EL ARBOL DE LOS MILAGROS

(MILAGROS DEL CRISTO DE LA QUEBRADA) (Año 1995)

JUAN MIGUEL BUSTOS OSCAR DI SISTO LUIS HECTOR PAREDES ALBERTO RODRIGUEZ SAA Agradecemos la colaboración de: Saúl F. Bustos Joaquín Lucero Marcelo Guillermo Crespo Teté Rodríguez Saá Carlos Fernández Padre José Antonio Medina

INDICE

PROLOGO......................................................................................... 2 EL MILAGROSO DESCUBRIMIENTO ............................................. 4 EL LIBRO DE LOS MILAGROS..................................................... 6 LAS PLACAS ................................................................................. 6 LOS NOMBRES DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO ............... 7 ¡GRACIAS POR EL MILAGRO CONCEDIDO!.............................. 8 PEREGRINOS DEL MUNDO ......................................................... 9 LA INJUSTICIA ............................................................................ 10

EL GRAN PREMIO DE TURISMO CARRETERA........................ 12

EL MILAGRO MAS GRANDE DEL MUNDO ................................. 14 ENTRE MILAGROS Y LEYENDAS ................................................ 17

SOBRE UN POEMA DE ARSENIO CAVILLA SINCLAIR ........... 17 LA MAJADA DEL CRISTO .......................................................... 20 LA FLOR COLORADA................................................................. 20 LAS LEÑAS DEL REFUGIO ........................................................ 21

«UN CRISTO FUERZA DE DIOS Y SABIDURÍA DE DIOS»......... 23 REFLEXIONES DEL PADRE LUIS HECTOR PAREDES ........... 23 LA CRUZ ARBOL DE LA VIDA................................................ 23 LOS FRUTOS DEL ARBOL DE LA CRUZ .............................. 25 EL ARBOL DE LA CRUZ Y NUESTRA VIDA.......................... 27

PROLOGO

Buscamos, sencillamente, escribir sobre los milagros realizados por el Cristo de la Quebrada. No podemos dejar de lado la otra cara del milagro que es la promesa, ese sacrificio personal que el beneficiario está dispuesto a brindar para demostrar su fe, para expresarle a Dios el júbilo y el agradecimiento por la Gracia concedida. No es tarea fácil. Hemos buscado bibliografía, folletos, notas y lo único que pudimos encontrar es el relato de la tradición oral. Por cierto que no existe un registro de los milagros. Es imposible suponer en alguna forma de publicidad de los mismos, porque obviamente es un fenómeno que generalmente sólo conoce el beneficiario o un círculo muy pequeño de personas, y que trasciende a la comunidad en la medida que los promesantes deseen hacerlo conocer. El milagro, por otra parte, se produce sólo ante los ojos y el conocimiento de una persona desamparada y solamente ésta sabe que ha ocurrido un fenómeno sobrenatural de origen divino y que es la Gracia concedida por el Señor de la Quebrada. La Real Academia Española en su diccionario versión 1992, define al milagro como: «Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino». Un científico exigiría hacer, en cada caso, un estudio para determinar si se trata o no de un milagro, nos pediría que la persona relate el supuesto milagro y los antecedentes, para así, y a la luz del conocimiento científico, determinar si estamos ante un hecho que sobre pasa la razón científica o si es explicable por las leyes naturales. Esto es imposible.

Cuando una madre desesperada por la salud de un hijo, escucha del médico un diagnóstico tremendista, en la soledad de su congoja busca la protección del Señor de la Quebrada, sencillamente le pide el milagro de devolverle la salud y le hace una promesa para demostrar su amor por el Santo y por el hijo. El hijo recupera la salud y qué duda puede existir en la razón y el corazón de esa madre si cuando la ciencia, personificada en el médico, le dijo no, el Cristo le dijo sí, no hay duda que está frente a un milagro. La ciencia dirá siempre que es un razonamiento incompleto, pero entendamos que a la madre ni se le ocurre pensar, y por otra parte nadie se lo pide, en someter a su hijo a estudios posteriores para determinar si estamos o no frente a un milagro, si se hizo un buen diagnóstico o no, si el tratamiento era el correcto, etc, etc. Para esa madre existió un diagnóstico de muerte, una invocación a Cristo, una promesa y el hecho objetivo de que le fue devuelta en plenitud la salud de su hijo. Lo que no pudo la ciencia, lo pudo el Señor de la Quebrada. Este fenómeno individual que presentamos como un ejemplo se presenta en cientos de formas y expresiones, al Cristo se le pide trabajo, amor, salud, paz, reconciliación, ayuda, serenidad, templanza, prudencia, y todo cuanto pueda significar recuperar la armonía individual o de los seres queridos. Y el Cristo concede, cumple. Por eso el amor y fervor popular que despierta. Y si el Cristo cumple hay que cumplir las promesas que se le realizan. Muchas placas colocadas en la Villa dicen: «Señor de la Quebrada me cumpliste, yo te cumplo». Todos los años para las celebraciones del Cristo de la Quebrada, miles de promesantes acuden a la Villa de la Quebrada a postrarse ante El para cumplir sus íntimas promesas, esas promesas que sólo conoce el Señor y el promesante, ésas que se forjaron en la intimidad de la desesperación, del dolor y el desamparo. El diálogo entre el creyente y el Cristo es directo y sin rodeos, simplemente se le pide el milagro o la gracia y el Cristo nada pregunta, es tanta la bondad que no interesa si uno se ha portado muy bien o no tanto, basta pedirle y El cumple. Por eso también existe el convencimiento popular que aquél que no cumple con su promesa al Cristo, recibe un ejemplarizado tirón de orejas, como en los ejemplos del Antiguo Testamento. En estas páginas no volcaremos un alegato científico para convencer a los doctores del saber, tampoco expresamos la palabra de la Iglesia porque no tenemos autoridad alguna para hacerlo, no queremos molestar ni a unos, ni a otros, queremos, sencillamente, escribir sobre algunos milagros que la gente nos ha contado si con estas páginas logramos establecer un antecedente para un estudio profundo de este extraordinario fenómeno de religiosidad popular, que se expresa en el fervor, admiración, respeto y amor al Santo de la Quebrada, será el homenaje que nosotros le realizamos a El y a los promesantes. Así estaremos por demás satisfechos.

EL MILAGROSO DESCUBRIMIENTO

Jorge Ignacio Maldonado realizó la primera investigación sobre el milagroso descubrimiento, su obra «El Santo de la Quebrada», pionera y excepcional es motivo de consulta obligada. El primer libro de la Colección ICCED fue precisamente «El Cristo de la Quebrada», escrito con generosidad y talento por el Dr. Ricardo A. Gutiérrez y el Profesor Hugo Aurelio Moreno, en esta obra que hoy también resulta ser de consulta obligada, se narra no sólo la historia del descubrimiento, sino las leyendas, y testimonios relativos al mismo. La tradición oral nos trae dos versiones sobre el descubrimiento, resultando interesante destacar que las mismas no son contradictorias, más bien resultan un enriquecimiento del hecho milagroso. El Dr. Ricardo Gutiérrez investigó sobre la historia del descubrimiento, dando su versión prudente y lo más cercana posible al rigor que exige la ciencia que investiga el pasado. El Profesor Hugo Moreno deja correr por sus venas al escritor y nos presenta la versión popular escrita en forma novelada, convirtiendo en una delicia la lectura del milagroso encuentro. Coincide la crónica histórica y los testimonios de la tradición oral en que el descubrimiento del Cristo de la Quebrada fue realizado por Don Tomás de Alcaraz, ciudadano residente en las proximidades del lugar, en el siglo pasado, calculándose como fecha aproximada entre los años 1850 a 1860. Don Tomás Alcaraz era entonces propietario de una importante fracción de campo de aproximadamente 1600 hectáreas aptas para la crianza de ganado, con un importante bosque en especial rico en quebrachos. Hombre de campo, era considerado diestro en todos los menesteres agrarios, también sin duda lo era en el uso del hacha. Relata el Profesor Moreno en la obra citada (pág. 51 y s.s.), que Don Juan Tomás Alcaraz había quedado ciego a los nueve años de edad como consecuencia de un golpe producido por haber rodado el caballo que montaba, ocasionándole una ceguera total. Cuando tenía aproximadamente veintiún años, era acompañado por una joven vecina y amiga desde la niñez, llamada María Manuela Gómez, hasta un monte de quebrachos, donde la chica lo dejaba y Alcaraz pasaba el día hachando los fuertes árboles. Le bastaba tocar el árbol y su destreza en el manejo del hacha lograba derribarlo. Estando en plena actividad de pronto escucha un profundo quejido, un lamento desesperado como de alguien que se encuentra «…herido y aprisionado, víctima de gran sufrimiento y desesperación», la agudeza de sus sentidos le indican que el gemido proviene desde uno de los troncos cercanos, cuando tiene la certeza del lugar de donde proceden, se siente en la necesidad de abrir el tronco de un importante algarrobo, así lo hace, utilizando con maestría el hacha; la sabia del algarrobo salta a sus ojos y se produce el milagro de recuperar la vista.

Dentro del tronco, aprisionada en las entrañas del árbol, encuentra la imagen de Cristo esculpida en cerámica y en un crucifijo de madera, de un tamaño de unos quince centímetros. Cuenta la tradición oral que producido el milagro, Alcaraz se casa con Manuela Gómez, con quien dedica su vida a difundir el prodigioso hallazgo. Otras versiones, siempre según los relatos de la tradición oral, dicen que Alcaraz no era ciego, pero coinciden en que escuchando los gemidos de una persona y viendo sangrar el algarrobo, produce el corte del tronco y se encuentra con la imagen de Nuestro Señor. También existe coincidencias en el sentido que durante mucho tiempo y siempre antes del hallazgo, se escuchaban en la zona los lamentos de una persona que se encontraba aprisionada y sufriendo. Y las versiones son contestes en afirmar que el Cristo se encontraba verdaderamente aprisionado dentro del árbol, posiblemente porque alguien mucho o muchísimo tiempo atrás, tal vez para salvaguardar tan divino tesoro, lo escondió dentro del algarrobo, que con el tiempo terminó aprisionando la imagen. De todas formas existen grandes coincidencias, se produjo un hecho que la ciencia no podría explicar, como es el que una imagen aprisionada dentro de un árbol establezca una forma de comunicación para que en definitiva Alcaraz pueda encontrarla. Coincide la tradición en que fue Juan Tómas Alcaraz el afortunado que encontró la imagen. Que el Cristo se encontraba adentro de un árbol, sin que se lo pudiera ver desde el exterior. Que se escuchaban gemidos, desde tiempo antes del hallazgo. Que se escucharon lamentos que guiaron a Alcaraz, hasta el crucifijo. Y la familia Alcaraz se encargó de difundir el poder milagroso del Señor de la Quebrada. Con mucho fervor y convicción el Profesor Moreno saca sus conclusiones en la página 49 de la obra citada, textualmente dice: « ¿Puede alguien creer que por sólo encontrar un crucifijo, en alguna parte un tanto insólita, ya se puede salir a convencer a la gente de que debe venerarlo?». «Lo primero, para acometer tan gigantesca empresa, es el estar convenido de lo que uno intenta propagar y para tener tal convencimiento –la medida arrolladora, cuasi fanática, que tuvo el hacendado Alcaraz- hace falta, incuestionablemente que algo muy profundo y decisivo para su vida le haya sucedido con relación a lo que se puso a difundir, con tanto fuego». «Y ese algo no podía ser otra cosa –para Juan Tómas Alcaraz- que el haber recuperado la vista –por tal acción milagrosa- y permitiéndole así realizar su vida, en plenitud, cuando la ceguera ya habíale quitado toda posibilidad de felicidad con su unión matrimonial a una mujer a quien amar. Colóquese el lector en su lugar y piense…»

EL LIBRO DE LOS MILAGROS

A partir del descubrimiento de la imagen del Cristo de la Quebrada, la veneración popular determinó que ese lugar, que era un despoblado total, se fuera convirtiendo en una próspera villa, como lo es ahora. La Villa de la Quebrada, se encuentra a unos treinta y ocho kilómetros del centro de la Ciudad de San Luis, se recuesta sobre la falda oeste de las Sierras de San Luis, y es un lugar de una impresionante belleza. Los sacrificados peregrinos acceden por miles, preferentemente por el llamado Camino del Alto, que es precisamente el camino más hermoso para llegar a la Villa. Una vez en el centro del pueblo, en el lugar en que el propio Cristo determinó estar, se encuentra la Capilla donde se guarda celosamente el milagroso hallazgo. Mirando de frente la iglesia, a la derecha y a unos treinta y cinco metros se encuentra una angosta callecita, adonde se ha construido un muro de unos veintidós metros de largo por unos dos metros –aproximadamente- de alto, en donde los promesantes han colocado placas de variadísimo tamaño y formas que resultan un verdadero «Libro de los Milagros», dado que cualquier observador sacará sin duda riquísimas conclusiones. Cada placa es un diálogo entre quien la colocó y el Cristo. Es como un certificado extendido en donde se acredita la existencia de un milagro y la promesa cumplida. Cada placa es como leer el júbilo de poder expresar la fe. Es precisamente como querer dejar escrito en un libro abierto, el milagro que íntimamente sabe que se produjo. El muro es también un mensajero que, preservando la intimidad, lleva al Santo las cartas que sus creyentes le escriben. Nos paramos frente al muro para leer los públicos mensajes, sin embargo queremos destacar que no escribiremos ningún nombre, porque precisamente queremos preservar la intimidad de quienes tan humildemente expresan su amor al Cristo.

LAS PLACAS

El muro tiene una leve dirección al este, de manera que a la hora de la siesta parece un gigantesco espejo que emite miles de destellos, que magnifican el homenaje de los peregrinos. Intentamos contar el número de placas y nos llevó bastante tiempo, al fin pudimos establecer que existen más de dos mil doscientas placas enclavadas

en el muro, sin perjuicio de ello, en el piso o encajadas entre otras placas se encuentra casi un centenar más. Entendemos que algunas por distintas circunstancias se despegan, pero todos y cualquiera que se arrima al muro las ubica de manera que, aun en el piso, se recuestan sobre la pared, y pertenecen al Libro escrito por los beneficiarios de las bendiciones. Destacamos que las placas que ahí se encuentran parecería que sólo pertenecen a los últimos cincuenta o sesenta años, ya que la fecha más lejana existente es la de 1941 (al menos es la que nosotros vimos), ignoramos si existen otras placas o la costumbre de homenajear al Santo de esta manera recién comenzó a expresarse un siglo después de su descubrimiento. El mayor número de placas tiene una dimensión aproximada entre los 15 y los 10 centímetros, formando las mismas un rectángulo perfecto. Las hay por supuesto más grande y también más chicas. Llaman sí la atención las con forma de corazón, otras son circulares, las hay cuadradas y también algunas muy chiquitas con formas que expresan dibujos alegóricos –seguramente- simbolizando la Gracia concedida. La gran mayoría, casi diría todas, han sido realizadas por artesanos del género por encargo de los promesantes, sin embargo se encuentran como excepción otras que sin duda han sido realizadas por el propio agradecido.

LOS NOMBRES DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

Cuando el pueblo se manifiesta, su imaginación y sentimiento rebasan generalmente cualquier modelo preestablecido. De ahí que resulta realmente llamativo leer los nombres con que el pueblo se dirige a Nuestro Señor Jesucristo. De más está decir que la imagen venerada del Señor de la Quebrada, es una pequeña imagen de unos quince centímetros, que se encuentra clavada en un crucifijo de madera de un tamaño un poco mayor, y es por cierto la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, realizada siguiendo la escuela de escultura de tipo colonial, sobre cerámica o yeso, de colores ocre, blanco, negro y rojo, sobre el madero verde y dorado. Pienso, sin embargo, que siendo la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, no existe otra que se designe con tan numeroso nombres surgidos como fruto de la veneración de su pueblo. El nombre más difundido para designar al Cristo Milagroso que se encuentra en la Villa, es Señor de la Quebrada y también Nuestro Señor de la Quebrada. También se lo designa como Cristo de la Quebrada. Un nombre también muy popular para llamarlo es Santo de la Quebrada, designación que la Iglesia reserva para aquéllos que han sido oficialmente designados tales, pero no para Nuestro Señor que es Hijo de Dios hecho

hombre. Sin embargo es tan respetuosa la designación popular y se pronuncian con tanto amor, que a nadie se le puede ocurrir molestarse por ello. Más cariñoso y humilde suena la de Santito de la Quebrada, forma como se lo llama en muchas placas. Leemos, por supuesto Jesús y también Nuestro Señor. También pueden encontrarse la designación de Nuestro Cristo. Una combinación exultante Santo Cristo de la Quebrada. Leemos designaciones familiares como Padre Mío. Señor Milagroso es otra de las formas de convocarlo. La señora María Funes, vecina del lugar y citada en la obra de Gutiérrez y Moreno, dice: «Por todas partes cunde la fama de sus milagros y como éstos más que nada se refieren a la cura de los enfermos se le llama también, el Cristo de la Salud». Agrega la señora Funes: «Y lo más notable es la aureola del Santo Alegre, amigo de la diversión, del contento y el optimismo, que los mismos feligreses le han ido haciendo con el tiempo, a partir de los rasgos que sus primeros dueños le dieron entre el vecindario, al hacerlo partícipe infaltable de sus festejos o de sus novenas y mingas, donde nunca faltaban las canciones y los bailes, acompañados por acordeón y guitarras especialmente». ¡Cuántas formas tiene la devoción popular para designar a Nuestro Señor Jesucristo, el Redentor!

¡GRACIAS POR EL MILAGRO CONCEDIDO!

Es una lectura apasionante la de las frases y conceptos expresados en las placas. El agradecimiento de cada promesante, es de una ternura indiscutible. Es un diálogo íntimo. Es el agradecimiento que nace desde el fondo del corazón. Los conceptos más sobrios –por así llamarlos- expresan un profundo y sencillo «Agradecido», otros «Muy agradecido». Leemos varias: «Muy agradecido por el favor concedido», «Siempre agradecidos». Existen numerosísimas que hacen referencia a la gracia concedida. Existe una que resulta una síntesis perfecta de la relación popular con el Cristo de la Quebrada dice: «Me cumpliste, yo te cumplo». En todos los relatos y testimonios se hace referencia a ese contacto del desamparado con el Cristo tan directo e informal, donde la Fe en El es que siempre concede la Gracia, siempre se produce el milagro, siempre el Cristo escucha, siempre protege, siempre ampara, siempre cumple, claro que por otra parte al Cristo hay que cumplirle. Está escrito el reconocimiento a los milagros con mensajes tales como «Muy agradecido por el milagro concedido», «Recuerdo por un milagro», «Gracias por este milagro», «Gracias por tu milagro», «Gracias por el milagro hecho», «Gracias por el milagro concedido«, “Gracias por los milagros».

El amor de los padres y la invocación al Señor en los momentos del drama por las enfermedades se reconoce cuando vemos «Gracias por la salud», un emocionante «Señor de la Quebrada salvaste a mi hijo», otro «Señor de la Quebrada fuiste el milagro que devolvió la salud a nuestro hijo». Una asociación popular que se comenta es con el Cristo de Renca, imagen milagrosa que se descubre en forma parecida (un ciego que recupera la vista), de ahí que no nos extraña leer una placa que dice: «Divino Señor de Renca, gracias por el milagro». La religiosidad popular admite que al Santo se le puede pedir no sólo por la salud de familiares sino cualquier bien que ayude espiritualmente a la gente, así leemos otra placa que reza: «En agradecimiento por salvar al equino Glorilla». Es Cristo que ayuda a los trabajadores, a los desocupados, a los que creen que «hay que ganarse el pan con el sudor de la frente», a los marginados, a los que no tienen voz, así leemos: «Muy agradecidos, contratista de Arizu», otra dice simplemente «Trabajadores de Vialidad». Un milagro que lleva fecha concreta: «Cristo de la Quebrada por le Milagro del 4 de mayo de 1966». Los que recibieron la bendición de encontrar el amor se expresan con placas en forma de corazón. Los que padecen los males modernos del estrés o depresión, o cualquier desaliento, o simplemente haber perdido el rumbo de la vida, son escuchados por el Cristo, veamos: «Gracias por cambiarme la vida», los que se sienten solos: «Gracias por el amor que me brindaste», otra: «Gracias Señor porque abriste las puertas que me separaban del mundo, en él vuelvo a vivir feliz, gracias Señor, muchas gracias». Otra breve, pero lo que dice todo: «Gracias por tener la casa». Cuántos dramas que fueron resueltos, cuánta fe, cuánto amor, cuánto reconocimiento en un muro que se ha convertido en el Libro de los Milagros.

PEREGRINOS DEL MUNDO

Las noticias y comunicaciones hoy nos asombran, porque recorren el mundo en instantes, hasta podemos ver las crueldades de las guerras «en vivo» por la televisión, son el fenómeno de los tiempos. Sin embargo parece que la religiosidad popular, sin micrófonos, sin cámaras, sin alardes, tiene un poder inmenso para difundir las buenas noticias. Vemos en el libro, peregrinos y promesantes de los lugares más remotos. De toda la Provincia de San Luis. De San Luis protegido por los brazos inmensos del Señor de la Quebrada. De San Luis que le canta con todas sus guitarras, que camina

desde todos los pueblos, que lo invoca desde Merlo, Los Cajones y Santa Rosa, hasta Arizona, Fortín El Patria y Buena Esperanza. Que lo recuerda en la explosiva «fiesta» del 3 de Mayo. Peregrinos y promesantes de toda Mendoza, leemos mensajes que vienen de San Rafael, Alvear, San Martín, Bowen, San Carlos, La Paz, Tunuyán, Maipú, entre las numerosas localidades de la provincia cuyana. Placas grabadas en Los Jagüeles, Cañada Verde, Río Cuarto, de Córdoba. Otras de Junín, Rawson, Los Olmos, de la provincia de Buenos Aires. De las provincia de Santa Fe, Neuquén, Río Negro. Hay una escrita en entendible carioca que viene de san Pablo, Brasil. Otra de Madrid, España. Una villa de un centenar de habitantes se convierte en un santuario del mundo, sin propagandas, sin televisión, sólo por la Fe enorme de un pueblo, el pueblo del Cristo de la Quebrada.

LA INJUSTICIA

Cuenta la tradición oral: “En la década del treinta, aproximadamente en el año 1934, en una de tantas estancias de la Provincia de Buenos Aires, vivía un estanciero de edad madura, quien realizaba personalmente todas las tareas del campo, su única compañía era un capataz que la mayoría de las veces hacía más de mayordomo que de trabajador de campo, eran dos hombres que se tenían gran respeto y mutua confianza. Los unía el amor al campo, la soledad y el respeto que se habían ganado demostrándose seriedad, humanidad y el simple hecho de haber pasado juntos momentos difíciles y también de alegría. La estancia era poco visitada, salvo por algunos parientes de ésos a los que les gusta poco el campo y mucho el dinero y las comodidades que éste produce. Los vecinos se llegaban muy de vez en cuando y con aviso previo, por los temibles perros del estanciero, perros demasiados celosos. Una mañana como cualquiera el mayordomo golpea a la puerta de la pieza, para despertar a su patrón con un mate caliente, y no hay repuesta. Insiste y nada, así hasta que se decide a entrar, lo hace y se enfrenta con un cuadro escalofriante. Su jefe yacía bañado en sangre en la cama. Evidentemente, durante la noche –apenas unas horas antes- alguien lo había matado a puñaladas, tantas como para asegurarse muy bien que nuca más transitara el mundo de los vivos. La policía se hace cargo de la situación, resultando el único sospechoso el propio capataz. Las pruebas se acumulan en su contra de manera abrumadora. ¿Cómo no ladraron los perros? ¿Quién era el único que podía entrar a la casa sin

sospechas, ni ruidos? ¿Quién conocía las costumbres del patrón? ¿Quién tenía cierta destreza en el manejo del cuchillo? Los móviles podían ser muchos, hasta un enojo o una discusión podían ser argumentos. De nada valieron las una y mil explicaciones y juramentos de inocencia, lo cierto que la justicia condenó al trabajador a cadena perpetua, declarándolo culpable de homicidio calificado, realizado con alevosía y traición. Ya en la cárcel, tal vez porque otro preso lo dijo, tal vez un carcelero que tuvo compasión de este hombre, o porque en esas noches de silencio y de mates en algún diálogo con su malogrado patrón, este mismo se lo contara, lo cierto que nuestro infortunado mayordomo invoca al Cristo de la Quebrada de San Luis. Le hace una promesa para que se lo reivindique, y también para que se haga justicia con el verdadero asesino, así su amigo descansaría en paz. Lleno de fe y de esperanza, pide hablar con su abogado, fueron horas las que necesitó para persuadirlo de su inocencia, rogó, imploró y hasta lloró, para que el especialista se tomara el trabajo de retomar el caso que, aun si fuera inocente, era un caso perdido. El abogado volvió una y mil veces al lugar del crimen, dialogó con los vecinos, visitó el pueblo cercano, tejió conjeturas que iban desde un imposible suicidio hasta comenzar a sospechar de otras personas, revisó con espíritu crítico el expediente, y al final, sobre unas huellas de sangre que estaban sobre el picaporte en la puerta de la pieza del crimen y sobre las que nunca se hicieron pericias, por considerarlo innecesario, comenzó a ver una luz. La pericia incluso se realizó y las huellas no coincidían con las del condenado, las sospechas recayeron sobre un sobrino del estanciero que era uno de los beneficiados por la herencia. Detienen al sobrino y éste después de interrogatorios, donde cae en serias contradicciones, termina confesando el crimen. El sobrino infiel había llegado en auto hasta muy cerca de la estancia, caminó hasta la casa, que conocía de memoria, le llevó carne a los perros sobre los que tenía algún manejo, con sigilo llegó hasta la habitación y apuñaló al dueño de la fortuna que él ambicionaba. El abogado logró la revisión del juicio, el sobrino fue condenado y el capataz logró la libertad. Salió de la cárcel y se vino, sin esperar un minuto a San Luis, cuentan que se dirigió a la Policía de la Provincia, cuya central quedaba en ese entonces en las calles 25 de Mayo y Rivadavia, y pidió que le colocaran, con habilidad policial, unos grillos que él mismo traía para encadenarse los pies. Con los grillos puestos, para mostrar –con orgullo- de la condición miserable que había emergido, comenzó a cumplir su promesa al Señor de la Quebrada. Por el Camino del Alto, que por momentos era una huella, caminó los más de treinta kilómetros hasta la Villa de la Quebrada. Relata la tradición oral que la gente, enterada de semejante milagro y tamaña promesa, acudía al lugar a alentar al caminante. Cuentan que tardó cerca de una semana en llegar, muchos le pidieron, durante el trayecto, que diera por cumplida la promesa, dolidos tal vez por los miembros ensangrentados que por efecto de los grillos tenía el promesante. Con cordialidad y dulzura dijo una docena de veces que no.

Así llegó hasta el Cristo de la Quebrada a agradecer el milagro y cumplir su promesa”. De esto se habló durante años en San Luis. Aún hoy se lo recuerda. Nosotros rescatamos este testimonio de la tradición oral, no sabemos los nombres de los protagonistas, ni las fechas con certeza, tampoco conocemos el lugar a donde se produjo el crimen. Tal vez porque San Luis sólo vio un rostro feliz por saber que se había hecho justicia, sólo vio un caminante engrillado y con los pies ensangrentados, con el paso lento dirigido al Santo de la Quebrada. Sólo eso.

EL GRAN PREMIO DE TURISMO CARRETERA

El automovilismo fue un deporte que adquirió un auge extraordinario, allá por las décadas del cuarenta y el cincuenta. La fiesta mayor, la competencia de mayor prestigio y jerarquía era el Gran Premio de Turismo Carretera, que unía el país con la destreza, pericia y velocidad de grandes ídolos del automovilismo. A principios de la década del 50 el nombre de Juan Manuel Fangio tenía resonancia universal. En Argentina los hermanos Juan y Oscar Gálvez, Froilán González, Menditeguy Alzaga, los Hnos. Emiliozzi, Marcos Ciani, ocuparon las páginas de los diarios de todo el país durante la década. La Argentina para ese entonces era muy respetada en el mundo deportivo por los triunfos que alcanzaba en numerosos deportes, especialmente en automovilismo a través del quíntuple campeón mundial Juan Manuel Fangio. Los corredores conocían todas las innovaciones y adelantos de lo más avanzado del mundo. Esto también sucedía en el Turismo Carretera, que si bien era un gran premio de corredores argentinos, era el trampolín a la gloria, el peldaño obligado para llegar a la Fórmula Internacional. En el Gran Premio de 1952, el gran candidato de la prensa porteña era Juan Gálvez, el famoso corredor estaba pasando por unos de los mejores momentos de su espectacular carrera deportiva, además sus vinculaciones con el mundo le permitían contar con el auto mejor preparado de la Argentina, ni qué decir de los «sponsors» y del apoyo del periodismo deportivo. Juan Gálvez era además un ídolo popular que atraía multitudes que sólo querían verlo pasar a la velocidad del viento, aunque fuera un segundo, eso daba motivos a conversaciones, en que muchas veces se exageraba, sobre la vivencia que había tenido el dueño del relato. Ese año 1952 estaba hecho para Juan Gálvez.

El automovilista puntano Rosendo Hernández, sin duda un brillante corredor, estaba lejos de tener en ese momento la gloria, el apoyo y el prestigio de Juan Gálvez. De ahí que su participación en el Gran Premio de Turismo Carretera versión 1952, era esperada con la resignación de estar entre los primeros. Todos pensaban así menos el propio Rosendo Hernández. Aunque Gálvez era el favorito, Rosendo desbordaba fe y optimismo. No tenía los grandes «sponsors» para materializar sus sueños, pero tenía a sus amigos y a Don Víctor Endeiza para ayudarlo. No tenía los vínculos internacionales para producir las innovaciones de avanzada, pero conocía las rutas como el mejor, para saber cómo aguantaría el auto. No contaba con la vidriera de la prensa nacional, pero le bastaba con el cariño que recibía de los puntanos que lo habían convertido en ídolo local. Todo San Luis estaba pendiente de Rosendo. El Gran Premio tenía tres etapas, Buenos Aires-Mendoza, MendozaCatamarca, y finalmente Catamarca-Buenos Aires, la llegada era en el autódromo de Buenos Aires. Unos dos días antes cada corredor hacía una largada simbólica desde su ciudad para marchar a Buenos Aires. Esta largada simbólica concentró en San Luis a todos los aficionados a este deporte, que se reunieron en la plaza Pringles para desearle suerte al gran corredor local. Rosendo llegó a la plaza y entre innumerables muestras de afecto hizo una promesa gigante, esa tarde de sol dijo: «Si gano el Gran Premio le llevaré el auto ganador al Cristo de la Quebrada». Todos los presentes fueron testigos, más de uno habrá sumado sus ruegos al Milagroso Señor de la Quebrada. La carrera fue una de las más espectaculares que se recuerde, San Luis la vivió como propia, hora a hora, era el comentario obligado de toda reunión donde hubiera más de uno. En la primera etapa Rosendo sale segundo, detrás de Petrini, en la segunda etapa Juan Gálvez hace valer sus títulos y la gana de punta a punta, en Catamarca, antes de largar la tercera etapa, primero Gálvez, a dos minutos cuarenta y ocho segundos de Rosendo Hernández. En la tercera y última largan primero Gálvez y a los dos minutos Rosendo, como a la mitad de la etapa Hernández alcanza la punta, lo que le da la convicción de haber descontado ya sin duda dos minutos al puntero. Estaba a 48 segundos del sueño imposible. Rosendo llega puntero al autódromo «17 de Octubre» de la ciudad de Buenos Aires, el público lo recibe con aclamación y respeto, pero todos esperan que llegue Gálvez en forma inmediata y se quede con el título, Juan Gálvez llega un minuto diecinueve segundos dos quintos después, sumados a los dos minutos que había descontado Rosendo, el ganador era el puntano por 31 segundos 2/5. Rosendo Hernández había alcanzado la gloria, logró el título automovilístico más importante para San Luis en toda su historia, la fama y Hernández eran una sola cosa. Fue una leyenda la entrada gloriosa de Rosendo Hernández a San Luis. ¡Cuántas veces durante esas tres jornadas, Hernández invocó al Cristo!

¡Cuántas cosas le salieron demasiado bien, y cuántas cosas no le sucedieron para lograr el título! Sólo el gran corredor lo sabía. Rosendo siempre reconoció que el Gran Premio fue logrado con la «ayuda» del Santo de la Quebrada. También en vida reconoció muchas veces, como gran error de su vida, no haberle llevado el auto prometido al Cristo de la Quebrada. Después de la gloria, jamás pudo largar otra carrera.

EL MILAGRO MAS GRANDE DEL MUNDO

A unos treinta y ocho kilómetros de la ciudad de San Luis, camino a Nogolí, a su vera y en los valles donde se asientan sus serranías, se levanta la población de la Quebrada, lugar donde se encuentra el Cristo, donde comienza la leyenda y el misterio de una fiesta tradicional que como se sabe comienza el 1º de mayo y culmina el día 3. Se da inicio a las celebraciones con una procesión a pie desde la ciudad de San Luis, cubriendo esos treinta y ocho kilómetros, donde los caminantes dan fe de las gracias y milagros recibidos del Señor de la Quebrada. Basta mirar la devoción con que los peregrinos se mueven en la noche, sin tener en cuenta lo agresivo del camino y las bajas temperaturas que hacen que la promesa a cumplir se vuelva realmente un sacrificio, para vivenciar en toda su magnitud la fe y el agradecimiento de estos promesantes que cumplen en silencio. Un silencio alegre, que se interrumpe con los sonidos de las emisoras locales que acompañan, dando fuerza a lo largo de la noche, en pos del encuentro con la imagen, para dejar saldada esa deuda del espíritu por la gracia recibida del Señor de la Quebrada; más querido aún, porque sufrió la terrible afrenta de «haber estado preso, tal como dicen algunos lugareños, cuando ocurrieron ciertos diferendos casi contemporáneos, que culminaron con un todavía no olvidado proceso». «A veces la Villa apenas puede dar cabida a tantos seres en busca del amor divino y la comprensión infinita del Señor de la Quebrada, erigido en juez de la dicha, el amor, la salud y la riqueza en cada uno de los que llegan a El». Muchos son los testimonios de las gracias acordadas, pero no es tarea fácil entrar en la intimidad del promesante para develar, a través del relato, lo que lleva dentro de su corazón como su más codiciado tesoro. Estos relatos de trasmisión oral, surgen a través de la investigación para hallar testimonios de aquéllos que, de una forma u otra, recibieron la gracia del Señor de la Quebrada. Doña Blanca nos decía que su cuñada Rita había sido agraciada por el Cristo con un milagro ocurrido en Mendoza. La noche clara y calurosa se prestaba para el diálogo y esto fue lo que oímos:

«Rita esa mañana se había despertado a las 6, como era su costumbre. Con desgano había dejado la cama, no tenía ganas de hacer nada, su pequeña finca, desde que murió Julio, su marido, había quedado reducida a las pocas viñas, que para mayor desgracia ya llevaban dos años atacadas por la peronóspera. Eso significaba no poder vender las uvas, lo cual traería otro año más de pobreza. La tristeza la invadía, los niños que ya se habían despertado la trajeron a la realidad, había que mandarlos a la escuela y si la cosa no mejoraba éste sería el último año que podría cumplir con su educación. Después del ritual del desayuno, mate cocido y pan, despacho los niños y volvió a quedar sola. No sabía qué hacer, comenzó a caminar entre las viñas, a esa hora el sol era abrasador y el viento caliente colaboraba para que el calor se hiciera insoportable. Las palabras de don Jacinto sonaban todavía en los oídos de Rita: -«Mire Doña, usted sabrá disculpar, pero así las uvas son imposibles de comprar, no sirven para nada». Rita miró de reojo las viñas y vio que los gusanos parecían más gordos y grandes que nunca, se tapó la cara y comenzó a llorar, pero a la vez pensó que no podía desesperarse, suspiró, tomó fuerza y emprendió el regreso a su casa, fue en ese momento que recordó el sueño que había tenido la noche anterior. El hombre había aparecido frente a ella y lo tenía tan claro como si lo estuviera viendo, recordó que la había tomado de la mano y con una voz muy dulce le dijo: -«Cruzando la franja lo encontrarás». Cosa rara la de los sueños, buscó la bolsa y las pocas monedas que le quedaban y partió a comprar las cosas para el almuerzo. El ruido de los camiones y los autos, la asustaron. «Lo único que falta es que me pise un camión», pensó. Cuando se disponía a cruzar la ruta, algo que brillaba la distrajo, se adelantó rápidamente y recogió lo que resultó ser una placa en cuya inscripción se leía: «Gracias Señor por los favores recibidos». Cuando volvió a su casa, buscó un clavo y fijó la placa en la puerta de su casa, alguien la había perdido y ella no la iba a tirar. Rita esa noche se durmió con el mismo pensamiento, sus hijos y las uvas. Se despertó sobresaltada, eran las 9 de la mañana, nunca había dormido tanto. Saltó de la cama, tenía que mandar los niños a la escuela, al abrir la puerta del patio no podía creer lo que estaba viendo, la sorpresa la paralizó. El piso estaba sembrado de gusanos muertos y la brisa tibia del verano mendocino movía las uvas, limpias de peronóspera, libres de gusanos. Rita mandó a llamar a Don Jacinto que entre incrédulo y sonriente, mirando la placa clavada en la puerta le dijo: «-Y bueno Doña va a tener que ir a San Luis y agradecerle al Cristo de la Quebrada, sólo un milagro puede producir esto». Hoy en la Villa hay dos placas, una dice: «Gracias Señor, por los favores recibidos» y otra más abajo «Gracias por salvar mis uvas. Rita. Mendoza 1961». No es sólo el milagro lo que acerca a la gente a la Villa de la Quebrada sino también la búsqueda de la paz del espíritu. Eso fue lo que descubrí, caminando por sus calles y hablando con su gente. Sentado en la plaza, frente a la iglesia, encontré personas con una gran fe que no eran promesantes, simplemente los atraía esa paz, que únicamente allí se puede encontrar.

Tras largos silencios de meditación fue que Jorge me contó esta historia… nunca pude saber si no había sido él su protagonista. «Acá solían venir dos hermanos –me dijo- no eran de San Luis, eran de Buenos Aires. El más chico estaba enfermo de cáncer y, fíjese qué ironía, era el más alegre de los dos. Ellos tenían mucho dinero y habían recurrido a los mejores especialistas del país, las respuestas eran coincidentes: «Muy poco tiempo de vida». Después de eso comenzaron las promesas y así llegaron a la Villa. Parece –me dijo- que cuando la ciencia no alcanza nos acordamos de Dios. A veces los veía, otras no, siempre caminando, reían, el que estaba enfermo era el más alegre –repitió-, entraban a la iglesia, rezaban y después se iban». El silencio se hizo presente y lo respeté, Jorge miraba hacia la iglesia y a veces se sonreía, mi curiosidad pudo más y antes de darme cuenta mi pregunta apareció de golpe. « ¿Qué pasó?» «Lo previsto –susurró- ese joven alegre murió. Al otro hermano lo encontré al tiempo, era un día gris, nublado, venía caminando por el medio de la calle, muy serio y callado, lo dejé pasar porque ni siquiera me vió, pero lo llamé, no sabía si me iba a reconocer, se dio vuelta, sonrió, apuró el paso hacia mí y me abrazó». «Me contó que su hermano ya había muerto, simplemente eso me dijo, no le pregunté nada, tenía temor que me hablara mal del Cristo. Caminamos largo rato, casi sin hablarnos, cuando quisimos ver nos encontramos los dos en la iglesia, rezando, él por lo bajo me comentó que nunca dejaría de venir porque si bien su hermano había muerto, lo había echo sonriente y sin ningún dolor. La gracia de Dios había sido que este Cristo lo había ayudado a pasar el umbral de la muerte». «Lo miré y las lágrimas de sus ojos no me hablaron de dolor, sino de resignación cristiana ante la voluntad de Dios». La presencia de Dios es permanente en este paraje, y más aún si uno camina por su Vía Crucis y ve la devoción con que los peregrinos se entregan a los rezos. La creencia popular, a través de sus relatos, también me habla de que «si uno no cumple, el Cristo lo castiga». Bajando el Vía Crucis un promesante me decía que no podía entender porqué había gente tan dura y entre enojado y sorprendido me comentó que «A Juan, un amigo de la cuidad de San Luis, se le enfermó el hijo de gravedad. ¿Sabe qué le pasó?, se le perforó el esófago. Los médicos le dieron muy pocos días de vida, acá y en Buenos Aires también, entonces yo agarré y le hice una promesa al Cristo de traerlo a pie al Juan, porque él no es muy creyente, el hijo se salvó, después de siete meses volvió a comer por la boca, él no ha venido, no está muy convencido y eso que en Buenos Aires los médicos le dijeron que sólo un milagro podía salvarlo. Pero este año no se me escapa y lo traigo». Pensé en Juan, sin conocerlo, y me reproché a mí mismo, qué raros somos los humanos y cómo actuamos frente a situaciones límites y cuando salimos de ellas, nos olvidamos no sólo de las promesas sino también de los errores cometidos, aquello que juramos no cometer nunca más. Había logrado sentarme en una de las pocas mesas desocupadas del “comedor”, mirando atentamente todo lo que pasaba a mi alrededor, el mozo me sorprendió, poniendo delante mío una cazuela humeante, hacía tanto

tiempo que no saboreaba este plato típico que me apresuré a comer. Fue en ese instante que recordé las palabras del poeta Antonio Esteban Agüero al decir de la mazamorra «Cuando la comes sientes que el pueblo te acompaña», y yo sentí esa sensación, porque comprendí que no sólo era lo religioso lo que envolvía este lugar, sino también sus creencias populares, sus comidas típicas y sus cantos regionales. Luego de un largo rato de estar sentado, logré que el mozo accediera a mi pedido y me contara, rápidamente, algo que a él lo admirara: «Acá pasan cosas todo el año no sólo para la fiesta, el caso del hombre del ramo blanco, es un señor –sabe- que todos los meses se baja del colectivo con un gran ramo de flores blancas, las deja en el altar, reza y se vuelve en el mismo colectivo, pero no hay que averiguar más, hay que creer no más». Me había quedado una sensación de estar indagando la intimidad de los promesantes y eso no me hacía sentir bien, pero lo que más grabado me quedo de aquella noche fue lo que me dijo un parroquiano que se había acercado a la mesa invitado por el mozo para «tomar un vino», como él decía: «Usted y yo somos distintos», me dijo, a lo que pregunté sorprendido: « ¿En qué nos diferenciamos?». «En la forma de ver la Villa». A la Villa no hay que mirarla, amigo, hay que sentirla, cuando usted sea abuelo quizás les cuente a sus nietos que estuvo aquí y comió esta cazuela, pero habrá olvidado su sabor, yo no. Así es la Villa de la Quebrada, con ese halo de misterio que la cubre, donde se mezcla el milagro de Tomás Alcaraz y la leyenda misma. Basta con recorrer sus calles, su Vía Crucis, su iglesia, con leer las placas que se multiplican en el agradecimiento, para sentir que la paz lo envuelve y es posible el encuentro con uno mismo. Si usted se para en lo alto y mira hacía el valle, donde se confunden en el horizonte el rosa con el celeste del cielo, sentirá que un silencio inmenso lo invade, pero… preste atención… y percibirá un rumor de rezos, voces, canciones, llantos y risas, sonidos que salen de la tierra misma y se transforman en un murmullo agradable que crece junto al sonido del viento, dando respuestas a tantos miles de peregrinos que han pasado por el lugar. Porque esta imagen Milagrosa del Cristo de la Quebrada que atrae a tantos fieles lo transforma en sí mismo en el único milagro, el de ser uno de los milagros más grandes del mundo.

ENTRE MILAGROS Y LEYENDAS

SOBRE UN POEMA DE ARSENIO CAVILLA SINCLAIR

En nuestro trabajo de investigación, y con la intención de recoger de la voz popular noticias sobre los milagros del Cristo de la Quebrada, hemos

hallado un hilo que conduce a confundir, por su similitud, en cuanto a la identidad del milagro, aunque con diversos protagonistas ubicados en tiempos y lugares separados, historias que tienen un común denominador y que, aun existiendo un desenlace en apariencia distinto, en lo medular desemboca en una entrega que, aunque cruenta, raya en lo sublime y al mismo tiempo los iguala. El denominador común de estas historias a que hacemos referencia es la figura del hijo enfermo, padeciendo desde simples dolencias en general sobredimensionadas por el amor filial, hasta verdaderas y dramáticas afecciones que van desde la ceguera, parálisis u otras de igual y dolorosa importancia. En cuanto al desenlace, hemos escuchado y visto hechos y actitudes que nos reafirman en la creencia de que el hombre en los momentos de gran dificultad, encuentra, por medio de la fe, el camino más directo para ir a buscar en la fuente verdadera la única justicia y están dispuestos, a cambio, a llegar hasta el límite casi irracionales. Hemos presenciado, decíamos, el arribo a la Villa de peregrinos con los pies descalzos y llagados, hemos visto trepar la escarpa del calvario a hombres y mujeres andando sobre sus rodillas y dejando tras de sí la huella de su sangre, los hemos vistos arrastrándose en una actitud de entrega y sumisión, los hemos visto en fin, «pagar promesas» en las formas más insólitas, pero todos, inmersos en un estado de honda y dramática religiosidad que emociona y conmueve hasta los espíritus más fuertes. No sabemos decir, porque no existe documentación escrita ni referencias claras, si la obra del poeta Sinclair se apoya en un hecho determinado y concreto, o si en base a dichos y relatos por él recogidos, de protagonistas o terceros, en esa intrincada pero a la vez sutil y libre transmisión oral del suceso religioso, de unos o de varios elaboró en forma de poema lo que vamos a transcribir. Antes queremos resaltar y señalar tres cosas que creemos importantes: el hecho de que un poeta nacido lejos de nuestro contexto geográfico, porque no es puntano, se haya interesado por el Cristo de la Quebrada. Esto nos certifica que aunque regional, el suceso religioso tiene alcances universales. Segundo, que el poema transcriba con casi total claridad las instancias totales que van desde el pedido de gracia, la promesa, el milagro concedido y el cumplimiento del pacto, todo esto en el marco de una poética profunda y plena de imágenes intensas y conmovedoras, y, por último, el contenido de los versos, que seguramente merecen la realización de un trabajo de mucha más profundidad que el que aquí podemos efectuar: «Y a juersa ‘e mirar siempre pa’ abajo no creiba en más poder que el de mis manos». ...la instancia crucial; absoluta, medular, total, a la que el hombre es empujado para que contemple su finitud, su pequeñez, su fragilidad.

PO’ EL BOTIJA

Señor de la Quebrada, Santo Padre, por tu poder bendito, te lo pide una madre que está viendo boquiar a su angelito y te ofrece pa’ que le deis vida hacer estas tres leguas de rodiya trayendo hasta tu imagen a su hijito. -¡Oh, Ruperto!, también con esa cara qué demontre ‘e coraje vas a darme, si hasta veo la rastriyada de una lágrima que lo mesmito que si juera un sable te va marcando un rumbo en la quijada… ¡Paráte! ¡Se movió! ¡Abrió los ojos! ¿Será cierto o estoy alucinada? ¡No! ¡Si me mira! ¡Si nos mira, viejo! ¡Arrodiyáte!, por favor, Ruperto, y promesale al Cristo ‘e la Quebrada! Yo soy crudo, Señor, como las piedras ‘e los cerros puntanos, y a juersa ‘e mirar siempre p’ abajo no he créido en más poder qu’ el de mis manos Pero si Vos me hacés este milagro de salvarme al botija, yo te ofresco, a mi ves, la majadita de veinte cabras blancas, mi saino bragao, también la mula, y hasta tengo demás la mano surda si mi pobre jortuna no te alcansa. Y el muchacho sanó, mas la serrana, después de la promesa realisada, ya no volvió a incorporarse nunca, y por los altiplanos de la puna vaga el rebaño de las cabras blancas junto al saino bragao y a la baqueana, y como rara flor de la montaña extraña a los cardones y a las tunas, los cinco dedos de una mano surda quedaron junto al Cristo ‘e la Quebrada…

LA MAJADA DEL CRISTO

No importa el nombre. Ya no me acuerdo si conocí a uno o más. Sí sé que son muchos los que siguen pagando promesa y que están desparramados por distintos parajes a lo ancho y a lo largo de los campos del Señor. Del que guardo más memoria, aunque no recuerde el nombre, vivía del Zampal adentro, casi en el linde con las salinas que llegan hasta La Rioja. El Cristo le había sanado, hacía ya mucho tiempo, a un hermano. Se cayó del caballo y como por tres años no pudo caminar. Una mañana, en un desplayado que estaba pasando unos bañados medios peligrosos por lo tupido y a veces habitados por jabalíes, cuando iba para el explote, hacha en mano, se le ocurrió cortar de un par de golpes unas varillas de «lata». Las puso en el suelo en forma de cruz y le pidió por su hermano al Cristo de la Quebrada. También le dijo que lo disculpara porque se lo pedía ahí, en ese lugar, en vez de llegarse hasta el calvario, pero él tenía que hachar todos los días para dar de comer a su mujer y sus hijos y el tiempo se le quedaba corto. Además, él sabía, que a los pobres los escuchaba en cualquier lugar. No sé en qué tiempo, pero el hombre se sanó. Desde entonces, cada tres de mayo, dejan en el mismo lugar donde puso la cruz de «lata», a eso de la oración, un macho cabrío y una hembra. Dicen que después de la fiesta del santo, cuando termina la novena, un ángel pasa y se los lleva para aumentar la majada del Señor. También se cuenta que en las épocas de sequía, cuando el pasto escasea y las cabras se diezman, de esa majada, el Señor reparte y sin que nadie se dé cuenta, aumenta la majada de los pobres.

LA FLOR COLORADA

No se puede precisar el lugar porque la información llega a través de relatos de por lo menos tercera generación. El nombre más antiguo que tenemos es el de Doña Baudilia Bustos, que supo vivir hasta más o menos la década del ’50, en la calle Constitución entre Belgrano y Ayacucho. Ella relató y tampoco sabemos si fue testigo presencial o, recogió a su vez la información de terceros, sobre el milagro de la flor colorada. Hemos tratado de reconstruir y rescatar, apelando a la memoria de quienes la conocieron, estos datos: …Aparentemente, en un paraje que estaría ubicado entre La Puerta y Paso del Rey, por el camino que sale, dirigiéndose más o menos hacia el oeste, al río Cañada Honda. En ese lugar, llamado presumiblemente La Invernadita, vivía Salustiano Almirón o Albirón, en

compañía de su mujer y sus hijos. La casa, como casi todas las casas de la zona, era de pirca, adobes y techo de pajas. Una majada, unas mulas, algunos caballos y otras tantas vacas componían todo el capital de la familia. Regularmente, y sobre todo en época de invierno, a medida que la pastura de los lugares cercanos se iba reduciendo, el hombre debía alejarse un poco más en el seguimiento de la majada y las vacas que andaban en busca de «algo ‘e pasto». Un día, después de un repecho, tras cruzar el arrollo del tigre, a la vuelta de la senda divisó en un pencal algo insólito: a pesar de ser julio, pleno invierno, había una penca florecida y «a más» en lugar de blanca era colorada. La miró, se quedó medio «almirao» pero después siguió de largo porque tenía que dar una «güelta a los animales». A la noche cuando volvió, se encontró con que unos de los niños estaba tiritando de fiebre y con «los ojos dao güelta pa’ tras». La Luisa le había «dao unos teses», «lo había africao con infundia» y lo estaba cuidando al lado de la cama. Se quedó con ella hasta que amaneció, pero el niño seguía igual. Médico no había, ni tampoco era de llevarlo a otro lado porque el frío y la distancia podrían matarlo. No quedaba nada más que esperar. Una vecina les dijo lo del Santo de la Quebrada. «Había sanao a varios que le prometieron ir después a rezarle». La Luisa prendió una vela, rezó y le pidió al Santo por su hijo. Como a la tardecita, cuando casi no quedaba luz, la fiebre comenzó a bajar, los ojos se le enderezaron y ya respiraba más tranquilo. Al otro día estaba sano. Los días fueron pasando y el olvido se fue ganando un lugar en la memoria de la Luisa y el Salustiano. Hasta que a mitad de la primavera volvió a pasar a la güelta del repecho y en el pencal había otra vez una flor colorada. Se volvió pa’ las casas de un galope y la Luisa asustada, le mostró al que había estado enfermo, sin fiebre, pero con una mancha colorada que le tapaba casi todo el cachete. Y no era ni picadura ni golpe. Era una mancha, nomás, que no se le quitaba con nada. Apenas amaneció, el Salustiano ensilló la mula, metió en la alforja unos charquis y una torta y se largó pal lao de la Cañada Honda, torció con rumbo a Carolina, bajó por San Francisco y rumbeando pal lao del sur llegó hasta la Quebrada. Como tres días fueron «a puro tranco ‘e mula». Se llegó hasta el calvario, se hincó frente al Santo y se quedó callao y llorando porque no sabía rezar. Después, cabizbajo y avergonzado, se «golvió pa’ las casas». Otros tres días de mula por las sierras. Cuando llegó, el niño ya estaba bueno otra vez. Se tomó unos mates, volvió a montar y se fue para el lado del arroyo. Remontó el repecho y apenas dio vuelta por la senda, vio el pencal totalmente florecido pero nada más que de flores blancas. De la flor colorada… ni rastros.

LAS LEÑAS DEL REFUGIO

Por toda la vecindad se corría la voz de que andaba un «lión cebáo». El tendal de animales muertos por los alrededores así lo demostraba. No había

mañana en que no apareciera en algún corral, al lado de un cerco o debajo de un monte, un animal degollado y con muestras claras de que había sido «el lión». Las trampas no daban resultado, ni las recorridas con los perros o los cebos con veneno. Del «lión» se conocía nada más que los rastros que dejaba. Ni siquiera lo habían visto. Ni una sola vez. El Ramón sospechaba que allá arriba, en unas cuevas que vio cuando era un niño, andando con su padre, el «lión» tenía su madriguera. El lo iba a buscar. El sabía cómo llegar hasta arriba. Como a la media tarde, se echó la escopeta del 16 al hombro, cuatro cartuchos en el bolsillo, dejó la tabaquera sobre la mesa, no fuera que se le diera por fumar y el «lión» lo husmeara de lejos y se fue por la cañada del molle, buscó arroyo arriba hasta las pircas viejas y empezó a trepar despacio. Desde el sur se venía una nubazón blanca y espesa. Pinta de nevada tenía. En el refugio de los pastores se paró como para tomar un resuello, se ajustó de nuevo la faja, aseguró la vaina y el cuchillo y con la escopeta terciada en la espalda siguió subiendo. Esta vez buscaba el lado del naciente del cerro. Es un poco más largo, pero más seguro. Por ahí iba a volver si lo agarraba la noche. Ya sobre la cima se arrimó a la cueva pero el «lión» no estaba. Rastros sí. Seguro que andaba cerca. Decidió esperarlo. Se acomodó del lado en que la sierra caía a pique, como para que no lo sorprendiera por atrás y se quedó quieto. Entrada la noche, sobre una piedra grande, medio como salida para un costado, vio la figura del «lión» recortada sobre el fondo blanquecino de las nubes. Casi como que se apuró demasiado. Apretó el gatillo. Sintió como un bramido, manotió el cuchillo pa’ clavarlo cuando entendió que se le venía y en el mismo momento en que sintió que lo chocaba se fue pa’ tras sierra abajo. Cuando se despertó, estaba como colgado en algo así como un espinillo, que seguro había salido en una grieta de la piedra. Quiso moverse, pero el dolor que sentía en todo el cuerpo hizo que se desmayara de nuevo. Volvió a despertar y ya no estaba en el mismo lugar. Sentía el calor de un fuego y creyó darse cuenta de que se hallaba tirado en el piso del refugio. Volvió a dormirse y sabe que se despertó más veces pero que no vio a nadie al lado de él. Después, sintió el ladrido de unos perros y unas voces que se acercaban. Eran unos pastores que andaban buscando una majada perdida. Lo ayudaron a bajar. Había restos de nieve. Cuando llegó a la casa, se enteró por su mujer que había faltado por tres días. Que después que salió esa tarde, a la noche empezó a nevar y que nadie pudo ir a buscarlo porque la nevada fue brava y era imposible subir. Ella le había rezado al Cristo de la Quebrada pidiéndole que lo protegiera. Unos días después, ya en plena primavera, volvió a subir. Se asomó por el lado del corte y vio como a cincuenta metros abajo, el espinillo que lo había sujetado. Más allá, en el fondo, divisó los restos del «lión» comido por los caranchos. Cómo salió o quién lo sacó de ese lugar, nunca lo supo. Él, su mujer y los lugareños se lo atribuyen al Cristo de la Quebrada. Lo cierto es que todos los tres de mayo van a rezarle en agradecimiento y que desde entonces en todos los refugios que hay en las sierras del lugar, siempre hay un montón de leña apilada.

Dicen que los pastores la juntan para que, si hace falta, el Señor prenda fuego y proteja a quien lo necesita.

«UN CRISTO FUERZA DE DIOS Y SABIDURÍA DE DIOS» SAN PABLO

REFLEXIONES DEL PADRE LUIS HECTOR PAREDES

«En la Cruz, Dios ha extendido sus brazos para abarcar todo el orbe de la Tierra» «Arbol fiel, ningún bosque produjo otro igual en ramas, flores y frutos» «Dulces clavos! Dulce árbol donde la vida empieza!

LA CRUZ ARBOL DE LA VIDA

La Sagrada Escritura nos habla del «árbol de la vida» plantado en medio del Paraíso terrenal del cual fluían ríos de aguas vivas hacia los cuatro puntos cardinales: «Dios hizo brotar del suelo toda clase de árbol deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal.» (Gn 2:9) Los frutos del «árbol de la vida» tenían la virtud de alejar indefinidamente la muerte y por voluntad de Dios el primer hombre debía comer

de los frutos de este árbol para poseer la vida sin fin y así participar de la vida del mismo Dios. Pero el hombre, seducido por el Príncipe de la desobediencia y del amor propio, prefirió comer del fruto prohibido: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio». (Gn 2:16- 17) Y el hombre pasó del reino de la vida al imperio de la muerte y del pecado: «Por un solo hombre entró en pecado el mundo» (Rom 6,23), «salario del pecado es la muerte». (Rom 5,12) A causa de ello no pudo en adelante extender su mano hacía el árbol de la vida: «Que no extienda la mano y tome también del árbol de la vida, y coma él y viva eternamente» (Gen 3,22) y «habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida». (Gn 3:24) El hombre buscó en vano por otros camino el árbol de la vida y cuando más buscó la vida con los medios del poder terreno, tanto más se cernía la muerte y tanto más profundo se iba haciendo el abismo entre la vida de Dios y el hombre herido de muerte. Sólo Dios podía dejar libre el camino hacía el árbol de la vida; sólo El. Pero antes se debía dar la satisfacción por el pecado. Envía a su Hijo en «carne semejante a pecado» (Rom 8,3), es decir, en la condición de hombre mortal, de hombre desterrado del Paraíso.

Y el hombre dio satisfacción por el pecado mediante el Hijo Unico de Dios, la Justicia de Dios quedó satisfecha; el Hijo de Dios murió por nosotros. Pero en el camino que lleva al árbol de la vida se levantó otro árbol: el árbol de la Cruz. Este árbol es todo vida lo mismo que su predecesor del Paraíso. Por eso «no habrá ya maldición alguna» (Apoc. 22). Para aquél que entra en camino de la Cruz, cesa la maldición; para él no hay más que bendición. El que busca confianza ciega este árbol, con obediencia y entrega, consigue llegar al país de la vida verdadera, de la del Dios vivo y verdadero, vida divina, eterna e imperecedera.

El árbol de la Cruz se encuentra ahora como árbol de la vida, que florece y da frutos y frutos de vida eterna y «al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios». (Ap 2:7)

LOS FRUTOS DEL ARBOL DE LA CRUZ

Nosotros podemos comer de los frutos del verdadero árbol de la vida; el mismo Cristo nos los ofrece desde su Cruz: «De su costado manaron sangre y agua» (Jn 19, 34). «La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva» (CATIC: 1225) En el momento de gustar el fruto de la regeneración, es decir, de renacer a la vida de la gracia, fuimos signados con «la impronta de Cristo», fuimos marcados con la Cruz. Se quería significar que la gracia de la redención, la gracia de la salvación, Cristo la había adquirido por su cruz. (CATIC 1235) Y cuando fuimos Bautizados nos preguntaron: ¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?, respondimos: la Vida eterna. Y así volvimos a nacer, comenzamos a participar de la vida del Dios vivo y verdadero, empezamos a gustar del fruto del árbol de la vida, del árbol de la Cruz. Entonces todo nuestro ser recibió la Cruz: la frente lleva la Cruz, para que sea pura y lúcida delante de Dios; despojada de todo egoísmo.

Sobre nuestra frente debe brillar solamente la Cruz, es decir, debemos reconocer la primacía de Dios, postergando nuestra persona y todo lo que pudiera halagarla. La boca también lleva la Cruz: para no dar rienda suelta a su propia sabiduría y enorgullecerse de su propia fuerza, para no mentir y disimular, para poder decir palabras de vida, es decir, palabras y pensamientos que antes ha dicho Dios al alma y ahora se expresan para gloria de Dios y salvación de los hombres.

El pecho, sede del corazón, lleva la Cruz: siempre que el corazón, con toda el alma y toda la fuerza, se entregue a la fe y a la confianza en Dios; así se convierta en ciudad de Dios. Dice San Ambrosio: «Considera de dónde eres bautizado, de dónde viene el Bautismo: de la cruz de Cristo, de la muerte de Cristo. Ahí está todo el misterio: El padeció por ti. En él eres rescatado, en él eres salvado. (Cfr. CATIC 1225) Y Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz (Cfr.: 1323) De este modo Cristo es inmolado diariamente en nuestros altares por nosotros, «para que comamos en el pan lo que estuvo suspendido en la Cruz, y bebamos el Cáliz lo que manó del costado de Cristo» (Pascasio Radberto, Epístola de Corpore et Sanguine Christi) Del árbol de la cruz cuelga el fruto del perdón y la misericordia del Padre, dice San Irineo: «Por el madero nos hicimos deudores de Dios, ahora alcancemos por el madero el perdón de nuestras deudas», el perdón de nuestros pecados. El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con El; la conversión implica el perdón de Dios, que es lo que realiza el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. (CATIC 1440). «Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal». (CATIC 1446) Este sacramento es como «la segunda tabla» (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia, la primera es el Bautismo por el que volvemos a la vida.

EL ARBOL DE LA CRUZ Y NUESTRA VIDA

Así como el árbol de la vida del Paraíso, así el árbol de la Cruz se levanta en medio de la Tierra; podemos verla, tomarla sobre nuestras espaldas todos los días. Se trata de abrazar todos los días la Cruz; la desobediencia de nuestros pecados, la vencemos cuando llevamos la cruz todos los días, pero no la cruz por la cruz, sino por la Cruz de Cristo, por la Cruz que llevamos con Cristo. Por medio de esta Cruz vencemos la muerte que nos viene por el árbol del Paraíso. El árbol de la Cruz tiene dos caras: una que mira a este mundo: un palo seco y sombrío que espanta a muchos y por eso huyen de la Cruz de Cristo: prefieren arrojarse a los brazos de este mundo. La otra cara de la Cruz es toda Luz, es la cara que mira a Dios: «Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios». (Ap 2:7) «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su Cruz de cada día y sígame» (Mt 16, 24). Nos lo dice Cristo otra vez a nosotros, como al oído, íntimamente: La Cruz de cada día». (José María Escrivá de Balaguer, Es Cristo que Pasa). «María, Madre de misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, «rico en misericordia» (Ef. 2,4), para que haga libremente las buenas obras que El les asignó (Cf. Ef. 10) y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su gloria» (Ef. 1,12). (Juan Pablo II, Encíclica Splendor Veritatis, 120). Santo Cristo de la Quebrada ¡Ten piedad de nosotros!

*** FIN ***