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Historias Cuadernos de Seguridad 263 La huella del crimen R M. M. E n la literatura argentina, el relato policial tiene una importante tradició...
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La huella del crimen R

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n la literatura argentina, el relato policial tiene una importante tradición que se ha alimentado con obras de los más prestigiosos escritores del país. Considerado en algunos lugares casi un género menor, el policial argentino, por lo contrario, cuenta entre sus cultores con grandes autores como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Guillermo Martínez y Pablo de Santis, entre muchos otros. Pero no solo de autores se trata. La literatura policial ha tenido siempre un numeroso grupo de seguidores entre los lectores argentinos que se dedicaron a las obras nacionales y también a los autores extranjeros. Un testimonio de esto es el interés que suscitaron las variadas colecciones dedicadas a este género, donde se suceden, con diferencias de épocas y estilos, los libros de Arthur Conan Doyle, Raymond Chandler, Ross McDonald, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Simenon y Agatha Christie, entre otros. Y si nos permitimos ampliar un poco el panorama y pasar de lectores a espectadores, pero siempre dentro del mismo género, series como CSI, La ley y el orden y Cold Case tienen seguidores fieles que capítulo a capítulo van analizando escenas del crimen y conociendo nuevas técnicas que permiten hallar al culpable. Un poco más lejos, pero no tanto, Dr. House, ese personaje a medio camino entre médico y detective, que encuentra respuestas tras las huellas de enfermedades que se ocultan o disimulan a la manera de delincuentes, también concita, con sus numerosos guiños a Sherlock Holmes, la atención de muchísimo público. En este contexto es difícil entender cómo fue que La huella del crimen, la primera novela policial en español, escrita por el abogado argentino Luis V. Varela, con el seudónimo de Raúl Waleis (anagrama de su verdadero nombre), permaneció casi en el olvido durante más de 130 años. Publicada en 1877, e inhallable durante más de un siglo, en 2009 fue reeditada por Adriana Hidalgo. La huella del crimen apareció por primera vez como folletín en el diario La Tribuna, de Buenos Aires, en veintidós entregas, durante julio y agosto de 1877, en la parte inferior de la primera plana, espacio que con bastante frecuencia era destinado a las novelas por

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entregas en los periódicos de la época. En el mismo año se editó en forma de libro en Imprenta y Librerías de Mayo, dentro de la colección Biblioteca Económica de Autores Nacionales. Si bien ambas versiones coinciden e incluyen el mismo prólogo del autor, el libro sumó dos cartas, de Juan Carlos Gómez y Aditardo Heredia, reunidas con el título de “Juicios críticos”. Esta novela es la primera de una trilogía que tenía proyectada Varela y de la que se concretaron solo esta, la inicial, y la continuación, Clemencia (ambas de 1877), mientras que la última, La herencia fatal, parecería que no fue escrita, aunque había sido anunciada en el final de la segunda. Según se explica en la edición de Adriana Hidalgo, La huella del crimen nunca había sido reeditada hasta 2009 y existía en las bibliotecas un único ejemplar íntegro del libro, solo accesible para investigadores registrados. En “Criterios para la edición”, que precede la novela, se aclara que se utilizaron ambas versiones, se unificaron y modernizaron la ortografía y la puntuación y se eliminaron las erratas presentes en los textos originales. También se explica que para no dificultar la lectura de la novela no se incorporaron notas al pie, pero sí un apéndice con referencias breves y precisas que aportan más datos al texto. El libro se completa con un interesante posfacio de Román Setton, responsable de la edición y también autor de “Criterios...” y de las notas, en el que se hace un análisis de por qué puede haber sido obviada esta novela en las historias del género policial argentino y se detallan las características de los escritos de Varela y, más precisamente, de La huella del crimen.

Los orígenes

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Si bien siempre es difícil, y muchas veces también arbitrario, ponerle fecha de nacimiento a un género, se considera que el relato policial fue inaugurado por Los crímenes de la calle Morgue, de Edgard Allan Poe, publicado por primera vez en la revista Graham’s Magazine, de Filadelfia, Estados Unidos, en abril de 1841. Y si de orígenes se trata, también se dice que en este cuento aparece el primer investigador/detective de la literatura, en la figura del protagonista, Auguste Dupin. Más allá de la trama, recordada a menudo por el impacto que provoca el asesinato de dos mujeres en una casa cerrada y su original resolución, es interesante detenerse en las primeras páginas del cuento, en donde Poe, antes de presentar a los personajes y plantear el “caso”, discurre sobre las características de la inteligencia analítica. En estos primeros párrafos, de

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alguna manera, se establecen ciertas pautas fundacionales de este tipo de relatos y del perfil de sus protagonistas. Así comienza Los crímenes de la calle Morgue: “Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Solo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural.” Para ejemplificar la diferencia entre simple cálculo y análisis, Poe compara el juego de damas con el ajedrez que –según él– se basa más en la atención que en el análisis, por lo que sostiene que “el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez”. Finalmente, va a destacar las características del whist (juego de cartas antecesor del bridge) y resaltar que no existe ningún otro juego que ponga tan a prueba la facultad analítica. Para justificar su afirmación, explica: “La habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes de elementos externos

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a este. Examina el semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o el temor... todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubieran dado vuelta las suyas”.

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Según cómo se lean, estos párrafos iniciales se pueden interpretar como las instrucciones para cualquier juego de cartas o las pautas que debe seguir cualquier detective o investigador de un relato policial. Para confirmar esto último, Poe termina su explicación diciendo: “El relato siguiente representará para el lector algo así como un comentario de las afirmaciones que anteceden”. Y allí sí comienza la presentación de los personajes y del enigma. En esta introducción, entonces, se definen cuáles van a ser las características del protagonista de estos relatos que, en consecuencia, determinarán la trama que el personaje principal deberá desentrañar. Así será en Los crímenes de la calle Morgue y también en otros cuentos de Poe, como El misterio de Marie Roget y La carta robada, ambos con Dupin como protagonista, y El escarabajo de oro, en el que la investigación será llevada adelante por William Legrand, y no buscará la resolución de un crimen sino el hallazgo de un tesoro. Pero, además, estas características se reproducirán, con más o menos fidelidad y en diferentes ámbitos, en innumerables obras posteriores, en las que, a partir de ciertos datos de la realidad, el análisis y la deducción harán posible descubrir un crimen, encontrar a un culpable o resolver un misterio.

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De Francia a la Argentina Los crímenes de la calle Morgue, cuya acción dicho sea de paso transcurre en París aunque su autor nunca había pisado esa ciudad, y otros relatos de Poe fueron rápidamente traducidos y tuvieron éxito en Francia. Pero allí este nuevo género va a sufrir modificaciones al contaminarse con la tradición del folletín francés, que había surgido a mediados de la década de 1830, cuando los periódicos comenzaron a publicar historias por entregas con el objetivo de atraer a los lectores que esperaban ansiosos el siguiente episodio que les permitiera adentrase en ese mundo de ficción. Así fueron publicados, entre muchos otros, Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, que le dieron gran éxito a Alejandro Dumas padre y a la literatura en general, una difusión sin precedente. De este contacto entre el relato policial y las novelas por entregas francesas surgirá el folletín policial, del que es un autor emblemático Émile Gaboriau. Después de publicar varios relatos de aventuras, este autor francés alcanzó la fama con su primera novela policial, El caso Lerouge, editada en 1862, en la que hace su aparición el detective Émile Gaboriau Eugène-François Vidocq Lecoq, que será también protagonista de otras dos novelas de Gaboriau, El dossier Nº 113 y Monsieur Lecoq. A diferencia del deductivo Dupin, Lecoq es un hombre de acción que trabaja para la policía francesa, que se disfraza para sus investigaciones y que no descarta la violencia, aunque también es un agudo observador de su entorno y utiliza pistas, indicios y su habilidad para desentrañar los casos. Lecoq no es fruto solo de la imaginación de Gaboriau sino que el personaje está basado en una persona real, Eugène-François Vidocq, que hacia fines del siglo XVIII se dedica al robo, al contrabando y demás actividades ilícitas; luego, en las primeras décadas del XIX, se une a la policía francesa,

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donde dirige un grupo de prevención del delito, la Brigada de Seguridad (núcleo original de la Sûreté Nationale), y finalmente, una vez retirado de la fuerza, crea una agencia de detectives. Las memorias de Vidocq tuvieron una gran difusión y su vida fue inspiradora no solo de Lecoq sino también de otros personajes de la literatura francesa y de la figura de Andrés L’Archiduc, el detective de La huella del crimen. La influencia tanto de Vidocq como de Gaboriau está claramente explicitada en la obra de Waleis, que contiene, a manera de prólogo, la “Carta al editor para que conozca el lector”, que comienza diciendo: “Ha muerto últimamente en Francia monsieur Émile Gaboriau (...) Muerto el maestro, queda la escuela. Declárome uno de sus discípulos (...) Hace algunos años, la novela viene exhibiendo agentes de policía de una perspicacia admirable. Vidocq es, tal vez, el modelo vivo de esos distintos ejemplares, sucesivamente exhibidos por Balzac, Edgard Poe, Gaboriau, Xavier de Montépin, Du Boisgobey y, final y humildemente, hoy por mí”. Al igual que los investigadores de las novelas francesas, L’Archiduc es agente de policía y se diferencia de manera marcada del detective aficionado, alejado de la vida cotidiana y que solo usa su capacidad deductiva para llevar adelante las investigaciones. L’Archiduc es un hombre de acción, que utiliza los disfraces para confundirse con la gente común y tiene una gran capacidad de análisis. Según explica Setton en el posfacio de la edición de Adriana Hidalgo de La huella del crimen, “al incluir como medio fundamental de la indagación el análisis de lo empírico, L’Archiduc prefigura a Sherlock Holmes o a los detectives de Eduardo L. Holmberg. Al hacer del detective un policía, que –tal como vemos en Clemencia– es un ex convicto al igual que Vidocq y tiene mujer e hijos, Waleis integra al detective en el palpitante curso de la vida y se acerca al realismo del policial negro”.

¿Policial o jurídica?

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Pero más allá de que La huella del crimen pertenece al género policial, dada su trama en la que se devela un asesinato, con la consabida investigación, análisis de pruebas y deducción para hallar al culpable, hay que tener en cuenta que su autor la definió como “novela jurídica”. En ese sentido, en la “Carta al editor...”, luego de reconocer su pertenencia a la escuela de Gaboriau, Varela dice: “Mi horizonte, por otra parte, es más dilatado que el de mis ilustres maestros y predecesores.

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“El agente de policía será en mis novelas un detalle. “Mi tendencia no es a popularizar los crímenes. “Trato de herir la imaginación de la mujer, presentando a sus ojos cuadros que la instruyan. “El derecho es la fuente en la que beberé mis argumentos. “Las leyes malas deben conocerse por los efectos que su aplicación produzca. “Yo formo el drama en que aplico la ley vigente. “Sus fatales consecuencias probarán la necesidad de reformarla.” Es que Varela, hijo de Florencio Varela y Justa Cané, se recibió de doctor en Jurisprudencia, en Córdoba, con una tesis sobre la Constitución Nacional, fue diputado por la provincia de Buenos Aires en dos ocasiones, durante tres años se desempeñó como presidente de la Suprema Corte de la provincia y escribió numerosas obras y artículos periodísticos sobre temas legales. Y, de alguna manera, abordó la ficción también desde un punto de vista vinculado con lo jurídico. Este interés del autor se hace evidente en varios aspectos de La huella del crimen. L’Archiduc no tiene en esta novela un ayudante que –a la manera del Watson de Sherlock Holmes- haga, con sus preguntas o sus errores, avanzar las deducciones del protagonista. Sin embargo, en algunos momentos de la novela ese papel lo ocupa el juez de instrucción, que confía en los razonamientos del comisario, y que no solo está interesado en saber cómo se cometió el crimen y quién fue el responsable, sino que también quiere saber las causas del asesinato, el porqué de la conducta de quien llevó adelante el delito. Además, hay un primer sospechoso del crimen que, más allá de la trama, le sirve a Varela para reflexionar sobre errores o problemas de la legislación vigente en la época. Así, las dificultades de reinserción social y laboral que tienen aquellos que han cometido algún delito y la necesidad de que la justicia reivindique de alguna forma el nombre de los que han sido acusados y finalmente resultaron ser inocentes se ponen de manifiesto en los primeros capítulos. Por otra parte, la falta de igualdad de derechos que sufren las mujeres en la sociedad patriarcal de la época y la necesidad de una reforma de la ley para subsanar esta discriminación está presente en toda la novela, que comienza justamente con la aparición de una mujer muerta, y vestida con ropas de hombre. Hacia el final de la novela, ya casi con el enigma resuelto, el narrador dice: “En el derecho penal, como en la medicina, los sucesos y las personas pierden su individualidad y su carácter, para convertirse en casos”. El caso

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en esta novela es el nudo de una trama, con ingredientes policiales y románticos, que Varela utiliza para cumplir con su objetivo de brindar una mirada reflexiva y didáctica sobre el funcionamiento de la justicia. En resumen, el rescate de La huella del crimen permite conocer un texto fundacional de la literatura argentina y también brinda a los interesados en la historia y el derecho la visión que Varela, un hombre de la generación del ochenta, tenía sobre la jurisprudencia de la época. Y más allá de estos valores, da la posibilidad de disfrutar de una buena novela policial que no ha perdido vigencia a pesar del paso de los años. ◆

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