El cuerpo de la nutria

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El cuerpo de la nutria

El cuerpo de la nutria

¿Qué estás dibujando? Pregunta el tío Lino. Un caimán comiéndose a la nutria que vimos ayer, responde ella bocabajo sobre el piso de madera. El olor que él trae consigo la lleva a un potrero lleno de mierda de vaca y ella revolcándose, enterrándose, hasta que es interrumpida por la voz que desde arriba dice: Está muy bonito, ¿me lo regalas cuando lo termines? Ajá, pero tienes que quitarte los zapatos, huelen mal, dice ella y luego un deseo de taparse la boca. Su mamá le ha dicho que debe comportarse. Sobre todo cuando está con la familia de su papá no debe olvidar tender la cama, llevar los platos a la cocina, decir gracias y por favor, evitar las palabrotas, no hurgarse la nariz, usar seda dental todas las noches, y lo principal, no debe decir lo primero que se le cruza por la cabeza. El tío Lino no se quita las botas. Ella, sin moverse de su posición, sin dejar de dibujar, cuenta los dos, tres, cinco pasos que se demora él en llegar hasta la baranda del corredor. No hace falta mirarlo para verlo con su sombrero caqui de vaquero que no se quita ni para comer. Sabe que acaba de prender un tabaco y que está observando los treinta búfalos traídos de la costa que pacen al otro lado del río. Ella los contó para meterlos en el dibujo: treinta manchas cafés y peludas sobre el papel como soles disecados. Ahora toma el lápiz verde, lo presiona con fuerza, trac, la punta se rompe, parece que el caimán se despierta y de la nutria sólo queda la cola.

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Desde acá puede verle la panza al tío. Blanca, cubierta de pelos entre la camisa arrugada y salpicada de costras de barro, caca de vaca y sangre. Merce dice que no hay peor mancha que la del ganado y aún así se esfuerza por mantenerle la ropa siempre limpia y planchada a su esposo. Le gusta alardear de esto durante los primeros minutos del desayuno, cuando el tío en la cabecera de la mesa parece coronado por la limpieza de su camisa y su sombrero caqui.Mírenlo, así lo mando y cómo regresa, repite Merce y menea de un lado al otro la cabeza. Para Merce debe ser un triunfo que día tras días su marido vuelva a ensuciar las camisas inmaculadas con las mismas manchas, por eso todas las mañanas exhibe la blancura de su esfuerzo como un trofeo. Al tío Lino le haría gracia saber que a ella le encanta el olor a boñiga. Si ella le dice que sus botas huelen mal es porque sabe que es lo correcto pensar sobre el olor de la caca de vaca, aunque sabe también que es el tipo de cosas que no se dicen en voz alta. Pero por qué, es injusto que a los hombres se les permita decir lo que quieran, ensuciarse y oler como les da la gana, que no tengan a nadie encima embadurnándolos de jabón y colonia, ni diciéndoles que se laven bien las partes íntimas. Tal vez Dios se equivocó y ella debió ser niño. Si fuera un niño la llevarían al ordeño. Aunque pensándolo bien, si fuera niño tendría que salir todo el día a caballo y eso sí que no le gusta: le da pesar de los animales, en especial de las yeguas preñadas y además es incómodo estar todo el día entre el sol ardiente y el sudor a caballo y el cuero de la silla de montar y tener que llevar las riendas y los estribos tan cortos y que sea prohibido cogerse del cuerno, porque dicen que no es elegante. Lo bueno de ser niña es que no hay tanta ceremonia con esas cosas. Lo que más le gusta del tío es que no la regaña por nada. Si Merce o la abuelita Rosa estuvieran aquí ya le habrían hecho quitarse el vestido de baño y la habrían regañado por entrar mojada a la casa, porque alguien podría resbalarse, a ella le podría dar una neumonía, o algo peor como hongos en lugares que no se pueden nombrar. Pero estos son días de vacaciones y ellas no llegarán hasta la hora del almuerzo, después de su caminata de dos horas hasta la finca del tío Eugenio. Ella prefiere no acompañarlas. No soporta que Merce y la abuelita Rosa y las primas hablen mal de su mamá. Nadie se lo puede negar, ella las oyó hablando en voz muy baja, cuando pensaban que no estaba cerca. Decían que su mamá era una abandonada y alegaban,Hay qué ver cómo mantiene ese apartamento de desordenado y pobre niña criada por empleadas del servicio, porque Esa nunca está y, como nunca está, manda a la pobre niña a los paseos con los calzones rotos. Su mamá podrá ser un poco despistada y tonta y ella no le perdona que haya dejado a su oso Rigo en la lavandería y que se le haya olvidado recogerlo. También le molesta que en la casa cuando se funde un bombillo pasen años antes de que su mamá compre uno nuevo. O que le haya prometido desde hace tanto tiempo que le va a regalar la película dela Bellay la Bestiay todavía no lo haya hecho. Pero la abuelita Rosa y Merce no tienen derecho a hablar mal de su mamá. Ella está segura de que se esfuerza por hacer las cosas bien, se esfuerza tanto que hasta le cosió a Ladito. Su mamá, que no sabe ni pegar un botón, se esforzó hasta lo desconocido para coser el borde despegado de la cobija azul que tiene desde que nació y que acaricia para quedarse dormida. En el colegio ella sólo piensa en el momento de llegar a su cuarto y acariciar a Ladito. Fue espantoso cuando tomó la cobija y Ladito no aparecía por ninguna parte y luego vio el borde remendado y sintió que era a ella a quien le habían cosido la

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punta de la lengua, la yema de los dedos, todos los lugares desde los que se siente. Cómo le habían hecho eso a tanta suavidad domesticada. Otros niños tienen vicios peores, se chupan el pulgar, y hay otros que se chupan el anular y el índice y hacen ruidos de chicharra, y a ellos nadie les cose nada. Ella no poda dormir sin su ladito. Punto. Y su mamá lo sabía. Después de la escena de los gritos y la palmada y el te odio, ojalá te mueras, lo único bueno es que no fue tan difícil descoserlo, pero eso sí, su mamá fue enfática en que no puedes sacar a Ladito de la casa ni mucho menos llevarlo a la finca. Todo lo de Ladito pasó porque esas señoras no pueden ver un hilo suelto, porque algo le dijeron a su mamá sobre los calzones rotos de la niña, o quizás fue ella misma la que se lo comentó de pasada, sin saber muy bien qué era lo que estaba diciendo, porque a veces dice cosas que oye por ahí y esas cosas hacen que su mamá se transforme; le empiezan a brillar los ojos como si fueran a cambiar de color y de forma, como si le fueran a salir derrumbes y se produce tanta incomodidad que siente que algo zumba con sonido de insecto y a su mamáse le escurre por la mejilla y hasta el cuello el maquillaje negro y empieza a restregarse los ojos con las manos como si se los quisiera borrar. Así fue esa vez en que ella comentó, pero sólo comentó, que su papá le había prometido que irían a Disney con Estefanía, y su mamá se erizó como gato y empezó a hablar de ella misma como si fuera otra persona, Pero si la mamá no tiene con qué pagar ese colegio tan caro… pero si la mamá no tiene con qué hacer mercado… si la mamá no tiene con qué pagar el arriendo. Ella preferiría no vivir ahí, sí, es un buen barrio, pero igual otros niños la molestan porque vive encima de esa pizzería, con esas cucarachitas que aunque le dan asco ella envidia un poco porque se las arreglan para meterse dentro de las sopas de sobre, los tarros sellados del azúcar y la mermelada y la salsa de tomate. Igual a su mamá no le dice que no le gusta vivir ahí. Cómo le va a decir si cuando llega del trabajo se encierra en el baño y prende un cigarrillo a escondidas pensando que ella no se da cuenta. Cómo no se va a dar cuenta si ese baño no tiene ventanas. También se da cuenta de que a su mamá se le cae el pelo. Tanto pelo caído tapa el sifón y lo único bueno de eso es que ella puede jugar a la piscinita. Si sus calzones están rotos no es culpa de su mamá, es que a ella le gusta dormir con una mano entre las piernas y a veces se acaricia y se rasca tan duro que rompe los calzones sin querer. Pero ni Merce ni la abuelita Rosa saben nada y por eso ella prefiere no ir con ellas a sus paseos. No quiere imaginar lo que en este momento deben estar diciendo. Mejor no pensar en esas cosas, para qué si está tranquila dibujando, acompañada del tío que ha estado toda la mañana marcando vacas, vigilando el ordeño, recibiendo a un ternero. Nació Tabú, dice el tío Lino y bota una ola de humo que llega a ella en un golpe seco que le entiesa la barriga. Él le había prometido que la invitaría al nacimiento del ternero que la abuelita Rosa le regaló de navidad. Ella le puso Tabú porque le gusta el sonido seco y misterioso de esa palabra, que ni Merce ni los primos han sabido explicarle y que conoció porque es el nombre de la telenovela que todos se están viendo por las noches. La historia de una chica que se enamora de su padrastro. Un padrastro que a ella le parece podría ser el abuelo de la protagonista porque está lleno de canas. Después de ver Tabú, noche tras noche, la misma pesadilla: apagan la planta eléctrica y ella se siente absorbida por la oscuridad y los ruidos de insectos y el aletear de los murciélagos. Entre la tormenta eléctrica se acurruca en la cama y busca la suavidad de Ladito en la manta de algodón, y aunque no la encuentra, al menos la

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manta le sirve para taparse de los remolinos del temor a la Virgen de Fátima y el tedio de la Cabalgata Deportiva Gillete, el programa que sale del radio de la abuelita Rosa y que se escucha por toda la casa de muros y piso y barandas y techo de madera. ¡Vamos a verlo ¡Vamos a verlo ya! Dice ella llena de impulso. Ahora no se puede, responde el tío distraído. Caída en seco sobre baldosa. No. Una imagen más violenta: la de cuando tropezó con los zapatos de su papá, cuando su papá y su mamá todavía vivían juntos y cayó sobre el filo de la cama. Se le abrió un hueco en el mentón. Ella no sabía que había tanta sangre adentro, ríos enteros moviéndose en su cuerpo sin poderlos ver. Le gustaría ver la corriente de su sangre como ahora ve la del río que corre al lado de la casa. Le gustaría que todo lo que está adentro estuviera afuera y poder verlo como un paisaje. Le gustaría ver ya a Tabú, pero si el tío dice no, es no. No debe rogarle. Su mamá le ha dicho que cuando te dicen no debes aceptarlo y hacer como si no te importara, así te quieras comer las uñas y arrancar el pelo y tengas ganas de tirarlo todo para que te den lo que quieres. No debes demostrarlo. Solo había visto un ternero recién nacido una vez. Le había parecido asqueroso y al mismo tiempo placentero eso sangrante que daban ganas de ser uno el recién parido y revolcarse en esa textura de nacimiento. Querían siempre mantenerla tan limpia, ella podía entenderlo, pero había algo más fuerte que surgía de un llamado de muy lejos, de códigos indescifrables que la impulsaban a fundirse con lo primario, a estar siempre cubierta de arena, barro, boñiga, pipí. Esa vez en que su mamá la encontró untándose un aguacate en las rodillas gritó escandalizada y zapateaba de la ira como si la hubiera visto haciendo algo realmente horrible. Por eso con el pipí ella había tenido mucho cuidado. Sólo lo hizo cuando estaba segura de que su mamá no iba a descubrirla, cuando estaba sola con Marlene, la empleada que decía que uno tenía que bañarse con los calzones puestos por si se moría en la ducha no lo fueran a encontrar empelota. Había vaciado la bañera y había orinado, con el placer derramado de la desobediencia, del chorro caliente por sus piernas; se había untado todo el cuerpo y hasta había probado un poquito, y lo había disfrutado tanto que sintió que tenía que contárselo a alguien, rápido, con el aroma de las historias recién horneadas, y le preguntó con cautela a Marlene que si había probado el pipí alguna vez y Marlene la miró como si ella fuera el diablo y le dijo que dejara de ser puerca, y le contó a su mamá que la niña estaba preguntando cosas raras. Había aprendido a guardarse sus placeres, a protegerlos de los grandes, pero también de sus amigas y de sus primas, que le obedecían a los grandes y repetían sus regaños y cantaletas como grabadoras. Hacerles creer a todos que se están cumpliendo las reglas es una manera fácil de sobrevivir. El tío Lino termina su tabaco, lo lanza al río y se acuesta en su hamaca. Prende la radio y sintoniza Radio Francia Internacional. Ella sabe que es el nombre de la emisora porque los grandes lo repiten todo el día, están muy orgullosos de que ese aparato logre captar una señal del otro lado del océano en la mitad de la selva. Las voces en francés que salen como de una gárgara hacen que ella pierda la concentración y ya no tenga ganas de seguir con su dibujo,

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total, está listo. Lástima que se le haya roto el lápiz verde, el caimán inflado tiene unos parches blancos, podría rellenarlos de otro color, por ejemplo, el de la nutria que tiene adentro de la panza. Pero entonces tendría que hacer mucho más, tal vez pintar tripas, y le da pereza. Se sienta. Duelen las costillas después haber estado tanto tiempo bocabajo. Guarda los colores, dobla el dibujo y va hacia la hamaca. El tío le abre un espacio. Ella se acuesta a su lado y trata de acomodarse. El calor aprieta, es sofocante. Ella estira un pie, un brazo, y cuando al fin logra algo de comodidad le entrega el dibujo al tío. Él lo desdobla, lo observa unos segundos, se lo devuelve. ¿No lo vas a guardar? Él la mira con sus ojos azules de vitral de iglesia, con esa sonrisa a la que le falta un no sé qué que a ella le gustaría encontrar; se pone sus anteojos y toma el periódico que está al lado de la mesa. Ella sabe que el silencio del tío tras el periódico se prolongará hasta que Merce y la abuelita Rosa regresen. Tal vez en la tarde la lleve a ver a Tabú. Tal vez no. Mecida por el vaivén de la hamaca mira su dibujo. Piensa que el caimán no era necesario. Lo que en realidad quería dibujar era la tranquilidad con que el cuerpo de la nutria se dejaba llevar por la corriente.

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