El derecho a la pereza

Paul Lafargue Publicado por Matxingune taldea en 2012 Resumen El proletariado, la gran clase que reúne a todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y convertirá al animal humano en un ser libre; el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales proceden de su pasión por el trabajo.

Tabla de contenidos Nota del autor .................................................................................................................... 1 Un dogma desastroso .......................................................................................................... 2 Bendiciones del trabajo ....................................................................................................... 3 Las consecuencias de la sobreproducción ................................................................................ 9 A nuevos vientos, nueva canción ......................................................................................... 14 A. Apéndice ..................................................................................................................... 16

Nota del autor Decía el Señor Thiers, en el seno de la Comisión de enseñanza básica de 1849: «Quiero hacer omnipotente la influencia del clero porque cuento con él para difundir la buena filosofía que enseña al hombre que está aquí para sufrir, y no esa otra que le dice en cambio: «disfruta»». El señor Thiers expresaba la moral de la clase burguesa, cuyo egoísmo feroz y mentalidad limitada encarnaba. La burguesía, durante su lucha contra la nobleza apoyada por el clero, enarbolaba el librepensamiento y el ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de apariencia, y ahora pretende que la religión sostenga su supremacía económica y política. Durante los siglos XV y XVI había abrazado alegremente la tradición pagana y glorificaba la carne y sus pasiones, reprobadas por el cristianismo. En nuestros días, colmada de riquezas y placeres, reniega de las enseñanzas de sus pensadores, los Rabelais, los Diderot, y predica a los asalariados la abstinencia. La moral capitalista, lamentable parodia de la moral cristiana, anatematiza la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus placeres y sus pasiones, y en condenarle al papel de máquina que realiza un trabajo sin tregua ni piedad.

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Los socialistas revolucionarios deben retomar la lucha que libraron los filósofos y los panfletistas de la burguesía; deben atacar la moral y las teorías sociales del capitalismo; deben erradicar de la mente de la clase llamada a la acción los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben gritar a la cara de los hipócritas de cualquier moral que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que, en la sociedad comunista del porvenir que fundaremos «pacíficamente si es posible, y si no violentamente», las pasiones de los hombres tendrán rienda suelta porque «todas son buenas por naturaleza, y por lo tanto, sólo habremos de evitar su mal uso y sus excesos»1. Esto último sólo se evitará por el contrapeso mutuo de las pasiones, por el desarrollo armónico del organismo humano, ya que, como dice el Dr. Beddoe, «sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo físico, alcanza también el más alto grado de energía y de vigor moral»2. Esa era también la opinión del gran naturalista Charles Darwin3, La refutación del derecho al trabajo, que reedito con algunas notas adicionales, apareció en el semanario Egalité de 1880, segunda serie. Paul Lafargue Prisión de Sainte-Pélagie, 1883

Un dogma desastroso Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos. —Lessing Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones en las que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste humanidad. Esa locura consiste en el amor al trabajo, en la pasión furibunda por el trabajo, que lleva hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y su prole. En lugar de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas, los moralistas, han sacro-santificado el trabajo. Hombres ciegos y de inteligencia limitada han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido. Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo al juicio de su Dios antes que al suyo; y en vez de a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, apelo a las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista. En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de todas las degeneraciones intelectuales, de todas las deformaciones orgánicas. Comparad un purasangre de las caballerizas de Rothschild, atendido por un séquito de hombres, con las pesadas bestias normandas, que aran la tierra, acarrean el estiércol y almacenan la cosecha. Mirad al noble salvaje, a quien los misioneros del comercio y los comerciantes de la religión no han corrompido aún con el cristianismo, la sífilis y el dogma del trabajo, y reparad después en nuestros miserables sirvientes de las máquinas4. 1

Descartes, Les passions de lame [Las pasiones del alma]. Doctor Beddoe, Memoirs of the Anthropological Society[Memorias de la Sociedad Antropológica]. Ch. Darwin, Descent of Man [El origen del hombre]. 4 Los exploradores europeos se detienen asombrados ante la belleza física y la noble elegancia de las tribus primitivas, no contaminadas por lo que Poeppig llamaba «aliento envenenado de la civilización», Hablando de los aborígenes de las islas de Oceanía, lord George Campbell escribe: 2 3

« No hay pueblo en el mundo que sorprenda tanto a primera vista. Su piel lisa y de un color ligeramente cobrizo, sus cabellos dorados y rizados, su hermoso y alegre rostro, en definitiva, toda su persona constituye un nuevo y espléndido modelo del genus homo. Su aspecto físico produce la impresión de una raza superior a la nuestra» . Los civilizados de la antigua Roma, los César y los Tácito, contemplaban con la misma admiración a los germanos de las tribus comunistas que invadían el imperio romano. De la misma manera que Tácito, Salviano, el cura del siglo V a quien pusieron el sobrenombre de el maestro de los obispos, presentaba ante los civilizados y los cristianos a los bárbaros como modelo: «Somos impúdicos comparados con los bárbaros, más castos que nosotros. Más aun: a los bárbaros les ofenden nuestras impudicias. Los godos no permiten en su seno a los pervertidos de su nación; a sus ojos, los únicos que tienen derecho a ser impuras son los romanos, a causa del triste privilegio de su nacionalidad y de su nombre [la pederastia estaba entonces muy de moda entre los cristianos] ... Los oprimidos buscan en los bárbaros humanidad y refugio» (De Gubernatione Dei)- La vieja

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Cuando en nuestra Europa civilizada se quiere encontrar un rastro de la belleza nativa del hombre, es preciso ir a buscarlo a las naciones en las que los prejuicios económicos no han desterrado aún eI odio al trabajo. España, que por desgracia también va degenerando, puede presumir aún de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles; pero el artista se alegra admirando al audaz andaluz, moreno como una castaña, recto y flexible como un tallo de acero; y el corazón del hombre se estremece oyendo al mendigo, soberbiamente cubierto por su capa agujereada, tratando de amigo a los duques de Osuna5. Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes. Los griegos de la época clásica tampoco sentían por el trabajo otra cosa que desprecio: sólo a los esclavos les estaba permitido trabajar. El hombre libre sólo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Era una época en que el pueblo marchaba y respiraba al lado de un Aristóteles, un Fidias, un Aristófanes. Era una época en que un puñado de valientes aplastaba en Maratón a las hordas de Asia que pronto conquistaría Alejandro. Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio por el trabajo, como degradación del hombre libre; los poetas cantaban a la pereza como un regalo de los dioses: «O Melibeae, Deus nobis haec otia fecit»6 Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: «Contemplad cómo crecen los lirios del campo. No trabajan ni hilan. Pero os digo que Salomón, con toda su gloria, nunca vistió más espléndidamente»7. Jehová, el dios barbudo y hosco, da a quienes le adoran el ejemplo supremo de la pereza ideal: tras seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad. En cambio, ¿cuáles son las razas para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses; los escoceses, o auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, auverneses de España; los pomeranios, auverneses de Alemania; los chinos, auverneses de Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que gustan del trabajo por el trabajo mismo? Los campesinos propietarios y los pequeñoburgueses, quienes, encorvados sobre sus tierras o trapicheando en sus comercios, se mueven como topos en sus galerías subterráneas sin enderezarse nunca para disfrutar contemplando la naturaleza. Y sin embargo, el proletariado, la gran clase que reúne a todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y convertirá al animal humano en un ser libre; el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales proceden de su pasión por el trabajo.

Bendiciones del trabajo En 1770 apareció en Londres un escrito anónimo titulado: An Essay on Trade and Commerce [Un ensayo sobre la industria y el comercio], que en su época hizo un cierto ruido. Su autor, gran filántropo, se indignaba porque «a la plebe manufacturera de Inglaterra se le había metido en la cabeza la idea fija de que, en tanto que ingleses, todos los individuos que la componen tienen, por derecho de nacimiento, el privilegio de ser más libres e independientes que los obreros de cualquier otro país de Europa. Una idea como esa puede tener cierta utilidad para los soldados porque estimula su valor; pero cuanto menos imbuidos de ella civilización y el naciente cristianismo corrompieron a las bárbaros del viejo mundo, del mismo modo que el cristianismo decadente y la moderna civilización capitalista corrompen a los salvajes del nueva mundo. El Señor F. Le Play, cuyo talento para la observación hay que reconocer, aunque deban rechazarse sus conclusiones sociológicas, impregnadas de banalidades filantrópicas y cristianas, dice en su libro Les ouvriers européens [Los obreros europeos] (1885): «La propensión de los bashkires a la pereza [los bashkires son pastores seminómadas de la vertiente asiática de los Urales], el ocio de la vida nómada y el hábito de meditar que produce en los individuos más dotados proporcionan a estos una distinción en los modales y una claridad de inteligencia y de juicio que raramente se observan en el mismo nivel social en una civilización más desarrollada... Lo que más les repugna son los trabajos agrícolas; hacen cualquier cosa antes que aceptar el oficio de agricultor». En efecto, la agricultura fue la primera manifestación del trabajo servil en la humanidad. Según la tradición bíblica, el primer criminal, Caín, era un agricultor. 5 Hay un proverbio español que dice: «Descasar es salud» (en castellano en el original). 6 Oh Melibea, Dios hizo el ocio para nosotros. Virgilio, Bucólicas (véase Apéndice). 7 Evangelio según San Mateo, capítulo VI.

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estén los obreros de la industria, tanto mejor para ellos mismos y para el Estado. Los obreros no deberían considerarse nunca independientes de sus superiores. Resulta extremadamente peligroso incitar semejante entusiasmo en un Estado comercial como el nuestro en el que tal vez las siete octavas partes de la población sólo poseen muy poca o ninguna propiedad. La cura no será completa hasta que nuestros pobres de la industria se resignen a trabajar seis días por lo mismo que ganan ahora en cuatro». Puede verse como, casi un siglo antes de Guizot, en Londres se predicaba abiertamente el trabajo como un freno a las nobles pasiones del hombre. «Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá —escribía Napoleón el 5 de mayo de 1807 desde Osterode. Yo soy la autoridad... y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, tras los oficios religiosos, se abrieran las tiendas y los obreros volvieran a su trabajo». Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de orgullo e independencia que engendra, el autor del Essay on Trade proponía encarcelar a los pobres en casas ideales de trabajo (ideal workhouses) que se convertirían en «casas de terror en las que se obligaría a trabajar 14 horas al día, de tal modo que, descontando el tiempo de las comidas, quedarían doce horas de trabajo efectivas». Doce horas de trabajo al día. He ahí el ideal de los filántropos y moralistas de siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese non plus ultra! Los talleres modernos se han convertido en correccionales ideales en los que se encarcela a las masas obreras y se las condena a trabajos forzados durante 12 y 14 horas; y no sólo a los hombres, ¡sino también a mujeres y niños!8 Y pensar que los hijos de los héroes del Terror se han dejado degradar por la religión del trabajo hasta el punto de aceptar, después de 1848, como si se tratara de una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce horas el trabajo en las fábricas, proclamando el «derecho al trabajo» como un principio revolucionario. ¡Qué vergüenza para e] proletariado francés! Sólo los esclavos habrían sido capaces de semejante bajeza. Habrían hecho falta veinte años de civilización capitalista para que un griego de los tiempos antiguos concibiera semejante degradación. Y si las penalidades del trabajo forzado, si las torturas de hambre se han abatido sobre el proletariado en un número mayor que el de las langostas de la Biblia, es porque él las ha exigido. El mismo trabajo que reclamaban los obreros en junio de 1848 con las armas en la mano, lo han impuesto ellos a sus familias, entregando a sus mujer res e hijos a los barones de la industria. Han demolido con sus propias manos su hogar doméstico. Han agotado con sus propias manos la leche de sus mujeres: las desdichadas, embarazadas y amamantando a sus bebés, han tenido que ir a las minas y a las manufacturas a doblar el espinazo y agotar sus nervios. Han destrozado con sus propias manos la vida y el vigor de sus hijos. ¡Qué vergüenza para los proletarios! ¿Dónde están esas cotillas de conversación osada, de boca franca, amantes de la divina botella, de quienes hablaban nuestras fábulas y nuestros viejos cuentos? ¿Dónde están esas mujeres vigorosas y audaces, que iban siempre de un lado para otro, siempre cocinando, siempre cantando, siempre sembrando vida, engendrando la alegría de vivir, dando a luz sin dolor hijos sanos y vigorosos? ¡Lo que tenemos ahora son las niñas y mujeres de las fábricas, flores enclenques pálidas y sin sangre, con el estómago deteriorado y sus miembros lánguidos! ¡Nunca han conocido el verdadero placer y no sabrían contar con viveza cómo salieron del cascarón! ¿Y los niños? ¡Doce horas de trabajo para los niños! ¡Oh, miseria! Ni todos los Jules Simon de la Academia de Ciencias Morales y Políticas ni todos los Germiny de la jesuítica habrían podido inventar un vicio más embrutecedor para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos y más destructor de su organismo que el trabajo en el ambiente viciado del taller capitalista. De nuestra época se dice que es el siglo del trabajo; y es, en efecto, el siglo del dolor, la miseria y la corrupción. 8

En el primer Congreso de Beneficencia celebrado en Bruselas en 1857, uno de los más ricos manufactureros de Marquette, cerca de Lille, el Sr. Scrive, entre los aplausos de los miembros de Congreso y con la noble satisfacción del deber cumplido, dijo: «Hemos introducida algunos elementos de distracción para los niños. Les enseñamos a cantar durante el trabajo y también a contar mientras trabajan. Eso les distrae y les hace aceptar con valor esas doce horas de trabajo que son necesarias para procurarles sus medios de vida.» Doce horas de trabajo, ¡y qué trabajo!, impuestas a niños que no han cumplido aún ;los doce años! ¡Los materialistas lamentarán siempre que no haya un infierno para recluir a esos cristianos, esos filántropos, verdugos de la infancia!

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Y sin embargo, los filósofos, los economistas burgueses, desde el lamentablemente confuso Augusto Comte al ridículamente claro Leroy-Beaulieu; los literatos burgueses, desde el charlatana-mente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock; todos han entonado cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, hijo primogénito del Trabajo. Escuchándolos, se podría creer que la felicidad iba a reinar en la tierra, que ya se presentía su llegada. Han ido a los siglos pasados a remover el polvo y las miserias feudales para contrastar aquellas tinieblas con las delicias de los tiempos presentes. ¿No nos cansan estos ahítos, estos saciados que estaban no hace mucho al servicio de los grandes señores y son ahora los escribanos de la burguesía, generosamente retribuidos; no nos cansan con el campesino del retórico La Bruyére? ¡Pues bien! Vamos a mostrar el brillante cuadro de goces proletarios que pinta, en el año del Progreso capitalista de 1840, uno de ellos, el Dr. Villermé, miembro del Instituto, el mismo que en 1848 formaba parte de la sociedad de sabios (en la que figuraban Thiers, Cousin, Passy y el académico Blanqui) que propagó entre las masas obreras las tonterías de la economía y la moral burguesas. El Dr. Villermé se refiere a la Alsacia manufacturera, la Alsacia de los Kestner y los Dollfus, esas flores de la filantropía y el republicanismo industriales. Pero antes de que el doctor ponga ante nuestros ojos el cuadro de las miserias proletarias, escuchemos a un manufacturero alsaciano, el Sr. Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Compañía, describir la situación del artesano de la antigua industria: «En Mulhouse, hace cincuenta años (en 1813, cuando nacía la moderna industria mecánica), los obreros eran todos hijos del país, habitaban en las ciudades y los pueblos próximos, y casi todos poseían una casa y a menudo un pequeño terreno»9. Era la edad de oro del trabajador. Pero la industria alsaciana no inundaba aún el mundo con sus géneros de algodón ni hacía millonarios a sus Dollfus y Koechlin. Sin embargo, veinticinco años después, cuando Villermé visita Alsacia, el minotauro moderno, el taller capitalista, había conquistado el país. En su bulimia de trabajo humano, había arrancado a los obreros de sus hogares para retorcerlos y exprimir mejor el trabajo que contenían. Los obreros acudían por millares al silbido de la máquina. «Un gran número —dice Villermé—, cinco mil sobre diecisiete mil, se veían obligados por la carestía de los alquileres a alojarse en los pueblos cercanos. Algunos vivían a dos leguas y cuarto de la fábrica en que trabajaban. »En Mulhouse y en Dornach, el trabajo empezaba a las cinco de la mañana y terminaba a las ocho de la noche, tanto en verano como en invierno... Hay que verlos llegar a la ciudad cada mañana y volver cada noche. Entre ellos hay multitud de mujeres pálidas, flacas, que caminan descalzas por el barro y que, a falta de paraguas, cuando llueve o nieva, se echan a la cabeza el mandil o las enaguas para no mojarse la cara y el cuello; y una cantidad aun mayor de niños pequeños no menos sucios y demacrados, cubiertos de harapos manchados del aceite de las máquinas que les cae encima durante el trabajo. »Estos niños, mejor preservados de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestidos, ni siquiera llevan una cesta al brazo, como las mujeres, para las provisiones del día, sino que llevan en la mano o esconden bajo su chaqueta o como pueden el trozo de pan que tienen para comer hasta el momento de volver a casa. »De este modo, a la fatiga de una jornada desmesuradamente larga, de quince horas como mínimo, estos desgraciados tienen que sumar las idas y las vueltas tan frecuentes y tan penosas. Así, llegan a sus casas de noche, agobiados por la necesidad de dormir, y a la mañana siguiente, sin estar completamente descansados, salen de ellas para acudir al taller a la hora de la apertura». Con respecto a los cuchitriles en los que se apiñan los que viven en la ciudad dice: 9

Discurso pronunciado en mayo de 1863 en la Sociedad Internacional de Estudios Prácticos de Economía Social de París, y publicado en l'Économiste français [El Economista francés] de la misma época.

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«He visto en Mulhouse y en Dornach y en las casas aledañas esos miserables alojamientos en los que dormían dos familias, cada una en su rincón, sobre la paja tirada por el suelo, separadas por dos tablas... La miseria en la que viven los obreros de la industria del algodón en el departamento del Alto Rin es tan profunda que produce el triste resultado de que, mientras que entre las familias de los fabricantes, negociantes, pañeros y directores de fábrica la mitad de los niños alcanza los veintiún años, esta misma mitad deja de existir antes de cumplir dos años entre las familias de los tejedores y los obreros de las hilaturas de algodón». Hablando del trabajo del taller, agrega Villermé: «Eso no es un trabajo, una tarea, sino una tortura que se inflige a niños de seis a ocho años. (...) Ese largo suplicio es lo que más mina hace en los obreros de las hilaturas de algodón». Y a propósito de la duración del trabajo, Villermé observaba que los condenados a trabajos forzados en los presidios sólo trabajaban diez horas y los esclavos de las Antillas una media de nueve horas, mientras que en la Francia que había hecho la Revolución del 89 y proclamado los pomposos Derechos del Hombre existían «fábricas donde la jornada era de dieciséis horas, de las que no tenían los obreros más que una hora y media para comer»10. ¡Oh, miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh, lúgubres presentes de su dios Progreso! Los filántropos llaman benefactores de la Humanidad a quienes, para enriquecerse holgazaneando, dan trabajo a los pobres. Sería mejor sembrar la peste o envenenar las aguas que erigir una fábrica en medio de una población rural. Introducid el trabajo de fábrica y adiós alegría, adiós salud, adiós libertad; adiós a todo lo que hace a la vida bella y digna de ser vivida11. Y los economistas no se cansan de repetir a los obreros: ¡Trabajad para aumentar la riqueza social! Sin embargo, un economista, Destut de Tracy, les responde: «Es en las naciones pobres donde el pueblo vive con comodidad; y es en las ricas donde generalmente vive en la pobreza». Y su discípulo Cherbuliez prosigue: «Los propios trabajadores, al cooperar en la acumulación de capitales productivos, contribuyen al proceso que, tarde o temprano, les privará de una parte de su salario». Pero los economistas, aturdidos e idiotizados por sus propios aullidos, responden: ¡Trabajad, trabajad sin descanso para generar vuestro bienestar! Y en nombre de la mansedumbre cristiana, un sacerdote de la Iglesia anglicana, el reverendo Townsend, salmodia: Trabajad, trabajad noche y día; trabajando conseguís que aumente vuestra miseria, y vuestra miseria nos dispensa de tener que imponeros el trabajo a la fuerza por ley. La imposición legal del trabajo «es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, no sólo es una presión pacífica, silenciosa, incesante, sino que siendo el motivo más natural del trabajo y de la industria, provoca también los mayores esfuerzos». 10

L. R. Villermé, Tableau de l'état physique et moral des ouvriers dans les fabriques de colon, de laine et de soie [Cuadro del estado físico y moral de los obreros en las fábricas de algodón, lana y seda] (1840). La razón de que trataran así a los obreros no es que los Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes alsacianos fueran republicanos, patriotas y filántropos protestantes, porque los señores Blanqui, el académico Reybaud, prototipo de Jérome Paturot, y Jules Simon, el Gedeón político, han constatado las mismas amabilidades para con la clase obrera en los muy católicos y muy monárquicos fabricantes de Lille y de Lyon. Se trata de virtudes capitalistas que se compadecen a las mil maravillas con todas las creencias políticas y religiosas. 11 Los indios de las tribus guerreras del Brasil matan a sus enfermos y a sus ancianos. Atestiguan su amistad poniendo fin a una vida que ya no puede disfrutar de combates, fiestas y bailes. Todos los pueblos primitivos han dado estas pruebas de afecto a los suyos: los masagetas del Mar Caspio (Heródoto), lo mismo que los wens de Alemania y los celtas de la Galia. En las iglesias de Suecia, incluso recientemente, se conservaban mazas, denominadas mazas familiares, que servían para liberar a los padres de las penas de la vejez ¡Qué degenerados han de estar los proletarios modernos para aceptar pacientemente las espantosas miserias del trabajo fabril!

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Trabajad, trabajad, proletarios, para incrementar la riqueza social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad, para que incrementando vuestra pobreza tengáis más razones para trabajar y para ser miserables. Esta es la ley inexorable de la producción capitalista. Pues los proletarios, prestando oídos a las falaces palabras de los economistas, se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo y conducen por ello a toda la sociedad a crisis industriales de sobreproducción que convulsionan el organismo social. Así pues, al haber exceso de mercancías y escasez de compradores, los talleres cierran y el hambre azota con su látigo de mil correas a las poblaciones obreras. Los proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, no comprenden que la causa de su miseria presente es el sobretrabajo que se impusieron durante los tiempos de supuesta prosperidad, en lugar de correr hacia los graneros de trigo y gritar: «¡Tenemos hambre y queremos comer! Cierto es que no tenemos un céntimo pero, aunque seamos mendigos, fuimos nosotros quienes recolectamos eI trigo y vendimiamos la uva...». Y proclamar, en vez de asediar las tiendas del Sr. Bonnet, de Jujurieux, el inventor de los conventos industriales: «Sr. Bonnet: aquí están vuestras obreras ovalistas, torcedoras, hilanderas, tejedoras, que tiritan bajo sus ropas de algodón tan remendadas que conmoverían hasta a un judío; obreras que son, sin embargo, las que han hilado y tejido los vestidos de seda de las cocottes de toda la cristiandad. Las pobres, trabajando trece horas diarias, no tenían tiempo de pensar en sus vestidos. Pero ahora, como están en paro, pueden hacer frufrú con los géneros de seda que fabricaron. Desde que perdieron sus dientes de leche han estado entregadas a hacer vuestra fortuna y han vivido en la abstinencia; y ahora que tienen tiempo libre quieren disfrutar un poco de los frutos de su trabajo. »Vamos, Sr. Bonnet: entregue sus sedas, que el Sr. Harmel proporcionará sus muselinas, el Sr. Pouyer-Quertier sus calicós y el Sr. Pinet sus botines para sus queridos piececitos fríos y húmedos... Vestidas de pies a cabeza y preciosas, será un placer para usted contempladas. Vamos, sin tergiversar las cosas: ¿no es usted el amigo de la humanidad, y cristiano por encima del mercado? Pues bien, ponga a disposición de sus obreras la fortuna que ellas le han permitido amasar con la carne de su carne. ¿Acaso no es usted amigo del comercio? Facilite entonces la circulación de mercancías; aquí tienen consumidores completamente nuevos; déles crédito ilimitado: está obligado a dárselo a negociantes de los que no conoce ni a su padre ni a su madre, y que no le han dado nada, ni siquiera un vaso de agua. Sus obreras se las arreglarán como puedan. Si el día del vencimiento gambetizan y dejan que se protesten sus letras, hágalas quebra; y si no tienen nada que embargar, exija que le paguen con oraciones: lo enviarán al paraíso mejor que esos curas de negro con la nariz atiborrada de rapé». En lugar de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y el disfrute general, los obreros, muertos de hambre, golpean con su cabeza las puertas de taller. Con el rostro demacrado, el cuerpo flaqueando y un discurso lamentable, acosan a los fabricantes: «Buen Sr. Chagot, generoso Sr. Schneider, dennos trabajo; ¡no es el hambre, sino la pasión por el trabajo lo que nos atormenta!». Y esos miserables, que apenas tienen fuerzas para mantenerse en pie, venden doce o catorce horas de trabajo por la mitad del precio que cuando tenían pan en la despensa. Y los filántropos de la industria se aprovechan del desempleo para fabricar más barato. Si las crisis industriales siguen a los períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día, trayendo consigo un desempleo forzoso y una miseria sin salida, también acarrean la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante tiene crédito, da rienda suelta a la pasión por el trabajo y se endeuda y vuelve a endeudar

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para proporcionar materia prima a los obreros. Continúa produciendo sin pensar que el mercado se satura, y que aunque sus mercancías no lleguen a venderse sus pagarés llegarán al vencimiento. Acorralado, va a implorar al judío, se arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. «Un poquito de oro mejoraría mi negocio —responde el Rothschild—; usted tiene 20.000 pares de medias en stock, que valen veinte céntimos. Yo las compro a cuatro». El judío vende las medias obtenidas a seis u ocho céntimos y se embolsa las rutilantes monedas de cien céntimos que no deben nada a nadie; pero el fabricante ha retrocedido para saltar mejor. Finalmente, llega la quiebra y los stocks se desbordan. Se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana que no se sabe cómo han podido entrar por la puerta. Se cifra en centenares de millones el valor de las mercancías destruidas. En el siglo pasado se quemaban o se arrojaban al agua12. Pero antes de llegar a esa conclusión, los fabricantes recorren el mundo en busca de un mercado para las mercancías que se amontonan. Obligan a sus gobiernos a anexionarse el Congo, a adueñarse de Tonkin, a demoler a cañonazos la muralla china, a fin de vender allí todos sus géneros de algodón. Durante los últimos siglos, había un duelo a muerte entre Francia e Inglaterra por quien tendría el privilegio exclusivo de vender en América y las Indias. En el curso de las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII, miles de hombres jóvenes y vigorosos han teñido de sangre los mares. Los capitales son tan abundantes como las mercancías. Los financieros no saben ya dónde colocarlos y por eso van a las felices naciones que holgazanean al sol fumando cigarrillos, a construir ferrocarriles, a erigir fábricas y a importar la maldición del trabajo. Y esta exportación de capitales franceses termina un buen día a causa de complicaciones diplomáticas: en Egipto, Francia, Inglaterra y Alemania estuvieron a punto de tirarse de los pelos para determinar a qué usureros había que pagar primero; por las guerras de Méjico, se envía allí a soldados franceses como si fueran alguaciles encargados de recuperar las deudas de dudoso cobro13. Esas miserias individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean, por eternas que parezcan, se desvanecerán, como las hienas y los chacales al aproximarse el león, cuando el proletariado diga: «Quiero esto». Pero para tomar conciencia de su fuerza, es preciso que el proletariado desprecie los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora. Es preciso que retorne a sus instintos naturales; que proclame los «Derechos de la pereza», un millón de veces más nobles y sagrados que los tísicos «Derechos del hombre», elaborados minuciosamente por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se obligue a no trabajar más de tres horas al día, y a holgazanear y gozar el resto del día y de la noche. Hasta aquí mi tarea ha sido fácil. Sólo he tenido que describir males reales por desgracia bien conocidos por todos. Pero convencer al proletariado de que la moral que se le ha inculcado resulta perversa, de que el trabajo desenfrenado al que se ha entregado desde el comienzo de este siglo es la plaga más terrible que nunca ha castigado a la humanidad, y de que el trabajo sólo se convertirá en un condimento de los placeres de la pereza, en un ejercicio beneficioso para el organismo humano, en una pasión útil para el organismo social, cuando sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas diarias, es una tarea ardua que supera mis fuerzas. Sólo los fisiólogos, los higienistas y los economistas comunistas serían capaces de emprenderla. En las páginas siguientes me limitaré a demostrar que, dados los medios de producción modernos con su ilimitado poder reproductivo, hay que dominar la pasión extravagante de los obreros por el trabajo, y obligarles a consumir las mercancías que producen.

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En el Congreso Industrial celebrado en Berlín el 21 de enero de 1879, se estimaba en 568 millones de francos la pérdida que experimentó la industria siderúrgica en Alemania durante la última crisis. 13 La Justice [La Justicia], del Sr. Clemenceau, decía en su sección financiera el 6 de abril: «Hemos oído sostener la opinión de que, aunque no hubiera sido por Prusia, Francia habría «perdido igualmente» los miles de millones de la guerra de 1870 en forma de empréstitos emitidos periódicamente para equilibrar los presupuestos extranjeros. Compartimos esa opinión.» Se estima en cinco mil millones lo perdido en capitales ingleses por los préstamos a las repúblicas de América del Sur. Los trabajadores franceses no sólo han producido los cinco mil millones pagados al Sr. Bismark, sino que continúan pagando los intereses por indemnizaciones de guerra a los 0llivier, los Girardin, los Bazaine y demás portadores de títulos que son responsables de la guerra y la derrota. Sin embargo, les queda un consuelo: esos miles de millones no producirán una guerra de reconquista.

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Las consecuencias de la sobreproducción Un poeta griego de la época de Cicerón, Antípatro, cantaba así a la invención del molino de agua (para la molienda del grano), que iba a emancipar a las esclavas y traer la edad de oro: «¡Evitad el brazo que hace girar la muela, oh molineras, y dormid apaciblemente! ¡Que el gallo os advierta inútilmente de que es de día! Dánae ha impuesto a las ninfas el trabajo de las esclavas. Y ahí van brincando alegremente sobre la rueda. Y ahí está el eje sacudido cuyos radios, al girar, hacen dar vueltas a la pesada piedra rodante. Vivamos de la vida de nuestros padres y alegrémonos ociosos de los dones que la diosa concede». Pero, por desgracia, el ocio que anunciaba el poeta pagano no ha llegado. La pasión ciega, perversa y homicida por el trabajo transforma la máquina liberadora en instrumento de esclavitud para los hombres libres: su productividad los empobrece. Una buena obrera no hace con el huso más de cinco mallas por minuto. Algunas máquinas tejedoras circulares hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto de la máquina equivale, por consiguiente, a una gran cantidad de horas de trabajo del obrero, o, dicho de otro modo, cada minuto de trabajo de la máquina concede a la obrera diez días de descanso. Lo que vale para la industria textil vale más o menos para todas las industrias renovadas por la mecánica moderna. Pero, ¿qué vemos? A medida que la máquina se perfecciona y destruye el trabajo del hombre con una rapidez y precisión incesantes y crecientes, el obrero, en lugar de prolongar su descanso en la misma medida, redobla su esfuerzo, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Oh, competencia absurda y asesina! Para dar curso libre a la competencia entre el hombre y la máquina, los proletarios han abolido las sabias leyes que limitaban el trabajo de los artesanos de los antiguos gremios y han suprimido los días festivos14. Pero, ¿acaso creen que porque los productores trabajaran sólo cinco de cada siete días vivían del aire y del agua fresca, como cuentan los economistas mentirosos? ¡Venga ya! Tenían tiempo libre para disfrutar de los placeres de la tierra, hacer el amor y bromear, y para celebrar banquetes alegremente en nombre de esa fuente de diversión que es el alegre dios de la Holgazanería. La triste Inglaterra, convertida en mojigata por el protestantismo, se llamaba entonces la «alegre Inglaterra» (Merry England). Rabelais, Quevedo, Cervantes y los autores anónimos de las novelas picarescas, nos hacen la boca agua con las escenas de aquellas comilonas descomunales15 con las que se regalaban entonces entre dos batallas y dos 14

Durante el Antiguo régimen, la leyes de la iglesia garantizaban al trabajador 90 días de reposo (52 domingos y 38 días festivos) durante los cuales estaba estrictamente prohibido trabajar. Este era el gran crimen del catolicismo y la causa principal del ateísmo de la burguesía industrial y comercial. La revolución, con su triunfo, suprimió los días festivos y sustituyó la semana de siete días por la de diez, con el fin de que el pueblo sólo tuviera un día de descanso de cada diez. De ese modo, liberó a los obreros del yugo de la Iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo. El odio hacia Ios días festivos sólo aparece cuando la moderna burguesía industrial y comercial toma cuerpo, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pide su reducción al Papa, quien rechaza la petición alegando que «una de las herejías actuales es la que se refiere a las fiestas» (carta del cardenal de Ossat). Sin embargo, en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprime 17 en su diócesis. El protestantismo, que era la religión cristiana adaptada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, se preocupaba menos del descanso popular. Destronó del cielo a los santos para abolir sus fiestas en la tierra. La reforma religiosa y el librepensamiento filosófico sólo eran pretextos que permitieron a la burguesía jesuítica y codiciosa hurtarle al pueblo los días festivos. 15 Esas fiestas pantagruélicas duraban semanas. Don Rodrigo de Lara conquistó a su prometida expulsando a los moros de Calatrava, y el Romancero narra que

Las bodas fueron en Burgos, Las tornabodas en Salas: En bodas y tornabodas Pasaron siete semanas. Tantas vienen de las gentes Que no caben por las plazas...

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devastaciones, y en las que todo se medía «por arrobas». Jordaens y la escuela flamenca las han pintado en sus alegres lienzos. Sublimes estómagos pantagruélicos, ¿qué os ha pasado? ¿Qué os ha pasado, sublimes cerebros que compendiabais todo el pensamiento humano? Nosotros hemos degenerado y empequeñecido mucho. La vaca rabiosa, la patata, el vino adulterado y el chupito de aguardiente prusiano, sabiamente combinados con el trabajo forzado, han debilitado nuestro cuerpo y limitado nuestros espíritus. ¡Y es entonces, cuando el hombre encoge su estómago y la máquina ensancha su productividad, cuando los economistas nos sermonean con la teoría maltusiana, la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo! Deberíamos arrancarles la lengua y echársela a los perros. Como la clase obrera, con su buena fe simplista, se ha dejado adoctrinar y, con su ímpetu natural, ha caído en la ceguera del trabajo y la abstinencia, la clase capitalista se ha visto condenada a la pereza y al goce forzoso, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero aunque el sobretrabajo del obrero lacera su carne y atormenta sus nervios, también siembra dolor para el burgués. La abstinencia a la que se condena a la clase productiva obliga al burgués a dedicarse al sobreconsumo de los productos que fabrica desordenadamente. En los comienzos de la producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre ordenado, de costumbres razonables y apacibles. Se contentaba con su mujer o casi, sólo bebía cuando tenía sed y sólo comía cuando tenía hambre, y dejaba las nobles virtudes de la vida licenciosa para cortesanos y cortesanas. Hoy no hay nuevo rico que no se sienta obligado a fomentar la prostitución y a mercurializar su cuerpo para que tenga sentido el trabajo que se imponen los obreros de las minas de mercurio. No hay burgués que no se atiborre de capones trufados y de Lafite, para alentar a los criadores de La Fléche y a los vinicultores bordeleses. Con esas costumbres, el organismo se deteriora rápidamente, se cae eI cabello, los dientes se aflojan, el tronco se deforma, la barriga se hincha, la respiración se hace trabajosa, los movimientos se vuelven pesados, las articulaciones se anquilosan y las falanges se vuelven nudosas. Otros, demasiado enclenques para soportar el cansancio de los excesos, pero con tendencia a dar buenos consejos, atrofian sus cerebros como los Garnier de la economía política y los Acollas de la filosofía jurídica, elucubrando libros gruesos y soporíferos para ocupar el tiempo libre de cajistas e impresores. Las mujeres de mundo llevan una vida de mártires. Para probarse y lucir los vestidos que las modistas se matan por elaborar, andan día y noche yendo y viniendo de un vestido a otro. Durante horas entregan sus cabezas vacías a los artistas del cabello que, cueste lo que cueste, se afanan por satisfacer su pasión por elaborar falsos moños. Apretadas en sus corsés, aprisionadas por sus botines, tan escotadas que ruborizarían a un zapador, dan vueltas la noche entera en bailes de beneficencia con el fin de recoger algunos céntimos para los pobres. ¡Benditas almas! Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués no sólo tuvo que violentar sus gustos sencillos y perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos entregándose al lujo desenfrenado, a las indigestiones de trufas y a las orgías sifilíticas, sino que también tuvo que apartar del trabajo productivo a una gran cantidad de personas para conseguir ayudantes. He aquí algunas cifras que prueban hasta qué punto es enorme este desperdicio de fuerzas productivas. «Según el censo de 1861, la población de Inglaterra y el país de Gales era de 20.066.244, de las cuales 9.776.259 eran hombres y 10.289,965 mujeres. Descontados los que son demasiado viejos o demasiado jóvenes para trabajar, las mujeres, los adolescentes y los niños improductivos, y también las profesiones 'ideológicas', como los gobernantes, la policía, el clero, la judicatura, el ejército, la prostitución, los artistas, los científicos, etc., además de la gente ocupada exclusivamente en comer del trabajo ajeno bajo la forma de renta de la tierra, intereses, dividendos, etc., quedan en números redondos unos ocho millones de individuos de ambos sexos y de todas las edades, incluidos los capitalistas que se dedican a la producción, el comercio, las finanzas, etc. Los hombres de esas bodas de siete semanas eran los heroicos soldados de las guerras de la independencia.

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En estos ocho millones se cuentan: Trabajadores agrícolas (incluidos pastores, criados y empleadas que viven en las granjas) Obreros de las fábricas de algodón, lana, cáñamo, lino, seda, encajes, y los que trabajan a mano Obreros de las minas de carbón y metal Obreros siderúrgicos (altos hornos y laminadoras) y metalúrgicos en general Clase doméstica

1.098.261

642.607

65.835 396.998 1.208.648

Si sumamos los trabajadores de las fábricas textiles y los de las minas de carbón y metal, obtenemos la cifra de 1.208.442. Si sumamos los primeros a los de todas las fábricas y manufacturas metalúrgicas, obtenemos un total de 1.039.605 personas, es decir, en ambos casos una cantidad menor que el de los esclavos domésticos modernos. He aqui el magnífico resultado de la explotación capitalista de las máquinas»16. A toda esta clase doméstica, cuyo gran número indica el nivel alcanzado por la civilización capitalista, hay que añadir la clase numerosa de desdichados condenados exclusivamente a satisfacer los gustos dispendiosos y frívolos de las clases ricas: pulidores de diamantes, costureras de encajes, bordadoras, encuadernadores de lujo, modistas de lujo, decoradores de residencias de recreo, etc.17 Una vez repantigada en la pereza absoluta y desmoralizada por el gozo forzoso, la burguesía, pese al mal que le produjo su nuevo estilo de vida, se adaptó a él. Le horrorizaba cualquier tipo de cambio. La visión de las miserables condiciones de existencia aceptadas con resignación por la clase obrera y la degradación orgánica producida por la pasión depravada por el trabajo, aumentaba aún más su repugnancia frente a cualquier imposición de trabajo y a cualquier restricción del placer. Es precisamente entonces cuando a los proletarios, sin tener en cuenta la desmoralización que la burguesía se había impuesto como deber social, se les mete en la cabeza condenar al trabajo a los capitalistas. ¡Ingenuos! Se tomaron en serio las teorías de economistas y moralistas acerca del trabajo y se empeñaron en llevarlas a la práctica, imponiéndoselas a los capitalistas. El proletariado enarboló la divisa: «Quien no trabaja, no come». Lyon, en 1831, se sublevó con la consigna o plomo o trabajo. Los federados de marzo de 1871 declararon que su rebelión era la «Revolución del trabajo». Ante tales manifestaciones de furor bárbaro, destructores de todo goce y toda pereza burguesa, los capitalistas sólo podían responder con la represión feroz. Pero saben que, aunque hayan podido sofocar esas explosiones revolucionarias, no han ahogado en la sangre de sus masacres gigantescas la absurda idea del proletariado de querer condenar al trabajo a las clases ociosas y bien alimentadas. Y para conjurar esa desgracia, se rodean de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una improductividad laboriosa. Ya no caben ilusiones sobre el carácter de los ejércitos modernos: sólo se mantienen de forma permanente para contener al «enemigo interior». Por eso los fuertes de París y Lyon no se han construido para defender la ciudad frente al extranjero, sino para aplastarla en caso de revuelta. Y si es necesario un ejemplo que no admita réplica, citemos al ejército de Bélgica, país de Jauja del capitalismo. Su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más fuertes proporcionalmente a su población. Los gloriosos campos de batalla del valiente ejército belga son las llanuras del Borinage y de Charleroi. Los oficiales belgas templan sus espadas y ganan sus charreteras con 16

Karl Marx, El Capital, libro I, capítulo XV, apartado 6 «La proporción de la población de un país que está empleada en el servicio doméstico, al servicio de las clases acomodadas, indica su progreso en riqueza nacional y en civilización» (R. M. Martin, Ireland before and after the Union [Irlanda, antes y después de la Unión], 1818). Gambetta, que negó la cuestión social desde que dejó de ser el abogado menesteroso del Café Procope, se refería sin duda a esta clase doméstica, siempre creciente, cuando reclamaba el advenimiento de nuevas capas sociales. 17

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la sangre de los mineros y los obreros desarmados. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios: protegen a los capitalistas contra el furor popular que querría condenarlos a diez horas en la mina o en la hilatura. La clase obrera, encogiendo su vientre, ha desarrollado desmesuradamente el vientre de la burguesía, condenándola al sobreconsumo. Para ser aliviada en su penoso trabajo, la burguesía ha retirado de las clases obreras una masa de hombres muy superior a la que sigue dedicada a la producción útil, y al mismo tiempo la ha condenado a la improductividad y el sobreconsumo. Pero esa manada de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no basta para consumir todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo, producen como maniáticos sin querer consumirlas y sin pensar siquiera sí se encontrará gente para consumirlas. Ante esta doble locura de los trabajadores, de matarse trabajando con exceso y de vegetar en la abstinencia, el gran problema de la producción capitalista no es ya el de encontrar productores y decuplicar sus fuerzas, sino el de descubrir consumidores, el de excitar sus apetitos y el de crear necesidades artificiales. Como los obreros europeos, ateridos de frío y hambre, rechazan vestirse con las telas que han tejido y beber los vinos que han cosechado, los pobres fabricantes, desesperados, deben correr hasta las antípodas a buscar quien las vista y quien los beba. Se cuenta por centenas y miles de millones lo que Europa exporta cada año a los cuatro vientos a tribus que no saben qué hacer con esas mercancías18. Pero los continentes explorados no son ya lo suficientemente vastos. Se necesitan países vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan día y noche con África, con el lago del Sahara y con el ferrocarril de Sudán. Siguen con ansiedad los progresos de los Livingstone, Stanley, du Chaillu y de Brazza. Escuchan boquiabiertos las deslumbrantes historias de estos valientes viajeros. ¡Qué maravillas desconocidas se esconden en «el Continente negro»! Campos sembrados de colmillos de elefante; ríos de aceite de coco que acarrean escamas de oro; millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o Girardin, esperando a los géneros de algodón para conocer la decencia, y a las botellas de aguardiente y las biblias para conocer las virtudes de la civilización. Pero todo es inútil: burgueses que se empachan, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras inundadas de mercancías europeas. Nada, nada es bastante para agotar las montañas de productos que se amontonan, más altas y enormes que las pirámides de Egipto. La productividad de los obreros europeos desafía cualquier consumo, cualquier derroche. Los fabricantes, enloquecidos, ya no saben qué hacer. No son capaces ya de encontrar materia prima para satisfacer la pasión desordenada y depravada de sus obreros por el trabajo. En nuestras regiones laneras se deshilachan trapos manchados y medio podridos para convertirlos en los llamados paños renacidos que duran tanto como las promesas electorales. En Lyon, en lugar de la fibra de seda natural simple y pura, se le agregan sales minerales que aumentan su peso y hacen que se desmenuce y sea poco duradera. Todos nuestros productos son adulterados con el fin de facilitar su salida y reducir su duración. Nuestra época será conocida como la era de la falsificación, de igual modo que las primeras épocas de la humanidad recibieron, por el carácter de su producción, los nombres de edad de piedra o edad del bronce. Los ignorantes acusan de fraude a nuestros piadosos industriales, cuando en realidad lo que les anima es proporcionar trabajo a los obreros, que no pueden resignarse a vivir de brazos cruzados. Estas falsificaciones, cuya única motivación es un sentimiento humanitario, pero que reportan soberbios beneficios a los fabricantes que las practican, aunque resultan desastrosas para la calidad de las mercancías y son una fuente inagotable de despilfarro de trabajo humano, demuestran el filantrópico ingenio de los burgueses y la horrible perversión de los obreros, quienes, para satisfacer su vicio por el trabajo, obligan a los industriales a acallar el grito de su conciencia y a violar hasta las leyes de la honradez comercial. Y sin embargo, a pesar de la sobreproducción de mercancías y a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros sobrecargan eI mercado en cantidades sin número, implorando: ¡trabajo! ¡trabajo! Tanta 18

Dos ejemplos. El gobierno inglés, para complacer a los campesinos indios que, a pesar de las hambrunas periódicas que asolan el país, se obstinan en cultivar la adormidera en lugar de arroz o trigo, ha tenido que emprender guerras sangrientas para imponer al gobierno chino la libre introducción del opio indio. Los salvajes de Polinesia, a pesar de la mortandad que ha acarreado, deben vestirse y emborracharse a la inglesa para consumir lo producido por las destilerías de Escocia y por las fábricas textiles de Manchester.

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sobreabundancia debería obligarles a refrenar su pasión, pero en cambio la lleva a su paroxismo. Cuando se presenta una oportunidad de trabajo, se lanzan sobre ella y reclaman doce, catorce horas para saciarse. Al día siguiente se encuentran de nuevo en la calle sin nada con que alimentar su vicio. Todos los años, en todas las industrias, los parados vuelven con la regularidad de las estaciones. Al sobretrabajo que aniquila el organismo, le sucede el reposo absoluto durante tres o seis meses. Y sin trabajo no hay comida. Como el vicio del trabajo ha arraigado diabólicamente en eI corazón de los obreros; como sus exigencias sofocan los demás instintos de la naturaleza, y como la cantidad de trabajo requerida por la sociedad está forzosamente limitada por el consumo y por la abundancia de materias primas, ¿por qué devorar en seis meses el trabajo de todo el año? ¿Por qué no distribuirlo uniformemente a lo largo de los doce meses y obligar a cada obrero a contentarse con seis o cinco horas al día durante todo el año, en lugar de padecer indigestiones de doce horas durante seis meses? Teniendo asegurada su ración cotidiana de trabajo, los obreros no se envidiarán mutuamente, no se pelearán por arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca. Y en ese momento, sin el agotamiento de cuerpo y espíritu, comenzarán a practicar las virtudes de la Pereza. Embrutecidos por su vicio, los obreros no han podido comprender que para que haya trabajo para todos es preciso racionarlo como el agua en un barco que zozobra. Sin embargo, los industriales, en nombre de la explotación capitalista, hace tiempo que han pedido una limitación legal de la jornada de trabajo. Ante la comisión de 1860 para la formación profesional, uno de los mayores manufactureros de Alsacia, el Sr. Bourcart, de Guebwiller, declaraba: «que la jornada de doce horas era excesiva y debía reducirse a once, y que los sábados el trabajo debía terminar a las dos. Estoy en condiciones de aconsejar la adopción de esta medida, aunque en principio pueda parecer onerosa, porque la hemos llevado a la práctica en nuestros establecimientos industriales desde hace cuatro años y estamos satisfechos: la producción media, lejos de disminuir, ha aumentado». En su estudio sobre las máquinas, el Sr. E Passy cita la siguiente carta de un gran industrial belga, el Sr. Ottevaere: «Nuestras máquinas, a pesar de ser iguales que las de las fábricas de tejidos inglesas, no producen lo que deberían y lo que producirían si estuvieran en Inglaterra, aunque estas trabajan dos horas menos al día [...] Nosotros trabajamos dos largas horas más. Tengo la convicción de que si trabajáramos once horas en lugar de trece, obtendríamos la misma producción y, por consiguiente, trabajaríamos más económicamente». Por otra parte, el Sr. Leroy-Beaulieu afirma que «un gran manufacturero belga observa que las semanas en las que cae un día festivo no aportan una producción inferior a la de las semanas ordinarias»19. Lo que el pueblo no se ha atrevido a hacer, engañado en su simpleza por los moralistas, lo ha hecho un gobierno aristocrático. El gobierno inglés, despreciando las grandes consideraciones morales e industriales de los economistas que, como pájaros de mal agüero, graznaban que la disminución de una hora de trabajo en las fábricas equivalía a decretar la ruina de la industria inglesa, ha prohibido por ley, cumplida estrictamente, trabajar más de diez horas diarias. Y, tras ello, Inglaterra sigue siendo la primera nación industrial del mundo. La gran experiencia inglesa, igual que la de algunos capitalistas inteligentes, está ahí y demuestra irrefutablemente que para incrementar la productividad humana hay que reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de paga y los festivos, cosa de la que el pueblo francés no está convencido. Pero si una ridícula reducción de dos horas ha aumentado en diez años la producción inglesa casi en un tercio20, ¿qué marcha vertiginosa no imprimirá a la producción francesa una reducción legal de la jornada de trabajo a tres horas? ¿No son capaces los obreros de entender que matándose a trabajar agotan sus fuerzas y las de su prole; que, desgastados, llegan prematuramente a la edad en la que se vuelven incapaces para cualquier 19

Paul Leroy-Beaulieu, La question ouvriére au XIXe siécle [La cuestión obrera en el siglo XIX], 1872. He aqui, según el célebre estadístico R. Giffen, de la Oficina de Estadística de Londres, la progresión creciente de la riqueza nacional de Inglaterra e Irlanda. En 1814 era de 55 mil millones de francos. En 1865, de I62,5 mil millones de francos. En I875, de 212,5 mil millones de francos. 20

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trabajo; que, absorbidos y embrutecidos por un único vicio, dejan de ser hombres para convertirse en trozos de hombres; que ahogan en ellos todas las bellas facultades para no dejar en pie más que la locura furibunda y lujuriosa del trabajo? ¡Ah! Como loros de Arcadia, repiten la lección de los economistas: «Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional» ¡Oh, idiotas! Precisamente porque trabajáis demasiado el equipamiento industrial se desarrolla lentamente. Dejad de berrear y escuchad a un economista. No se trata de un águila, sino del Sr. L. Reybaud, a quien hemos tenido la fortuna de perder hace unos meses: «En general, son las condiciones de la mano de obra las que regulan la revolución en los métodos de trabajo. En la medida en que proporciona sus servicios a un precio bajo se despilfarra. Se tiende a ahorrarla cuando sus servicios se encarecen»21. Para forzar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y hierro, hay que incrementar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso. ¿Qué pruebas apoyan esta tesis? Hay centenares. En las fábricas de tejidos, la máquina de devanar (self acting mule) fue inventada y aplicada en Manchester porque los tejedores se negaban a trabajar tanto tiempo como antes. En América, la máquina invade todos los ramos de la producción agrícola, desde la fabricación de mantequilla hasta la escarda del trigo. ¿Por qué? Porque el americano, libre y perezoso, preferiría morir mil veces antes que la vida bovina del campesino francés. La labranza, que es tan penosa como rica en agujetas en nuestra gloriosa Francia, es en el Oeste americano un agradable pasatiempo al aire libre que se hace sentado, fumando despreocupadamente en pipa.

A nuevos vientos, nueva canción Si disminuyendo las horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas en la producción social, obligando a los obreros a consumir sus productos se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada así de su tarea de consumidor universal, se apresurará a licenciar a la cohorte de soldados, magistrados, figaristas, proxenetas, etc., que ha retirado del trabajo útil para contribuir al consumo y al despilfarro. El mercado de trabajo se verá entonces desbordado y tendrá que haber una ley de hierro para prohibir el trabajo. Será imposible que encuentre una ocupación esa multitud hasta ahora improductiva, más numerosa que las garrapatas. Y tras ellos habrá que pensar en todos los que proveían a sus necesidades y gustos fútiles y dispendiosos. Cuando no haya lacayos y generales que condecorar, ni prostitutas libres y casadas que cubrir con encajes, ni cañones que perforar, ni palacios que construir, habrá que imponer con leyes severas a obreras y obreros de la pasamanería, del encaje, del hierro y de la construcción, saludables ejercicios de remo y de danza para restablecer su salud y el perfeccionamiento de la raza. Cuando los productos europeos se consuman donde se fabrican y ya no sean transportados hasta el fin del mundo, habrá muchos marineros, factores y conductores que se sentarán y aprenderán a estar de brazos cruzados. Los felices polinesios podrán entregarse entonces al amor libre sin temer los puntapiés de la Venus civilizada ni los sermones de la moral europea. Más aun. Con el fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual y de lograr que el equipamiento industrial se desarrolle indefinidamente, la clase obrera deberá, al igual que la burguesía, violentar su inclinación a la abstinencia, y desarrollar indefinidamente su capacidad para el consumo. En lugar de comer cada día una o dos onzas de carne correosa, cuando las come, comerá jugosos filetes de una o dos libras. En lugar de beber moderadamente vino malo, más católico que el Papa, beberá grandes y altas copas llenas de Burdeos y Borgoña, sin bautizo industrial, y dejará el agua para los animales. Los proletarios se han propuesto infligir a los capitalistas diez horas de fragua y refinería. Ahí radica su gran error, la causa de los antagonismos sociales y las guerras civiles. Habrá que prohibir el trabajo, no imponerlo. A los Rothschild y los Say se les permitirá aportar las pruebas de haber sido toda su vida 21

Louis Reybaud, Le cotton, son régirne, sea problémes [El algodón, su régimen, sus problemas] (1863).

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unos perfectos haraganes. Y si a pesar del entusiasmo general por el trabajo se empeñan en continuar viviendo como perfectos haraganes, serán fichados en sus respectivos ayuntamientos y recibirán una moneda de veinticinco francos para sus caprichos. Las discordias sociales se desvanecerán. Los rentistas y los capitalistas serán los primeros en sumarse al partido popular, una vez convencidos de que lejos de querer hacerles daño, lo que se quiere es librarlos del trabajo de sobreconsumir y despilfarrar que los ha agobiado desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses que no puedan probar su condición de despreciables, se les dejará seguir sus instintos. Hay suficientes oficios repugnantes para colocarlos. Dufaure limpiaría las letrinas públicas; Galliffet haría de matarife de cerdos y caballos sarnosos; los miembros de la Comisión de gracias, enviados a Poissy, marcarían a los bueyes y ovejas destinados al sacrificio; los senadores serían asignados a las pompas fúnebres y harían de sepultureros. Para otros, se encontrarían oficios a la medida de su inteligencia. Lorgeril y Broglie pondrían tapones a las botellas de champán, pero con un bozal que les impidiera emborracharse; Ferry, Freycinet y Tirard matarían chinches y otros parásitos en ministerios y otros establecimientos públicos. No obstante, habría que poner el dinero público lejos del alcance de los burgueses por temor a sus costumbres adquiridas. Pero será dura y larga la venganza contra los moralistas que han pervertido la naturaleza humana, los mojigatos, los gazmoños, los hipócritas y «otras sectas semejantes de cuantos se han disfrazado para engañar al mundo. Porque, dando a entender al pueblo sencillo que sólo se dedican a la contemplación y la devoción, ayunando y mortificando sus sentidos, y dando sólo sustento y alimento a la pequeña fragilidad de su humanidad, en realidad se joroban en él. ¡Dios sabe que ser eso et Curios simulant sed Bacchanalia vivunt22! Podéis leerlo en grandes caracteres en sus caras coloradas y en sus desmesurados vientres, aunque se perfumen con azufre»23. En las grandes fiestas populares en las que comunistas y colectivistas, en lugar de tragar polvo como en los 15 de agosto y los 14 de julio del burguesismo, harán que corran las frascas, troten los jamones y vuelen los vasos, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los clérigos de ropa corta y larga de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagandistas del maltusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán hambrientos al lado de mujeres galesas y mesas repletas de carne, de frutas y flores, y morirán de sed junto a los barriles destapados. Cuatro veces al año, coincidiendo con los cambios de estación, y como a los perros de los afiladores, se los encadenará a grandes ruedas y durante diez horas se les condenará a moler viento. Los abogados y legisladores sufrirán la misma pena. Bajo el régimen de la pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales permanentemente. Se trata de una labor adecuada para nuestros burgueses legisladores, quienes irán en cuadrillas por las ferias y los pueblos ofreciendo representaciones legislativas. Los generales, con sus botas de montar y el pecho engalanado con cordones, condecoraciones y cruces de la Legión de Honor, irán por calles y plazas reclutando espectadores entre la gente. Gambetta y Cassagnac, su compadre, se encargarán de anunciar el espectáculo en la puerta. Cassagnac, vestido con un gran traje de matamoros, girando los ojos, retorciéndose el bigote y escupiendo estopa encendida, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre y se hundirá en un hoyo cuando le enseñen el retrato de Lullier. Gambetta disertará sobre política exterior; sobre la pequeña Grecia, que lo adoctrina e incendiaría Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia, que lo atonta con la compota que pretende hacer de Prusia, y que desea un desastre para Europa occidental para hacer a su antojo en el este y estrangular el nihilismo dentro del país; sobre el Sr. Bismark, que ha sido lo bastante bueno como para permitirle pronunciarse sobre la amnistía... Y después, desnudando su gran barrigón pintado con la tricolor, hará un redoble llamando a escena y enumerará los deliciosos animalitos, los pájaros hortelanos, las trufas y los vasos de Margaux y de Yquem que ha engullido para fomentar la agricultura y tener bien sujetos a los electores de Belleville. En la barraca, se comenzará por la Farsa electoral. 22

«Simulan ser Curio, pero viven como en las Bacanales» (Juyenal) Pantagruel. Libro II, capitulo LXXIV.

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Ante electores con cabeza de madera y orejas de burro, los candidatos burgueses, con vestidos de paja, bailarán la danza de las libertades políticas limpiándose la cara y el trasero con sus programas electorales plagados de promesas, hablando con lágrimas en los ojos de las miserias del pueblo y con voz estentórea de las glorias de Francia. Y las cabezas de los electores rebuznarán fuerte y a coro: ¡jijau! ¡jijau! Después comenzará la obra principal: El Robo de los bienes de la Nación. La Francia capitalista, una hembra enorme, con la cara peluda y la cabeza calva, deforme, de carnes fláccidas, abotagadas y pálidas y una mirada apagada, soñolienta y bostezante, está tendida en un sofá de terciopelo. A sus pies, el Capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con una máscara simiesca, devora mecánicamente a hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire. La Banca, con hocico de garduña, cuerpo de hiena y manos de arpía, le saca monedas del bolsillo con presteza. Hordas de miserables proletarios demacrados y harapientos, escoltados por policías con el sable desenvainado, empujados por furias que los azotan con los látigos del hambre, ponen ante los pies de la Francia capitalista montones de mercancías, barriles de vino y sacos de oro y trigo. Langlois, con el pantalón en una mano y el testamento de Proudhon en la otra, y con el libro del presupuesto entre los dientes, se planta a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia. Una vez descargados los fardos, expulsan a culatazos y golpes de bayoneta a los obreros y abren la puerta a los industriales, comerciantes y banqueros. En tropel, se precipitan sobre el montón, engullendo las telas de algodón, los sacos de trigo, los lingotes de oro, y vaciando los barriles. Cuando no pueden más, sucios y repugnantes, se hunden en sus inmundicias y sus vómitos. Entonces estalla un trueno, se sacude la tierra y se entreabre surgiendo la Fatalidad histórica. Con su pie de hierro aplasta las cabezas de los hiposos que titubean, caen y ya no pueden huir; y con su ancha mano derriba a la Francia capitalista, aturdida y sudorosa de miedo. Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, se levanta con su fuerza terrible, no para reclamar los Derechos del hombre, que no son más que los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria, sino para forjar una ley de hierro que prohiba a cualquier hombre trabajar más de tres horas al día, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en ella un nuevo universo. Pero, ¿cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que adopte una resolución viril? Igual que Cristo, doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, mujeres y niños del Proletariado suben trabajosamente desde hace un siglo por el duro calvario del dolor. ¡Desde hace un siglo, el trabajo forzado destroza sus huesos, mortifica su carne, atormenta sus nervios; desde hace un siglo, el hambre retuerce sus entrañas y alucina sus cerebros! ¡Oh, Pereza: apiádate de nuestra prolongada miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y las nobles virtudes: conviértete en el bálsamo de las angustias humanas!

A. Apéndice Nuestros moralistas son personas muy modestas. Si bien han inventado el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, alegrar el espíritu y mantener el buen funcionamiento de los riñones y otros órganos. Desean experimentar su uso en el pueblo, in anima vili, antes de emplearlo contra los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de excusar y autorizar. Pero, filósofos de tres al cuarto: ¿por qué exprimís tanto vuestros cerebros para elucubrar una moral cuya práctica no os atrevéis a aconsejar a vuestros patronos? ¿Queréis ver ridiculizado y deshonrado vuestro dogma del trabajo del que os sentís tan orgullosos? Recurramos a la historia de los pueblos antiguos y a los escritos de sus filósofos y legisladores: «No sabría afirmar —dice el padre de la historia, Heródoto— si los griegos toman de los egipcios el desprecio que sienten por el trabajo, porque encuentro el mismo desprecio entre los tracios, los escítas, los persas y los lidias; en definitiva, porque entre la mayor

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parte de los bárbaros, quienes aprenden las artes mecánicas e incluso sus hijos son considerados los últimos de entre los ciudadanos... Todos los griegos han sido educados en estos principios, en particular los lacedemonios»1. «En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles que no debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los que descendían. Debiendo, pues, ser libres todo el tiempo para velar, dada su fuerza intelectual y corporal, por los intereses de la República, encargaban todo el trabajo a los esclavos. Igualmente en Lacedemonia, las mujeres no debían hilar ni tejer para no degradarse en su nobleza»2. Los romanos sólo conocían dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas. Por ley, todos los ciudadanos vivían a expensas del Tesoro, y no podían ser obligados a proveer a su subsistencia recurriendo a ninguna de las sordidae artes (término con el que se referían a los oficios), que pertenecían por ley a los esclavos. Bruto el viejo, para sublevar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino de haber convertido a los ciudadanos libres en artesanos y albañiles3. Los filósofos de la antigüedad discutían sobre el origen de las ideas, pero estaban de acuerdo cuando se trataba de aborrecer el trabajo. «La naturaleza —dice Platón en su utopía social, en su República modelo— no ha creado al zapatero ni al herrero. Tales ocupaciones degradan a quienes las ejercen. Son viles mercenarios, miserables sin nombre que por su propio estado son excluidos de los derechos políticos. En cuanto a los mercaderes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se envilezca comerciando en su negocio será perseguido por ese delito. Si se demuestra que es culpable, será condenado a un año de prisión. La pena será del doble cada vez que reincida»4. En su obra El económico, escribe Jenofonte: «Las personas que se dedican a los trabajos manuales nunca son elevadas a cargos públicos, y con razón. La mayor parte de ellos, condenada a estar sentada todo el día, y algunos incluso a sufrir un fuego continuo, no pueden menos que tener el cuerpo alterado, y resulta muy difícil que la mente no se resienta». «¿Qué hay de honorable en un negocio —se pregunta Cicerón—, y qué puede producir el comercio que sea honesto? Todo aquello que recibe el nombre de negocio resulta indigno de un hombre honesto [...] pues los comerciantes no pueden ganar sin mentir, ¿y hay algo más vergonzoso que la mentira? Así pues, se debe considerar como bajo y vil el oficio de todo el que vende sus esfuerzos y su industria, porque todo el que ofrece su trabajo por dinero se vende a sí mismo y se pone al nivel de los esclavos»5. Proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, ¿oís el lenguaje de estos filósofos, que se os oculta muy celosamente? Un ciudadano que ofrece su trabajo por dinero se degrada al rango de un esclavo, comete un delito que merece años de prisión. La tartufería cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de las repúblicas antiguas. Al enseñar a hombres libres, expresaban libremente su pensamiento. Platón, Aristóteles y otros pensadores gigantes a los que ni de puntillas llegan a la suela del zapato nuestros Cousin, nuestros Caro, 1

Heródoto, Tomo II, traducción de Larcher, 1876. Biot, De l'abolition de l'esclavage anden en Occident [De la abolición de la esclavitud antigua en Occidente], 1840. 3 Tito Livio, Libro I. 4 Platón, República, Libro V. 5 Cicerón, De los deberes,1, título II, capítulo XLII. 2

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nuestros Simon, querían que los ciudadanos de sus repúblicas ideales vivieran en el ocio más pleno, ya que, como decía Jenofonte, «el trabajo ocupa todo el tiempo y excluye el tiempo libre para la República y los amigos». Según Plutarco, el gran mérito de Licurgo, «el más sabio de los hombres» que debe admirar la posteridad, era el haber concedido tiempo libre a los ciudadanos de la República prohibiéndoles ejercer cualquier oficio6. Pero, responderán los Bastiat, los Dupanloup, los Beaulieu y sus compañeros de la moral cristiana y capitalista, esos pensadores, esos filósofos preconizaban la esclavitud. Es cierto, pero ¿podía ser de otro modo, teniendo en cuenta las condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas. El hombre libre debía dedicar su tiempo a discutir los asuntos de Estado y a velar por su defensa. En aquel tiempo los oficios eran demasiado primitivos y demasiado toscos como para poder ejercerlos y oficiar al mismo tiempo como soldado y ciudadano. Para contar con soldados y ciudadanos, los filósofos y legisladores debían tolerar a los esclavos en sus heroicas repúblicas. Pero, ¿acaso los moralistas y los economistas del capitalismo no preconizan el salariado, es decir, la esclavitud moderna? ¿Y a qué hombres concede tiempo libre la esclavitud capitalista? A los Rothschild, los Schneider, a las Madame Boucicaut, inútiles y dañinos esclavos de sus vicios y de sus criados. «El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Aristóteles y Pitágoras», se ha escrito desdeñosamente. Sin embargo, Aristóteles preveía que «si cada instrumento pudiera ejecutar su propia función sin ordenárselo, o bien por sí mismo, como se movían por sí solas las obras maestras de Dédalo, o como los trípodes de Vulcano se ponían espontáneamente a su sagrado trabajo; si, por ejemplo, las lanzaderas tejiesen solas, los jefes de taller no necesitarían ayudantes, ni el amo esclavos». El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas que respiran fuego, con sus infatigables miembros de acero y su fecundidad maravillosa e inagotable, realizan dócilmente y por sí mismas su trabajo sagrado, y, sin embargo, el espíritu de los grandes filósofos del capitalismo sigue estando dominado por el prejuicio del salariado, la peor de las esclavitudes. No comprenden aún que la máquina es la redentora de la humanidad, el dios que redimirá al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, el dios que les dará el ocio y la libertad. Paul Lafargue 1880

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Platón, La República, V, y Las leyes, III. Aristóteles, Política, II y VI. Jenofonte, El económico,IV y VI. Plutarco, Vida de Licurgo.

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