Comunicación y Humanidades

Un breve vistazo para viajar por siempre a La Mancha Luis Felipe Valencia Tamayo1 No es fácil hablar de don Quijote desentendiéndose de Cervantes. El escritor le dio la vida y también la muerte al héroe de La Mancha. Y con todo y el triste adiós que le propinó al caballero, es en el Quijote en quien Cervantes ha encontrado las albricias de la inmortalidad. El escritor no lo sospechó, tal vez no lo quiso creer, pero así lo vemos ahora. Para él tuvo mayor estima, y al menos así lo testimonió, su última novela: Persiles. Sabemos que muchas veces las obras en las que los autores ponen su mayor empeño no son las que se mantienen con el paso del tiempo. Ellos mismos se sorprenden con la acogida de textos que llegan a tener por menores. Cervantes no tuvo a su Quijote por el mejor de sus hijos; aunque podemos salvarnos de las apariencias suponiendo que él intentaba hacernos creer algo así.

anuncian la alta admiración del autor por este libro no serían más que un ejercicio de distracción y de auxilio a una obra que, al lado del Quijote, se queda corta, no solo en volumen, sino también en calidad. En todo caso, que tal devoción agónica haya sido cierta o fingida, no lo alcanzaremos a medir con exactitud; aunque bien nos podemos atener a las fatigas y cuidados que Cervantes tuvo en la preparación

Todo hay que decirlo, con Cervantes nada se sabe a ciencia cierta y somos objeto de rotundas bromas, de verdades a medias o de mentiras que, improvisadas en las márgenes del camino oficial, destejen las finas costuras que llegan a disponer los academicistas. De ser así, las palabras de Cervantes en el prólogo del Persiles que 1 Licenciado en Filosofía y Letras. Profesor del Departamento de Humanidades adscrito a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Manizales. [email protected]

54

Universidad de Manizales

La lengua de La Mancha de su última novela, no nos basta para creerle que él la tuviera por la mejor. Es más, frente a las preocupaciones que se evidencian en el Persiles contrastan los finos errores inmersos en la construcción del Quijote, errores que, como la pérdida del rucio de Sancho, apareciendo y desapareciendo sin saberse cómo ni por qué, le hacen afirmar a Andrés Trapiello que, de vivir Cervantes en estos días, «se otorgaría el Premio Cervantes primero a Lope, y críticos incluso habría que sentencias en en los periódicos al leer Don Quijote: “Dulcinea no funciona”, o un más definitivo “a ese libro le sobran quinientas páginas... y pico”». Pese a todo, pese al mismo Cervantes, entonces, la verdad es que Don

Quijote lleva ya más de cuatrocientos años entre nosotros. Es uno de nuestros patrimonios, una de las muestras claras de los alcances de la imaginación humana. No bastaría aquí reseñar el texto; nos basta por ahora, primero, continuar deseando larga vida a Don

Filo de Palabra

Quijote y, segundo, tratar de retener lo que hoy puede decirnos la obra, novela que en el rigor del paso del tiempo, y en el tal vez merecido aprecio de la literatura universal, nos hace mirar a las demás de Cervantes como piezas de museo a las que se visita por alcanzar todos los cuartos del edificio. Lo vivo –ha dicho Unamuno defendiendo a Don Quijote– lo vivo es lo que los lectores encontramos, no tanto aquello sobre lo que los autores llaman la atención. Al emprender el camino de La Mancha, al encontrarnos con su más ilustre hijo, parece que tuviéramos de la ruta el más especial y conocido de los mapas. Todo en el Quijote nos suena, la más de las veces, sobradamente conocido. Algunos, cuando leen por primera vez el libro, ya parece, y hasta se creen, que lo andan releyendo. No hay tal. De tan bien conocido, pasa a ratos por poco estimado; y de resultarnos tan familiar su cita en nuestra agenda tiene las señales de muchos aplazos. Habitamos La Mancha tanto como habitamos nuestra lengua, y, sin embargo, el Quijote parece que cada día nos confronta más. No se trata solamente de las andanzas que realiza un viejo “loco” en compañía de un ser algo robusto que antepone en su disposición a la aventura el honor de hacerse al gobierno de una ínsula. No son solo Dulcinea, Rocinante, molinos de viento y ventas que se vuelven castillos. El Quijote aún es mucho más. Parar mientes en las obviedades de nada nos sirve para rendirle homenaje a la obra. La literatura, la gran literatura, no se ahoga en sus propias páginas ni mucho menos se agota al pasar el tiempo, todo lo contrario. Aunque muchas obras sean las que naufraguen –y aún hasta esperen una reivindicación–, son otras las que, llegando a tierra firme, se convierten incluso en territorio de nuestras aventuras más personales y en patria de nuestros más

55

Comunicación y Humanidades descabellados sueños. Obras que siempre nos dirán algo más, como desbordando cualquier comedimiento de autor o más bien anunciando diálogos entre el tiempo, la historia y el espíritu de cada época. Quedan entonces más preguntas que certezas, preguntas que a cada pestañear se vitalizan y certezas que en un bostezar se deshacen. Cuatrocientos años, una obra, dos volúmenes y creo que aún muchos menos lectores de los que realmente quisiéramos. Penar este al que, acostumbrándonos, no nos cuesta ya tanto el evitarlo. Quedan, muy unidos a la obra cervantina, el rimero de libros que hablan, rodean, sondean, elogian, vituperan al Quijote. Resultan tantos que hasta pueden confundirnos y, en el peor de los casos, intimidarnos, dispersarnos. Se ha llegado incluso a la insolencia de creer que al Quijote se ha de ir con un acervo de lecturas previas, como para que el viaje no resulte tan fatigante y los volúmenes no nos pesen demasiado. Humanos somos y solo las ganas de leer nos brindan invitación a la fiesta y a la aventura. Creo que todos los que en algún momento hemos escrito sobre el Quijote debemos reconocer que en nuestras palabras le debemos un capítulo a la compañía que hemos hecho a don Quijote y que, por ello, mal hacemos al preferir, en afán de vanidad y lectura de lo nuestro, que nos lean primero a nosotros. Muy al punto, Fernando del Paso fue certero al invitar a sus lectores, al inicio de su Viaje alrededor del Quijote, a encontrarse primero con la obra de Cervantes. El mexicano realiza una marginación personal, poco usual, en la que también entendemos que nuestras voces simplemente advierten algo que habita el Quijote: lo que no se dice y está allí. No logramos lo que la misma obra está en calidad de hacer. No es tan cierto eso de que haya que reparar en mediaciones para luego poder enfren-

56

tar la novela; resulta tan impropio como tomar un cursillo para enamorarse. Eso sí, cada voz complementa una lectura, cada voz se arrima a la mesa y aumenta, con todo y la bulla, nuestra alegría como hijos de La Mancha.

La lectura de La Mancha Dos son las versiones que podemos observar en nuestros días de la lectura del Quijote. Las dos son extremos de nuestras consideraciones y señales del mundo que habitamos, sea este el cultural y académico o el vulgar y simple. Primero, tenemos la versión que peca por defecto; es el Quijote que, como ya parece conocido, no se lee, que prejuzgamos, que hacemos a un lado porque nos choca con su lenguaje y dizque porque tiene palabras muy raras. Y tal como se presenta, podría pensarse que este grave extremo es exclusivo de nuestros jóvenes, pero no hay tampoco verdad en ello. Si bien muchos de nuestros adolescentes terminan sus bachilleratos suponiendo que Cervantes es simplemente el fundador del día del idioma y viven tan rápido que no alcanzan a entender un verso de Quevedo, no por ello tienen problemas particulares, que los males de los jóvenes son tan bien los de los viejos, así como los ancianos se parecen más a los pequeños. Paradójicamente, también contamos con un pecado de exceso. A la par, comienzan a verse ediciones del Quijote que a cada renglón explican lo que en la aventura del caballero ocurre, como si Cervantes necesitara las mediaciones de los pies de página para burlarse de nosotros. No lamentamos los crecientes esfuerzos por acercar el Quijote a nuevas generaciones, lo que sí vemos con inquietud son los abusos academicistas en la explicación de cada palabra, de cada gesto, de cada mofa para la que se

Universidad de Manizales

La lengua de La Mancha vive en la medida en que también aprendamos a encontrarnos personalmente con ella. Muy recientemente, un paisa que igualmente quiere exagerar, pero al que no le negamos sus apuntes, Fernando Vallejo, ha escrito: «Señores, les pronostico que en el 2105, en el quinto centenario del gran libro de Cervantes, no habrá celebraciones como estas. Dentro de cien años, cuando al paso que vamos el Quijote sean puras notas de pie de página, ya no habrá nada que celebrar, pues no habrá Quijote. La suprema burla de Cronos será entonces que tengamos que traducir el Quijote al español. ¿Pero es que entonces todavía habrá español? ¡Jua! Permítanme que me ría si a este engendro anglicado de hoy día lo llaman ustedes español. Eso no llega ni a espanglish». Obras han habido en las que, aún más que el gusto por desterrar sentidos, lo que se despierta es la creatividad de quienes notan aquello que a ellas les pudo haber hecho falta. En el caso del Quijote: alguien a quien socorrer, alguna bellaquería que desestimar o sencillamente alguna torpe afrenta que, como siempre, nos haga reír o llorar. Desde el mismísimo Quijote apócrifo, contra el que Cervantes luego batalló y que el Hidalgo no dejó de tener por menos, pasando por la inquietante y aún risueña invención manchega del ecuatoriano Juan Montalvo, y por la lúdica invitación y compilación de Julio Ortega para que nuestros autores más cercanos hicieran capítulos nuevos del Quijote, el Caballero no ha dejado sus andanzas y correrías, ya que no solo en España, también en América ha librado batallas nuestro viejo conocido. Siendo así, nada tendría de raro el que, pasando el tiempo, nuevas aventuras le lleguen también a Maqroll o que a los Buendía les resultaran hijos no reconocidos. Después de que la obra se desprende de su padre, ella adquiere vida propia, o nuevas vidas, en sus lectores y

Filo de Palabra

en aquellos que desesperan porque todo parece consumado.

Volver a La Mancha: reto cultural y educativo Nuestro primer reto es volver al Quijote, remediar nuestra lectura y hacer de otros, no solo lectores, sino también amigos y herederos suyos. Pero no amigos de las primeras páginas o de capítulos escogidos, no de resúmenes, reseñas o comentarios, sino de todo el Quijote. Frente al peso de los textos que se amontonan, hay que echarle mano a dos tomos allá en el fondo, los tomos que constituyen y recrean al hijo mayor de La Mancha. Y sin embargo, tras estos volúmenes cabe la pregunta sensata de si habrá generaciones próximas que soporten la inestimable aventura de Cervantes en su Don Quijote. Avasallante es la feria como para que, sosegado el espíritu, alcancemos a disponernos a la lectura. Muchos son los que reclaman que obligatoriamente no es posible asumir la aventura; pero, siendo honestos, ni con obligación ni con convicción se disponen nuestros jóvenes a sacarle un tiempo a la lectura, sobre todo a la de los textos que rotulados como “clásicos” se les presentan muy lejanos en el tiempo. Problema sin igual el que deben resolver los programas educativos y los cursos de lenguaje y literatura de muchos de nuestros colegios: optar por los clásicos, a pesar de los bostezos juveniles, o referenciar a las nuevas voces, muchas de ellas tan agradables al gusto adolescente pero de tan pobre calidad literaria. Con razón lo ha dicho George Steiner: qué peligrosas resultan las medianías en estos asuntos y en tema tan delicado como el que tanto amamos. Resulta, así, que en cada oportunidad que los maestros tienen de encontrarse con sus

57

Comunicación y Humanidades estudiantes, en cada espacio que se abre para que los eruditos o escritores den a conocer sus nociones, sus amores y desamores —intenciones con la literatura—, se rescatan a nuevas generaciones y a nuevos públicos autores que de otra forma seguirían esperando lectores. Ya lo hemos comprobado muchas veces: tantas obras que pasan por ser “el mejor producto literario” de algún año luego ni se nombran; peor aún, se olvidan. Y es entonces cuando comprendemos que, desde aquellos lugares, las aulas y los espacios de encuentro, se realiza la guerra del tiempo que llama a la vida a los textos que no se desea que caigan en el cajón de sobras de la historia. Sin duda, todos sabemos, más o menos bien o más o menos mal, la importancia del Quijote, ya fuera un libro vivido con gusto o a regañadientes; pero lo que debe causarnos curiosidad, en tal caso, es permitirnos llegar a aquel momento en el que por primera vez alguien nos habló de la novela de Cervantes. ¿En verdad lo recordamos? Para algunos, como me ocurre a mí, tal trozo de memoria es poco manejable, como si la noción del Quijote estuviera presente en nuestras vidas desde el comienzo mismo de nuestro razonar. En principio, la imagen que se puede tener está condimentada con todo lo que de caricaturesco tienen los personajes de La Mancha; luego, pasando los años, comprendemos las lecciones del Quijote y todo lo que en sí guarda como drama humano. Y este acercamiento es también nuestra herencia, un tesoro del que somos partícipes, hasta los que no parecen quererlo del todo. Hablar del Quijote, más que aumentar los montones de páginas que sobre él se escriben, es dar un respaldo generacional de nuestra lectura y de nuestra cercanía con la aventura del Caballero andante; es también brindarle a la obra y a nuevos lectores la posibilidad de distintos diálo-

58

gos que llenan el vacío entre la historia y nuestro porvenir, vacío que de cuando en cuando amenaza profundamente nuestro ser. «No vale la pena recordar un pasado que no pueda convertirse en presente», ha dicho Kierkegaard; y, de igual manera, «si usted no quiere deambular durante toda la eternidad dándoselas de analfabeta, todavía está a tiempo de leer el Quijote», como alguna vez le oí decir a Rafael Humberto Moreno Durán. Ya no se trata entonces de reseñar lo

que paso a paso le ocurre a don Quijote (labor tan bien desarrollada por muchos que nos han mostrado sin ambages sus amores por el Hidalgo caballero –como Salvador de Madariaga o Martín de Riquer–como por los que sin reservas han asumido igualmente sus críticas –como Nabokov–), de lo que se trata es de continuar nuestra aventura por La Mancha en lo que de placentero o doloroso, alegre o triste, puede decírsenos en el viaje acerca de nosotros mismos. En últimas, allí radica la vitalidad de la obra de arte, en sus latentes posibilidades de “decir algo” a épocas distintas de aquella en la que ha sido creada. De tal forma que volver al Quijote, ahora, no es tanto regresar a un pasado en el que batallar en un mundo plagado de encantadores suena como habitual, como despertar a la imagen de un mundo que aún persiste en ser nuestra metáfora. Sin duda, pasará

Universidad de Manizales

La lengua de La Mancha mucho tiempo, podrá llegar el para muchos anhelado fin de la historia, y el Quijote nos continuará diciendo algo nuevo, aunque paradójicamente muy cercano a todos. La obra nos revela aquello que siempre está allí. Bien sabemos que ya no solo el Quijote, la literatura, la buena y bella literatura, nos cruza de cabo a rabo, nos

cuestiona, y en la desnudez en que nos deja es siempre invitación abierta a despertar a la vida, que en sí ya vale la pena ser vivida, y al misterioso y sorprendente mundo que día a día ha sido el territorio de nuestros pasos. Este escrito no puede dar las pistas de aquello que la obra brinda en lo que de íntimo y sobradamente humano hay en ese encuentro entre el lector y las páginas del Quijote. Es en el paraíso de veleidades donde se debe dejar sentir el Quijote en lo que de soñador y noble prescribe para provecho humano. No es cuestión de modas ni mucho menos de aniversarios, aunque bien dignos de homenaje son nuestros manchegos amigos; mas la verdadera venia proviene de quien, como invitado, no da esperas para visitarlos. Ni el reseñista ni el crítico logran lo que un hombre sencillo alcanza en su encuentro personal con el libro, a sabiendas de que hoy la

Filo de Palabra

misma mediación está impregnada de sombras. ¿Qué sería de nuestro Quijote si se reconstruyera la historia a la luz de sus críticos? La crítica está en la obligación de hacer de los libros moradas disponibles para las fatigas del hombre. Con el Quijote, con el Fausto, con la tragedia griega o con el drama isabelino, la crítica, más que presumir sanciones formales, debe auscultar lo que la literatura tiene como espejo, divertimento y refugio de nuestro ser. Es aquí donde se nos hace delicado justipreciar al Quijote, porque sus quilates tienen de suyo el complejo pasar del tiempo y las contrariedades a las que pueda algún día estar sometido.

La Mancha y la indiferencia Han llegado los días en los que un embrujo frívolo encarna todo aquello que en La Mancha sonaba a nobles ideales. Günter Grass ha sabido reconocer y darnos en su obra lo que a buen recaudo simplemente traducimos por una aterradora indiferencia. No es tanto el que las cosas ocurran y necesiten testigos, no lo es tampoco el que veamos crecer el barrio y hacerse más rápida nuestra conexión a la internet y redes sociales, no lo es el que simplemente nos sirvamos del plato que anda sobre la mesa; nuestra indiferencia es, sofocante y altiva, la mirada que “echamos” al otro. La mirada que don Quijote brinda cada día se nos parece más a la de un loco, un loco que incluso noblemente comete también sus errores porque, como en la liberación de los galeotes, no se logra barruntar que mal agradecen aquellos a los que bien se ha hecho. El camino de La Mancha continúa y ya habrá tiempo de recoger, cuando menos, alguna saludable sonrisa, por lo pronto de nuestra parte.

59

Comunicación y Humanidades La lección continúa pendiente; la mirada aún es esquiva al padecer ajeno, cuando no es que realmente aflore la burla. Mal la pasaría la humanidad si de sus “progresos” desaparece la huella de los nobles ideales, si de alguna manera, no somos tocados a vitalizar lo humano en todas las manifestaciones y acciones de nuestro tiempo. Otros duendes y diversos encantadores han venido a referenciar aquellos mismos con los que don Quijote batalla y hasta hacía un poco el ridículo. No hay que llegar al extremo de sentir que ya el mundo es extraño a lo que de bueno puede tener el hombre; tampoco hay que acercarse a los que, como piedras del mundo, se marginan de éste y de los demás en presunción de mejor vida en la inacción. Así las cosas, lo que el Quijote busca no es llevarnos al pasado como si se tratara de un texto de consulta histórica, su propósito va de la mano con la actualización de la aventura, el viaje y el enfrentamiento de los demonios interiores y las flaquezas exteriores. Sin ser nuestro contemporáneo, don Quijote está dispuesto a recorrer con nosotros los caminos de nuestra propia locura, y ya no siempre en la batuta de Cervantes.

La lengua de La Mancha Frente a la distancia temporal que toda obra va adquiriendo con respecto a sus posibles lectores, se da por hecho que los lenguajes van sufriendo sus propias metamorfosis, transformaciones que se observan tanto en como desde la literatura. De no ser así dejaría el idioma de tener vida, aunque bien estamos comprometidos a reconocer los cambios que van de la riqueza a la pobreza, de la unidad a la segregación, y del diálogo al silencio. Todo se presenta como si el lenguaje expresara la suerte en la que andan las naciones. Y, no

60

obstante, al popular reclamo que se hace al lenguaje distante y hasta sombrío con el que el Quijote nos encara, subyace la falta de voluntad y la excesiva pereza con la que deseamos que todo se nos aproxime y hasta se nos haga más cómodo. En la dificultad, la disciplina y el esfuerzo se conjugan las claves de las más maravillosas experiencias de la vida; de tal forma, la lectura del Quijote no ha de rendirse a menos. Bien por los esfuerzos para preparar un conjunto de términos que suplan las tergiversaciones en las que pueden caer los que ya andan en desuso; sin embargo, el esfuerzo no puede hacerse en detrimento del rigor que supone la lectura; la vocación de quien asiste al Quijote para posibilitarlo a nuevos lectores no debe tenerse por un fin en sí mismo, es simplemente un medio para aclarar zonas que ya pasan por oscuras. Solo dentro de una política atroz de mercado pueden explicarse los abusos de las antologías, capítulos escogidos y resúmenes en los que ha caído el libro de Cervantes, y no solo este. Mantener al Quijote entre nosotros es asumirlo en lo que cada vez parece superarnos más: la lectura de sus setenta y cuatro capítulos –por lo que algo o mucho hay que tener de «desocupado lector» en tiempos apresurados y de días más cortos–. En lo que tiene de clásico, serán inevitables los tropiezos y las dificultades, y en lo que tiene de contemporáneo, serán ineludibles sus sentidos. Por supuesto, la obra está sujeta a anacronismos, pero en estos ninguno dejará de advertir la riqueza que otorga a nuestro tiempo y a los venideros, porque la metáfora siempre estará inconclusa.

El amor en La Mancha Debemos, eso sí, dar una muestra de la actualidad que por todas partes desborda el Quijote. Y de solo advertir ello, pare-

Universidad de Manizales

La lengua de La Mancha ce que todas las mujeres que de alguna forma se hacen presentes en el Quijote reclamarán un leve atisbo que subraye su lugar, más que allí, en el tiempo. Lo que de la mujer se dice no está jamás exento de lo que del amor puede pensarse; hay una extraña reciprocidad en lo que por, el rubor de aquella, se presume de este; o lo que en las malas pasadas de este se concluye en la maldad de aquella. Sin lugar a duda, el Siglo de Oro español tuvo este entramado como uno de los más evidentes y de él sacó todo el jugo posible. Cervantes, Gracián, Lope, Agustín de Rojas, tocan a la mujer, la trastocan y, si no la ven enferma o le diagnostican algún mal, dejan en el lector la advertencia hesiódica de tener en ella a «un mal necesario». Don Quijote, en medio de sus deliquios lo sabe: no hay caballero sin amada, aunque inteligentemente Cervantes prefiera para él el más sencillo y antiguo de los amores, por lo menos en aproximación: el amor platónico. Dulcinea se suma al mundo de las ideas, allí está su gala, ya que no en el reflejo de la mortal que Sancho tan bien conoce y testimonia. Puro amor es el que se profesa a la mujer que ni cuenta se da de que es amada; puro amor en lo que tiene de inocente e inmaculado, no más. Y bien que a mal solo basta que nuestro Caballero ande en tal sintonía para que le resulten pretendientes más desinhibidas y lúbricas. (Si no hubiera tenido la mente tan ocupada en su Dulcinea, podríamos estar seguros, don Quijote no hubiese sido presa de lo que él vio como provocaciones. Como dirían los abuelos: cásate y te resultarán los pretendientes que no tuviste soltero). En su amor mental, el caballero demuestra que el hombre es muy fiel si en el pensamiento solo prima un ideal. Preferiría que no fuera así, sobre todo en lo que de

Filo de Palabra

ideología se ha visto llevar al fanatismo, al terror y al despropósito. Y ya que en el primer tomo del Quijote asalta, al parecer del Caballero, la recia Maritornes; en el segundo luce sus joviales encantos la no menos antojadiza Altisidora, especie de Lolita anticipada: Muy bien puede Dulcinea, doncella rolliza y sana, preciarse de que ha rendido a un tigre y fiera brava. [...] Trocárame yo por ella y diera encima una saya de las más gayadas mías, que de oro le adornan franjas ¡Oh, quién se viera en tus brazos o, si no, junto a tu cama, rascándote la cabeza y matándote la caspa Canta en su serenata Altisidora, quien no pasa de quince años, y don Quijote no deja de sopesar su suerte de don Juan: «¡Qué tengo de ser tan desdichado andante que no ha de haber doncella que me mire que de mí no se enamore!». Pero el Caballero nuevamente se muestra firme, casi como un hombre que debe superar las pruebas más difíciles traducidas, en el amor ideal, como tentaciones de la carne. Pensando en ello es como echamos también la mirada a Camila, la mujer de Anselmo a quien él mismo deshonró poniendo mañosamente a prueba. Solo vio lo que quiso ver: su propia desgracia, como bien se narra en la Novela del curioso impertinente. Sin embargo, en estampa de mujer resalta a mis ojos la figura y el donaire de Marcela, la pastora aquella a la que todos culpan de la muerte del culto y poco discreto Grisóstomo. El suicida lo es en lo que le faltó al amor para ser pleno:

61

Comunicación y Humanidades reciprocidad. Pero Marcela se reivindica y es esta reivindicación el manifiesto de un género cansado de acusaciones. La pastora tiene la voz de una nueva mujer, la mujer que, como Safo en la Grecia clásica, reclama su propio espacio como individuo y ser pensante. Sus palabras argumentan las resoluciones personales de las que tan bien puede sacar provecho. A nadie está obligada, simplemente porque alguien la requiere: «Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama» [...] «¿Por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo no me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella» (I, XIV). Así, y no sin más bellas palabras, hablaba la virtuosa Marcela. Apenas se le escucha ya nos da un gustazo conocerla y traerla, en este caso, a la imagen de nuestro tiempo, que tan de soslayo mira al pasado y a la noción de mujer. Parece que la historia no corriese para mujeres como ella, mujeres que, como la Penélope de Odiseo, tienen en su honra y sencillez los mayores tesoros. Bien constatamos que pasando los siglos, en esencia, continuamos siendo los mismos. Amén de modas, parece que cambiamos, pero desnudos no nos distinguimos en ningún fragmento de la historia.

62

Marcela es la voz de la mujer que reclama su autonomía y la posibilidad de distanciarse. Lo que a Marcela le ocurre será luego refrendado en lo que también reclama la no menos bella Zoraida: su disposición a entregarse al hombre que realmente ama, a despecho no solo de lo que su afligido padre quiere, sino de sus riquezas y hasta de sus creencias. La mujer que bien imaginamos como fervorosa mahometana, ya quisiera luego ser cristiana y hasta llamarse María. Es así como nos queda en la mente la imagen de las mujeres que, a diferencia de Zoraida, no alcanzan tan siquiera a salir de sus casas en lo mucho o poco que tienen de vida. La pastora Marcela tiene bastante de voz interior de ellas y Zoraida ejecuta lo que pocas se atreven a hacer en aquellas tierras traspasadas de negación y en las que aún subsiste hasta la lapidación. Con todo y que los paisajes cambien, con todo y que pasemos de la aldea a la metrópoli, los más grandes libros no dejan de indagar aquello que por siempre nos hace semejantes a unas generaciones con otras. Del amor a la sexualidad, de las preocupaciones a las tragedias, del resentimiento al odio, la literatura es punto de encuentro y asiento en la tierra de nuestro tiempo. ¿Dónde está la actualidad del Quijote? No en los resúmenes ni en las selecciones; ella se encuentra en lo que al lector orienta y en lo que a todas las generaciones enseña. La actualidad de nuestro manchego caballero y de su fiel escudero, de sus tragicómicas andanzas, se encuentra en nuestra voz y en todos los posibles reclamos que lleguen a rescatarlos... para dejar de gloriarnos de analfabetas.

Universidad de Manizales