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El espejo de la reina

Apenas había dejado de ser una niña cuando se dio cuenta de que eran muchas las cosas que habían cambiado a su alrededor. Había notado que las miradas de los hombres eran diferentes, que sus compañeros de juegos habían cambiado su comportamiento; que algunas de sus amigas se mostraban frías en su trato. Además, de repente se vio sometida a restricciones que no comprendía. Se acabó el vestir de forma cómoda, se acabó el salir a cabalgar cuando le apetecía. Se acabó el hablar con naturalidad; se acabó el acudir a la fiesta de la cosecha sin la compañía de sus padres. No tardó en comprender que los hombres la admiraban y deseaban, que estaban dispuestos a doblegar su voluntad ante ella a cambio, no ya de sus favores, sino simplemente de una muestra de simpatía. Se dio cuenta de que su cuerpo, su rostro, su mirada, su sonrisa, eran armas poderosas. Podría haber elegido a cualquiera, lo único que tenía que hacer era mirar a un hombre y darle a entender, con un parpadeo, que tenía alguna posibilidad de alcanzar su amor. Podía elegir a quien quisiera. Lo hizo. Quería ser la primera, la más respetada. Quería ser libre. Quería ser feliz. Quería aprovechar su poder. Eligió al rey. Sabía que no se casaría con ella. Ni el dinero de su familia, ni su hermosura sin par, podían elevarla sobre su condición de plebeya. Él tenía obligaciones reales, tenía que casarse con alguien de su posición, 1

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asegurar su dinastía. Aun así eligió al rey. Sabía que sería objeto de juicios maliciosos y el centro de las murmuraciones. La plebe nunca perdonaría su ascenso aunque lo envidiara y la nobleza vería en ella a una intrusa sin derechos legítimos. Todos la juzgarían. No importaba, nadie alcanzaría jamás su poder y su libertad. Ella era la auténtica reina de su rey. Ella era la verdadera señora del reino. Y además lo amaba. Eso se había dicho siempre a sí misma. Fueron años de mieles y damascos, de amaneceres dorados en el lecho y banquetes por la noche en los que toda la corte se rendía ante ella. El aliento de sus labios en los oídos del rey decidía una fortuna o una carrera. Usó su poder con mesura. Buscó aliados, cómplices. Se guardó de hacerse enemigos innecesarios. Y para todos, aprendió a dejar sonrisas, halagos, miradas, para que cada cual soñara lo que quisiera sin que el rey pudiera ofenderse. Tal era el poder de su hermosura Cuando el rey anunció su boda con una princesa extranjera, fueron muchos los que pensaron que quedaría relegada. No la conocían. Fue ella quien se encargó de todos los preparativos para la ceremonia, quien dispuso a los invitados, quien eligió la ropa de las damas de honor; la verdadera anfitriona. Otra era la novia mas todos la miraban y admiraban a ella. Otra llevaría la corona, sólo era un adorno, el juguete que se le da a un niño para que se entretenga. La reina oficial no era más que una niña. Una mujercilla enfermiza y bastante simple. Algunas veces llegó a sentir lástima por ella. Siempre estaría sola, nunca conocería el amor ni el deseo, tan sólo los trámites 2

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físicos necesarios para asegurar una descendencia real. La reina tenía que conformarse con lucir la corona. Que el rey tuviera amantes era algo admisible; que sólo tuviera una, era humillante. ¿Para qué necesitaba ella el adorno de una corona? No necesitaba ornamentos, su belleza era suficiente. Ella era la joya que todos deseaban. Cuando aquella mujercilla murió de parto, no sintió nada. Nunca le había deseado nada malo, tampoco nada especialmente bueno. Había muerto, que descansara en paz. Al menos había cumplido con su deber de parir un heredero; en este caso una heredera tan insignificante como su madre. Se cumplió su última voluntad. La princesa llevaría el estúpido nombre elegido por su madre, Blancanieves. El rey ya había cumplido con la obligación de asegurar su descendencia con sangre azul, ahora podía casarse por amor. Creyó que el mismo Dios intentaba cortejarla cuando el rey le propuso matrimonio. Sí, no podía ser de otro modo. Dios en persona había situado las piezas para que ella llegara a ser reina. Incluso Dios quería hacerla feliz. Eso creía. Ella también se casó por amor. Eso se había dicho siempre a sí misma. Todo sería perfecto, podría educar a la niña, convertirla en aliada. Podría tener sus propios hijos. Seguiría siendo la reina, esta vez con corona. Con el respeto de todos. Ya no tendría que sonreír para ser obedecida, ya no tendría que dar vanas esperanzas para conseguir sus objetivos. Ahora era la reina. Ahora era libre. Ahora tenía todo el poder. Apenas pasado un año desde su casamiento, el rey cayó enfermo y murió de forma repentina. Dios no quiso compartirla. Eso creyó. La reina sufrió su pérdida con dignidad. La reina se acurrucaba como una niña en su cama por las noches llorando su ausencia. La reina 3

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alzaba la cabeza por las mañanas y, después de tragarse sus lágrimas, cumplía con sus compromisos. La reina tuvo que hacer frente a lo que se avecinaba. Sabía que el pueblo y lo más escogido de la corte no la consideraban digna de dirigir el reino. Sabía que no podía intentar imponer su mandato. Sabía que tendría que volver a usar su belleza para seguir siendo la reina. No importaba, podía hacerlo. Sabía hacerlo. Antes de que nadie lo propusiera, fue ella quien ordenó que se formara un consejo de regencia hasta que la Blancanieves alcanzara la mayoría de edad y pudiera ser erigida reina. Ella misma propuso los nombres de los consejeros y se cuidó mucho de que no fueran incondicionales suyos. Ya llegarían a serlo. Ahora había que ser impecable, que nadie pensara que pretendía usurpar la corona. A pesar de sus esfuerzos, no consiguió la tutela de la niña. La noble familia de la mujercilla frágil que durante un tiempo portó la corona, reclamó su educación. No pudo negarse. Aquello suponía un inconveniente, se llevarían a Blancanieves fuera del reino, no podría ejercer su influencia sobre ella. No obstante, logró que algunos nobles de su confianza fueran admitidos como preceptores de la princesa, viajarían con ella. Además consiguió, con el apoyo unánime del consejo y sin necesidad de usar sus artes, que la heredera pasara al menos tres meses al año en el reino. La futura reina tenía que conocer su país y su pueblo. Fueron años tranquilos. Fueron años de prosperidad. Fueron años felices. Blancanieves pasaba los tres meses del verano en palacio. Era una niña menuda y nada graciosa. Era una niña que pasaba desapercibida. Era una niña poco inteligente. Era una niña a la que no lograba ganarse. La familia de su madre la había alimentado con biberones de des-

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confianza. Los preceptores no habían sabido contagiarle su sumisión incondicional. Sucedió en el verano en el que Blancanieves cumplió quince años, estaba dejando de ser una niña. La reina se dio cuenta de que tendría que empezar a planificar cambios. Faltaba poco tiempo para la coronación. No podía arriesgarse a perder lo conseguido. Tenía que asegurar su posición. Tenía que asegurar su poder. Era mucho lo que había trabajado. No estaba dispuesta a ceder ni un ápice de sus logros. Una niña pazguata, por mucha sangre real que llevara en las venas, no iba a arrebatarle lo que era suyo. Por eso supervisó personalmente la elección de los nuevos sirvientes de palacio y eligió a aquel hombre del que supo, sólo con mirarlo, que era peligroso para las niñas que estaban en edad de dejar de serlo. Sería el jefe de su escolta personal. Por eso hizo una visita a las minas reales y conoció a los siete mineros. Bajitos, pero fuertes como toros. Por eso visitó a la vieja que vivía en lo más profundo del bosque y a la que todos temían. Por eso reanudó sus relaciones personales con el anciano rey del aliado país vecino cuyo hijo estaba en edad de casarse. Por eso se ruborizó ante las galanterías de su príncipe heredero y le hizo promesas para un futuro no muy lejano. Por eso se aficionó a la caza, como Blancanieves. Fue un trabajo lento y preciso, todo tenía que estar en su sitio en el momento adecuado. Todo tenía que parecer casual. Ella debía permanecer al margen de cualquier sospecha.

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Todo estaba listo. Faltaba sólo un año para que la princesa fuera coronada. Todo estaba preparado para la cacería íntima del día siguiente. Solas ellas dos y su escolta. En la cena tomó las hierbas que la vieja del bosque le había dado. No tuvo que fingir la fiebre para no acudir a la cacería. No le costó mostrarse comprensiva y animar de forma abnegada a Blancanieves para que acudiera a la montería sin ella. El guía y protector conocía su cometido: solamente asustarla, provocar su huida hacia la morada de los mineros. Si le hacía daño, ella en persona le haría sufrir el mayor de los castigos. El escolta amaba a su reina, no necesitaba amenazas para cumplir con lo ordenado, lo hizo de buen grado. Con los mineros no había sido necesario llegar a ningún acuerdo. En cuanto los vio supo que no necesitaba ganarse su cooperación. Eran hombres rudos y de sentimientos simples, sucumbirían ante la inocencia de una princesa asustada, sólo necesitaban un motivo para despertar su ternura e instinto de protección. Acogieron a la niña sin dudar. La anciana del bosque, sabía lo que tenía que hacer, la manzana que la conduciría un corto y ligero sueño, estaba lista. El príncipe también conocía su papel, muchas veces se lo había recordado entre suspiros enamorados y promesas venideras. Apareció durante el sueño de Blancanieves y se mostró admirado de su belleza, tanto que le dio un beso justo en el momento en el que despertaba. Ella era tan pánfila como lo había sido su madre, cayó rendida ante el valiente príncipe creyendo que la había salvado de un horrible maleficio. Volvería a ser la amante del rey, era necesario y así lo había prometido. Pero seguiría gobernando como siempre lo había hecho. Ahora serían dos reinos. Tal era el poder su hermosura. Eso creía. 6

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Mas había cometido un error, había olvidado consultar al espejo. A medida que se acercaba la fecha de la boda real, el deseo que se reflejaba en los ojos del príncipe no estaba dirigido a ella. El príncipe se había enamorado de Blancanieves. Plantada frente a su espejo, meditaba lo que éste le acababa de decir. No, no era un espejo mágico que le enseñaba el futuro; sino un perfecto y gran espejo, normal y corriente, que le mostraba, con limpia nitidez, el presente que se situaba ante él. No se había dado cuenta de que sus modistas, poco a poco habían reducido los estampados de sus vestidos hasta dejarlos de un color uniforme, cada vez con tonos más oscuros. No se había dado cuenta de que sus corsés se habían ido endureciendo cada vez más hasta apenas dejarla respirar. No se había dado cuenta de que el tono rosado de sus mejillas tenía cada vez menos de natural. No se había dado cuenta de que el brillo de sus ojos ya sólo destacaba cuando los rodeaba de disimuladas sombras multicolores. No se había dado cuenta de que su hermosa melena negra sería gris si no pintara sus canas. Cincuenta años. Seguía siendo hermosa, más que cualquier mujer de su edad, pero sus cincuenta años ya no se parecían a los veinte de nadie, ni siquiera a los de la insípida Blancanieves. Mientras se preparaba para su última aparición lo había comprendido: ya no tenía armas. Aun así, esbozó una sonrisa, Blancanieves nunca sabría lo que significaba ser una auténtica reina. Ella sí.

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