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Dos cuentos de terror William Wymark Jacobs

Introducción y traducción Álvaro Uribe

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO 2014

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Jacobs, William Wymark, 1863-1943, autor. Dos cuentos de terror / William Wymark Jacobs ; introducción Álvaro Uribe. -- Primera edición 40 páginas. -- (Colección Relato Licenciado Vidriera / director de la colección Álvaro Uribe) ISBN 978-970-32-0472-4 (colección) ISBN 978-607-02-5519-9 I. Uribe, Álvaro, prologuista. II. Título. III. Serie PR4821.J2.A55 2014

Primera edición: 6 de junio de 2014 D. R. © 2014, Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F. dirección general de publicaciones y fomento editorial

ISBN: 978-970-32-0472-4 (colección) ISBN: 978-607-02-5519-9 Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México

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INTRODUCCIÓN El terror en la imaginación

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omo el poeta y narrador estadounidense Stephen Vin­ ccent Bénet, el cuentista y novelista inglés William 1

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Wymark Jacobs (1863-1943) escribió bien y escribió mucho, pero sólo es conocido en su posteridad por un cuento único. Numerosas y sucintas biografías de este escritor célebre en su época y apenas recordado hoy se entreveran y a veces se contradicen en internet. Sin desdeñar esa información útil o interesante, procuraré atenerme, siempre que sea posible, a la semblanza elaborada por Gary Hoppenstand, compilador y prologuista de The Monkey’s Paw and Other Tales of Mystery and the Macabre.2 Jacobs, primogénito de una familia numerosa, se crió en los muelles de Wapping en el río Támesis al sur de Londres. Su padre era administrador de otros muelles, los de South Devon. De esa infancia casi fluvial y casi marítima resulta que su vasta obra abunde en vapores, en marineros y

1 Véase el número 40 de esta colección editorial: Junto a los ríos de Babilonia de Stephen Vincent Bénet. 2 Estados Unidos de América: Academy of Chicago Publishers, 1997. Reimpresión 2007.

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en pescadores. No hay en cambio una explicación biográfica satisfactoria, salvo acaso la timidez atestiguada por sus amigos y parientes que lo llamaban “el pequeño W. W.”, para el humor a veces satírico y a veces sólo irónico que permea y aun redime sus cuentos y novelas. Luego de estudiar en una escuela pública y en un colegio universitario londinense, W. W. Jacobs se incorporó, como tantos jóvenes victorianos sin recursos propios, al servicio civil inglés. A los veinte años se empleó en un banco de ahorros ligado a la oficina de correos, en donde trabajó de 1883 a 1889. Empezó a publicar en 1885, al principio con seudónimo y luego sólo con sus iniciales, en revistas humorísticas cada vez más respetables: Blackfriars Magazine, The Idler, Today y Strand Magazine. Su primer libro de cuentos, Many Cargoes (Muchos fletes), aparecido en 1896, le ganó la atención de un público amplio y el reconocimiento de la crítica; grandes autores contemporáneos suyos lo leyeron con aprobación. G. K. Chesterton escribió: “Su humor es salvaje, pero es un humor sano. Su horror es salvaje, pero es un horror sano”; Evelyn Waugh, emparentado por lo político con Jacobs, opinó que “tras su fachada grisácea se ocultaba un artista puro”. A su triunfo inicial siguió la novela corta The Skipper’s Wooing (El capitán galante, 1897) y al poco tiempo el volumen de cuentos The Sea Urchins (Los golfillos de mar, 1898), que consolidaron su reputación y le dieron la confianza o el arrojo necesarios para abandonar el servicio civil y vivir sólo de y para la literatura. Al finalizar el siglo xix en 1900,

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W. W. Jacobs —recién casado a los 37 con la sufragista Agnes Eleanor— era tan exitoso que pudo retirarse a escribir a sus anchas en la campiña de Sussex, donde llegó a poseer dos casas compradas con sus considerables regalías. Dos años después de instalarse en esa atmósfera propicia al cultivo de las letras, le sobrevino la mayor bendición o la peor maldición que puede experimentar un escritor: compuso, en la relativa juventud de los 39, una obra maestra insuperable. “La pata de mono”, publicado primero en una revista e incluido en el mismo 1902 en la colección de cuentos macabros The Lady of the Barge (La dama de la barca), fue más que un éxito inmediato: fue toda una revelación. De golpe, la fama de un autor prestigiado por sus recreaciones de la vida en los muelles y barcos ingleses pasó a depender de un relato siniestro cuyos personajes no tienen nada que ver con los ríos ni mucho menos con el mar. Se puede suponer que la unánime aclamación de pares y lectores sorprendió a W. W. Jacobs y no dejó de halagarlo; el autor aclamado no sufrió, sin embargo, la parálisis de la justa satisfacción. Siguió escribiendo mucho. Siguió escribiendo bien. Volvió a escribir sobre marineros y pescadores. Escribió asimismo nuevas historias de terror, como las recogidas en Sailors’ Knots (Nudos marinos, 1909), donde figura “La Casa de Peaje”: otro cuento macabro magistral, aunque no insuperable. En 1914, con la publicación de Night Watches (Rondas nocturnas), rebasó la docena de volúmenes de cuentos, además de no pocas novelas. Pero en casi

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treinta años de prolífica actividad literaria no había escrito nada mejor, nada más memorable, que “La pata de mono”. Retomó la pluma después de la primera Guerra Mundial, aunque se restringió casi exclusivamente a adaptar al teatro, por lo común en colaboración con otro autor, algunos de sus relatos más leídos. Su último libro de cuentos, Sea Whispers (Murmullos marinos), es de 1926; su última adaptación teatral, de 1935. En la década o poco menos que lo separaba de la muerte no volvió a padecer o a disfrutar la experiencia de una nueva publicación. Nadie sabe, ni acaso él o ella mismos, por qué un escritor o una escritora dejan de escribir. Es posible que, al desaparecer bruscamente el mundo decimonónico que él había conocido de primera mano y tratado en su narrativa con afectuoso o perverso humor, W. W. Jacobs haya resuelto enmudecer. Es también posible que se haya dado al fin por vencido en la tarea inhóspita de superar “La pata de mono”. Lo cierto es que, contento por haber escrito al menos una obra perdurable o frustrado por no haber escrito al menos otra más, W. W. Jacobs murió a los ochenta en 1943, cuando Londres no se preocupaba tanto por la suerte de sus viejos literatos como por sobrevivir a los inclementes bombardeos de la Luftwaffe en la segunda Guerra Mundial.

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II “La pata de mono” es —mido el alcance de mi afirmación— un cuento perfecto. Desde la primera frase, en que la hostilidad del exterior se contrapone al bienestar del interior de la casa en donde se desarrollará la trama, hasta la última, en que se regresa al exterior ya exento de amenazas, no tiene desperdicio. Su virtud más notoria y plausible es la de introducir el elemento sobrenatural en un microcosmos familiar y baladí, de manera que el lector incrédulo puede pensar, si su excesivo materialismo se lo exige, que todos los sucesos fantásticos del relato son simples coincidencias susceptibles de explicación racional. Otra cualidad digna de aprecio es la ironía que despunta en las palabras de los personajes y en las observaciones traviesas del narrador, en logrado contrapunto a la atrocidad de los hechos planteados por la narración. El tema del cuento —no cometeré la descortesía de re­ velar la anécdota— es el del peligro implícito en el acto de desear. Hay que tener cuidado con lo que se desea porque los deseos corren el riesgo de cumplirse al pie de la letra. A la universalidad del temor demasiado humano —vale decir: contradictorio— a satisfacer a plenitud los propios y secretos anhelos obedece quizá, tanto como a la destreza intachable con que el autor hace encarnar ese miedo atávico, que “La pata de mono” haya merecido innúmeras lecturas y reelaboraciones. En los 112 años transcurridos desde su publicación primera, el asunto del relato ha resurgido, literalmente

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o reinterpretado, en otros cuentos, en novelas, en obras de teatro, en películas largas y cortas, en programas de televisión, en piezas de música popular y hasta en videojuegos. Entre sus llamativos avatares de los últimos años están un episodio de la serie protagonizada por los Monkees, otro de Los Simpsons, otro de Rumbo a lo desconocido, otro más de Los expedientes secretos X, una canción de Laurie Anderson y otra de la banda punk Misfits. Por mi parte, yo leí el original hace casi medio siglo en una inolvidable clase de inglés en la secundaria. Y en lo que se refiere a las letras hispanoamericanas, “La pata de mono” tiene un lugar de privilegio en la canónica Antología de la literatura fantástica (1940, con muchas reediciones) de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, que en el prólogo lo consideran “uno de los cuentos más impresionantes” de su muestrario y añaden que se trata de “una versión trágica, admirable”, de la inmemorial leyenda de los tres deseos. La traducción que ahora le propongo al lector quiere homenajear a estos tres maestros de la prosa en lengua española. El homenaje, sin embargo, no es incondicional. Empecé por traducir “La pata de mono” sin releer la versión de la Antología o, mejor, con el difuso recuerdo de haberla leído treinta y tantos años atrás. Al terminar mi primer bosquejo, lo cotejé con el texto publicado.3 Para mi sorpresa, no La Antología no indica quiénes son responsables de las traducciones. Pero otra compilación muy posterior, Cuentos memorables según Jorge

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sólo encontré las previsibles diferencias de interpretación; para mi sorpresa, encontré que los traductores argentinos —cuyos muchos aciertos aproveché sin empacho— habían abreviado o cambiado el cuento en numerosas instancias. Un ejemplo: la narración empieza con la palabra without, que suele significar “sin” pero que, dado el contexto, traduje como “afuera”; ellos optaron simplemente por cancelarla. Otro ejemplo: al cabo de ese mismo párrafo inicial se habla de una white-haired old lady; yo traduje: “la anciana de cabello blanco”, mientras que ellos, eliminando las canas, se redujeron a poner: “la vieja señora”. Todavía otro: en algún momento se dice que el viejo apretaba las manos de su esposa as he had been wont to do in their old courting days nearly forty years ago; ellos incomprensiblemente borraron los “casi cuarenta años atrás” que yo por supuesto traduje con plena literalidad. Omisiones como éstas y otras harto más significativas, debidas quizás a la prisa al traducir o bien a la idea de que el traductor tiene el derecho si no el deber de enmendar al autor, proliferan en la traducción de Borges, Ocampo y Bioy Casares. El mérito de la mía, si tiene alguno, consiste en restituir al texto español los equivalentes de todas y cada una de las palabras inscritas en el original.

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Luis Borges (México: Alfaguara, 1999) —cuyo conocimiento debo a la amistad y el saber literario de Luis Miguel Aguilar— establece sin lugar a dudas, y con el aval de María Kodama —la viuda y heredera universal de Borges— que los traductores de “La pata de mono” son en efecto el propio Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

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Para completar este volumen elegí otro cuento ejemplar: “La Casa de Peaje”, que es como trasladé el elusivo título The Toll-House. El lector notará que comparte varias características elementales con “La pata de mono”. En ambos relatos lo sobrenatural acaece en medio de circunstancias ordinarias; en ambos el humor de algún personaje y del narrador omnisciente atenúa los horrores de la narración; en ambos la parte más intensa de la trama sucede en un espacio cerrado; en ambos la repisa de una chimenea desem­peña su modesto papel; en ambos hay un protagonista que como el de la macabra serie televisiva Breaking Bad —y quién sabe si sea una casualidad— se llama Mr. White. Por lo demás, W. W. Jacobs acomete en esta segunda historia el tema tradicional de la casa afantasmada y lo potencia con un desenlace tan ambiguo como impecable.

III Los relatos de terror —parafraseo el comienzo del prólogo a la Antología de Borges, Ocampo y Bioy Casares— son tan antiguos como la literatura misma. Incluso más antiguos. Su longevidad y permanente actualidad se explican por una curiosa paradoja de la naturaleza humana. A mucha gente, acaso a toda la gente, le gusta espantarse. La experiencia del miedo, del miedo autoprocurado, del miedo falaz, es adictiva. Apenas pasado el susto, uno quiere asustarse otra vez.

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Pero con una condición: que uno sepa desde el principio que la causa del temor no es real. Que cerrado el libro, apagado el televisor, abandonado el teatro o la sala de cine, el mundo y uno mismo volverán a ser como antes. Como siempre. El siglo xxi mexicano ha venido a enseñarnos, entre tantas otras calamidades, que ese antes y ese siempre no están dados de una vez por todas. Que el horror es cotidiano. Ubicuo. Que lo peor puede pasarle y de hecho le pasa a cualquiera en cualquier momento y en cualquier lugar. Contrastados con esta pesadilla verídica, los cuentos de W. W. Jacobs traducidos aquí pueden parecer ingenuos y hasta escapistas. Yo pienso por el contrario que, en la muy modesta medida de las ficciones literarias, son un antídoto o por lo menos un paliativo contra los excesos de la realidad. Un recordatorio de que el terror es apetecible y deleitoso cuando su ejercicio y consumo se limitan estrictamente a cultivarlo con arte en el terreno fértil de la imaginación.

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