El caso Galileo Galilei (1616-1633) Lecciones de un caso siempre abierto Universidad Católica de Valparaíso, 29 septiembre 2014 Melchor Sánchez de Toca

El querido y añorado don Mariano Artigas, con quien tuve el honor de colaborar en un libro sobre Galileo, solía decir que para hablar fundadamente sobre Galileo habría que ser un experto en astronomía, historia de la ciencia, filosofía, teología, historia de la Iglesia y del derecho, so pena arriesgarse a de simplificar un caso extraordinariamente complejo, en el que toda simplificación es una traición a la verdad. No se daba cuenta don Mariano, prematuramente desaparecido, de que estaba haciendo sin querer un autorretrato, pues él sí poseía en grado admirable, buena parte de los conocimientos necesarios para entender el caso Galileo en toda su amplitud. Sería desmesura por mi parte pretender emular al maestro, o siquiera insinuar en este campo una competencia que claramente no tengo. Pero dado que la vida me ha ido poniendo en contacto con Galileo y su personal aventura (o desventura), no puedo eximirme aquí de intentar, en el breve espacio de una hora, una presentación de un caso que sigue estando abierto. Los motivos de mi relación con este caso son, en cierto modo circunstanciales. Uno de ellos es una mera coincidencia: el hecho de haber sido bautizado el día de la fiesta de san Roberto Belarmino, uno de los grandes protagonistas del caso Galileo, cuya muerte prematura influyó drásticamente en el curso que tomaron los acontecimientos. Y otro, menos pintoresco pero no menos casual, tiene que ver con mi actividad en el Consejo Pontificio de la Cultura, uno de los organismos que, bajo la dirección del Cardenal Poupard, participó en los trabajos de la Comisión Pontificia de Estudio del Caso Galileo y, en su última fase, estuvo encargado de llevar a conclusión sus trabajos. El hecho de que el archivo de esta comisión se hallase en nuestras oficinas me permitió un acceso ilimitado e inmediato a este episodio de la larguísima historia del Caso Galileo: los esfuerzos del Vaticano por reexaminar el caso Galileo en época reciente y de reconciliarse con su propia historia. 1

Hablaba antes de la complejidad del Caso Galileo, en la que se mezclan mucho factores, a veces alejados de nuestra comprensión actual del cosmos o de la naturaleza de las relaciones entre los distintos saberes. A esta dificultad se añaden otras, que quisiera presentar aquí sucintamente. En primer lugar habría que mencionar el carácter mítico-simbólico del Caso Galileo. Fue Juan Pablo II mismo quien, en su discurso durante la solemne sesión de clausura de la Comisión de Estudio del Caso Galileo, el 30 octubre de 1992, lo definió un “mito”: A partir del siglo de las Luces y hasta nuestros días, el caso Galileo se ha convertido en una especie de mito, en el cual la imagen que se ha construido de los sucesos se encontraba un tanto alejada de la realidad. En esa perspectiva, el caso Galileo era el símbolo del pretendido rechazo del progreso científico por parte de la Iglesia, o bien del oscurantismo dogmático opuesto a la búsqueda libre de la verdad. Este mito ha jugado un papel cultural considerable; ha contribuido a afianzar en muchos científicos de buena fe la idea de que existe incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de investigación, por una parte, y la fe cristiana, por la otra1.

El mito es un tipo de aproximación a la realidad, un intento de explicación, que hunde sus raíces en la esfera emotiva, no racional. Por eso los símbolos y los mitos poseen esa fuerza movilizadora que en cambio difícilmente se concede a la razón: es mucho más fácil dejarse arrastrar por un símbolo potente, por un mito, que por el resultado de un largo análisis racional. Si se me permite una evocación personal en este momento, una demostración de cuanto digo tuvo lugar durante el gran congreso internacional sobre Galileo celebrado en Florencia el año 2010 con motivo del centenario de las primeras observaciones astronómicas que lo lanzaron a la fama y marcaron también el comienzo de sus desgracias. El Congreso, organizado por el centro cultural de los jesuitas en Florencia, había reunido a la flor y nata de los investigadores sobre Galileo2. Como representante de la Santa Sede, junto con otros estudiosos católicos, llevaba varios días encajando sin problema, aunque no ciertamente de buen grado, todas las críticas imaginables hacia la Iglesia católica, los Papas, la Inquisición, etc., con la serenidad de quien ha examinado su pasado y ha hecho la necesaria autocrítica. Sin embargo, cuando uno de los expositores se permitió criticar el comportamiento de Galileo en la polémica sobre las manchas solares con el jesuita

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JUAN PABLO II, Discours à l’Académie pontificale des Sciences, 31 de octubre de 1992, en L’Osservatore Romano, 1 de noviembre de 1992, página 1. Véase también en P. Poupard (ed.), Après Galilée, pp. 104-105. 2 Las actas del Congreso en M. BUCCIANTINI - M. CAMEROTA - F. GIUDICE (eds.), Il Caso Galileo. Una rilettura storica, filosófica, teológica, Leo S. Olschki (Bilioteca di Galilaeana, 2), 2011.

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Schreiner, un personaje del público se levantó para interpelar al expositor, casi obligándolo a rectificar lo que consideraba una injuria a Galileo, intervención subrayada con un ruidoso aplauso por parte de un reducido número de energúmenos que lo acompañaban. El mito es sacro y no se puede tocar, so pena de provocar reacciones de tipo visceral, emotivas, no racionales. La segunda dificultad con la que tiene que medirse el investigador, como consecuencia del “mito” Galileo, es el muro de prejuicios acumulados en el inconsciente colectivo de la cultura occidental, que gravan sobre los personajes y sobre los acontecimientos e impiden la penetración de la verdad. De nuevo séame permitido ilustrarlo con una experiencia personal, que probablemente algunos de los presentes hayan tenido ocasión de vivir. Durante una conferencia sobre el caso Galileo en el Seminario de Toledo, comentando precisamente la persistencia de los prejuicios y de las imágenes preconcebidas, hablaba de la sorpresa, rayana en la incredulidad, que suele producir en muchos descubrir que Galileo no murió en la hoguera, sino en su lecho en su villa de Arcetri, en las afueras de Florencia, rodeado del afecto de sus discípulos. Al terminar la conferencia, uno de los presentes, sacerdote de mi archidiócesis, me dijo: “yo soy uno de los que hoy ha descubierto que Galileo no murió en la hoguera”. Lo curioso del caso es que él probablemente nunca había leído ni oído que Galileo hubiese sido quemado. Simplemente, durante toda su vida había dado por supuesto que había sido así. En su mente se había establecido una simple ecuación: Galileo+Inquisición=muerte en la hoguera. La fuerza de estos prejuicios, unos de tipo ideológico, otros debidos a la simple ignorancia, es enorme. Durante los trabajos de la comisión de estudio del caso Galileo, el Prof. Costabel, historiador de la ciencia, se divirtió realizando un pequeño sondeo sobre Galileo entre estudiantes de la facultad de ciencias. Los resultados arrojaron los siguientes datos: el 15% no era capaz de decir por qué fue condenado Galileo; el 30% no sabía por qué movimiento de la tierra (rotación o traslación) fue condenado; algunos creían que Galileo murió en la hoguera, y el 20% que acabó sus días en una prisión de la Inquisición. La mayoría pensaba que la historia no tenía ya interés hoy 3. El mismo Costabel en su artículo recoge un sondeo realizado en Francia en 1981, Echec à la science. La survivance des mythes chez les Français, en el que a la pregunta sobre si el sol gira en torno a la tierra, el 37% respondió «es cierto». Los organizadores, después del 3

P. COSTABEL «Galileo ieri, oggi», in Galileo Galilei, 350 anni di storia, 196-209, aquí 207-9.

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análisis de las respuestas por franjas de edad, profesión, etc., llegaron a la conclusión de que más de un tercio de la población vivía todavía en una visión pre-copernicana. Con todas las reservas oportunas, la encuesta revelaba la profunda ignorancia común acerca de la ciencia y la astronomía en general4. Una tercera dificultad se añade aún a la tarea de quien desee desenredar la maraña del caso Galileo: la dificultad de obtener una visión de conjunto. El problema del caso Galileo no es la falta de documentación. En realidad, sobre Galileo y sobre su proceso y desventuras judiciales sabemos todo o casi todo. Toda la documentación que consta en los archivos de la Santa Sede (Archivo Secreto, Santo Oficio, Nunciaturas), a pesar de las muchas vicisitudes que padecieron, está publicada desde hace tiempo por autores fuera de toda sospecha5. Excepto una pequeña nota, objeto de un debate al más puro estilo de las series policiacas televisivas, no existen dudas acerca de la autenticidad de los documentos. Ni siquiera la apertura de los archivos del Santo Oficio, – uno de los resultados tangibles de la Comisión de Estudio instituida por Juan Pablo II – produjo nuevas revelaciones que obligaran a cambiar el cuadro de los hechos. Naturalmente, siempre es posible que en algún archivo aparezca algún documento nuevo sobre Galileo, como sucedió, de modo puramente casual, a don Mariano Artigas6, pero difícilmente nos obligará a modificar la percepción de conjunto sobre los hechos. El verdadero problema no es la falta de documentos, sino la abundancia de los mismos y la competencia necesaria para desenvolverse en temáticas tan diversas como la teología escolástica y la astronomía o el derecho procesual de la Inquisición. La verdadera dificultad estriba en la interpretación de los hechos, en la elaboración de un juicio global acerca de cuanto sucedió. Esta complejidad y sobreabundancia de documentación, por no mencionar la interminable literatura sobre el caso, hace muy difícil una exposición desapasionada sobre Galileo, sin

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Ibidem Del “dossier” Galileo hay una nueva edición que contiene todos los documentos que obran en los diferentes archivos del Vaticano: Archivo Secreto, Archivo Histórico del Santo Oficio. La edición nacional de las obras de Galileo a cargo de Antonio Favaro sigue siendo una referencia obligada. 6 Se trata de una denuncia contra Galileo como fautor del atomismo. M. Artigas, “Un nuovo documento sul caso Galileo: EE 291”, Acta Philosophica, 10 (2001), pp. 199-214; R. Martínez, “Il Manoscritto ACDF, Index, Protocolli, vol. EE, f. 291 r-v”, ibid., pp. 215-42; L. F. Mateo-Seco, “Galileo e l’Eucaristia. La questione teologica dell’ACDF, Index, Protocolli, EE, f. 291 r-v”, ibid., pp. 243-56; W. R. Shea, “Galileo e l’atomismo”, ibid., pp. 25772. Véase ARTIGAS-SÁNCHEZ DE TOCA, Galileo y el Vaticano, p. 5

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incurrir en alguno de los excesos opuestos. Mientras que los documentos permiten reconstruir los hechos de modo objetivo sin gran dificultad, escribir de manera no sesgada requiere grandes dosis de equilibrio y mesura. Para muchos católicos, que llevan soportando durante siglos las peores acusaciones de oscurantismo y rechazo a la ciencia, la tentación de dar un cierto énfasis apologético está siempre al acecho. En el loable deseo de matizar las responsabilidades de la Iglesia o de los papas, no siempre se han evitado exageraciones o malinterpretaciones. Lo mismo cabe decir, en sentido contrario, de los estudios realizados con el ánimo de criticar a la Iglesia. Para ilustrar con un ejemplo cuanto estoy diciendo, podríamos citar el caso del Card. Brandmüller. El entonces Mons. Brandmüller escribió un interesante libro que lleva como título Galileo o el derecho al error7, un estudio lúcido y bien documentado sobre el caso Galileo, en el que relativiza las responsabilidades de la Iglesia en el proceso. Mons. Brandmüller, historiador, pero no científico, hacía suya una tesis de Pierre Duhem sobre el método científico, el cual sostiene que la ciencia no debe ocuparse de la verdad, sino simplemente de ofrecer modelos capaces de elaborar predicciones acertadas. Este sería, según Duhem, el meollo del método científico. Cuando el Card. Belarmino propuso al P. Castelli y a Galileo considerar el movimiento de la tierra como una simple hipótesis8, sin preocuparse de si realmente las cosas estaban así o no, según Duhem, habría demostrado una mejor comprensión del método científico que Galileo, quien se obstinaba en sostener la realidad del movimiento de la Tierra9. De este modo, el Card. Bellarmino habría sido mejor científico que Galileo, el cual, en cambio, se habría mostrado un teólogo y exegeta más perspicaz, al proponer una interpretación de la Escritura conforme con el movimiento de la Tierra. Brandmüller repartía así un poco las culpas entre Galileo y sus jueces, asignando equitativamente errores y aciertos a cada uno, en el campo opuesto. Esta visión tan atractiva para un lector católico hizo que pasase, si bien en forma matizada, al discurso de

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W. Brandmüller, Galilei e la Chiesa ossia il diritto ad errare, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1992. Existe edición española. 8 «Dico che quando ci fusse vera dimostratione che il sole stia nel centro del mondo e la terra nel terzo cielo, e che il sole non circonda la terra, ma la terra circonda il sole, allora bisogneria andar con molta consideratione in esplicare le Scritture che paiono contrarie e dire più tosto che non l’intendiamo, che dire che sia falso quello che si dimostra». Card. Belarmino, carta a Benedetto Castelli. 9 Es conocida la tesis de Duhem sobre Belarmino en este caso: «La lógica era dal lato di Osiander e di Belarmino, non di Keplero e Galileo», cit. in A. FANTOLI, Galileo, 240. Es la tesis que retoma Brandmüller y que de alguna manera pasó al discurso del Papa

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clausura de la Comisión de Estudio del Caso Galileo pronunciado por Juan Pablo II en 1992, con la consiguiente irritación de los expertos Galileanos. En su discurso, el Papa dijo Galileo *…+ rechazó la sugerencia que se le hizo de presentar como una hipótesis el sistema de Copérnico, hasta que fuera confirmado con pruebas irrefutables. Ésa era, por lo demás, una exigencia del método experimental, de la que él fue el genial iniciador. *…+ Paradójicamente, Galileo, creyente sincero, se mostró *…+ más perspicaz que sus adversarios teólogos10.

¿Dónde estaba el problema? En que ni el convencionalismo de Duhem es una exigencia del método científico, ni Belarmino o sus jueces tenían la menor idea acerca del método científico, que, por otra parte, estaba naciendo con Galileo mismo. La tesis de Duhem choca frontalmente con la pretensión de la ciencia, que busca no solamente elaborar modelos predictivos, sino describir realmente cómo van las cosas. Al menos así lo pensaba Galileo, el cual se preció siempre de ser filósofo y no matemático, es decir, uno que mostraba la realidad y no se limitaba a jugar con números. Pero estas afirmaciones, pasadas al discurso del Papa, hicieron nacer en muchos la sospecha de que al final, después de la Comisión del Caso Galileo, la Iglesia daba marcha atrás, y no asumía hasta el final sus responsabilidades, descargando parte de la culpa sobre Galileo. Esto no es más que un ejemplo de las dificultades inherentes al Caso Galileo, con las que se topará inevitablemente el investigador, tratando de sortear los escollos entre Escila y Caribdis. Hechas estas consideraciones previas, tratemos ahora de recordar brevemente lo que sucedió en los procesos a Galileo.

Una historia triste Muy resumidamente digamos que todo el problema Galileo comienza con el proceso al copernicanismo en 1616. Pero antes hemos de dar un paso atrás y ocuparnos de Copérnico. Nicolás Copérnico era canónigo de Torún, en Polonia. Toda su vida se dedicó a las observaciones astronómicas, que le llevaron a desempolvar la vieja teoría de Pitágoras, el cual sostenía que el sol estaba en el centro y los planetas giraban en torno a él. Para ello, Pitágoras se basaba únicamente en criterios místicos y filosóficos, no en datos científicos. Copérnico, por su parte, sostenía que si se suponía que el sol estaba en el centro, los

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Juan Pablo II, discurso en la clausura de la comisión del Caso Galileo

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cálculos astronómicos resultaban más sencillos. No sólo: el sistema entero aparecía como un conjunto armonioso y ordenado, en lugar del intrincado mecanismo de epiciclos, ecuantes y deferentes que era necesario introducir en el modelo ptolemaico para ajustar cada vez los cálculos. Más sencillo, pero tampoco perfecto, porque al mantener órbitas circulares, los cálculos necesitaban también algunas correcciones. Copérnico no quiso o no se atrevió a publicar su obra en vida. Apareció póstuma en 1543 como el De revolutionibus orbium celestium, con un prefacio de su amigo (protestante) Osiander. Hay que decir que la tesis de Copérnico tuvo una difusión más bien escasa entre los estudiosos. A cambio de una cierta ventaja predictiva en los cálculos, chocaba con grandes dificultades, principalmente de tipo filosófico – no se olvide que faltan aún 150 años para que la ley de la gravitación universal de Newton explique por qué se mueven los planetas– y teológico, tanto en ámbito católico como, –acaso más– en el protestante . De todos modos, el copernicanismo difícilmente hubiera pasado de una pura especulación de expertos de no haber sido por los descubrimientos astronómicos de Galileo de 1610 que relanzaron con fuerza el debate filosófico y teológico acerca del modelo copernicano. Con sus observaciones, Galileo pudo por primera vez ofrecer un elemento una demostración científica, no suficiente para probar el copernicanismo, pero sí para falsar definitivamente el sistema tolemaico (no se olvide que el Sistema de Tycho Brahe representaba una alternativa muy atractiva que sumaba las ventajas de ambos sistemas). Su entusiasmo en la divulgación de sus descubrimientos y en favor del copernicanismo le granjearon una serie de denuncias ante el Santo Oficio, que tomó cartas en el asunto en 1616. Es el llamado “primer proceso”, no dirigido nominalmente contra Galileo, sino más bien contra el copernicanismo. El resultado de este proceso fue adoptar una medida de compromiso: por una parte, se prohibió el copericanismo, pero no con decreto del Santo Oficio, sino mediante una medida más blanda, incluyendo los libros copernicanos en el Índice de libros prohibidos, cosa que atenuaba notablemente el impacto de la condena; y de paso, se rebajó la censura de «formalmente herética», como proponían los teólogos, a la de «totalmente contraria a la Sagrada Escritura» y, – cosa aún más significativa, que suele pasarse por alto – «filosóficamente absurda», lo cual se entiende en ausencia de una física que explique el movimiento de los planetas. Al mismo tiempo, se encargó al Cardenal Belarmino de comunicar a Galileo, el más ardiente defensor del copernicanismo, y, en cierto sentido, el 7

causante del proceso, que se abstuviera de defender y enseñar el copernicanismo, precisando que en caso de negativa debían conminársele las penas canónicas previstas. Galileo, efectivamente, recibió la comunicación de Belarmino y aceptó de buen grado la monición, interpretándola como una advertencia que no le impedía seguir considerando el copernicanismo, al menos a título de hipótesis. De este encuentro se conserva una nota, redactada probablemente por el Comisario Seghizzi, que con el tiempo se revelaría nefasta para Galileo11. Con la elección de Urbano VIII en 1623, admirador y protector de Galileo, éste pensó que había llegado el momento propicio para replantear las tesis copernicanas. Le pareció que el Papa no era totalmente contrario a ello, tanto más cuanto que en el pasado no se había mostrado particularmente de acuerdo con la decisión del Santo Oficio12. Seguro del apoyo del Papa, Galileo comenzó a escribir un nuevo libro en forma de diálogo, sobre los dos sistemas máximos, que debería haber sido una exposición imparcial de los argumentos en favor y en contra de cada teoría, pero que se convirtió en una defensa descarada del copernicanismo. Sus amigos le aconsejaron cautela, pero Galileo se sentía seguro de sus apoyos, y sobre todo, de su gran argumento a favor del movimiento de la Tierra: las mareas. Intrigó para conseguir el imprimatur y, lo que al final se reveló más grave, introdujo en el libro el argumento del Papa Urbano VIII sobre la omnipotencia divina, poniéndolo en boca de Simplicio, el personaje del Diálogo que defiende el sistema tolemaico haciendo el papel del bobo. Los enemigos de Galileo, siempre al acecho, no perdieron la ocasión y lo denunciaron ante el Papa. Este se sintió profundamente irritado al descubrir que Galileo se había burlado de él y ordenó al Santo Oficio proceder inmediatamente. Galileo fue convocado por el Santo Oficio en primavera de 1633 y, pese a que fue tratado con el respeto que sus canas y su fama merecían, no pudo evitar la humillación de comparecer ante la Inquisición. En el juicio, Galileo trató de defenderse sosteniendo que no había querido defender el copernicanismo

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Esta nota infausta ha hecho verter ríos de tinta. Véase FANTOLI, Galileo. Por el copernicanismo y por la Iglesia, Ed. Verbo Divino, Estella 2011, 244-252. 12 Según el testimonio de Tommaso Campanella, referido por el Príncipe Cesi y a su vez referido por B. Castelli a Galileo en una carta del 16 de marzo de 1630, Urbano VIII dijo a Campanella estas palabras: «non fu mai nostra intenzione; e se fosse toccato a noi, non si sarebbe fatto quel Decreto [del 1616]», Benedetto Castelli a Galileo, 16 marzo 1633, in A. FAVARO, ed., Edizione Nazionale delle Opere di Galileo, cit., XIV, pp. 87-88; cfr. ARTIGAS / SHEA, Galileo in Rome, Oxford University Press, Oxford 2003, p. 134.

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sino exponer imparcialmente los dos sistemas, cosa evidentemente falsa, aun para sus mismos amigos. En esto salió de los archivos del Santo Oficio el acta de la admonición hecha por Belarmino, en la que constaba claramente que no podía defender ni enseñar el copernicanismo de ninguna manera, lo cual demostraba su mala fe. La situación se complicaba para Galileo, porque ahora se le acusaba además de haber desobedecido explícitamente la orden de 1616. Se trató de buscar una solución extrajudicial, pero Urbano VIII quiso un castigo ejemplar. Y así se llegó a la triste sesión del 22 de junio de 1622: a Galileo se le obligó a abjurar de sus errores, se le condenó ad carcerem formalem, conmutada inmediatamente en arresto domiciliario, se prohibió el Diálogo y se le impuso una pequeña penitencia. La sentencia es larga y dura, y produce desazón leerla: Por lo manifestado en el proceso y confesado por ti mismo, el Santo Oficio te ha encontrado vehementemente sospechoso de herejía, o sea, de haber sostenido y creído la doctrina falsa y contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras, de que el sol es el centro de la tierra y no se mueve de oriente a occidente, y que la tierra se mueve y no es el centro del mundo, y que se pueda sostener y defender como probable una opinión después de haber sido declarada y definida contraria a la Sagrada Escritura13.

Unos días después, Galileo obtuvo permiso para vivir en Siena, en el palacio del arzobispo Piccolomini, gran amigo suyo. Y a final de año se le permitió regresar a su casa, la Villa del Gioiello, que poseía en las afueras de Florencia, donde vivió en arresto domiciliario hasta que murió, ocho años más tarde, el 8 de enero de 1642, después de publicar en 1638 su obra más importante, los Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias, la obra que le convierte en auténtico padre fundador de la física moderna.

La herida permanente Aquel día de junio, los jueces pensaron que por fin habían acabado con la enojosa cuestión de Galileo, que había recibido una buena lección, pero que se había saldado sin mayores consecuencias. No podían imaginar que en el momento mismo en que el tribunal cerraba sus puertas, las abría el tribunal de la historia, en el que los imputados, hasta el día de hoy iban a ser ellos, y Galileo, el gran acusador. Y así ha sido hasta hoy. Es de justicia reconocer que hubo poca generosidad con Galileo después del proceso, y que en general, su caso se trató con mucha torpeza. Puesto que un levantamiento de la pena

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Galileo e l’Inquisizione, p. 63.

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habría podido interpretarse como una desautorización del Santo Oficio, las autoridades de la Iglesia se vieron obligadas a mantener una severidad quizá excesiva con Galileo en vida (nunca se le levantó la condena al arresto domiciliario), y mayor aún, después de muerto, incluso cuando el progreso de la ciencia iba confirmando el sistema copernicano. El caso Galileo se convirtió así, sobre todo por obra del pensamiento ilustrado, en uno de los grandes mitos de la edad moderna y contemporánea, como lo definió Juan Pablo II. Un mito que ha venido turbando las relaciones entre la Iglesia y la modernidad hasta nuestros mismos días. Por eso es comprensible que la Iglesia deseara hacer las paces con su propio pasado y sanar de alguna manera esta herida. Ello tuvo lugar en dos momentos diferentes. El primero fue el Concilio Vaticano II. Durante los trabajos de redacción de la Constitución Gaudium et spes, se alzaron diversas voces que pedían incluir una retractación sobre Galileo, una especie de rehabilitación. La cuestión fue objeto de intensos debates y al final, aunque de un modo un poco enrevesado, Galileo entró en la Gaudium et spes casi por la puerta trasera, cuando los Padres Conciliares admitían que «son *…+ de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe»: una nota a pie de página remitía a la reciente biografía de Pio Paschini, que acababa de ser publicada en aquellos días14. El segundo momento tuvo lugar al comienzo del pontificado de Juan Pablo II, lo cual se explica, ya que él mismo fue miembro de la comisión redactora de Gaudium et spes. Así fue como en el discurso a la Academia de las Ciencias con motivo del centenario de Albert Einstein, en noviembre de 1979, el Papa aprovecho la ocasión para hablar de Galileo y, lamentar la acción de los eclesiásticos que lo condenaron por no haber reconocido la legítima autonomía de la ciencia. Y a continuación el Papa expresó el deseo de que se promovieran estudios a fondo del caso Galileo para disipar los recelos que todavía podían existir: Para ir más allá de esta toma de posición del Concilio, deseo que teólogos, científicos e historiadores, animados por un espíritu de colaboración sincera, profundicen en el examen del

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Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, n. 36. La cita es de Pio Paschini, Galileo, Pontificia Academia de las Ciencias, 1964.

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caso Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos, vengan de donde vengan, hagan desaparecer la desconfianza que este caso todavía suscita en muchos espíritus y que se opone a la fructífera concordia entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esta tarea que podrá hacer honor a la verdad de la fe y de la ciencia, y abrir la puerta a futuras colaboraciones15.

Siguiendo el eco positivo del discurso de 1979, Juan Pablo II se convenció de que se podía crear una comisión de estudio, que encomendó al Cardenal Garrone, cuyo objetivo había de ser «volver a pensar toda la cuestión galileana, con plena fidelidad a los hechos históricamente documentados« «y reconocer lealmente los errores y los aciertos»16. Esta Comisión, a su vez, estaba subdividida en cuatro grupos de trabajo, presididos, respectivamente, por Mons. Carlo Martini, de la Sección exegética; S.E. Mons. Paul Poupard para la Sección cultural; el Prof. Carlos Chagas y el P. George Coyne para la Sección de cuestiones científicas y epistemológicas; Mons. Michele Maccarrone para las cuestiones históricas. Tras un período inicial de intensa actividad, la actividad comenzó a estancarse debido principalmente a la avanzada edad del Card. Garrone, del P. di Rovasenda, o a las ocupaciones de otros miembros de la Comisión. Por ello, el Santo Padre encargó en 1990 al Cardenal Poupard dirigir los trabajos de la Comisión y guiarla en su fase conclusiva, considerando que, sustancialmente, parecía haber agotado su misión. Así, finalmente se decidió concluir los trabajos de la Comisión con una solemne sesión en la Sala Regia del Vaticano el 31 de octubre de 1992, en presencia del Cuerpo Diplomático, de la Academia de las Ciencias y de representantes del mundo de la cultura. Aquello fue indudablemente un acontecimiento histórico, y muchos periódicos así lo vieron. El Cardenal presentó los trabajos de la Comisión, y presentó un juicio sobre lo acontecido, reconociendo el error de los jueces de Galileo17. Por su parte, el Papa, pudo por fin afirmar que «pertenece ya al pasado el doloroso malentendido sobre la presunta oposición constitutiva entre ciencia y

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Discorso di Giovanni Paolo II per la commemorazione della nascita di Albert Einstein, cit. Carta del Cardenal Casaroli al Cardenal Garrone, 1-5-1981, en M. ARTIGAS / M. SÁNCHEZ DE TOCA, Galileo y el Vaticano, p. 69. 17 P. POUPARD, “Compte rendu des travaux de la commission pontificale d’études de la controverse ptoléméoe e copernicienne aux XVI - XVII siècles”, 31 de octubre de 1992, en: P. Poupard (ed.), Après Galilée. Science et foi: nouveau dialogue (Tournai: Desclée, 1994), p. 96 16

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fe» y que «una trágica recíproca incomprensión, interpretada como el reflejo de una oposición constitutiva entre ciencia», había quedado finalmente superada18.

Un caso siempre abierto Y así ha sido, al menos en parte. Sin embargo, cuando algunos soñaban que el Caso Galileo hubiese quedado finalmente resuelto, la historia comenzaba de nuevo. La actuación de la Comisión fue objeto de críticas, a veces muy duras: se acusaba al Papa y al Cardenal Poupard de no haber tenido el valor de llegar hasta el fondo en el reconocimiento de los errores, de haber fallado a las expectativas despertadas por el discurso de Juan Pablo II en 1979. En palabras de Annibale Fantoli, la solemne sesión de 1992 decepcionó a cuantos se esperaban un franco reconocimiento de las culpas de la Iglesia, pues al final, en los discursos oficiales se prefirieron «los juicios que, en alguna contribución de la Comisión, tendían a subrayar la responsabilidad de Galileo, acabando con una “desdramatización” de su condena, presentada precisamente como una simple “medida disciplinar”»19. En definitiva, parece como si en una especie de juego de la oca de la historia, volviésemos a la casilla de partida, como si cada movimiento en torno a Galileo se revelase una empresa estéril, como si este caso debiese quedar siempre abierto, sin cerrar del todo. Y en cierto sentido es así, debe ser así, porque debe permanecer como advertencia permanente, como una lección que nadie debe olvidar. Veamos cuáles son estas lecciones. En primer lugar, la exigencia de un diálogo entre las ciencias y los saberes: La irrupción de una nueva manera de afrontar el estudio de los fenómenos naturales impone una clarificación del conjunto de las disciplinas del saber. Las obliga a delimitar mejor su propio campo, su propio ángulo de vista, sus métodos, así como el alcance exacto de sus conclusiones. En otros términos, esta novedad obliga a cada disciplina a tomar una conciencia más rigurosa de su propia naturaleza20.

En el caso de Galileo, fueron sus observaciones astronómicas las que obligaban a repensar no sólo la astronomía, sino el conjunto de las ciencias. Era lo que más tarde se habría de llamar un “cambio de paradigma” científico, una revolución científica. Y las revoluciones,

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JUAN PABLO II, Discorso nella Chiusura della Commissione del Caso Galileo, 31-10-1992. A. FANTOLI, Galileo e la Chiesa Cattolica. Considerazioni critiche sulla “Chiusura” della Questione Galileiana, in J. Montesinos / C. Solís (Eds.), Largo campo di filosofare. Eurosymposium Galileo 2001, Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, Orotava 2001, pp. 733-750; 736. 19

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por su propia naturaleza no son pacíficas. Recuérdese a este respecto que los primeros opositores de Galileo fueron los filósofos, no los teólogos, y que el debate se trasladó al terreno de la doctrina, y por tanto bajo la jurisdicción del Santo Oficio, sólo en un segundo momento. Galileo se burla de sus adversarios acusándoles de no tener argumentos racionales, es decir, observaciones o demostraciones, que oponer a las suyas, y de tener que recurrir a la Escritura para resolver la cuestión. Pero utilizar la Escritura en una discusión sobre fenómenos naturales es un salto indebido21. Lo cual nos lleva a la segunda lección de este caso, a la que se refirió también Juan Pablo II: esta redefinición de los límites epistemológicos de las ciencias ante un nuevo descubrimiento o teoría científica, afecta particularmente a las relaciones entre las ciencias naturales y el conocimiento que viene de la fe: «Otra enseñanza que se extrae es el hecho de que las diversas disciplinas del saber requieren una diversidad de métodos» y, por tanto, «es un deber para los teólogos tenerse regularmente informados sobre las adquisiciones de la ciencia para examinar, cuando sea menester, si es el caso o no de tener cuenta de ellas en su reflexión o de obrar revisiones en su enseñanza»22. Y con ello, entramos en el meollo de la discusión entre Galileo y sus jueces. Lo que estaba verdaderamente en juego era si la Iglesia tenía autoridad o no para juzgar una cuestión que era del orden natural. Galileo estaba convencido de que sus observaciones y sus afirmaciones acerca del cielo eran puramente naturales, y que, consecuentemente, debían ser solventadas en el terreno de la razón, sin apelar a argumentos de fe. Podía para ello apoyarse sobre la autoridad de san Agustín y de Santo Tomás. Galileo deseaba a toda costa evitar que la Iglesia católica, de la que siempre se profesó hijo fiel (aunque pecador), cometiese un error que podría ponerla en ridículo ante los protestantes, condenando una doctrina natural sin que hubiese sido demostrada falsa, porque si con el tiempo se demostrase verdadera, se crearía una situación de embarazo. Y así afirma: 21

«[...] e per questo produssero varie cose, ed alcune scritture pubblicarono ripiene di vani discorsi, e, quel che fu più grave errore, sparse di attestazioni delle Sacre Scritture, tolte da luoghi non ben da loro intesi e lontano dal proposito addotti [...] e peró diffidando ormai di difesa, mentre restassero nel campo filosofico; si son risoluti a tentar di fare scudo alle fallacie de’ lor discorsi col manto di simulata religione e con l’autorità delle Scritture Sacre, applicate da loro, con poca intelligenza, alla confutazione di ragioni nè intese nè sentite. En prima, hanno per lor medesimi cercato di spargere concetto nell’universale, che tali proposizioni sieno contro alle Sacre Lettere, ed in consequenza dannade ed eretiche», GALILEO GALILEI, Lettera a Madama Cristina di Lorena, Granduchessa di Toscana, 1615. Edizione Nazionale delle Opere di Galileo Galilei, Ed. A. Favaro. Ristampa, G. Barbera, Firenze, 1932. p. 309. 311 22 Juan Pablo II, discurso, cit.

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«Si yo, movido por el mismo celo por la reputación de la Santa Iglesia, y habiendo aprendido de san Agustín y de otros Padres cuán grave error sea condenar una proposición natural que no haya sido antes convencida, por necesarias demostraciones, de falsedad, antes bien que más tarde o más temprano se podría demostrar verdadera, yo me ofrezco de palabra y con mis escritos a producir las razones que me han persuadido23.

Esta fue la lucha permanente de Galileo, en la que al final salió perdedor. Y aunque ello no le llevó a perder la fe, le dejó un resto de amargura, no hacia la Iglesia, sino hacia los teólogos. En una postilla manuscrita añadida a un ejemplar de su obra sobre los Máximos sistemas, que tras diversas vicisitudes llegó al Seminario de Padua, junto con otros comentos dejó esta amarga constatación: «Advertid, teólogos, que, queridno hacer materia de fe las proposiciones relativas al movimiento y al reposo del Sol y de la Tierra, os exponéis a peligro de deber quizá con el tiempo condenar de herejía a aquellos que afirmasen la Tierra estar firme y moverse de lugar el sol: con el tiempo, digo, cuando, sensiblemente o necesariamente se hubiese demostrado moverse la Tierra y el Sol estar fijo»24.

Aquí se ve el Galileo testarudo y pertinaz que justifica la leyenda, por otra parte completamente falsa, de las palabras que pronunció tras la condena: Eppur si muove! Galileo siguió pensando que tenía razón y que encontrar la demostración del movimiento de la tierra era sólo cuestión de tiempo, como efectivamente sucedió: la aberración de la luz, descubierta por Bradley en 1729, demostraba el movimiento de la Tierra en torno al sol. ¿Qué decir entonces de la actuación de la autoridad de la Iglesia? ¿Se extralimitó en sus atribuciones? Es cierto que, además de Galileo eran muchos quienes pensaban que la cuestión del movimiento de la tierra no era de fe y, por tanto, que la Iglesia no debía pronunciarse a tal propósito, tratándose de una cuestión de observación25. Lo que ocurre es

23

«Se io, mosso da pari zelo verso la reputatione di Sta. Chiesa, et havendo imparato da Santo Agustino e da altri Padri quanto grave errore sarebbe il dannare una proposizione naturale che non sia prima convinta, per necessarie dimostrazioni, di falsità, anzi che tardi o per tempo si potrebbe dimostrar vera, mi offerisco in voce e in scrittura, di produr quelle ragioni che hanno persuaso me», GALILEO, Lettera a Dini, Febbrario 1615, in A. FAVARO, Edizione Nazionale delle Opere di Galileo, vol. XII, p. 185 24 «Avvertite, teologi, che, volendo fare materia di fede le proposizioni attenenti al moto ed alla quiete del Sole e della Terra, vi esponete a pericolo di dover forse col tempo condennar d’eresia quelli che asserissero la Terra star ferma e muoversi di luogo il Sole: col tempo, dico, quando sensatamente o necessariamente si fusse dimostrato la Terra muoversi e ‘l Sole star fisso», «Note e appunti inerenti al Dialogo», in G GALILEI, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, riproduzione anastatica, Leo S. Olschki, 1999, p.25. 25

Es cierto que el Cardenal Belarmino, en la famosa carta a Foscarini del 12 abril 1615 (Opere XII, 171), afirma que el movimiento de la tierra es una verdad de fe, no en sí mismo, ex parte obiecti, sino ex parte dicentis, es

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que la cosa no estaba tan clara. En primer lugar, tengamos en cuenta que, si bien Galileo con sus observaciones había mostrado que el mundo supralunar está hecho de la misma materia que el nuestro, y por tanto, que las afirmaciones referentes a los planetas han de considerarse de orden natural, existía un difuso escepticismo acerca de la posibilidad de un conocimiento real acerca de ese mundo. Lo único que interesaba de los planetas eran sus movimientos y las posibilidades de elaborar predicciones, todo ello con vistas al calendario y, no lo olvidemos, al horóscopo. A nadie interesaba verdaderamente de qué materia estaban hechos, siendo algo tan inalcanzable para el ingenio humano. Esta lejanía respecto a los hombres, los acercaba al mundo “celeste”, y por tanto a Dios, por lo que fácilmente se consideraba a la astronomía como una provincia de la teología o del dominio de la fe. Añadamos a esto la cuestión de la Escritura: ciertamente se sabía, desde los tiempos de san Agustín, que es posible apartarse del sentido literal de la escritura en presencia de demostraciones fehacientes de un fenómeno natural, puesto que el Espíritu Santo no había tenido intención de revelar verdades naturales, adaptándose simplemente al lenguaje del tiempo, tal como sintetizó Baronio en una frase usada por Galileo: que la Escritura enseña «non come vadano i cieli, ma come si vadia al cielo». En esto estaban de acuerdo sus jueces. La diferencia es que ellos no veían un motivo para apartarse de una interpretación de la Escritura sólo porque Galileo con su “cannocchiale” hubiese visto algunas cosas. Tanto más cuanto el copernicanismo iba contra la evidencia del sentido común, que dice que el sol se mueve y la tierra está quieta. Y en plena polémica contra los protestantes acerca de la interpretación de la Escritura, cualquier cosa que aun lejanamente pudiera sonar a una libre interpretación de la Escritura, tenía que ser detenida inmediatamente. Esta es, en efecto, la dimensión “pastoral” del problema, que a veces se ignora. En ausencia de toda prueba válida, «los jueces de Galileo tenía la obligación de proteger a aquellos que Kepler, ya en 1598 en su carta a Maestlin llamaba los “pequeñuelos de Cristo”, que podían verse afectados en su fe»26. Un sol en el centro del Universo ponía en discusión todo el geocentrismo antropomórfico de la Biblia. Y aunque la tradición ofrecía recursos suficientes

decir, en cuanto dicho por el Espíritu Santo. Pero para Belarmino no se trata aquí de la cuestión en sí, sino más bien de la veracidad de la Escritura que él veía en peligro. Por lo demás, en la misma carta, admite la posibilidad —si bien altamente improbable— de una demostración del movimiento de la Tierra, lo cual no sería posible si hubiese considerado la inmovilidad de la Tierra una cuestión de fe en sentido estricto. 26 P.-N. MAYAUD, S.J., Le conflit entre l’Astronomie Nouvelle et l’Écriture Sainte (VI, 393

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para interpretar alegóricamente tales pasajes, era exigir demasiado aceptar sin pruebas una teoría verdaderamente revolucionaria. Considerando todos estos factores, el Cardenal Poupard, en el discurso de la solemne sesión conclusiva de 1992, presentó un juicio acerca del caso Galileo que podría considerarse, en cierto sentido, como la conclusión de todos los trabajos de la Comisión, ya que aparece subrayado en todas las ediciones. En esa coyuntura histórico-cultural, muy alejada de la nuestra, los jueces de Galileo, incapaces de disociar la fe de una cosmología milenaria, creyeron, muy equivocadamente, que la adopción de la revolución copernicana, que por lo demás todavía no había sido probada definitivamente, podía quebrar la tradición católica, y que era su deber prohibir su enseñanza. Este error subjetivo de juicio, tan claro para nosotros hoy día, les condujo a una medida disciplinaria a causa de la cual Galileo debió sufrir mucho. Es preciso reconocer lealmente estos errores tal como lo habéis pedido, Santo Padre27.

El cardenal Poupard reconoce sin ambages que los jueces de Galileo se equivocaron: al menos

tres

veces

usa

términos

pertenecientes

a

este

campo

semántico

(“equivocadamente”, “error subjetivo de juicio” “errores”), y la define como una “medida disciplinaria”, pues se trató de la decisión de un tribunal, y no de un acto del Magisterio infalible, aunque es necesario reconocer también que se trató del Santo Oficio, que se ocupaba de cuestiones que afectaban a la doctrina. El reconocimiento de estas culpas podría haberse hecho de manera más dramática o más teatral, pero difícilmente habría añadido algo a este gesto leal y sincero, que muestra el deseo de la Iglesia de hacer las paces con su propio pasado. “Una medida disciplinaria, a causa de la cual Galileo debió sufrir mucho”. ¿Qué tendrían que haber hecho, entonces? Es la pregunta que me he hecho muchas veces y llego siempre a la misma conclusión. Los jueces de Galileo deberían haberse abstenido de juzgar el copernicanismo, dejar la cosa en suspenso, sin tomar una decisión, esperando que los científicos naturales la hubiesen dirimido. De todos modos, puesto que Dios escribe recto con renglones torcidos, el Caso Galileo, como una herida abierta en la Iglesia, ha demostrado su eficacia histórica al menos en una ocasión. Cuando se comenzaban a divulgar las ideas de Darwin, surgieron voces que pedían la condena de las nuevas teorías

27

P. POUPARD, “Compte rendu des travaux de la commission pontificale d’études de la controverse ptoléméoe e copernicienne aux XVI - XVII siècles”, 31 de octubre de 1992, en: P. Poupard (ed.), Après Galilée. Science et foi: nouveau dialogue (Tournai: Desclée, 1994), p. 96.

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evolucionistas. Entre los miembros de la Congregación del Santo Oficio prevalecía inicialmente la oposición a la evolución, pero subsistían importantes diferencias entre ellos. El hecho es que el Magisterio no tomó posición acerca de la evolución y aunque en algún momento hubo quien sugirió consultar al Santo Oficio para que se pronunciara formalmente sobre la cuestión, ni la consulta tuvo lugar ni hubo pronunciamiento del Santo Oficio. En esta reluctancia a condenar una teoría científica, pese a que las dificultades teológicas no eran pequeñas, una cosa es clara: «Cualesquiera otros motivos haya habido, el deseo de no comprometer a la autoridad de la Iglesia en un asunto relativo a la ciencia fue una de las razones de la benignidad de las medidas adoptadas»28. Cuando Darwin llegó al Santo Oficio, pudo colocarse a la sombra, en este caso protectora, de Galileo. Podemos, pues, afirmar que, el ejemplo del caso Galileo, ejerció un influjo determinante en la no condena a las teorías evolucionistas que comenzaban a difundirse. El caso Galileo es un unicum en la historia de la Iglesia. Aunque periódicamente surgen voces que invocan un nuevo caso Galileo para criticar la intervención de la Iglesia ante problemas morales relacionados con la ciencia, lo cierto es que se trata de cosas distintas. La oposición de la Iglesia, en nombre del Evangelio, a la manipulación de embriones, a la eutanasia, no tiene que ver primeramente con las verdades de la fe, sino con amenazas contra el hombre mismo. Lo que está en discusión no es la verdad de una teoría científica, sino las consecuencias de su aplicación al hombre, que son del dominio de la ética, no de la teología. De todos modos, ante todo nuevo conocimiento científico, siempre será bueno recordar la lección del caso Galileo, aun cuando este no pueda todavía presentar una demostración plenamente satisfactoria: «If the scientific claim falls short of proof, theologians should not foreclose the issue by committing themselves (and the Church) to a view which later scientific advances could possibly show to be a mistake»29. El Caso Galileo permanece siempre abierto. Mito o realidad, pertenece a la conciencia colectiva de la cultura occidental, como una saludable advertencia para quienes buscan la verdad, a quienes se ocupan de ciencia y de su divulgación. La Iglesia, gracias al trabajo de la Comisión arrojó luz sobre un caso complejo como el de Galileo , mirándolo con ojos nuevos, sin temores y sin prejuicios. Del aquel acto valiente y leal de Juan Pablo II nació un nuevo

28 29

Artigas – Glick – Martinez, Negotiating Darwin, Oxford, 283. Ernan McMullin, personal communication to Sir Brian Heap, may 2009, Pontifical Gregorian University

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impulso en la Iglesia para un diálogo entre científicos, filósofos y teólogos, que ha ido dando sus frutos en la Iglesia a lo largo de los últimos decenios. Podría haberse hecho mejor, sin duda, pero no habría cambiado la sustancia. Con todo, el caso Galileo sigue abierto. Como afirmaba el Cardenal en un memorial al Secretario de Estado, Los hechos culturales, radicados en la historia, no se cambian por decreto o con una Comisión. Sólo se puede ayudarlos en su evolución histórica, con iniciativas oportunas, como sin duda se hizo con los trabajos desarrollados por iniciativa de la Comisión creada por el Santo Padre durante este fructuoso decenio30.

Como todo hecho histórico, sobre todo cuando un tal hecho ha suscitado abundantes comentarios, diferentes interpretaciones y polémicas apasionadas, el caso Galileo permanece – y no dejará de permanecer – abierto a la investigación, a la reflexión, al estudio y al debate»31.

30

Carta del cardenal Paul Poupard al cardenal Agostino Casaroli, 13 de julio de 1990, en M. ARTIGAS / M. SÁNCHEZ DE TOCA, Galileo y el Vaticano, p. 157. 31 Borrador de discurso de clausura, en M. ARTIGAS / M. SÁNCHEZ DE TOCA, Galileo y el Vaticano, p. 179.

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