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A mi Violeta del alma

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La Mansión Roja Novela

Lobo Rabioso

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ÍNDICE Capítulo 1

Pág. 7

Capítulo 2

Pág. 35

Capítulo 3

Pág. 57

Capítulo 4

Pág. 93

Capítulo 5

Pág. 123

Capítulo 6

Pág. 155

Capítulo 7

Pág. 177

Capítulo 8

Pág. 203

Capítulo 9

Pág. 229

Capítulo 10

Pág. 259

Capítulo 11

Pág. 283

Capítulo 12

Pág. 307

Capítulo 13

Pág. 335

Capítulo 14

Pág. 361

Epílogo

Pág. 375

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La Mansión Roja Novela

CAPÍTULO 1 Tepotzotlán, Estado de México, octubre 2002. la una de la tarde de un martes soleado un hombre Ajoven, atlético y bien parecido camina por la acera apresurado mirando fijamente el campanario de una vieja iglesia que está ubicada en una esquina. Viste ropas viejas, está desaliñado, cara sucia, lleva en la mano derecha una raída maleta de lona y su mirada refleja una extraña expresión de ira. Es un poblado pequeño y dicho personaje no desentona en ese modesto entorno debido al harapiento atuendo que porta. Al llegar a la iglesia, se para frente a la entrada y luego se mete con sigilo al templo preguntándole a un anciano que está barriendo el piso: —Disculpe, señor ¿es párroco de esta iglesia Rigoberto Montesinos? El anciano lo mira de arriba abajo y luego le contesta: —En esta iglesia no se dan caridades a indigentes. —No, señor, usted no me entiende —le dice el joven desaliñado al anciano—, el padre Montesinos es mi pariente. El anciano se sonroja y le dice apenado: —Usted perdone, joven, pero yo pensé que... —No se preocupe, señor —le interrumpió el joven—, si me ve en éstas fachas es porque atravieso por una mala racha. Pero dígame —continuó—: ¿Es o no párroco de este templo el padre Montesinos?

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El anciano le contesta positivamente, diciéndole que el padre de esa iglesia es quien él busca y que se encuentra en el sagrario preparándose para una misa. El anciano, suponiendo que el joven era pariente del párroco, le indica donde se encuentra el sagrario y le permite pasar a verlo. El joven se dirige hacia donde le ha dicho el anciano y a la derecha del altar toca una enorme puerta de madera. —¡No me fastidies, Hilario! —se escuchó una voz reclamante desde adentro—. ¡Ya te había dicho que estoy ocupado! —Discúlpeme, padre —dijo el joven detrás de la puerta—, soy un feligrés que le urge verlo para una confesión. —¿Quién rayos te dejó pasar? —dijo el padre enfadado—. Seguro fue el estúpido de Hilario, en fin, ahora salgo. Pasado un par de minutos se abrió la puerta y del sagrario salió un jovencito como de 15 años deteniéndose un momento para mirar a quien buscaba al padre, bajando luego la mirada y sin pronunciar palabra se retiró apresuradamente. De adentro se escuchó una voz que decía: —Ya puedes pasar, hijo. Al pasar el joven se encontró frente a frente con el sacerdote. El párroco era un hombre maduro, cercano a los 60 años, muy delgado, canoso, mal encarado y con una visible cicatriz cruzando la mejilla izquierda. El sacerdote miró fijamente los ojos del joven preguntándole intrigado: —¿Acaso te conozco? Me eres muy familiar. —No lo creo —contestó el joven—, solo vine a confesarme. Al acercarse el padre hacia el joven pronto notó que a pesar de su atuendo desarrapado y aspecto desaliñado, en realidad era un tipo atlético y bien parecido. Cambió de inmediato su actitud de enfado y esta vez amablemente le dijo al joven sonriendo:

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—Pero siéntate, hijo mío, veamos en que te puedo ayudar. El joven tomó asiento frente a un enorme escritorio poniendo su maleta sobre el mismo y el padre también tomó asiento del otro lado del mueble. —He pasado por una enorme crisis —le dijo el joven— y es urgente que un hombre de Dios me escuche porque he cometido muchos pecados y estoy a punto de cometer uno aún más grave. Intrigado el padre le preguntó primero su nombre, a lo que el joven le responde: —Me llamo Juan. —¿Juan qué, hijo mío? —le preguntó el padre—. —Juan Escobar Montesinos —le contestó el joven—. El padre, mirándolo con los ojos desorbitados, se puso de pié y respirando en forma agitada le dijo alterado: —¡No puede ser, tú estas muerto, tú estás muerto! Juan se acercó sereno al padre para mirarlo de frente, luego llevándose una mano a sus ojos se retiró unos lentes de contacto de color casi negro, para dejar ver el verdadero color de los suyos, los cuales eran de un verde muy característico. El sacerdote, al mirar los ojos del enfurecido hombre quedó más que sorprendido, volviendo a decir esta vez más fuerte: —¡No puede ser, no puede ser, has vuelto del infierno! Juan cogió fuerte la muñeca de la mano izquierda del padre poniendo la misma extendida sobre el escritorio con la palma hacia abajo, sacó luego una enorme daga que traía en la petaca que llevaba y de un certero golpe la insertó en la parte dorsal de la mano quedando la misma clavada al escritorio. El padre aterrorizado, tomó aire para dar un alarido, pero antes de que emitiera grito alguno, Juan le dio un puñetazo en la punta de la barbilla dejándolo inconsciente, derrumbándose el cura quedando sentado en la silla frente al escritorio. Pronto, buscando en

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los cajones del mueble, Juan encontró la agenda parroquial y apresuradamente buscó los pendientes que había para esa fecha, viendo que ese día solo estaba programada una misa hasta las 2 de la tarde. Cerró la agenda y de su maleta sacó una gruesa cinta adhesiva amordazando al padre. Luego, de la misma, sacó un cordel amarrando el antebrazo de la mano libre al brazo derecho del asiento. Posteriormente le amarró el torso al respaldo de la silla utilizando también un cordel, atándolo con nudos complejos quedando el sacerdote perfectamente amarrado. Momentos después el padre empezó a recobrar el conocimiento y al abrir los ojos observó a Juan sentado frente a él con una leve sonrisa en su rostro. El sacerdote totalmente inmovilizado, miró su mano ensangrentada clavada en el escritorio y tratando de zafarse se hirió aún más, pues la daga estaba clavada muy profunda sobre el mueble. Desesperadamente, trata de zafarse de la mano derecha amarrada del antebrazo con el cordel, emitiendo al intentarlo ruidosos gemidos. Juan se para enfadado, saca otra daga de la maleta y acercándosela al cuello del padre le indica con el dedo que guarde silencio. El padre, con ojos desorbitados, se relaja y Juan vuelva a tomar asiento. —Como sacerdote y líder de la familia —le dijo sereno Juan al padre—, quiero que seas tú quien me confiese, pero antes, no quiero interrupciones, así que le diré al viejo de afuera que cierre la iglesia y coloque un letrero para cancelar tu misa de la tarde, dándole el día libre. Del escritorio Juan sacó una hoja en blanco escribiendo con letras grandes “se suspende la misa de las 2 de la tarde”. Luego, se acercó al padre y esculcando sus ropas sacó de entre las mismas una cartera boyante de billetes grandes y contando el dinero le dijo al cura: —Por primera vez voy ha gastar un poco del dinero que me robaste.

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