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LA NATURALEZA DEL FUEGO 

 

 

 

 

 

LA NATURALEZA DEL FUEGO

La naturaleza del fuego

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Es en los detalles donde reside la esencia. Cuando abro la puerta de entrada del restaurante chino dos camareros de corta e idéntica estatura me saludan juntando las palmas de sus manos a la altura del pecho, a modo de reverencia. Uno de ellos me pregunta: - ¿Uno, señol? - Sí. - contesto, mientras la puerta se cierra tras de mí. El chino me indica que le acompañe y camino tras él por uno de los pasadizos que delimitan las mesas, todas vacías. Finalmente se detiene y me señala un par en la fila central, dándome a entender que elija una de ellas. Yo le indico otra diferente, la de la esquina, que queda un poco más allá y él acata mi elección sin problemas. Dejo mi cazadora de cuero sobre la silla en la que no me voy a sentar y busco con la mirada la previsible ubicación del lavabo. Camino hacia el pasillo del fondo, ante la mirada del otro camarero, que permanece inmóvil. Sentada en la barra veo una mujer, también oriental. Está acompañando a su hijo, de unos cuatro años, que dibuja en un cuaderno. Entro en la puerta de la derecha. El servicio está muy limpio y ordenado. No le falta de nada: jabón de manos, dos toallas limpias, papel higiénico para un regimiento y escobilla del váter. Mientras me lavo las manos observo una pintura con una cenefa de flores y varias mujeres levitando sobre ella. Todas tienen la misma mirada ensoñadora. Regreso a la mesa y me siento en la silla cuyo respaldo da a la pared. Desde aquí podré observar toda la sala con la tranquilidad de no tener a nadie detrás de mí. Si tengo que permanecer durante un tiempo en un lugar prefiero hacer lo posible por encontrarme cómodo. Acostumbro a elegir lugares con poca afluencia en donde las probabilidades de encontrar una mesa adecuada sean mayores.

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No necesito mirar la carta para escoger los platos. Se los dicto al camarero, que toma nota sin dificultades: wan tun frito, rollito de primavera, arroz con gambas, cerdo agridulce, pan chino y agua. Se dirige hacia la cocina, situada detrás de la barra. Al cabo de un minuto me trae el wan tun, el agua y unas olivas, cortesía de la casa. Me sirve agua en la copa, deja la botella sobre el mantel y se vuelve a retirar. Mientras abro el apetito con el wan tun y las olivas observo la decoración de la sala, fijándome en especial en los murales de las paredes, evocando paisajes de un brillo imposible de calificar. Luego dirijo la vista hacia un armario expositor, en cuyos estantes se expone una colección inacabable de objetos variopintos a cual más increíble: animales, jarrones, muñecos, amuletos,… El camarero coloca con una pinza el rollito de primavera en mi plato. Deja a su vez sobre la mesa una salsa roja agridulce, la misma que luego saborearé con el arroz y también con el cerdo. Cojo el tenedor y el cuchillo y parto longitudinalmente el rollito, dividiéndolo en dos mitades. Luego lo giro noventa grados en el plato y hago cinco o seis cortes horizontales, dejando al descubierto su relleno humeante de verduras y carne. Riego éste con la salsa roja y me llevo un trozo a la boca. Quema un poco. Una vez engullido, me limpio los labios y bebo un sorbo de agua, para aliviar el calor provocado en mi garganta. En ese instante, sin tregua, aparece el arroz en la mesa. Sin apenas respiro, acabo con el rollito, y, del mismo modo, con el arroz y el cerdo agridulce. Dejo un poco de pan chino sobre el plato. Mientras pido el postre, macedonia, comienzo a notar sobre mi muslo la vibración del móvil, que está en el bolsillo derecho del pantalón. Se acabó la calma china. --En menos de un cuarto de hora llego a la dirección indicada. Mientras aparco la Vespa, a escasos metros observo a varios agentes que acordonan la zona y también a unos cuantos curiosos atentos a la jugada. Escondo el casco y los guantes bajo el asiento de la moto, coloco el candado

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en la rueda trasera y me pongo al hombro el macuto con la cámara. Camino hacia el portal en cuestión. Muestro la placa a uno de los agentes, que me saluda con la mano haciendo el gesto militar, mientras que otro de ellos levanta la cinta para que pueda pasar por debajo. - Es en el primer piso. - me indica. - Gracias. - le contesto. Subo las escaleras hasta el rellano, en donde ya trabajan los de la científica. Saludo a Gálvez, al que acompaña un joven agente a quien no tenía visto. Nunca olvido una cara. - ¿Qué tenemos? - pregunto. - Dos cuerpos, uno en el pasillo y otro en la cocina. - me contesta el viejo Gálvez. - Puedes empezar cuando quieras. Entro en el recibidor del piso y dejo el macuto en una de las perchas vacías. He comenzado a hacer la digestión de la comida china, así que durante un tiempo mi cerebro gozará de menos flujo sanguíneo de lo habitual, ya que éste se concentrará alrededor del estómago. Por lo tanto estoy predispuesto a dejarme sorprender por algún que otro pensamiento irracional. Mientras me siento en un banco de madera y preparo la cámara, doy un primer vistazo al pasillo, en donde yace un cuerpo en el suelo. Introduzco una memoria en la cámara y me dispongo a empezar la sesión. Comienzo por los planos amplios. Desde la entrada, el cuerpo, con seis o siete aberturas de zoom. Observo en las paredes y hallo algún arañazo, que capto en varios ángulos, colocando un cigarrillo al lado, para tener una posterior perspectiva de su tamaño. Me acerco al fiambre: una mujer gruesa, de unos cincuenta años, boca abajo. Empiezo por los pies, luego las piernas y el torso, con un par de puñaladas a media altura. Luego la cabeza, con varios hematomas y pelos desprendidos. Noto el olor a wan tun en mi aliento. Finalmente los brazos, las manos y el charco

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de sangre que la envuelve. Tiene una textura similar a la salsa agridulce del cerdo. Eso es todo por aquí, de momento. Camino hacia la cocina, donde Gálvez y su nuevo compinche, ataviados con bata blanca, conversan mientras observan el otro cadáver. En este caso se trata de un hombre. - Creo que no hay ningún misterio, ¿no? - le pregunta el viejo policía. - No. - contesta el agente, cual alumno aventajado. - Discusión, pelea, el hombre se calienta, mata a la mujer, luego se arrepiente y se suicida. - Efectivamente. - asiente Gálvez. - Perdón. - interrumpo la conversación. - Ya he acabado con el pasillo. - Bien. - me dice Gálvez. - Empieza ahora aquí y nosotros le daremos la vuelta a la mujer, ¿ok? - De acuerdo.- los dos agentes abandonan la cocina y yo sigo con lo mío. Tomo un plano general del cuerpo, también de gruesa constitución, sentado sobre una silla. En el suelo brilla un cuchillo jamonero, sobre un charco de sangre. Ésta tiene una textura algo más líquida, similar a la salsa roja con la que he aliñado el rollito y el arroz. Los brazos extendidos. En el derecho, a la altura de la muñeca hallo los cortes fatídicos. Son varios. Las piernas estiradas hacia delante, el cuello hacia atrás, y en la cara una expresión como de alivio. Eso es todo. A éste no hace falta darle media vuelta. Todo lo que hay que ver ya queda a la vista. Vuelvo hacia el pasillo, en donde el cuerpo de la mujer ya ha rotado ciento ochenta grados. Continúo el reportaje con las puñaladas en la barriga y en el cuello. Finalmente concluyo con la cara, con idéntica expresión que su marido y presunto verdugo. Nada de lo que he fotografiado me ha sorprendido en especial, así que extraigo la memoria sin almacenar en la cámara ninguna imagen para mi colección particular. - Aquí tenéis. - les entrego la memoria a los dos hombres de blanco. La naturaleza del fuego

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- Gracias. Ahí, sobre la mesa, tienes el acta para firmarla. - me indica Gálvez. Así lo hago. Mientras bajo las escaleras noto el sabor agridulce emergiendo desde el estómago e impregnándome el paladar y la lengua. Saludo a los guardianes de la cinta y camino hasta la Vespa, que me sacará de aquí. ---Desde un banco del parque observo cómo juegan los niños. Corretean arriba y abajo, se persiguen unos a otros, se columpian... En una realidad paralela, ajena al mundo real, disfrutan de su perecedera etapa de irresponsabilidad: la infancia. Sonríen y gritan, lloran y se pelean, se abrazan y nunca se cansan. Desde los bancos sus padres les vigilan atentos, orgullosos, responsables; intuyendo cual lobos los posibles peligros que acechan a sus crías. Con el zoom enfoco sus expresiones, las de los niños y también las de los padres. En seguida encuentro lo que buscaba: la esencia y la belleza de este instante. Lo capturo y lo guardo para mi colección, en formato digital, como quien descubre un tesoro o resuelve un enigma. Enfoco, observo y capturo. Vuelvo a enfocar, observo y vuelvo a capturar. Así, una y otra vez, en un proceso placentero, casi instintivo, voy almacenando trozos de vida, de belleza, destellos de realidad. La belleza está en cualquier lugar, tan solo hay que saberla encontrar. La belleza reside en lo auténtico, en lo viejo o en lo recién nacido, en la luz o en la oscuridad. Está en todos los rincones, a veces escondida y otras bien a la vista. El que la persigue como motivación vital, como yo, conoce sus principales formas y disfraces. La belleza se disfraza de orden y caos, de verdad y de mentira, de negro y de color. Aun así nunca deja de sorprenderme. La belleza está en la ingenuidad, en la ignorancia, en la inteligencia y en la humildad. Para eso estoy aquí, para encontrar la belleza y poderla capturar. Por eso no me he separado de mi cámara desde hace más de veinte años. Mi pensamiento avanza positivamente mientras hago una fotografía tras otra. Es un principio de acción reacción que reconozco perfectamente: una imagen me lleva al deleite de su contemplación, un instante después a su captura. De ésta emana un pensamiento positivo,

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provocado por la segregación de algún fluido en mi cerebro. Y de ahí a otra imagen, ésta aún mejor, condicionada por mi estado de embriaguez creativa. Sigo cada vez más rápido, dejándome llevar por el propio ritual. Así, una y otra vez, hasta la saturación. Uno de los niños, de unos cuatro años, deja el grupo y se dirige corriendo hacia el banco donde su padre le está aguantando su chaqueta. Fotografío la cara del padre, con gesto bondadoso, viendo a su hijo como se abalanza sobre él. El hijo, agradeciéndole instintivamente la confianza que le da su presencia en el parque, le da un tremendo abrazo. Se miran y se abrazan otra vez. Entonces el padre coge entre sus dedos, corazón e índice, la nariz del pequeño y le hace la broma de quitarle la nariz. El chaval, conociéndola perfectamente, sonríe y hace lo propio con la nariz de su padre. Mi éxtasis concluye de repente en ese instante. Noto el latir del corazón en la garganta, que se ha secado de golpe. Dejo de hacer fotografías, me levanto y comienzo a caminar. Lo hago durante unos minutos, para combatir la ansiedad. Al cabo de varias calles parece que me he recuperado algo. Comienzo a pensar con normalidad. La escena me ha pillado desprevenido y me ha afectado demasiado. Pienso en ir a comer una hamburguesa al puerto. Sí. Eso es lo que voy a hacer, una hamburguesa con queso y cebolla es todo lo que necesito. ---Estoy sentado en la sala de espera del neurólogo. Hace un par de meses me levanté una mañana con media cara paralizada. El ojo abierto de par en par, como el librero sueco de la película Top Secret, y la boca mirando hacia abajo. Me asusté, pensé que era algo grave. Una doctora en urgencias me hizo una primera exploración y confirmó el diagnóstico: parálisis idiopática o de Bell. Sin causa concreta y con pronóstico reservado. Me recetó un tratamiento agresivo de cortisona. En una semana podía cerrar el ojo y silbar. En tres semanas ya no se me notaba nada. Sin embargo, para descartar otras posibles dolencias, me hicieron solicitar una visita urgente al médico especialista, en este caso el neurólogo. La urgencia se ha transformado en dos meses de

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demora; si la cosa hubiera sido grave estaría criando malvas. Aunque estoy muy recuperado, todavía noto cierta contracción nerviosa detrás de las orejas y leves secuelas sensitivas sobre la cara y el cuero cabelludo. Tengo delante a un matrimonio. Deben ser algo mayores que yo. Se nota que llevan muchos años juntos, ya que es una de esas parejas que la convivencia les hace hacer los mismos gestos y acaban teniendo la misma cara, siendo uno la versión masculina de la otra y viceversa. Podría decirse que son la misma persona. Él lee una revista de coches y ella una de moda, pero probablemente podría ser al revés. Les observo de reojo y me pregunto si el motivo de su visita es precisamente ese. Imagino la escena: “doctor, ¿existe algún tratamiento para evitar ser la misma persona?”. Y el médico: “deberían dejar de verse durante algún tiempo.” “Pero eso es imposible, doctor, no nos hemos separado ni un solo día”. - ¿Víctor Gabriel? - la fina voz de la enfermera interrumpe mi ensoñación. - Sí. Soy yo. - contesto, y me levanto de la silla. - Ya puede pasar. - me indica. Entro en la consulta del Doctor Vera, que tras su mesa teclea en el ordenador quizás algunas anotaciones de su última visita. - Siéntese, por favor. - me señala las dos sillas frente a la mesa. - En seguida estoy por usted. Me siento y le observo. Algo más de sesenta años, buena salud, pelo blanco, sin entradas. Tiene la piel morena y no usa gafas. Las manos lisas, sin ningún tipo de duricia, lo que hace improbable una actividad física en la que las utilice. No usa gafas, pero tiene un ligero tic nervioso, casi imperceptible, en uno de sus ojos. ¿Se lo habrá contagiado algún paciente? Decido mirar al cielo, tras la ventana.

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Llevo unos días pensando demasiado. Esta afirmación es absurda. Nunca se piensa demasiado. Se puede pensar intensamente o vagamente, o si se quiere, se puede pensar en la dirección adecuada o no, pero pensar demasiado, lo que se dice pensar demasiado es una afirmación cuanto menos reprochable. El cerebro segrega pensamiento como el hígado segrega bilis, así que, aunque alguien crea lo contrario, pensar no depende de uno mismo. ¡Qué más quisiera yo! En fin, quería decir que llevo unos días en los que mi forma de pensar no me lleva a estados satisfactorios. Desde hace un tiempo tengo la sensación de que de un momento a otro todo se va a desmoronar a mi alrededor, y que yo no voy a poder hacer nada para evitarlo. - Bueno, bueno. - dice el doctor mientras lee el informe de mi patología, emitiendo un sonido con la boca que da a entender que comprende y controla todo lo que en él se expone. Entonces, por primera vez, levanta la vista y me mira. Su cara, en contra de lo que es habitual, no denota repulsión, sino curiosidad. - ¡Caramba! - exclama, veo que sufrió usted un accidente... - Observa con más detalle las cicatrices que pueblan mi rostro. En contra de lo que acostumbro a hacer y debido a la posibilidad de que exista alguna relación causa efecto sobre la parálisis, decido explicarle la verdad. Siempre digo que tuve un accidente de tráfico, sin profundizar demasiado, lo que me evita dar más explicaciones de la cuenta. - No, yo nací sin nariz. A los veinte años me implantaron un tabique y la reconstruyeron. - Creo que mi historia médica comienza a fascinarle. El tipo se acerca y comienza a tocarme la cara. ¿Usted cree que puede tener alguna relación con lo que me ha pasado? - ¿Quién sabe? En medicina, dos y dos no suman siempre cuatro. - me asegura, mientras me examina los oídos. Seguidamente abro la boca y saco la lengua, sigo con la mirada su dedo, arriba, abajo, izquierda y derecha. Luego camino sobre una línea recta imaginaria, aguanto el equilibrio sobre un pie,

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luego sobre el otro. Arqueo la cejas hacia arriba, cierro un ojo, luego el otro. Inflo un globo, sonrío de oreja a oreja,… Me sorprendo por la falta de práctica. Posteriormente me somete a una batería de preguntas acerca de dolores de cabeza, de oído, de garganta, insomnio, estrés, frío, circulación,... Al preguntarle sobre las posibles causas me vuelve a soltar lo de que la medicina no es una ciencia exacta y que cada caso es diferente y blablablá… Yo me pregunto por qué coño entonces me hace todas estas preguntas, pero me limito a contestarlas. Finalmente el doctor Vera emite su veredicto. - Lo más probable es que poco a poco desaparezcan todos los efectos. ¿Cuándo? No lo sabemos. Se irá igual que vino. De todas maneras le voy a mandar hacer una resonancia magnética para descartar. ---Son las cinco y cuarto de la madrugada. A pesar de mi insomnio agudo puedo asegurar que hace veinte segundos estaba durmiendo y que el timbre del móvil me ha despertado. Y eso casi siempre significa la misma cosa. Esta vez es en el puerto, en la zona de ocio nocturno. Mientras me visto rápidamente me viene a la cabeza una imagen del sueño que estaba teniendo hace un instante. Trato de recordarlo, en un ejercicio la mayoría de las veces inútil. Me estaban atando..., me estaban atando en la cama de abajo de una litera. Me quiero escapar, pero no puedo. Me tapan los ojos para que no vea quiénes son... Me pongo los zapatos y me tomo un café frío, directamente de la cafetera. Ya no recuerdo nada más, y ahora con el café mucho menos. Cojo el macuto con la cámara, las llaves, me pongo la chaqueta y el gorro. Desde que apareció la parálisis no se me olvida. Bajo al trote por las escaleras y salgo a la calle en busca de la Vespa. Hace frío, pero menos del que me esperaba.

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Cuando llego a la discoteca miro el reloj en el móvil. Han pasado veintitrés minutos desde que sonó en mi apartamento. Comienza a clarear el día y yo entro en la sala de baile, que se encuentra en un estado inusual. Totalmente iluminada, vacía y con el cadáver de un joven en el suelo. - Buenos días. - digo al entrar. - Hola, buenos días. - un tipo de mi edad, vestido de paisano se me acerca. - Soy el inspector Zamora, creo que no nos conocemos. - me extiende su mano y yo la aprieto con la intensidad necesaria y suficiente. Ni más, ni menos. Y es cierto que su cara no la he visto antes. Nunca olvido una cara. - Soy Víctor, el fotógrafo. – me presento. - Lo sé. Víctor Gabriel Santos. Me han hablado muy bien de usted y del trabajo que realiza. Es lo que necesitamos aquí: profesionalidad y compromiso. Puede comenzar cuando quiera, si necesita algo tan solo tiene que decírmelo. - Gracias. - le contesto. - Le dejo una tarjeta con mi teléfono. – me dice extendiendo su brazo. Cojo la tarjeta y la leo. Antonio Zamora. Inspector Jefe. Departamento de Homicidios. - Me puede consultar para cualquier cosa, ya sea referente a un caso... o a mejoras en el trabajo, alguna queja... - No tengo ninguna queja, señor. - le digo. - Bien, ya me entiende. Para lo que requiera. – me aclara. - Bueno, lo tendré en cuenta. – le contesto. Reconozco perfectamente la actitud del inspector Zamora, porque ya la he visto otras veces. Es la historia del joven policía con una brillante carrera, con ascenso tras ascenso y con un expediente

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inmaculado y plagado de méritos. Llega de su demarcación a la ciudad, con el ánimo de comerse el mundo. Quiere cambiar las cosas, quiere que haya más comunicación en el departamento. Tiene ideas propias. Lo más peligroso que ha resuelto antes de llegar aquí es una pelea entre vecinos, pero se siente con el valor necesario para limpiar la ciudad de malhechores. Seguramente su padre también era policía, local, quizás. Al cabo de unos días en la ciudad ya se encarga de hacerles cambiar de cara. No sólo por el número elevado de crímenes o por su crueldad, también por las presiones políticas en su trabajo. A los dos meses la situación les supera y acaban pidiendo una excedencia que les devuelva a su pueblo, donde esperarán jornada a jornada el día de su jubilación. Tiempo al tiempo. Guardo la tarjeta del inspector en el bolsillo trasero de mis tejanos. Ángulo amplio: sala de baile. Desde la entrada, des de la barra lateral, desde una tarima, desde las mesas del fondo... Ahora el fiambre: desde los mismos ángulos, abriendo y cerrando el zoom. Me acerco y observo. Es un joven de no más de veinte años, metro sesenta y cinco. Piel morena, sudamericano, vestido con ropa negra. Tiene dos impactos de bala en el abdomen, uno cerca del corazón, el que probablemente le produjo la muerte. Observo, enfoco, capturo. En un dedo de la mano izquierda se aloja un anillo, que me hace pensar en que tal vez estuviera casado o comprometido. Que tal vez alguien esté en una cama durmiendo, o tal vez esperando inútilmente su regreso. Concluyo la caza de imágenes y entrego la memoria a uno de los policías que acompañaban a Zamora, al que he perdido momentáneamente de vista. Firmo el acta y recojo el material. El trabajo me ha abierto el apetito. Me dirijo caminando hasta un bar cerca de la plaza Colón, que está abierto las veinticuatro horas. Me siento en una de las mesas naranjas de la terraza y espero a que alguien me atienda. En otra mesa hay dos tipos completamente borrachos. Uno de ellos se mete conmigo y les lanzo una de mis miradas asesinas. El otro tipo se disculpa y en dos minutos se han largado de aquí. El camarero tiene la energía del que acaba de empezar a trabajar.

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- El señor dirá. - me atiende. - Dos huevos fritos, con tomate frito, ensalada, cebolla, beicon, chorizo y una barra de pan.- le digo mientras él apunta sin interrupción. - ¿Y para beber? - pregunta. - Una botella de agua grande y un café con leche. – le contesto. Acabo con todo. ---Esta tarde he decidido continuar con la labor de ordenar mi archivo. Es una tarea interminable. Sin contar las fotografías del trabajo, suelo descargar sobre los discos duros entre doscientas y quinientas diarias. Y no siempre ha sido así, con el tiempo he aprendido a seleccionar. Observo foto por foto, y a cada una le asigno un nombre descriptivo, el tipo de imagen, un año y la cámara con la que la hice. De este modo pretendo agilizar las posibles búsquedas futuras. He llegado a una serie que reconozco perfectamente. Son los retratos de la tienda de fotografía del señor Molins. Miro una a una las caras de aquella gente. A medida que los voy visualizando me voy acordando del momento en que les hicimos las fotos. Son fotos antiguas, pero tienen bastante calidad. Están hechas con mi primera cámara, la cámara que me regaló el señor Molins al mes de estar con él. Sigo pasando las fotos hasta que llego a la que inconscientemente estaba buscando. Me invade la nostalgia ante el grato recuerdo al ver la foto que el señor Molins dejó que le hiciera. En realidad es la única foto que tengo de él, prefería estar siempre al otro lado de la cámara, detrás del objetivo. Eso lo he heredado de él. Fueron buenos tiempos, quizás los mejores, a pesar de todo.

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