Textos del Realismo-Naturalismo

Texto 1 Trafalgar Entre los soldados vi algunos que sentían el malestar del mareo, y se agarraban a los obenques para no caer. Verdad es que había gente muy decidida, especialmente en la clase de voluntarios; pero por lo común todos eran de leva, obedecían las órdenes como de mala gana, y estoy seguro de que no tenían el más leve sentimiento de patriotismo. No les hizo dignos del combate más que el combate mismo, como advertí después. A pesar del distinto temple moral de aquellos hombres, creo que en los solemnes momentos que precedieron al primer cañonazo la idea de Dios estaba en todas las cabezas. Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experimentado mi alma sensaciones iguales a las de aquel momento. A pesar de mis pocos años, me hallaba en disposición de comprender la gravedad del suceso, y por primera vez, después que existía, altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que me inspiraban cierta lástima los ingleses, y los admiraba al verlos buscar con tanto afán una muerte segura. Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el rey y su célebre ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendía en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un

huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros. Los Episodios nacionales Benito Pérez Galdós

Texto 2 Aunque había algunas jóvenes limpias, de aquel montón de hijas del trabajo que hace sudar, salía un olor picante, que los habituales transeúntes ni siquiera notaban, pero que era molesto, triste, un olor de miseria perezosa, abandonada. Aquel perfume de harapo lo respiraban muchas mujeres hermosas, unas fuertes, esbeltas, otras delicadas, dulces, pero todas mal vestidas, mal lavadas las más, mal peinadas algunas. El estrépito era infernal; todos hablaban a gritos, todos reían, unos silbaban, otros cantaban. Niñas de catorce años, con rostro de ángel, oían sin turbarse blasfemias y obscenidades que a veces las hacían reír como locas. Todos eran jóvenes. El trabajador viejo no tiene esa alegría. Entre los hombres acaso ninguno había de treinta años. El obrero pronto se hace taciturno, pronto pierde la alegría expansiva, sin causa. Hay pocos viejos verdes entre los proletarios. Ana se vio envuelta, sin pensarlo, por aquella multitud. No se podía salir de la acera. Había mucho lodo y pasaban carros y coches sin cesar; era la hora del correo y aquel el camino de la estación. Los grupos se abrían para dejar paso a la Regenta. Los mozalbetes más osados acercaban a ella el rostro con cierta insolencia, pero la belleza bondadosa de aquella cara de María Santísima les imponía admiración y respeto. Las chalequeras no murmuraban ni reían al pasar Ana. - ¡Es la Regenta! -¡Qué guapa es!

Esto decían ellas y ellos. Era una alabanza espontánea, desinteresada. -¡Olé, salero! ¡Viva tu mare!- se atrevió a gritar un andaluz con acento gallego. Su entusiasmo le costó una galleta- un coscorrón- de su amigo, más respetuoso. - ¡So bruto, mira que es la Regenta!

La Regenta Leopoldo Alas “Clarín”

Texto 3 Tenía Juanito entonces veinticuatro años. (…) Era el hijo de Don Baldomero muy bien parecido y además muy simpático, de estos hombres que se recomiendan con su figura antes de cautivar con su trato, de estos que en una hora de conversación ganan más amigos que otros repartiendo favores positivos. Por lo bien que decía las cosas y la gracia de sus juicios, aparentaba saber más de lo que sabía, y en su boca las paradojas eran más bonitas que las verdades. Vestía con elegancia y tenía buena educación, que se le perdonaba fácilmente el hablar demasiado. Su instrucción y su ingenio agudísimo le hacían descollar sobre todos los demás mozos de la partida, y aunque a primera vista tenía cierta semejanza con Joaquinito Pez, tratándoles se echaban de ver entre ambos profundas diferencias, pues el chico de Pez, por su ligereza de carácter y la garrulería de su entendimiento, era un verdadero botarate. Fortunata y Jacinta Benito Pérez Galdós

Texto 4 Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las hierbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colocándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno. Bajo un árbol se refugió la pareja. (…) Un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a distancia y de oír cómo fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la lluvia a correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de la copa y buscando después su natural nivel. A un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las contrariedades que las venturas.

La madre naturaleza Emilia Pardo Bazán

Texto 5 Todos los días al amanecer saltaba de la cama Roseta, la hija de Batiste, y con los ojos hinchados por el sueño, extendiendo los brazos con gentiles desperezos que estremecían todo su cuerpo de rubia esbelta, abría la puerta de la barraca.

Chillaba la garrucha del pozo, saltaba ladrando de alegría junto a sus faldas el feo perrucho que pasaba la noche fuera de la barraca, y Roseta, a la luz de las últimas estrellas, echábase en cara y manos todo un cubo de agua fría sacada de aquel agujero redondo y lóbrego, coronado en su parte alta por espesos manojos de hiedra. Después, a la luz del candil, iba y venía por la barraca preparando su viaje a Valencia. La madre la seguía sin verla desde la cama, haciéndola toda clase de indicaciones. Podía llevarse lo que sobró de la cena; con esto y tres sardinas que encontraría en el vasar tenía bastante. Cuidado con romper la cazuela, como el otro día. ¡Ah! Y que no se olvidara de comprar hilo, agujas y unas alpargatas para el pequeño. ¡Criatura más destrozona!... En el cajón de la mesita encontraría el dinero. Y mientras la madre daba una vuelta en la cama, dulcemente acariciada por el calor del estudi, proponiéndose dormir media hora más junto al enorme Batiste, que roncaba ruidosamente, Roseta seguía sus evoluciones. Colocaba la mísera comida en una cesta, se pasaba un peine por los pelos de un rubio claro, como si el sol hubiera devorado su color, se anudaba el pañuelo bajo la barba, y antes de salir volvíase con cariño de hermana mayor para ver si los chicos estaban bien tapados, inquieta por la gente menuda que dormía en el suelo en su mismo estudi, y acostada en orden de mayor a menor, desde el grandullón hasta el pequeñuelo que apenas hablaba, parecía la tuberñia de un órgano. -Vaya, adiós. ¡Hasta la nit!- gritaba la animosa muchacha pasando su brazo por el asa de la cesta, y cerraba la puerta de la barraca, echando la llave por debajo.

La barraca Vicente Blasco Ibáñez

Texto 6 22 de marzo. Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud a mi padre, al señor Vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha o escribir a usted. Usted me lo perdonará. Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico, pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva. Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas. Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un par de horas. Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan. Es verdad que no me dejan parar con tanta visita. Juan Valera, Pepita Jiménez Hasta cinco mujeres han venido a verme, que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado. Pepita Jiménez Juan Valera