde era más fácil agrupar a los

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heridos, pero carecían de medicinas y el personal de enfermería era muy escaso. Los pocos médicos disponibles y la Cruz Roja, aún haciendo lo mejor que podían enseguida se sintieron agobiados por las urgencias incontrolables. A esto hay que añadir el rechazo de muchísimos reclutas aterrados por miedo a contagiarse y, sobre todo, por el tabú que les impedía acercarse a los enfermos graves para no contraer la impureza y evitar la enemistad con los espíritus, y es que, cuando el paciente estaba por morir, se le llevaba a la selva y se le abandonaba a merced de las fieras. Esta era la situación en 1916: con el avance de los kenianos, las noticias llegaban más rápidamente a Nyeri. Mons. Perlo comenzó a preguntarse si no habría llegado el momento de organizar un task force (grupo de trabajo) para que pudiese ayudar a esos desdichados. No tenía obligación de hacerlo ya que la misión estaba lejos del frente. Pero para él era una cuestión de conciencia. Y así, con gran sorpresa del Comando militar, a quien le parecía increíble poder contar con una ayuda tan extraordinaria, con personal capacitado y más aun gratis. El vicario apostólico, para organizar una eficiente asistencia sanitaria en las zonas “calientes”, envió unos cuarenta misioneros entre sacerdotes, hermanos legos y religiosas, escoltados por algunos catequistas nativos seleccionados entre los de mayor confianza. Figuraban todos como voluntarios de la Cruz Roja. La superiora, Madre De María, había dado su aprobación, aún a sabiendas de los riesgos que corrían sus hermanas. Sea como fuere, el Comando Militar, se comprometió a garantizar la protección necesaria para todos los voluntarios. En agosto de 1916, llegó el turno también a la hermana Irene, quien fue destinada al hospital de Voi para reemplazar a la hermana Magdalena Audisio, enferma y

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necesitada de cuidados. Con ella estaba el padre Pedro Benedetto, mientras que en Voi ya estaba trabajando, desde algunos meses, la hermana Cristina Moresco. El impacto con aquella nueva realidad fue tremendo para ella. Como alojamiento para las dos hermanas les habían reservado una cabaña sin puerta, de modo que por la noche tenían que cerrar la entrada con un baúl vacío apuntalado con algunos bastones. A poca distancia, en una cabaña un poco más amplia, había un altar con el sagrario, donde la lámpara encendida indicaba la presencia de Jesús. Aquí el padre Pedro celebraba cada mañana y de aquí los tres sacaban fuerzas para realizar su trabajo. Voi era uno de los nudos ferroviarios más importantes del país, a pesar de estar situado en una zona árida y semidesértica. El “hospital” lo constituían diez cabañas grandes en las que se albergaban aproximadamente unas ochocientas personas en condiciones espantosas. Lo dirigía un médico inglés, el Dr. Tisbone, quien había tentado organizar los departamentos separándolos de acuerdo con las diferentes patologías: malaria, meningitis, neumonía, disentería, tuberculosis que eran las más comunes, sin contar con el del agotamiento y las heridas que sufrían los portadores al trasladar los suministros de guerra al frente. Ayudaban al director dos, hindúes, un farmacéutico y un asistente, quienes, sea por miedo o por prejuicios muy arraigados hacían lo estrictamente necesario manteniéndose lo más lejos posible de los enfermos, sobre todo si estos eran terminales. La hermana Cristina, para levantar un poco el ánimo de la hermana Irene, le decía que en los últimos meses las cosas habían mejorado. Sin embargo, apenas la hermana Irene inició su servicio junto a ella, al atravesar

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el umbral de la puerta de una choza, sintió fuertes arcadas con ganas de vomitar Todos sus sentidos se estremecieron ante el espantoso hedor y los continuos lamentos que elevaban de todas partes aquellos pobrecitos que yacían semidesnudos y de cualquier manera, a veces fuera de sí en catres, esteras e incluso sobre capas de hojas secas: cada uno con su dolor y en total soledad. Superado el primer momento de desaliento, la hna. Irene repensó su vocación, a "por qué" había elegido ser misionera: para servir a los últimos de los últimos. Ante ella se encontraba un joven con fiebre, babeando por la boca y con los ojos hinchados por una infección. Se arrodilló a su lado y comenzó a medicarlo, a quitarle el pus de los ojos medio cerrados, a lavarlo; luego lo sentó sobre el catre y le dio de beber. Nuevamente, sintió que la náusea le venía a la garganta, pero apretó los dientes y siguió adelante. La hermana Cristina le explicó que con el tiempo se acostumbraría, pero se apresuró de agregar "por el amor de Dios". Desde ese día, la hermana Irene comprendió que tenía que donarse sin reservas a esa actividad que también entreabría espacios a la evangelización directa. Se sentía enfermera, pero no olvidaba que era también misionera. En aquellos cuerpos había almas que salvar con el anuncio de Cristo muerto y resucitado. La mayoría de esos enfermos no conocían al Dios de los cristianos, o bien, si eran musulmanes, tenían una idea reducida y no querían oír hablar de Jesús (pues para ellos era solamente un simple profeta, no el Hijo de Dios). Pero, ella estaba allí para testimoniar el amor, sin distinción de credo religioso o de raza. Más pronto o más tarde alguien le

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preguntaría por qué hacía lo que hacía o Quien se lo hacía hacer. Inicialmente su Evangelio era el de la sonrisa, compartir el dolor de los demás, consolar a los desesperados, dar la mano a los moribundos. No siempre fue aceptada: cuando intentaba dar de comer a alguien que no tenía ganas de hacerlo se encontraba como respuesta el bocado escupido en su rostro. Y es que, en ciertos casos, cuando el sufrimiento es muy intenso, se llega a rechazar cualquier tipo de asistencia pues se desea ardientemente que todo termine pronto. Los comienzos fueron particularmente duros, también porque en los pabellones reinaba la confusión de lenguas. La hermana Irene envidiaba a la hermana Cristina, quien ya conseguía hacerse entender en los diversos dialectos locales. Pero a medida que pasaban los días, también a su alrededor se fue creando clima de confianza. Los pacientes, que en un principio habían sido incapaces de reaccionar resignándose a su suerte ante la indiferencia de los improvisados camilleros locales, al verla acercarse a ellos, siguiendo su evolución clínica, interesándose por sus cosas, poco a poco fueron recuperando su dignidad sintiéndose seres humanos y no objetos que hay que tirar porque inservibles. Entonces ella aprovechaba la ocasión para hablar de una "medicina para el alma" o "medicina de Dios" (así la llamaba) que tenían los misioneros: era el inicio de una breve catequesis de preparación para el bautismo. Al principio, los camilleros sonreían irónicamente ante la ternura usada con esos desechos humanos. Luego, al verla, empezaron a dudar de sus "tabús": Aquella mujer se acercaba a los enfermos sin ninguna repugnancia, y no se contagiaba; trataba los cadáveres

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con delicadeza, colocándolos con respeto, y no pasaba nada malo; tenía una sonrisa para todos, incluso para aquellos que le escupían en la cara; y sobre todo, nunca estaba cansada. Lo cierto es que: por donde ella pasaba, el lugar cambiaba de aspecto por la limpieza y el orden. El Dr. Tisbone, el farmacéutico hindú y el asistente se fueron dando cuenta que esta enfermera de la Cruz Roja era muy diferente a las otras "Es extraordinaria comentaban- verdaderamente extraordinaria '.

Con un cigarrillo... Los improvisados enfermeros también comprendieron la lección. Ganada su confianza, de vez en cuando la hermana Irene los reunía, y en su precario lenguaje Kikuyu les hablaba de su Dios, de Jesús, quien pasó entre las multitudes curando todo tipo de enfermedades y subrayaba que ella estaba allí por amor a Él. La suya era una evangelización filtrada por la caridad practicada donde quiera se encontrase. Además, los resultados hablaban en su favor: muchos enfermos, abandonados y resignados a su propia suerte y a la desesperación esperando la muerte, escuchando sus palabras recuperaban la confianza, incluso algunos se curaron después de haber orado juntos al Dios de Mware Irene. Una prueba difícil se le presentó cuando llegó al hospital un joven paciente de la etnia Luo, quien no hablaba desde hacía un par de meses y últimamente había iniciado una especie de huelga de hambre, alimentándose solo de una mezcla de tierra y paja y tirando todo cuando le ataban las manos. Un caso indiscutible de locura que nadie quería enfrentar; más 91

bien auguraban, que el pobrecito muriera pronto, porque a juicio de los médicos estaba ya en las últimas. La hermana Irene intuyó que el Señor le lanzaba un nuevo desafío, y decidió ocuparse personalmente de él. No es fácil restaurar la esperanza en tales condiciones. La hermana Irene se puso delante de él con el cuenco, invitándole a saborear su contenido. Pero él hizo un gesto negativo con la cabeza. Para asegurarle de que se trataba de una buena comida y que en el tazón no había ningún veneno, ella comió una cucharada. Nada que hacer. San Francisco de Sales decía que se atrapan más moscas con una cucharada de miel que con un barril de vinagre. La hermana Irene intentó por todos los medios convencer al joven y él insistía en su rechazo. Lo intentó de nuevo con un caramelo, un una galleta, pan, pero sin éxito. Al día siguiente tuvo una idea: llegó con un paquete de cigarrillos y le puso uno en la boca; lo escupió de inmediato; era evidente que no sabía fumar. El día después encendió ella un cigarrillo, ante el asombro de los presentes y del enfermo, que la seguían con atención; luego echó fuera el humo como mejor podía, mientras que los otros enfermeros reían muy divertidos. A ese punto tomó otro cigarrillo, y desatándole al joven el brazo derecho, lo encendió y se lo puso en la boca, éste finalmente trató de aspirar y echar el humo. Una vez desbloqueado, no era difícil, después de la fumada, hacerle sorber un poco de caldo. Desde ese día, comenzó a comer con regularidad. La hermana Irene de tanto en tanto le llevaba leche, un poco de té o café, chocolate. El aceptaba lo que se le diese, pero solo si se lo daba de ella, aunque insistiendo siempre en su mutismo inexplicable.

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El joven sabía que para él no había esperanza de recuperación. Por eso un día, le pidió a la hermana que no le llevase más nada porque él pronto moriría. Pronunció aquellas palabras, con voz débil e incierta, pero finalmente había hablado. Sosteniéndolo en sus brazos, la hermana Irene le explicó con dulzura que más allá de la vida de este mundo se abre otra, infinitamente más bella, y que para entrar es necesario tomar la "medicina de Dios". El pobre Luo, quien anteriormente había rechazado todo, confió en la Nware vestida de blanco, que lo había tratado como un hermano, hablándole con amor; tal vez -pensó- que era verdad lo que ella decía. Así, poco antes de morir, pidió ser bautizado. La hermana Irene habría podido contar muchísimas historias como ésta, pero lo hacían los demás ya que ella permanecía al margen preocupada únicamente en responder con fidelidad a los desafíos de aquella miseria cotidiana. Para ser más eficaz en su acción misionera, en seguida se dio cuenta, de la necesidad de aprender bien la lengua kiswahili, la más extendida en África oriental. De hecho, la gente que acudía al hospital provenía de tribus muy distintas, eran: Akamba, Luo, Lumbwa, Baganga, Nyamwezi, Samburu, Wagogo, Wabena, Nyam-Nyam, reclutados para la guerra en Sud África, en Somalia, en el Congo, en Nigeria y el kiswahili era la única lengua que, prácticamente, todos comprendían. En los primeros tiempos, la hermana Irene fue ayudada por un intérprete, el neófito Angelo Wang'ondu, cuyo modo de traducir las cosas no era muy buena. Esto, en parte era debido a la dificultad existente en traducir el

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significado exacto de ciertas palabras típicas de nuestra religión, y también porque resultaba difícil desenredar una maraña de treinta dialectos diferentes. Así, en los pocos ratos libres que le quedaban al mediodía o por la noche, tomaba apuntes, poniendo en un papel palabras y frases que le serían útiles para comunicarse con aquella gente. En esto, le ayudó mucho la hermana Cristina, que contaba con una larga experiencia y quien tenía una extraordinaria facilidad en el aprendizaje de los diferentes dialectos. Ciertamente, era necesaria también la tenacidad de esta joven montañera para seguir ciertos ritmos. Pero cuando se trataba de abrir las puertas del paraíso a un alma, la hermana Irene no tenía en cuenta los sacrificios que eso implicase. Incluso en las rápidas visitas diarias, ante el sagrario, encontraba el modo de ejercitarse dirigiéndole a su Jesús algunas frases en kiswahili, para poder después, sugerirlas a sus enfermos. Mientras tanto, día tras día el número de pacientes aumentaba: ya eran más de mil, y no había espacio para poder recibir a más gente. Los enfermeros no lograban atenderlos a todos. A veces, dejaban sin atender los casos más graves, esperando a que la muerte se los quitase de en medio lo antes posible. Llegó un enfermo con graves síntomas de meningitis cerebral y extrañas complicaciones: le salían gusanos por la boca, la nariz, los ojos y hasta las orejas. Nadie quería atenderlo. Lo hizo la hermana Irene. Varias veces al día, se arrodillaba a su lado y le limpiaba la cara con mano suave y experta, le calmaba la sed y le administraba los medicamentos apropiados."¡Qué caridad!", exclamó estupefacto el doctor Tisbone que pasaba por allí con su intérprete. De acuerdo con el pronóstico, al desgraciado le quedaban

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sólo pocas horas de vida. En cambio, gracias a los amorosos cuidados recibidos, vivió aún seis días más; al bautizarlo, la hermana Irene le puso el nombre de José. Nada la detenía, ni siquiera un violento ataque de conjuntivitis purulenta que sufrió, y por el cual el médico le aconsejó reposo absoluto. Después de un día en la cama volvió a aparecer en el hospital con los ojos vendados: "Si no puedo ver -se justificó- puedo al menos hablar con mis enfermos, prepararlos para el bautismo." Al día siguiente, ahí estaba otra vez, con su buena venda negra acompañada por el leal Wang'ondu, asegurándose de que, en su ausencia, los medicamentos fuesen distribuidos a todos; y se entretenía con los enfermos más graves incluso más de los veinte minutos concedidos por la superiora. Y bautizó a más de uno. Regresando a su cabaña, sintió agudizarse más el dolor en los ojos, pero no se detuvo. Durante tres semanas continuó sus incursiones con los ojos vendados en los distintos repartos. Se notaba que estaba cansadísima, porque de noche la conjuntivitis no la dejaba dormir: sentía tener alfileres perforándole sus pupilas. Sin embargo, se negó a tomar calmantes; para ella sólo se trataba de "un poco" de dolor de ojos. La hermana Cristina Moresco no era menos que la hermana Irene. El Dr. Tisbone, al ver el empeño de ambas, ininterrumpido desde la mañana hasta la noche, les aconsejó tomarse unos días de vacaciones. Tenían derecho -dijo- y hasta él mismo se concedía de vez en cuando un poco de ocio para una cacería. A pocos kilómetros de distancia, había un hospital para europeos, donde prestaban servicio enfermeras de la Cruz Roja inglesa. El Dr. Tisbone las invitó a ir a Voi para conocer

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a las “maravillosas” colegas católicas. Ellas llegaron trayendo pastas y bebidas. El médico les puso a disposición su auto para que dieran una vuelta por los alrededores, pero. las dos Misioneras de la Consolata declinaron gentilmente la invitación. Paseaban únicamente el domingo caminando hacia el campo de los transportistas, distante unos veinte minutos del hospital: para las dos misioneras era esta una oportunidad más para evangelizar. Es posible imaginar en qué ambiente vivían estos pobrecitos provenientes de los países muy diversos, desarraigados de sus tradiciones y de los afectos familiares, sometidos a una dura disciplina militar, decepcionados por una experiencia que inicialmente para ellos tenía la forma de un sueño utópico; cansadísimos, mal pagados, custodiados por centinelas que, en caso de fuga, una vez capturados, le habrían azotado. Las dos misioneras eran para ellos un paréntesis de serenidad; a ellas les confiaban sus historias personales; les pedían noticias sobre la guerra, sabiendo que eran escuchados con paciencia. De hecho, ambas sabían encontrar las palabras adecuadas para confortarlos asegurándoles que habrían vuelto a encontrarlo. En diciembre de ese año, debido al tremendo calor en la zona, estallaron las epidemias de tifus y disentería con treinta a cuarenta víctimas por semana, presas fáciles para las hienas que no se cansaban de desenterrar cadáveres, dejando luego los huesos descarnados en la sabana. En un determinado momento el Dr. Tisbone se vio obligado a depositar los muertos en fosas comunes y a quemarlos después de haberlos rociado con gasolina. Urgía a los misioneros que esos pobres desgraciados esa pobre gente en desgracia

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recibieran el bautismo. Y la hermana Irene se quitaba horas de sueño para prepararles adecuadamente al sacramento; había que dar un poco de instrucción, sin imposiciones, y con el debido consentimiento de los enfermos. Ellos, aunque paganos, pero confortados por las palabras de la misionera, en ellas vislumbraban un rayo de esperanza y se confiaban a ese Dios, que era padre de todos y les abría con amor las puertas de la felicidad eterna. Si hubiera dependido de ella, la hermana. Irene se hubiera quedado en el hospital también durante la noche, pero la hermana Cristina le obligaba a tener el descanso necesario. Solamente en los casos más graves los enfermeros estaban autorizados a llamarla; entonces, la hermana Irene saltaba del lecho, donde se acostaba casi vestida, y se apresuraba para ofrecerles los últimos auxilios. Se aseguraba de verificar la muerte de los enfermos, con el fin de evitar que fueran quemados vivos. Luego volvía a tumbarse en el jergón, lista para recomenzar al amanecer. Si no lograba retomar el sueño, rezaba por aquellos pobrecitos a quienes había abierto las puertas del cielo. A aquellos que habían superado la crisis les quedaron impresas las palabras de la Mware naciendo en ellos el deseo de aprender más sobre aquel Dios de quien la hermana parecía tan enamorada. Con ellos la iniciación cristiana requería tiempos más largos, pero finalmente culminaba con el bautismo. La hermana Irene permaneció en Voi aproximadamente unos seis meses, hasta fines de febrero de 1917, cuando le llegó una nueva prueba de "obediencia". Monseñor Perlo ordenaba al trío que había

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trabajado tan bien en este hospital que se trasladaran al de Kilwa Kiwinje, un centro de Tanganyika, ocupado por las tropas inglesas. Acostumbrados a obedecer sin discutir, el padre Pedro, la hermana Cristina y la hermana Irene tuvieron apenas el tiempo suficiente para pasar las consignas a sus substitutos (un misionero y otras dos hermanas), preparar las maletas y a las tres de la mañana del día siguiente tomar el tren que los llevaría a Mombasa, donde les darían instrucciones sobre cómo llegar al nuevo destino. A la carta de Monseñor Perlo se había agregado una de Madre Margarita De Maria para las dos misioneras, dando algunas noticias sobre la misión de Nyeri, donde, además, se trabajaba en forma reducida, porque la mayoría de los misioneros y de las misioneras estaban desarrollando su trabajo en el frente de guerra. Madre Margarita sabía que la nueva misión estaría igualmente llena de riesgos, pero sabía que podía contar con dos mujeres tenaces y ya templadas por la dura “experiencia” de Voi: Las tranquilizó, añadiendo que el Señor haría el resto. Una gran tristeza se leía en el rostro del Dr. Tisbone y de sus colaboradores, más aún de los centenares de pacientes que habían sido conquistados por la dedicación y la sonrisa de la hermana Irene. En el corazón de la noche se dijeron: “hasta la vuelta”, pero sin mucha convicción; sabían que muy difícilmente se volverían a encontrar. Pero en el corazón de todos quedó impreso el recuerdo de una emocionante aventura de caridad.

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Capítulo VIII 99

Con el arma de la dulzura A mediados del mes de marzo, el trío llegó a Kilwa una ciudad que a primera vista parecía bonita ya que estaba sumergida en el verdor de la selva tropical. En tiempos remotos, ejerció como capital de la parte oriental del Imperio Persa. Posteriormente, a partir del año quinientos, habría adquirido importancia al convertirse en punto de confluencia de las caravanas de comerciantes que fomentaban el mercado de esclavos y de vendedores de marfil. Pero con la consolidación de Mombasa y Dar-esSalaam, gradualmente fue perdiendo su importancia. Ahora, en plena guerra, se concentraban allí para ser alistados, los reclutas enviados por la India, Sudáfrica y Mozambique en apoyo a las tropas inglesas. Enseguida se intuyó que la situación aquí era más difícil que la de Voi. Sobre todo, porque estaban en territorio "enemigo", en una línea del frente que avanzaba a medida que las tropas guiadas por los alemanes cedían terreno, y donde existía una gran perentoriedad. Además, en este lugar, la población era casi, en su totalidad, musulmana. En la bienvenida dada a los misioneros, el oficial encargado de recibirlos, lo hizo con expresiones muy lisonjeras, demasiadas para no despertar sospechas respecto a ellos, disculpándose, pues todo estaba aún en proceso de organización y carecían de las más elementales "comodidades". El hospital, si podía ser llamado así, era, efectivamente una estructura móvil sujeta a continuos traslados que se realizaban según el avance del frente, el cual no era ciertamente lineal, ya que se combatía a pocos kilómetros de la ciudad para detener las imprevisibles incursiones de los áscari, militares indígenas de Africa

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oriental enrolados como regulares en las fuerzas coloniales italianas de África de Von Lettow. Lo que dejó “helados” a los recién llegados, fue sobre todo, el ambiente, la situación general. En distintos cobertizos se encontraban amontonados más de mil enfermos, mientras que en sus cercanías, otros quinientos fueron ubicados acostados directamente sobre la arena o a la sombra de las palmeras, sin ninguna subdivisión por patologías. Demasiados según el capitán médico, quien siempre estaba con malhumor porque, en su opinión, eran necesarios al menos una docena de médicos y un equipo de enfermeros bien preparados profesionalmente; mientras que él solo podía contar con gente agrupada para esto pero totalmente impreparada, y sobre todo con poca motivación. Los pacientes acudían en masa. El médico capitán llegaba por la mañana, miraba rápidamente a los casos más graves, y luego desaparecía, dejando todo bajo la responsabilidad de un joven médico hindú que balbuceaba un poco el kiswahili. Se puede uno imaginar con que superficialidad se hacían los diagnósticos y se daban los tratamientos. El personal, totalmente musulmán, actuaba con plena autonomía: los enfermos capaces de moverse estaban encargados de la limpieza del lugar. He aquí un expresivo "flash" de la hermana Juana Paula Mina tomado de su libro Las botas de gloria sobre la descripción de aquel infierno: "Para la comida, habían establecido una dieta permanente y universal consistente en sopa de mijo por la mañana y un plato de maíz y alubias hervidas al mediodía. Los pacientes debían arrastrarse hasta los lugares de distribución en las horas prescritas, y aquel desgraciado que no podía llegar hasta allí, se quedaba sin comida todo el día. Nadie sabía, ni pensaba controlar, cuántos morirían cotidianamente. Los así llamados enfermeros, pasaban por los cobertizos o a lo largo de la bahía y cuando se

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encontraban con muertos, los cargaban en camiones, los cuales, dos veces al día los transportaban a la playa, para después abandonarlos allí. La marea alta los sepultaba en las profundidades abismales del océano, donde desaparecían para siempre, seguidos solamente por el ojo misericordioso de Dios"(p. 96). El impacto del primer encuentro con el médico capitán se caracterizó por la frialdad y la indiferencia. Para él, los tres misioneros eran unos intrusos, venidos a fotografiar una situación más que trágica, y de alguna manera poder remediarla. En fin, se sentía en parte implicado Se justificó diciendo que, lamentablemente, la emergencia no permitía otro tipo de gestión. Como diciendo: aquí no los necesitamos. Los tres respondieron con sencillez que estaban allí invitados formalmente por el Comando militar y que estaban decididos a trabajar con empeño como lo habían hecho en Voi. El capitán les advirtió que no debían realizar ningún tipo de proselitismo en un ambiente tan hostil como aquel musulmán. Se establecieron en las chozas que les designaron aisladas del resto del hospital por un recinto, y a poca distancia del campamento de los transportistas donde día y noche reinaba un increíble bochinche. En el interior tenían sólo unos catres de campo. Padre Pedro instaló provisionalmente una choza como capilla, coronada por una cruz de madera. Por el momento, no había espacio ni siquiera para el sagrario. Inicialmente consensuaron como estrategia, pasar inadvertidos. Los misioneros eran conscientes de no ser bienvenidos. A la hermana Cristina, le asignaron la organización técnica, las cocinas, y la farmacia a cargo de un árabe, quien la tenía bajo llave. Ella y la hermana Irene se saludaron con el habitual "Viva Jesús", a lo que cada una respondió "Viva María", palabras clave de los santos.

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A la hermana Irene, se le confió la supervisión de los enfermeros y la asistencia de los enfermos, a las miradas irónicas de los presentes, respondió, con su habitual sonrisa. Apenas entró en un cobertizo, fue invadida por la náusea, como la primera vez en Voi. Por todas partes había suciedad, un hedor increíble, los enfermos amontonados uno al lado del otro de cualquier manera. Pero eran personas y almas a quien salvar. Apretando el crucifijo entre sus manos, la hermana se acercó a los pacientes preguntándoles por su nombre, procedencia y el mal que les afligía. Lo hizo con delicadeza, presentándose por lo que era oficialmente: una enfermera de la Cruz Roja, que estaba allí para ocuparse de ellos. Pero, las primeras reacciones fueron, también aquí, indiferencia, cuando no hasta de desconfianza. A los musulmanes inquietaba e irritaba aquel crucifijo ostentado lucido por una mujer blanca. Era para desanimarse, pero interiormente la hermana Irene rezaba, sabiendo que la oración era el arma más eficaz. El día después la misma situación: indiferencia flagrante por una parte, sonrisa tranquila por otra. Con una gran novedad, de la que pronto se dieron cuenta los enfermos esta mujer no sólo se inclinaba sobre ellos demostrando un vivo interés por como estaban, sino que también los levantaba, los asistía, los lavaba, les daba la comida en la boca y los medicaba. No usaba el látigo para castigar, sino sólo buenas palabras, dichas con dulzura. Los enfermeros, miraban cada vez con mayor hostilidad a aquella mujer pues era un reproche viviente ante su inercia. Después de algunos días, uno de los enfermos comenzó a hablar: De aquellas declaraciones vino a la luz la desastrosa realidad de aquello que se obstinaban en llamar un hospital. Era obvio, que la orden impartida por la dirección era de dejarlos morir; aquellos tres forasteros se ilusionaban con

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cambiar algo que no "debía" ser cambiado. La hermana Irene, ya sabía que tenía en su contra a todos los del “staff”; si pedía fármacos o alimentos para los pacientes, se los denegaban; hasta le racionaban el agua con el cuentagotas y si se la negaban, con tal de no hacer sufrir de sed a uno de aquellos pobrecitos, ella la sacaba de su ración personal. Así, tanto del almuerzo como de la cena quitaba algo de su plato para darlo a quien tenía más necesidad. Había enfermos que, no teniendo ya más fuerzas se negaban a barrer el local y eran tratados a latigazos por los enfermeros. La hermana Irene los levantaba del suelo, los limpiaba y tomaba ella la tarea de barrer el piso de tierra apisonada. Después intervenía para evitarles otros castigos. A sus pacientes daba también la consolación de la fe, la palabra que salva: muchos, después de su catequesis, pedían bautizarse. Si estaban en la fase final de su vida, se quedaba junto a ellos hasta que expiraban. Allí la muerte realmente causaba estragos: diez, veinte y más cadáveres por día, mientras que continuamente otros pacientes llegaban del frente. Los enfermeros musulmanes, contentaban a la hermana solamente en una cosa: le avisaban cuando alguno estaba agonizando para poder asistirlo. Verdaderamente, para ellos, era una tarea menos. La hermana acudía, más misionera que nunca, siempre ofreciendo la última y salvadora "medicina de Dios".

El lobo se vuelve cordero Ya eran más de dos mil los "condenados" en aquel infierno. Pero también allí algo comenzó a cambiar lentamente: el ejemplo de la hermana Irene incomprensible para aquella gente su paciencia, su absoluta tranquilidad, la dedicación con que se prestaba a realizar los trabajos más

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duros, aquella sonrisa serena suya que no obstante todo irradiaba una felicidad interior, si en un primer momento habían provocado comentarios irónicos y chistes ofensivos, ahora producían un efecto contrario. Todos se dieron cuenta que este desafío le estaba venciendo esta pequeña mujer blanca. Los enfermos ya no eran maltratados, el látigo empezó a utilizarse menos, el farmacéutico árabe entregaba los medicamentos necesarios... Un cierto Alí estaba acompañando al cobertizo de servicios a un paciente que no podía caminar; ella le agradeció diciendo: "Dios recompensará tu caridad." El joven aceptó complacido: el Dios de los musulmanes es, el Dios de Abraham, el mismo de los cristianos... Las diferencias comienzan desde Cristo. Los enormes esfuerzos terminaron por debilitar incluso la fuerte fibra de la hermana Irene, quien a un cierto punto se vio obligada a estar en cama debido a una violentísima fiebre. El capitán médico la visitó y quedó estupefacto ante la pobreza de la cabaña; sobre el catre no había un colchón sino una bolsa llena de hojas secas, no había ni siquiera una almohada (tanto ella como la hermana Cristina la habían cedido al Padre Pedro, que también estaba en cama con fiebre alta). Cuando el director hindú le hablaba de esta hermana, él se encogía de hombros; ahora empezaba a entender. También los oficiales del campo expresaron su admiración al verla siempre serena, disponible a servir a los enfermos. No sabían que la religiosa veía en ellos a Jesús en persona. Una vez restablecida, la hermana Irene se dio cuenta que el clima había cambiado en el modo de relacionarse con ella y la hermana Cristina "¿Has visto? –comentó la hermana. Irene a la hermana-. El lobo se vuelve cordero". La vida del hospital adquirió un ritmo diferente, más humano; las sugerencias de las Mware fueron) aceptadas, se distribuía el agua según la necesidad, y lo mismo se hizo

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con la comida. El farmacéutico le ponía a disposición las medicinas que necesitase, a ella se le llenaban los ojos de lágrimas y él también se conmovió. Asimismo, la hermana Cristina -única sobreviviente de las fiebres y obligada a trabajar por tres en ese período- había logrado orientar el servicio de subsistencia, mejorando también las dietas de los enfermos. Donde parecía que nada había cambiado era en el campo de los transportistas, a pocos metros de las chozas de los misioneros. La guerra comenzó a cansar a estos pobrecitos, obligados a transportar cargas pesadísimas de material bélico al frente, cosa que les producía una increíble fatiga. Y cuando alguno se oponía a esto, enseguida le propinaban algún castigo: terribles azotes con el látigo hecho con tiras de cuero. Ya desde la mañana, se escuchaban gritos de dolor durante la celebración de la Misa. El comandante de aquel campo era muy rígido y no soportaba la más mínima infracción. A menudo, después de este "trato", los que habían sido castigados debían acudir al médico. La hermana Irene se ocupaba de ellos, les curaba las llagas, trataba de calmarlos, sugiriéndoles pensamientos de paz. Pero no todos estaban de acuerdo con este modo de actuar había quienes pensaban en la fuga como la única solución a su drama. Algunos lo lograron, pero para quienes fueron atrapados no se tenía piedad: eran azotados hasta hacerles sangrar. La hermana Cristina Moresco en un manuscrito suyo recuerda el caso de un tal Kariuki, que no logró escapar. La pena establecida para él fue de cien latigazos. Lleno de desesperación, el hombre, mientras se encontraba en el cobertizo, se quitó el cinturón e intentó ahorcarse. La hermana Irene, habiéndolo encontrado a la mañana siguiente aún con vida, lo hizo revivir con respiración artificial, pero Kariuki reaccionó desesperado: ¿no era

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mejor morir? Ahora le esperaban más latigazos. La hermana Irene no lo abandonó ni un instante ante el temor que otros "lo ayudaran" a morir; se sentó a su lado, le habló de Dios, un tema ya firmemente rechazado por él en los días precedentes. Con dulzura lo exhortó a perdonar, aunque Kariuki parecía indiferente y ausente: no es fácil perdonar a quien te trata como a un perro. Al día siguiente, al amanecer, la hermana estaba nuevamente allí. El pobrecito se estaba muriendo: apenas pudo, con un hilo de voz, pidió el bautismo. Pocos minutos después, moría serenamente, como cristiano. El Padre Pedro fue quien puso un poco de orden en el campo de los carriers, conquistándose la estima del capitán y de los oficiales. Así, las hermanas Cristina e Irene pudieron rezar en paz; pues, hasta ese momento, en medio de aquel bullicio, se veían obligadas a alzar la voz... El avance de las tropas inglesas en Tanganyika continuaba, pero a costa de graves pérdidas. Los irreducibles “Ascari” de Von Lettow tenían una buena táctica sobre los enemigos, mucho más numerosos, incendiando la sabana y envenenando los cursos de agua. Era cada vez más difícil reclutar portadores africanos, tanto que los ingleses habían traído seiscientos de las islas Seychelles. Estos últimos, físicamente muy inferiores a los africanos, después de pocos días caían agotados por la fatiga yendo a engrosar las filas de los pacientes en Kilwa Kivinje. Allí, fueron tratados por los enfermeros como una raza inferior, también porque siendo francófonos no conocían el inglés ni el kiswahili. En pocos meses murieron cuatrocientos. Una vez más tuvo que intervenir la hermana Irene, quien al ver que muchos de esos muchachos eran católicos o protestantes, de todos modos siempre cristianos, decidió prepararlos adecuadamente para la confesión y la

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comunión. Y como uno de ellos se encontraba en gravísimas condiciones, pidió que le llevaran el viático. El padre Pedro había conseguido tener una cabaña decente, que enseguida había transformado en capilla, donde había emplazado el sagrario. Era la primera vez que en el hospital se veía una función de ese tipo. Muchos, como había sugerido la Mware, al paso de la Eucaristía se arrodillaron, mientras que el departamento médico había sido reordenado y limpiado. Incluso los no cristianos parecían cautivados por el misterio de aquel Pan que acompañaba a los moribundos a la otra orilla. Desde Nyeri llegó una novedad sorpresivamente: Monseñor Perlo llamó al padre Pedro en Kenia para un período de descanso. En su lugar, mandó para hacer su primera experiencia en un campo de guerra a un joven misionero, el Padre Gaudencio Panelatti, el cual sabía algunas palabras de Inglés y un poco de kikuyu. La hermana Cristina, acostumbrada a la probada eficacia del padre Pedro, parecía preocupada por el cambio; la hermana Irene, sin embargo, pensó que todo ocurría por su culpa y se apresuró a asegurarle a la hermana que trataría de hacer cada vez más y mejor. La Moresco se conmovió y todo terminó en un abrazo verdaderamente fraternal, con el saludo augural de siempre: ¡Viva Jesús, viva María! ¡Ahora y siempre! Eran los motores que alimentaban el dinamismo incansable de las dos misioneras.

Cambio de guardia Otra sorpresa, esta vez positiva, vino del Comando militar, que decidió “aliviar” al capitán médico de su responsabilidad, reemplazándolo con el Mayor Elliot, un médico meticuloso que, apenas puso pie en el hospital, se puso a reorganizar todo. Ordenó demoler las viejas cabañas

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sustituyéndolas por otras nuevas, desinfectó toda la zona y dividió a los pacientes en departamentos, según su patología. Pero, sobre todo, intervino con mano dura con el personal de enfermería, exigiendo disciplina y buenos modales; despidió a los ineficientes y contrató nuevo personal profesionalmente preparado. Alguien le habría debido hablar de la preciosa obra de los misioneros italianos, porque él demostró en seguida su aprecio, confiando a las dos hermanas la gestión del hospital. Por su parte la guerra, continuaba produciendo víctimas. En julio del 1917 hubo una afluencia récord de pacientes, que se agravó por la propagación de las epidemias en la zona: el saldo diario de muertos oscilaba entre los cuarenta y cincuenta. Pero para la hermana Irene no existía no tregua: ya había hecho mella en aquella muchedumbre de personas desesperadas que se aferraban a ella como a un áncora de salvación. El contacto continuo con ellos también había agudizado su capacidad de diagnóstico: intuía rápidamente si alguno podría sobrevivir o no, dependiendo de esto, regulaba la catequesis en función de la salvación eterna de esas almas. El bautismo era la meta que más le urgía junto al de la curación; por esto no abandonaba a los enfermos terminales hasta que el Señor no se los hubiese llevado.

Todavía respiraba... En la rica documentación sobre la hermana. Irene, se nos habla de un cierto Athiambo, un paciente que ella debía haber bautizado una mañana, después de haberlo preparado adecuadamente. Cuando llegó a la sala, vio a otro paciente en el lugar de Athiambo y le dijeron que este había muerto repentinamente durante la noche. Ella no lo podía creer; el corazón o quizás el misterioso instinto de los

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santos le decía que probablemente aún estaba vivo. Lo habló con la hermana Cristina, quien le permitió ir a la playa, donde estaban los cadáveres apilados, para realizar un control. En todo caso, si lo hubiese podido identificar, lo bautizaría "bajo condición". La hermana Irene corrió hacia la playa, donde yacían decenas de cuerpos desnudos arrojados de cualquier manera a la espera de que la marea alta se los tragara. A uno por uno los miró detenidamente, venciendo instintivamente su repugnancia y rezando por todos. Reconoció a algunos, a quienes ella había dado el agua purificadora. Eran muchos: al llegar a los cincuenta, pensó que quizá no mereciese la pena continuar. Pero quedaban todavía otros cuatro, valía la pena seguir hasta el final. De hecho, Athiambo fue el último. Con sorpresa, la hermana Irene notó que no tenía la rigidez de los otros, era flexible, es más respiraba aún, no obstante que hubiese permanecido muchas horas, bajo el peso de la enorme pila de seres humanos. Lo levantó con dificultad, arrastrándolo lejos del lugar donde la marea podría llegar, y le practicó la respiración artificial unos veinte minutos, rezando intensamente. Finalmente, el pobre hombre abrió los ojos y emitió un gemido. La Sierva de Dios corrió inmediatamente al hospital regresando con una camilla y dos portadores. Athiambo sobrevivió unas horas, justo el tiempo necesario para recibir el bautismo que él había tanto deseado. Este episodio, causó sensación en el hospital. Algunas personas comenzaron a decir que la hermanita blanca resucitaba a los muertos. Por su parte, ese mismo día, el capitán prohibió que se llevasen los cuerpos antes de que un médico hubiese certificado clínicamente su muerte. Debido al creciente número de pacientes, el trabajo, se hacía cada día más pesado. Madre De Maria desde Kenya, de vez en cuando les informaba sobre las

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actividades de la misión de Nyeri y recomendaba a las dos misioneras de cuidar bien de su salud, requisito indispensable para un fecundo apostolado. Un día, les hizo saber que habría enviado refuerzos a Kilwa Kivinje.: De hecho, días después llegó Monseñor Perlo en persona acompañado de otras dos misioneras de la Consolata, la hermana Dominga Drudi y la hermana Constanza Golzio. En la visita a los diferentes departamentos, el vicario apostólico, fue guiado por la hermana Cristina donde pudo constatar lo capaces que eran aquellas mujeres. Con la llegada de las nuevas hermanas, el trabajo se subdividió de manera más razonable. La hermana Irene se reservó los enfermos de los dos peores repartos: el de los enfermos mentales y los de disentería. Trabajo suyo, era también el compilar el registro de la temperatura en la cartilla de los pacientes: un modo con el que se mantenía en contacto con todos. Finalmente, consiguió que para las llamadas nocturnas los enfermeros recurrieran a ella. No le importaba que la molestasen incluso para casos triviales: "Es mejor ser llamada por nada -respondió a la hermana Cristina preocupada por su salud- que arriesgarse a dejar a alguien sin el bautismo." Con la llegada de las dos hermanas, a la hermana Irene le quedaban algunos ratos de tiempo libre que ella aprovechaba para visitar el campo de los transportistas, donde se la recibía con respeto y simpatía. Allí se quedaba para enseñar catecismo; a muchos, que no conocían para nada la fe cristiana, les gustó la idea de un Dios que ama a todos, que por amor a los hombres murió después resucitó y puede ofrecer consuelo y paz, incluso en el dolor. En particular, les conmovía la figura de la Virgen María, que, por otra parte era conocida y venerada entre los musulmanes. La hermana Irene había preparado para ellos unos rosarios las cuentas indicaban los pequeños sacrificios

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hechos en su honor. Y cuando pasaba la hermana, algunos muy contentos le contaban los pequeños sacrificios que habían hecho. Incluso dentro del campo el ambiente ya era diferente: menos violencia, más ayuda mutua, más respeto mutuo, tal como decía la Mware. De vez en cuando, si un grupo de transportistas era destinado a otras localidades, los más jóvenes, sobre todo si católicos, iban a saludar a la hermana haciéndose la señal de la cruz, y encomendándose a sus oraciones. Ella les infundía esperanza, diciendo que la guerra terminaría pronto y los exhortaba a confiar en Dios. Partían con nostalgia de aquella pequeña mujer sonriente. En una zona adyacente acampaban también las familias de los policías africanos, que acompañaban a sus hombres en los distintos traslados. Eran aquellos alojamientos precarios donde pululaban niños sobre los cuales se podía percibir el malestar de la guerra. La hermana Irene también los visitaba llevándoles medicinas, los consolaba, los aconsejaba en lo referente a la alimentación y la salud de los más pequeños, la higiene personal y la limpieza de la choza. Las madres, sobre todo, la sentían muy cercana a sus problemas y le confiaban lo que difícilmente habrían confiado a otros. Si entre ellas identificaba a mujeres de fe católica, se ponía a rezar con ellas el rosario y las advertía sobre las supersticiones que en aquel cúmulo de razas y culturas, y no teniendo una asistencia religiosa asidua, fácilmente podían influenciar en la conciencia de las más débiles Un día advirtió una gran llaga en la pierna de una joven musulmana que, sin haber recibido la atención debida había degenerado en gangrena. Nadie quería hacerse cargo de ella, ni siquiera los familiares debido al hedor insoportable causado por el pus y los gusanos. Ella la hizo llevar a una pequeña cabaña aislada de las otras y la curó

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personalmente. Cada mañana la lavaba quitando la podredumbre maloliente de las heridas que aparecían cada vez más devastadoras, la medicaba y le hacía un poco de compañía. En el rostro de la mujer se podía notar la desesperación de haber sido abandonada incluso por sus familiares. La hermana Irene la preparó a morir con la dulzura y el amor de una hermana, hablándole de su Dios misericordioso que pronto la habría acogido en su reino de felicidad; le explicó el significado del bautismo, que fue solicitado de inmediato por la pobrecita e impartido directamente con la aprobación de los suyos: un alma más entregada al Señor. La vieron expirar serenamente. Con el pasar de los meses, el frente se trasladó al suroeste, en el interior de Tanganyika; otros hospitales de campaña fueron instalados sobre las líneas del frente lejos de Kilwa Kivinje, donde ahora se concentraba solamente a los enfermos menos graves o convalecientes. Las cuatro hermanas pidieron ser trasladadas a los nuevos hospitales, pero Mons. Perlo no consideró prudente aventurarse en zonas que eran intransitables La hermana Irene pensaba, sin embargo, en salvar a sus "Almas" y, no pudiendo ir ella, le encargó a Celestino, un catequista de Uganda quien contaba con una discreta preparación en enfermería, que se uniese a la caravana y la substituyese en esta obra de caridad. Por intermedio del padre Gaudencio le hizo llegar un boleto, le proporcionó medallas, rosarios y estampas y lo encomendó al Señor. Sabía, que podía contar con él, porque la había acompañado en las primeras "incursiones" en el campo de los transportistas. Después de algún tiempo, gracias a una caravana que regresaba a Kilwa la hermana Irene tuvo una primera lista de bautismos impartidas por Celestino. Esta extraña forma de "delegar" había funcionado.

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Pasaron algunas semanas y a fines de octubre de 1917, el hospital se despobló por completo. Se fueron también los portadores, después de las tropas. El Mayor Elliot decidió irse del asentamiento; reubicados en otra parte los últimos pacientes, los cobertizos terminaron en una gran hoguera. Las cuatro hermanas y el padre Panelatti recordaban no sin conmoción al inmenso drama de dolor, de desesperación, pero también de esperanza que se había perpetrado en esa franja de tierra. Un drama que nunca hubiéramos conocido si la hermana Cristina Moresco no hubiese comprendido de haber vivido al lado de una hermana excepcional, de la cual se debería hablar después. Ella que había compartido con la hermana Irene los rigores de un servicio que puede ser descrito como heroico, permaneció a propósito en la sombra. Y sin embargo, también ella tendría muchas cosas que contar personalmente. La hna. Cristina Moresco, una de las primerísimas misioneras del Allamano, había llegado a Kenya en 1913 y fue una de las primeras en partir hacia los hospitales establecidos a lo largo del frente, donde luego llegaría la hermana Stefani. En Barge, San Martino, una ciudad de la provincia de Cuneo en Italia, donde nació en 1889, con toda razón le han dedicado una calle.

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Capítulo IX En la cocina entre las ollas En diciembre, las cuatro misioneras acompañadas por el Padre Gaudencio fueron enviadas a otro hospital, en Lindi, donde ya trabajaban dos hermanas del Cottolengo. Era una réplica de Voi y Kilwa, pero en

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pequeño. A la hermana Irene le fue confiado el pabellón de los enfermos de viruela. Aquí el comienzo de la actividad, fue dramático a causa de una grave bronconeumonía que llevó a la hermana Cristina, casi al borde de la muerte. Y a quien insistía para que el padre Gaudencio le llevase el viático, la hermana Irene respondió tranquilamente que no era necesario, y añadió que ella moriría antes de la hermana Cristina. Y sucedió realmente así: en 1958 la hermana Cristina Moresco, habría muerto en Nyeri a causa de un tumor, después de 45 años de ininterrumpido servicio misionero. Pasado el peligro, la convaleciente fue acompañada por la hermana Irene a Nairobi, una vez allí, su recorrido fue diferente: la hna. Cristina regresó a Nyeri a la misión central del vicariato, mientras que la hermana Irene fue enviada a Limuru para unas breves vacaciones. Ella aprovechó esta oportunidad para hacer sus ejercicios espirituales y escribir su primera carta al Allamano: una breve reseña de sus tres años de trabajo en Kenia y Tanganyka, en la que reiteraba la alegría de su elección de vida. "Dar asistencia -escribe entre otras cosas- a estos pobres enfermos, doblemente infelices, es una gran dicha, y el Señor bendito nos hace ver los prodigios de gracia que también realiza en las Almas de estos pobres desamparados. Se encuentran aquellos muy deseosos y dóciles a las enseñanzas religiosas; algunos son menos ávidos de la palabra de Dios; otros, por desgracia, no quieren saber nada y precisamente a mí me tocó atender a éstos últimos. ¡Oh, sí, en aquellos momentos, pensé que habían llegado para mí las horas negras, que Ud. Ven.mo Padre, ya entonces nos vaticinó. Recordaba sus enseñanzas, seguía los ejemplos de la buena hermana Cristina, acompañando todo con algún pequeño sacrificio".

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Del terrible stress de aquellos días, de la extenuante fatiga soportada ni una palabra. ¿Y de su generoso prodigarse y las privaciones cotidianas? No eran nada más que pequeños sacrificios, normales, de todos los días. Había una cosa que le interesaba sobre todas las cosas: la admisión "a la gracia sublime de los santos votos perpetuos". Y le hace el pedido al fundador, quien, sin embargo, estableció que antes de la profesión perpetua se cumpliesen dos quinquenios de votos temporales. A ella, después de la renovación de 1919, le faltaban todavía cuatro años para llegar a esa meta. A principios de marzo, la hermana Irene desembarcó en Dar-es-Salaam para prestar su servicio en otro hospital. Pero esta vez no como enfermera, sino como supervisora de la cocina y del personal encargado de los víveres. Con disponibilidad y con espíritu de humildad y alegría acogió la nueva misión que se le confiaba. Se trataba de preparar las comidas para los europeos y para un millar de nativos. Cuando hablamos de cocina, ciertamente no nos referimos a las de nuestras casas, sino, más bien nos a un cobertizo con techo de chapa, que con el calor se ponía candente; ardían hornallas rudimentarias hechas de grandes piedras sobre estas, bidones de gasolina funcionaban como ollas. Los cocineros, quizás no entendían mucho de arte culinario, pero eran expertos en hacer desaparecer parte de las provisiones, que posteriormente, revendían a escondidas en el mercado negro, eludiendo también la vigilancia de los agentes de policía que controlaban los suministros. Por supuesto, quienes pagaban las consecuencias de esto, eran los enfermos. Cuando vieron llegar a esta monjita sonriente, los pícaros pensaron que les resultaría más fácil aligerar el

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almacén. Se equivocaron grandemente: la hermana Irene controlaba todo con extrema atención y nadie más tuvo la osadía de volver a hacerlo. Por si fuera poco, ella tenía un razonamiento que dejaba a todos perplejos: "Dios también ve a los ladrones", repetía, "Me pueden engañar a mí, pero a Él no." Y esto fue suficiente. También aquí, en poco tiempo, se notó un cambio de tendencia. El servicio mejoró, cosa que satisfizo mucho a la matron, la directora inglesa del hospital. ¿El secreto? Estar allí permanentemente, permaneciendo, en ese cobertizo, incluso cuando el humo le llenaba los ojos; supervisando cuidadosamente las dosis, los tiempos de cocción, personalizando las dietas según las condiciones de los pacientes, regañando con cariño a los indolentes que no estaban cumpliendo con sus obligaciones. No se iba de allí hasta que todo el mundo había sido servido. En su testimonio la hermana Margarita De Maria relata un detalle curioso; "La escasez de leña, casi siempre cortada en el día, producía más humo que llama, consecuentemente la hermana, escrupulosa en la supervisión del trabajo de esos improvisados cocineros, tenía siempre los ojos rojos, llorosos. Se le decía chistosamente, que además de pertenecer a la Red Cross (la Cruz Roja), pertenecía también a la Red Eyes de los ojos rojos, a lo que ella sonreía con su habitual amabilidad”. Por la tarde, la hermana Irene no descansaba; pedía noticias de los enfermos e iba a visitarlos, eligiendo la cama de los más graves, para poder consolarlos; y si una hermana se sentía cansada, ella se ofrecía para reemplazarla. La atracción por los pabellones era irresistible, porque allí había otras Almas necesitadas del contacto con Dios. A veces se le presentaba también la posibilidad de administrar algunos bautismos "bajo condición" a individuos ya muertos: quién sabe, pensaba la hna Irene, quizá haya algún otro Athiambo que todavía respire…

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El 15 de marzo de 1918, escribió a los suyos desde Dar-es-Salaam; había recibido de ellos algunas cartas que llegaron con mucho retraso a causa de la guerra. Probablemente le hayan informado sobre la retirada de Caporetto, donde el 17 de septiembre de 1917 los austriacos habían atravesado el frente enemigo extendiéndose hasta la línea del Piave. Allí fueron detenidos. En el comando general, Cadorna fue sustituido por Armando Díaz, mientras que a las tropas italianas llegó material bélico de los Estados Unidos. En su respuesta, la hermana Irene menciona vagamente la "tristeza de los tiempos en que vivimos", pero lo que realmente deseaba comunicar era sobre su trabajo misionero: "Tuve la suerte –escribía- de haber sido incorporada al número de hermanas enfermeras llamadas a ofrecer su servicios a una gran cantidad de pacientes provenientes de diversos hospitales del campo de batalla. ¡Oh, cuantas víctimas! Numerosísimas veces tuve la gracia de asistirlos en los últimos momentos de su vida, y a muchos de ellos, que no conocían el cristianismo, pude prepararlos y disponerlos para que recibieran el Agua Regeneradora sobre sus frentes, abatidas por el dolor. En diferentes ocasiones he podido dar a estas Almas elegidas los queridos nombres de ustedes, el del difunto Sr. Párroco ya sea el de antes, como del de ahora, el de todos los que ya he mencionado y no en mi última carta, especialmente los de todos los parientes. En este momento desolador, mientras cumplo con mi deber entre estos pobres desafortunados no me olvido de las actuales y no menos tristes condiciones de allí, como ustedes me han recomendado, uno a mis obras y oraciones las intenciones especiales del Rvdo. Padre de aquí y de las Hermanas para obtener la paz cuanto antes". En su escrito no hay ninguna mención a los aspectos patrióticos de un conflicto del cual

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Italia formaba parte: para ella, no habían "enemigos" que vencer, sino más bien una paz que se debía alcanzar "pronto". Mercedes recuerda también la carta que le escribió el papá antes de su partida a África; esta le había llegado con unos meses de retraso, en ella utiliza expresiones de particular ternura: "Amadísimo papá –añadía- en este mi vivir continuo en medio de pobres necesitados, al asistirles, no olvido nunca lo que me decías en tu primera querida carta, que me has escrito aquí; y bien me recuerdo que cuando yo era pequeña, eran ustedes papá, y también la querida difunta mamá, quienes velaban a mi lado, y me prodigaban continuos cuidados que yo ni siquiera ahora puedo comprender plenamente, y rezo, rezo mucho por todos ustedes. Más aún, me siento cada vez más animada a hacer todo lo mejor posible para ser de verdad una religiosa misionera santa, como quieren de mi mis Venerables Superiores, y así mostrarles concretamente la profunda gratitud que les tengo, y que ustedes de su parte también nutren hacia ellos, y que querrían, como me han escrito, que yo se la demuestre con hechos. Es precisamente por esta fuerte necesidad de mi alma, que yo elevo oraciones, y confío en la ayuda del Dios Todopoderoso, gracias también por sus fervientes oraciones de las que no tengo duda. Amadísimo Papá, queridísima Mamá y hermanas dilectas, este medio tan eficaz de ayuda mutua con la oración no lo olvidaremos jamás, ¿no es así? ¡Oh santo vínculo que nos unirá en la vida futura con muchos méritos!". Un vínculo que nos mantiene unidos, a pesar de las distancias.” La hermana Irene confesaba que cuando asistía a los moribundos, les encomendaba suplicar al buen Dios -una vez llegados al paraíso- de bendecir a su familia lejana, “hasta el día bendito en que todos nos reuniremos en la Patria"; Patria se refiere al Cielo.

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Mientras tanto la guerra llegaba a su fin: el 24 de octubre de 1918, las tropas italianas recuperaron el frente austriaco, el 30 ocuparon Vittorio Véneto y el 3 de noviembre el comando austriaco firmaba el armisticio de Villa Giusti, mientras que los italianos entraban en Trento y a Trieste. A este punto, la fortaleza de Anfo ya no tenía ninguna importancia estratégica, debido a las nuevas fronteras con Austria. En África el conflicto se prolongó todavía por algunos días: el escurridizo Von Lettow, que se había trasladado a Mozambique, el 16 de Noviembre se rendía a los ingleses; salía derrotado, pero con los honores de la guerra. Los misioneros y las misioneras, a medida que los hospitales militares se desmontaban, regresaban a las misiones de donde habían salido. En enero de 1919, también la hermana Irene se encontró de nuevo entre los kikuyu. Pero antes, en Nairobi, durante un gran desfile militar, el gobernador de Kenya agradeció públicamente a los misioneros y misioneras por el trabajo realizado en los hospitales de campaña. La hermana Cristina fue condecorada con la medalla de plata de la Cruz Roja, la hermana Serafina con la Cruz de Caballero. En los archivos de las Misioneras de la Consolata se conservan dos de las tres medallas otorgadas a la hermana Irene: la British War Medal (Medalla de Guerra británica), en plata, reservada para aquellos que se habían distinguido en la guerra. En la cara anterior está reproducida la efigie del rey Jorge V. En la posterior se incluye la fecha 1914-1918, un soldado con la espada desenvainada sobre un caballo, y en lo alto el sol de la victoria. En el borde de la medalla está grabado un nombre: Sister Irene. La segunda medalla, la Victory Medal de la Victoria en bronce, fue otorgada a todos los que trabajaron durante el conflicto: en la retaguardia, rodeada por una corona de laurel se lee: The great war for

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civilisation– 1916-1919 (La gran guerra por la civilización 1916-1919); también aquí, en el borde, figura el nombre de la hermana Irene. La tercera medalla, Royal British Red Cross (Real Cruz Roja Británica), le había sido conferida por la Cruz Roja Británica. Mons. Perlo, haciendo un balance de la acción apostólica de sus misioneros, registró un total de 26.812 bautismos administrados en ese período: más de tres mil conferidos por la hermana Irene. De todo esto no se encuentra mención alguna en la correspondencia de la Sierva de Dios. He aquí lo que escribió a los suyos el 2 de junio de 1919: "Amadísimo Papá y Familia, esto me imagino escuchar con frecuencia de sus labios: ¿Quién sabe dónde estará y como se encontrará nuestra Mercedes?, y yo inmediatamente quiero satisfacerles; aunque dudo de la llegada de mis escritos, enviados en un tiempo tan doloroso como el pasado. Ahora no les estoy escribiendo desde el hospital, sino desde nuestras queridas Misiones: Agekoio, a donde gracias al buen Dios, felizmente regresé, hace algunos meses. Fue bajo la poderosísima protección de nuestra común y muy valiosa Mamá la Sma. Consolata, merced a la exquisita bondad de mis Venerables Superiores que me destinaron a los lugares más saludables, proporcionándome siempre medios eficaces, me mantuve inmune de enfermedades muy contagiosas, que por doquier segaron la vida de tantas y tantas personas. A muchas de ellas tuve la dicha de prestarles asistencia permaneciendo a su cabecera hasta sus últimos momentos. El trabajo y las oraciones incesantes y fervientes de mis amados Superiores, obtuvieron este milagro de preservación, como bien sabían aquellos que vieron los tantos y graves peligros a que se exponían a contacto con aquellos pobres enfermos". En fin, como escribe, pareciera que ella no había hecho nada. Todo

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el mérito iba a sus superiores, hacia quienes demuestra viva gratitud invitando a los suyos a hacer lo mismo. Reiterando que al bautizar a los enfermos les había impuesto los nombres de los familiares, concluye con un canto de alegría por la propia vocación: "Oh, mis queridos -exclama-, mi pensamiento vuela con frecuencia hacia ustedes y mi deseo es tenerles aquí, participando de mi verdadera y gran felicidad, que me resulta imposible de explicar". Después de Nairobi, la primera etapa para la hermana Irene y sus compañeras fue la misión de Karema. Debía haber sido para ellas un intervalo de descanso, pero la zona estaba asolada por un período de sequía que había destruido los cultivos, obligando a pasar hambre a gran parte de la población. Como si esto no bastara, estalló una epidemia de fiebre española que cosechó víctimas principalmente entre los veteranos de guerra, quienes estaban debilitados por la fatiga y la tensión continua. En la Misión se organizó un curso de enfermería y de higiene elemental para contener el contagio; la hermana Irene sería la "maestra". Y ella no se limitó a dar instrucciones al grupo de cristianos y catecúmenos que frecuentaban la Misión, sino que, desafiando la tradicional desconfianza de los otros se acercó a las aldeas, entrando en la chozas, deteniéndose al lado de los enfermos y recomendando una adecuada profilaxis. Aprovechó también para consolar a las familias devastadas por la guerra y por la epidemia. El penúltimo traslado, antes de llegar al lugar definitivo, fue Nyeri, en un convento donde junto a la hermana Inés Gallo, le fue confiado el cuidado y la formación de las cinco primeras candidatas nativas de la naciente congregación de las Hermanas de María Inmaculada. No fue una tarea fácil, teniendo en cuenta el contexto cultural del que provenían, y especialmente la fuerte oposición de sus padres a una elección que, ante sus

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ojos, era absurda. Para la mujer africana, la maternidad es un valor esencial. No era fácil convencer a las jóvenes a una renuncia así en la que se arriesgaban a ser aisladas del resto de la tribu, es decir, de su vínculo social más fuerte después del de la familia. Consecuentemente, muchas de ellas, después de un período de prueba, volvían a sus casas, a menudo forzadas también por sus parientes. La hermana Irene les daba clases, trabajaba y rezaba con ellas, las catequizaba, y sobre todo les mostraba con el ejemplo lo que significaba ser religiosa. Cuando hacía frío o llovía, no tenían ganas de trabajar en el campo o en la lavandería. Llegaba ella y las invitaba a obedecer voluntariamente, "porque -solía decir- de ese modo merecemos las bendiciones del Señor." La hermana Juana Wambui, una de aquellas jóvenes, dijo: "No habíamos visto otra hermana como ella [...] La hermana Irene era especial [...] Nos corregía como una mamá cuando nos equivocábamos". Y la hermana Jacqueline Gachambi, destacando la sonriente dulzura de la Sierva de Dios, añadía: "Viendo su comportamiento las jóvenes entendíamos lo que significaba ser religiosas". La hermana Mary BlancaWanjiro, a su vez, recordó una canción compuesta por la hermana Irene, que decía algo así: "Soy la esposa de Jesús, / porque Jesús es muy grande. / Las jóvenes que lo aman / le ofrecen el corazón. / ¡Oh Jesús, no me dejes!, / Te amo tanto."Cuando la boca habla por la plenitud del corazón, cada palabra se convierte en poesía. La Sierva de Dios permaneció en el conventito exactamente un año, y fue suficiente para dejar un recuerdo imborrable en quienes la habían conocido. Su nuevo destino fue la misión "Virgen de la Divina Providencia" de Gikondi, en la región del Kikuyu al centro de Kenia, a un centenar de kilómetros de Nairobi, a

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1.500 metros sobre el nivel del mar, prácticamente sobre la línea del Ecuador. La misión, fundada en 1903, se extendía sobre un área muy grande y poblada. Cuando llegó la hermana Irene, exactamente el 25 de mayo de 1920, sobre un total aproximado de cincuenta mil habitantes, los cristianos eran 208. En Gikondi ya estaban presentes desde la fundación, dos hermanas Vicentinas (fundadas por el Cottolengo, el santo que confiaba en la Divina Providencia). Muy pocas en relación con las necesidades, pero con grandes méritos. Fueron ellas precisamente las primeras en acompañar a los Misioneros de la Consolata, llamadas por el canónigo Allamano y estaban en Kenia desde hacía muchos años. Allí permanecerían hasta 1925. Ahora, sin embargo, comenzaban a llegar de Italia nuevas fuerzas de la Casa de Turín de calle Ferrucci, con gran dicha del responsable de la misión, P. Domingo Gillio. La hermana Irene apenas contó con el tiempo suficiente para ambientarse, porque enseguida tuvo que ponerse manos a la obra. Su desafiante "programa" cotidiano comprendía: por la mañana la escuela y por la tarde las visitas a los enfermos, tanto en Gikondi como en las aldeas de la región. Esto significaba transformarse, de acuerdo con las necesidades, en enfermera, en obstetra, en asistente social, en consejera de las mujeres y de los jóvenes, en experta cocinera o en escribana para garantizar la correspondencia entre las familias y los jóvenes que emigraban a Nairobi, Mombasa u otros lugares en busca de trabajo. Y así, Gikondi sería el escenario desde el cual durante una década se irradiará su sonriente santidad.

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Capítulo X Entre los kikuyu para siempre La hermana Irene ya conocía la lengua kikuyu, pero en campamentos militares, entre la confusión de tantos dialectos, nacionalidades y razas, la había olvidado un poco. Al regresar al pueblo, entre esa gente, entonces la aprendería mejor. En cuanto a la cultura, ellos no conocían forma alguna de escritura. Aquella se condensaba más bien en las tradiciones orales, en las danzas tradicionales y en un vestuario en el que abundaban sobre todo las pulseras, collares y los aretes. Era necesario consolidar la escuela y luego pensar en la evangelización. Desde 1916, cuando el padre Gillio fue enviado a Gikondi, el compromiso prioritario de los misioneros fue precisamente el sistema escolar, incluso para hacer frente a la competencia protestante muy activa en la región. No era fácil en esa etapa, porque el gobierno reclutaba jóvenes portadores para la ofensiva militar en curso. Terminada la guerra, en 1919 se comenzó a crear en torno a las misiones, una red de escuelas sucursales: la primera, tuvo lugar en Mbioine y fue confiada al maestro catequista Giovenale Ndegwa; a ésta siguieron después otras. Uno de los pioneros de la evangelización en Kenia, el padre Pedro Benedetto con quien trabajó, la hermana Irene, consideraba a los kikuyu entre los pueblos más

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perspicaces e inteligentes del África, aunque, por temperamento, agudos, suspicaces e irritables. Sin embargo al hablar de ellos, no se debe hacer pensando en las características actuales. Esta historia está ambientada entre los años 1915 y 1930. Por esa época, ellos se dedicaban principalmente a la agricultura y al pastoreo y no conocían el dinero. Hoy en día, muchas situaciones locales han cambiado, el progreso técnico ha llegado también allí, si bien en el interior la estructura social básica es fundamentalmente la misma. En la tribu, aún tenía gran influencia la figura del hechicero médico, que curaba las enfermedades con sustancias de su propia invención, y cuya presencia estaba estrechamente ligada a la esfera religiosa. Los kikuyu creían en Dios -que ellos llamaban Ngaiconcebido como un señor poderosísimo, que creó el mundo y otorgaba todos los bienes. Su residencia estaba señalada en el monte Kenia, donde se manifestaba a través de los fenómenos atmosféricos (sol, luna, estrellas, lluvia, tormentas, etc). También se lo pensaba en estrecha relación con algunas plantas que se consideraban sagradas, especialmente el Mugumu, árbol gigantesco y muy frondoso, al pie del cual se ofrecían sacrificios (por lo general, matando cabezas de ganado, mientras se recitaban en coro cantilenas rituales). Es interesante notar que éste su Dios era omnipresente y caminaba por todas partes; era bueno, y tan cercano a los hombres que se concretizaba su presencia y sus atributos en los nombres de sus hijos. Se ha observado que las conmovedoras oraciones dirigidas a él, recuerdan los salmos hebreos. Enfermedades, desgracias o muerte no eran atribuidas a Dios, sino a los espíritus malignos (Ngoma), o bien a los espíritus de los antepasados que

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yacían en el subsuelo. La vida estaba condicionada por muchos miedos: de los malos espíritus, de los antepasados, por el temor de ofender a Ngai. Sólo Cristo revelaba al Dios bueno y misericordioso, con corazón del Padre. El culto a los antepasados se fundaba en esta idea: la muerte no trunca la vida del hombre, por el contrario, el espíritu se proyecta en un mundo diferente. La creencia de los kikuyu distinguía tres grupos de espíritus: los del padre y de la madre, que tenían un rol pedagógico, comunicándose directamente con sus propios hijos para aconsejar y reprender; los espíritus de la estirpe, que más o menos intensamente se interesaban por el bienestar de la misma de acuerdo con la conducta de cada uno de los miembros individualmente; y los espíritus de la edad, que seguían las actividades de cada grupo de coetáneos. Estos espíritus vagaban por todas partes, aunque tenían un lugar donde preferían estar: por lo general era la piedra de hogar, o bien el patio de la casa o un árbol. Aquí también se celebraban los ritos para el culto a los antepasados, destinados a fortalecer los lazos de pertenencia entre los miembros de la tribu y se repetían con mayor frecuencia en caso de enfermedad, accidentes o contratiempos. Al hechicero se le reconocían los poderes de apaciguar y alejar a los espíritus del mal, curar las enfermedades y predecir el futuro. Él era quien purificaba de los "tabú", preparaba amuletos contra las fuerzas ocultas y, cuando era necesario, también los venenos para las brujerías, con fórmulas mágicas, rodeadas por un sentido de misterio y de terror. Ante él se hacían los juramentos solemnes y se lanzaban las maldiciones. En este contexto, en la cultura local, era vista y practicada una especie de medicina tradicional cuya farmacopea incluía también partes del animal, tales como la

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grasa y las entrañas, con un significado propiciatorio de purificación Esto da una idea de cuáles dificultades encontraba inicialmente la evangelización en el tiempo de la hermana Irene, a causa también de las relaciones sociales al interno de las tribus. En ellas existían leyes minuciosas que atribuían a cada uno tareas e incumbencias precisas a cumplir; también una moral del miedo a los espíritus de los antepasados, de los ancianos, de los grupos de edad, a la invasión de los enemigos. En el caso particular de Gikondi se debe tener en cuenta un factor que al inicio había obstaculizado no poco la acción misionera. En la cima de la colina más alta del país cuando llegó el primer grupo del Instituto de la Consolata, había un bosque de árboles seculares donde la gente del lugar acostumbraba a hacer sacrificios a los espíritus de los antepasados. A su llegada, los misioneros eliminaron el bosque para construir la iglesia y los otros edificios previstos. Los kikuyu, por supuesto, se sintieron muy mal, convencidos de que los espíritus tomarían venganza por este tipo de sacrilegio. Pasó el tiempo y no sucedió nada; los misioneros y las misioneras desarrollaban su acción curando a los enfermos, visitando a las familias, alfabetizando a los más jóvenes y predicando a todos el evangelio de Jesús. La gente empezó a pensar que tal vez estos extranjeros eran capaces de calmar a los espíritus y, sobre todo, que sus medicamentos eran más eficaces que los brebajes del hechicero. Poco a poco, a la desconfianza la sustituyó un creciente interés por las enseñanzas de los misioneros, si bien tenían dificultades para entender ciertos puntos que contrastaban con los de su cultura como los preceptos del perdón y de la monogamia. La estrategia y el método de evangelización de los Misioneros de la Consolata habían sido acordados desde 1904 en la así llamada Conferencia de Murang'a, cuyas decisiones fueron posteriormente aprobadas integralmente

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por el Allamano. Se comenzaba haciéndose conocer por todos, dedicando cotidianamente por lo menos media jornada a los encuentros individuales, yendo de cabaña en cabaña y, una vez a la semana, un día completo en las aldeas. La catequesis debía centrarse en las nociones fundamentales y expresarse en fórmulas breves, de fácil memorización. El paso fundamental, especialmente en un contexto de pobreza y de enfermedad, era la inclusión de la promoción humana, para educar a las familias en los métodos racionales y más eficaces de trabajo, en la práctica de la higiene y priorizando la escuela para los jóvenes. La guerra había dejado huellas dolorosas en todas partes. A favor de los misioneros jugaba el rol importante desempeñado en plena hostilidad en los hospitales de campaña. Por una vez, el europeo no fue visto por los kikuyu como el explotador colonialista, sino como un hermano que comprometía su propia vida a favor de ellos, sin ningún interés que no fuera espiritual. En cada "estación" misionera se abría un ambulatorio, mientras que para proveer al sustento se establecieron granjas con cultivos y cría de ganado.

Las pequeñas escuelas crecen Llegada a Gikondi, la hermana Irene junto con la hermana Gabriella reemplazaron a las dos religiosas del Cottolengo, las hermanas María Carola y Ciriaca, valientes pioneras de las misiones en Kenia, que fueron transferidas a Meru. A la hermana Irene le tocó ocuparse de la escuela. Tenía los requisitos si bien no poseía un diploma de habilitación, "Poseía -ha testimoniado el padre Gillio- más instrucción que la ordinaria en todas las materias escolares. Además de la lengua nativa de los kikuyu conocía muy bien

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el kiswahili y discretamente el Inglés. Tenía también óptimas disposiciones didácticas, una mano velocísima para escribir y una caligrafía realmente espléndida". Sin embargo, ella se sentía "totalmente incapaz" y para mejorar sus conocimientos había participado en un curso de actualización de tres meses en Nyeri. Al hablar de escuelas no se piense, al menos inicialmente, en las escuelas europeas. Y al hablar de alumnos de la misión, se debe incluir a personas de todas las edades que estaban interesadas en instruirse. Los más jóvenes especialmente, una vez que contaran con un título de instrucción elemental, podrían encontrar un empleo también en los servicios del gobierno. Sin embargo la afluencia era escasa, al menos al principio, porque la desconfianza por parte de los padres hacia algo que no era el trabajo en los campos era alta. Habían también algunos que se declaraban dispuestos a enviar a sus hijos a la misión a cambio de algo de dinero: un centavo al día, un tanto por semana, y así sucesivamente. La primera ronda de la hermana Irene por los pueblos para reunir alumnos fue decepcionante: se habló de esto durante las reuniones habituales de la noche, pero se decidió que había que seguir adelante, siendo este uno de los caminos obligados hacia la evangelización, y de centrar la acción especialmente en los jóvenes. El padre Gillio estaba convencido de que, al continuar sembrando, los frutos llegarían aunque no inmediatamente. A partir de los informes trimestrales elaborados por la hermana Irene y enviados al vicariato de INERHI resultó un número bajo de inscriptos en la escuela: sólo 48 en 1920. Luego llegó a 70 y posteriormente al número máximo de un centenar, en una región donde los niños en edad escolar eran varios miles. Apenas en Gikondise se extendió el rumor de la llegada de una nueva "maestra", un grupo de jóvenes acudió

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a la choza que servía como aula para ver qué cara tenía y cómo se las arreglaría. Intuyeron de inmediato que era una "principiante"; ella no se dejó influenciar y mirándolos fijamente a los ojos, trató de buscar ese mínimo contacto personal que se requiere para establecer una verdadera comprensión y conocimiento recíproco. Pronto se dio cuenta de que los obstáculos a superar no eran pocos: en ese grupo estudiantil se mezclaban, sin orden ni frecuencia estable, personas mayores, jóvenes y niños, cuyo desarrollo mental era totalmente diferente y estaba vinculado a prejuicios tribales. Superado el primer momento de curiosidad, varios desaparecieron, también porque eran varios los padres que se oponían por necesitar a los más jóvenes para el pastoreo (por costumbre confiado a los chicos); por esto la asistencia correspondía a menudo a la mitad de los inscriptos. Un día se presentó a la escuela un solo alumno: la Sierva de Dios permaneció igualmente en su lugar, convencida de su deber: dar la lección. Al principio, los horarios eran limitados. La hermana Irene enseñaba durante una hora en la mañana, dedicando el resto del tiempo a la catequesis. Luego, como resultado de nuevas regulaciones del gobierno, la duración de las lecciones se extendió. Esto obligó a la hermana Irene, en 1928, a renunciar a las visitas a las villas. Hay datos estadísticos que ayudan a comprender mejor: en el cuarto trimestre de 1920, las lecciones dadas por ella fueron 198; en el segundo trimestre de 1925 se habían elevado a 464 con 8 lecciones por día, para llegar a la cantidad de 722 un año más tarde, con un promedio de 11 lecciones por día, y en el tercer trimestre del1928 a un pico máximo de 902, con una media de quince lecciones diarias. La jornada de la hermana Irene estuvo marcada por dos compromisos: la escuela en la mañana y las visitas a las villas por la tarde para ocuparse de las mujeres, de los

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enfermos y de los catecúmenos. Por la mañana, después de las habituales prácticas de piedad, reunía a los chicos y, hecha la señal de la cruz, comenzaba la "lección". En esa época, no existían programas gubernamentales para la educación; la iniciativa quedaba en manos de los misioneros. Para abrir un centro educativo era suficiente el consentimiento de los jefes del pueblo, confirmado por la administración civil. Así era también para la apertura de la misión cuando, en 1903, monseñor Perlo se puso de acuerdo con el jefe Wambugu y con el Comisario del Gobierno inglés, el Dr. Hindle. Hay que aclarar que la de Gikondi no era la única escuela cristiana; a una docena de kilómetros de distancia, en Tumutumu, se encontraba un importante centro protestante, fundado por la Iglesia presbiteriana escocesa y animado por la señorita Marion Scott Stevenson, cuya vida tuvo muchos paralelismos con la de la hermana Irene. Nacida en 1871, veinte años antes de nuestra Beata, desde pequeña se había sentido llamada al servicio misionero. A pesar de haber sufrido durante una década por una enfermedad contraída en su periodo de estudios, había llegado a Kenya en 1907 Después de la formación necesaria, desde 1912 hasta su muerte, se dedicó al apostolado entre las mujeres, muriendo pocos meses antes que la hermana Irene, el 14 de junio de 1930. Los africanos la llamaban "nuestra madre", "nuestra hermana" "Amiga de las mujeres." En ese tiempo, aún no se hablaba de ecumenismo; había más bien emulación que colaboración entre las diversas denominaciones cristianas. Sin embargo, la hermana Irene también fue capaz de establecer rápidamente relaciones cordiales con algunos maestros de la Tumutumu, entre ellos, la señorita. Dada su larga experiencia en esas tierras, se podría aprender mucho de ellos sobre los

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métodos de enseñanza, los problemas educativos y las dificultades comunes para superar. Con su sonrisa que inmediatamente inspiraba simpatía, no dudaba en ir a visitarlos en sus casas, disipando prejuicios y hostilidades. Los invitaba a visitar la misión; algunos fueron con gusto a Gikondi, quedándose incluso para asistir a las funciones. Era la estrategia de la amistad que siempre da frutos. En el fondo, decía la hermana Irene, todos trabajamos para llevar almas a Cristo.

Historia de Thirò... Ejemplar a este respecto es la historia de Thirò, el hijo del hechicero Mwareri, uno de los más influyentes de la zona, que lideraba la oposición a los misioneros. Él le había prohibido terminantemente a su hijo el detenerse a hablar con la hermana. Según su juicio, ella tenía hechizos capaces de engañar a la gente con ciertas historias acerca de un dios que no era el de sus tradiciones. Por lo tanto, Thirò evitaba cuidadosamente cruzarse con el padre Gillio o con las hermanas; su aspiración era seguir las huellas de su padre, aprendiendo los secretos que él, a su vez, había aprendido de los ancianos de la familia. Sin embargo, por curiosidad y oculto entre la vegetación, a menudo se acercaba a la misión para espiar, y ver qué era lo que estaban haciendo en la escuela. Huía tan pronto como alguien se acercaba. Un día se cruzó con la hermana Irene; ella amigablemente le puso una mano en el hombro y sonriendo le preguntó quién era, dónde vivía y por qué no iba a la escuela. Thirò, a pesar de la evidente situación violenta que enfrentaba, explicó la razón por la que se mantuvo alejado de la misión. La cosa pareció terminar allí, pero en el niño creció la curiosidad por saber más sobre esta mujer que lo había acogido con bondad

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amorosa. Por lo tanto, sin el conocimiento de la casa, comenzó a asistir a la escuela de Gikondi. Le tomó gusto, también porque poseía una inteligencia notable y quería aprender de todo, incluyendo el catecismo que su padre había demonizado. Pasó el tiempo y Mwareri descubrió las fugas de su hijo, que le confiaba la custodia de sus cabras a un amigo para no perderse ni una lección. Tan pronto el pequeño regresó, lo castigó a latigazos. Thirò quedó en silencio y prometió no volver más a Gikondi. Después de algunos años, la hermana Irene lo encontró casualmente en la calle. El niño no podía ocultar la nostalgia que desde hacía tiempo sentía, pero se contuvo por temor a la reacción de su padre. Volvió a asistir a la escuela, esta vez sin ocultarlo, desafiando incluso las palizas. Había aprendido a leer y a escribir, y estaba orgulloso. Mwareri, comprendió que la fuerza no había sido la solución. Finalmente pensó que, después de todo, un hechicero con un bagaje cultural sería más apreciado que uno analfabeto; se resignó, aunque poniendo al hijo en guardia para no cambiar de religión. Se acercaba para el joven la ceremonia de la circuncisión, que lo transformaría oficialmente en un adulto. Durante un tiempo Thirò no fue a la escuela. Un día se presentó ante la hermana Irene diciendo que había decidido viajar a Nairobi en busca de trabajo. Con pesar, ella vio la interrupción de un camino de catequesis muy prometedor. No le quedaba otra solución que orar. Así lo hizo todos los días, con una intención especial para ese muchacho perdido en la capital. Allá había encontrado un empleo como almacenero, con un patrón musulmán, que le veía grandes cualidades; éste lo instaba a abrazar el Islam con la promesa de grandes ganancias y de una posición segura.

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Thiró inicialmente había sido combatido; pero a veces sin que nadie lo viera, hacía la señal de la cruz y oraba. Con el tiempo, poco a poco, el ambiente circundante lo contagió hasta el punto de hacerle olvidar el catecismo. Ciertamente allí no le faltaba nada, tenía comida, refugio y ya había ahorrado una buena cantidad de chelines. Un día recibió una carta de la hermana Irene; no era la primera, pero al parecer las otras se perdieron. "Thiró -estaba escrito- nuestro buen y amado alumno, por favor, lee y reflexiona sobre esta carta. Tú estás ganando dinero, pero piensa que después, pese a toda la riqueza, todos moriremos y compareceremos ante del Señor para ser juzgados por nuestras acciones. Si nos encontramos siendo sus amigos, se nos dará el Paraíso con todos sus bienes para toda la eternidad. De lo contrario, si en la vida hemos despreciado a nuestro Creador, seremos arrojados al infierno. Lo que vale es el alma. El cuerpo está destinado a marchitarse. Ten cuidado; que el diablo no te engañe. El Señor es nuestro Padre y recompensará a cada uno en proporción al servicio que le hemos ofrecido. Trata de estar bien y que el Señor te ayude. Soy yo, hermana Irene mc ". Tan pronto como leyó esas palabras, Thiró sintió una profunda emoción. En ese momento recordó todos los días felices vividos en la misión bajo la guía materna de la hermana Irene. Se miró en el espejo, casi avergonzado de sí mismo, y tomó una firme decisión: dejaría el empleo rentable como comerciante y volvería a Gikondi. Cumplió su palabra; la familia no entendía cómo pudo renunciar a un trabajo tan rentable sólo para volver a la escuela; por ello no le hicieron fiesta a su regreso. Cuando volvió a ver a la hermana Irene, él se sintió realmente feliz. A esa carta la guardó siempre entre las cosas más queridas. Eran las oraciones de la Mware para salvarlo y él estaba tan seguro de ello que, después de años,

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dejó el siguiente testimonio, citado por la hermana Juana Paola Mina en su libro. "La hermana Irene -dice Thiró- hizo muchas cosas por mí, cuando yo era joven. Pero la carta que me escribió a Nairobi fue la que me conquistó. Yo tuve el deseo de ser bautizado, pero me faltaba el celo que me hiciera buscar el bien antes que ninguna otra cosa. Además, su continua oración en la iglesia, en la calle y durante el trabajo, me hizo comprender que el asunto del alma debía ser algo de gran valor y debería importarme más que las cabras, el dinero y todo el resto. Entonces empecé a rezar el rosario fervientemente para que la Virgen María me ayudase a ser un fiel seguidor del Señor. Quiero secar sus lágrimas". Concluía hablando de la hermana Irene que se había preocupado mucho por su destino. Y reconociéndose "malo" se encomendaba a sus oraciones como a las de una santa (p. 224). En la Nochebuena de 1928, Thiró recibió el bautismo con el nombre de Pío y le confió a la hermana Irene su deseo de ser sacerdote. En el siguiente mes de enero entró en el seminario en Nyeri. El camino era largo y difícil para él, que se empeñó a fondo para recuperar el tiempo perdido. No era un coloso de salud, y en 1941, cuando estaba en su primer año de teología, el Señor se lo llevaba.

… y de Wangui ... Se llamaba Wangui, la sobrina del gran jefe Wambogo, residente en el pueblo a los pies de la colina de Gikondi. Era una especie de "reserva" protegida donde nadie tenía contacto con los cristianos; quizás debido a ciertos intereses del jefe con los protestantes, quien quisiera instruirse prefería ir a Tumutumu. La hermana Irene pasaba todos los días entre esa gente, saludaba a todos con una

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sonrisa, sin que ninguno le respondiera a causa de una orden del jefe que nadie se atrevió a discutir. Wangui se comportaba igual; aun así, la hermana Irene lograba sorprenderla y entonces le hablaba de Dios, de Jesús, le enseñaba el Padre Nuestro. Pasaron los años y Wangui comenzó la vida de las jóvenes solteras: fiestas, bailes nocturnos, lindos vestidos, brazaletes y perlas para un matrimonio que se anunciaba cercano. La acompañaba una prima, Wanja, a quien amaba muchísimo. Sucedió que ésta cayó gravemente enferma y murió. La hermana Irene apenas tuvo tiempo de bautizarla antes que abandonaran el cadáver en el bosque. Para Wangui fue una tremenda pérdida; el sólo recuerdo de su amiga le ocasionaba un llanto interminable. Un día, habiéndola encontrado, la hermana Irene trató de consolarla con las palabras de la esperanza cristiana. Le dijo que Wanja, había muerto pero para ella la vida continuaba en un lugar donde todos eran felices, porque había recibido el bautismo. Agregó que ella iba a rezar al buen Dios para que la confortara y le sugirió que hiciera lo mismo, por lo menos con la señal de la cruz. Después de un año, fue Wangui quien se enfermó. Los suyos decidieron llamar al hechicero para los conjuros usuales, pero la chica les rogó que buscaran a la hermana Irene. Era de imaginar la ira de los familiares, en cuya casa nunca había entrado una monja católica. Pero la enferma se mantuvo firme y ellos debieron ceder porque, según razonaron, a los que van a morir no se les niega el último deseo. Wanguile pidió insistentemente a la Mware que la bautizara de inmediato. La hermana dudó, por falta de un proceso previo de catequesis. Pero la muchacha le rogó, asegurándole que si se recuperaba, ella iría a la misión desafiando la hostilidad del tío y de sus familiares. Al final

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la hermana Irene le administró el bautismo dándole el nombre de Secondina. Sin los brebajes del hechicero, sólo con la medicina de los misioneros, se sanó. Fiel a su promesa se inscribió en el catecumenado desafiando las maldiciones y la ira de los familiares por lo que ellos consideraban una "traición". Para demostrar que su elección era irrevocable, Secondina-Wangui se quitó anillos, pulseras y collares enterrándolos en un pozo. Estaba decidida a vivir como cristiana. La misión se estaba convirtiendo en su casa y cuando la hermana Irene iba a las villas, ella la acompañaba. La consideraba como su mamá, porque ella era huérfana y no había conocido a su madre. El jefe Wambogo, que durante años había establecido su residencia en Gatitu y regresaba ocasionalmente a su aldea, ignoraba todo esto. Cuando se enteró de la conversión de Wangui al cristianismo, primero le envió mensajes ordenándole que abandonara la misión. Como ella no obedeció, fue él en persona a Gikondi. Mientras la iglesia se preparaba para celebrar la misa, él ordenó a sus guardias raptar a la pobre chica que se resistía gritando. De nada sirvieron las corteses palabras de la hermana Irene para hacerlo desistir. La única arma posible era la oración. Y la Sierva de Dios oró por mucho tiempo, como si estuviera al lado de Secondina en su lucha contra una tradición hostil. Wambogo, tenía la intención de darle un marido a su sobrina. Pensó que lo lograría con facilidad, pero al encontrarse con la terquedad de ella, la hizo encerrar en una cabaña. En la noche la joven logró escapar. Dos días más tarde fue encontrada por los guardias y devuelta al jefe, que la castigó hasta sangrar. Nada se podía hacer. Wangui pidió ser juzgada por el Consejo de la aldea, comenzando una huelga de hambre en la llamada "choza sagrada" donde

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había sido segregada. Fue la suya una jugada inteligente si la encontraban muerta en esa cabaña, según las creencias tradicionales el pueblo entero se contaminaría. La joven pasó toda la noche en oración. Finalmente al alba se acercó su tía diciéndole que el jefe la dejaba libre de cumplir con sus deseos. Secondina llegó pronto a la misión, donde la estaba esperando la hermana Irene; ella también había pasado la noche rezando. Todo terminó en un emotivo abrazo. Secondina recibiría el bautismo junto con Thirò en la vigilia de Navidad de 1928, y luego entraría en el convento de las Hermanas africanas de María Inmaculada para no salir nunca más. Al confiar esa decisión a su "mamá", le prometió que rezaría con ella ante el altar pidiendo al Señor la gracia de llegar a ser "como la hermana Irene".

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Capítulo XI Pedagogía del amor 142

El lector se habrá dado cuenta de lo que significaba dar clases a un grupo tan heterogéneo de alumnos. Era necesaria la paciencia de la hermana Irene, que centraba toda su acción, y por lo tanto también la pedagógica, en el amor. El Padre Gillio ha sintetizado el método de la hermana con la expresión: "máxima dulzura, siempre dispuesta a prestar su ayuda a los alumnos para que puedan superar sus pequeñas dificultades, para decirles una palabra de aliento. Sin ser débil, sabía compadecerse de sus defectos, pasaba por sobre sus inevitables caprichos, perdonaba sus faltas [...]. Rarísimamente recurría a los castigos, aunque nunca severos, y apenas veía que el culpable estaba sinceramente arrepentido, perdonaba rápidamente, con la única intención de ganarse los corazones y la confianza de los alumnos." Los testimonios han permitido descubrir muchos episodios ocultos que muestran esta pedagogía del amor. En cierta ocasión, por ejemplo, en la despensa de la Misión, al parecer la fruta disminuía misteriosamente. La hna. Rosalía, encargada de recogerla, escondiéndose para pasar inadvertida, sorprendió in fraganti a algunas muchachitas que estaban robando las granadas. Fue inevitable una fuerte reprimenda. Ante el riesgo, de no ver más a las niñas en la Misión, la hermana Irene intervino. Explicó que la hermana había hecho bien en vigilar y reprenderlas, pero también era necesario garantizar que los ladrones no robaran más. Pudo persuadirlas con dulzura, midiendo las palabras, haciéndoles entender que siempre uno puede corregirse. Otra noche, ella sorprendió a un chico entrando furtivamente en la casa de las hermanas, mientras los otros recitaban el rosario en la iglesia. Al oír pasos, el intruso se escondió debajo de la cama. La hermana Irene lo sacó y lo

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reconoció: era Wanjao, un alumno de la escuela que fue recibido gratuitamente en la Misión, donde también había encontrado un trabajo. Le expresó su profunda decepción, pero al mismo tiempo lo exhortó al arrepentimiento conduciéndolo a la presencia del padre Gillio para disculparse. Sin embargo, el misionero consideró mejor someter a una severa lección al ladrón y lo sancionó dándole tres semanas de trabajo en los campos de la Misión, suspendiéndolo de la escuela y del catecismo. Wanjao salió del lugar destruido; decidió volver a su pueblo para siempre. La hermana Irene, tomándolo del brazo, lo retuvo y le aconsejó aceptar el castigo; el joven se dejó convencer a condición, sin embargo, de ser readmitido en la escuela. Como el padre Gillio se mantuvo firme en el no, por una vez, la misionera -generalmente obedientísimase permitió objetar. Si uno está verdaderamente arrepentido, fue su argumento, ¿por qué no darle otra oportunidad? El sacerdote finalmente cedió. El joven continuó con provecho la escuela, más tarde fue bautizado y siempre se comportó bien. La hermana Mina cuenta en su libro, otras muchas historias, la de Njowe, un joven de Embu, una localidad ubicada a unos 100 kilómetros de distancia. llegado a Gikondi tras un largo vagabundear. Había cumplido los dieciocho años sin arte ni parte, y además con pocas ganas de trabajar. Su historia de persona sin familia conmovió a la hermana Irene que, para ayudarlo, lo contrató como lavaplatos en la cocina. A Njowe le gustaba el catecismo, pero no tanto lavar los platos. Por eso, en la cocina, todos se quejaban de él. Pero la hermana Irene le dio confianza y después de un período de asistencia a la escuela bien superado, lo presentó a la Escuela para catequistas de Nyeri. El joven se quedó allí un par de años, a menudo haciendo perder la paciencia a sus maestros, hasta que un día se fue,

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uniéndose a una caravana de musulmanes. ¡Nada que ver con ser catequista!, ironizaban en la Misión. Solamente la hna. Irene no perdía la esperanza, centrándose en los aspectos positivos de Njowe. Ella lo había visto rezar en la iglesia y parecía realmente sediento de Dios. De cualquier modo él seguía siendo para ella un alma que debía salvarse. Algunos años más tarde, el vagabundo volvió a presentarse en la Misión, desgarrado y extremadamente pobre, con aires de un hijo pródigo decepcionado y arrepentido de sus elecciones. Le confesó a la hermana que había perdido todo, habiendo conservado siempre sólo una cosa: el librito del catecismo recibido en Gikondi. Al sacarlo fuera de un bolsillo, ya muy ajado, dijo que lo había leído y releído muchas veces y esas palabras, junto con el recuerdo del amor de la hermana Irene, lo impulsaron a regresar. Algún tiempo después recibió el bautismo con el nombre de Miguel. He aquí el secreto de la Beata: valorar la más insignificante cualidad positiva de aquellos jóvenes. Los seguía con amor materno (por esto muchos la llamaban "mamá"), escuchaba sus confidencias, los ayudaba a levantarse después de las inevitables caídas, demostrándoles siempre que creía en ellos, a pesar de las apariencias contrarias. Y si su estrategia parecía no funcionar en algunos casos, recurría a la oración: horas y horas delante del tabernáculo, o recitando el rosario durante las caminatas hacia y desde las villas. Y el Señor la contentaba, era sólo cuestión de tiempo. Esta actitud continua de amor hacia la gente que encontraba se destaca constantemente en todos los testimonios. Podían hacerla llamar incluso por cosas de poca importancia que ella iba contenta y de inmediato. No fue por nada que en Gikondi la llamaban: Mwaremwendi ando, "la hermana que ama a todos."

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Entre la gente de las villas Hasta que el horario escolar se limitó sólo a la mañana, la hermana Irene destinaba la tarde a la visita a las familias, en las villas. Por fortuna era una excelente caminante, siempre con sus botas de montañesa. El jueves, día de vacaciones, aprovechaba para llegar a los centros más lejanos de Gikondi. Al llegar a su destino, se detenía para conversar con las mujeres, las animaba a enviar sus hijos a la escuela, escuchaba con paciencia los acontecimientos alegres o tristes, las confortaba con palabras amigables y con alguna broma graciosa. "No pienses que vamos dando vueltas para contar chistes o charlar un rato -le explicó a una hermana que había llegado recientemente a la Misión- hago así para empezar el discurso y ganar la confianza de la gente, sobre todo si la veo reticente o cerrada". Siempre, en primer lugar, preguntaba si había algún enfermo grave porque sabía que las personas en estado terminal eran llevadas al monte por los parientes. En ese período, especialmente a partir del año 1923, la peste bubónica y pulmonar cobraba muchas víctimas entre los kikuyu. El Departamento de Salud enviaba enfermeras para vacunar y cantidades de suero a las misiones, pero era difícil detener el contagio. Lo favorecían la falta de higiene, la imposibilidad de aislar a los afectados, su estado de debilidad, además de los ratones llenos de pulgas infectadas que andaban por las cabañas y por los alrededores. En ese período la hermana Irene multiplicó las visitas, dio instrucciones precisas sobre cómo protegerse de la enfermedad, y especialmente se preocupó de que sus parientes la hicieran llamar si alguno se agravaba. En fin, todos la conocían y hasta los paganos pedían que ella

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estuviera a su lado a la hora de la muerte. La hermana Irene les hablaba de Jesús, del Cielo que les esperaba a los que sufren, de la certeza de la otra vida; su sola presencia era un gran consuelo. Así también para las mujeres que daban a luz, la Stefani había perfeccionado la riqueza de sus conocimientos extendiéndolos al sector de enfermería obstétrica. De esta manera logró salvar muchas vidas, venciendo supersticiones duras hasta las que obligaban a matar, incluso entre los cristianos. Una mujer llamada Marta, recientemente bautizada, que había dado a luz a gemelos, fue tentada fuertemente para eliminar a uno; pero la hermana Irene tomó en sus brazos a las dos criaturas, y oró, diciendo: "Te doy gracias, Señor, porque has bendecido dos veces a esta casa y a esta madre. Gracias por haberme dado la alegría de ver a estas criaturas que son seres preciosos, muy queridos por Ti, porque con el Santo Bautismo se convertirán los dos en hijos tuyos. Te doy gracias porque las has destinado a ser la consolación de Marta en su vejez". La madre lloró de alegría abrazando sobre su pecho a los dos bebés. Esa oración tanto les gustó a todos que, con el tiempo, sustituyeron las tradicionales fórmulas no cristianas. No piense, sin embargo, el lector que siempre fue tan fácil. A veces la misionera era vista como una intrusa, una extraña que terminaría destruyendo las tradiciones de la tribu. Había que crear un ambiente nuevo, pero era necesario dejar pasar tiempo. Mientras tanto, el contacto humano directo y prolongado favorecía una mayor cordialidad en las relaciones, también porque a menudo eran las mujeres quienes iban en busca de la hermana Irene a Gikondi, al ambulatorio de la Misión donde se distribuían los remedios, se medicaban las heridas, se vacunaba a niños y adultos. Ya se estaba difundiendo la convicción creciente

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de que los remedios de la Mware eran mucho más eficaces que los tradicionales.

Secretaria de los pobres Esto no era suficiente. A un cierto punto, habiendo entrado en confianza con ella, muchos padres empezaron a pedirle que les escribiera a sus parientes emigrados a Nairobi, a Kisumuo, a Mombasa en busca de trabajo. En la década entre 1920-1930, se verificó un éxodo masivo de trabajadores del interior hacia la ciudad. También los cristianos y catecúmenos de Gikondi partían en grupos de dos, tres y cuatro a la vez. Al saludarlos, la hermana Irene los ponía en guardia aconsejándoles que supieran defenderse de las malas compañías, del abuso de bebidas alcohólicas y del riesgo de las grandes ciudades. De vez en cuando, ellos escribían a sus casas para informar a los suyos sobre su nueva condición; pero muchos parientes no sabían leer ni escribir y preferían que fuera la hermana Irene quien les descifrara esas líneas (de otros confiaban menos...). Como después había que responder, seguía siendo ella, la "Mamá", la que comunicaba a los parientes lejanos las noticias que los familiares les daban. No fue poco el trabajo; antes tenía que escuchar sus historias, después sintetizarlas por escrito y luego leérselas a los interesados antes de enviar la carta. ¡Cuántas horas después de la cena pasó, la hermana Irene así, curvada sobre su mesita, para actuar como "secretaria" de esa pobre gente! Para ella, esta tarea también era una oportunidad para su apostolado. Como conocía también a los destinatarios de esa correspondencia, nunca dejaba de añadir alguna recomendación, un saludo, una exhortación a comportarse como buenos cristianos y a no olvidar las

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oraciones. A veces, si llegaba a saber que alguno se había desviado, lo regañaba y suplicaba. Una particularidad importante: de cada carta, la hermana Irene preparaba siempre el borrador, para asegurarse que las palabras fueran las correctas, que no ofendieran al interlocutor, aun cuando le ponía el dedo en la llaga. Siempre era la pedagogía del amor la que guiaba su pluma. El 7 de mayo de 1929, por ejemplo, partió una carta firmada por Lucy Wambui, una mamá cristiana que tenía a su hijo lejos. Vale la pena gustarla en toda su frescura y calidez humana:"Andrea, hijo mío amadísimo, alabado sea Jesucristo! Recibí tu carta; no tuve tiempo para responderte antes, porque por desgracia, sigo con las habituales tribulaciones. Ahora estoy enferma y deseo que tú ores a Dios por mí lo más que puedas. Si luego pudieras enviarme lo que me dijiste, yo realmente lo necesito". Hasta aquí las noticias. Pero más adelante se advierte la mano de la hermana Irene: "Querido hijo mío, persevera en nuestra santa religión; difúndela ya sea con la buena conducta como con las palabras. Me dijeron que estás trabajando como picapedrero y estoy contenta. Ofrece tu fatiga a Dios con fervor cada día, de modo que no seas sólo un buscador de dinero. En este mes de Mayo reza con frecuencia el Rosario y esfuérzate en no cometer ni el más leve pecado. Permanece en el Corazón de Jesús donde yo te dejo. Yo, Lucy Wambui, tu madre en el Señor" A sus exalumnos la hermana les escribía directamente, esperando con ansia sus respuestas; sabía por experiencia que si se interrumpía la correspondencia, el interlocutor lejano estaba perdido. Sus cartas a veces eran solo unas pocas líneas, pero siempre eficaces. ¿Alberto había tardado en enviar sus noticias después de su partida? Ella lo seguía con expresiones preocupadas, pero afectuosas, "Si supieras -le escribe- cómo te han buscado

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tus seres queridos, cuánto han rezado al Señor y cómo están de afligidos todavía. Ten cuidado de no volver a hacerlo otra vez; escribe a menudo e infunde ánimo a tus sus familiares. Sé sabio, piensa en tu alma, porque no sabemos en qué momento Dios nos llamará. Mi querido Alberto, compórtate bien. Trata de contentar a tu padre y así alegrarás el Corazón de Dios". Inmediatamente después de las preguntas esenciales, la hermana Irene introducía un pensamiento sobre la fe. A Mothoni que llegó a Nairobi, le recuerda lo que le había repetido muchas veces: "Muchos van a Nairobi, giran de aquí para allá y no pueden encontrar trabajo. ¿Qué están buscando? ¿Dónde duermen? Mira al Cielo y recuerda que solo allá tendrás el premio o el castigo según tus obras... ". Se le informa que tal persona, se está perdiendo a causa de las malas compañías y de la obsesión por el dinero: "He oído decir, -le escribe- pero tal vez se trata de una calumnia, que estás perdiendo tu alma y que pones en riesgo también la de tus hijos [...]. Quiero que vuelvas antes de que sea demasiado tarde, antes de que pierdas todas las gracias de las que Dios te ha colmado. Tú buscas la fortuna y pones en peligro las almas de tus seres queridos. La alabanza y la gloria que nos pueden venir de los hombres no sirven para nada aquí en la tierra, y mucho menos para el cielo. Sólo las buenas obras son nuestra gloria y nuestro gozo". Un maestro de catecismo había dejado de asistir a la iglesia. La hermana le dice: "Estos tus malos ejemplos no están bien. Te ruego que te detengas. Recuerda que tú eres un maestro. Tus muchachos te están observando. Cuando después tu debas darles algún consejo, no te escucharán más porque sabrán que tú también haces lo mismo, y

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perderán la fe". Le aconseja que ore a la Virgen asegurándole que también ella lo hará. ¿Hay algún otro que aún trabajando con empeño encuentra dificultades? Ella lo exhorta a no ceder, y añade: "Ahora no pruebas el gusto en el trabajo, pero persevera y disfrutarás más tarde. Recuerda que la semilla de la Palabra de Dios nunca se pierde. Ruega por mí... ". La hermana Laura Paita, en su libro presenta a la hermana Irene también como un modelo de "asistente social". -Verdaderamente en su tiempo no se hablaba todavía del servicio social como una profesión reconocida oficialmente. El trabajo realizado por la hermana Irene estaba en función de su apostolado misionero específico, y precisamente por esto adquiría un realce mayor aún. Pasaba entre la gente como una portadora de esperanza. A quienes se encontraban en la necesidad o en el sufrimiento, ella les abría un mundo de bellezas desconocidas, les hacía entrever las alegrías de una nueva vida, la posibilidad de una elevación material y moral, de un futuro diferente. En esto le era de gran ayuda la fe: ancianos abandonados cuando la enfermedad no daba tregua; jóvenes que sentían cercana la muerte y tenían la desesperación en sus ojos; madres a quienes las tradiciones ancestrales y el círculo de los parientes las obligaba a deshacerse de los recién nacidos porque venían con alguna discapacidad, o uno de los dos era gemelo. Todos, teniéndola a ella cerca, encontraban una razón de esperanza. Las visitas domiciliarias en las aldeas eran un medio cansador, pero muy valioso para comprender el ambiente e identificar las necesidades. Sólo hablando con la gente cara a cara, la hermana Irene podía hacer conocer los servicios ofrecidos por la Misión: la escuela, el dispensario, un centro profesional, la instrucción religiosa.

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Quién la conocía intuía de inmediato el sentido de su donación total al prójimo; es lo que la hacía resistente a las fatigas más duras, a las oposiciones más tenaces, y siempre todavía era capaz de sonreír y esperar. Ninguna circunstancia atenuante la hacía evadir de sus empeños. No rechazó jamás a nadie, convencida de que todas las personas merecen respeto, incluso el escolar presuntuoso, la enfermera indolente, los cocineros ladrones o perezosos, las niñas más o menos atrevidas; sabía "caminar con ellos", intuyendo las razones de sus debilidades, siempre tendiente a valorizar los aspectos positivos y a darles confianza. Escondidos en sus defectos, ella siempre veía un alma que salvar.

A regañadientes Superiora En 1922, la hermana Irene fue nombrada "asistente", es decir, superiora de la comunidad. El término no debe inducir a error; para dirigir la Misión estaba el padre Gillio, de quien las hermanas dependían singularmente en el ejercicio de sus funciones específicas, ya veces incluso en asuntos privados y personales. El único servicio que le pesaba a la hermana Irene era el de la autoridad, por su humildad y su delicadeza de conciencia. Justamente eso de considerarse como "la última de todos" a veces podía ser interpretado como incertidumbre que, según el padre Gillio, "le daba posibilidad a las más audaces de tomar la primacía." En otras palabras, según el parecer algunas hermanas, no tenía pulso. Además carecía de capacidad de organización. Apretada como estaba por miles de empeños y queriendo cumplir con todos, le ocurría que no siempre llegaba puntual a las prácticas de piedad o a la mesa. En realidad, si se le presentaba una emergencia, ella no sabía decir que no

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y tal vez se olvidaba de dejar las llaves del depósito del agua potable u otra distracción, siendo luego reprendida. De cualquier modo, siempre se comportó con gran caridad con las hermanas. La hermana De Maria ha afirmado: "Siempre me hablaba con veneración de las hermanas que tenía con ella y a todas las encontraba buenas. Manifestaba que recibía mucho bien y continuo buen ejemplo de ellas. Con todas siempre estaba dispuesta a humillarse, a pedir perdón, aun cuando no tuviera ninguna razón para hacerlo". Y la hermana Agatha Baroni, que estuvo con ella tres años en Gikondi, ha declarado: "Corregía a las otras hermanas con gran respeto cuando se equivocaban, especialmente cuando veía que murmuraban contra otras hermanas u otras personas." Y si tenía que corregir, lo hacía "con buenos modales -dijo la hermana Gabriella Margarino- antes alababa a la persona por alguna cosa buena y después decía el error en el momento apropiado; no se podía dudar de que corregía por amor [...]. Tenía caridad con todos, empezando por más cercanos que éramos nosotras; estaba siempre dispuesta, siempre atenta a prestar servicios, sin querer ser observada, mejor, aún, sin ser vista". Juicio sintético, pero extraordinariamente expresivo de la hermana Cornelia Grassi: "Trataba a todos como si viese en cada persona a Nuestro Señor". Algo que la hermana Irene no podía soportar: que se hablara a espaldas de alguien. La hna. Verónica Puricelli confirmó una opinión generalizada en Gikondi: que durante los años de servicio de la hermana Irene en esa misión, "no se murmuró jamás". Según se puede ver, es un coro unánime el que subraya la generosidad, el altruismo, la humildad y la caridad, tan extensiva a todos, que atraía la confianza. Sin embargo, la realidad de entonces no era tan idílica en la Misión. A alguna no le gustaba ese continuo acudir de la Sierva de Dios entre la gente por motivos de

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apostolado o de caridad; se lo consideraba excesivo, en detrimento de la comunidad. Se la definía como una "exagerada", un adjetivo que se repite a menudo en la vida de los santos que están constantemente tendiendo hacia la perfección, quienes sin pretenderlo, se constituyen en “modelos” para una comparación incómoda o un reproche indirecto a los otros. No faltaron algunos problemas en la vida comunitaria por la diversidad de caracteres y de sensibilidad de algunas hermanas. Una de ellas un día le hizo llegar a la hermana Irene una tarjeta con algunas insinuaciones para poner atención en reordenar el apartamento del superior; atenciones no diferentes de las que la hermana Irene tenía para con todos, siempre y sólo de acuerdo con las normas establecidas por el reglamento. Hubo un intercambio de cartas entre las dos religiosas. Y ésta fue la reacción de la Sierva de Dios, que, después de haber explicado el motivo por el que se iba a menudo a airear la terraza del superior que no se sentía muy bien y sufría de mareos, añadió: "Amadísima hermana, yo siento que debo agradecerle mucho su bondad al ayudarme con su escrito para recordar lo que nos fue inculcado en la Casa Madre: cuando el deber nos lleva a tratar con los RR.PP. (Reverendos Padres) recordar que somos como un brasero ardiendo o que se está como sobre añicos de vidrio cortantes... Querida hermana, si llega a ver en mí algo más que no esté bien, le ruego el favor de utilizar conmigo esta grande caridad de advertirme inmediatamente. ¿Acaso no es esto lo que nos inculcó tanto nuestro Veneradísimo Padre Fundador: la corrección fraterna? ¡Son verdaderos beneficios incomparables! Ánimo, pues, mi querida: recemos mucho una por la otra para que el buen Jesús nos ayude a esperar con perseverancia nuestra santificación, que es la garantía de la salvación de tantas almas, que esperan

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precisamente de nosotras la ayuda eficaz para su salvación. En Jesús y María. Afectuosísimamente hermana Irene". Hay que decir que, años más tarde, esta hermana dejó testimonios conmovedores de la santidad de la hermana Irene. No fueron, sin embargo, sólo éstas las amarguras de esos años. Otras circunstancias pusieron a dura prueba la humildad de la Sierva de Dios, pero no lograron quitarle la serenidad que emanaba de su rostro.

Dos motivos de alegría Afortunadamente no le faltaron, motivos de alegría: el 29 de enero de 1924 la hermana Irene hizo su profesión perpetua, que tanto deseaba. Le dio la noticia a su papá con esta carta en la que le decía entre otras cosas: "No puedo callar la inmensa gracia que el buen Dios me dio. Tuve la ventura de hacer los Santos Votos Perpetuos. Fui llamada por mis Venerables Superiores para ir al Vicariato de Kenya y después de unos diez días de SS. Ejercicios Espirituales, pronuncié en presencia de ellos este solemne juramento, ante el Santísimo Sacramento expuesto. Me es imposible expresar la viva consolación y perfecta felicidad por esta gracia tan sublime, que se me fue concedida por pura misericordia de Dios. En ese momento solemne, le supliqué al Divino Esposo que ante todo los bendiga copiosamente a ustedes, querido papá, y que te conceda todo lo que deseas. Que a mí me ayude a ser una perfecta Misionera y que también todas tus hijas, mis queridas Hermanas, se ocupen cotidianamente y con verdadero amor de progresar y santificarse cada una en el estado en el que son llamadas. Le prometí incluso que en este mi deber de escribirles a ustedes más a menudo, seré más diligente. Desde luego no he olvidado a la querida mama; no vi ni siquiera una sola palabra escrita por ella excepto en el

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día memorable de su peregrinación a Caravaggio. ¿Cómo está, se encuentra bien? Salúdenmela de una manera particular. Por favor entrégale a Ester y Marieta la carta que les incluyo aquí. ¿Cómo pasaste este invierno? ¿De nuevo con los dolores? Espero que se encuentren realmente bien como le pido a Dios de corazón. Amadísimo papá, recibe también infinitos agradecimientos de parte de los Rev. Misioneros por la ayuda económica tan oportuna que me enviaron, el buen Dios los recompensará con abundancia, sean siempre compasivos con estos pobres tan necesitados de todo, inculcándoles también a otros de allí esta gran caridad de enviar algunas ayudas. Te deseo Padre amadísimo, mis más sinceros augurios de abundantes bendiciones y saludos filiales muy cariñosos. En el Sagrado Corazón de Jesús, tu siempre aficionadísima hija. Hermana Irene M. C ". La otra buena noticia fue que el 30 de septiembre del mismo en 1924, también la hermana menor de la hermana Irene, Antonieta, entraba entre las Misioneras de la Consolata asumiendo con la toma del hábito, el nombre de Hermana Teófila. También a ella, la Sierva de Dios le escribió el 10 de octubre 1925 una larga carta, pero tratándola de usted, como lo requería, entonces el reglamento del Instituto. "Estoy sumamente contenta, -le dice entre otras cosas- por la noticia consoladora de que también Usted tuvo la gran ventura de hacer la Toma de hábito. ¡Qué bondadoso es nuestro Esposo Divino con nosotras! Incluso le fue elegido un nombre envidiable por su gran significado, y es de esperar que ayudada por el buen Dios, pueda llevarlo dignamente. Me siento aún más animada a orar, para que lluevan sobre usted toda clase de bendiciones! [...] ¡Cuánta tranquilidad y alegría disfrutamos nosotras hermanas aquí, aún en medio de múltiples ocupaciones de la Misión, cuando se busca cumplir cada

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uno de nuestros deberes como es nuestra intención!" Luego, como se acerca la época de Navidad, añade: "Pidamos mucho al Divino Niño que nos ayude eficazmente en el trabajo continuo que debemos hacer sobre nosotras mismas, para adquirir las preciosas virtudes de la obediencia y la humildad, de las cuales nos da ejemplos luminosísimos en el Pesebre. Y decir que si realmente queremos avanzar en la perfección, su poderosa ayuda, no nos faltará jamás. Ánimo, entonces, crezcamos siempre más en la buena voluntad, en la generosidad y estemos alegres. ¿No somos acaso hijas de la SS. Consolata? Y además, tampoco el demonio puede hacer nada en las almas alegres". Más adelante se extiende contando que un domingo ha bautizado a una mujer moribunda, dándole el nombre de Teófila, y concluye: "Oh, mi querida, vea la exquisita caridad de los Superiores; le han asegurado un nuevo Ángel protector desde el cielo, que ciertamente la ayudará intercediendo ante el buen Dios para avanzar en el camino de la perfección". A través de estas cartas se trasluce, como siempre, la gran alegría de su elección de vida, a pesar de los sacrificios que ésta implicaba. La hermana Irene se sentía plenamente realizada en su vocación de misionera y estaba feliz de que su hermana la hubiese seguido en el mismo camino.

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Capítulo XII Terremoto en el Instituto El 16 de febrero de 1926 José Allamano moría santamente en Turín, en el Santuario de la Consolata. La dirección y el gobierno de los dos Institutos quedaron a cargo de Monseñor Perlo, quien ya en 1922 en ocasión del primer Capítulo General, fue elegido vice superior general con derecho a sucesión.

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Para evitar cualquier duda, se debe reconocer que representaba una gran figura de misionero, con indiscutibles méritos en el desarrollo del Instituto. Él acariciaba desde hacía tiempo la idea de integrar los dos institutos masculino y femenino- bajo un mismo superior general legítimo, con plenos poderes. Su principal preocupación era la de proporcionar personal idóneo y abundante, para la vida de la Misión. Sin embargo, con el tiempo este dinamismo causó la impresión de un alejamiento de las intenciones y de los métodos del fundador, en deterioro de algunas de las prioridades esenciales para el Instituto, tales como la formación, la santidad, el "bien hecho bien y sin ruido". En fin, se corría el riesgo de apuntar más a la cantidad que a la calidad de los miembros del Instituto. Y había más. En la comunidad de las hermanas se fue creando una cierta desazón que puso en crisis las conciencias formadas en un firme espíritu de obediencia a los superiores. Surgieron dudas y divergencias entre las que seguían convencidas la línea de Monseñor Perlo y otras que hubieran deseado una mayor autonomía de gestión, un mínimo de libertad. Fue inevitable una confrontación entre dos líneas diferentes. El malestar fue advertido especialmente por los misioneros que trabajaban en el campo de misión, algunos de los cuales lo señalaron a la Santa Sede, pidiendo la intervención directa para resolver la cuestión. El prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, el cardenal Van Rossum, nombró de inmediato a dos visitadores apostólicos: para Italia, monseñor Luca Hermenegildo Pasetto, un capuchino que, después de haber sido nombrado predicador apostólico, fue consagrado obispo con la tarea de visitar a las instituciones religiosas, universidades pontificias, seminarios, curias y diócesis en Italia y en el exterior. Para África, fue elegido monseñor. Arthur Hinsley,

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futuro Arzobispo de Westminster y cardenal. Dos personajes prominentes, que indagaron a fondo y luego informaron a Roma. Mons. Hinsleypor un lado, expresó su viva satisfacción por el gran trabajo realizado por los misioneros y por los frutos reconfortantes que se obtuvieron; sin embargo, no podía dejar de destacar la excesiva dependencia de las hermanas a la autoridad de Mons. Perlo, que era contraria al espíritu del fundador, quien siempre había querido que las misioneras disfrutaran de "la santa libertad que les corresponde”. Por otra parte, ya en una carta del 30 de mayo de 1920, el padre Camisassa había escrito a la Madre Margarita De Maria, comentando una carta del fundador: "Es la intención del Padre que ustedes, Consolatinas sean una comunidad distinta e independiente de los Misioneros'. En su informe, mons. Hinsley concluía: "de acuerdo con los criterios y la decisión del Visitador Apostólico, las hermanas tienen que tener su propio dinero, administrado de acuerdo con sus propias Constituciones. Además, cada hermana en las Misiones debe tener su propio alimento y ropa, sin ninguna dependencia de los Padres allí destinados". No fue muy diferente, aunque con tonos más ásperos, la relación enviada a Roma por Monseñor Pasetto después de haber visitado la Casa Madre de las Hermanas en Turín, su noviciado en Sanfré (Cuneo) y otras casas. "Es Mons. Perlo -se lee- quien nombra las Superioras de las diversas casas y estaciones, es él quien elige a las hermanas que deben ser enviadas a una misión, es él quien detiene en Italia a aquellas que pueden servir mejor a sus planes [...]. Las hermanas viven muy dependientes del Instituto de los Misioneros, sin un régimen propio, sin administración propia, sin la facultad de elegir a la Madre General, sin una

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sola casa para su uso exclusivo, y dependiendo en todo y para todo de Mons. Perlo". El tono de las conclusiones fue muy duro; Mons. Perlo ciertamente era muy centralizador, pero también había hecho mucho por el Instituto, tanto es así que en el Capítulo General había sido indicado como el sucesor del padre Allamano. En Propaganda Fide, por extraño que parezca, no se consideró la necesidad de escuchar también sus fundamentos. Con un decreto del 2 de enero de 1929 que estalló como un rayo a cielo sereno, el Dicasterio del Vaticano para las misiones, suspendió a Mons. Perlo de su cargo junto con sus consejeros, el secretario, el tesorero y el procurador del Instituto transfiriendo el gobierno directamente a manos de Monseñor Pasetto. En cuanto a las misioneras, se nombró como superiora General "pro tempore" a Madre Felicita Fauda, Hija de María Auxiliadora, bajo la dependencia directa del visitador y ayudada por dos hermanas. Mons Perlo, cuya buena fe estaba fuera de toda discusión, a pesar del golpe recibido, demostró ser un digno hijo de la Iglesia. En noviembre de 1930, siempre por invitación del cardenal Van Rossum dejó el Instituto y se retiró a Roma con su hermano Mons. Gabriel, también obispo. Soportó en silencio, con gran dignidad, sin polemizar, esta prueba de excepcional dureza, dando un ejemplo de fe y obediencia, y sobre todo, sin dejar de ayudar a las misiones. Hacia el final de su vida, tuvo el consuelo de verse reintegrado en el Instituto. Murió en Roma el 4 de noviembre de 1948. Las medidas adoptadas por Roma crearon desconcierto en la periferia. Era difícil comprender la radicalidad de semejante intervención, ya que las visitas no habían detectado ninguna relajación en la disciplina religiosa por parte de los misioneros y misioneras. Por el

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contrario, la actividad de evangelización desarrollada podía incluso ser destacada por la generosidad y la calidad de desempeño en todas las áreas (la hermana Irene era el mejor ejemplo). Los problemas eran principalmente de carácter organizativo y económico. La intervención causó desconcierto sobre todo en la rama masculina del Instituto, también por el carácter particularmente duro del visitador Mons. Pasetto. Las hermanas en cambio encontraron en madre Fauda una guía inteligente Explicó el sentido de su presencia entre ellas; no dio demasiada importancia a lo acaecido, considerándolo como un paso necesario para dar a la congregación una organización estable. Con sus frecuentes cartas circulares y también a través de la correspondencia privada, alentó y sostuvo a las misioneras, que fueron escuchadas por ella personalmente, una por una, en las diversas casas del instituto.

Hermana Irene: la vida es bella... En Gikondi, los eventos que habían sacudido a las autoridades de la congregación no tuvieron repercusiones de relieve. Las hermanas continuaron su obra de evangelización y de promoción humana, fieles al carisma del fundador. La llegada de Mons. Hinsley al vicariato de Nyeri fue considerada como un gesto de estima hacia la Misión. Sin embargo el prelado nunca pudo llegar a Gikondi porque la noche anterior a su visita una lluvia torrencial inundó toda la región, haciendo imposible cualquier desplazamiento. Fueron los misioneros y misioneras quienes se desplazaron algunos días más tarde, a Fort Hall, después de una larga marcha por senderos fangosos. Allí la hermana Irene permaneció casi una semana en espera del visitador. Éste, bloqueado por las

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lluvias, tardó en llegar entre los matorrales de Meru. Ella aprovechó la oportunidad para escribir a los suyos diciéndoles que "estaba de vacaciones". Mons. Hinsley recomendó potenciar al máximo la escuela y ella se alegró. Ese año enseñaba en tercer y cuarto grados de la escuela elemental, donde sin embargo, el ambiente había cambiado; alguien estaba sembrando cizaña y descontento, insinuando que la hermana no estaba a la altura de las expectativas. Un maestro recién llegado se presentaba en la clase con traje y corbata y hablando en inglés; inspiraba temor, contrariamente a la hermana, que era toda humildad y hasta evitaba ser llamada "maestra". La crítica encubierta aumentaba contra ella, pero se guardaba la pena en el corazón, mostrándose siempre sonriente. Hubiera podido reaccionar expulsando a alguno de la clase, pero se contenía pensando que algún alma se perdería. Mejor callarse e intensificar la preparación de las lecciones y el estudio; para esto pedía ayuda a sus hermanas. Tiempo después cuando faltó el maestro de las dos primeras clases elementales, el padre Gillio decidió asignar estos alumnos a la Hermana Irene, llamando al vicepárroco, el Padre Sestero para reemplazarla en tercero y cuarto. El p. Sestero era un tipo extremamente brillante; lograba entusiasmar a los jóvenes porque sabía tocar el acordeón y jugar al fútbol. Aquellos que murmuraban volvieron a asistir a las lecciones, atraídos por la novedad del personaje. El cambio duró poco porque el padre Sestero fue llamado para cumplir otras tareas; la hermana Irene volvió de nuevo con los grandes. Ellos la recibieron mal, haciéndole entender que querían al maestro de las dos primeras clases, según ellos más preparado. El padre Gillio intervino con una conferencia solemne, defendiendo a la hermana Irene.

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Ellos volvieron al ataque nada menos que ante el Vicario Apostólico Mons. Perrachon Joseph, que llegó a Gikondi para las Confirmaciones. Después de la ceremonia, estaba programada una reunión del Consejo parroquial para discutir varios temas del orden del día, entre ellos la situación de la escuela. En un determinado momento un grupo de jóvenes se puso de pie y acusó públicamente a la hermana Irene por falta de preparación y por incapacidad, diciendo que no sabía dibujar ni hacer gimnasia, que conocía poco el Inglés, y así sucesivamente. Admitieron que era un ángel de bondad, pero la consideraban más adecuada para los pequeños. La hermana recibió la humillación sin parpadear frente al estupefacto vicario. Aquí, él cortó la discusión dejando que los hechos hablaran por sí mismos: las clases de la hermana Irene -dijo entre otras cosas- dieron resultados brillantes en los exámenes; si alguno había sido aplazado, como ocurre en todas partes, la culpa no era ciertamente de la maestra. El episodio tuvo sus secuelas. El padre Gillio exhortó a la hermana a ocuparse totalmente de la escuela, disminuyendo las visitas a las villas, y el cuidado de los enfermos. Ella, en su humildad, se sintió tentada a dar la razón a esos muchachos. Por ello habló con la superiora regional, la hermana Ferdinanda Gatti, pidiéndole ser destinada a otras tareas. Por el contrario, se le ordenó continuar y ella como siempre obedeció. Con sus alumnos, ni siquiera habló del incidente; siguió tratándolos como antes, sin culpar ni castigar a nadie; dio la única respuesta que saben dar los Santos. Solamente admitió, al hablar con una hermana, que la escuela estaba convirtiéndose en "su cruz". Por lo demás, su vida era la de siempre; nadie parecía darse cuenta de su drama interior, porque ella lo vivía a la luz de la fe sufriendo en silencio. A los sacrificios

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ya estaba acostumbrada desde pequeña y nada de la Misión le pesaba. Comía cualquier cosa que le pasaban desde la cocina; tal vez hacía un bis con la sopa, para darle el segundo plato a sus hermanas más jóvenes; fuera de las comidas nunca bebía, ni siquiera cuando el sol estaba alto y se acentuaba la sed; al sueño le dedicaba unas pocas horas. Como la superiora le insistía en descansar un poco por la tarde, se "adormecía” durante unos minutos sentada en una silla; algunas veces ofreció también su propia cama a las hermanas que estaban de paso, durmiendo ella sobre una estera o sobre una tabla. Si una hermana sufría el frío (en esa zona, la diferencia de temperatura entre el día y la noche a veces es muy notoria), ella le regalaba su bufanda de lana. En cada ocasión, si no había lugares libres, cedía voluntariamente el suyo a otro. Además, bastaba ver cómo estaba vestida: siempre limpia, pero con el vestido gastado, todo remendado, casi tenía vergüenza de pedir uno de repuesto. Si una hermana le dejaba en el cuarto su ropa limpia y planchada, le agradecía diciendo: "He hecho un voto de pobreza, los pobres no tienen servidores que les ayuden; cuando vuelven a casa del trabajo, deben pensar en todo, aún si están cansados". La pobreza, en la Misión, se podía tocar con la mano. La casita donde vivían las hermanas era de madera, con piso de tierra apisonada. La hermana Irene dormía en una camita que tenía como colchón una bolsa llena de hojas de maíz. En el techo de la sala los murciélagos y ratones eran los amos, perturbando el sueño. El dormitorio, con una ventana que daba al patio interno, tenía como muebles una mesita, un pequeño armario, dos sillas de madera, las imágenes del Sagrado Corazón y de Nuestra Señora de la Consolata, además de un retrato del fundador. Sin embargo, en ese contexto la hermana Irene vivió sin problemas; aún más, se preocupaba por ganarse el pan -como si no hiciese

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nada- con el trabajo manual, como hacen los pobres. "A menudo -decía la hermana Ferdinanda Gatti, su superiora regional- en la cosecha del café, durante la tarde, en lugar de ir a dormir, como tenía una habitación aparte porque el dormitorio común era muy restringido, se llevaba cerca de la cama un balde lleno de granos de café que descarnaba y limpiaba de noche trabajando muy despacio para evitar molestar a las hermanas. Tan convencida estaba de no hacer nada, que con ese trabajo pensaba haber cumplido mejor la jornada y así no comer el pan sin ganarlo". El desapego de sí misma, de los bienes, de los afectos, la impulsaría directamente a pedir el permiso de ofrecer su vida al Señor. Al obtenerlo, la hermana Ferdinanda diría que su rostro brillaba con una "felicidad inusual". Cada tanto, la hermana Irene enviaba a Anfo noticias de su trabajo, por lo general lleno de su “leitmotiv:” la felicidad. El 8 de junio de 1930 escribió así a los padres: "Mis queridos y amados papá y mamá, aquí llego nuevamente a ustedes, oh queridos padres, porque la distancia material que nos separa no hace más que reavivar su recuerdo, que llevo tallado en mi corazón. ¡Si me fuese dada la posibilidad de hacerles participar un poco "de la suma felicidad que me da la bella vida de la Misión! Lamentablemente no me es posible. Pero gozo sin embargo, al pensar que ustedes, tendrán indudablemente una recompensa generosa porque cooperan con tanta fuerza en la obra del Apóstol. El buen Dios sabe con cuánta generosidad nos facilitaron el logro de nuestra vocación religiosa, y "más aún ahora ayudan a nuestra querida gente con otras contribuciones económicas”. Sigue una mención velada de las dificultades que encuentra, pero sin referencias explícitas ni al cambio de gobierno en los vértices del Instituto ni a las humillaciones

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que la han afectado, "Oh todo, todo –escribe- les será retribuido por el Señor Dios con medida desbordante. Pero ya lo saben mejor que yo, y yo misma lo constaté cuando estaba todavía con ustedes, que Dios Omnipotente, en sus inescrutables designios, muestra preferencias a sus hijos más amados, visitándolos con tribulaciones y cruces. El buen Jesús nos enseñó con el ejemplo ser éste el camino real para llegar con él, a las alegrías eternas. A veces nos deja sentir nuestra debilidad, pero no olvidemos entonces que el poder y la misericordia de Dios son infinitos; recurramos con confianza a su bondad paterna. Ánimo entonces, queridos míos. Recordemos que estamos en este breve y mísero exilio para ganarnos la Patria Bienaventurada con la continua buena voluntad en el desempeño fiel de nuestros deberes. La dulcísima Madre Nuestra Consolata nos proteja en todo momento con su validísimo patrocinio. Aquí, en la Misión, ¡qué poderosamente nos ayuda y consuela! Recurramos entonces a menudo a ésta, nuestra potente Mediadora, y siempre seremos fortalecidos y consolados". Tribulaciones... cruces... nuestra debilidad... desempeño fiel de nuestros deberes... fortalecidos y consolados: en estas palabras está todo dicho, como en un código, que nadie entonces hubiera podido interpretar. La carta continúa después con tonos de gran serenidad. La hermana Irene se dirige en primer lugar a su padre: "Querido papá, ¿cómo estás? ¿Cómo decirte ahora de esta bella vida de Misión que me hace correr el tiempo a vertiginosa velocidad? Estoy siempre rodeada por tantos rostros negros de una elocuencia inexplicable. Mis chicos, puede decirse, son el telégrafo inalámbrico. No hay noticias que ignoren, que no propaguen. ¡Su deseo entonces es tener también las de Europa! A menudo me preguntan cómo es que no vuelvo a visitar a mis parientes y cómo es que ellos

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no vienen aquí para verme. Me dicen: si vinieran ellos, nosotros iríamos a visitarlos a menudo, nunca los dejaríamos solos; los tendríamos alegres y cultivaríamos un campo de maíz sólo para ellos. No llevaríamos lejos a todas nuestras vacas para que tengan la leche; les conseguiríamos también los huevos. Escríbeles y diles que vengan, que deseamos mucho conocerlos. Los aman y oran por ustedes... Bauticé imponiendo varias veces los queridos nombres de ustedes oh mis queridos padres. Siento no tener el tiempo suficiente para hablarles más ahora. Todas mis venerables y amadas hermanas les envían sus saludos asegurándoles también sus oraciones. Reciban mis sinceros y filiales saludos mis queridos, dejémonos bajo la protección maternal de la Sma. Consolata que nos bendiga y conforte en cada momento de nuestra vida. Su inolvidable y cariñosa hija hermana Irene M.C” Sin saberlo, la Sierva de Dios había escrito la última carta a su familia. Durante el verano, después de las decisiones de Roma, Mons. Perrachon tuvo que regresar a Italia, como así también el padre Gillio. Este último, como superior regional de la Misión, preparó un informe detallado sobre el estado disciplinar y organizativo: unas cuarenta páginas de doble ancho, de las cuales la Hermana Irene con su clara escritura hizo tres copias, trabajando sin descanso durante varias noches. En el lugar del padre Gillio fue enviado a Gikondi el padre Carlos Andrione. Para decir adiós al superior, se organizó una fiesta, donde lógicamente prevaleció la incertidumbre y la melancolía. El padre Gillio bendijo conmovido a la hermana Irene, quien había trabajado a su lado durante casi una década. Él había entendido todo sobre ella, aun conociendo sus debilidades y limitaciones; tanto es así que, ante el pedido de una misionera sobre noticias de la

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hermana Irene, él le respondió con una frase profética: "Ella no sólo corre, sino que vuela en el camino de la perfección". Con el nuevo cambio de guardia en la comunidad de los misioneros se filtraron otras noticias acerca de la sustitución de Mons. Perlo y del gobierno central. Eran inevitables los comentarios. La Hermana Irene nunca se puso del lado de ninguna de las dos partes, pensando sólo en obedecer a los superiores que les asignaran. También esta vez la suya era una opción de fe. Su obediencia ciega y radical, ha sido unánimemente confirmada. El Allamano, en la formación religiosa de sus misioneros y misioneras, les había inculcado la práctica de la obediencia "pronta, cordial y universal" como una virtud fundamental para un instituto misionero. "Obedecer siempre” -solía decir- “Recuerden que no es el mucho hacer sino el hacer con obediencia lo que es querido por Nuestro Señor [...]. ¡Ay de quien se pone a razonar sobre la obediencia! No se atrae las gracias. Si hay obediencia hay todo". Y la hermana Irene anotaba en sus apuntes espirituales: "Cuanto más te dejes manejar libremente por la obediencia, en esa medida te conviertes en un instrumento más hábil para hacer grandes cosas para Dios".

Permítanme ofrecer...» Aquellos que la conocieron, dijeron unánimes, usando una imagen muy eficaz, que "cuando se trataba de obedecer, volaba". Esto lo confirma con autoridad la hermana Ferdinanda Gatti: "Obedecer bien fue el programa de toda su vida [...]. Su obediencia fue extraordinaria [...]. La hermana Irene tenía el culto de los superiores. No hacía distinción ni de personas, ni de inteligencia, ni de habilidad. En los superiores veía a Dios y basta. Su obediencia era

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perfecta en todos los sentidos [...]. ¿El Superior había hablado? No había más duda, no existían más dificultades, lo dicho debía cumplirse. Y no era una obediencia forzada, sino alegre, rápida, amable, ciega". No es de extrañar entonces, que hubiera aceptado sin discutir también la repentina partida de Monseñor Perrachon y del P. Gillio, así como lo había hecho en ocasión de los cambios repentinos de una clase a otra en la escuela. Solamente una vez le manifestó a la superiora regional su sufrimiento por los acontecimientos del Instituto y por las medidas adoptadas por Roma. En particular, le había impresionado la llamada repentina del vicario apostólico. No sabiendo qué más podía hacer para ayudar a mejorar la situación, se sintió impulsada a ofrecer al Señor “su pobre e inútil vida".Se podría pensar que estas palabras, “ofrecer la vida”, fueran como una expresión habitual en la espiritualidad religiosa. En el fondo, el cristiano rezando cada día, ofrece a Dios la propia jornada. Sin embargo la hermana Irene, con su vocación misionera y trabajando a tiempo completo para la evangelización, concretamente ya había ofrecido la propia existencia al Señor. En este caso su solicitud es específica y estamos agradecidos a la hermana Ferdinanda Gatti que nos ha explicado el origen. En septiembre de 1930, la hermana Irene hizo los ejercicios espirituales en Nyeri, concentrándose especialmente en la oración. Como siempre, se prestó para los servicios más humildes en el comedor, en la cocina, en la iglesia. Tenía una intención muy especial para rezar: la situación crítica del Instituto y de las misiones. Como solía hacer en estas ocasiones, anotó en sus apuntes los puntos de la meditación que más la habían incentivado. Se referían al pecado que crucifica a Jesús. ("Mejor mil muertes que un solo pecado."); la muerte ("hacer cada acción a la luz de la vela encendida por la agonía, y hacerla tan bien como

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quisiera que fuera hecha la última"); el Juicio Final ("me lo hará Jesús mismo"); el infierno ("no ver más a Dios por toda la eternidad"). Luego leemos algunos slogan típicos de la ascética de todos los tiempos, valiosos también para los cristianos de hoy: - Olvidar todo... vaciarnos de nosotros mismos. - Tibieza, la verdadera muerte del alma. - Meditación, alma del alma. - El amor: aquello que nunca se sacia del sacrificio. - Misionero = Apóstol, Virgen Mártir. - Humildad: quien se considerara superior o se estimase más que cualquier otro, aunque fuera uno solo, sería un gran soberbio - Precisión en los ejercicios de piedad: hacerlos a todos, todos, todos... - El tiempo vale cuanto las Almas... - Cualificarme en todo lo que puede servir para el apostolado, sobre todo para la escuela. Perfeccionarme lo más que pueda. ... En estas pocas líneas se refleja la imagen de la hermana Irene como nos fue descrita por quienes la conocieron. Impresiona la frase “sobre todo para la escuela” que también se encuentra en la lista de propósitos presentados por ella a la superiora, al final de los ejercicios. Llevan la fecha del 20 de septiembre de 1930. Aquí están: 1 Amar las prácticas de piedad con amor intenso, y esforzarme por hacerlas con atención, unida al buen Dios. 2 Recibir cualquier acontecimiento, incluso el más doloroso, de las manos del buen Dios. Soportarlo con generosidad, alegría, y muchas veces en el día examinarme: ¿Qué unión tengo con Dios? Tratar de unirme a él frecuentemente, cada día.

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3 Gran caridad y sobre todo mucha compasión, mucha compasión. Dulzura, dulzura, afabilidad grande, mucha paciencia. 4 Prepararme bien para la escuela. Es el medio más importante, el único, para la evangelización. El instituto y la Misión atravesaban un momento delicado, difícil; estaba en juego el futuro de una obra importante para la Iglesia, aunque el punto crítico podría decirse que estaba superado ya que el 15 de mayo de 1930, con decreto de la Congregación de Propaganda Fide, el Instituto de las Hermanas Misioneras de la Consolata fue erigido canónicamente en congregación de derecho pontificio Al día siguiente, eran aprobadas las nuevas Constituciones. Posteriormente, en octubre, serían designadas las primeras consejeras generales de Madre Fauda, primer paso hacia la sistematización definitiva del Instituto. El 7 de octubre, llegó a Gikondi la hermana Ferdinanda para entregar a las hermanas las nuevas Constituciones. La hermana Irene comentó: "Con tantas gracias que el Señor nos da, ¡ay de nosotras si no nos hacemos santas!".La superiora, después de haber entregado personalmente los libretos a todas las hermanas de la región, regresó a Gikondi a los ocho días. A la mañana siguiente, el cielo amenazaba lluvia y el camino hacia Nyeri no habría sido fácil (entonces las distancias se cubrían a pie). La hermana Irene, sorprendentemente, se ofreció para acompañar a la superiora en un tramo. Generalmente, dejaba este privilegio a las otras hermanas, pero esta vez tenía algo importante que decirle a la hermana Ferdinanda, que así contó el diálogo con la hermana. "En un momento dado, su rostro se inflamó y con humildad convincente exclamó: "Ve cómo soy inútil, yo no hago nada, más bien soy sólo capaz de echar a perder las cosas. Las hermanas, sí

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lo hacen bien, en cambio yo me enredo". Se refería especialmente a los ataques hechos contra ella por los jóvenes-y en parte compartidos por el mismo padre Gillio de acuerdo con su informe correspondiente al segundo trimestre de 1929–por su modo de enseñar. Luego, la hermana Ferdinanda continuó "después de una pequeña pausa pregunta: "¿Me permite sacrificar la vida por la hermana...? Una hermana, que estaba enferma, cuánto bien podría hacer si se sana". "No creo que sea el caso", le respondí yo... "Entonces permítame sacrificarla por esta otra hermana,.la hna..., ella también enferma, para que se sane". "No creo que sea el caso", le respondí igualmente. La hermana se quedó en silencio. Pasó un cuarto de hora, mientras la conversación giró hacia los eventos de la comunidad: el doloroso llamado [...] de nuestro Pastor S. E. Mons. Perrachon en Italia, ocurrido durante ese mes. Mientras se habla de la sumisión a la Santa Voluntad de Dios, y sobre todo cuando más cuesta ella, como inspirada me dice: "Deje, oh déjeme ofrecer mi vida por Mons...". Con Monseñor estaban comprometidos los intereses de esta Vicaría y en consecuencia los de la Comunidad. Miré a esta hermana generosa y un escalofrío recorrió mis venas; comprendí que Jesús esta vez habría aceptado la oferta. Balbuceé…" Oh, hermana Irene, yo no puedo decir que no... pero que se haga la voluntad de Dios". "¿La voluntad de Dios?" Repitió con valentía la querida hermana, "oh! Deo Gratias! Deo Gratias" (Gracias a Dios). Jesús había aceptado el ofrecimiento. Jesús había aceptado el sacrificio generoso de su sierva ... [...] Cuando llegó a casa, me dijeron las hermanas que era feliz, con una felicidad inusual ".

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Capítulo XIII Encuentro con la muerte La escuela retomó su actividad habitual y no se habían registrado importantes novedades. La Hermana Irene había intensificado su empeño, convencida en su humildad, que quienes la criticaban después de todo no estaban equivocados. Un nuevo maestro, Marcos, llevaba adelante los dos primeros grados de la escuela elemental, pero la

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hostilidad que venía arrastrando la hermana Irene no disminuía, sobre todo después de la partida del padre Gillio. . Un día antes de comenzar la lección, Marcos le dijo que mientras ella estaba de visita en una villa, había venido un nuevo maestro que la iba a reemplazar en las dos clases superiores, pero no le reveló el nombre. Mientras tanto, padre Andrione, el sucesor del padre Gillio, callaba. La noticia no perturbó la tranquilidad habitual de la hermana; ya le había ocurrido en otra ocasión haber tenido que “bajar” por una nueva designación y había aceptado sin pestañear. Tal vez, pensó, el nuevo maestro sería su hijo espiritual, Julius Ngare. Aquí hay que dar un paso atrás. Este Julius era un joven protestante que enseñaba en una escuela presbiteriana de Kahumbu, un pueblo no muy lejos de Gikondi. Cuando la hermana Irene pasaba por aquella parte, como era su costumbre, saludaba a todos con la misma sonrisa. A Julius le gustaba una chica de Gikondi, Lidia, pero que más tarde se casó con otro. Un día en que la Hermana Irene lo invitó a la fiesta de la escuela, él se presentó a la Misión, asistiendo educadamente a las actuaciones programadas. Conquistado por la gracia y la dulzura de aquella hermanita, había regresado varias veces a visitarla. Esta comunicación abrió el ánimo de Julius. Después de una catequesis apropiada, se convirtió al catolicismo, pasando a enseñar en la escuela de Gathukimundu situada en una colina frente Gikondi. Su buena preparación atrajo de inmediato a un montón de muchachos, incluso salidos de las clases de la hermana Irene. Ella no se preocupaba por esta "competencia", porque ese maestro cada domingo por la mañana reunía a todos los alumnos de las escuelas de la zona para hacerlos jugar. Su método lograba una especie de oratorio festivo que podría llevar a otros bautismos. Entre otros antecedentes, fue él precisamente quien convirtió al

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catolicismo a su colega Marcos, titular de las dos primeras clases de primaria. Su creciente popularidad entre los jóvenes llevó a algunos de ellos a ejercer presión para que a Julius se le confiaran las clases de los grandes, dejando a la hermana Irene entre los más pequeños. Fueron los mismos que, delante de Mons. Perrachon, habían acusado a la hermana de su incompetencia. Después de un tiempo se supo que detrás de esta "conspiración" estaba el mismo Julius quien creyó saber enseñar mucho mejor que la Stefani". La hermana Irene dijo la hermana Ferdinanda Gatti- después de tantas fatigas... después de años de trabajo intenso, vio desintegrarse casi totalmente a su escuela; vio la ingratitud donde hubiera tenido que recoger reconocimiento y precisamente en los momentos de su última grave enfermedad. Pero la hermana Irene era santa y no se quejó de nada”. El domingo 19 de octubre, Julius, después de reunirse como de costumbre con sus muchachos, sintió un extraño malestar que lo obligó a regresar a su casa de inmediato. Le dijo a la hermana Irene que estaba muy resfriado, y ella le dio algunas píldoras. En realidad, ellos no lo percibieron, pero se trataba de algo mucho más grave. En Gikondi se estaba propagando una epidemia de peste pulmonar que ya había contagiado a tres ayudantes de cocina de la Misión. Ese día tampoco la hermana Irene se sentía bien. A la mañana siguiente advirtió una fuerte sensación de náuseas y arcadas seguidas de vómitos. Como se conmemoraba la fiesta litúrgica de Santa Irene, los Misioneros y las Misioneras que la felicitaban en el día de su onomástico, notaron una palidez inusual en su rostro, pero no le prestaron mucha atención porque, como de

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costumbre, ella se estaba preparando para ir a visitar a la gente en las villas. . El miedo al contagio no la asustaba. Sucedió que uno de los tres muchachos de la cocina, un joven de quince años, convencido de estar en los últimos momentos de su vida, fue a esconderse en un brezal (zona de brezos o arbustos altos y resistentes) para morir. La Hermana Irene lo había descubierto y después de alcanzarlo lo curó amorosamente; después de unos días su tremenda "inflamación" desapareció devolviéndole nuevamente las fuerzas. Esa mañana, la hermana salió hacia Gathuita en compañía de la hermana Margarita María Durando. Después de casi un cuarto de hora de camino, llegó corriendo un joven diciendo que Julius Ngare estaba en cama con una fiebre alta y quería ver a la hermana Irene. Aquí las dos misioneras se separaron: la primera tomó la dirección de Kahumbu donde encontró al paciente luchando con una neumonía grave. Ella prometió volver pronto. Al dirigirse a Gathuita, donde la estaba esperando la hermana Margarita, algunos transeúntes le informaron que una mujer había sido atacada por la peste. Fue también a verla y llegó justo a tiempo para bautizarla. Luego, todavía en aquel sendero, otros le contaron que un anciano a quien ella conocía bien se estaba muriendo, también por la peste. Nuevo desvío, aunque la hermana Irene lo consideraba un caso casi sin esperanzas; el hombre había obstaculizado con todas las fuerzas la recepción del bautismo de su hijo. Tan pronto como la hermana llegó hasta él, dijo que quería morir como sus antepasados, sin "el agua de Dios". Ésta ciertamente no lo había curado de la peste, como no había curado a su hijo Kamau, víctima unos días antes de la misma enfermedad. La hermana Irene a pesar de todo, permaneció por un tiempo al lado suyo, rezando; luego,

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después de haberle atizado el fuego, se fue, pero dejó encargado a un vecino de casa que la llamaran en caso de agravarse. Después de alcanzar a la hermana Margarita en Gathuita, rechazó el alimento por las continuas arcadas de vómito que sentía. En el camino de vuelta a Gikondi, con la hermana Margarita María habló de Dios, de la eternidad, de la necesidad de darse a los otros con caridad, teniendo la meta de llevar almas al Señor. Era la conversación común entre dos hermanas, pero en ese contexto le causó una impresión particular a la hermana que caminaba a su lado. Hacia la tarde llegaron a la Misión. Apenas arribaron, el vecino del viejo reincidente le avisó a hermana Irene que el hombre estaba en agonía. Ella volvió a verlo. Le habló de la alegría que el hijo fallecido había probado al recibir el bautismo. "Pronto -le susurró al oído- te encontrarás de nuevo con Kamau esperándote en el cielo". Logró convencerlo. El pobre hombre, conmovido, mientras la hermana Irene le hablaba de Jesús, recibió el agua que lo convirtió en un hijo de Dios. Murió poco después. La hermana Irene, acompañada por el catequista Ciriaco, regresó a Gikondi destruida por la fatiga y la fiebre que comenzaba a aumentar. Ella, sin embargo, estaba feliz; no podría haber celebrado mejor su día onomástico. Seguramente, a la salida de esa cabaña toda transpirada y al contacto con el frío de la noche, sus pulmones se hayan afectado seriamente. A la mañana siguiente salió para su última visita a las aldeas. Pasó también por Kahumbu entreteniéndose en la cabecera de Julius, cuyas condiciones habían empeorado, lo preparó amorosamente para recibir los sacramentos y para cumplir la voluntad de Dios. Un testigo africano ha declarado que "entrando en la cabaña donde estaba Ngare y viéndolo en ese estado tan reducido, lo tomó, lo levantó, lo

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sostuvo. Desde ese momento ella también se contagió de la peste". Al día siguiente, de hecho, se agravó también ella y no pudo tomar alimento debido al vómito continuo. Sin embargo, no renunció todavía a la visita a los enfermos en las villas más cercanas. Después de haber visto a Julius, hizo llamar al padre Andrione para que lo confesara. El jueves 23, a las dos de la mañana, el sacerdote llevaba el viático al enfermo, mientras la hermana Irene lo sostenía. Lo exhortaba a ofrecer sus sufrimientos a Jesús por la conversión de su gente y por la unidad de los cristianos. De rodillas sobre la estera, estrechándolo entre sus brazos como lo haría una madre, lo confortó con tiernas palabras: las palabras que sabía encontrar para cada ocasión y que iban directamente al corazón. Julius murió poco después en sus brazos. La hermana Margarita María agrega un dato particular: " Nadie quería cavar la fosa; comenzó ella a hacerlo y prácticamente la terminó”. Dar sepultura a aquel cadáver ponía de nuevo en aprietos a la familia de Ngare porque aún pesaba sobre ellos el temor a la contaminación, no obstante que el gobierno, desde hacía cinco años, había impuesto el entierro a los muertos. Al regresar a su casa la hermana Irene, no aceptó una bebida que le habían preparado las hermanas, explicando que prefería estar en ayunas para poder comulgar al retorno del padre Andrione. Ya casi no se sostenía en pie, cuando le informaron que la madre de Julius también había sido contagiada por la peste. Hubiera querido acudir, pero ya no tenía fuerzas. En su lugar acudió la hermana Rosalía, quien bautizó a la mujer bajo condición. Había que informar a la madre Fernanda sobre la muerte de Julius y esa misma tarde, la hermana Irene escribió la que sería su última carta.

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"Reverendísima Madre Superiora -afirmaba- ahora vengo del lecho de muerte de Julius Ngare, nuestro maestro del outschool de Gathukimundu. Se enfermó el domingo 19 del corriente mes y desde el lunes todos los días, mañana y tarde, lo visitamos con regularidad, curándolo como se podía... Parecía mejorar, pero esta noche se agravó y fue él mismo quien envió a dos jóvenes, a las dos de la mañana, para llamar al Padre pidiéndole que le llevase el Santo Viático. Yo también fui acompañada por varios cristianos, y tuve la satisfacción de verlo recibir los últimos sacramentos con buenas disposiciones. Sufrió inmensamente, porque él se había contagiado de pleuropulmonía; respiraba con mucha dificultad y tenía dolores agudos. Acompañaba con pleno conocimiento las jaculatorias que se le sugerían, y él mismo trataba de decir las más breves. Repetidamente besó el crucifijo. Cuando el padre se vio obligado a regresar a casa para la celebración de la Santa Misa, permanecí con él, con uno de nuestros cristianos hasta que expiró en paz. Se lo encomiendo a la caridad de sus oraciones. Le agradecería que le comunicaran esto a Fausto en el colegio, porque es uno de sus primeros alumnos, ganados en nuestra Misión. Tenemos varios enfermos de peste pulmonar. Qué el buen Jesús, tenga piedad de estas pobres almas. Confiamos en sus oraciones. Respetuosos saludos y gracias por parte de todas nosotras. Muy agradecida hija, Hermana Irene, MC." Domingo, 26 de octubre, fiesta litúrgica de Cristo Rey, La Sierva de Dios guió las oraciones y los cantos de la misa, pero tan pronto terminó la celebración fue a tirarse a la cama, exhausta, mientras la fiebre subía aún más. La hermana Rosalía le dio un trago de fernet pensando que le ayudaría a detener el vómito, pero fue en vano. El termómetro señalaba 41 grados.

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El Padre Andrione se dirigió en motocicleta hasta Nyeri para informar a Madre Ferdinanda sobre las condiciones de la misionera. Acompañada por la asistente hermana Carolina, la superiora acudió de inmediato a Gikondi con medicamentos. Apenas quedó sola con la enferma, ésta le dijo: "Yo no me sanaré más, yo no me sanaré más". Y ella respondía: "Debe sanar, hermana Irene". Respuesta: "¿Pero no es mejor hacer la voluntad de Dios?". En ese momento madre Ferdinanda recordó la entrevista mantenida unas semanas antes sobre el "permiso" que le había arrancado con insistencia. El vómito no cesaba, imposible hacerle tragar cualquier cosa. Una inyección de aceite alcanforado parecía aliviarla un poco. Sus labios oraban continuamente, tanto que la superiora tuvo que exhortarla a no hacer esfuerzos con la voz y a orar con el corazón. La hermana Irene sonrió levemente, y obedeció una vez más. El lunes, la fiebre bajó un poco, deteniéndose en 40 grados. Después de la cena Madre Ferdinanda madre le preguntó si quería confesarse. "También ahora", respondió. Después el padre Andrione le impartió la bendición de la Consolata. La noche transcurrió bastante tranquila, aunque la temperatura se mantuvo igual. Se mandó a llamar a un médico en Nyeri, quien en la tarde le puso a la enferma una inyección de estricnina y una de quinina; era el médico hindú que había trabajado con la hermana Irene en los hospitales de los carriers (portadores) durante la guerra. Después de haberla visitado, dijo que estaba afectado sobre todo el lóbulo pulmonar izquierdo, pero que en su opinión, no era algo grave: "Siempre y cuando Dios no disponga lo contrario”, agregó con precaución. Recomendó, particularmente, que la enferma no tomara aire. Se registró una leve mejoría. Sin embargo, cuenta Madre Ferdinanda, "la enferma continuaba diciendo que iba

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a morir. Pasó la noche tranquilamente; la fiebre bajó a 39°. Por temor a molestarme, estaba quieta y fingía estar dormida; para darle un poco de la bebida tenía que llamarla". A fin de facilitar la digestión, compró algunas botellitas de soda, pero logró tomar sólo una. El miércoles por la mañana, un pequeño grupo de cristianos, especialmente niños, se acercaron a la ventana de la habitación de la hermana Irene; querían saludarla y augurarle que se sanara pronto. Como se acercaba la fiesta del Superior, ella le pidió a una hermana que le escribiera un breve saludo en inglés para que lo leyera un alumno de la escuela. Parecía realmente que su estado de salud estaba mejorando, excepto durante la noche en que la enferma comenzó a divagar. No se le dio mucha importancia a esto, pensando que fuera un efecto de la fiebre. Madre Ferdinanda, tuvo que viajar a Nyeri, y se despidió, prometiéndole que volvería a verla. "Pero no sabe que yo voy a morir", comentó simplemente la enferma. Y la Superiora, "Hermana Irene, usted tiene que sanarse". "¿Tengo que sanarme?" respondió sonriendo. Como la Madre le había recomendado poner en la oración sus intenciones, añadió: "todas mis intenciones las pongo en sus manos". Mientras tanto hacía correr entre sus dedos la corona del rosario. Se preocupaba no de sí misma, sino de compromisos que no podía cumplir al estar clavada en la cama. Fue entonces cuando la superiora decidió liberarla de toda responsabilidad. Le dije -recuerda Madre Ferdinandaque no pensara más ni en los cristianos, ni en la escuela, ni en los enfermos, ni en nada, sino que estuviese tranquila. Una sonrisa celestial se dibujó en sus labios. Me agradeció feliz. Siento todavía ahora el gozo de haberle dado ese último consuelo a la humilde hermana. Por su delicadeza de conciencia y su humildad, a la hermana Irene le pesaba

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mucho la responsabilidad. Le dije también que no pensara más en dirigir a sus enfermeras, la hermana Rosalía y la hermana Margarita María. Más aún la Hermana Rosalía se tomaría esas responsabilidades y pensaría cuanto antes en lo que le correspondía a ella. La hermana Irene la miró y sonrió con gran amabilidad a la hermana Rosalía y exclamó como si hablara para sí misma: "Obedecer sí, pero obedecer bien. Ya ¿no voy a tener que mandar más?”, preguntó con impaciencia. A mi respuesta afirmativa, dijo: "Deo Gratias! Gracias a Dios."

La prueba suprema A pesar de la enfermedad, no descuidó las prácticas de piedad habituales: la meditación y la lectura espiritual, que Madre Ferdinanda leía mientras ella escuchaba apretando en su mano el crucifijo; las oraciones establecidas en el horario de la comunidad; la hora de adoración a las once de la noche, con la vista puesta en la imagen del Sagrado Corazón. Después de la medianoche, comenzaba a prepararse para la comunión que el Padre Carlos le traería a la mañana. Estaba tranquila, se iba hacia la muerte con una sonrisa, casi como pregustando ya el Paraíso. Pero las pruebas para ella aún no habían terminado. En la tarde del jueves, de repente ocurrió algo sorprendente. Empeoró en forma drástica y repentina, siendo presa de fuertes delirios, hasta la noche. La hermana Irene hizo entender que deseaba recibir los últimos sacramentos; el padre Andrione, después de haberle impartido la unción de los enfermos, le trajo la comunión, pero la enferma no logró tragar la hostia, a causa de un nuevo ataque de delirio; durante el mismo hablaba de Dios como si estuviera hablando a los catecúmenos, instándolos a abrazar el

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catolicismo. Algunos de los presentes atribuyeron el hecho a una presencia diabólica; realmente, al ver de nuevo al sacerdote acercarse con el cáliz, la enferma comenzó a agitar los brazos como si quisiera protegerse de algo o de alguien que veía entre ella y el Santo Viático. ¿La última tremenda ofensiva del diablo, al que la hermana le había arrebatado tantas almas? Hipótesis que no hay que excluir. A menudo el diablo se enoja con los santos que destruyen lo que él construye. La hermana Irene durante su servicio en los hospitales militares había administrado alrededor de tres mil bautismos, y más de mil en Gikondi. Ellos eran su constante preocupación. En el curso de su delirio también se le escuchó expresar dolor por las muchas almas que se perdían. La dura prueba, sin embargo, fue superada por la enferma; apretando el crucifijo, repetía: "Soy toda de Jesús y de María y de San José, ahora y siempre por toda la eternidad... Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo ahora siempre y por toda la eternidad, así sea”. Fueron sus últimas palabras. El 31 de octubre a las 22.30, vigilia de la festividad de Todos los Santos, la hermana Irene dejó caer suavemente la cabeza en los brazos de la hermana Rosalía, que la sostenía. En un instante se propagó la noticia de su muerte en toda la zona, en parte, porque fuera de la habitación de la hermana Irene, desde hacía algunos días había un gran número de personas que pedían noticias sobre su salud y rezaban por ella. Eran alumnos de la escuela, catecúmenos, padres y madres de familia a quienes ella visitaba regularmente. En la mañana del 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos, el padre Andrione comenzó su predicación con estas palabras: "Vuestra hermana Irene está muerta". Y sucedió entonces algo increíble. Muchos

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estallaron en un fuerte llanto. Los kikuyu habitualmente no lloran por la muerte de alguien; gritan sin derramar lágrimas. Particularmente los adultos circuncidados no lloran en público, pero esta vez eran lágrimas reales incluso entre los hombres. Al final de la celebración, se formó una larga peregrinación delante de su ataud. "Un desfile que no terminaba más", dirían algunos textos. Esto también era sorprendente en un ambiente donde los muertos se consideraban "tabú", ya que acercarse a un cadáver provocaba una contaminación personal y tribal. Para purificarse de ella era necesario un proceso largo y costoso, con sacrificios en productos naturales y en ganado. En las manos, la hermana Irene tenía el crucifijo y el rosario; la expresión serena de su rostro la hacía parecer viva. La noticia de su muerte llegó a Nyeri a las cinco de la mañana. El padre Fassino durante la Misa, les advirtió a los fieles que iban a oír funcionar las máquinas del aserradero a pesar de ser domingo, porque se estaba preparando el cajón para el cuerpo de la hermana. Por coincidencia fortuita, justo ese día, la hermana Ludovica, de la misión de Tetu, había enviado dos grandes tablas de madera de alcanfor un material que emana una delicada fragancia- que serviría para un trabajo destinado a la escuela. Se utilizaron en cambio para construir el ataúd de la hermana Irene.

“Ha muerto una santa” A Gikondi llegaron en un coche la hermana Ferdinanda Gatti y la hermana Carolina Crespi, acompañadas por el padre José Maletto. Mientras tanto, los hermanos coadjutores de Nyeri comenzaron a cavar la fosa en el cementerio local. La quisieron muy profunda, dijo la

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hermana Martina Silvestri, "porque la idea era preservar los restos de la hermana Irene para el futuro". La gente ya hablaba de ella como de una "santa". Fueron necesarias varias horas para completar la excavación, debido a una capa rocosa que presentaba dificultades; dieron una mano también algunos muchachos de Gikondi que estudiaban en la escuela de Nyeri. Terminaron hacia las dos de la mañana, pero ninguno de ellos quiso tomar alimento para poder comulgar al día siguiente en la Misa de sufragio por el alma de la difunta. Un gesto de amor hacia quien muchos de ellos llamaban "mamá". El ataúd fue colocado en un camión, protegido por dos neumáticos para que no se moviese demasiado durante el camino; era la temporada de las lluvias y los pozos en el barro obstaculizaban la marcha. La primera parada fue en el hospital en Nyeri, donde el médico hindú tuvo que expedir el certificado de la muerte. Estaba sorprendido y decepcionado, también porque se había equivocado en el diagnóstico y, como suele suceder, se las arregló diciendo que la Hermana Irene no había muerto de peste sino ¡por demasiado trabajo! En la casa de las hermanas, la cámara ardiente recibió la salma, rodeada por ramos de lirios blancos, y empezó una interminable procesión: "Padres, Hermanas, Hermanos -dijo madre Ferdinanda-, seminaristas y Hermanas de María Inmaculada, alumnos, catequistas, maestros y muchos cristianos grandes y chicos se detuvieron para rezar, más que en sufragio, convencidos de la santidad de la hermana [...]. Muchas imágenes y medallas pasaron entre sus manos. Luego se cerró el ataúd y ese querido rostro se ocultó de nuestra vista entre las abundantes lágrimas de todos En todos los corazones quedó la certeza que más tarde o más temprano, se reconocería su persona por las gracias y milagros que la querida hermana,

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desde el cielo, haría llover para gloria de Dios, por tantas virtudes practicadas por ella en la tierra y como consolación de nuestro Instituto”. Entre las hermanas, presurosas por dar su último saludo a los restos mortales, fueron también las hnas. Eulalia Mabellini y Maria Teresa Liberini, representando a las familias del pueblo de Anfo. El 2 de noviembre, en la Iglesia del seminario se celebraron los solemnes funerales, con la presencia de una extraordinaria multitud de personas. Se estaba tomando conciencia de lo que había significado esta pequeña mujercita para tanta gente. El cortejo se trasladó hasta el cementerio donde, después de la última absolución, el féretro fue bajado a la tumba y cubierto de tierra. En Anfo se conoció la muerte de la hermana Irene recién a mediados de diciembre. Por amarga coincidencia, en el número del periódico Missioni Consolata correspondiente al mes de noviembre, que se preparaba un par de meses antes, Madre Ferdinanda había escrito algunos episodios relacionados con las actividades de la Hermana Irene en Gikondi. Estas páginas habían despertado tanto entusiasmo en el pueblo, que el papá Stefani tomó lápiz y papel y, de su propia mano como hacía raramente, escribió esta carta a su hija: "hija querida, en el boletín Misiones Consolata, por primera vez después de diecinueve años de tu ausencia del hogar, he oído hablar de ti, y me congratulo por tu preocupación para estos pobres africanos: el Altísimo te recompensará. Acuérdate de nosotros en tus oraciones, porque nosotros te encomendamos a la Sma. Consolata tres veces al día, con la oración del Angelus. Fervientes deseos de una Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo. Tu cariñosísimo papá. Agimus tibi Gratias...". El escrito se incluyó en una carta fechada el 9 de diciembre que Marieta enviaba a su

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hermana, signo de que hasta esa fecha, nadie en el pueblo sabía todavía que la hermana Irene había fallecido. En Anfo las campanas sonaron a muerte y una vez más al organista de la parroquia le tocó acompañar con lágrimas en los ojos la Misa por un ser querido. Llegó también un signo reconfortante desde el cielo: una madre que tenía a su hijo enfermo desde hacía varios días, no podía ir a la iglesia para rezar; esa misma tarde le pidió a la hermana Irene la gracia de la salud de su hijo. Durante la noche el niño sanó. Juan Stefani le escribió a madre Ferdinanda unas pocas líneas, con el lenguaje de la fe; a la Madre sólo le pedía el poder tener como recuerdo el crucifijo de misionera llevado por su hija. Se lo enviaron de inmediato, asegurándole que la tumba de la hermana Irene estaría bien cuidada por las hermanas y siempre rodeada de flores. La Superiora había intuido que en la hermana Irene había una santidad auténtica. Escribió en su informe de fecha 3 de noviembre de1930: "Murió una santa." De inmediato empezó a recoger todo lo que le había pertenecido a la Sierva de Dios: prendas de vestir, el casco colonial protagonista de tantas fotos, el reloj, las condecoraciones de guerra, las famosas botas, sus apuntes, las cartas recibidas de su casa y los borradores de las que ella enviaba. Fue ella quien acercó a los restos mortales de la misionera, imágenes y objetos que luego se convertirían en reliquias valiosas. También consideró que debía ser recopilado de inmediato todo lo relacionado con ella. Para esto invitó a las hermanas que la habían conocido o trabajado con ella, a escribir su testimonio; y ella misma comenzó a volcar en un cuaderno los recuerdos personales. Verdaderamente se le debe a Madre Ferdinanda, el conocer fehacientemente ciertos detalles que arrojaron nueva luz sobre la muerte de la Sierva de Dios. Los resultados de su

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investigación se reunieron ya en agosto de 1931, como se dijo al principio del libro, en un manuscrito titulado Suaves memorias de la Hermana Irene, luego enviado a la Casa Madre. Al año siguiente fue llamada a Italia y nombrada secretaria general del Instituto. Esto le permitió ponerse en contacto con diversas personas, además de los misioneros y misioneras, en condiciones de proporcionar otro material informativo sobre la Stefani. Por ejemplo, el maestro Richiedei, sus hermanas de sangre, Antonieta (Hna. Teófila), que se encontraba en Komto (Etiopía), Marieta, Emma y Ester. En 1942 se unificó todo en una biografía mecanografiada bajo el título: Hermana Irene, misionera de la Consolata. Memorias. Faltaba, por extraño que parezca, el aporte del hermano Bartolomé Liberini, que había reunido en un bloc de notas sus recuerdos personales sobre su compaisana. Desafortunadamente, durante la segunda guerra le había preguntado a su superior, el padre Pedro Quaglia, qué uso debía hacer de esos apuntes y él, en tono de broma, le respondió: “tirarlos por la borda”. Él, como obediente religioso, había destruido el manuscrito. Cuando leyó las Memorias escritas por madre Ferdinanda afirmó que se reconocía plenamente en esas páginas. “Quiero decir añadió- que tanto las hermanas carnales, como las de religión han dicho más bien menos que más; yo sólo podría repetir lo que han escrito [... ]. Muchas cosas íntimas, sólo el Señor las habrá de escribir; las leeremos un día, en el Cielo. [...] Para mí, la hermana Irene es una gran protectora en el cielo. Conservo en mi corazón cada una de sus palabras; éstas y el ejemplo de su gran generosidad me sirven de estímulo y de ayuda en la vida misionera”

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Capítulo XIV Respuesta a pregunta Los manuscritos escritos por la Madre Ferdinanda permanecieron mucho tiempo en los archivos de la congregación. Transcriptos en varias copias fueron enviados a todas las comunidades de las Misioneras de la Consolata, a sus familiares y a los que habían conocido personalmente a la hermana Irene. Sin embargo, una verdadera y propia publicación destinada a llegar a un público numeroso, se decidió sólo en los años sesenta

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pensando en la recuperación definitiva de la figura de la Sierva de Dios. La decisión de recopilar datos entre los kikuyu, donde esta misionera había trabajado, se debe a la iniciativa de la Hermana Juana Paula Mina, entonces misionera en Kenya. Ya en 1956 ella había redactado un texto mecanografiado de 273 páginas titulado Las botas de gloria, preludio de la hermosa biografía que se conoce. Dicha publicación, al momento de realizar este nuevo trabajo de investigación, y luego de su primera edición en 1964, se encontraba en su quinta reimpresión. El nuevo y decisivo elemento fue precisamente ese viaje a Gikondi, entre los ancianos que habían conocido a la hermana y que albergaban tan vivísimos recuerdos. Como las Misioneras de la Consolata habían dejado la misión, siendo reemplazadas por las hermanas nativas de María Inmaculada, se podía pensar que de la hermana Irene se hubiese perdido prácticamente la memoria. Sin embargo, como se ha dicho al comienzo de estas páginas, esa pequeña hermana hizo una gran diferencia, los Kikuyu habían aprendido a distinguir entre los blancos de la Misión y los blancos del gobierno. No fue fácil, porque la gente veía en los blancos sólo usurpadores insaciables de sus tierras y temían que los misioneros fueran los "ladrones" de sus almas, es decir, de aquello que constituía su patrimonio cultural y espiritual. La total dedicación de la pequeña misionera de Anfo, su continuo prodigarse para aliviar sus necesidades materiales y espirituales pusieron en evidencia su verdadero y desinteresado amor. El padre Alberto Trevisiol escribió, con motivo del 55º aniversario de la muerte de la Sierva de Dios: "A cada uno de los misioneros, los africanos le atribuían un apodo que difícilmente el interesado llegaría a conocer […].En las visitas a los pueblos la Hermana Irene tuvo el de "Nyaatha",

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que significa "mamá toda misericordia". Entiendan cómo este apodo en África correspondía a una descripción psicológica, extremadamente precisa, del misionero. También estaba en relación con lo que realmente era la hermana Irene. Efectivamente la misericordia resumía los dos valores para ella esenciales: las personas y las Almas. Ella no sólo amaba a los africanos, los necesitaba como una madre necesita a sus hijos, no por lo que recibía de ellos, sino por lo que sentía que debía darles. Enteramente mujer, la hermana Irene siempre tenía que dar: daba lo poco que podía, todo de lo que disponía, ella daba especialmente aquello que era. No reconocía límites, ni siquiera tenía lo que otros pueden llamar "sentido común". Daba tanto que la gente perdía todo temor y hasta alguna vez el respeto hacia ella, como les ocurre a las madres. Se acostumbraron a disponer de ella más que de sus propias cosas. Ellos dijeron, por supuesto, que después de la hermana Irene no llegó a Gikondi otra hermana como ella. […]. Su nombre resonaba de boca en boca a cada paso, en las villas. Por conocerla, algunos protestantes se gloriaban de llamarse amigos de la misión. En tiempos de dificultad, los habitantes de Gikondi recurrían por instinto, inmediatamente, a ella. Nyaatha es un vocablo que proviene de la contracción de dos palabras: "Nyina watha," Madre toda misericordia, Madre piedad, diríamos nosotros hoy. Los africanos de hace sesenta años habían acuñado para la hermana Irene el nombre más bello. Para entender a fondo esta "maternidad" basta leer las cartas escritas por ella en lengua Kikuyu a jóvenes y ancianos, a catecúmenos y cristianos, a seminaristas y simpatizantes, a convertidos indecisos y a las personas en búsqueda. Se encuentran allí los puntos básicos de nuestra doctrina. Ciertamente, algunas expresiones son claramente antiguas, pero la sustancia es la misma de siempre. La

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hermana Irene recuerda que Dios ha amado a todas las personas, hasta el punto de dar a su Hijo para nuestra salvación; que creer significa darse a él con la mente, con el corazón y con las obras; que la única riqueza que hay que cuidar es el alma; que el único mal que hay que temer es el pecado, porque envía el alma a la ruina; que el diablo existe, y debemos rechazar las seducciones; que la muerte es un pasaje a la vida verdadera, el ingreso feliz a la casa de Dios o la trágica caída en el tormento del infierno. Todo ello con un lenguaje imbuido de ternura. La hermana Irene escribía como hablaba. Y también por eso en su tumba siempre había flores. Con el tiempo, también en Italia se comenzó a recurrir a su intercesión. Y las respuestas llegaban puntuales y a veces con los contornos de un verdadero milagro. Se podría escribir otro libro sobre las gracias obtenidas de Dios a través de su intercesión. Las revistas: Andare alle genti, órgano del Instituto de las Misioneras de la Consolata, y Continuando il cammino, servicio informativo del Centro de Estudios de la hermana Irene, dan noticias con regularidad. Mamás preocupadas por el mal camino que está tomando alguno de sus hijos; matrimonios, también parejas jóvenes que durante años esperan un niño que no llega; desempleados que no pueden encontrar trabajo y viven en la pobreza; enfermos que, según los médicos, tienen pocas posibilidades de sobrevivir a ciertos males que no perdonan; pacientes en coma considerado irreversible; mujeres cuyos embarazos se presentan llenos de incógnitas: todos recurren a la hermana Irene y la situación cambia repentinamente. Llegan a la redacción fotografías vehículos destrozados por un accidente y con sus ocupantes milagrosamente ilesos después de invocar a la pequeña hermanita.

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Los informes ahora llegan de todas partes del mundo: en Montepuez (Mozambique), una joven madre que esperaba un hijo había sido atacada por el cólera, permaneciendo en coma durante varias semanas, durante las cuales en su estado de inconsciencia dio a luz a un bebé de tan sólo 1.300 gramos. La comunidad de las hermanas oró con fervor invocando la intercesión de la hermana Irene y ahora la mamá y el bebé se encuentran bien. En Nyeri un niño, que ya tiene 11 años ha recibido la gracia de la detención de la gangrena en el pie derecho, evitando la amputación; con el crecimiento y la falta de controles clínicos, se encontró con una seria atrofia de los nervios y con la pierna derecha más corta. Cuando los médicos ya habían decidido la amputación de la tibia, el pie y la pierna volvieron a su lugar. Las hermanas de la Consolata habían obtenido la gracia de la hermana Irene precisamente en la misma tierra donde ella había pasado su vida haciendo el bien. En Padua, una mujer que sufría de un aneurisma abdominal, después de dos operaciones para extirpar las formaciones cancerosas, terminó en cuidados intensivos a causa de una grave crisis respiratoria y una fuerte caída de la presión. Cuando toda esperanza parecía perdida, de pronto recuperó la salud. Su hermana había invocado la intercesión de la Sierva de Dios. En Corea, a un bebé le encontraron una grave malformación congénita en la garganta, que no le habría permitido sobrevivir. La noche en que vino al mundo, los médicos dijeron que no iba a llegar a la mañana. Pero el bebé resistió y se decidió una cirugía en la garganta, que, a pesar de las complicaciones, tuvo un resultado positivo. A los padres se les había dado una imagen de la hermana Irene que desde el cielo respondió inmediatamente.

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En Giaveno (Turín), un niño, a tres días del nacimiento, había sufrido numerosas y violentísimas convulsiones y muchas hemorragias a causa de un difuso daño cerebral. Después de 30 días de coma barbitúrico, los médicos dictaminaron que el niño no podría tener una vida normal. La mamá, aunque era católica, no sabía lo que significaba rezar. Pero muchas personas “amigas” de la hermana Irene estaban orando por el bebé. Después de unos meses, ante la sorpresa de los médicos, todos los síntomas del retraso mental habían desaparecido. Otras gracias hablan del retorno a la fe perdida, de conversiones inesperadas, de familias pacificadas, de aventuras dramáticas como la vivida en Mozambique por el padre Giuseppe Frizzi, un misionero de la Consolata, durante la guerra que ensangrentó el país. Es digna de ser contada porque caer en las manos de los guerrilleros era como ser condenado a muerte. Nipepe, una misión distante aproximadamente a unos 500 kilómetros de la diócesis de Lichinga, en pleno bosque, por un lado era cercada por las tropas gubernamentales del Frelimo (Frente de Liberación de Mozambique) y del otro, por las incursiones de Renamo (Resistencia Nacional Mozambicana). El 10 de enero de 1989, mientras todos estaban en la iglesia para la misa, fueron atacados, secuestrados y retenidos como rehenes por la RENAMO durante cuatro días. Toda negociación con la guerrilla fue inútil. Pero así es como el mismo padre Frizzi evoca el episodio: "Cuando ya era evidente que teníamos que partir todos con los guerrilleros, me acordé de la hermana Irene y la invoqué con tres catequistas pidiéndole que nos obtuviese la gracia de permanecer, pero sobre todo que salvase a los catequistas” Al día siguiente llegó la orden de partir en masa; yo no sé por cuál inspiración particular me opuse, y sentándome simplemente en el suelo, me negué resueltamente a seguirlos. Aunque se llevaran todo, y me

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hicieran todo lo que querían, yo no pensaba moverme hasta obtener la liberación para todos. Eran las 9 de la mañana. Me levanté sólo alrededor del mediodía, cuando finalmente los líderes de la guerrilla lograron ponerse en contacto por radio con los dirigentes del movimiento, consiguiendo la posibilidad de hacernos algunas concesiones. Ya era una buena gracia. Animado, empecé a discutir; tras otras largas negociaciones, conseguí que al menos dieciséis catequistas y sus familias se quedaran en Nipepe, con la promesa de liberación, tan pronto fuera posible, para los restantes (más de ciento veinte personas) [...]. Y llegó lo increíble por la misericordia de Dios y la intercesión de Nyaatha. Después de sólo una semana, aparecieron los dos primeros catequistas con sus esposas y sus hijos... Redoblamos la oración y he aquí que después, cada semana, o como máximo cada quince días, veíamos llegar en grupos más o menos numerosos, también a los otros secuestrados [...]. Otro detalle extraordinario: La noche antes del ataque, todos nosotros estábamos encerrados en la iglesia sin alimentos. Y aunque parezca increíble, la poca agua de la pila bautismal, que estaba en la excavación de un tronco de árbol, no se terminó; poco después los catequistas me lo contaron maravillados Una madre comenzó a sentir los dolores del parto. Mientras un catequista y yo vigilábamos la puerta para que los de la Renamo no molestaran a las mujeres, la señora dio a luz una niña hermosa. Por supuesto, recibió el nombre de Irene: paz, fue la palabra clave en aquellos días de extrema desolación”.

La causa de beatificación Con la propagación de la fama de santidad de la hermana Irene y las gracias obtenidas por su intercesión, comenzaron también las conmemoraciones oficiales. La

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primera se celebró en octubre de 1982, en el 52º aniversario de su muerte, en Turín y en Kenia. En noviembre, la figura de la hermana Irene era presentada por la agencia "Fides"; fue una emanación directa de la Pontificia Congregación de Propaganda Fide, mientras algunos perfiles de la Sierva de Dios aparecieron también en el Giornale di Brescia periódico de Brescia) y en el boletín de la parroquia de Anfo, Damphus. Un año más tarde (noviembre de 1983), el Consejo de la Comuna de Meru (Kenia) dedicaba a la hermana Irene el Sister Irene Nyaatha, un centro artesanal para chicas no videntes. El 3 de ese mismo mes, en Turín, la Superiora General del Instituto nombraba como postulador de la causa de la hermana Irene al padre Gottardo Pasqualetti, misionero de la Consolata. Justamente ese día se evocaban los 70 años de la partida de las primeras quince misioneras del Instituto para el Kenya. En la Casa General de Grugliasco, en el mes de diciembre, se constituyó el "Centro de Estudios Hermana Irene Stefani", un preludio del inicio del proceso canónico. El 30 de marzo de 1984, el obispo de Nyeri, Mons. César Gatimu, iniciaba la investigación diocesana sobre la vida y virtudes de la Hermana Irene, señalándola como modelo para "vivir una vida cristiana más sincera, más valiente, más auténtica." Casi contemporáneamente, la misma investigación era abierta en Turín por el Arzobispo Cardenal Anastasio Ballestrero. Se comenzó a hablar más en "todas partes de esta misionera. En julio de ese mismo año, la municipalidad de Anfo le dedicaba a su compatriota una calle. El 31 de diciembre en la misión de Gikondi, , un grupo de personas de Anfo, guiadas por el párroco, padre Rutilio Nabacino, se encontraron con muchos ancianos que habían conocido a la hermana Irene. Al día siguiente, todos fueron en

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peregrinación a rezar ante la tumba de la Nyaatha, dejando una pequeña lápida de mármol negro con la inscripción "Tu pueblo de Anfo en Italia con amor." Uno puede preguntarse:¿por qué se ha tardado tanto tiempo para introducir la causa de beatificación? Las razones son diferentes. En primer lugar, cuando la Hermana Irene murió, el Instituto se encontraba en pleno abocado a la visita apostólica. La principal preocupación de entonces era llegar a una adecuada sistematización jurídica del mismo. Además se prefería dar prioridad al fundador (que fue beatificado en 1990).

Desfilando testigos La investigación diocesana de Nyeri terminó el 13 de febrero de 1987. Monseñor Gatimu, ya enfermo del mal que lo llevaría a la tumba en ese mismo año, firmó la conclusión. Él había deseado ardientemente viajar al lugar del nacimiento de la hermana Irene para investigar sus raíces familiares y culturales. Como la muerte se lo impidió, en su lugar fue un sacerdote keniano, el padre Donato Mathenge, quien llegó a Anfo en abril de 1987. Kikuyu de pura sangre, él pertenecía a una cultura en la que, tradicionalmente, las características espirituales y los comportamientos ancestrales se ven reflejados en los hijos. Es la misma cultura que impulsó a la gente de Gikondia a pedir a la hermana Irene noticias de sus padres, de sus hermanas y de sus parientes, porque ante sus ojos, solo así se podía explicar el extraordinario testimonio de tanta bondad de la hermana. El Padre Mathenge pudo hablar con Marieta Stefani en la casa donde la Sierva de Dios había vivido hasta la realización de su llamada misionera; entró en la iglesia donde Mercedes solía acercarse a la Eucaristía y a orar;

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visitó la fortaleza que en aquel tiempo estaba llena de soldados, y también habló con la gente. De este modo en su mente se fue delineando el "identikit" del padre y de la madre que vivieron su fe como cristianos auténticos, practicaban la caridad, no con palabras, sino con hechos y se ganaban el pan con el duro trabajo cotidiano. Así como había hecho en su momento la hermana Irene entre los kikuyu. En la indagación de INERHI fueron escuchados 29 testimonios, con una particularidad: en lugar de ser interrogados con el sistema tradicional, se les dejó que hablaran libremente, haciéndoles de vez en cuando algunas preguntas de explicación o integración Prácticamente todas fueron personas ancianas, muy simples, que habían conocido a la hermana Irene en los últimos años de su apostolado. Del archivo de sus recuerdos, emergía un vivo retrato de la Sierva de Dios, formado por muchos pequeños “flashes”. Proponemos algunos, todos igualmente significativos. "Cuando iba a visitar a los enfermos tenía el rosario entre los dedos, incluso mientras hablaba con las personas [...]. Amaba a todos y no hacía preferencias [...] hacía muchos sacrificios, si le regalábamos comida, se la daba a cualquier otro [...]. Era única en amar a todas las personas de la misma manera [...]. Nunca he oído que la hermana Irene haya insultado a alguien; sólo se escuchaba hablar de su misericordia [...]. Iba a visitar a la gente a sus hogares sin quejarse nunca por el cansancio. [...]. Iba siempre caminando por todas partes [...]. No tenía otra medicina fuera de la oración [...]. La hermana Irene andaba de acuerdo con todos [...]. Era una sierva buena que amaba a toda la gente [...]. Hacía el bien a todos: por eso la gente la amaba [...]. Cuando se enfermaba una chica, la hermana Irene velaba rezando cerca de su cama día y noche [...]. La

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amaban porque ella tenía un corazón magnánimo y también porque amaba a todas las personas [...]. Incluso cuando era insultada, no dejaba de ir a visitar a la gente [...]. Cuando se negaban a ser bautizados, la hermana con perseverancia los persuadía hasta que lo lograba [...]. Curaba a los enfermos, visitando en las aldeas a los que estaban en cama, bautizando a los moribundos... No tenía miedo de ninguna enfermedad [...]. La hermana Irene era alegre. Era muy acogedora con todas las personas y las ayudaba. No tenía repugnancia por las llagas o la suciedad de cualquier tipo... amaba a todos, no odiaba a nadie [...]. La mayor virtud de la hermana Irene fue su compasión [...]. Pienso que ahora está en el paraíso. Yo le pido que me ayude, porque creo que está en el paraíso por su bondad [...]. Le rezo, porque sé que es mi madre. En mi corazón yo hablo con la hermana Irene”.

Habla la única compañera superviviente ¿Qué más se puede agregar? Hace unos meses, a quien escribe se le ofreció la oportunidad de encontrarse en la casa de Grugliasco, con la única hermana que ha conocido personalmente a la Sierva de Dios y vivía todavía: se llamaba Antonieta Cordero y era la única sobreviviente de aquellos años en Gikondi. Ella había superado felizmente los cien años de edad con plena lucidez mental, y aceptó gustosa responder a varias preguntas; escuchar en vivo su testimonio fue verdaderamente una fortuna para todos. La hermana Antonieta, nació el 22 de febrero 1902 en la provincia de Cuneo, a los 19 años entró en el Instituto en Turín, donde recibió su formación. En 1926, dos meses después de la muerte del fundador, partió para el Kenia y,

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después de un corto período de ambientación en Nyeri, fue destinada a Gikondi, permaneciendo allí hasta 1928. "Por casi dos años -recuerda-, tuve la buena suerte de estar con nuestra querida hermana Irene. Noté en ella todas las virtudes en grado tan elevado como para poder decir con toda sinceridad: era una santa. Éramos jóvenes hermanas enviadas a Gikondi para familiarizarnos con la lengua y las costumbres de los kikuyu. Para nosotras, la hermana Irene fue verdaderamente una "maestra" completa. Considero que esos meses transcurridos junto a ella fueron una verdadera gracia, porque encontrábamos en ella la práctica concreta de las enseñanzas del Fundador. Su edificante recuerdo me acompañó durante toda la vida.” "Santa" es una palabra fuerte, intensa, convincente, pero la hermana Antonieta no tenía ninguna duda en usarla. "Bastaba verla rezar -dijo-; era un ángel, toda de Dios; vivía en continua unión con Él; la oración para ella era como el pan. Muy observante en las prácticas de piedad, se veía que las hacía con gusto, con amor. Si por alguna razón de caridad o de apostolado no podía estar presente con la comunidad en el horario establecido, las hacía en otra hora, tal vez con sacrificio, pero con libertad de espíritu, como una libre hija de Dios. Ocurrió alguna vez que la vinieron a llamar para ir a visitar a un enfermo grave y ella, ante el temor de llegar tarde, partíó inmediatamente, incluso antes de la Misa. Estaba convencida de dejar a Dios por Dios. La Comunión la tomaba al volver a casa, tal vez tardísimo, y todavía en ayunas". Éste, su “estar siempre lista para otros”, se explica por un celo que la hermana Antonieta define "sin medida... Vivía para la salvación de las almas. Alguien le señalaba que se ocupaba demasiado del apostolado y no lo suficiente del orden de la casa. Era cierto, porque tal vez no estaba hecha para este tipo de trabajo. En mi opinión, ella tenía

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muy claro en su mente que el apostolado, la salvación de las almas, era la cosa más importante, y se justificaba anteponer la a todo lo demás. Ella no lo decía, pero con su comportamiento demostraba que estaba convencida de estar en África, en primer lugar y sobre todo, para anunciar al Señor. Todo el resto pasaba a segundo plano. Reservaba el trabajo personal y también los de la casa para la noche, cuando estaba oscuro. Alguna hermana no veía esto con buenos ojos. Recuerdo que madre Margarita decía: "En Gikondi no encuentro orden, pero encuentro la caridad". Era no solo una observación justa, sino también un elogio. En cualquier caso, yo no recuerdo haberla visto quieta ni un solo día; estaba en continuo movimiento, desde la mañana hasta la noche ocupada en bien de los demás. Nunca tomaba un poco de descanso por la tarde, "a no ser, que la venciera el cansancio; y lo hacía sólo durante pocos minutos. Si alguien llamaba de noche por algún enfermo, era siempre la hermana Irene quien corría hacia él. No me permitió nunca, en los dos años que pasé a su lado, levantarme de la cama para esto; siendo ella la mayor, hacía valer su autoridad". Sobre el carácter de la Stefani, la hna. Antonieta concuerda con todos los demás en innumerables testimonios: "Era de finos modales -añade- y trataba a todos con mucha delicadeza. Ninguna vulgaridad se observaba en ella. Y además tenía siempre la sonrisa en sus labios; nunca un arrebato, una impaciencia, pese a que las oportunidades no faltaban. Además, siempre estaba deseosa de poner paz en todas partes, de no alimentar discordias, de revelar el lado bueno de las cosas y de las personas. No se podía criticar a alguien en su presencia, que justificaba todo y a todos, ya se tratara de africanos como de europeos. Para ella todos eran hermanos". ¿De que hablaban entre sí las hermanas? La hermana Irene, habría tenido episodios para contar... Dice la

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Hermana Cordero: "A causa de su profunda humildad, considerándose a sí misma como la última de todos, nunca hablaba de sí misma, de su pasado como misionera, de lo que había hecho durante la guerra. Pienso que haya realizado lo dicho por los santos 'olvidar, olvidar, ser olvidado". Y esto habitualmente. Cuando yo le contaba algo sobre la hermana Teófila, su hermana de sangre a quien ella había dejado cuando tenía sólo diez años y no la había visto más, ella estaba contenta. Sin embargo, sobre las anécdotas de su casa no decía nada, a pesar de saberse que era afectuosísima con su padre y sus seres queridos. En cambio pedía con insistencia, especialmente a las hermanas recién llegadas de Italia, que le hablaran del Fundador de lo que les había dicho, de lo que teníamos que hacer. Era ávida de vivir el espíritu". El bajo concepto que tenía de sí misma, la impulsaba a asumir las cargas más pesadas. "Para ella siempre elegía la mayor fatiga, el lugar más incómodo, el más desagradable. En la mesa, reservaba los mejores alimentos para las hermanas, diciendo: "A mí me basta sólo un poco de polenta; gracias a Dios estoy bien; cualquier cosa me hace mucho bien". Igual actuaba con respecto a la pobreza. Su atuendo era muy pobre y cuando la invitaba a pedir lencería nueva, se disculpaba, diciendo: "Es justo que sienta un poco la falta, después de haber gastado demasiado rápido la ropa". Lo afirmaba convencida, con sufrimiento, y no sin humillación. No desperdiciaba una hebra de hilo ni un trozo de papel. A veces, al volver de las visitas a las villas, llegaba al comedor con sed y tomaba con ganas un poco de café, pero muy diluido". Con tal que esté caliente repetía- me viene bien aunque sea liviano” Lo mismo para las famosas botas, que se habían endurecido de tanto caminar en el barro. La hermana Irene sufría de callos en los pies y esas botas le provocaban dolores agudos. Sin

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embargo, al verla caminar hacia las villas o a la cabecera de un moribundo, parecía tener alas en los pies; caminaba tan rápido que nadie hubiera imaginado el sufrimiento. El secreto de esta fuerza misteriosa era el celo por las almas que la devoraba. Por esta razón, la Iglesia debería beatificarla. Me pregunto si yo tendré la suerte de ver ese día; estaría realmente muy contenta. Aunque estoy dispuesta tanto a quedarme aquí como a irme, lo que quiera el Señor. En mis oraciones siempre pido a la hermana Irene que me ayude a conocer y a cumplir la voluntad de Dios". Miremos juntas una de las fotografías de la hermana, con el infaltable casco colonial. "Lo tenía siempre en la cabeza -explica la hermana Antonieta- incluso cuando no había sol. Un día le pregunté el motivo y me dijo que Mons. Perlo le había ordenado llevarlo siempre. Y como ya ve, en todas las fotos está esa inconfundible sonrisa que ilumina el rostro. Sí, de verdad, la hermana Irene evangelizaba con la sonrisa". ¿Qué más añadir a este coro de voces? Ahora es el tiempo de la espera y de la esperanza en una rápida conclusión de la causa, para poder celebrar e invocar a la hermana Irene Stefani en la gloria de los beatos.

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Cronología esencial 1891 22 de agosto. Nace en Anfo (provincia y diócesis de Brescia -Italia) de Juan Stefani y Maria Annunciación Massari. Se inscribe en el anagrafe con los nombres de Aurelia, Jacqueline, Cede (diminutivo de Mercedes). 23 de agosto. Fue bautizada en la iglesia parroquial de Anfo con los nombres de Aurelia, Jacoba, Mercedes. En casa y en la escuela es llamada Mercedes. 1898 6 de noviembre. Recibe la confirmación de Mons. Giacomo Corna Pellegrini, obispo de Brescia, en la iglesia parroquial de Idro. No se conoce la fecha de la primera comunión. Estudios elementales en Anfo: tiene como maestros a Francisco Richiedei y a Dominga Pelizzari, hermana del párroco. Las escuelas técnicas (de nivel medio) con exámenes de admisión al magisterio en Salò. 1907 2 de mayo. Muere la mamá, Maria Anunciación Massari. 1908 14 de junio. Muere su hermano Hugo. 1909 206

22 en marzo. El padre va a su segundo matrimonio con Teresa Savoldi. 1911 19 de junio. Entra en el instituto de las Hermanas Misioneras de la Consolata, acogida por el fundador,el canónico José Allamano. 1912 28 de enero. Toma el hábito religioso. Recibe el nombre de hermana Irene. 1914 29 de enero. Primera profesión religiosa (denominada Juramento) por 5 años. 28 de diciembre. Destinada a la misión de Kenia, parte de Turín con otras tres hermanas. Este es el segundo envío del instituto. 1915 Enero. Llega a Mombasa y continúa el viaje por ferrocarril hacia los altiplanos kikuyu. Febrero-marzo. Permanencia en la Misión-Fiscal de Limuru. Marzo-abril. Llega a Nyeri desde Limuru con una caravana a pie guiada por el Vicario Apostólico Mons. Felipe Perlo. Abril 1915- agosto 1916 Práctica misionera en Nyeri, sede central de la vicaría y residencia de la superiora de las Hermanas. Sucesivamente trabaja en el orfanato y de la granja agrícola de Mathari. Agosto. Durante la Primera Guerra Mundial, que también se luchó en África, la Hermana Irene es enviada a los

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hospitales militares de campaña para los Carriers Corp, (los portadores nativos). Antes a Voi (a 300 kilómetros de Mombasa, 600-800 enfermos). Al ayudar a los enfermos, contrajo una conjuntivitis purulenta dolorosa, a pesar de lo que continuó su servicio. 1917 Febrero. Desmantelado el hospital, de Voi es destinada al nuevo y más concurrido centro de Kilwa Kivinje a orillas del Tanganica. Abril. Se ve afectada por altas fiebres maláricas, después de las cuales reanuda el servicio. Diciembre. Desmantelado el hospital en Kilwa, es destinada al hospital de Lindi sobre la extrema costa sur de la actual Tanzania. 1918 Febrero. Breve período de descanso en Limuru. Marzo. Pasa al hospital de Dar-es-Salaam. 1919 22 de enero. Terminada la guerra, regresa a la Misión central de Nyeri. 29 de enero. Renueva la la profesión por el período de un año, de acuerdo con las disposiciones de los Superiores por las misioneras que se encontraban en Kenia. Marzo. En Nairobi participa en el desfile militar durante el cual recibe las medallas conmemorativas y una de plata de la Royal Cruz Roja Británica. Mayo. Es designada como primera asistente del primer convento nativo de hermanas en Nyeri. .

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1920 29 de enero. Renueva los votos religiosos por cuatro años. 25 de mayo. Es destinada a la misión de Gikondi donde, donde junto con algunas hermanas de su comunidad, reemplaza a las Hermanas del Cottolengo que son trasladadas a otra parte. Aquí permanecerá ininterrumpidamente hasta su muerte. 6 de mayo de 1922. Participa en Nyeri en un curso de tres meses de actualización para hermanas maestras y luego regresa a Gikondi. 1924 29 de enero. Emite los votos perpetuos. 30 de septiembre. Antonieta Stefani, la hermana menor de la hermana Irene, entra en el Instituto de las Misioneros de la Consolata y recibe el nombre de Hermana Teófila. 1927- 17 de febrero. La hermana Ferdinanda Gatti asume el cargo de superiora de las Hermanas de la Vicaría de Nyeri, sucediendo a la hermana Margarita De Maria, trasladada a Meru. 1928 - diciembre. Participa en la asamblea general de los Misioneros y de las Misioneras de la Consolata en Fort Hall, convocada por el visitador apostólico Mons.. Arthur Hinsley. 1930 14 a 21 de septiembre. Últimos ejercicios espirituales de la Hermana Irene en Nyeri.

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Octubre. Visita a Gikondi de la superiora hermana Ferdinanda Gatti que entrega las nuevas Constituciones el instituto. 20 de octubre. Última visita de la Hermana Irene a las villas más distantes. Comienza a no sentirse bien. En los días siguientes, aún estando delicada de salud, continúa las visitas a los enfermos y a los apestados. 26 de octubre. Después de la misa dominical va a la cama con fiebre altísima que persiste incluso en los días siguientes. No se puede recibir la comunión todos los días, hasta el 30 de octubre. 30 de octubre. Se le lleva el Santo Viático y recibe la Unción de los enfermos. 31 de octubre. Después de una jornada con horas alternas de delirio y postración física, muere a las 22:30. 1984 Marzo. Inicio del proceso diocesano en Nyeri. Octubre. Inicio del proceso rogatorial de asistencia judicial en Turín. 1986 - noviembre. Conclusión del proceso diocesano en Nyeri. 1988-30 de octubre. Conclusión del proceso rogatorial de asistencia judicial en Turín. 1993-29 de enero. Decreto sobre la validez de los dos procesos. .

Índice Prólogo Introducción

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I. “HA MUERTO POR EL TRABAJO DE DIOS " II. UN SÁBADO DE AGOSTO Una familia cristiana Mercedes-llamada "Cede" III. LA PASTA DE LÍDER Una alumna ejemplar Annunciación se va... Apostolado a todo campo IV. DOS INSTITUTOS, UNA SOLA MISIÓN Se siembra en Anfo Una parroquia en crisis Su "regla de vida" "Misiones a la gente" V. MISIONERA DE LA CONSOLATA Adiós para siempre Con simplicidad infantil La Grande Guerra Casi un testamento VI. TOKUMIE YESU KRISTO! Des Mombasa a Nyeri La "obra maestra" de Monseñor. Perlo VII. ENTRE LAS VÍCTIMAS DE LA GUERRA Con un cigarrillo ... VIII. CON EL ARMA DE DULZURA El lobo se vuelve cordero

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Cambio de guardia Todavía respiraba ... IX. ENTRE OLLAS EN LA COCINA X. ENTRE LOS KIKUYU PARA SIEMPRE Las escuelas pequeñas crecen Historia de Thirò ... Y Wangui ... XI. PEDAGOGÍA DEL AMOR Entre los habitantes de las villas Secretaria de los pobres A regañadientes Superiora Dos motivos de alegría XII. TERREMOTO EN EL INSTITUTO Hermana Irene: La vida es bella ... "Permítanme ofrecer la ...» XIII. ENCUENTRO CON LA MUERTE La prueba suprema "¡Ha muerto una santa!" XIV. RESPUESTAS A PREGUNTAS La causa de beatificación Desfilan los testigos Habla la única compañera sobreviviente Cronología esencial

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