S E V I L L A Y E S T E R T U V I E R O N Q U E V E R

SEVILLA Y ESTER TUVIERON QUE VER José A. Bejarano © 2007 Dedicado a mis compañeros químicos. Especialmente a M. Pareja, J. M. Ruiz y F. Sánchez. Y a E...
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SEVILLA Y ESTER TUVIERON QUE VER José A. Bejarano © 2007 Dedicado a mis compañeros químicos. Especialmente a M. Pareja, J. M. Ruiz y F. Sánchez. Y a Ester, dondequiera que esté. Crónica escrita cuando aún no se había producido el “reencuentro”

Prólogo Lo que a continuación dejo narrado es, fue, uno de mis más preciados recuerdos durante el largo tiempo de estancia en la Universidad Laboral1 , y al mismo tiempo un secreto que me juré mantener en lo más profundo de mi corazón. No porque fuese importante, ya que su poco valor fue disminuyendo aún más con el paso de los años, sino porque con el transcurrir del tiempo me he dado cuenta de que los recuerdos, quiérase o no, mejor es rescatarlos, sacándolos a flote, limpiándolos y dándolos a conocer, pues en caso contrario continuarían hundidos en los meandros de la memoria hasta pudrirse y todo lo vivido al respecto habría sido entonces inútil, estéril o acabarían por aflorar sin pretenderlo y encontrarnos con algo indeseado por ser ya desconocido. Lo cuento sin el menor atisbo de rencor o de ajuste de cuentas. Todo lo contrario, con la mejor intención y espontaneidad posibles con el ánimo de rememorar, jugando con mi afición literaria (con todas las licencias que mis lectores sabrán disculpar: realidades fingidas, ficciones realistas, nombres y cronología alterados) ciertos hechos que me marcaron, así como evocar a algunas de las personas que dejaron en mí huellas que creía ya perdidas para siempre. Capítulo único Ocurrió. Nunca estuve totalmente a gusto en la Uni debido a una serie de circunstancias haciendo que, desde el primer día, me encontrase en un terreno que consideré hostil ya que había sido persuadido a ingresar, incluso me fue sugerida la rama en la que finalmente acabé matriculándome, y por aquel entonces era incapaz de tan siquiera tratar de comprender las verdaderas razones de aquella medida, pero no culpo a nadie, Dios me libre. Pero las dos cuestiones más importantes, al serme impuestas —centro y estudios, continente y contenido, fondo y forma, o como ahora se diría, hardware y software—, fueron desde el primer instante la razón por lo que tomé verdadera aversión a aquel periodo. Nunca quería ingresar en la Uni por la simple razón de que, aunque por aquel entonces no lo supiese definir, tenía un gran déficit en muchos y muy importantes aspectos de mi vida transcurrida hasta entonces: necesitaba, física y mentalmente, convivir con mi familia, porque era una etapa de mi vida que ya, antes, había sido quebrantada... necesitaba la cercanía de aquellos a los que más necesitaba en mi vida: mi madre, mi padre, mis hermanos con los que apenas conviví, mis abuelos y mis amigos más queridos... y sobre todo la cercanía de la tierra que me había visto nacer. Sus calles, sus plazas y sus paisajes, sus montañas y sus nieves, sus fríos y sus solanas, sus calores y sus umbrías. Todo aquello que se me había negado era lo que a mis dieciséis, diecisiete años, más necesitaba para aferrarme a la vida que me 1

Mi nombre es Jonás Antón Benjamín Matías y no estoy seguro ni del año de ingreso, tal vez 1965.

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había sido pospuesta mucho tiempo antes. Y ahora aquello... otra vez los internados... la disciplina, las paredes y las ventanas, las camas y dormitorios colectivos, los aseos en hileras, las aulas y las horas de estudio, las comidas y el café matinal, los olores a cocinas, y las ausencias... las carencias... los vacíos... Durante los tres cursos que a trancas y barrancas habían discurrido, poco a poco fui madurando una idea que desde tiempo atrás había anidado en mi cerebro. Aquella situación no podía durar más y de alguna forma tenía que romper aquella rutina que me atenazaba y me oprimía. El domingo anterior, como solía hacer desde un mes antes —poco después de regresar de las vacaciones de Navidad— había corrido, no más poner pie en tierra del autobús, y rehusando la invitación que mi compañero Blásquez Chapín de ir a su casa y corrí, digo, a la cita ineludible que tenía para no dejar pasar lo que mi cerebro había urdido. Sevilla olía, aquella tarde de marzo, a jazmín temprano. La primavera, a marchas forzadas, se abría paso desde los jardines Murillo, a través de los callejones del barrio de la Santa Cruz. El barrio donde unos meses antes encontré, por primera vez a la persona más extraña, misteriosa, lúcida, bella —porque realmente lo era—, que me contó un "testimonio", de circunstancias históricas absolutamente hasta entonces desconocidas para mí. Su nombre, Ester; su apellido, C., oculto tal y como significa el nombre. Sosegada, sentada en un banco de la Plaza de Doña Edelmira, me miró, sonrió y me invitó, insólitamente, a sentarme a su lado. Me debió ver tan solo, tan desvalido en medio de la pequeña plaza, que no tuvo otro remedio que apiadarse de mí. — ¿Jonás te llamas? Bonito nombre tienes —me dijo mientras su mirada, la primera vez que sentía una mirada así en mi vida, se detenía en mis ojos asustados. Mucho mayor que yo, 24 años, pero de aspecto aniñado que hacía que no desentonase demasiado a mi lado, con el pelo negro y la piel anacarada, de facciones perfectas... chocante en aquel entorno urbano, acabó contándome que había nacido en Francia, que sus padres y un hermano habían sido transportados a un campo de exterminio nazi, horas después de que a ella la hubieran confiado, recién nacida, a una familia francesa que había recalado a comienzos de los años cincuenta en un pueblo cercano a Sevilla. Domingo tras domingo, fue narrándome las visicitudes de ella y de su familia adoptiva, obsesionándole a lo largo de su adolescencia el destino de la biológica, de su padre, perdedor de la guerra civil española, y de su madre, judía sefardí de Tánger2 . Durante los meses en que nos estuvimos viendo me di cuenta del asombroso paralelismo que, salvando las distancias, tenían nuestras vidas. En cierta forma sentíamos en nosotros el déficit angustioso, la carencia de afectos. Nos contamos nuestras vidas, aunque a mi me daba un poco de vergüenza narrarle la mía, tan escasamente parecida a la suya, si bien me emocionó, por primera vez en mi vida, sentir la presencia de alguien que habría podido tener a su padre en las trincheras de enfrente de las que tuvo el mío. Ahora tenía ante mí a alguien, real, que había sufrido las consecuencias de aquella odiosa guerra que yo conocía tan sólo por meras referencias o por narraciones quién sabe si suavizadas o edulcoradas. No. Ya no eran simples quimeras o anécdotas más o menos adornadas de la guerra escuchadas en mi niñez. Y para mi asombro, Ester no tenía el menor atisbo de odio aun sabiendo que la desaparición de sus padres en el infierno de las alambradas estaba causada directamente por su participación en la guerra civil, pero necesitaba buscar,

Entonces fue cuando me dio las claves de mis posibles antecedentes judeoconversos (apellido, lugar de procedencia, características físicas, etc.), ya intuidos por mí, que me marcarían para siempre. 2

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ansiaba encontrar, como fuera la explicación, si es que la había, de dónde, cómo, porqué sus padres habían sido apartados tan vilmente de su lado. Así pues, una tarde, paseando junto a los recalentados alicatados de azulejos de la Plaza España, me pidió ayuda proponiéndome salir de Sevilla y huir, los dos, en busca de respuestas. Como yo no necesitaba muchas excusas —en realidad era el detonante que yo había estado buscando hasta entonces— y había perdido la cabeza, no tardé en decidirme. Carecía de dinero, escapar de la Uni sería motivo, pensaba ingenuamente entonces, de primera plana de periódicos, y lo que es más grave, no podría esperar el perdón de mi familia, aunque supiera que aquel paso tan grave era, en gran parte, debido a la falta que esta me hacía. Quedamos citados a la puerta de la Estación Plaza de las Almas el 4 de abril, vísperas de Viernes de Dolores, a las tres de la tarde, pues yo contaba con mi billete de la Uni que trataría de vender o, como último recurso, de cambiar. Yo sabía que su objetivo final era llegar a Francia, aunque cuando escuché el destino sentí un escalofrío, porque si Barcelona, hasta donde contaba con el permiso de sus "padres", era para mí el fin del mudo, Francia significaba, tal como suena, otro mundo. Pero Ester definitivamente me había absorbido totalmente. Su historia y el halo de misterio que yo veía como circundando su maravillosa silueta, me hicieron perder el miedo a la aventura en la que me había enrolado. Y además, por vez primera estaba sintiendo cómo su cercanía me producía sensaciones ¡incluso físicas! hasta entonces desconocidas. Pero, ahora, casi cuarenta años después, sé que los vericuetos que designa el Destino para cada uno de nosotros son insondables. Estábamos en época de exámenes, y por extraño que parezca, a pesar de que aquellos serían mis últimos y ya inútiles ejercicios, procuré aplicarme tal vez para, inconscientemente, autodisculparme y dejar un atisbo de grato recuerdo tras la campanada que iba a dar al no regresar de las vacaciones de Semana Santa. La clase de las once, creo recordar que se trataba de Tecnología Cinemática, la pasé divagando sobre los hechos acontecidos y que me iban a poner en un dilema, así que mientras el profesor pasaba lista, yo también lo hacía mentalmente sopesando los pros y los contras del paso que me disponía a dar: Emilio Alvear Gracia Virgilio Anaya del Río José Aznar Valle Manuel Antonio Ballester Velarde Jonás Antón Benjamín Matías (un servidor)

Aquellos minutos recorriendo Don Rómulo, de la A a la Z, la lista de nombres provocaba en mí una sintomatología de sudor frío... Juan Blásquez Chapín Joaquín Blazo Nieves Fernando Bonastre Bernal Arturo Caldas Pedraz

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Germán Cantarero Pereira Raimundo Costa Motril Ángel Diéguez Valentín Juan Fernán Saza

...taquicardia, migraña repentina a la altura de las sienes, seguido de un zumbido de oídos, hasta que... Manuel Gámez Bella Federico García Coca Luís Carlos Gil Molín Casto de la Hoz Tejedor Juan Manuel Madera Sartorio Joseba Madinabeitia Castro Juan Miguel Moral Dorado Alfredo Morales Grama José Agustín Muñiz Cabañas

... el profesor Costa, dueño y señor de aquella insoportable asignatura, dejaba transcurrir eternos segundos... Félix Muñiz Tello Miguel Muñoz Martos Miguel Palanco Martín Manuel Paredes Santos Fructuoso Ramales Herrasti Eustaquio Ramírez Cadenas Manuel Anselmo Romero

...recorriendo el listado hasta que su mirada estrábica se detenía en los últimos lugares de la lista... Ángel de la Ricasolana Juan María Ríos Morillo Francisco Santos Santos Casto Santotomé Fernando Sarniches

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... y yo, al borde del ataque de nervios, pensando que iba a llamar al último, al privilegiado mediopensionista... Ramón Toranzo Jimeno de Camas

... para a continuación levantar la vista y tronar: —¡Benjamín! ¡A la pizarra! ¡Enunciado, desarrollo y demostración del Teorema de los Pares de Fuerza Universales! Estaba decidido. Soportar aquello, día tras día, había superado con creces todo lo que yo estaba dispuesto a resistir. Nunca más, me dije, soportar el cansino recorrido por aquella obsesiva lista alfabética de 3ºA que se había incrustado en mi cerebro hasta la pesadilla. Ni mirar por las ventanas dando vueltas y más vueltas a mis mundos, como hasta entonces había hecho, conseguía evadirme de aquella rutina. No sé qué sería de mi vida a partir de entonces pero necesitaba saber qué había tras la hilera de casas allá a lo lejos, tras los ventanales —skyline sevillano—, y olvidar para siempre aquella —para mí— auténtica sala de torturas en que se habían convertido algunas aulas. No podía sospechar que aquel lunes 25 de marzo de 1968 los astros tal vez debían estar en conjunción, o que todas las fuerzas positivas de la Naturaleza habían convergido en un punto, exactamente encima de mi cabeza. No lo sé, el caso es que al bajar de la habitación del Colegio —el Manuel de Menara—, encontré al Blásquez Chapín que me saludó como nunca antes lo había hecho, al venir de pasar como siempre, con su familia, el fin de semana. En el patio me di de bruces con el Paredes, el Santos Santos y el Ríos Morillo, que estaban recordando sus últimas Fiestas Populares de la Bahía y, si no me falla mi memoria, tocando palmas de tanguillos de Gades mientras cantaban algo así como Vamos a tomar el sol a Puertoreaaaal que el puente está listo que el puente está ya que el puente está listo ya lo verá usted... cuando yo me pele...eeeeeeeé

Nunca lo dije a ningún componente de aquel trío, pero muchas veces, sin ellos saberlo, habían conseguido arrancar de mí algunas tímidas sonrisas cuando recordaban viejos tiempos pasados y rememoraban, respectivamente, las vivencias de la Isla de San Felipe, patria chica de Francisco; los paseos con "la niña" calle Rial arriba, calle Rial abajo que había dejado Manuel, y la señorial capital de la provincia de la que tanto fardaba el no menos presumido Juan María. No eran conscientes, no, de cuánto bien me habían hecho entre los tres, regalándome a manos llenas su amistad. Me paré cuando Francisco, dejando de tocar las palmas, se plantó delante de mí y me dijo —Quillo, pibe, ven que tengo que decirte una cosa. Yo me acerqué, y claro, como tantas y tantas veces ocurría, no me decía nada, simplemente callaba, me miraba, me ponía la mano sobre el hombro y me sujetaba mientras Manuel sonreía y Juan Mari le daba a las palmas haciéndome testigo de los

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tanguillos que en sus ratos libres ensayaban, arrebatándole las canciones al Mar de Salinas para traerlas a las orillas del cercano arroyuelo Tabardillo. No me podía quedar, aunque Francisco, moreno, menudo, físicamente parecido a mí, al que todos —yo jamás—, llamaban el Húngaro, me sujetaba por el hombro para retenerme, pero también para trasmitirme todo el afecto que, yo intuía, sentía por mi. Estuve un rato con ellos departiendo, los pocos momentos en que perdía la fama de calladito, escuchando sus bromas y sus canciones; pero yo tenía prisa por vivir rápido aquellos mis últimos días de Colegio y de Uni, y me despedí. En el vestíbulo de entrada, cerca de la capilla, me crucé con D. Amancio el director, quien por una vez, haciendo una raya en el agua, me saludó con una sonrisa. A lo lejos vi cruzar a D. Argimiro, —"Argimiro" nos pedía aquel cura que le llamáramos—, que había concelebrado en común-unión con nosotros en un semicírculo asambleario la más increíble Misa a la que yo jamás hubiese asistido hasta entonces dejando a un lado las rigideces y solemnidades de los altares conocidos hasta entonces: una brisa fresca, saludable, precedía a su paso. Y también me tropecé felizmente con Ramírez Cadenas, que me paró de sopetón, y sin más preámbulos me invitó —yo alucinaba—, a pasar con él y su familia las vacaciones de Pascua en su pequeño pueblo, Solana de Santo Cristo de Mágina, para que conociera las tierras de su Jaén punteadas de millones de olivos —así me lo dijo— y yo me pregunté qué demonios le ocurría al mundo, a mi pequeño mundo, que en pocos minutos lo que todo parecía gris y melancolía, se había tornado en color y optimismo. Para colmo, en el patio me encontré a Palanco Martín, el "dJ" que ponía música por megafonía y me comunicó con su media sonrisa, que, como colofón del trimestre, el miércoles víspera de la partida iban a poner una peli, Viaje alucinante..., con La Raquel Welch, mientras me guiñaba un ojo (¿sería una premonición de mi próxima aventura?). Aquello ya me pareció demasiado; demasiadas cosas bonitas en tan poco tiempo para que fueran verdad. Incluso a punto estuve de hacer una visita a la Capilla a dar gracias, aunque me reservé para la hora de la Misa. Y aquel día, en el colmo de la dicha, para almorzar no pusieron lo de siempre. Pero aquello también me hizo recordar, no obstante, que tenía una cita ineludible, así que en pocas horas la melancolía se volvió a apoderar de mí cayendo en un mar de dudas, pues ni se me hubiera pasado por la cabeza contar mi secreto, ni mucho menos de la existencia de mi amiga a nadie. Comenzó a dolerme la cabeza, las sienes me oprimían y me costaba trabajo respirar. Culpaba a mis compañeros que parecían haberse confabulado, como si me hubiesen leído el pensamiento, para hacerme abortar el plan que habíamos urdido. Pasé la noche con fiebre, y por la mañana ni siquiera la buena noticia —otra más— de que había aprobado raspando el trimestral de Proyectos y Croquis (P.C.)3 evitó que tuviese que dirigirme, arrastrarme diría yo, hacia la Enfermería Lungopasillo donde hube de ingresar, en la vacía sala, víctima de un posible catarro. La hermana, fastidiada de verme por allí a punto de marcharnos de vacaciones, refunfuñó indicándome que no podía tener nada importan-te, que mis síntomas eran más propios de los regresos vacacionales cuando la sala se llenaba de enfermos del "Mal da terra" —tal y como me lo dijo pronunciando con lo mejor de su acento gallego—, con dolores de garganta, opresiones y otros síntomas de diversa etiología, y que lo mío le parecía, dado lo inusual de la época, "algo de cuento". Así que me dispensó un jarabe, amargo tal y como la misma sor, y al día siguiente me dio el alta4 . Era, lo recuerdo muy bien, el último domingo de marzo, y no había podido salir y ver de nuevo a Ester, de la que desconocía su dirección. Eustaquio vino a verme antes de comer y me enseñó los billetes de autobús para los dos. Yo llamé al teléfono de

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3 Perspectiva caballera, que junto a la rotulación fueron materias del Dibujo que nunca olvidé. Ahora sé que la hermana enfermera tenía razón. Yo fui, sin dudarlo, un enfermo de esa patología durante mi internado. Años más tarde descubrí en qué consistía el referido "mal": nostalgia.

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los vecinos de mis padres en Ambroza y los encargué que les comunicaran que no iba esa Semana Santa. Fueron las más maravillosas vacaciones que jamás había pasado en mi vida, en Solana que se encuentra encaramado en la ladera de un risco, presidido por un castillo árabe. Mientras en la sala del Teleclub del pueblo sonaban las pegadizas estrofas del eurotriunfante Na Na Na5 , durante un segundo me pregunté qué habría sucedido dos días antes en el previsto rincón de la faraónica Estación Plaza de las Almas, de Sevilla cuando eludí la cita: si Ester —estoy seguro de que ella, valiente, acudió como fue lo pactado— decidió tomar el tren u optó, al encontrarse sola, continuar en Sevilla conviviendo, resignada, con su presente y olvidando definitivamente su pasado. El trimestre que restó hasta fin de curso, evité volver por el Barrio de la Santa Cruz, que ella siempre denominaba "la Aljama". Procuré no pasar por allí pues no hubiera sido capaz de intentar justificar mi cobardía y reconocer que prefería conformarme con el futuro que me estaba reservado al lado de todos aquellos que el Destino, por uno u otro motivo, indefectiblemente, había puesto en mi camino y procurar ganarme el cariño de quienes me habían dado el hermoso don de la vida. Cómo decirle y convencerla de que tratar de buscar fantasmas era inútil, que lo mejor era asumir el presente para tratar de afrontar el futuro sin olvidar, sencillamente, el pasado. Quién, en suma, era yo para darle lecciones cuando mi problema era nimio. Lo cierto es que la dejé sola. Algún fin de semana, he de confesarlo, pasé disimuladamente por los lugares que habíamos frecuentado juntos la hija del destino ignominioso, la huérfana de los sintierra, la fugitiva de los campos del horror, y yo. Terminé el curso revalidando lo aprendido hasta entonces y acudí al CPP6, donde casi con placer me "inmolé" ahogándome en tres materias que ya desde el primer día sabía que no podría con ellas. Así pues, recogí mi sudado TOCAQ7 y me despedí de los compañeros que habían "sobrevivido" al Álgebra, a la Cinética y a la Alquimia, de los pocos que pude o supe granjearme como amigos. Atrás dejé, definitivamente, mi pasado que los años se encargaron de ir difuminando: completamente desideologizado, bastante descreído, algo más desarraigado, poco motivado, quizá indiferente e individualista..., introvertido como hasta entonces, eso fue lo que de negativo me quedó. Amistad, Solidaridad, Camaradería8 ; el gusto por el cine; la imagen "congelada" de mis compañeros, profesores, educadores y personal de la Uni; vivencias...; aversión a las despedidas y separaciones...; e internados (para los míos) nunca, fue lo que de positivo me llevé, aparte, que no fue poco, mi título. Y por supuesto, lo más importante: Todo, por bien empleado.

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Continué aquellas inolvidables vacaciones con la familia y los amigos de Eustaquio, a quienes nunca podré agradecer suficientemente el calor, la acogida y la amistad que me proporcionaron. 6 Curso Preparatorio de Peritos, aunque para mí se convirtió en el Curso de Posible Perdedor, a la vista del éxito obtenido. 7 Título Oficial en Ciencias y Artes Químicas, documento que mostré en una fábrica admitiéndome casi sin preguntar. Mi padre, ahora lo reconozco, tenía razón. 8 Desde este humilde relato quiero agradecer a los que me enseñaron y regalaron estos sentimientos.

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Epílogo Mi vida continuó girando inexorablemente9 . A Ester nunca la volví a ver10 , pero he de agradecerle que consiguiera, gracias a ella, afrontar la vida de otra manera y aprender a interesarme por los acontecimientos históricos referentes a España y al mundo. También, gracias a ella por lo que sentí al fragor de la primavera de Sevilla, impregnado como aroma intenso del azahar que parecía desprender su suelto cabello, mientras nuestras miradas se entrecruzaban, y que se trataba simplemente de amor. Sevilla y Ester tuvieron que ver.

FIN

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Regresé al pueblo a saturarme de los míos, y poco tiempo después otras obligaciones, de "voluntario", me reclamaron. 10

Hace más dos años recibí un E-mail en mi Web-blog que decía:"El tiempo se detuvo para mí el 4 de abril de 1968. No perdamos nunca la esperanza. Shalom! E." Contesté alborozado y nervioso, pero no recibí ninguna respuesta.

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