El cuerpo que escribe ¿Qué puedo leer de mí mismo? ¿No soy eso mismo que se le escapa a mi propia lectura? ¿Qué puedo conocer de mi cuerpo? ¿Qué puedo conocer de mi escritura? […] solamente conozco de mi escritura lo que conozco de mi cuerpo: una cenestesia, la experiencia de una presión, de una pulsión, de un deslizamiento, de un ritmo: una producción y no un producto; un goce, y no una inteligibilidad. Roland Barthes1

anticipando el estudio comparativo sobre los orígenes de la medicina en la antiguas civilizaciones griega y china, el investigador Shigehisa Kuriyama2 nos dirige entre derivaciones apa-

rentemente sencillas hacia una interrogante fundamental sobre la que puede emplazarse el germen de reflexión que se desarrollará en las páginas siguientes. El breve recorrido que el

catedrático japonés asienta como prefacio a sus intenciones desemboca en una cuestión tan trascendente como imposible

de resolver –la diferencia entre poseer el cuerpo o pertenecerle. Kuriyama habla de la distancia entre pertenecer y poseer

como un espacio ambiguo3 y en esta sugerencia (i)localizable

atisba el encuentro sobre nuestra experiencia como el único 1 Roland Barthes. Variaciones sobre la escritura. Buenos Aires: Paidós. 2002. p. 123. El artículo que da título a este volumen póstumo fue escrito en 1973 para el Instituto Accademico di Roma para una publicación colectiva que no sucedió. 2 Shigehisa Kuriyama. La expresividad del cuerpo y la divergencia de la medicina griega y china. Madrid: Siruela. 2005.

lugar que nos es accesible –aún en su ambigüedad– para recorrer con él, en él, las posibilidades de respuesta. ¿Cómo pode-

mos conocer este espacio ambiguo que somos como cuerpo invisto sino sobre su superficie y sensaciones? ¿Cuáles son las profundidades que envuelve nuestra exterioridad sensible?

¿Cómo podríamos alguna vez tener certeza del orden de las relaciones que se establecen entre el cuerpo anatómico y el cuer-

po expresivo? ¿Dónde puede fincarse la diferencia o la distancia entre poseer y pertenecer? Pues aunque la disparidad de negociación o convivencia con el cuerpo que anuncia el enfrenta-

miento de ambos términos-en-acción es clara y dirigida en

modos opuestos en cuanto su estatuto gobernante –se posee algo, se es dueño de, o bien, se pertenece a algo, se es súbdito

de–; sucede que al hablar del cuerpo la relación biunívoca que

podríamos haber intentado establecer se desdibuja en sus con-

tornos. Tal como el desarrollo histórico de la medicina griega en la antigüedad destinaría sus orígenes hacia la posibilidad

de establecimiento del núcleo o motor del cuerpo entre el corazón, los pulmones y el alma,4 pensar la divergencia de situación

entre el sujeto como conciencia y su cuerpo entre la posesión y 3 El autor deriva la disparidad entre el pertenecer y el poseer (d)el cuerpo de uno de los estudios de estética de Paul Valéry en el que circula la pregunta sobre las distancias culturales y geográficas que hacen de Oriente y Occidente baluartes a distancia. Paul Valéry. “Aesthetics” en Collected Works in English. Princeton: Princeton University Press. 1964. Vol. 13. 4 Lo que los principios de la anatomía occidental trataran de designar como valoración de preponderancia vital entre el corazón (circulación) y los pulmones (respiración), Aristóteles lo resolvía con la idea del pneuma innato –la ardiente y divina respiración de la naturaleza que brota desde el corazón. Ese hálito vital que entre culturas e historias recibirá infinidad de nombres rondando la dualidad cuerpo/alma, Aristóteles lo entendía como un primer motor inmóvil más allá de toda criatura a partir de cuya respiración e imitación existía la vida. Más al respecto: Kuriyama. Op. cit. p. 155.

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la pertenencia no es sino un intento por designarse en subdivisiones de primacía insostenibles cuando se habla de un organismo. Pues en el solo planteamiento de esta distancia por salvar entre la posesión y la pertenencia anidan las intenciones del hombre sobre el conocer y sus saberes.

¿Cómo se conoce y cómo se experimenta el cuerpo? Según

nos enseña Kuriyama en esta investigación, no tenemos posi-

bilidad de acceso a sus formas sino a través de las palabras y los esquemas. Parece sólo posible acceder a él por medio de su representación en el lenguaje que se dirige generalmente sobre

el cuerpo ajeno (cuerpo/caso de estudio) para conocer el propio. Hay que hacerse de las palabras para develar las actitudes y el estado mental del cuerpo que las escribe, afirma Kuriyama. Incitemos la posibilidad de llevar un poco más lejos tal inten-

ción, es decir, intentemos hacernos de las palabras para develar los estados físicos del cuerpo. Ésta será la inmersión final que busque este volumen en su escritura, para desplazar la histo-

riografía del saber del cuerpo sobre la posibilidad de acceder a esos espacios ambiguos entre el conocimiento y la vivencia

que confiesan con menor resistencia los intentos de posesión como urgencias de pertenencia, de consonancia.5

Una forma de intentarlo sería hacerlo sobre el cuerpo pro-

pio, intentar decir en la palabra las vibraciones (inteligentes y

equívocas6) que anidan en los registros de sensibilidad que recorren los nervios entre la corteza cerebral y sus terminaciones

periféricas. Pensar en el cuerpo como un enlazamiento físico 5 Apelo al sentido de consonancia en un recorrido entre su definición musical como identidad acorde de sonidos y esa sencillamente enunciada relación de conformidad que tienen algunas cosas entre sí.

palpable con el mundo es un camino permisible para recorrer el hilvanado que entretejen la experiencia y sus terminaciones

narrativas. Preguntarse por la pertenencia o la posesión desde y sobre un cuerpo enfermo, un cuerpo en falla, pudiera ser una

forma de articular el sentir con el decir de una manera radical, acaso extrema; ciertamente un poco más urgida por recorrer ese camino.

Los estudios que intentan decir el cuerpo enfermo en su

dolor sobre los que busca avanzar la antropología médica concuerdan en confesar lo inaccesible entre el cuerpo que padece

y el que escribe sobre una cierta laguna de la experiencia del cuerpo doliente que permanece impronunciable, indistingui-

ble, indecible. Incluso aseguran que esa distancia (advertida por Kuriyama) entre el cuerpo y su decir en palabra permanece

infranqueable en buena medida incluso para los pacientes, lo

que vuelve más esquiva la frontera del cuerpo que intenta ha-

blar su dolor.7 Quizá la posibilidad de hacer del cuerpo-propio-

caso-de-estudio reescriba la indecibilidad como urgencia. Urgencia de volver a la palabra.

6 Deliberadamente polarizo la condición de esa buena y mala expresividad corporal que hace la diferencia entre un estímulo cognoscible positivo a las terminaciones nerviosas del tacto que llevan su información al cerebro, y ese otro orden de estímulos malos o equívocos que lanzan su estímulo como dolor cuando responden a una terminación nerviosa afectada, dañada. 7 Siguiendo los importantes estudios en la materia que ha realizado Elaine Scarry (The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World. Nueva York: Oxford University Press. 1985) investigadores como Byron J. Good, Mary-Jo DelVecchio, entre otros, concuerdan en denunciar la brecha que los distancia de la posibilidad de comprender en su integridad e intensidad la experiencia corporal de pacientes enfermos, especialmente aquellos diagnosticados con dolor crónico. Al respecto: Mary-Jo DelVecchio, et al. Pain as Human Experience: An Antropological Perspective. Berkeley: University of California Press. 1994.

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Elaine Scarry, investigadora y catedrática inglesa desde cu-

yos escritos en torno al dolor derivan buena parte de los estudios contemporáneos de antropología médica anglosajona, ha

enunciado con punzante claridad una figura en la que (des)dibuja la relación entre el cuerpo doliente y la palabra. Ella ase-

gura que un cuerpo en dolor pervive de un estado presimbólico del lenguaje, pues, cuando su experiencia es extrema, el cuerpo se experimenta por completo escapado a la posibilidad de articulación significante. Cuando el cuerpo duele con tal intensidad que no puede emitir palabra sino lamentos, dice Scarry, el lenguaje deviene tan inaccesible como dispensable. El dolor

intenso es capaz de “destruir al mundo”, alejando al cuerpo de

su posibilidad enunciante, de su existencia narrativa. Ver un cuerpo en la profundidad del dolor “es ser testigo de la destrucción del lenguaje”; verlo volver del dolor es “presenciar el nacimiento mismo del lenguaje”.8

Al habitar un cuerpo que urge de esta forma su vuelta al

lenguaje y al ser la experiencia de su cronicidad aquello que encinta la necesidad por (des)aparecer en el lenguaje, este estudio es en principio un ejercicio por conocer las palabras que

hacen el cuerpo en la obra de dos sujetos cuya elección y presencia nodal los anima a funcionar como cuerpos flotantes en

un entorno acuoso de fluidez, superficie y densidades varia-

bles; en el ejercicio de la escritura se buscan los intercambios de reflexividad y opacidades que enlazan la vivencia del cuerpo

con el proceso de escritura en la obra de arte. Buscar ese cuerpo que (se) hace (en) la escritura y en su (des)hacerse constituye su propuesta estética. 8 Ibíd. pp. 5-6, 29.

Conocer las palabras en el sentido al que apela la sabiduría

china poco tiene que ver con la definición lúcida o con la inteligibilidad de los términos si no se ejercita una escucha sensible a las alusiones no-intencionales del discurso,9 fijando la atención en el gesto que anima la escritura –no siempre del

todo visible– cuando su ejercicio se ofrece como creación estética. Conocer las palabras para entender el modo en que el len-

guaje esculpe las percepciones, da forma a lo que vemos, sentimos al tacto y percibimos en la escucha.10 Conocer como ejercicio de percepción; conocer haciéndose disponible a, abandonarse en el desprendimiento de toda disposición particular

intentando no hacerse de una idea, juicio, tesis o criterio perseguido de antemano, sino haciendo del proceso de contacto, recepción e integración un acto de disposición corporal y mental.11

Situar el pensamiento en el cuerpo y no exclusivamente en la

mente siguiendo el orden de la razón, como lo hace el pensa-

miento chino, es un ofrecimiento que se hace disponible como

enseñanza a la necesidad de involucrarse corporalmente con el y los sujetos de estudio. Se experimenta en la distensión de la

9 Kuriyama. Op. cit. p. 187. 10 Kuriyama atiende con precisión e inteligencia la relación entre el lenguaje y lo percibido cuando recorre las profundas variantes que destila en la tradición griega el acto de tomar el pulso, lo que en la tradición china se conoce como palpar el mo (concepto que carece de traducción precisa y que puede designar tanto el flujo sanguíneo como las arterias o los sitios de palpación del estado de los órganos internos sobre los seis puntos señalados en ambas muñecas). Se enfatiza el desfase entre tocar y sentir de acuerdo con las sensaciones definidas en ello. Es decir, mientras que para la medicina griega el pulso era medible esencialmente por ritmo y velocidades de pulsación, la exploración china se centra en las cualidades sensoriales del mo; es decir, un fluir áspero o resbaladizo, hundido o superficial, flojo, frágil, tenso o duro, características buscadas por la palabra que promueven un tacto más fino potenciando en el lenguaje las variantes de percepción táctil. Ibíd. pp. 25-115.

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propia morada la capacidad de advenir en el estudio y la entre-

ga a la palabra. Recorrer los caminos en los que la palabra ha quedado muda frente al dolor. Buscar, no el saber crispado al

que se refiere François Jullien (probablemente el sinólogo francés más reconocido y publicado), al estudiar comparativamente los orígenes de la filosofía griega y china como ese saber

científico que ansía el desarrollo contundente en la constitución de un objeto de estudio; sino aquella sabiduría acaso im-

perceptible, no-grandilocuente, que busca ante todo un s(ab)er

comprensivo, que entiende que el comprender por el camino intelectual sobre una perspectiva única, reducida o aferrada no alcanza;12 y que vuelve necesario intentar una forma de conocer

que atienda la comprensión como un estado o actitud humana. Para que la manera de ver comprenda la manera de ser, este estudio centra su cuerpo y mirada entre la respiración y las pul-

saciones sobre un terreno compartible: el cuerpo que escribe. Cuerpos que hacen de la escritura su gesto comprensivo.

Propongo la designación del gesto para nombrar ese espa-

cio ambiguo en que se recorre la experiencia del cuerpo entre

11 Enseña la sabiduría china que no es suficiente vaciarse de prejuicios y partir de la duda en el sentido animado por Descartes, sino que es necesaria una higiene del cuerpo en confluencia con una higiene de la mente. Esta higiene logra la calma, el vacío taoísta, la serenidad y el desapego para permitir al hombre adaptarse a las situaciones y cambiar con el curso de la vida, asumiendo todo proceso como un nuevo estado de aprendizaje continuo y constante al que ni la mente ni el cuerpo han de oponer resistencia o enfrentamiento. Buscar la compenetración del ser con el mundo, en el mundo, es que el cuerpo y la mente pueden conocer(se), dejándose ir. (François Jullien. Un sabio no tiene ideas. Madrid: Siruela. 2001. pp. 161-175). 12 Apelo a ambos sentidos del alcance: sea en el del recorrer una distancia cuanto que no es suficiente para llegar a, para alcanzarle; como también en el sentido de suficiencia, pues resulta insuficiente para abarcar o inundar(se), desbordarse, ponerse en riesgo y así ofrecerse.

la posesión y la pertenencia en dirección a su asentamiento y

enunciación en el cuerpo físico –no sólo en el sentido que llama “el movimiento del rostro, de las manos o de otras partes del

cuerpo con que se expresan diversos afectos del ánimo”.13 Pues el gesto, siendo de suyo una palabra de ambigua designación

–en tanto que puede referirse a un movimiento (voluntario o involuntario) del rostro; un rasgo del semblante; una actitud

del cuerpo; un acto o acción del sujeto; o un rasgo notable de

carácter– parece pertinente para interrelacionar esencialmente las variantes de uso y comprensión que contiene. Al enten-

der que el gesto es algo que sucede en la percepción y que como acción requiere del cuerpo para devenir, sus dimensiones y su

visibilidad son tan desiguales como las que distancian una mirada esquiva de un torso inclinado en reverencia, o esa gestua-

lidad inerme que se distiende entre el dolor y la insensibilidad; las dimensiones de tales gestos de incierta ubicación descriptiva están habitadas en su sustancia dislocada por distintos registros de una misma relación entre el cuerpo y su expresión.

Entre los tratamientos que intentan precisar las caracterís-

ticas del dolor neuropático –ese dolor crónico padecido como

constante intermitencia después de una lesión sobre las terminaciones nerviosas periféricas–, la medicina occidental contemporánea presupone para su diagnosis la determinación de

los potenciales evocados. Metafórica designación que puede ayudar a decir las condensaciones que suceden entre el estar

13 Retomo entre las variantes en definiciones y sentidos sobre el sustantivo “gesto” derivado de la voz latina gestus, que parecería englobar las características de comprensión común del término de acuerdo con el Diccionario de la lengua española, Madrid: Real Academia Española, 2001. XXII edición, vol. 1, p. 1135.

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del cuerpo y el estar de la palabra. Estudio inventado por resonancia magnética para evaluar la función sensitiva de un ner-

vio desde su parte más externa sobre la piel hasta el cerebro en

el córtex prefrontal, los potenciales evocados son capaces de marcar el camino que (ya no) recorre el impulso nervioso (dañado) –ese recorrido que hizo sin necesidad de memoria antes

de necesitarse evocado. Tal como sucede entre este poético término y la cancelación a la que ahora llama su evocación, el im-

pulso nervioso en falla que desde entonces atormentará al cuerpo en el que se invoca es un ejemplo tan preciso como fatal

de la relación que se establece por necesidad y salvamento en-

tre el cuerpo y las palabras que lo dicen; relación que por lo general suele permanecer invisible cuando se busca sólo en el

cuerpo; pues muchas veces el decir del cuerpo encuentra movi-

lidad a su estancamiento hasta que acontece en la palabra que lo escribe; sin embargo, si no parte de ese lugar al que pertenece, permanecerá indecible la cualidad que habría de posibilitar su desplazamiento.

Pensar en la escritura como gesto corporal antes, durante y

después de su concepción significante como ejercicio del len-

guaje puede anunciar un camino para recorrer reflexivamente la polaridad sobre lo asible (pertenecido o en pertenencia) del cuerpo en el intento por comprendernos dentro, y pausar el recorrido entre las distintas profundidades que el gesto en su incluyente designar parece ofrecer a la inferencia.

Al buscar aquellos estados de visibilidad14 o confluencias

perceptibles donde se articulan las acciones voluntarias (que los músculos convierten en movimiento) y los procesos naturales

(como el pulso y la respiración), elegí destinar la (a)tens(c)ión

sobre dos artistas en cuya obra la relación entre el cuerpo y la

escritura se dirige sobre la lógica de la profundidad a la que alude Kuriyama para explicar el sustento de las concepciones

fundacionales de la medicina china. Esa concepción del cuerpo tan ajena a la transparencia morfológica que posibilitó el desarrollo anatómico en disección del cuerpo para la medicina

occidental desde sus orígenes hipocráticos, en la que se condensaría la forma de atender y aprehender el cuerpo vivo a

través del pulso.15 Pues concebir el cuerpo como un lugar cognoscible al tacto paciente y en atención a sus distintas profundidades (como se mantendrían por siglos sin modificaciones de

sustancia el saber y la práctica médica tanto oriental como oc-

cidental) no devela solamente la decisión de ignorar la práctica disectiva en la que la medicina occidental situaría la razón principal de su desarrollo y de su supuesta superioridad historicoclínica, sino que en su consistencia contiene y devela el cui-

dado por mantener y concebir el cuerpo como una entidad integral, conocible a un tiempo y estado de claridad perceptiva semejante al que involucra al cuerpo de quien crea en la escritura, como iremos comprendiendo.

Atrevida aseveración, incomprobable incluso. ¿Cómo puede

un estudio dirigir entonces sus empeños sobre esta búsqueda?¿Cómo salvarse de la condena de una lectura por en-

14 Se trata de incitar una visibilidad integral en la acepción más expandida del término –aquella que pudiera entenderse como esa escucha sensible que atiende lo que dicen sin enunciar las palabras; esa visibilidad que es capaz de percibir los cambios de temperatura de un cuerpo cercano y no sólo sus cambios de posición. 15 Trataremos con mayor detalle las cualidades del pulso en los orígenes de la medicina griega y china un poco más adelante.

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tero subjetivada? ¿Cómo sobrevivir al toparse con ese “mar de nubes flotantes”?16

Se sobrevive asumiendo que en la insuficiencia de las pala-

bras sobre la propia experiencia hierve también su potencial

en constante y continua realización y que en su imposibilidad

inabarcable se alimenta la necesidad inagotada de la escritura,

de la ejecución de la palabra –del darse en cuerpo a la palabra. Pues hay formas de hacer de la escritura en las que el cuerpo

entero, no sólo la mano, está de por medio; se pone todo en juego, se arriesga y se sacrifica; escrituras que se ofrecen como formas de conocer (con) el cuerpo y desaparecer en la palabra. Las

obras atendidas en este estudio hacen de esta experiencia su sentido creativo, afirmando la experiencia subjetiva en la escritura; reiterando la exploración de la palabra escrita en tan ínti-

ma relación con la vivencia del cuerpo que dejan su lugar a cambio. Escribir para desaparecer. ¿Qué relaciones entabla este intento por perder el cuerpo a cambio de la palabra?

El artista contemporáneo de origen chino Song Dong y la

poeta y cineasta egipcia Safaa Fathy comparten –seguramente

de forma inadvertida– este destino paralelo: escriben para desaparecer. Y ambos recurren a la imagen analógica para hacer de

la desaparición un registro; para dar cuenta de, para hacer latente, presente, el gesto de una escritura en desalojo, en desalojo del propio cuerpo. Dong y Fathy, creadores cuyas prácticas

16 El pensador taoísta Li Zhongzi, respecto a la dificultad del decir con certidumbre las cualidades del mo, aseguraba que el intento de percibir el mundo en el cuerpo al contacto de tres dedos era como “toparse con un mar de nubes flotantes”, pues lo que su mente comprendía desde la piel, le resultaba imposible transmitirlo en voz. Zhongzi. Yizong bidu (1774) citado en Kuriyama. Op. cit. pp. 77-78.

parecerían enfilar y desarrollarse sobre terrenos y entramados

a todas luces distantes –él, un artista chino de raigambre conceptual inclinado sobre la exploración performativa de la práctica como proceso y el existir de la obra de arte como huella de

una vivencia corporal-expresiva tan intensa como íntima; ella, una escritora nacida en Egipto emigrada francesa que recorre sus intereses entre la escritura poética, el ejercicio cinematográfico y el pensamiento teórico-crítico– dan lugar a la conso-

nancia de sentido entre sus particulares condensaciones creativas cuando, para hacerlo, deciden perder el cuerpo y dejarlo sólo a la imagen, adviniendo en sus profundidades a tra-

vés de la palabra escrita. Literalmente a través de la palabra; en el atravesar de la palabra el cuerpo se hace durar apenas para aceptar que sobre su puesta en marcha lanza su finitud.

Probablemente por ello es que ambos recurren a la imagen

analógica (Dong a la fotografía y al video, Fathy al video y al cine), al ser medios que estiman sus posibilidades sobre lo im-

penetrable. Ambos, fotografía y cine, comparten la sentencia de andar sobre la superficie de las cosas, aun cuando la duración capturada de la foto y la duración extendida del filme pue-

dan intentar sugerir que permiten a la mirada el tiempo detenido, sostenido o reproducible para intentar ese atravesamiento, esa penetración sobre la intimidad del detalle, sobre la

cercanía y el recuerdo preciso de las texturas. Ni Dong ni Fathy

se conforman con este registro, para ellos no es suficiente la imagen en la que no encuentran sino un medio para atender

algo más preciso y escapado entre el cuerpo y sus huellas; ambos recurren a la escritura para hacer del tiempo y ejercicio del

gesto escritural un estado en infinitivo. Porque en ambos es el

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cuerpo de la palabra lo que está antes, durante y después de la

imagen habitando la obra como un estado infinitivo del verbo, de la acción como rastro del cuerpo. La palabra escrita que se

anuncia para desaparecer y en ese proceso de desvanecimiento, atravesar el tiempo y el espacio de la imagen, sabiendo que

si tan sólo durante el tiempo que el cuerpo está en la escritura

será el tiempo de su duración, la palabra en rastro, como resto, debe también diluirse. Dong escribe para dejar constancia de un gesto que termina entre trazos de agua absorbidos por una

laja de piedra anónima. Fathy escribe para que sus palabras sean enunciadas por otro, una voz perceptible como evidencia corporal pero condenada a la extinción. Dong retrata la desaparición de la palabra como memoria del cuerpo y encierra en ello

la infinitud del gesto escritural como ejercicio de (im)permanencia. Fathy filma la latencia invisible de los cuerpos que han dado su existencia a la escritura pronunciada.

¿Qué hay entonces entre el cuerpo y la palabra escrita que

parecería derivar en la desaparición? ¿Es la escritura inevitable

y necesariamente un vaciamiento? Antes de sumergirnos en la deriva teórico-histórica que tensará sus redes en las siguientes páginas, el estado de mi (cuerpo) escritura presente parece empujarme –inclemente– a dar(me como) respuesta interna a es-

tas preguntas. Pero incluso ahora, cuando la necesidad de exteriorizar esos saberes adquiridos de primera mano (padecidos en el propio cuerpo) parece irrenunciable, la pregunta sigue

penetrando: pues si es precisa la condición desaparecida de una cierta escritura, no habría que decirse en ella antes de ella.

Quizá no debiera decir todavía por qué en mi caso particu-

lar desaparezco cuando escribo, o al menos, aún no confesar

que es esto lo que intento. Sin embargo, en la consistencia de

ese camino hacia el vaciamiento que habremos de explorar sobre la obra de Dong y Fathy, se detiene (apenas el tiempo suficiente para herir y continuar) entre ellos y yo una sustancia

similar, parecida al dolor que comparte el acuerdo de ese resquebrajamiento que describiera Roland Barthes para todas las

formas de escritura.17 Para fisurar la continuidad del duelo (Fathy); para reajustar la permanencia en el acto desnudo y

no en la marca (Dong); para estallar el carácter tópico18 del cuerpo en la escritura y tratar de develar sus concentraciones.

Barthes hablaba de un intercambio en la escritura, “un mo-

mento peligroso en que suelto de un lado y tomo del otro, […]

un medio de prevenirme contra el riesgo de un golpe mortal: si la escritura no existiese, me vería sin nada: habiendo soltado

ya y no habiendo tomado todavía: en ese estado de caída infinita”.19 Sería ésta otra forma para explicarnos los estados de

desaparición que suceden en los cuerpos aquí convocados vol-

cando la caída entre la vulnerabilidad y el vaciamiento: cuando dejo ese lado que soy en mi cuerpo siendo solamente esto –un cuerpo antes de la palabra, para decir en cambio lo que intento

ser sin él, en la palabra después del cuerpo. Transfiguración en 17 Barthes. Variaciones sobre la escritura. Op. cit. p. 110. 18 Configuro la propuesta de este carácter tópico de la escritura sobre el sentido médico del término, es decir como una escritura que sucediera directamente sobre la piel; para no dejarla ahí sino para estallarla y poder asir sobre lo residual, sus terminaciones profundas, debajo del lugar externo, debajo del sentido visible, debajo del lugar constatable, debajo de la piel. 19 Barthes. Variaciones sobre la escritura. Op. cit. p. 113. Recordando a Scarry y el sentir indecible del cuerpo en dolor extremo como aquel que escapa del lenguaje, la caída infinita de Barthes parece encontrar un estrato responsivo. Se podría decir que un cuerpo en dolor crónico es un cuerpo en caída infinita.

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la que parecemos creer (caer) quienes hemos querido hacer

de la escritura un espacio atemperado (sabiendo bien que sólo

se prolonga en la duración de su gesto); un espacio en el que

nos mantenemos al cuidado de –cuando totalmente expuestos a– ese “golpe mortal” (la muerte, el olvido, el dolor interminable, la desaparición última) haciéndonos en el dar de un cuerpo que escribe.

No hay que olvidar que el lugar del escribano –entendiendo

y apelando a tal designación en su sentido más primitivo como aquel que escribe– en la cultura china como en la tradición árabe detenta una valoración especial, equiparable en respeto e

importancia al lugar del artista y el guerrero; condiciones que, compartidas entre la pertenencia cultural de Song Dong y

Safaa Fathy, pueden asimilarse como precedentes del carácter

comprensivo y aprehensivo que el ejercicio de la escritura sos-

tiene en su práctica creativa. No resulten entonces ajenas estas reflexiones que buscan dejarse penetrar por las profundidades de lectura y percepción que la obra de cada uno –entre ellos y en mí– convoca.

Para los estudiosos del dao (la vía), pensar no es concebir

una idea o un objeto de manera directa a través de un método

–como podría suponerse un tanto burdamente que ha sucedido en la tradición del pensamiento occidental. Es en cambio un

proceso de realización el que activa al cuerpo que conoce y se reconoce indirectamente, siempre por un sesgo, por una laten-

cia. “Realizar es tomar conciencia no de lo que no se ve, o de lo que no se sabe, sino, al contrario, de lo que se ve, de lo que se

sabe, incluso de lo que se sabe perfectamente, de lo que se tie-

ne a la vista […] es tomar conciencia de la evidencia […] de que

el tiempo pasa, de que uno envejece, o simplemente de que está ‘en vida’”. 20

Existe entre las condiciones que rondan la neuropatía

aquello que los médicos alópatas llaman anestesia dolorosa. Es una especie de funcionalidad revertida que permite lo aparen-

temente imposible: que una zona del cuerpo que ha quedado insensibilizada, entumecida, perceptivamente yerma a causa

de un sistema nervioso herido, participe de una exacerbación

neurálgica. Esta condición paroxismal21 del cuerpo, que sucede también después de las amputaciones y refiere de manera ciertamente espectral la memoria corporal, existe en el cuerpo

como existe en la escritura para Derrida en tanto marca de au-

sencia presente. Existe como realización desaparecida en el cuerpo que escribe, quizá compartiendo inadvertidamente este rasgo de la sabiduría taoísta al ver sobre sí la realización del

dolor (considerando que el dolor llama nuestra atención sobre algo dentro que no vemos y que se encuentra dislocado, fuera de cauce, con frecuencia se dice que el dolor avisa para proteger al cuerpo de un daño mayor). Pensar que podemos hacer-

nos sensibles incluso en el entumecimiento, cuando tiende a velar lo que asumimos como el cuerpo propio, es pensar que es

efectivamente posible para el cuerpo levantar el vuelo en la

escritura,22 invocándola desde la profundidad etimológica y fenomenológica latina de la palabra scribere23 –ese gesto de ins-

cripción que señala su aparición como inserción del trazo sobre la materia (piedra, arcilla, piel), herida que hace la punción so20 Jullien. Un sabio no tiene ideas. Op. cit. p. 79. 21 Apelando a ambas connotaciones del término: cuando refiere a una exaltación extrema de las pasiones, como al estado exacerbado de una enfermedad.

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bre la superficie y deja de sí la fuerza contenida como rastro, convirtiendo de ella el resto en expresión significante; tal cual

sucede cuando un nervio dañado deja de sí, en su realización, en el corte punzado de su registro, un cuerpo saturado de (in) sensibilidad constantemente sobre-significando.

¿No es que el gesto que se escribe para desaparecer –visi-

ble o auditivamente como lo hacen Dong y Fathy– participa de este sentido de la realización? Si la realización plena invo-

lucra la “renuncia a la categoría del sujeto en favor de la del proceso”, constituirse en fondo y no en objeto es lo que hace

que uno pueda habitarlo, descansar en ello (en el gesto, como el de la escritura) y “encontrarlo como una fuente inagotable”.24 ¿Sería la insistencia de Dong por escribir sobre lo absor-

bente con la sola finalidad de permanecer en el acto, durante

el gesto, una necesidad por igual inagotable que aquella que 22 Invoco aquí una lectura paradisiaca del cuerpo en la escritura que resulta difícil de resistir: “un cuerpo ligado, rápido, ligero, en una palabra (los poetas y los soñadores conocen bien la fortuna de esta imagen), un cuerpo que levanta el vuelo”. Roland Barthes. Variaciones sobre la escritura. Op. cit. p. 123. Tampoco resisto citar a uno los escritores cubanos más insaciablemente corpóreos, Reinaldo Arenas, cuando habla del ritmo pulsado de la máquina de escribir, en cuya música “los muros se ensanchan, el techo desaparece y naturalmente flotas, flotas, arrancado, arrastrado, elevado, llevado, transportado, eternizado en aras y por esa minúscula y constante cadencia, por esa música, por ese ta ta incesante”. Arenas citado en Antes que anochezca. (Dir. Julian Schnabel. 2000.) 23 Originalmente el término latín scribere (de raíz indoeuropea skreibh) significaba grabar, emparentado con el griego “σκᾰρῑφάομαι” (skarifáomai: rayar un contorno). El origen de la palabra que denota la acción de inscripción se expandió más allá de las lenguas romances, como sucedió en el alemán con el vocablo schreiben. 24 La lectura que hace Jullien de una de las enseñanzas del pensador chino Mencio (370289 a.C.) sobre un pasaje determinante de sus escritos en relación con la comprensión-por-experimentación de la realización como proceso de atención de eso inobjetivable que es la fuente de paz-estabilidad del hombre (zhi), es particularmente lúcida. Jullien. Un sabio no tiene ideas. Op. cit. p. 84.

Fathy refrenda en un centenar de cortes de toma diseccionados del tiempo continuo sobre un fondo de agua estanca? ¿Encuentra el gesto de la escritura su fuente inagotable de realización en el cuerpo que escribe?

Entre los estribos del diagnóstico que designa el síndrome

de columna fallida se cierne el estado crónico del dolor en el paciente. Cuando aquello causante del dolor previo a la intervención quirúrgica (como la rotura de una vértebra y su indistinto desplazamiento sobre el tronco nervioso central) ha sido

ya solucionado (fijado con placas, tornillos y sellado con una

jaula de titanio injertada en el hueso) y la dolencia permanece, se podría decir que el cuerpo ha encontrado su propia fuente inagotable, su estancia de duración invicta. Los estudios neurológicos más avanzados aún no saben en qué medida la memoria del cuerpo es la causa de permanencia de tal sufrimiento, y

qué parte corresponde al daño real (ciertamente irreversible) sobre el nervio. El dolor que trae consigo una espalda fallida ha

querido ser descrito como un dolor lumbar sordo, difuso, acompañado de punzadas agudas y ardientes en la pierna derecha.

Para aliviar el dolor lumbar la medicina china antigua (lejos

de la intervención quirúrgica que cimbra la punción lumbar) recomendaba realizar sangrados periódicos en el hueco posterior de la rodilla derecha. Su intención y efecto resultaban ser aliviar la zona de tensión donde se sabía que se condensaba el

dolor producido en la espalda como energía estanca; con ello se buscaba reanimar el flujo nervioso-circulatorio del principal eje neuro-sensitivo del cuerpo que forma el nervio ciático desde la base del cuello hasta la punta del pie derecho. Después de

un periodo extenso de dolor lumbar como intensidad continua-

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da pueden formarse tumoraciones en dicho nervio, especial-

mente en el hueco poplíteo (detrás de la rodilla derecha).25 Cuando ambas condiciones conciertan sobre el mismo organis-

mo, la intuición cierta que incita su textualización (en tanto capacidad corpórea-discursiva) empieza a asemejarse a esa (a) temporalidad ya imposible de ignorar que fecunda su diagnosis. Es incierta la distancia que la medicina busca tender entre

el dolor crónico y el dolor incapacitante; lo evidenciable es que sus estratos son compartidos y efectúan en el cuerpo el mismo

espaciamiento, variando acaso en intensidad su rendición. Es posible que la cronicidad se arraigue en los linderos de la incapacidad conforme va estableciendo un orden escapado de relación entre el decir(se) activo del cuerpo y el padecer(se) pasivo.26

Se nos ha advertido ya del riesgo que se corre con las pala-

bras cuando intentan hacerse de la integridad del mundo. Nombrar, de acuerdo a Zhuang-zi, “es imponer distinciones sobre lo que naturalmente carece de vetas, repartir y arruinar la

inefable integridad del mundo”.27 La impermanencia de la es25 La causa de este tumor no se designa como certeza médica; sin embargo, conociendo el proceso de transmisión y conversión de los estímulos sensoriales en cargas eléctricas que recorren el nervio ciático, la relación entre ambos, confirmada por la consonancia replicada entre la espalda baja y la rodilla, en la medicina oriental, parecería suficiente para entramarlos al cobijo del encuentro replicado en mi historia fisiológica personal. 26 No hay que pasar por alto el carácter profundamente reversible de esta afirmación cuando sucede que el padecimiento se vuelve tan activo que destina a la pasividad el decir; son ésos los momentos en los que el cuerpo físicamente no puede escribir –ese tiempo en el que, en cambio, se inscribe por dentro confirmando su herida, su nombre y su firma. Recuerdo aquí la dependencia de estas tres presencias entre el mutismo (imposibilidad de hablar) y la taciturnidad (silencio asumido) que como juego de fuerzas en la obra atisba Derrida en la entrevista “Dispersión de voces”, en No escribo sin luz artificial. Madrid: Cuatro Ediciones. 1999. pp. 149-184. 27 Kuriyama. Op. cit. p. 79.

critura en su nombrar en la que se realiza la obra de Dong posiblemente acude y sucede en el entendimiento de ello. La

fragilidad de la palabra detrás de la que Fathy se detiene y observa obsesivamente los cantos de uno y dos pozos, parece pa-

decerlo. Ambos creadores palpan a su modo la insuficiencia del lenguaje de la que no cesarán de escribir pensadores como Ro-

land Barthes y Jacques Derrida, de quienes se acompañan estas letras queriendo esclarecer los atisbos en iluminaciones al rondar las obras elegidas para la reflexión. El pensamiento y el pro-

ceso de escritura de estos dos hombres/nombres funcionan en

este estudio estableciendo un equilibro (a veces tirante) con los

otros sujetos y objetos hacia los que encaminan su dialogar. Así, la obra de Song Dong se encontrará, entre recorridos, con las palabras de Barthes, cuyas impresiones sobre Japón están

más cerca de la profunda comprensión intuitiva que hilvanan

con genialidad obras suyas como los Fragmentos de un discurso amoroso, que lo que aparentemente pasó de largo sobre la cul-

tura china calibrado sobre el espectro político.28 Sin embargo, a pesar de sus puntos de tensión orientalista, sus reflexiones res-

28 No parecería haber ni siquiera una estancia común para establecer una relación entre sus ensayos contenidos en el Imperio de los signos sobre modos, formas y figuras de las tradiciones japonesas entre la escritura, las costumbres, la arquitectura, la comida, la gestualidad, etcétera –a decir del propio Barthes el único de sus libros “sostenidamente logrado” (Roland Barthes por Roland Barthes, p. 167)– y el breve y desencantado ensayo que, junto al grupo Tel Quel, escribe después de su visita a China. El título es suficiente para denotar el talante y la predisposición del resto del escrito: Alors la Chine? Aún cuando varios estudiosos que como el de Dalia Kandiyoti (“Roland Barthes Abroad”, en Writing the Image after Roland Barthes. Filadelfia: University of Pennsylvania Press. 1997. pp. 229-242) engloban todo intento de aproximación de Barthes sobre Oriente como insalvable exotismo, en cuanto a su entendimiento de ciertas gestualidades de la cultura japonesa, no participo de tal sentencia.

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pecto a la manera en que la escritura (occidental) puede aten-

der el gesto (oriental) señalan una forma de atención de reveladora valía.29 Por ello he recuperado su voz y su palabra para acercarme y (re)acercarle en ausencia a la obra de un ar-

tista chino, por encontrar en el escritor un ejercicio reflexivo intenso y extensivo más allá incluso de sus alcances e intenciones semiológicas y teóricas.

el dolor soportable

¿Por qué Roland Barthes? Las posibilidades de dirección en esta respuesta podrían y acaso deberían establecer anclajes teóricos

que asentaran el papel decisivo de la obra de Barthes entre los

estudios semiológicos más formales de sus orígenes y el camino hacia su propia desmaterialización estructural30 recorriendo

las conexiones afectivas31 entre, por ejemplo su primera publi-

cación –El grado cero de la escritura (1953)– y una de sus últimas 29 Ese gesto que yo designo incitando en su aparente sencillez la diversidad de capas y profundidades de exploración que contiene, es quizá lo que en 1968 Barthes llamara (no sin una estela decimonónica) el “arte de vivir”. Roland Barthes. “Japon: l’art de vivre, l’art des signes”, Oeuvres complètes. París: Éditions du Seuil. 1993. tomo II, pp. 528-532. 30 Condiciono este alejamiento estructuralista siguiendo al propio Barthes cuando afirmara que de alguna forma él siempre siguió siendo estructuralista, “pues la estructura al menos me ofrece dos términos y yo puedo, según mi voluntad, marcar uno de ellos y rechazar el otro […] una garantía de (modesta) libertad” ante la cancelación de posibilidades que ofrece la inestructuración. Roland Barthes. Roland Barthes por Roland Barthes. Caracas: Monte Ávila Editores. 1978. 31 Incitando la implicación más corporal de la afección, pero también invitando al deslice del sentir en el afecto como apego –ambos sentidos para hablar de la impresión que algo en alguien causa alteración o mudanza.

preocupaciones de configuración-en-cuerpo de un concepto (in)definible (material académico en vías de un posible proyecto escritural-editorial truncado) –Lo neutro–;32 hilvanados por

su escrito más trascendente, a mi entender, La cámara lúcida (1980), libro habitado y encendido por una precisa conjunción

de intensidades en la escritura que torna absolutamente inseparable la profundidad interpretativa que Barthes elabora en

unas cuantas páginas sobre el desbordamiento del estatuto fotográfico como herida que atraviesa el ejercicio reflexivo ín-

timo del duelo –haciendo de la experiencia personal aquello que anima vitalmente el impulso teórico. Me inclinaría a de-

cir que es la manera en la que Barthes aprehende en este escrito

la imagen fotográfica al enunciar en su encuentro la facultad de herir profundamente al receptor, en el enfrentamiento insalvable de un tiempo ido, donde está la razón por la que busqué atender las imágenes de Song Dong al lado de su palabra.

Pero es posible que la respuesta más certera, o en cualquier

caso la más reveladora (en el sentido fotográfico del término) a los fines de este escrito descanse en la manera en que Roland

Barthes asumió corporalmente el proceso de escritura. Estado

de conciencia y reflexión que calculo inevitable derivar de la condición corporal (afectada e incidente) del autor.33 Condición

32 Seminario homónimo impartido por Barthes en el Collège de France en el invierno entre 1977 y 1978. 33 Antes de recorrer las causantes de la condición corporal a la que me refiero quiero acentuar el paradójico desdoblamiento significante de la condición como concepto, pues mientras que uno de sus sentidos anuncia “la naturaleza o propiedad” de algo o alguien, sirve también para designar un estado o situación especial o afectado. Quizá la acepción más densa y significante a los intereses de este escrito es la de ser “situación o circunstancia indispensable para la existencia de algo” [cursivas de la autora] (Diccionario de la lengua española. Op. cit. vol. I, pp. 616-617).

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de salud siempre en riesgo que acompañaría su formación, de-

sarrollo académico y proceso escritural desde los 19 años.34 La endeble consistencia respiratoria que perfilaría su vida adulta

condensaría en él una conciencia corporal que le haría asentar con su acostumbrada precisión esa interrogante sustancial entre la dolencia y la escritura: “¿Mantengo entonces una relación

desgraciada/enamorada con mi trabajo? Será una manera de

dividirme, de desear mi trabajo y tenerle miedo a la vez?”35 –en-

tonces refiriéndose a sus migrañas (“atributo mitológico del hombre de letras”36) –no el mayor de sus padecimientos pero sí del que se quejaba por escrito, Barthes buscaba ejercitar sobre

sí la misma mirada crítica en develación simbólica que tendía 34 Entre 1934 y 1947 Barthes padecería repetidos episodios de tuberculosis pulmonar con hemoptisis por una lesión en el pulmón izquierdo, obligándolo a internarse periódicamente en distintos sanatorios (entre hospitales en París, estancias en los Pirineos y sanatorios en Suiza) por periodos extendidos de soledad, reposo y terapias de respiración por intubación para mantener el grado necesario de oxígeno en la sangre y controlar los accesos de tos sangrante. En 1943, el pulmón derecho sufrió un daño permanente y Barthes pasó los últimos años de la guerra en el Sanatorio de los Estudiantes donde le practicaron un neumotórax extrapleural derecho. 35 Roland Barthes por Roland Barthes. Op. cit. p. 136. 36 Sobre la enfermedad-simbólica de la que estaba consciente Barthes, hay que señalar el cambio de concepción simbólica y de tratamiento de la tuberculosis en la primera mitad del siglo xviii y su devenir al siglo xix –primero concebida como una enfermedad estetizada entre curas mediterráneas, flagrantes jardines y ruinas romanas alimentando una invalidez narcisista como atinadamente la designa Suzuki Akihito; la segunda, más acorde con la mentalidad protestante (en la que Barthes se formó), atendía la enfermedad con aires alpinos entre Francia y Suiza, y situaba al paciente en un encuentro tan heroico como penitente con los climas fríos, el aislamiento y la contemplación de paisajes partícipes de la estética romántica de lo sublime e incitaba el sufrimiento ascético en busca del vigor perdido. Suzuki Akihito. “Narcissistic Invalid or Heroic Genius?: Metaphors of Two Models of Change-of-Air Treatment for Consumption in 18th and 19th Century England”. Shigehisa Kuriyama (ed). The Imagination of the Body and the History of Bodily Experience. Kioto: International Research Center for Japanese Studies. 2001. pp. 137-148.

sobre el mundo y sus signos intentando entender (hacerse de, en paz) los accesos de dolor y con ello situar el sentido intrínseco de su proceso en experiencia y entendimiento de la escritu-

ra. Para aclarar la relación que el escritor asentaba entre el cuerpo y sus posibilidades de enunciación considero necesario reescribir la siguiente reflexión:

Muy diferentes a las jaquecas de Michelet, “mixturas de encandilamiento y náusea”, las mías son mates. Tener dolor de cabeza (nunca muy fuerte) sería para mí una manera de volver mi cuerpo opaco, de hacerlo testarudo, compacto, supino, es decir, a fin de cuentas (nuevo encuentro con un gran tema): neutro. La ausencia de jaqueca, la vigilia insignificante del cuerpo, el grado cero de la cenestesia […] para cerciorarme de que mi cuerpo no está sano de manera histérica, parece que es preciso que de vez en cuando le retire la marca de su transparencia y lo viva como una suerte de órgano un tanto glauco, y no como una figura triunfante.37

En esta corta entrada resulta sumamente revelador el emplazamiento de sus principales concepciones teóricas en torno al

lenguaje y la escritura situadas en paralelo sobre el cuerpo. Pero más allá de los anclajes semióticos que pueden derivarse

entre la enfermedad y sus huellas que resignifican esa vigilia del cuerpo (en su estado silencioso o saludable) queda en evi-

dencia –en un tono que no deja de develar ciertas necesidades 37 Ibíd. No deja de ser significante que Barthes elija –no sin un cierto desdeño–, la figura de este pequeño molusco como un ser que respira y nada (existe y se mueve) por una sola y misma vía, tres pares de branquias en forma de aletas.

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autoconvincentes para quien está acostumbrado a la enfermedad– la condición de la dolencia física como un precio que fue-

ra necesario pagar para tener derecho de paso; el padecimiento corporal-emocional-intelectual como requisito de introspec-

ción.38 Es concebir la enfermedad como vencimiento, turbación, confesión de (in)empatía entre la designación, el signo, la marca y el cuerpo en su vivencia rebasada a toda posibilidad de

simbolización.39 La palabra como estremecimiento cuya desig-

nación recuperaba Barthes al estudio intensivo sobre la obra de Michelet, estremecimiento físico que enunciaba su sentido significante primero a nivel del cuerpo.40

Las resonancias corporales en su obra son frecuentes, pero

es quizá en su autobiografía entre fragmentos temáticos Roland Barthes par Roland Barthes (1974)41 que la incidencia y pun-

tualidad de sus señalamientos sobre la escritura como experiencia fundamentalmente corporal establecen su refe-

38 Akihito propone el origen y motor de la simbolización de la tuberculosis en Europa a partir de la segunda mitad del siglo xviii –en tanto condición-imagen del cuerpo en desvanecimiento– como una forma de apropiación literaria por la sociedad burguesa; el cuerpo como “poderoso agente de pasaje al mundo de la ficción” teatralizando su inserción al escenario trágico-heroico de la escritura. Akihito. “Narcissistic Invalid or Heroic Genius?” Op. cit. p. 142. 39 Termina Barthes el pasaje de esta manera: “La jaqueca sería entonces un mal psicosomático (y ya no neurótico), por medio del cual se acepta entrar, pero sólo apenas (pues la jaqueca es algo bastante tenue), en la enfermedad mortal del hombre: la carencia de simbolización”. Ibíd. 40 Ibíd. p 140. Un fascinante ensayo sobre el carácter antropo(fágico)lógico de la escritura de la historia de Michelet anunciada por Barthes es el de Steven Ungar. “The Imaginary Museum of Jules Michelet” en: Jean-Michel Rabate. Writing the Image after Roland Barthes. Filadelfia: University of Pennsylvania Press. 1997. pp. 163-172. 41 Andamiaje, escalonamiento cuyo “esfuerzo vital es poner en escena un imaginario”, considerando que “aún y sobre todo respecto a su propio cuerpo, usted está condenado a lo imaginario”. Barthes por Barthes. Op. cit. pp. 116, 149.

rencia como condición. Un cuerpo alerta, incitado, enamorado,

erotizado, que gusta acariciar y dejarse acariciar por la palabra; pero también, quizá debajo de este cuerpo-en-gozo que el autor se empeñara por buscar en sus temas y en la escritura, un cuerpo que el autor avisa y confiesa, no siempre, pero sí frecuente-

mente cansado, enfermo. Entender la escritura con el cuerpo, hacerla con el cuerpo y padecerla si es preciso.

En aquellas páginas Barthes atiende la relación cuerpo-es-

critura con afirmaciones que avanzan desde el ejercicio anatómico imaginado desplazado entre el registro corporal y la

aprehensión significante: “Cuando leo, acomodo, no sólo aco-

modo el cristalino de mis ojos sino también el de mi intelecto, para captar el buen nivel de significación (el que me conviene a mí) […] para aprehender en la masa del texto la inteligibilidad

que necesita para conocer, para gozar, etcétera. En esto la lectura es un trabajo: hay un músculo que la doblega”42 hacia la integración sustancial del sentido de lo escrito como capacidad o función del cuerpo: “Todo enunciado de escritor (aun de los más

huraños) comporta un operador secreto, una palabra inexpre-

sada, algo como el morfema silencioso de una categoría tan primitiva como la negación o la interrogación, cuyo sentido sería ‘¡y que se sepa esto!’ Este mensaje signa las frases de cual-

quiera que escriba: hay en cada una de ellas un ruido, un aire, una tensión muscular, laríngea”;43 en el reconocimiento de una

especie de estado inventivo, (de)generativo y dependiente del

cuerpo ante la palabra: “Mi cuerpo mismo (y no sólo mis ideas)

puede hacerse a las palabras, ser de alguna manera creado por 42 Ibíd. pp. 144-145. 43 Ibíd. p. 168.

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ellas” –relatando un incidente en que descubre en su lengua un daño que le hace temer la posibilidad de un cáncer– “no estoy

muy seguro de que todo este pequeño escenario obsesivo no haya sido montado para poder usar esa palabra rara, sabrosa a fuerza de exactitud: una escoriación”;44 y el deseo de rebasar incluso esa latente analogía entre el ejercicio del cuerpo y el

ejercicio de la palabra –“a veces siente ganas de dejar descan-

sar todo ese lenguaje que está en su cabeza, en su trabajo, en los otros, como si el lenguaje mismo fuese un miembro cansado

del cuerpo humano; le parece que si descansara del lenguaje, todo él descansaría”.45 Pues a pesar de que las relaciones entre

el cuerpo y la escritura son a veces tan intensas que establecen

entre sí una especie de vínculo estático-anestésico (la palabra

sobre el dolor y el dolor sobre la palabra) parecería que, como

otros escribanos que entregan el cuerpo en pos de la escritura, Barthes también está consciente de ese espacio insalvable y

necesario para que el cuerpo se realice en ella. En ese espacio

que el poeta y hermeneuta egipcio Edmond Jabès recorría so-

bre el antebrazo46 destina nuestra existencia –a pesar del más 44 Ibíd. p. 162. 45 Ibíd. p. 187. 46 En El libro de los márgenes –una de las obras más importantes de Edmond Jabès (Cairo, 1912-París, 1991) después de El libro de las preguntas a decir de los estudiosos volcados sobre las insondables profundidades de su palabra–, el autor dice: “El gesto es escribir es, primero, un movimiento del brazo y la mano involucrando una aventura bajo el signo de la sed. Pero la garganta está seca, cuerpo y pensamiento son toda atención. Sólo mucho más tarde nos damos cuenta de que nuestro antebrazo sobre la página marca la frontera entre la escritura y nosotros mismos. Por un lado, las palabras, la obra; por el otro, el escritor. En vano buscan comunicarse. La página se mantiene como testigo de dos interminables monólogos y una vez que hay silencio en ambos lados, eso es el abismo”. Edmond Jabès. El libro de los márgenes I, Madrid: Arena Libros. 2004. p. 42.

férreo intento de compenetración– a esa mínima pero suficiente distancia donde la palabra se encuentra en libertad después del trazo, después del cuerpo –aún permaneciendo en él.

En El libro de los márgenes, Jabès se detiene ante el gesto de

la escritura como un ejercicio marcadamente corporal para ilu-

minar su descripción fenomenológica como un movimiento que inicia con el brazo y la mano respondiendo a lo que él lla-

ma una sed (de la palabra, del verbo); con la garganta seca y el

cuerpo completamente aguzado, pasará un tiempo antes de que nos demos cuenta de que nuestro antebrazo sobre la pági-

na señala la frontera entre la escritura y nosotros. Pues, aun buscando comunicarse, a decir de Jabès, por una parte están

las palabras, la obra y por otra, el escritor. La página es testigo

de dos monólogos infinitos y, cuando hay silencio en alguno de los dos lados, se funda el abismo.

Es posible pensar que Barthes compartiera a su manera

esta conciencia haciendo de sus bastiones cuerpo|escritura centro de su existir;47 confiando, a pesar de todo, en el espacio

de salvamento tendido entre ellos. “Escribir el cuerpo, ni la piel, ni los músculos, ni los huesos, ni los nervios, sino lo demás”;48

con estas palabras y la copia del diagrama de un ser fibroso

conformado por un impreciso sistema circulatorio-nervioso que hace los contornos imaginados de un cuerpo humano termina Barthes sobre sí en Roland Barthes par Roland Barthes.

47 “Una vida: estudios, enfermedades, nombramientos. ¿Y lo demás: los encuentros, las amistades, los amores, los viajes, las lecturas, los placeres, los miedos, las creencias, los goces, las dichas, las indignaciones, las miserias: en una palabra: las resonancias? –En el texto– pero no en la obra”. Roland Barthes por Roland Barthes. Op. cit. p. 194. 48 Ibíd. p. 191.

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Salvamento de la propia finitud, del dolor silencioso de la

enfermedad,49 de la soledad, del duelo,50 del cuerpo que registra

la degradación de su existencia: la escritura. “En cuanto escribo, el Texto mismo me desposesiona (afortunadamente) de mi du-

ración narrativa. El Texto no puede contar nada, se lleva mi cuerpo a otra parte, lejos de mi persona imaginaria, hacia una

suerte de lengua sin memoria […] la de la masa insubjetiva”,51

anunciaba Barthes sobre ese cuerpo en falla; situando en la separación (agradecida) del cuerpo y la palabra escrita la mención de dos estados de duración sobre los que hay que

reflexionar para encontrar sus sentidos de habitabilidad en la obra de arte.

La duración corporal de la que se desprende Barthes en la

escritura no sería fundante sino en tanto estancia de posibili-

49 Barthes declaraba su condición pulmonar como “indolora, inconsistente, enfermedad limpia”, señalando, sin embargo, que le colocaba en una especie de gremio anónimo entre ritos, prohibiciones y cuidados suficientes para señalarle, marcarle, significarlo a una distancia variable –mas no franqueable– del cuerpo sano. Ibíd. p. 48. 50 Si bien no pretendo tratar aquí a profundidad el tema del duelo y su experiencia irreflexiva en la obra de Roland Barthes, no puedo dejar de mencionar que para él, ante el cuerpo enfermo como ante el cuerpo en duelo y el cuerpo perdido hay algo fundamentalmente imposible de simbolizar, es decir, imposible de asir con el lenguaje. Algunas de sus (in)definiciones (indefensiones) ante el duelo en su diario sobre el que volveremos dicen: “otra duración, amontonada, insignificante, no narrada, gris, sin recurso: duelo verdadero insusceptible de una dialéctica narrativa. […] Vertiginoso porque insignificante (sin interpretación posible) […] nada de él resuena de verdad –nada cristaliza. […] Así que la escritura a su máximo de todos modos es irrisoria. La depresión vendrá cuando ni siquiera podré agarrarme a la escritura. […] Oh, la paradoja: yo tan intelectual, al menos acusado de serlo, yo hasta tal punto tejido de un metalenguaje incesante (que defiendo), ella me dice soberanamente el no-lenguaje. […] Estas notas de duelo se enrarecen. Enrarecimiento. ¿Qué, el devenir inexorable, el olvido? (¿enfermedad que pasa?) Y sin embargo… Pleamar de aflicción –abandonadas las riveras, nada a la vista. La escritura ya no es posible”. Barthes. Diario de duelo. Op. cit. pp. 61, 89, 99, 73, 221, 225. 51 Ibíd. p.16.

dad para la duración narrativa; su relevancia dependería así de una temporalidad aquejada e improductiva. Buscando explicar

el sentido de la estructura que sus fragmentos autobiográficos presentan,52 el autor menciona que el umbral entre estas dos

duraciones –la de las imágenes como registros corporales que

la palabra desplaza consigo y la duración de la escritura– lo encontraría al momento de su salida del sanatorio, cuando cruza

el umbral de la “vida productiva”, según la llama. Pero, ¿es realmente posible designar esta distancia y tiempo de cruce entre una duración y la otra?

Sabemos que muchas de las curas y prescripciones médicas

destinadas sobre el paciente con tuberculosis pulmonar implican reposo, silencio y aislamiento; sin embargo, sabemos tam-

bién que durante sus reincidentes estancias en los distintos sanatorios en los que estuvo internado, Barthes siguió trabajando y sumando a su acervo cientos de fichas y anotaciones

en los cuartos de página que acostumbraba. Entonces, ¿por qué se asegura de destinar a este tiempo enfermo el estatuto de

improductivo, cuando entre quienes padecemos con mayor in-

tensidad la duración corporal son precisamente esas pausas obligadas por la enfermedad las que –a costa de sí– van hacien-

do de sustancia y consistencia el pensamiento? Pues el cuerpo diagnosticado al reposo, al silencio y al aislamiento se encuentra obligado a estar en su propio tiempo, viviendo a profundi-

dad y sin posibilidad de tregua su devenir refractado.53 Tiempos de la enfermedad que, aun cuando Barthes designa interminables, parece cancelarse a ellos y termina por condenarlos por su

52 Incluyendo una serie de imágenes fotográficas al inicio del libro, para dejar espacio después solamente a la palabra articulada entre cortas entradas idiosincráticas.

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improductividad; en esos estados el cuerpo (in)activo no-está

sino condenado a la experimentación de sus imposibilidades. En esa interminabilidad es cuando se extienden-dentro las du-

raciones en reflexión que posibilitarán el hacerse de la palabra

que vendrá después cuando el cuerpo permita que creamos, como Barthes, que podemos convertir, desplazar, decantar la duración corporal en duración narrativa con el ánimo siempre esperanzado por llevar el cuerpo a otra parte.

En La corrupción de un ángel, el escritor japonés Yukio

Mishima penetra con devastadora contundencia en la historia

de la decadencia del cuerpo del señor Honda, uno de sus personajes principales; la necesidad de citarlo en amplia extensión

se entenderá en breve y su intención no está sino en contrapo-

ner al tiempo pasmado o infértil de la enfermedad sobre el que se quejara Barthes, un tiempo extremado sobre la lucidez que Mishima narra y encuentra sobre el cuerpo deteriorado.

Cuando el dolor se mostraba agresivo, surgían para soportarlo otras facultades vitales diferentes de las puramente racionales […] ahora sabía que una visión más amplia del mundo había de proceder más de la depresión física que de la inteligencia, más de un dolor sordo en las entrañas que de la razón […] La incorporación de un único y vago dolor de espalda a un mundo que había sido al ojo penetrante de la razón una estructura sutilmente trazada bastaba para que empezaran a aparecer grietas en las co53 Usar la refracción para adjetivar el devenir de un cuerpo enfermo ayuda a entender que, después de la herida, el cuerpo (antes sano) se ve obligado a cambiar la dirección e ímpetu de su trazo; su andar traspasa otra consistencia y modifica también la velocidad que lo habita y mueve, tal cual sucede con las radiaciones electromagnéticas y los haces de luz al cambiar su medio conducente.

lumnas y en las bóvedas, para que lo que había parecido dura roca resultara ser blanco corcho, para que lo que se la había antojado una forma sólida fuese una incipiente jalea. Honda había logrado por sí mismo ese aguzamiento de los sentidos que tan pocos conseguían en este mundo y que le permitía vivir la muerte desde adentro. […] tratando de creer que el dolor era pasajero, aferrándose ávidamente a la felicidad como a algo momentáneo, pensando que a los buenos ratos deben seguir los malos, viendo en todos los altibajos ascensiones y recaídas, el terreno para sus propias perspectivas, entonces todo se situaba en su lugar, todo se afirmaba y la marcha hacia el final se conformaba a un orden. Desaparecía la frontera entre el hombre y el objeto.54

Mishima explora en la narración desdoblada del anciano cuyo

cuerpo habitó sólo en las letras (recordemos que el escritor se

suicidó a los 45 años) por una estancia imaginaria, e incluso pudiera pensarse idílica, de compenetración del cuerpo como

interioridad en confluencia con el entorno. Resulta imposible

desvincular la narración sobre la vejez de Honda de su vida, aun sabiendo que físicamente se mantenía en plena forma (mal-diagnosticado con tuberculosis en el examen de entrada al ejército); durante sus años formativos Yukio Mishima estuvo

en contacto directo con el dolor y la decrepitud al ser criado por su abuela, quien padecía fuertes dolores de espalda, estando

solamente él a su cuidado. Puede considerarse en ello la suficiencia autobiográfica para destinar la certeza de su entendi54 Ésta sería la última novela de Mishima. Su nombre originario era Kimitake Hiraoka (1925-1970) y con ella se completaba la tetralogía El mar de la fertilidad. Yukio Mishima. La corrupción de un ángel. Madrid: Alianza. 2006. pp. 266-267.

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miento del cuerpo envejecido, enfermo y los caminos de su

narración (fue su abuela quien inculcó en él la pasión por el

teatro kabuki, determinante en su formación y desarrollo en las letras). Si a ello vinculamos lo que hemos aprendido sobre

la concepción oriental del cuerpo y sus afecciones, podremos ser capaces de entender que esa depresión física que padece su per-

sonaje es el eco de su condición interior espiritual-mental-física, pues en la interrelación del organismo (mente, cuerpo y hálito) habita la forma de concebir la existencia.55 Condición que le brinda en la experiencia carnal propia esa sustancia inescapable que destila el dolor como condición en quebranto de la vertebralidad.56 Suficiente para desdeñar de manera definitiva las

confianzas que el hombre sano creería recibir de sus sentidos ilesos. “Vivir la muerte desde dentro”, asegura Mishima, despliega una visibilidad distinta sobre lo visible y el tiempo que la mirada consume. “¿Qué es ver lo invisible?”, preguntaba

55 Mishima, escritor de la segunda generación de la posguerra en Japón, vivió en rebelión contra la sociedad moderna, pues la consideraba vulgar y decadente moral y espiritualmente. El ritual con que dio fin a su existencia –seppuku– (autodesentrañamiento y decapitación asistida) no sólo revivía una tradición de honor ancestral samurái, sino que asentaba una declaración clara de principios irreconciliables con su tiempo encontrando en ello la única salida para mantener el honor. 56 En el caso concreto de Mishima, esa vertebralidad pudiera simbolizarse en lo que políticamente designan como su visión de extrema derecha; apoyo incondicional al emperador y rendición absoluta a los valores tradicionales de su cultura, entre ellos el seppuku. Antes de clavarse la daga envuelta en papel arroz y sentarse sobre las mangas de su blanco quimono, para evitar que el cuerpo cayera deshonrosamente hacia atrás al morir, los practicantes de seppuku acostumbraban escribir un último poema sobre el dorso del teseen –abanico de guerra. Este breve escrito era conocido como zeppitsu (última pincelada) o yuigon (declaración que uno deja atrás). Esta práctica sellaba la relación entre la escritura y la muerte destinada ritualmente en el padecimiento de un dolor intenso del cuerpo herido como acompañante de las últimas palabras.

Honda en la última novela que escribiera Mishima. “Es la visión

definitiva, el rechazo al final de toda visión, el propio rechazo de los ojos”.57

En otro contexto Barthes había escrito “la escritura pasa

por el cuerpo”, recuperando como ejemplo uno de esos mensajes oscuros que su escritura lanzaba al receptor común –según

se le había hecho notar en una entrevista. Ahora, ahí, en los fragmentos de su biografía retomaba la frase, citándose a sí

citado por otro, no para explicar la sentencia sugerida, sino para dejar de nuevo asentado su valor de profunda luminosidad.58 Contra toda concepción reducida del cuerpo, Barthes

lanza aquella elipsis para decir las quejas indoloras de su formación dentro de un cuerpo enfermo. Cuerpo que sólo rodearía en el autoanálisis y el intento por la descripción inteligible

desde el dolor de cabeza, pero no desde el estado perforado de un cuerpo por muchos años irrespirable.59 Cuando bien pudiera

resultar suficiente emplazar el estigma del cuerpo que escribe

desde su propio lugar-en-falla con la claridad de esa sola frase: “la escritura pasa por el cuerpo”.

57 Mishima. Op. cit. p. 185. 58 Roland Barthes por Roland Barthes. Op. cit. p. 91. 59 Sobre la cirugía del pulmón derecho a la que fue sometido en 1945, Barthes escribiría muchos años después la anécdota de “La chuleta” en un tono humorístico oscuro, tan desapegado y lejano al que deja existir en su escritura cuando habla de los otros dolores ligeros, difusos, de la migraña, que no puede ser sino indicativo de una cancelación de sí frente al tema de la tuberculosis como herida de marca profunda. Al respecto se recomienda consultar esta entrada en: Ibíd. pp. 73-74. No hay que dejar de lado que la primera enfermedad que aquejó a Barthes después de la muerte de su madre fue una bronquitis. “Hoy –día de mi cumpleaños– estoy enfermo y no puedo –o puedo ya decírselo a ella. […] Bronquitis. Primera enfermedad desde la muerte de mamá”. Barthes. Diario de duelo. Op. cit. pp. 57, 108.

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Es posible que Barthes haya resuelto para sí, en su acción, la

distancia entre poseer el cuerpo y pertenecerle. Intentando

explicar el gozo de su experiencia como intérprete al piano, Barthes confesaría el profundo deleite que habitan ciertos mo-

mentos, instantes, del haber tocado cuando, escuchando las grabaciones que acostumbra hacer de sus propias interpretaciones, reconoce en ellas ciertos momentos de coincidencia en-

tre el pasado de su ejecución y el presente de su audición. Coincidencia que le permite desestimar el papel del predicado (su ser intérprete) a tal grado de desaparecerlo como elemento significante y conseguir así escuchar –percibir en integridad–

el estar allí de Bach o Schumann, según confesaba.60 ¿Qué es esa coincidencia que tanto parece haber disfrutado el autor de

La chambre claire? ¿No será sino un estado de consonancia entre el reconocimiento de las imposibilidades del cuerpo respec-

to de sí mismo y la vivencia efectiva de sus fallas, de sus padecimientos? ¿Será ésta la lucidez que podría constituir las

fibras de un cuerpo que encamina sus esfuerzos sobre la desaparición como estrategia de pertenencia de aquello que, aun

cuando suyo, no (le) responde sino cuando lo posee? Posesión cuyo ejercicio sucede como ofrecimiento, rendición y entrega.

Jean-François Billeter, sinólogo suizo cuyas valiosas inves-

tigaciones atenderemos en el siguiente capítulo, parece haber

encontrado en el concepto de la actividad genuina una explica60 El autor aclara su certeza en que la causa de esta coincidencia está lejos de depender del grado de maestría de su interpretación, como si sugiriera que precisamente en esa falta de virtuosismo como encubrimiento simbólico la enunciación interpretativa musical se encontrara en una especie de desnudez que liberara el cuerpo musical de los contornos de un cuerpo ajeno de aquel en que germinara. Roland Barthes por Roland Barthes. Op. cit. p 68.

ción similar a ese estar allí que fascina a Barthes en el pasaje

citado. En ese espacio (tan dentro como fuera de sí) en el que el cuerpo transforma en duración el devenir cotidiano de su temporalidad fragmentaria y reductible, es tal la compenetración

de energía de todas las funciones que sostienen nuestro orga-

nismo que se activa en él un estado de realización profunda que lo destina imperceptible, en fuga, desaparecido. Entre la

semiótica y la fenomenología, Barthes lo describía a su manera: “¿acaso no sé que, en el campo del sujeto, no hay referente?

el hecho (biográfico, textual) queda abolido en el significante, porque coincide inmediatamente con él: al escribirme [...] soy, yo mismo, mi propio símbolo, soy la historia que me sucede: en

rueda libre dentro del lenguaje, no tengo nada con qué compararme”.61

Al escribirme, esos dolores soportables62 hacen singular al

cuerpo conforme lo acarician, la historia que me sucede no es

otra sino la de la escritura. Parecería ser que para hacerse efectivamente soportable el dolor tiene que entumecerse o fragmentarse; o bien, fragmentarse para entumecerse. Así suponía entenderlo Jacques Derrida a la muerte de Roland Barthes

(1980), por ello, cuando escribe para-él-sin-él-en-su-muerte, multiplica la muerte última, esa muerte corporal en varias

muertes anteriores. En cada libro, una muerte. Del primero al

último, entre el primero y el último –El grado cero de la escritura y La cámara lúcida– Derrida se recluye en la muerte de Bar61 Ibíd. p. 70. 62 “El carácter ligero, difuso, del malestar o del placer (la jaqueca, ella también acaricia algunos de mis días) se opone a que el cuerpo se constituya en lugar ajeno, alucinado […] cenestesias que se encargan de individuar mi cuerpo”. Ibíd. p. 73

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thes para leer(le) (en) uno tras otro el inicio y el fin de sus

palabras publicadas; sólo entonces escribe Las muertes de Roland Barthes.63 Derrida fragmenta la muerte y escribe “en el

borde de un nombre como la promesa de un retorno”; y al fragmentar retras(z)a la muerte que no ha sido suya (imposible de serlo) para hacerla tiempo a tiempo en fragmentos durante el tiempo de su escritura.

Recorrer la muerte del otro sobre el borde es algo parecido

a lo que puede hacerse –apenas– con esos dolores soportables: decantarlos seccionados, desacelerados, en el tiempo del cuer-

po. “Felicidad terrible”, llamaría Derrida a esta posibilidad de recorrer de nuevo, sin el otro, el primero y el último de sus li-

bros; felicidad terrible de poder ver64 la muerte repartida, como

el dolor, para hacerla menos, para dejarla entrar en tiempos, para salir de ella a nuestro ritmo; como si Derrida se resistiera a hacer de la muerte de Barthes, la última, el punctum de toda su obra una vez desaparecido el cuerpo. Explicándose el sentido

de esa herida que Barthes determina en las imágenes fotográficas y sobre la que articula su lectura de la imagen (de la ma-

dre) muerta, Derrida entiende que el punctum de la madre-niña en la fotografía del invernadero irradia todo el libro y “le pertenece sin pertenecerle, es ilocalizable, no se inscribe jamás en la

63 “Me retiré a esa isla para creer que nada se había detenido todavía. Y lo creí tan bien, y cada libro me decía lo que había que pensar de tal creencia”. Jacques Derrida. Las muertes de Roland Barthes. México: Taurus, agosto, 1999 (trad. Raymundo Mier). Edición electrónica de Derrida en castellano: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/barthes.htm 64 “Como si: he leído los libros, uno tras otro como si un idioma fuera a surgir, para finalmente desplegar su negativo ante mis ojos; como si el andar, el porte, el estilo, el timbre, el tono, el gesto de Roland Barthes, tantas rúbricas oscuramente familiares y reconocibles entre muchas, fueran a revelarme de golpe su secreto”. Ibíd. s/p.

objetividad homogénea de su espacio enmarcado, pero lo habi-

ta o más bien lo asedia”65 –así la muerte, así el dolor constante. Una herida que inscribe en el libro, punctum invisible según lee-viendo Derrida y deja que lo acompañe en las letras; confiando en aquello que “él dijo antes que yo (y sobre lo que volveré –siempre la promesa, la promesa de regresar […])”.66 Entonces, cuando llega a este momento de la escritura y del

tiempo de la muerte entumecida, Derrida se pregunta sobre la

existencia y posibilidad del decir sin el otro –¿decirle a él?, ¿decirme yo de él? ¿decirme sin él?, o simplemente, decir sin él.

Dos infidelidades, una elección imposible: por una parte, no decir nada que lo recuerde sólo a él, a su propia voz, callarse o cuando menos hacerse acompañar o preceder, en contrapunto, por la voz del amigo. Entonces, por un fervor de amistad o reconocimiento, también por aprobación, contentarse con citar, con acompañar lo que corresponde al otro, más o menos directamente, cederle la palabra, anularse frente a ella, seguirla, ante él. Pero ese exceso de fidelidad terminará por no decir nada, no intercambiar nada. Regresa hacia la muerte. Remite a ella, remite la muerte a la muerte. Por el contrario, al evitar toda cita, toda identificación, incluso toda aproximación, para que todo lo que se dirija a Roland Barthes o hable de él venga en verdad del otro, del amigo vivo, se enfrenta el riesgo de hacerlo desaparecer todavía más, como si fuera posible añadir muerte a la muerte, pluralizarla indecentemente. Quedaría hacer y dejar de hacer ambos a la vez.

65 Ibíd. s/p . 66 Ibíd. s/p .

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Corregir una infidelidad con otra. De una muerte a otra: ¿es ésa la inquietud que me ha dictado el comienzo en plural?67

¿Qué es en realidad lo que se puede decir del otro sin decirse

uno mismo cuando se escribe? ¿No es efectivamente que sólo

queda hacer y dejar hacer a ambos a la vez y en la recuperación de la voz del otro prestarle cuerpo a su decir? Así que convocar desde el cuerpo propio la enunciación ajena no sucede sino en

la perforación –eso suyo que me atraviesa– lo que hiere e hilvana las palabras. Pues escribir sobre el cuerpo y la obra del otro resultaría imposible –incluso impensable– si no fuera “a él en mí a quien yo nombro, atravieso su nombre para ir hacia él en mí, en ti, en nosotros”;68 por ello Derrida.

la escritura como inclinación …el caminar o el inclinarse están sujetos a la voluntad, pero nuestro control sobre ellos es menos consistente, más débil e indirecto. Requieren el cultivo paciente en el tiempo, la práctica repetida. Shigehisa Kuriyama69

En el antes del silencio frente a la muerte de Barthes, Derrida

asume en sí mismo, desde su cuerpo, el enlazamiento que su-

pone para sí la pérdida del otro. “El único pensamiento que puedo tener es que al final de esta primera muerte está ya ins-

67 Ibíd. s/p . 68 Ibíd. s/p . 69 Kuriyama. Op. cit. p. 189.

crita mi propia muerte; no hay nada entre las dos sino la espe-

ra”.70 Probablemente es en esta sola declaración confesada a sí en voz callada, sin el decir ajustado de sus sonidos, donde Derrida muestra su estar ante la escritura como disposición de vida durante la(s) muerte(s).

Saber que escribir es enlazar los tiempos. “Todo lo que de-

cimos tiende sólo a velar la afirmación única: que todo debe

desaparecer y que no podemos mantenernos fieles más que velando este movimiento que desaparece, y al que pertenece

ya ese algo en nosotros que rechaza todo recuerdo”.71 Ante la gran tragedia en la fatalidad de saber que el cuerpo que somos

no será sino un cuerpo desaparecido, ese cuerpo nuestro, archivo memorioso, sea también él en su fragilidad, en su mor-

talidad, aquello que termine finalmente por rechazar todo recuerdo. Conciencia de finitud y una cierta urgencia por des-

plazarle es lo que anima a la mano que escribe; apremiante

destino manifiesto con que el dolor crónico vela el cuerpo, como vela la palabra su tiempo en la escritura.72

¿Qué es escribir velando? ¿Qué es ese estado de vigilia y

cuidado del que habla Derrida detrás, debajo, enfrente de una

y otra densidades (capas, pieles, velos) en su obra? Las respues-

tas más cercanamente enlazadas se han visto venir en Velos;

70 Ibíd., edición electrónica, s/p . Sin saberlo aún Derrida, Barthes escribió una imagen muy similar a los pocos días de velar a la madre: “a partir de ahora ya no hay otro término sino mi propia muerte”. Barthes. Diario de duelo. Op. cit. p. 45. 71 Op. cit. Derrida. Las muertes de Roland Barthes. s/p. 72 “Ya no me aparto de las fotografías y la escritura manuscrita. No sé lo que sigo buscando, pero lo busco por el lado de su cuerpo, lo que muestra de él y lo que dice de él, lo que acaso esconde de él, así como lo que él no podía ver en su escritura”. Derrida, Ibíd., edición electrónica, s/p.

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“El verme de seda producía fuera de sí, delante de sí, lo que nun-

ca le abandonaría, una cosa que no era otra más que él, una cosa que no era una cosa, una cosa que pertenecía y que se vol-

vía él propiamente”.73 Pero lo cierto es que, sobre las incidencias más evidentes, pensar que Derrida escribe-velando es tratar de

perforarle(me) entre escritos para intuir una postura. Una inclinación. La disposición ante la palabra que reconozco en la escritura de Jacques Derrida es tal que necesariamente deviene de una particular condensación del cuerpo.

Cuando se vela un cuerpo se está sedente, en cuclillas (in-

cluso sin físicamente estarlo) el cuerpo de quien vela está contenido frente a su propio vencimiento, resistiendo el dolor y la

desnudez que imprime sobre el que resiste y retiene la muerte, todavía. Como un velo la muerte de uno cubre el cuerpo del otro y su veladura se recibe sobre el torso que esconde las piernas, y esas piernas dobladas son lo único que físicamente soporta, mantiene la fuerza y el peso en sustento. Sucede entonces

(conscientemente o como reflejo) esa cierta inclinación cuando

la espalda asume sobre sí el peso y busca compartirlo, entregarlo a otro; o bien, cuando es tal la carga que el dolor desgarra el centro del cuerpo y lo obliga a rendir su vertical. La primera

inclinación deviene del intento fútil de acercarse aún un poco más al cuerpo que se ha ido y se tiende hacia él, sin él, irredento. La segunda forma de inclinación es aquella que se parece

más al reflejo doliente, doblando el cuerpo en rendición. En ambos escenarios, sea como gesto distendido (hacia el otro) o como intento de protección (sin el otro), el cuerpo que se inclina

73 Derrida. “Un verme de seda”, en Jacques Derrida / Hélène Cixous. Velos. México: Siglo xxi. 2001. p. 87.

anima en su interior la densidad que soporta la distancia entre el cuerpo rendido y el cuerpo dispuesto.

Encuentro en el inclinarse ante la muerte como gesto ritual

la misma sustancia que en la inclinación ante la palabra de Jacques Derrida; esta condición inclinada me ha hecho seguirle

para recorrer el lugar destinado a la obra de Safaa Fathy. Estar inclinado es disponerse a recibir el resto –lo que queda del

otro–, tanto como estar dispuesto a entregarse en el resto –dar

lo que queda de sí. Es en esta postura inclinada donde habita vibrando apenas distinguible el frágil equilibrio entre la reverencia y el vencimiento.

La espalda se dispone en inclinación incluso antes de aga-

char el torso, antes de doblarse por completo, antes de esconder

el rostro; la inclinación del cuerpo es un movimiento sutil y poderoso. Cuando se hace frente al cuerpo del otro, el gesto se acerca sin violencia ni desborde, como en prenda de un estado previo anticipado a la recepción y la entrega.

Cuando se tiene la espalda rota es en esta ligera y respetuo-

sa angulación frontal donde mayor riesgo enfrenta la estructura vertebral intervenida.

Safaa Fathy se fracturó la espalda no mucho antes de ini-

ciar el rodaje del filme D’ailleurs, Derrida, así que, durante la filmación en Argelia de la que hablaremos más adelante, habi-

taría sus palabras desde la negación de una espalda reverente; imposibilidad física impuesta pero aún (y quizá doblemente, dobladamente) dispuesta al estado de respeto y vencimiento al que tal postura conduce. No mucho tiempo después de este do-

blez Fathy entregó Nom à la mer a Derrida. En una inclinación

acaso más extrema ante la palabra, el cuerpo impedido al gesto

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se cede por disposición en tiempo y en este dar del que apren-

deremos junto a Derrida, reverencia en vencimiento espectral/ escritural su postura imposible.

Quienes habitamos una columna fallida escribimos tam-

bién para entregar esa inclinación que al cuerpo le es negada.

Derrida debe haberlo entendido bien, pues a cambio ha de

dar su voz a Safaa Fathy. Ambos estados de la palabra dada –en la inclinación negada y en la entonación asumida– exponen el

cuerpo, lo comparten vulnerable. No habría otra forma de compartir el cuerpo sino desde la propia falibilidad. Condición de

legibilidad ilegible, los dolores del cuerpo que escribe. “Ella fir-

ma en ese mismo lugar de la herida, en el lugar de la herida posible, cierto, pero por más virtual que permanezca, la heri-

da posible es asignada, ella carga con la memoria enlutada de una lesión irrecusable: se podría creer que es más vieja que

uno, uno puede haberla olvidado pero sigue dictando el lugar y el tener-lugar de todos los golpes a los que somos sensibles”74

–escribía Derrida sobre Hélène Cixous y el velo de la ceguera, pero podríamos trasplantar esas mismas líneas para pensarlo en el decir de Jora; aun cuando pareciéramos querer fincar ese

lugar sin lugar más allá del origen en la herida y enlazar irremediable el devenir al duelo. Riesgo que quizá sea posible mantener si en ello se hilvana el tejido del cuerpo que vela cuando escribe; sobre ello volveremos.

En eso que llamo su inclinación ante la escritura, pero tam-

bién durante la escritura Derrida atiende cuidadoso las ruptu-

ras ya inscritas en las palabras.75 El filósofo sugiere la presencia (anterior a la ruptura de la apropiación y la relectura) del acon74 Ibíd. p. 80.

tecimiento de ese “levantamiento del suelo” como fractura en

potencia, ya inscrita, contenida, acaso invisible. Es la falla de cortante –ese lugar donde el muro se separa del suelo que es su soporte y partido por el peso, se vence; interacción en falla replicable en la anatomía a medio cuerpo en el sitio de interac-

ción de fuerzas opuestas que distinguen esos puntos sensibles acaso destinados, ya inscritos. Escribir desde el lugar de estos

levantamientos como quiebres sucedidos o anidados debe ser

una respuesta natural a la inclinación; siendo que, al inclinarse, se está efectivamente más cerca de eso otro hacia lo que el

cuerpo se tiende en la entrega de su posición más estable so-

portando el eje de la propia gravedad. Inclinarse para acercar las grietas, para sentir las heridas, es una práctica sensible que habita la escritura de Jacques Derrida, a partir de cuyo camino resuena el eco sobre las heridas hacia Safaa Fathy.

Anticipando su ejercicio de lectura, escritura y pensamien-

to en las primeras entradas de La escritura y la diferencia, Derrida describe lo que podríamos entender como el estado del

estructuralismo, señalando en referencia a su participación

(dis)funcional ese punto débil de toda estructura –la piedra clave– sobre la que se desplanta y engendra también su mayor

peligro. Esa piedra que cohesiona el armado como condensa-

ción equilibrada de fuerzas antagónicas y que funciona sobre

acuerdos aún no enunciados es donde anida la fuerza residual, entrópica, necesaria y suficiente para resquebrajar su propio

75 Hablo de esa apropiación invertida, sísmica, que Nietzsche devela en la aseveración de Montaigne (y de Aristóteles) sobre la (in)existencia de la amistad con que Derrida inicia en “Amar de amistad: quizá-el nombre y el adverbio”, publicada en Jacques Derrida. Políticas de la amistad. Madrid: Trotta. 1998.

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arraigo. En el cuerpo esa piedra clave es la quinta vértebra

lumbar, el punto en unión y despliegue desde el que se lanza la inclinación física que haría posible la reverencia y su regreso erguido. Sobre la quinta vértebra nos sostenemos en aplomo

vertical. Lo que sucede cuando se quiebra esta vértebra(piedra)-clave es inevitable: la caída. Acontece pues el desplome de una serie de certezas anquilosadas que, apiladas unas

sobre otras hasta vencer entre ellas los huecos necesarios de

respiro y movilidad, se engendran en duda en el discurso, en la

disponibilidad y disposición del cuerpo. Esos vacíos funcionales entre partes que habían hecho de sí un estado lo suficiente-

mente sólido para permanecer de pie confirman en su comprensión haber sabido ya del riesgo en registro que asume lo asegurado.

Al quebrarse esa piedra de sostén entre fuerzas y funciones,

explicaba Derrida sobre la verdad discursada, la significación, el sentido unívoco, se encuentra amenazado sobre su concebi-

da certeza; desarticulado estructuralmente en la infundada solidez que le era necesaria para desplantarse. Del quiebre a la

caída no hay sino tiempo y un anudado todavía pulsante de intenciones que buscan recorrer de nuevo los trozos, los fragmentos, desdeñada la forma completa del discurso como edificación simbólica.

Dicen los investigadores que han buscado aprehender la

temporalidad del dolor crónico que la experiencia del tiempo

para quien le padece como condición de vida se soporta funda-

mentalmente como pérdida. Se vive una suerte de cotidianidad perdida cuando se desvincula el cuerpo del tiempo y el espacio

exterior, al reducir el sujeto al tiempo interno, el dolor induce el

miedo ante la propia disolución.76 Desvinculado del flujo que ajusta el ritmo del mundo sano, el dolor demarca su condición inveterada e irresponsable de toda certeza.

No hay camino escrito para levantarse del anuncio de una

espalda rota.77

Desestimar su designación enfrentando el cuerpo en resis-

tencia.78 Sabiendo que esa clave fracturada, vencida, ahora está en “ese lugar secreto que no es ni erección ni ruina sino labili-

dad”.79 Pues hay que decir que el completo sentir y sentido del

levantarse deviene ajeno después. Un cuerpo roto se vuelve extraño cuando su continuidad motora, sensible y narrable se ve interrumpida; condición que sucede cuando el cuerpo en-

tiende desde dentro que no puede ya confiar en sí. Se tienen 76 Así lo señala Byron J. Good sobre su experiencia como antropólogo médico trabajando con pacientes que padecen dolor crónico por tmj (terporomandibular joint disorder) (Trastornos de la articulación temporomandibular). “A Body in Pain–The Making of a World of Chronic Pain”. Pain as Human Experience. Op. cit. pp. 42-43. 77 Es casi obligado encontrar en los estudios biomédicos sobre pacientes con dolor crónico que entre ellos se ansía la designación, el nombre médico que dé lugar, existencia y legitimidad a su condición. Esto porque un alto porcentaje de los casos suceden sin explicación fisiológica aparente. Así que para ellos, encontrar en la terminología médica un nombre para su padecimiento puede ser la distancia entre la dolencia psicosomática desvirtuada y la seriedad fisiológica comprobable. Para quienes no estamos ya en este espacio nebuloso de ansiado encuentro con la sentencia, el camino entre el dolor y su nombre sucede en sentido contrario pues nombrarle sabiendo el origen preciso e inescapable de su causa no hace sino comprobar la fatalidad de permanencia que acusa su designación inequívoca: crónico. Tener un dolor cuyo nombre se asienta permanente destina su cauce irreversible. 78 Se recomienda la lectura de los estudios de Arthur Kleinman sobre el dolor como resistencia política en la sociedad china posMao (The Illness Narratives: Suffering, Healing and the Human Condition. Nueva York: Basic Books. 1988). Un interesante ensayo al respecto “Pain and Resistance: The Delegitimation and Religitimation of Local Worlds” se incluye en Del Vecchio, et. al. Pain as Human Experience. Op. cit. pp. 169-197. 79 Jacques Derrida. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos. 1989. p. 13.

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que aprender de nuevo las relativas certezas que permiten ahora cualquier postura, obliga(do) el cuerpo a encontrar el suelo y

sus maneras para mostrarse a él vertical por otra parte.80 Saber incluso que la vertical perdida puede re-fundarse sobre la hori-

zontal, extendiendo su necesidad de contacto sobre más de una raíz. Una espalda fallida vuelve el cuerpo rizomático81 cuando

lo obliga a buscarse en posibilidad más allá del orden de su

apariencia. Aprender a leer de lado y escribir sobre el costado. Puesto el cuerpo en riesgo sólo resta seguir reocupando el espacio hueco de la falta. Hueco en el que se cimbran esas varia-

ciones o modalidades de escucha en las que se (re)escribirá el

postestructuralismo sobre las inquietudes82 que construyen tanto como descimbran el lenguaje.

Esa labilidad anunciada por Derrida para decir la (in)consis-

tencia de la ruina, es ejercitada sobre la extensión que su inestabilidad engendra en la fragilidad asumida que recorre el

80 Moverse así para Derrida es acaso la única manera de escribir, inscribirse: “Yo soy (he llegado) de otra parte y por otra parte procedo siempre, cuando escribo, por digresión, conforme a pasos oblicuos, adiciones, suplementos, prótesis, movimientos de desvío hacia los escritos tenidos por menores, hacia las herencias no canónicas, los detalles, las notas a pie de página, etcétera. Todos mis textos podrían comenzar (sin comenzar, por tanto) y en efecto lo hacen, por una especie de ‘por otra parte…’ marginal”. Derrida/ Fathy. Rodar las palabras. Al borde de un filme. Madrid: Arena. 2004. p. 93. 81 Los estudios neurológicos dan cuenta de que los impulsos que transmiten el dolor entre el cerebro y las nervaduras sensibles cuando son bloqueados por un agente externo (como suelen hacer las descargas eléctricas de ciertos tratamientos contra el dolor) dan evidencia de la habilidad del cuerpo para encontrar rutas alternas para seguir conduciendo sus avisos dolientes. (Inevitable llamar a la lectura de los desdoblamientos del término como acción injerta de acuerdo con lo planteado por Gilles Deleuze.) 82 Inquietudes, temblores, vibraciones despertadas por las obsesiones estructuralistas. Derrida. La escritura y la diferencia. Op. cit. pp. 9-11. Inquietudes, temblores y vibraciones que se mantendrán como compañía incansable de una espalda intervenida.

cuerpo de quien camina habitando un cuerpo en falla, sabiendo que, a pesar del dolor (o quizá por el dolor, en él), se ha de

volver la espalda, invalidado el regreso a un estado anterior al dislocamiento. Pero, ¿qué es volver la espalda? ¿Sobre quién su-

cede su vuelta? ¿Qué se niega en el gesto de quien vuelve la espalda que no se hubiera negado ya al cuerpo?

En una de las ocasiones en que Derrida escribió sobre sí

mismo siendo-escrito y siendo-visto, filmado, desdoblado y convertido en espectro-imagen (al verse tomar el lugar del Actor) en el filme en cuyos bordes camina sobre sus reflexiones

finales dice-viéndose dar la espalda: “de donde los enunciados

infinitamente o indefinidamente contradictorios del Actor que se aleja, al fin, de espaldas, junto al mar pero con un fondo de

colinas desérticas, en el sur de España”.83 Viendo sobre el mar, caminando sin llegar, hacia su pasado, la ciudad de la infancia y la adolescencia en Argel, El Bihar; dejando de ver Europa, su presente, la Francia ocupacionista de su origen argelino, país

que desde su juventud habitó después de que Argelia ganara la cruenta guerra de independencia colonial en 1956. “Al fin, de

espaldas”, escribía el autor sin poder regresar a la tierra en la

que habían germinado cinco generaciones de su familia. Sin

poder regresar –sino en las grabaciones de la amiga y discípula, Safaa Fathy– a recorrer los bordes de esa baldosa desacomodada de cuya inestable existencia desprende su palabra en continuo desacomodo.

Derrida recuerda que en la casa de su infancia en El Bihar

una baldosa del piso estaba mal puesta –desajustada del patrón

de otra forma perfecto en su homogeneidad. Al caminar (física83 Derrida/Fathy. Rodar las palabras. Op. cit. p. 103.

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mente en su infancia y en la imaginación en su memoria

adulta) sobre ese piso en falla, Derrida recuperaba la necesidad –entonces emplazada sobre su andar desde un piso errado– por hacerse de otra forma. Necesidad por rearticular el gesto, el

paso, el ritmo que conduce y porta el cuerpo y la mirada sobre

un piso –sin ello y también por ello– visible como continuidad. El piso de El Bihar de la infancia de Derrida llevaba inscrita esa

falla de cortante, evidenciado su punto sensible, su clave, en ella: Había tenido que dejarse imprimir en mí la huella de una interrupción repetida, de una inhibición, de una contorsión de todo el cuerpo. Mi cuerpo había debido esbozar un gesto de reparación. […] Un relato de reconciliación o de redención había debido de habitar, con estrechez, este modesto lugar. Lo que llamo mi cuerpo había debido de intentar, virtualmente, en silencio, pero infatigablemente, poner las cosas en su lugar.84

Recuperarse en la asimilación profunda, silente, íntima de aquello que es huella de un trastocamiento irreparable para

poderlo decir y desde ese lugar escribir, aun sin regresar (por

ser imposible el regreso), es asumir con el cuerpo que se está desde entonces irremediablemente en otra parte.85

La memoria, de acuerdo con Derrida, se edifica sobre la he-

rida, lo separado, lo heterogéneo –entiende después de la bal-

dosa tras la que fue en su lugar–, continuando en su espalda 84 Derrida/Fathy. Rodar las palabras. Op. cit. p. 80. 85 Sobre este venir|estar|andar|retornar de otra parte viene y va el título del filme sobre Jacques Derrida que filmó Safaa Fathy, D’ailleurs Derrida (1999), y después el libro en conjunto, Rodar las palabras. Al borde de un filme (2000), sobre ambos se hablará con detalle en el segundo cuerpo de la fractura L5/S1.

aquella otra del amigo dada, Safaa Fathy. Si a su lado creemos que la memoria nos constituye desde la fractura en cuanto nos

traiciona, y que el recuerdo es su sustitución herida,86 podemos entender que dar la espalda, siguiendo una lógica anatómicamente básica, es, sí, esconder el rostro, pero también es darlo en

otra parte. Dar la espalda es dejar de ver (incluso es dejar de

verse), alejarse, poner el cuerpo de por medio cancelando el

contacto de la mirada; pero tanto es esto como es ponerse al desnudo, descubrirse, bajar completamente la guardia. Aquellos quienes, como Fathy, somos una espalda rota sabemos que

no hay nada en el cuerpo tan engañosamente estable como la

columna vertebral y darla, dejarla al descubierto para poder andar hacia otro sitio, o incluso queriendo volver sobre lo andado hacia ese recuerdo que es sustitución herida, es entregarse sin reserva, dejarse abierto y vulnerable.

Para escribir se tiene que dar la espalda.

Hacerlo es también esbozar ese gesto de reparación del que

hablaba Derrida para sí frente a la baldosa, como si en ello pu-

diera el cuerpo reagruparse, evocarse,87 al tiempo que se pone definitivamente en riesgo siendo que no tiene otro camino sino acordarse de sí –“siempre es a partir de una tensión, de una

interrupción, de un defecto, desde la herida de una disimetría, que la memoria se organiza de algún modo”.88 A veces será el pensamiento el que recuerde y ponga en aviso, de nuevo, sobre

86 Derrida. Ibíd. p. 35. 87 “La evocación no despierta sólo el pasado, sino que tienta a la memoria a venir al seno mismo del presente […] trata de revelar lo que ya fermenta en el tiempo de lo que es, como aquello que ha tenido lugar o que va a tener lugar”. Fathy. Ibíd. p. 38. 88 Derrida. Ibíd. p. 82.

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las limitaciones que constriñen su cenestesia; a veces es en el cuerpo solo, desprovisto de estrategias significantes, donde las palabras encuentran su límite; entonces, enmudecidas le escu-

chan sobre lo escindido y aprenden, con tiempo, a darle un lugar.

dislocaciones y heridas La palabra habla contra las palabras que teme y que dormitan en ella. La palabra habla para sus heridas que esconde o de las que se vale ostensiblemente. La palabra habla en nombre del silencio al cual aspira. Edmond Jabès89

En la que fuera su última entrevista, cuando el cuerpo cerca-

do por el cáncer acechaba con la imposibilidad de continuar, Jacques Derrida estuvo seguro de que aprender a vivir finalmente no era otra cosa que aprender a morir y que hacerlo –aprender a morir– era hacer filosofía. Me pregunto, antes o

durante ese aprender a vivir-morir haciendo filosofía, ¿qué es aprender a vivir con un cuerpo que padece sensiblemente ya

significada la extensión de su degradación? ¿En qué condicio-

nes se da ese aprendizaje cuando el cuerpo enfermo habita su duración? ¿Qué dice la palabra de quien se encuentra atado a seguir en él –siendo él un cuerpo doliente, en duelo?

Si aprender a vivir es aceptar nuestra finitud, aceptar la en-

fermedad, el dolor, ha de ser una forma de (a)cercarse, acercar

irremediablemente el cuerpo a la muerte. ¿Sería pensable, decible o legible incluso ese estado del cuerpo doliente como visi89 Edmond Jabès. El libro de las semejanzas, Madrid. Alfaguara. 2001. pp. 91-92.

bilidad en la palabra? Girando en torno a esta preocupación

autorreferida, este estudio ha encontrado entre sus sujetos y obras la posibilidad de responder a estas interrogantes. Atenta al encuentro de las formas visibles de la palabra en una

secuencia fotográfica (Dong) y en una duración filmada (Fathy), se extiende la pregunta por las configuraciones narrativas escribibles90 del cuerpo como duración en el ejercicio de la escritura.

Pensar así que acercarse al propio desvanecimiento en la

experiencia sensible del cuerpo que se autoconsume y desde la experiencia inescapable de su herida escribe, puede poner en

juego la intensidad más palpable del sobrevivir a la que se afe-

rra el filósofo en estas palabras. Fortleben –continuar viviendo, seguir viviendo, actuando esa complicación que desestima la oposición vida/muerte y afirmar en ello incondicionalmente

la vida en su mayor intensidad.91 Sobrevivir, dice Derrida, no es

algo añadido al estar viviendo –sobrevivir es vivir– aclara dis-

locando la sintaxis de la palabra en el acto (survivre/sobrevivir). Cuando Derrida pensó en 1996 sobre el problema de la es-

critura desde los presupuestos elaborados por Heidegger como

sustanciación esencial entre el proceso del pensamiento y el movimiento de la mano desconfiando de los estragos de la mecanización en el proceso escritural, sugirió una idea casi escon90 Es preciso distinguir la distancia que Barthes encuentra y sitúa entre la literatura legible y aquella escribible –la primera diciendo sin involucrar al lector, la segunda haciéndose viva sólo en la lectura, en la experiencia del lector, en el cuerpo que lee. 91 Derrida establece la diferencia entre dos nociones retomadas de Benjamin: überleben: sobrevivir la muerte, sobrepasarla, como en el caso de una obra a su autor, por ejemplo; y fortleben: continuar viviendo. Jean Birnbaum/Jacques Derrida. Aprender por fin a vivir. Buenos Aires: Amorrortu. 2006.

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dida en el tejido de las páginas que conforman No escribo sin

luz artificial –una idea literalmente pequeña en cuanto a sus dimensiones, cuya enunciación no ocupa ni siquiera un renglón completo entre las respuestas que componen las entrevistas. Estableciendo una especie de breve historia del proceso de

escritura que había enfrentado su generación desde el ceremonial del manuscrito, pasando por la máquina de escribir y hasta la computadora, el filósofo parece entenderla en su reducción

acaso más sencilla como una “historia mantenida todavía en el interior de la mano”.92

Si este estudio intenta habitar y en el tacto describir las tex-

turas de los reductos corporales de la escritura cuando sucede como manifestación artística, es necesario referir algunos de

los estados de relación sobre la escritura como práctica corporal en un discurrir que intente no detenerse sobre las marcas

de la evolución de una práctica como ágilmente lo hiciera por

ejemplo Barthes en sus Variaciones sobre la escritura,93 o Derrida en “El tratamiento del texto”94 de una manera menos metódica en cuanto a sus intentos de recuperación cronológica, sino

buscando en esas marcas históricas la constancia y consisten-

cia penetrable de esa historia que, parafraseando a Derrida, quizá también permanece y continúa en el interior de la mano, de las manos,95 del cuerpo. Es la historia de una escritura que sucede para terminar (y empezar) sobre la punta de los dedos

92 Derrida. No escribo sin luz artificial. Op. cit. p. 21. 93 Barthes. Variaciones sobre la escritura. Op. cit. pp. 87-135. 94 Derrida. No escribo sin luz artificial. Op. cit. pp. 19-34. 95 Derrida estriba esta ampliación anatómica-funcional de la mano que escribe a las manos que digitan las teclas.

haciendo su despliegue cercano al de aquella condición ya referida como anestesia dolorosa (siendo que las manos que tocaron la escritura en su hacer no tocarán físicamente a aquellas

que desde su lugar apartado harán la lectura, sino sobre las vibraciones debajo de la piel, de la hoja).

Pensando en la tactilidad de la escritura o en la digitalidad

de su proceso después de la máquina de escribir, es preciso destinar un instante a la extensión de la superficie perceptivo-sen-

sorial que hace posible el proceso corporal-escritural. Pensar en las terminaciones nerviosas en tanto sensibilidad y pulso como

últimos reductos de nuestro ser-contacto con el teclado o con la pluma y la hoja, puede ser un camino lo suficientemente sutil y efectivo para retraer hacia el interior del cuerpo ese recorrido por hacer palabras visibles.

Intentar habitar las diferencias de exploración que al cuer-

po pidió el cambio de las inscripciones en piedra y barro cuan-

do la punción de la cuña ejecutaba la fuerza corporal como

trabajo físico de marcaje y penetración de la superficie sobre cuya faz habría de infundirse el gesto del signo como permanencia material (por ejemplo en la escritura cuneiforme sumeria, los jeroglíficos egipcios o el esgrafiado chino sobre

caparazones de tortuga antes del siglo ii a.C.); hacia la escritura como trazo cuya práctica más dócil a la mano supondrá la invención del pergamino, la tinta y el papel después del siglo

i

d.C.; entre la pluma de ave en Occidente, el pincel en Oriente, la

invención de la pluma metálica en el siglo xix; la máquina de escribir anunciada en 1714 y asimilada como práctica corriente

a fines del siglo xix, hasta la computadora, e incluso las graba-

ciones en conversión del dictado a la letra impresa en pantalla;

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ha sido propósito de diversos estudios especializados cuya referencia bastaría para salvar la necesidad de referir una historia de la escritura en el curso de la humanidad.96 Lo sugerente

aquí quizá sea pensar, por ejemplo, en lo que al cuerpo hace la diferencia entre el trazo de la mano que sostiene el pincel sobre

la piedra lisa de Song Dong y la escritura digital que al respecto se cierne en estos renglones. Independientemente de la intención artística cuya finalidad destina el proceso de Dong, tratemos de entender el cambio en el gesto del trazo al golpe de

tecla sí, como una diferencia operativa, mecánica, cuyo ritmo

distancia una práctica de la otra a nivel de ejecución corporal, pero buscando la sustancia común que ambas activan. Para ello

será necesario pensar en las instancias internas del ritmo corporal que acompasan el proceso escritural, es decir la respiración y los latidos. Lo que la medicina china entendería en una lectura interrelacionada como el qi y el mo.

Hablemos del cuerpo y sus pulsaciones en el latir de la san-

gre y el hálito vital. Como la distancia que terminaría por sepa-

rar la medicina oriental de la occidental está situada por

estudiosos como Shigehisa Kuriyama en la manera de concebir, ver, leer y sentir el cuerpo, uno de los sitios de divergencia fundamental estriba en la concepción de los pulsos vitales. Fundamento de ambos conocimientos médicos, los antiguos estudios sobre el pulso como la forma de revelación más completa y

confiable del cuerpo sano y enfermo, coincidían en ello tanto

en China como en Grecia. Galeno, el más importante médico en la Grecia antigua (siglo ii a.C.), dedicaría su primer tratado, So-

96 Entre ellos me parece especialmente sensible el citado escrito de Barthes en Variaciones sobre la escritura, donde incluye una interesante selección bibliográfica al respecto.

bre las diferencias entre los pulsos, a la catalogación de sus cualidades y características, y esbozaría en un segundo estudio la

manera en la que el practicante podía distinguirlos para hacer su diagnosis (Sobre el discernimiento de los pulsos).

Wang Shuhe (siglo III d.C.), estudioso chino del cuerpo y sus

enfermedades, investigaba no solamente las características descriptivas del pulso y sus 24 variantes, sino la manera en que

estos pulsos eran sentidos sobre los seis puntos de las muñecas de acuerdo con sus dos dimensiones de profundidad. Según su

experiencia, aprender a diferenciar un mo flotante de uno hundido, hueco, oculto, pleno o frágil era la única manera de enten-

der-sentir el padecimiento del cuerpo.97 En cambio, los estudios de Galeno enfocados en la catalogación (antes que en la entera

pulsación como experiencia) derivarían muchos siglos después en el descarte absoluto del pulso como diagnóstico apelando a

su no-cientificidad fincada precisamente en la indecibilidad de la comprobación de sus certezas como universales. Infinidad de estudios des-estimatorios sobre el método-pulsado de conocimiento del cuerpo vendrían a hundir en el terreno de la puerilidad médica tales procesos en el testarudo camino de la

medicina como ciencia occidental. No así en la medicina oriental, en la que se mantendría casi intacto durante siglos el estudio y la curación del cuerpo y sus padecimientos desde la

escucha dactilar del cuerpo ajeno. De ello que resulte fundamental mencionar aquí la discordancia entre atender el saber

97 Wang Shuhe, médico imperial, es reconocido en la historia de la medicina china como precursor en el estudio y conocimiento de los pulsos, escritor del Maijing –primer compendio dedicado exclusivamente a la esfigmología (del griego sphygmos: pulso) contenido en ocho rollos.

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en tanto conocimiento sobre el cuerpo (como situaría de lleno el estudio anatómico disectivo) y conocer el sentir del cuerpo

con el cuerpo,98 uno atendiendo a la morfología y sus condiciones de funcionamiento, el otro a las profundidades que relacionan la superficie (biao) del cuerpo con su núcleo interno (li).

Enraizando esta distinción en la concepción del cuerpo

para la medicina occidental y para el saber oriental trabajaría

sobre elementos de tono y funcionamiento muy diferentes. Si-

guiendo a Kuriyama mencionemos algunas de las condiciones que hacen esta divergencia para esclarecer las necesidades de interrelación que busca invocar este estudio con la intención

de acercarse al cuerpo expresivo desde la vivencia de sus revelaciones en el proceso de la escritura.

98 Hay que tener cuidado de no observar esta distancia loando de forma enfebrecida la atención oriental sobre el cuerpo de una forma más compenetrada y vivencial que aquella que parece denostar la práctica de la disección como fundamento de la sabiduría médica occidental. Lo que es importante señalar, siguiendo el valioso estudio de Kuriyama, es que si bien la disección como práctica sí fue conocida pero muy poco practicada en Oriente (Kuriyama señala solamente dos tratados de la China antigua que mencionan disecciones entre los 150 que discursan sobre los saberes de la palpación), nunca llegó a tener el peso fundante que logró en Occidente. Es altamente revelador que en los estudios médicos chinos no se muestren cuerpos inermes abiertos, expuestos y seccionados al más pequeño detalle; sino cuerpos vivos realizando alguna actividad y en su caso incluso portando algún ropaje, o bien, cuando desnudos, se ofrecen simplemente de pie sin mayores referencias o marcajes anatómicos. En tanto que en todo tratado médico occidental el esquema del cuerpo diseccionado es la manera de dictaminar sobre el cuerpo, su funcionamiento y padecer, las representaciones del cuerpo que aparecen en los estudios orientales parecen casi bocetos del cuerpo y señalan solamente los puntos de palpación, con lo que dejan claro que la mirada instruida al detalle develado del interior resultaría inservible sin el ejercicio profundo de la percepción táctil de un cuerpo que se comunica al otro sin mediaciones esquematizadas, sino sobre la piel pulsante.

A riesgo de intentar un mapeo demasiado esquemático so-

bre los aspectos más reveladores que se configuraron durante

el desarrollo de los saberes del cuerpo y sus padecimientos, buscaré situar algunas de las características más reveladoras al

decir y construir de ambos cuerpos –oriental y occidental– ba-

sándome en lo que Kuriyama nombra como sus particulares procesos de autoafirmación cultural. Así hay que entender que

el cuerpo para la medicina nacida en Grecia emerge de la “articulación de las intenciones y el ejercicio de la voluntad muscu-

lar”, mientras que el cuerpo en China (que no apela a la estructura interna y funcional desde el esqueleto y los músculos) se entiende a partir de la metáfora de crecimiento y florecimiento de las plantas,99 no sólo en su proceso vegetativo sino

en su desarrollo moral, aquello que denominan el se (expresividad de los años vividos) de la persona enlazado con el qi (vita-

lidad, aire, devenir),100 huellas esenciales que se muestran en los ojos de una persona, en el tono de su piel, en la tranquilidad del

rostro. Pues “la enfermedad puede verse primero en el rostro

aunque no aparezca en el cuerpo. Parece estar ahí sin estar ahí; parece existir y no existir; parece visible e invisible. Nadie puede describirlo”.101 El conocimiento nacido de la observación

atenta (profunda, oscura)102 de las cualidades de la apariencia y los colores del rostro se completaba con el tacto del mo en las muñecas (pulsaciones que develan el flujo de la sangre y el aire en el cuerpo).

99 “Los médicos no sólo hablaban del se como una flor sino que la percibían como tal […] escrutaban el rostro de la misma manera en que el jardinero contempla el florecimiento o declive de sus plantas”. Kuriyama. Op. cit. p. 193. 100 Ibíd. p. 196.

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Intentando explicarse cómo y por qué es que la práctica di-

sectiva de los cuerpos en la medicina griega derivaría en la primacía de la disección cuya ejecución antes del siglo ii a.C. sólo

se practicaba sobre animales, Kuriyama señala la distinción sobre las tradiciones egipcia, ayurvédica y china que florecieron durante miles de años sin privilegiar jamás esta forma de

inspección. Mantengamos esto en mente como una fibra sensible que nutre en consonancia la fundación cultural de los sujetos sobre cuya obra discurrirán los siguientes capítulos, Song

Dong y Safaa Fathy, acaso para establecer un nido común sobre la concepción del cuerpo y la forma del respeto que entabla su relación con él.

Para entender los fundamentos y la evolución de la medici-

na griega, Kuriyama sugiere seguir el concepto homérico del

noein que significa adquirir una imagen mental clara de algo;103 precisando que es a partir de la necesidad de esta visualidad y del deseo por entender el cuerpo a partir de esta forma de pen-

samiento que deriva la práctica médica en intensa relación con la concepción-visualización anatómica (pues la mente de

acuerdo con la filosofía clásica funciona con esta precisa finalidad). Resultaría así no sólo comprensible sino incluso necesaria

101 Kuriyama citando el Lingshu. Ibíd. p. 185. 102 El concepto usado para decir la observación penetrante del se y del qi es wang –un caracter cuyo origen ideopictográfico devela un ojo y una persona que se estira, se inclina hacia adelante para percibir un atisbo de la luna distante. La etimología del término, como señala Kuriyama, refiere que “wang, observar, es similar a wang, estar ausente y a mang, ser oscuro. En otras palabras, wang (observar) expresa el esfuerzo por ver lo que sólo puede percibirse oscuramente o en la distancia”. Ibíd. p. 181. El descubrimiento de la enfermedad por observación era una habilidad divina, según se declara en estudios como el Nanjing y el Lingshu. 103 Ibíd. p. 128.

la práctica de la disección y el estudio anatómico exhaustivo sobre los cuales se iría erigiendo la doctrina médica como vía óptima para acercarse el cuerpo, diagnosticar sus fallas y establecer la certeza de su conocimiento, al concebir el cuerpo del

hombre como una especie de diseño y mapa del plan divino.104 De tal forma que “ver de manera anatómica significaba superar

la ceguera causada por lo inmediatamente visible”.105 Sin embargo, sabemos bien la importancia del exterior del cuerpo divino musculoso y delineado con visible precisión por las líneas

de fuerza y tensión que lo hacían un cuerpo perfecto en su es-

tética y proporciones. El desarrollo de la concepción del exterior del cuerpo como carne (con Hipócrates) hacia la distinción de

tal entre músculos y articulaciones (con Galeno) sería alimentado por estas valoraciones platónicas. Entre las ondas muscu-

lares como marcajes simbólicos de la constitución del cuerpo en el arte clásico, junto al naturalismo-anatómico en la repre-

sentación de la época helenista se perfila también una relación directa sobre la virtudes del carácter del individuo, donde la

musculatura y nervaduras de un cuerpo denotaban la fortaleza de un alma valerosa.106

104 Kuriyama sitúa en Aristóteles la primera evidencia segura de disecciones en animales. 105 Ibíd. p. 135. Las relaciones esenciales entre el desarrollo de la medicina y de la representación del cuerpo en el arte de la Grecia clásica estilan los mismos ideales. El capítulo 3 del citado estudio de Kuriyama estriba importantes señalamientos que se sugiere revisar. 106 Según cita Kuriyama, el tratado griego clásico, Fisiognomía, señalaba las cualidades inmediatamente visibles y destinadas en los pies y tobillos nervudos como prueba de un carácter fuerte y valeroso. Ibíd. pp. 141-142. Así como las frecuentes referencias en otros estudios a la desarticulación evidente en un cuerpo débil o enfermo –el término anarthroi, designaba pies y tobillos pobremente articulados que revelaban debilidad y cobardía.

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Al establecer la estructura del cuerpo como conjunto de for-

talezas resultaba fundamental la concepción de los arthra como funciones de articulación –que no empatan con la concepción actual de las articulaciones del cuerpo en tanto en-

granajes de movimiento– hablando de una configuración distinta y precisa para el cuerpo humano que incluía no sólo las

junturas de las extremidades, sino su relación con los órganos

internos. Las articulaciones eran, así, el eje motor y funcional

del cuerpo, pues enlazaban músculos y órganos, conjuntaban su potencia y efecto sobre la seguridad de un organismo sano

y virtuoso. Pero no es realmente esta valoración la que resulta productiva a nuestros intereses sino la mención de Kuriya-

ma en esta parte de su estudio referente a la relación de los

arthra en el lenguaje –el mismo término era utilizado para designar estos lugares de tensión y ejecución en el cuerpo como en el habla. Los arthra eran también las palabras que dividían y enlazaban el flujo del discurso (son los artículos gramaticales de acuerdo con su designación actual), cuya función

estaba “en la articulación de la voz por medio de la lengua”.107 Según Aristóteles, esta capacidad de articulación del cuerpo en

el habla, develaba una distinción fundamental entre los hombres y los animales –la capacidad que diferenciaba la sola producción de sonidos animales de la elaboración del lenguaje

como articulación de ideas en palabras a la voz, nacidos de una anatomía precisa y única cuya estructura hacía posible el enlace entre el cuerpo y la persona (como ser pensante). Sea este

sencillo ejemplo variante sobre la concepción del cuerpo el que mejor nos ayude a vislumbrar la profundidad de la dife107 Aristóteles, Historia de los animales, citado por Kuriyama. Ibíd. p. 143.

rencia de concepción del cuerpo y sus formas significantes

para el origen y devenir de las medicinas griega y china –la primera avanzando sobre el privilegio de las formas visibles y

auditivas del discurso; la segunda, escuchando en el silencio de la palabra los sonidos escondidos del cuerpo.

Pero quizá la escisión más importante en el arbolado de los

dos caminos de comprensión del cuerpo está en la concepción

de su funcionamiento interno. Galeno luchó por demostrar que el corazón y el cerebro eran los órganos más importantes del

cuerpo asegurando y controlando el funcionamiento de todos los demás. Estructura jerárquica, fija e incuestionable en la

certeza de su ordenamiento cuya evolución articularía el sa-

ber médico en Occidente con la misma tendencia discursiva

preponderante en otras áreas del conocimiento, sustentada en completa sincronía con las búsquedas de la verdad en filo-

sofía, la historia como evolución y desarrollo positivo, etcétera. Para la medicina oriental el corazón también gobernaba sobre

los mo, pero en el mismo sentido en el que los pulmones determinaban sus efectos sobre la piel, el hígado gobernaba los nervios, y los riñones gobernaban los huesos.108 A diferencia de la

estructura digamos –central– de la medicina griega, la concepción china del cuerpo enlaza una multiplicidad e igualdad de fuentes gobernantes que derivan en una lectura indirecta y

alusiva de los efectos de las afecciones relacionadas entre todos

los órganos. En los estudios de Galeno la vinculación directa causa-efecto entre el bloqueo de una arteria y el fallo del pulso

cardiaco o entre el corte de un nervio y la disfunción de una

108 Ibíd. p. 167.

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extremidad le dictaron la superioridad gobernante del corazón sobre los conductos sanguíneos y del cerebro sobre los músculos. En la medicina china la relación causa-efecto del debilita-

miento de un órgano y su visibilidad en el rostro (como el daño de un pulmón que curte la piel) hablaría de un orden de rela-

ciones distantes, como señala Kuriyama, pero también de una relación de tiempos distendidos –pues los estudios que dieron

origen a la relación entre la causa y la manifestación de la dolencia sucedieron en extensiones de tiempo que permitían percibir en su transcurrir esos “vínculos invisibles a la disección”.109

El poder de la enfermedad y del funcionamiento orgánico occidental sucede (o así se quiere creer) en relaciones de tiempo y

causalidad directas e inmediatas; mientras que la dinámica de injerencia interna del cuerpo en la medicina china se entiende

a partir de la circulación, los tiempos y las profundidades de sus flujos.110

El epílogo del estudio comparativo de Shigehisa Kuriyama

que hemos visitado brevemente en estas páginas concluye señalando que las divergencias entre uno y otro desarrollos so-

bre el estudio del cuerpo tanto en Oriente como en Occidente develan un proceso de elección de aquellos que para el estudioso-sanador serían identificados como signos anatómicos-

109 Ibíd. p. 168. 110 “En la dinámica de las cinco fases [hay cinco colores en el rostro (verde, rojo, amarillo, blanco, negro) en consonancia con las cinco fases macrocósmicas de interacción de los elementos (madera, fuego, tierra, metal, agua)] el corazón conquista a los pulmones, pero tiende a ser superado por los riñones, y éstos por el bazo, y el bazo, por el hígado, y el hígado por los pulmones”. Así es como se entiende la circulación, sin fuente de control alguna, pero siempre comienza y regresa al mismo lugar, el cunkou, la abertura de la muñeca. Ibíd. p. 166.

patológicos, esas señales del cuerpo que había que atender y en las que se encontraban las respuestas al diagnóstico, tratamiento y causas. A una distancia necesaria y pertinente se han

anotado ciertos elementos y concepciones para indicar los sig-

nos sobre la expresividad del cuerpo, sabiendo que la manera de ver, escuchar y sentir el cuerpo destina el orden de aquello

que será visto, escuchado y sentido. Encontrar estadios de encuentro para la reflexión entre unos y otros es una de las posibilidades más enriquecedoras que puede aprovechar un estudio

como éste en el que se busca una aproximación anunciada desde ambas tradiciones de pensamiento; haciendo uso de los elementos, conceptos y organismos de comprensión necesarios

para poder buscar un sentir del cuerpo enlazado, creyendo que

es posible vincular, por ejemplo, el sentido griego de los arthra

como estructuras replicadas íntimamente entre el funcionamiento del cuerpo y el sentido de su existencia en la elaboración del lenguaje como enlazamiento, articulación del decir, la

temporalidad y la consistencia del cuerpo en la palabra. Pero entendiendo también que es necesario buscar esas profundidades palpables hacia las que se dirigió la historia de la medicina china al hacer de aquellos signos aparentemente invisibles

–como el pulso, la respiración o el dolor– pulsaciones en confesión sobre la sustancia corporal que habita el decir.

¿Qué relaciones son éstas que seríamos capaces de experi-

mentar y al menos intentar poner en palabras sobre las formas

de incidencia del cuerpo en la escritura?¿Cuáles son esas profundidades que podemos intuir a partir de la invisibilidad del cuerpo que escribe en el caso de una obra como la de Safaa

Fathy elegida como segunda isla en este estudio? ¿Cómo es que

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nos sirve recordar que las primeras relaciones establecidas entre la escritura y la práctica medicinal en el antiguo Egipto

(2000 a.C.) señalaban tres partes fundamentales para el tratamiento de las enfermedades y entre ellas estaban aquellas fór-

mulas –re– enunciadas sobre el cuerpo enfermo para extraer de sí el padecimiento y volverlo a la salud? ¿Qué podemos entender de esa relación que establecieran los egipcios entre la recepción y entrega del cuerpo a la palabra y la capacidad del

lenguaje para enfrentar y vencer en su caso la enfermedad, el

padecimiento, e incluso la muerte?111 ¿Es ésta una experiencia similar a la que en la escritura como en la lectura Derrida erigiera como lucha de fuerzas y ejercicio de resistencia?112

Derrida utilizaba la palabra restance en el sentido de per-

manencia, como aquello que a pesar de, resiste y permanece. “La estructura de la marca, que no es un signo, que no es algo

que se deja borrar, trasgredir, verter hacia el sentido; la estructura de la marca que es algo que permanece, pero es una permanencia que no es la subsistencia del cuerpo escrito”,113

enunciaba con fuerza el filósofo queriendo anticipar una promesa; para poder completar ahora su decir. La permanencia de

la que habla, ese resto que no es la subsistencia del cuerpo es111 Los manuscritos egipcios del segundo milenio a.C. coinciden en indicar tres actividades / áreas de conocimiento para el sanador: shesau (el diagnóstico o tratamiento), pekhert (la aplicación de materiales, combinaciones y formas de uso para la cura) y re (fórmulas recitadas para retraer el cuerpo del exilio de la enfermedad o bien para mantenerlo en salud). Al respecto se sugiere revisar el estudio “Reading Gender in Ancient Egyptian Healing Papyr” de Sthephen Quirk en Michael Worton, Nana Wilson-Tague (eds.). National Healths. Gender, Sexuality and Health in a Cross-Cultural Context. Portland: ucl Press. 2004. pp. 191-199. 112 Sobre ello Derrida habla con especial claridad en No escribo sin luz artificial. Op. cit. pp. 52-53. 113 Ibíd. p. 53.

crito puede ser y (r)estar en el cuerpo que escribe. Dejando en

la escritura su rastro, el cuerpo acepta ante la palabra su necesidad y condición de relación sobre el resto de sí.114

Pensar la relación entre el cuerpo y la palabra es encontrar

que es en este proceso del decir que le es dado al cuerpo y sus

profundidades expresivas donde éste acontece como posibilidad de dejar rastro. Rastro en que la enunciación de aquello que

aún permanecerá –en resto– indecible como el dolor que per-

manece, es lo que resta de sí. Pues la experiencia del cuerpo, como afirma Derrida para el texto, es también algo que, a pesar

de poder decirse en palabra, no se deja apropiar y al intentar

ser escrito “dice siempre más o menos de lo que habría podido decir”;115 en ese juego de indecibilidad Derrida destina a la dis-

tancia el sentido del rastro. El texto, dice el filósofo, se separa de su origen para no pertenecer ni al autor ni al lector. ¿Por qué y cómo? Para decirlo están encaminados los encuentros de este

estudio cuando esa separación existe sólo ya como rastro. Ras-

tro a veces visible por un tiempo breve, el tiempo que tarda una piedra en absorber el agua; el tiempo que requiere la voz para poder decir en alto palabras entregadas a su cuerpo.

Busco la marca de la escritura sobre la que se entrega la

vida en palabras, esa marca como rastro corporal que sucede con estricta claridad en ensayos como L’Intrus de Jean-Luc Nancy. Esa marca que resta y ejercita al enunciar la doble partida

114 Derrida concluye la afirmación citada de esta forma: “no es la permanencia de lo escrito mientras que las palabras pasan. La estructura de la permanencia que me interesa es aquella que no es la subsistencia, que no es un ser, un existente, un objeto, una sustancia. Esta permanencia de la marca que hace que todo resista, no se deje apropiar”. Ibíd. 115 Ibíd.

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del resto siendo lo que queda, lo que sobra, como es entrega

ilimitada. Dar el resto en la escritura es dar lo que se puede, lo que la palabra como marca permite, en tanto marca que “no

está presente ni ausente”;116 pero es también el intento, el gesto último por darlo todo, la urgencia por dar ilimitadamente y en

ello permanecer –aún sabiendo la imposibilidad que funda tal intento, ejerciéndola a cambio. Darse como resto en la escritura, expresar en el proceso del cuerpo que escribe la ausencia-

presente de esa marca es asumir el riesgo de entregar(se a) aquello que resiste entre el texto y el cuerpo esperando sin esperar lo que quede de ello, su resistencia.

Dicho lo anterior es necesario volver al cuerpo con la inten-

ción de permanecer cerca del proceso corporal que se afirma

como resto en la escritura. Hablemos entonces de las pulsaciones que hacen la escritura. ¿Qué clase de pulsaciones son éstas?

Digamos, después de lo que hasta ahora hemos podido entender, que las pulsaciones fisiológicas sobre las que podemos recorrer el cuerpo que escribe como organismo vivo se hacen

evidentes tanto en el pulso cardiaco como en el orden de la respiración; nos faltaría hablar con mayor detenimiento sobre los impulsos nerviosos.

Empecemos con esas pulsaciones internas como efectos en

el estado compartido entre la terminación fisiológica y el inicio

de la marca visible de la escritura en la inscripción de la letra. Estas pulsaciones que suceden sobre los dedos de las manos son quizá aún evidenciadas con mayor fuerza en su rítmico

aparecer desde el teclado como medio de inscripción de las le-

116 Ibíd.

tras enlazadas en su individualidad (sin el lazo manuscrito). Pulsaciones que son posibles por la precisa capacidad de exploración táctil en la que terminan los dedos. ¿Qué habría que re-

flexionar sobre esta sensibilidad neurotópica a efectos de la escritura? Resultaría apenas suficiente decir que esas ramifica-

ciones nerviosas que alimentan la epidermis tanto como los músculos, que permiten el acompasado ir y venir de las manos sobre un teclado, son causa y posibilidad de que el cuerpo se

constituya en la palabra (en hoja o en pantalla) y alimentan también la mente.

Sería un esfuerzo de diferente magnitud intentar estable-

cer la ruta que escribe entre cada vértebra el impulso nervioso conforme recorre la médula espinal sobre nuestro eje desde el

cerebro hasta las extremidades. Es necesario sin embargo pensar, como parece haberlo entendido Barthes al hacerse acompañar del hombre fibroso al final de su autobiografía en

fragmentos, que efectivamente dependemos –para poder escribir– de esa red nerviosa que somos entre fibras sensibles dis-

tendidas dispuestas al decir (pensando en la escritura como movilidad) y a expensas del dolor.117

Es probable que ese poder asumirse como un ser fibroso

pueda ser permisible en un grado mayor para alguien que padece, precisamente, de un dolor neurálgico como estancia cró-

nica de existencia. Yo padezco (en) esta estancia crónica. ¿Estancia? ¿No sería la temporalidad finita o pasajera que

117 La referencia atiende en específico al sistema nervioso somático dentro del sistema nervioso periférico, compuesto por nervios y neuronas y dentro del cual se distinguen los nervios espinales como aquellos encargados de enviar y recibir información sensorial, tacto y dolor. Los nervios espinales cumplen funciones sensitivas y motoras, pues comunican la médula con el resto del cuerpo.

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anuncia esta palabra una contradicción al hablar de una condición crónica? Si tan sólo remontamos sobre la raíz de la palabra –cron– que anuncia una unidad de tiempo geológico

equivalente a un millón de años, haya que considerar que lo crónico (chronicus) refiere tanto a una enfermedad larga como a un dolencia habitual que viene de tiempo atrás, ¿cómo es que

puedo pensar en decir su cronicidad como estancia? La respuesta quizá estriba en una de las variaciones de Barthes sobre

la escritura: “en todos los casos la escritura se extiende al modo de un hilo más o menos ancho, más o menos compacto: es la

cinta gráfica. Esta cinta que expresa el estatuto fundamental-

mente narrativo de la escritura”.118 Está en esa cualidad hilada de la escritura y en la dinámica que invoca como discurrir lo

que permite –aun a lo crónico– moverse, avanzar, concebirse en

su acontecer como algo que está pasando y en su narrativa se

mueve. Dispendiar el estado por la estancia; hacer pasajera su

condición inveterada, es el refugio que permite la escritura como cinta gráfica para inervar el resto (del cuerpo) y el rastro (de la marca).

Ante la insondable inmersión que requeriría un trazo neu-

ronal detallado sobre el funcionamiento activo que demanda

recorrer la escritura como ejercicio corporal, esperemos sea suficiente a los fines presentes recuperar de esa condición de dependencia entre la sensibilidad y la movilidad de las manos el reconocimiento corporal del dolor (siendo que conforman y

responden al mismo sistema el sentir, la movilidad y la expresión del cuerpo doliente).

118 Barthes. Variaciones sobre la escritura. Op. cit. p. 109.

Para poder atender la potencia de la escritura como movi-

miento de auto-afección profunda en tanto huella capaz de retener el presente viviente, habría que hacer una pausa anticipada de lo que vendrá a hundirse en profundidad en el se-

gundo cuerpo deslizado de este estudio para hablar del dolor como posibilidad otra que habita el cuerpo además de la voz (y en ello remitiremos en adelante a Husserl releído por Derrida)119

para dejarse “afectar por el significante que produce, sin ningún rodeo por la instancia de la exterioridad, del mundo o de lo

no-propio”,120 retomando a Husserl para llevarlo sobre una se-

ñal-expresiva (que posiblemente jamás hubiera considerado pertinente) para hablar del dolor como otra forma de auto-afección pura, siendo que la interioridad del cuerpo propio tampo-

co requiere de la intervención de ninguna superficie de

exposición mundana (fuera de sí) para experimentarse en su fenómeno no-disperso.

¿Cuál sería el sentido de intentar situar el dolor dentro de

un proceso de pensamiento consonante con el que han intentado la fenomenología y sus cuestionamientos posestructuralistas? La razón de esta interrogante se irá desenvolviendo en

las páginas siguientes, específicamente entre las palabras es-

critas sobre el pozo, pero es preciso pre-enunciarla –enunciar para escuchar desde ahora su necesidad– en el intento por inscribir el cuerpo en el decir de una teoría que le permita tomar

aire, espacio y latencia con una incidencia acaso más cruda que

aquella que inspirara las teorías fenomenológicas de Husserl, 119 Las relaciones de lectura y comprensión corporal entre la voz y la palabra escrita que aquí se atisban serán tocadas a detalle en el capítulo tres, cuyas entretenciones se fundan en: Jacques Derrida. La voz y el fenómeno. Valencia: Pre-Textos. 1995. 120 Ibíd. p. 137.

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para proponer el dolor como expresión del cuerpo tan cerca de

sí como la voz-escucha, o como intentaremos entrelazar, tan cerca de sí del cuerpo como la escritura sucediendo; para perforar de otra manera (y en otra parte) nuestra forma de comprender el proceso creativo, artístico o escritural de un cuerpo.

Sobre la idealidad del oírse-hablar, Husserl argumentaba

que cualquier otra relación del ser con su cuerpo (por ejemplo,

verse o tocarse) “en los dos casos, la superficie de mi cuerpo, como relación con la exterioridad, debe comenzar por exponerse en el mundo”, mientras que la voz no expone al cuerpo de

esta forma.121 Como se revisará más adelante será justamente

en este punto cuando y donde Derrida inserte su oposición enraizando la différance como ese movimiento que necesaria-

mente atraviesa el cerca de sí no sólo de la voz sino del sujeto en sí con el mundo.122 Es preciso pensar en esa abertura irreduc-

tible que reconoce Derrida en la expresión del cuerpo en el habla pero también en la escritura –que convoca al sujeto fuera-de-sí en tanto interioridad. Esta propuesta de enlazamiento irreductible abre la interioridad del ser en la escritura y con ello resulta fundamental a nuestros intereses. Es este gesto corporal

que engendra las palabras cuyas derivas recorremos. Derivas en

apertura y penetración radical (aun cuando intentan escapar de ello) que suceden sobre el sentir de una de las experiencias más

profundamente enraizadas como interioridad singular en el cuerpo: el dolor y sus tiempos de espaciamiento en la palabra.

121 Ibíd. 122 La différance es el movimiento que produce a un sujeto trascendental; “la auto-afección no es una modalidad de experiencia que caracterice a un ser que sería ya él mismo [sino que] lo produce”. Ibíd. p. 141.

Al recorrerse en la lectura cuerpos y palabras, se irán deve-

lando con mayor o menor evidencia los matices de arraigo de este dolor que desde mi historia personal ha tenido que ser

nombrado entre el diagnóstico y su padecimiento; situándose

en lo que venga de forma más específica sobre otros matices dolientes y su inervación en la palabra, relacionados en su caso sobre la distancia, la ausencia, la pérdida y las formas de duelo

que el cuerpo despliega (o intenta) fuera de sí. Encauzar la apuesta por la escritura desde la vivencia continuada del dolor

físico crónico que soportan estas letras es aquello que ofrezco

al lector como ejercicio singular, buscando situar en las heridas propias esos signos de individuación en los que el cuerpo se ofrece legible.

En un primer impulso pudiera dudarse sobre la necesidad

o incluso la pertinencia de ejercer esta vivencia doliente como

nervadura de un estudio teórico. Resulte suficiente e inevitable confesar la imposibilidad (si tan sólo en tanto falta de sinceri-

dad) que implicaría no hacerlo. ¿Cómo escribir, cómo vivir en la cronicidad del dolor tratando de hacerlo a un lado? ¿Qué sentido tendría incluso intentarlo, si es él quien dicta el ritmo y las

profundidades del pulso que estoy siendo para escribir? ¿Qué

podría decir de la escritura sin aceptar que me deshago en ella?

¿Qué se puede hacer con lo cimbrado, con la falla, con el resto, sino hacerlo presente a sí mismo?

Alguna vez Derrida declaró que le interesaba el cuerpo de

la palabra en la medida en que no pertenece al discurso.123 Ese

cuerpo de la palabra es el cuerpo sobre el que pregunta con

123 Derrida. No escribo sin luz artificial. Op. cit. p. 166.

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insistencia Barthes en la cita inicial de esta entrada. Es el cuerpo que somos; es el cuerpo que podemos entregar como escri-

tura en desalojo, haciendo de sus huecos y resquebrajamientos sustancia sensible para escuchar al cuerpo del otro.