Domingo XII Tiempo Ordinario (Ciclo C) 2016

  16 junio Domingo XII Tiempo Ordinario  (Ciclo C) – 2016           Texto Litúrgico   Exégesis   Comentario Santos Padres Teológico       ...
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16 junio

Domingo XII Tiempo Ordinario  (Ciclo C) – 2016      

 

  Texto Litúrgico

  Exégesis

  Comentario

Santos Padres

Teológico

 

 

 

 

Aplicación

  Directorio Homilético

       

Información

 

Textos Litúrgicos

·         Lecturas de la Santa Misa ·         Guión para la Santa Misa   Domingo XII Tiempo Ordinario (C) (Domingo 19 de Junio de 2016)     LECTURAS   Verán al que ellos mismos traspasaron Lectura de la profecía de Zacarías     12, 10-11; 13, 1       Así habla el Señor:     Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí. En cuanto al que ellos traspasaron, se lamentarán por él como por un hijo único y lo llorarán amargamente como se llora al primogénito.     Aquel día, habrá un gran lamento en Jerusalén, como el lamento de Hadad Rimón, en la llanura de Meguido.     Aquel día, habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza.   Palabra de Dios.     SALMO     Sal 62, 2-6. 8-9 (R.: 2b)   R. Mi alma tiene sed de ti, Señor, Dios mío.   Señor, Tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente;

mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua. R.   Sí, yo te contemplé en el Santuario para ver tu poder y tu gloria. Porque tu amor vale más que la vida, mis labios te alabarán. R.   Así te bendeciré mientras viva y alzaré mis manos en tu Nombre. Mi alma quedará saciada como con un manjar delicioso, y mi boca te alabará con júbilo en los labios. R.   Veo que has sido mi ayuda y soy feliz a la sombra de tus alas. Mi alma está unida a ti, tu mano me sostiene. R.   Ustedes que fueron bautizados han sido revestidos de Cristo Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Galacia     3, 26-29       Hermanos:     Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, ya que todos ustedes, que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo.     Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús. Y si ustedes pertenecen a Cristo, entonces son descendientes de Abraham, herederos en virtud de la promesa.   Palabra de Dios.  

  ALELUIA     Jn 10, 27   Aleluia. «Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen», dice el Señor. Aleluia.     EVANGELIO Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre debe sufrir mucho + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     9, 18-24       Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con Él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy Yo?»     Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado».     «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios».     Y Él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie.     «El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día».     Después dijo a todos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará».   Palabra del Señor.

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GUION PARA LA MISA  

Guión Domingo XII Tiempo Ordinario Ciclo C   Entrada: La Eucaristía es el memorial del sacrificio redentor de Cristo. Quien participa en él, se une al misterio de la muerte del Señor que da la vida y se convierte en su apóstol.   1ª Lectura        Zac 12, 10-11; 13, 1             Aquel a quien traspasaron se convirtió en fuente abierta de salvación para todos los que se acercan a Él.   2ª Lectura        Gál 3, 26-29             Bautizados en Cristo Jesús, somos de Él revestidos, a él pertenecemos y con él somos herederos de la vida.   Evangelio        Lc 9, 18-24             Jesús predice sus propios dolores y muerte, y proclama que el que quiera seguirlo, debe imitarlo en sus padecimientos a fin de participar en su vida.   Preces             El Señor, nuestro Dios, prometió un Espíritu de gracia y de súplica. Pidamos entonces con confianza A cada intención respondemos…   ·        Por el Santo Padre, los obispos y sacerdotes, para que en las dificultades crecientes de nuestra civilización, encuentren e identifiquen los signos del Espíritu Santo. Oremos…   ·        Por nuestra Patria, para que por intercesión de la Santísima Virgen redescubra los inicios cristianos de su ser nacional y se comprometa en la gran tarea de la evangelización. Oremos.  

·        Por todos aquellos que sufren algún tipo de esclavitud, ya sea a través de las adicciones, ya sea a través de la explotación personal, para que el Espíritu Santo, en quien está la verdadera libertad, los libere y los haga hijos de Dios. Oremos…   ·         Por todos los que nos reunimos en esta Santa Misa, para que aprendamos a ofrecer nuestra vida con sus alegrías y dolores, con el trabajo y el descanso, como una ofrenda espiritual unida a la de Jesús. Oremos…   (Para los miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado:   ·        Por los frutos del Capítulo General del Instituto de las Servidoras del Señor y la Virgen de Matará, que comienza hoy, para que el Espíritu Santo sea el alma de esta reunión y de ella se sigan grandes bienes para el Instituto y la Iglesia. Oremos…)                 Tú conoces Señor, las dificultades que implica cargar con la propia cruz cada día. Ayúdanos en esa misión que nos diste y alivia la carga de los que más sufren. Por Jesucristo, nuestro Señor.   Ofertorio             Contemplamos a Cristo y lo queremos seguir. Movidos por su Espíritu traemos al altar:    * Estos cirios y en ellos elevamos el deseo de que la Palabra de Dios y la eucaristía lleguen hasta los confines del mundo. * Al ofrecer el pan y el vino, presentamos las necesidades de todos los que se encomiendan a nuestras oraciones.   Comunión      Cristo se nos entrega como alimento para probarnos sus ansias de permanecer con nosotros.    Salida            Contemplando a María Santísima al pie de la cruz, encontraremos la fuerza y la alegría para seguir a Cristo, y servirle en los hermanos.   (Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _

Argentina)

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Inicio  

 Exégesis 

·         Alois Stöger   EL MESÍAS SUFRIENTE (Lc.9,18-50).   1. MESÍAS Y SIERVO DE YAHVEH (Lc.9,18-27).   a) Confesión de Pedro (Lc.9,18-20)   18 Estaba él un día haciendo oración en un lugar aparte; y los discípulos estaban con él. Y les preguntó ¿Quién dicen las gentes que soy yo? 19 Ellos le respondieron: Unos, que Juan el Bautistas otros, que Elías, y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado.   Jesús oraba en la soledad antes de situar a los discípulos ante grandes decisiones. Así lo hizo cuando la elección de los apóstoles (6,12), así lo hace también ahora que se dispone a iniciarlos en el misterio de su misión (9,18), así lo hará también antes de que asistan a la pasión y muerte de Jesús (22,32s). Cada uno de estos momentos tiene un sentido de formación de Iglesia. La Iglesia está incorporada a la oración de Jesús. La pregunta de Jesús quiere verificar el resultado de su actividad en Galilea y a la vez sentar las bases para la acción ulterior. La doctrina sobre el reino se concentra en su misión y en su posición en la historia salvífica. Los discípulos conocen también las opiniones del pueblo sobre Jesús, que habían llegado hasta la corte de Herodes. Los discípulos se las enumeran al Maestro. Jesús es tenido por el profeta de los últimos tiempos; representa el retorno de uno de los profetas que

habían de preparar para el tiempo final.   20 él les dijo: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Pedro, dijo: El Mesías de Dios.   La actividad en Galilea dividió al pueblo y a los discípulos. A los discípulos se dieron a conocer los misterios del reino de Dios. Pudieron presenciar los grandes hechos de Jesús en los que se manifestaba su dominio sobre la naturaleza desencadenada, sobre los demonios y la muerte. Les fue dado cooperar en la milagrosa multiplicación de los panes. Jesús tiene derecho a esperar de ellos un juicio distinto del formulado por el pueblo. La pregunta que hizo Jesús a los apóstoles, se les había planteado con frecuencia: como pregunta que a ellos mismos se les había ofrecido ya en el asombro y en el sobrecogimiento, y en los títulos que le daban: Maestro, Señor, profeta. Hasta aquí han dejado hablar al pueblo. La pregunta que ahora se les dirige los sitúa ante una respuesta clara y decisiva. Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?   Pedro responde en nombre de los apóstoles. Su llamamiento representa en Lucas el comienzo de los llamamientos de discípulos. Pedro ocupa el primer lugar en la lista de los apóstoles; juntamente con Juan y Santiago, a los que es antepuesto, ha sido testigo de la resurrección de la hija de Jairo.   La confesión de Pedro designa a Jesús (literalmente) como ungido de Dios, que quiere decir también Cristo o Mesías. El título empalma con la predicción de Isaías: «El espíritu del Señor, Yahveh, descansa sobre mí, pues Yahveh me ha ungido. Y me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos...» (Isa_61:1). Jesús es el portador del tiempo de la salud, provisto del espíritu de Dios, el que publica el año de perdón del Señor (Isa_61:2).   b) Primer anuncio de la pasión (Lc/09/21-22)   21 Pero él, con severa advertencia, les ordenó que a nadie dijeran esto. 22 EI Hijo del hombre -añadió- tiene que padecer mucho; será reprobado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y los escribas, y ha de ser llevado a la muerte; pero al tercer día tiene que resucitar.

  Jesús prohíbe severamente a los discípulos que comuniquen a nadie la confesión de Pedro. Es que ésta reclama todavía un complemento esencial: el Hijo del hombre... ha de ser llevado a la muerte. Jesús no insiste en el título que le ha otorgado Pedro: ungido de Dios. Habla más bien del Hijo del hombre, como él mismo se designa. Este Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, tiene que ser reprobado y llevado a la muerte. Aquí se oye el eco de oráculos proféticos sobre el siervo de Yahveh: «Tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores» (Isa_53:4). «Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores..., ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada» (Isa_53:3). «Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo» (Isa_53:8). En este someterse a la pasión cumple él los designios de Dios expresados en la Sagrada Escritura; por esto debía suceder todo así. El profeta da su profundo significado a esta pasión y a esta muerte: es una pasión y una muerte expiatoria; el Hijo del hombre intercede por muchos, por todos (cf. Isa_53:12). El tercer día resucitará. «Sacado de una vida de fatigas contempla la luz, sacia a muchísimos con su conocimiento. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres y recibirá muchedumbres por botín» (cf. Isa_53:1 ls).   El comienzo de la actividad de Jesús en Galilea estaba presidido por el pasaje de la escritura relativo al salvador ungido por el Espíritu (Isa_61:1); Pedro vuelve sobre esta profecía aplicada a Jesús. Pero Jesús la completa con Is 53, que habla del siervo de Yahveh que sufre y expía por los pecados de los hombres. La acción y la misión de Jesús se comprende por la palabra de Dios. Como Hijo de Dios es ambas cosas: Salvador de los últimos tiempos y siervo sufriente de Yahveh.   c) Seguir a Cristo en la pasión (Lc.9,23-27)   23 Decía luego a todos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. 24 Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo. 25 Porque ¿qué provecho saca un hombre ganando el mundo entero si se echa a perder o se daña a sí mismo?

  El discípulo de Jesús va en pos de Jesús, sigue a Jesús. Puesto que él se somete a la pasión y a la muerte, también el discípulo tiene que estar dispuesto a seguir por amor de Jesús el camino de la pasión y de la muerte. Ser discípulo es seguirle en la pasión. Seguir a Jesús en la pasión consiste en negarse uno a sí mismo y cargar con la cruz. Dado que los discípulos siguen al Maestro que es entregado a la muerte, deben estar dispuestos a no conocerse ya a sí mismos, a decir un no a sí mismos y a su vida, a odiar su propia vida (Lc.14:26) y a cargar con la cruz como Jesús. Más aún, a dejarse clavar en la cruz, que entonces se consideraba como la manera más ignominiosa, más cruel y más horrorosa de morir. El seguimiento en la pasión exige prontitud para sufrir el martirio ( Isa_6:22).   Al decir que el discípulo ha de cargar con la cruz añade Lucas: cada día. El martirio es cosa que sucede una sola vez, mientras que el seguimiento de Jesús en la pasión debe reanudarse cada día. «Por muchas tribulaciones tenemos que pasar para entrar en el reino de Dios» (Hec_14:22). El que se declara por Jesús, el que vive según su palabra y cumple la voluntad de Dios tal como él la proclamó, ha de tropezar con oposición desde fuera y desde dentro. Los hombres odiarán y escarnecerán a los discípulos por causa del Hijo del hombre (Hec_6:22). Hay que dar una negativa decidida a las preocupaciones excesivas, a la riqueza y al ansia de placeres, a fin de que no se ahogue la palabra de Dios (Hec_8:14).   Jesús da fuerzas para negarse a sí mismo y para cargar con la cruz. Con lo que parece echarse a perder a sí mismo se logra salvar la vida. Por el camino de la pasión y de la cruz entra Jesús en la gloria de la resurrección. También para los discípulos, después de seguir a Cristo en la pasión viene la gloria de la vida eterna. Una paradoja acuñada por Jesús. Quien pone a salvo la vida, la pierde; sacrificándola, se gana. Quien se aferra desesperadamente a la vida y no quiere perder nada de lo que hace la vida más bella y más aceptable, el que rechaza todo lo que le resulta desagradable, éste pierde la vida en el mundo futuro y la segura esperanza de salvación. Se salva, no el que quiere ponerse en salvo, sino el que practica la entrega; no se pone en salvo el que se apega nerviosamente al propio yo y a sus propios deseos, sino el que se da. No salva la vida y el propio yo el que lo protege con ansiedad, sino el que se entrega generosamente.  

Con un cálculo muy sobrio, en cierto modo mercantil, invita Jesús a su seguimiento en la pasión. El que quiera seguir al siervo sufriente de Yahveh, a Jesús, debe estar pronto al martirio, a muchas tribulaciones, a perjudicarse a sí mismo. Tal seguimiento plantea una decisión. Por un lado está como ganancia la preservación de la vida terrena y la satisfacción del ansia de gozar, por el otro lado el logro de la vida eterna, verdadera satisfacción del ansia de vivir, en el reino de Dios. El que no quiera seguir al Cristo de la pasión, tampoco podrá entrar en el reino de Dios.   ¿Cómo se ha de efectuar la elección? Lo decisivo es la salvación de uno mismo. ¿Qué provecho saca el hombre ganando el mundo entero, si se echa a perder a sí mismo? Lucas se sirve de dos expresiones: se echa a perder o se daña a sí mismo. También adapta estas palabras de Cristo a la vida cristiana de cada día. No todo lo que no puede conciliarse con seguir a Jesús y con su palabra, destruye la vida eterna; algunas cosas sólo la dañan. Aun lo que sólo la daña debe descartarse con serena ponderación.   (Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en  El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)

________________________________ «Cargar con su cruz» lo entendió seguramente Lc en el sentido de que el discípulo debe estar dispuesto, como Jesús, a tomar sobre sí los oprobios, los dolores y la muerte que acompañan a la cruz. ¿Cómo se explica en labios de Jesús este «cargar con la cruz»? En la predicción de la pasión sólo habló de que le darían muerte. ¿Quería con las palabras dirigidas a los discípulos determinar más en concreto su muerte violenta como muerte en cruz? ¿O acaso no habló todavía de cruz, sino quizá de «yugo» (Mat_11:29), o de una señal de pertenencia (cf. Eze_9:4-6 : tau, T), mientras que después de la muerte de Jesús, una vez entendidas mejor las cosas, se puso el término «cruz»? En todo caso, la antigua literatura judía no tiene ninguna locución que corresponda a las palabras de Jesús.

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Inicio  

Comentario Teológico ·        P. José A. Marcone, IVE    Jesús, Mesías sufriente   Inmediatamente después de que Pedro confesara a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, Jesucristo les anuncia que va a morir asesinado por los judíos. Por lo tanto, esto sucedió en julio o agosto del 781 U.c. El evangelio dice: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).   La ocasión en que Jesús anuncia su muerte tiene mucha importancia. Al hacerlo inmediatamente después de la confesión de Pedro quería aclarar cuál era la naturaleza del Mesías. Los judíos, y por contagio también los Apóstoles y los discípulos, esperaban un Mesías poderoso en obras, que iba a liberar al pueblo judío con poder humano, un Mesías espectacular y político, que con fuerzas humanas iba a acabar con los enemigos del pueblo judío. Esta concepción estaba originada en la corrupción teológica de los fariseos. Ellos habían falseado la interpretación de la Sagrada Escritura y habían cercenado todo lo que en ellas se decía del Mesías sufriente. En efecto, Isaías presenta al Mesías como el Siervo sufriente, aquel que carga sobre sus hombros el pecado del mundo y es llevado al matadero como un cordero manso (cf. Is 53,1-12). Pero los fariseos habían borrado de un plumazo todo el aspecto doloroso de las profecías sobre el Mesías, para poder maquillar la verdadera fisonomía del Mesías y presentar un Mesías más aceptable para la sensibilidad humana, quitando de esa manera lo esencial del Mesías, es decir, su misión de redimir al hombre del pecado a través de su sufrimiento. Esto también estaba profetizado en Isaías: “¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! (…) Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus

cardenales hemos sido curados. (…) Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó sobre sí los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre, porque se entregó a sí mismo a la muerte y fue contado entre los malhechores; él tomó sobre sí el pecado de las multitudes e intercedió por los pecadores” (Is 53,4-6; 11-12).   Ahora que Pedro (y junto con él todos los Apóstoles) había declarado con toda claridad cuál era la personalidad de Cristo, Dios y Mesías, era necesario aclarar qué tipo de Mesías era. En el evangelio de San Marcos se indica las cuatro experiencias que el Mesías debe pasar para configurarse como el Mesías del sufrimiento: padecer mucho, ser rechazado, ser muerto y resucitar (Mc 8,31). Y esto es presentado con una necesidad teológica: es necesario que el Hijo del hombre padezca; el Hijo del hombre debe padecer. Esta es una expresión técnica en teología y en exégesis, llamada pasivo teológico. La frase ‘es necesario’ está en voz pasiva, y expresa una voluntad absoluta de Dios que no puede dejar de cumplirse. Por lo tanto, el hecho de que Cristo la exprese de esta manera indica que se trata de una revelación divina. Al presentar la necesidad de su sufrimiento con esa frase está expresando que es Dios quien le ha comunicado esa verdad y Él se la manifiesta a sus Apóstoles como una verdad divina que debe ser aceptada porque viene directamente de Dios.   Y es precisamente aquí donde Pedro muestra sus limitaciones. Si antes había manifestado una gran delicadeza para identificar una revelación del Padre indicándole que Jesucristo es Dios y es el Mesías, ahora equivoca el rumbo interpretando la frase de Jesús como no venida de Dios; es decir, no acepta la palabra de Cristo acerca de su sufrimiento como una revelación de Dios. Su concepción humana del Mesías y su repugnancia natural al sufrimiento lo hacen rechazar el aspecto doloroso del Mesías y lo hacen desconocer una revelación divina.   El verbo que usa Pedro para amonestar a Jesús es el verbo reprender (en griego: epitimán); y Jesús usa el mismo verbo para reprender a Pedro. “Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle.  Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Ve detrás de mí, satanás! porque tus pensamientos

no son los de Dios, sino los de los hombres»” (Mc 8,32-33). Y el verbo epitimán es el que usa el evangelista San Marcos para describir la expulsión de un espíritu impuro (Mc 1,25; 3,12; 9,25). Por lo tanto, es como si Pedro, al escuchar las palabras de Jesús sobre el sufrimiento y la muerte, viera en Jesús un mal espíritu que es necesario arrojarlo de Jesús. Y Jesús lo mismo respecto a Pedro. Uno quiere liberar al otro de su espíritu. Pero la frase de Jesús quita toda incertidumbre. Es Pedro el que, al rechazar el sufrimiento, se ha puesto en la línea del Mesías que satanás deseaba: un Mesías que rechazara la cruz y la muerte, tal como el mismo demonio trató de hacer con Jesús en las tentaciones del desierto.   En ningún paso del evangelio se narra un disenso tan fuerte entre Jesús y Pedro. Pedro no siente que esa sea la disposición de Dios, no está abierto a la revelación del Padre que Jesús les proclama: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho y sea matado”. Jesús no acepta la situación confidencial y privada que Pedro busca, sino que, implicando a los otros discípulos, lo reprende abiertamente. En realidad, la frase que usa Jesús para indicar a Pedro lo que debe hacer es, literalmente, “ve detrás de mí” (en griego: hupáge opíso mou). Son las mismas palabras que usó Jesús para llamarlos a su vocación de discípulos. Quiere decir que Jesús reubica a Pedro en el lugar que le corresponde. Pedro no se había colocado como discípulo, sino como maestro de Jesús, como maestro del Maestro. Y esto Jesús no lo acepta de ninguna manera. Jesús ha hecho una verdadera revelación de la voluntad de Dios y Pedro, al oponerse a las palabras de su Maestro, se contrapuso a Dios mismo, se comportó exactamente como satanás, que es el opositor de Dios por antonomasia.   Otro aspecto que demuestra la ceguedad de Pedro y su horror por el sufrimiento es que no capta que Jesús también está revelando y anunciando su resurrección: “El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado (…), y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días” (Mc 8,31). También la resurrección formaba parte de esta revelación de la voluntad de Dios. Pero el temor al dolor y a la prueba había enajenado completamente sus espíritus.  

De esta manera Jesús completa la revelación acerca del Mesías. Había aceptado como venidas del Padre las palabras de Pedro con las que lo reconocía Dios y Mesías. Ahora completa esa revelación precisando cómo sería el Mesías: no un Mesías espectacular y triunfador con medios humanos, sino un Mesías sufriente, lleno de dolor, que ofrecería su sufrimiento por la salvación del mundo.   Esto sucede casi al fin de la segunda etapa de la su vida pública, la etapa más larga, la que Él consagra a formar a sus discípulos, a darles su doctrina, a formar la Iglesia; en otras palabras, la etapa de Galilea. En la tercera etapa, que veremos dentro de poco, la etapa de la subida a Jerusalén, Jesús vuelve a anunciar sus sufrimientos, su muerte y su resurrección otras dos veces. Con el anuncio que acabamos de presentar son tres las veces que Jesús anuncia su muerte. El número tres implica plenitud e insistencia. Jesús quiere dejar muy claro en qué consiste su mesianidad, la mesianidad del dolor, y de esta manera prepara a sus discípulos para el escándalo de la cruz (cf. 1Cor 1-2).   En Mc 9,31 Jesús dice otra vez: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días”.   Y de nuevo vuelve a repetir más adelante, en Mc 10,33-34, de una manera mucho más detallada: “Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará”.   A este tercer anuncio de su muerte sigue otra incomprensión de sus discípulos; una vez más el mensaje de la cruz crea oposición. Esta la vez la oposición se manifiesta a través del pedido de Juan y Santiago, hijos del Zebedeo, de sentarse a la derecha del Hijo del hombre cuando Él esté en su reino. Jesús habla de sufrimiento y ellos hablan de poder. Esto dará ocasión a Jesucristo para enseñarles que el mensaje central del evangelio y la actitud correcta de todo discípulo es, en todo momento, el servicio a los más pobres y a los más necesitados: “Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros,

que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos” (Mc 10,43-44).   Y con este motivo Jesucristo dirá una frase que es esencial para entender todo el evangelio y para entender el tipo de Mesías que será Jesús: “Porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos” (Mc 10,44). ¿A qué redención se refiere? A la redención del pecado. Ya lo había dicho Juan Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). De esta manera Jesucristo completa toda su doctrina respecto a sí mismo: es Dios hecho hombre y es el Mesías, pero un Mesías que morirá en la cruz para salvar a los hombres de sus pecados; su sangre será el precio de nuestra redención. La misión del Mesías es una misión espiritual, ordenada a la consecución de la vida eterna; no es una misión temporal, circunscripta a esta tierra. Y esa misión encuentra su culmen y su núcleo más importante en su pasión, muerte y resurrección.   Con esto Jesucristo completa todo aquello que quería revelarles a sus discípulos sobre sí mismo: es Dios, es el Mesías y un Mesías sufriente por el perdón de los pecados. Nos acercamos al final de esta segunda e importante etapa. Sólo queda considerar el misterio de su Transfiguración, que será el ápice de esta segunda etapa y la preparación para la tercera.

__________________________________ Cf. Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 139 – 140.

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Santos Padres ·        San Ambrosio   Testimonio de Pedro

  93. Y díjoles: ¿quién decís vosotros que soy yo? Respondió Simón Pedro: El Cristo de Dios. La opinión de las masas tiene su interés: unos creen que ha resucitado Elías, que ellos pensaban que había de venir; otros Juan, que reconocían había sido decapitado; o uno de los profetas antiguos. Pero investigar más sobrepasa nuestras posibilidades: es sentencia y prudencia de otro. Pues, si basta al apóstol Pablo no conocer más que a Cristo, y crucificado (1 Co 2, 2), ¿qué puedo desear conocer más que a Cristo? En este solo nombre está expresada la divinidad, la encarnación y la realidad de la pasión. Aunque los demás apóstoles lo conocen, sin embargo, Pedro responde por los demás: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Así ha abarcado todas las cosas al expresar la naturaleza y el nombre, en el cual está la suma de todas las virtudes. ¿Vamos nosotros a solucionar las cuestiones sobre la generación de Dios, cuando Pablo ha juzgado que él no sabe nada fuera de Cristo Jesús, y crucificado, cuando Pedro ha creído no deber confesar más que al Hijo de Dios? Nosotros investiguemos, con los ojos de la debilidad humana cuándo y cómo Él ha nacido, y cuál es su grandeza. Pablo ha reconocido en esto el escollo de la cuestión, más que una utilidad para la edificación, y ha decidido no saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro ha sabido que en el Hijo de Dios están todas las cosas, pues el Padre lo ha dado todo al Hijo (Jn 3, 35). Si dio todo, transmitió también la eternidad y la majestad que posee. Pero ¿para qué ir más lejos? El fin de mi fe es Cristo, el fin de mi fe es el Hijo de Dios; no me es permitido conocer lo que precede a su generación, pero tampoco me está permitido ignorar la realidad de su generación.   94. Cree, pues, de la manera en que ha creído Pedro, a fin de ser feliz tú también, para merecer oír tú mismo también: Pues no ha sido la carne ni la sangre la que te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Efectivamente, la carne y la sangre no pueden revelar más que lo terreno; por el contrario, el que habla de los misterios en espíritu no se apoya sobre las enseñanzas de la carne ni de la sangre, sino sobre la inspiración divina. No descanses tú sobre la carne y la sangre, no sea que adquieras las normas de la carne y de la sangre y tú mismo te hagas carne y sangre. Pues el que se adhiere a la carne, es carne el que se adhiere a Dios es un solo espíritu (con El) (1 Co 6, 17). Mi espíritu, dice, no permanecerá nunca más con estos hombres, porque son carnales (Gn 6, 3).  

95. Más ¡ojalá que los que escuchan no sean carne ni sangre, sino que, extraños a los deseos de la carne y de la sangre, puedan decir: No temeré qué pueda hacerme la carne! (Sal 55, 5). El que ha vencido a la carne es un fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar a Pedro, al menos puede imitarle. Pues los dones de Dios son grandes: no sólo ha restaurado lo que era nuestro, sino que nos ha concedido lo que era suyo.   96. Sin embargo, podemos preguntarnos por qué la multitud no veía en Él otro más que Elías, Jeremías o Juan Bautista. Elías, tal vez, porque fue llevado al cielo; pero Cristo no es Elías: uno es arrebatado al cielo, el otro regresa; uno, he dicho, ha sido arrebatado, el otro no ha creído una rapiña ser igual a Dios (Flp 2, 6); uno es vengado por las llamas que él invoca (1 R 18, 38), el otro ha querido mejor sanar a sus perseguidores que perderlos. Mas ¿por qué lo han creído Jeremías? Tal vez porque él fue santificado en el seno de su madre. Pero Él no es Jeremías. Uno es santificado, el otro santifica; la santificación de uno ha comenzado con su cuerpo, el otro es el Santo del Santo. ¿Por qué, pues, el pueblo creía que era Juan? ¿No será porque estando en el seno de su madre percibió la presencia del Señor? Pero Él no es Juan: uno adoraba estando en el seno, el otro era adorado; uno bautizaba con agua, Cristo en el Espíritu; uno predicaba la penitencia, el otro perdonaba los pecados.     97. Por eso Pedro no ha seguido el juicio del pueblo, sino que ha expresado el suyo propio al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El que es, es siempre, no ha comenzado a ser, di dejará de ser. La bondad de Cristo es grande porque casi todos sus nombres los ha dado a sus discípulos: Yo soy, dice, la luz del mundo (Jn 8, 12); y, sin embargo, este nombre, del que Él se gloría, lo ha dado a sus discípulos cuando dijo: Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 14). Yo soy el pan vivo (Jn 6, 51); y todos nosotros somos un solo pan (1 Co 10, 17). Yo soy la verdadera vid (Jn 15, 1); y Él te dice: Yo te planté de la vid más generosa, toda verdadera ( Jr 2, 21). Cristo es piedra —pues bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo (1 Co 10, 4)—, y Él tampoco ha rehusado la gracia de este nombre a su discípulo, de tal forma que él es también Pedro, para que tenga de la piedra la solidez constante, la firmeza de la fe.  

98. Esfuérzate también tú en ser piedra. Y así, no busques la piedra fuera de ti, sino dentro de ti. Tu piedra es tu acción; tu piedra es tu espíritu. Sobre esta piedra se edifique tu casa, para que ninguna borrasca de los malos espíritus puedan tirarla. Tu piedra es la fe; la fe es el fundamento de la Iglesia. Si eres piedra, estarás en la Iglesia, porque la Iglesia está fundada sobre piedra. Si estás en la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán sobre ti: las puertas del infierno son las puertas de la muerte, y las puertas de la muerte no pueden ser las puertas de la Iglesia.   99. Pero ¿qué son las puertas de la muerte, es decir, las puertas del infierno, sino las diversas especies de pecados? Si fornicas, has pasado las puertas de la muerte. Si dejas la fe buena, has franqueado las puertas del infierno. Si has cometido un pecado mortal, has pasado las puertas de la muerte. Más Dios tiene poder de abrirte las puertas de la muerte, para que proclames sus alabanzas en las puertas de la hija de Sión (Sal 9, 14). En cuanto a las puertas de la Iglesia, éstas son las puertas de la castidad, las puertas de la justicia, que el justo acostumbra a franquear: Ábreme, dice, las puertas de la justicia, y, habiendo pasado por ellas, alabaré al Señor (Sal 117, 19). Pero como la puerta de la muerte es la puerta del infierno, la puerta de la justicia es la puerta de Dios; pues he aquí la puerta del Señor, los justos entrarán por ella (ibíd., 20). Por eso, huye de la obstinación en el pecado, para que las puertas del infierno no triunfen sobre ti; porque, si el pecado se adueña en ti, ha triunfado la puerta de la muerte. Huye, pues, de las riñas, disensiones, de las estrepitosas y tumultuosas discordias, para que no llegues a traspasar las puertas de la muerte. Pues el Señor no ha querido al principio ser proclamado, para que no se levantase ningún tumulto. Exhorta a sus discípulos que a nadie digan: El Hijo del hombre ha de padecer mucho, ser rechazado de los ancianos y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas, ser muerto, y resucitar al tercer día (Lc 9, 22).   100. Tal vez el Señor ha añadido esto porque sabía que sus discípulos difícilmente habían de creer en su pasión y en su resurrección. Por eso ha preferido afirmar El mismo su pasión y su resurrección, para que naciese la fe del hecho y no la discordia del anuncio. Luego Cristo no ha querido glorificarse, sino que ha deseado aparecer sin gloria para padecer el sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el camino que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es reconocerle, esto es imitarle en la ignominia y en la buena fama (cf. 2 Co 6, 8), para que te gloríes en la cruz, como El mismo se ha gloriado. Tal fue la conducta

de Pablo, y por eso se gloría al decir: Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 6, 14).   101. Pero veamos por qué según San Mateo (16, 20), nosotros encontramos que son avisados los discípulos de no decir a nadie que Él es el Cristo, mientras que aquí se les increpa, según está escrito, de no decir a nadie que Él ha de padecer mucho y que ha de resucitar. Advierte que en el nombre de Cristo se encierra todo. Pues Él mismo es el Cristo que ha nacido de una Virgen, que ha realizado maravillas ante el pueblo, que ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado de entre los muertos. Suprimir una de estas cosas equivale a suprimir tu salvación. Pues aun los herejes parecen tener a Cristo con ellos: nadie reniega el nombre de Cristo; pero es renegar a Cristo no reconocer todo lo que pertenece a Cristo. Por muchos motivos. Él ordena a sus discípulos guardar silencio: para engañar al demonio, evitar la ostentación, enseñar la humildad, y también para que sus discípulos, todavía rudos e imperfectos, no queden oprimidos por la mole de un anuncio completo.   102. Examinemos ahora por qué motivo manda callar también a los espíritus impuros. Nos descubre esto la misma Escritura, pues Dios dice al pecador: ¿Por qué cuentas tú mis justicias? (Sal 49, 16). No sea que, mientras oye al predicador, siga que yerra; pues mal maestro es el diablo, que muchas veces mezcla lo falso con lo verdadero, para cubrir con apariencias de verdad su testimonio fraudulento.   103. Consideremos también aquí: ¿Es ahora la primera vez que Él ordena a sus discípulos no digan a nadie que Él es el Cristo? ¿O lo ha recomendado ya cuando envió a los doce apóstoles y les prescribió: No vayáis a los gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel; curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios, e informaos de quien hay en ella digno y quedaos allí hasta que partáis (Mt 10, 5ss). No se ve en esta ordenación que predicasen a Cristo Hijo de Dios.   104. Hay, pues, un orden para la discusión y un orden para la exposición; también nosotros, cuando los gentiles son llamados a la Iglesia, debemos establecer un orden en nuestra actuación: primero enseñar que sólo hay un Dios, autor del mundo y de todas las cosas, en quien vivimos, existimos y nos movemos, y de la raza del cual

somos nosotros (Hch 17, 28); de tal modo que debemos amarle no sólo por los beneficios de la luz y de la vida, sino, más aún, por cierto parentesco de raza. Luego destruiremos la idea que ellos tienen de los ídolos, pues la materia del oro, de la plata o de la madera, no puede tener una energía divina. Habiéndoles convencido de la existencia de un solo Dios, tú podrás, gracias a Él, mostrar que la salvación nos ha sido dada por Jesucristo, comenzando por lo que Él ha realizado en su cuerpo y mostrando el carácter divino, de modo que aparezca que Él es más que un hombre, habiendo vencido la muerte por su fuerza propia, y que este muerto ha resucitado de los infiernos. Efectivamente, poco a poco es como aumenta la fe: viendo que es más que un hombre, se cree que es Dios; pues sin probar que Él no ha podido realizar estas cosas sin un poder divino, ¿cómo podrías demostrar que había en Él una energía divina?   105. Más, si, tal vez, esto te parezca de poca autoridad y fe, lee el discurso dirigido por el Apóstol a los atenienses. Si al principio Él hubiera querido destruir las ceremonias idolátricas, los oídos paganos hubieran rechazado sus palabras. El comenzó por un solo Dios, creador del mundo, diciendo: Dios que ha hecho el mundo y todo lo que en él se encuentra (Hch 17, 24). Ellos no podían negar que hay un solo autor del mundo, un solo Dios, un creador de todas las cosas. El añade que el Dueño del cielo y de la tierra no se digna habitar en las obras de nuestras manos; puesto que no es verosímil que el artista humano encierre en la vana materia del oro y de la plata el poder de la divinidad; el remedio para este error, decía, es el deseo de arrepentirse. Luego vino a Cristo y no quiso, sin embargo, llamarlo Dios más que hombre: En el hombre, dice, que Él ha designado a la fe de todos resucitándole de la muerte. En efecto, el que predica ha de tener presente la calidad de las personas que le escuchan, para no ser burlado antes de ser entendido. ¿Cómo habrían creído los atenienses que el Verbo se hizo carne, y que una Virgen ha concebido del Espíritu Santo, si se reían cuando oían hablar de la resurrección de los muertos? Sin embargo, Dionisio Areopagita ha creído y creyeron los demás en este hombre para creer en Dios. ¿Qué importa el orden en que cada uno cree? No se pide la lección desde el principio, sino que desde el principio se llegue a la perfección. Él ha instruido a los atenienses siguiendo ese método, y éste es el que nosotros debemos seguir con los gentiles   106. Más cuando los apóstoles se dirigen a los judíos, ellos dicen que Cristo es Aquel

que nos ha sido prometido por los oráculos de los profetas. Ellos no lo llaman desde el principio y por su propia autoridad Hijo de Dios, sino un hombre bueno, justo, un hombre resucitado de entre los muertos, el hombre del que habían dicho los profetas: Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado (Sal 2, 7). Luego también tú, en las cosas difíciles de creer, acude a la autoridad de la palabra divina y muestra que su venida fue prometida por la voz de los profetas; enseña que su resurrección había sido afirmada también mucho tiempo antes por el testimonio de la Escritura —no aquella que es normal y común a todos—, a fin de obtener, estableciendo su resurrección corporal, un testimonio de su divinidad. Habiendo constatado, en efecto, que los cuerpos de los otros sufren la corrupción después de muertos, para éste, del cual se ha dicho: Tú no permitirás que tu Santo vea la corrupción (Sal 15, 10), reconocerás la exención de la fragilidad humana, muestras que El sobrepasa las características de la naturaleza humana y, por lo tanto, ha de acercarse más a Dios que a los hombres.   107. Si se trata de instruir a un catecúmeno que quiere recibir los sacramentos de los fieles, es necesario decir que hay un solo Dios, de quien son todas las cosas, y un solo Jesucristo, por quien son todas las cosas (1 Co 8, 6); no hay que decirle que son dos Señores; que el Padre es perfecto, perfecto igualmente el Hijo, pero que el Padre y el Hijo no son más que una sustancia; que el Verbo eterno de Dios, Verbo no proferido, sino que obra, es engendrado del Padre, no producido por su palabra. Luego les está prohibido a los apóstoles anunciarlo como Hijo de Dios, para que más tarde lo anuncien crucificado. El esplendor de la fe es comprender verdaderamente la cruz de Cristo. Las otras cruces no sirven para nada; sólo la cruz de Cristo me es útil, y realmente útil; por ella el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo (Ga 6, 15). Si el mundo está crucificado para mí, yo sé que está muerto; yo no lo amo; yo sé que él pasa: yo no lo deseo; yo sé que la corrupción devorará a este mundo: yo lo evito como maloliente, lo huyo como la peste, lo dejo como nocivo.   108. Más, ciertamente, no pueden creer inmediatamente que la salvación ha sido dada a este mundo por la cruz. Muestra, pues, por la historia de los griegos que esto fue posible. También el Apóstol, con ocasión de persuadir a los incrédulos, no rehúsa los versos de los poetas para destruir las fábulas de los poetas. Si se recuerda que muchas veces legiones y grandes pueblos han sido librados por el sacrificio y la muerte de algunos, como lo afirma la historia griega; si se recuerda que la hija de un

jefe ha sido ofrecida al sacrificio para hacer pasar los ejércitos de los griegos; si consideramos, en nosotros, que la sangre de los carneros, de los toros y la ceniza de una ternera santifica por su aspersión para purificar la carne, como está escrito en la carta a los Hebreos (9, 13); si la peste, atraída a ciertas provincias por tales pecados de los hombres, ha sido conjurada, se dice, por la muerte de uno solo, lo cual ha prevalecido por un razonamiento o resultado por una disposición, para que se crea más fácilmente en la cruz de Cristo, estará propenso a que los que no pueden renegar su historia confirmen la nuestra.   109. Mas como ningún hombre ha sido tan grande que haya podido quitar los pecados de todo el mundo —ni Enoc, ni Abrahán, ni Isaac, que aunque fue ofrecido a la muerte, sin embargo, fue dejado, porque él no podía destruir todos los pecados, ¿y qué hombre fue bastante grande que pudiese expiar todos los pecados? Ciertamente, no uno del pueblo, no uno de tantos, sino el Hijo de Dios, que ha sido escogido por Dios Padre; estando por encima de todos, Él podía ofrecerse por todos; Él debía morir, a fin de que, siendo más fuerte que la muerte, librase a los otros, habiendo venido a ser, entre los muertos, libre, sin ayuda (Sal 87, 5), libre de la muerte sin ayuda del hombre o de una criatura cualquiera, y verdaderamente libre, puesto que rechazó la esclavitud de la concupiscencia y no conoció las cadenas de la muerte.     SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.6, 93-109, BAC Madrid 1966, pág. 334-44

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Aplicación ·        P. Alfredo Sáenz, S.J. ·        San Juan Pablo II   .        P. Jorge Loring, S.J.    

P. Alfredo Sáenz, SJ..

 

EL VERDADERO MESÍAS   El evangelio que nos propone la Iglesia en este domingo contiene la reveladora "confesión de Pedro". Tras ella, el Señor declaró cuál era la condición para poder seguirlo: cargar cada uno su propia cruz.   1. La confesión de Pedro   Vayamos a lo primero. Es el mismo Cristo quien interroga a aquellos que son sus más allegados, acerca de su persona y de la opinión que la gente tenía de El: "¿Quién dice la gente que soy yo?".   Los apóstoles respondieron dando cuenta de las opiniones más benévolas que del Señor se escuchaban: que era Juan el Bautista, o el profeta Elías, u otro de los profetas que había resucitado.   Es verdad que también se oían otros comentarios sobre la persona de Jesús: unos decían que "estaba loco", o "endemoniado"; para otros era "un glotón y un borracho", un "impostor", un "blasfemo", etc. De tales apodos, los apóstoles no dicen ni una palabra. Eran las opiniones, que sus contemporáneos se habían formado del Señor. Todas ellas nos confirman lo que dice San Juan en el prólogo de su evangelio: "El mundo no lo conoció". El pueblo elegido, el pueblo de la Alianza y de las promesas, no sólo no quiso recibir a su Mesías sino que incluso falsificó su imagen.   Los judíos soñaban con un Mesías mundano, rodeado de gloria terrena, un gran conquistador, y sobre todo un liberador del sometimiento al yugo romano. Esperaban al que iba a "restaurar el reino de Israel", al Mesías victorioso.   He aquí la gran tentación: fabricarse un mesías propio, a gusto de cada cual. A partir de ello se seguiría todo lo demás. Si no era el Mesías esperado, era un borracho, un loco, un endemoniado, etc. Es ésta una tentación que no ha dejado de tener vigencia,

prolongándose a lo largo de los siglos. No sólo los fariseos, los sumos sacerdotes o lo contemporáneos de Jesús se equivocaban. Muchos erraron asimismo en las filas de la Iglesia católica, no sólo durante los primeros siglos, como los herejes Arrio, Nestorio, y otros, negando la divinidad o la humanidad de Jesucristo, sino también en nuestros propios tiempos, como aquellos que ven en Cristo "un profeta más", "un guerrillero", "un gran moralista", "el flaco", "el buscado", etc.   Según la imagen o el concepto que tengamos de Cristo, así será la imagen del cristianismo y de Iglesia que daremos al mundo. Actualmente existe la tendencia a dejar de lado la divinidad del Señor. A la idea de un Cristo meramente hombre corresponde la idea de una Iglesia humana, compuesta por empleados y funcionarios. Ello es gravísimo, ya que si Cristo no fuese Dios, aún no habríamos sido redimidos, ni la Iglesia tendría el poder de "santificar". Si Cristo fuese un guerrillero, o un político más, la Iglesia serviría esencialmente a fines terrenos e Intramundanos. Sería una Iglesia secularizada.   Si nos quedamos solamente con la humanidad de Cristo, estamos mutilando la figura del Señor. Hagamos nuestra la ardorosa confesión de Pedro: "Tú eres el Mesías de Dios", es decir, el Verbo encarnado, el Dios hecho hombre.   2. Cargar la Cruz   Inmediatamente de la confesión de Pedro, el primero en confesar pública y certeramente la humanidad y la divinidad de Cristo, el Señor ordenó a sus apóstoles que guardasen el "secreto mesiánico".   Los judíos no entendían las Escrituras. Esperaban, como dijimos, otro tipo de mesías. No estaba en sus planes un Salvador que naciese en un pesebre y que muriese en una cruza No se equivocaban, por cierto, cuando pensaban en un mesías victorioso, triunfante y glorioso. Pero ignoraban que para llegar allí tendría que pasar por el dolor; no podían concebir a un Mesías paciente, sacrificado, humillado y traspasado.

  Todavía hoy, muchos que se dicen cristianos creen que seguir a Cristo es participar de sus misterios gozosos y gloriosos. ¡De los dolorosos... ni mencionarlos! Lo terrible es que habiendo pasado tantos años persista la misma tentación: un Mesías sin Cruz.   Leamos nuevamente el texto evangélico: "El Hijo del hombre –les dijo– debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día".   El Mesías en cruz no debe escandalizamos: así las profecías lo habían anunciado y así se cumplió. La Cruz es la "hora del Señor", es la salvación de la humanidad, es la revelación del amor que Dios tiene a los hombres. Lo que sí debe llenarnos de asombro es la dificultad que tenemos para entender este misterio de la Cruz y cuánto nos cuesta tomar sobre los hombros la propia cruz. El Señor nos lo ha dicho de manera categórica: Si quieres seguirme, es decir, si quieres ser "cristiano", "carga tu cruz".   Bien decía Tomás de Kempis que "muchos son los que siguen a Jesús en la última cena, pero cuán pocos son los que los acompañan hasta el Calvario".   La Cruz es el misterio central de nuestra redención y todavía hoy le tenemos miedo; frente a ella sentirnos repulsión, asco. De todas las maneras posibles tratamos de evacuada. Cuando asoma en el horizonte de nuestra vida decimos como San Pedro: "Eso no sucederá". Al igual que los judíos, queremos que Jesús baje de la Cruz. Que no nos exija tanto. Pretendemos la resurrección sin pasar por la muerte, la mística sin transitar por la ascética. ¡Nada de noches oscuras! Hoy la Cruz sigue escandalizando, como a los fariseos de ayer, y para muchos es aún una locura. ¡Nada nuevo bajo el sol!   No nos engañemos. De la misma manera que resulta imposible pensar en un Mesías sin la Cruz, tampoco existe un cristianismo sin Cruz. Cristo no nos impele a seguirlo de manera coercitiva. Se dirige a nosotros a modo de invitación: "El que quiera venir

detrás de mí...". Dice San Juan Crisóstomo que "el Señor usó esta fórmula para darle más fuerza a sus propias palabras; cuando se nos impone algo doloroso, nos rebelamos interiormente. Pero cuando se nos invita con súplica y con amor, eso nos atrae, nos conquista".   Es evidente que esta invitación debe ser escuchada con los oídos de la fe. Humanamente hablando no es alentadora Todo lo contrario. No es frecuente que alguien invite a sus amigos a tomar la cruz, al dolor, al sufrimiento, a la burla, a la soledad, a la entrega de la propia vida. Estamos acostumbrados a escuchar promesas de felicidad, soluciones para todo, proyectos que nos aseguran el paraíso en la tierra, etc. Nuestro Señor es muy diferente: pone ante nuestros ojos un programa arduo y lo hace sin engaños. A la gloria, pero pasando por la cruz. A la vida, pero por la muerte.   Vista con los ojos de Dios, la Cruz se convierte en el tesoro más grande que puede poseer una persona. Cristo no nos quiso coaccionar a que la carguemos porque, como afirma San Juan Crisóstomo, “¿dónde se vio que se obligue a alguien a aceptar un tesoro que se le ofrece?”   En todos los tiempos y en todas las espiritualidades que enriquecen a la Iglesia, el seguimiento de Cristo crucificado ha implicado que el cristiano se niegue a sí mismo. Lo hemos oído del mismo Señor: "El que quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo". No podemos seguir a Cristo, esto es, amarle e imitarle, si no nos negamos a nosotros mismos, si no renunciamos al espíritu del mundo, si no aceptamos plenamente su voluntad.   San Ignacio encabeza el libro de los Ejercicios con la siguiente fórmula: "Ejercicios espirituales para vencer el hombre a sí mismo". De lo que se trata es de renunciar a toda afición desordenada, a dejar de lado los caprichos dela propia voluntad, disponiéndonos así a conocer y seguir la voluntad divina.   Lo mismo enseña San Juan de la Cruz en su subida al Monte Carmelo. Allí nos

exhorta a vaciar nuestros sentidos, potencias, afectos, etc., de todo lo que no sea Dios.   Cristo crucificado nos da la gran lección del amor que se hace renuncia. "Amar es el don de sí mismo", decía Mons. Adolfo Tortolo. No hay amor sin don, sin renuncia, sin negación, sin entrega. Si quiero saber cuánto amo a Dios o al prójimo debo preguntarme a cuántas cosas soy capaz de renunciar, si estoy dispuesto a negarme por el Otro o por los otros. La pregunta más revelante sería: ¿Cuánto soy capaz de sufrir por el otro? Porque la medida del amor es el sufrimiento.   (SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 204208)

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Juan Pablo II   «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9, 18).   Jesús planteó un día esta pregunta a los discípulos que iban de camino con él. Y a los cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo les hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?   Como sucedió hace dos mil años en un lugar apartado del mundo conocido de entonces, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Algunos le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso lo creen capaz de iniciar una nueva era.   «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite una respuesta «neutral». Exige una opción de campo y compromete a todos. También hoy Cristo pregunta: vosotros, católicos de Austria; vosotros, cristianos de este país; vosotros, ciudadanos, ¿quién decís que soy yo?

  La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere que la persona que tiene delante no responda sólo con la mente. La pregunta procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo para vosotros? ¿Qué represento yo para vosotros? ¿Me conocéis de verdad? ¿Sois mis testigos? ¿Me amáis?   Entonces Pedro, portavoz de los discípulos, respondió: Nosotros creemos que tú eres «el Cristo de Dios» (Lc 9, 20). El evangelista Mateo refiere la profesión de Pedro más detalladamente: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Hoy el Papa, como sucesor del Apóstol Pedro por voluntad divina, profesa en nombre vuestro y juntamente con vosotros: Tú eres el Mesías de Dios, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.   A lo largo de los siglos, se ha buscado continuamente la profesión de fe más adecuada. Demos gracias a san Pedro, pues sus palabras han resultado normativas.   Con ellas se deben medir los esfuerzos de la Iglesia, que trata de expresar en el tiempo lo que representa para ella Cristo. En efecto, no basta la profesión hecha con los labios. El conocimiento de la Escritura y de la Tradición es importante; el estudio del catecismo es muy útil; pero, ¿de qué sirve todo esto si la fe del conocimiento carece de obras?   La profesión de fe en Cristo invita al seguimiento de Cristo. La adecuada profesión de fe debe ser confirmada con una vida santa. La ortodoxia exige la ortopraxis. Ya desde el inicio Jesús puso de manifiesto a sus discípulos esta verdad exigente. En efecto, apenas había acabado Pedro de hacer una extraordinaria profesión de fe, él y los demás discípulos escuchan de labios de Jesús lo que él, el Maestro, espera de ellos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23).   Ahora todo es igual que al inicio: Jesús no busca personas que lo aclamen; quiere personas que lo sigan.   Queridos hermanos y hermanas, quien reflexiona sobre la historia de la Iglesia con los

ojos del amor, descubre con gratitud que, a pesar de todos los defectos y de todas las sombras, ha habido y sigue habiendo por doquier hombres y mujeres cuya existencia pone de relieve la credibilidad del Evangelio.   Queridos hermanos y hermanas, «¿vosotros quién decís que soy yo?   Dentro de poco haremos la profesión de fe. Además de esta profesión, que nos inserta en la comunidad de los Apóstoles y en la tradición de la Iglesia, así como en la multitud de santos y beatos, debemos dar nuestra respuesta personal. El influjo social del mensaje depende también de la credibilidad de sus mensajeros. En efecto, la nueva evangelización comienza por nosotros, por nuestro estilo de vida.   La Iglesia de hoy no necesita católicos de tiempo parcial, sino cristianos de tiempo completo.   (Plaza de los Héroes de Viena, Domingo 21 de junio de 1998)

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P. Jorge Loring, S.J.   Décimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario - Año C Lc. 9:18-24 - «Toma tu cruz»   1.- El camino del cielo es estrecho y cuesta arriba: hay que esforzarse.   2.- El camino facilón es el del infierno: basta dejarse llevar cuesta abajo.   3.-Dios quiere que el cielo lo sudemos. Lo que nos cuesta trabajo conseguir lo estimamos más. Un amigo mío consiguió el Primer Premio Internacional de Chapistería en Bruselas. Era una estatuilla de metal que él enseñaba con orgullo a sus amigos. Tuvo que superar los torneos local, provincial, nacional e internacional. Si su padre, porque le ha tocado la lotería, le regala una réplica en oro macizo, para consolarle de que ha quedado el último en el torneo local, no lo disfrutaría tanto.

  4.-Dios quiere nuestra colaboración con Él en todo.   5.- Incluso en cosas que exceden nuestras posibilidades, como es la concesión de la gracia, quiere nuestra colaboración: así es en el sacramento del bautismo y en la confesión.   6.-Lo mismo en todas las cosas en que nos ayuda. En una ocasión oí esta frase: «Dios pone casi todo, nosotros ponemos casi nada; pero Dios no pone su casi todo si nosotros no ponemos nuestro casi nada».   7.- Es inútil que el estudiante pida a Dios aprobar, si no estudia; ni que una señora pida que le toque la lotería, si no juega.   8.- Si no pongo lo que está de mi parte, lo más probable es que Dios no escuche mi oración. Dios no suele suplir lo que nosotros podemos hacer.

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Directorio Homilético   Duodécimo domingo del Tiempo Ordinario   CEC 599-605: la muerte redentora de Cristo en el diseño divino de la salvación CEC 1435: tomar la propia cruz, cada día, y seguir a Jesús CEC 787-791: la Iglesia en comunión con Cristo CEC 1425, 1227, 1243, 2348: “revestirse de Cristo”; el Bautismo, la castidad     II        LA MUERTE REDENTORA DE CRISTO           EN EL DESIGNIO DIVINO  DE SALVACION          

          "Jesús entregado según el preciso designio de Dios"   599   La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.   600   Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de "predestinación" incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: "Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado" (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).               "Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"   601   Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).               "Dios le hizo pecado por nosotros"

  602   En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros" (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios "a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21).   603   Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos "reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).               Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal   604   Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8).   605     Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su vida en rescate por

muchos" (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).   1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).   II        LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO             La Iglesia es comunión con Jesús   787   Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: "Permaneced en Mí, como yo en vosotros ... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6, 56).   788   Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: "Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo" (LG 7).   789   La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la

relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.               “Un solo cuerpo”   790   Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: "La vida de Cristo se comunica a a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real" (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, "compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros" (LG 7).   791   La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia". La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él" (LG 7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: "En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 27-28).

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  Función de cada sección del Boletín

¿Qué es el IVE, el porqué de este servicio de Homilética?   Función de cada sección del Boletín

Homilética se compone de 7 Secciones principales: Textos Litúrgicos: aquí encontrará Las Lecturas del Domingo y los salmos, así como el Guion para la celebración de la Santa Misa. Exégesis: presenta un análisis exegético del evangelio del domingo, tomado de especialistas, licenciados, doctores en exégesis, así como en ocasiones de Papas o sacerdotes que se destacan por su análisis exegético del texto. Santos Padres: esta sección busca proporcionar la interpretación de los Santos Padres de la Iglesia, así como los sermones u escritos referentes al texto del domingo propio del boletín de aquellos santos doctores de la Iglesia.  

Aplicación: costa de sermones del domingo ya preparados para la predica, los cuales pueden facilitar la ilación o alguna idea para que los sacerdotes puedan aplicar en la predicación.  

Ejemplos Predicables: es un recurso que permite al predicador introducir alguna reflexión u ejemplo que le permite desarrollar algún aspecto del tema propio de las lecturas del domingo analizado.   Directorio Homilético: es un resumen que busca dar los elementos que ayudarían a realizar un enfoque adecuado del el evangelio y las lecturas del domingo para poder brindar una predicación más uniforme, conforme al DIRECTORIO HOMILÉTICO promulgado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos de la Santa Sede en el 2014. 

  ¿Qué es el IVE, el porqué de este servicio de Homilética?   El Instituto del Verbo Encarnado fue fundado el 25 de Marzo de 1984, en San Rafael, Mendoza, Argentina. El 8 de Mayo de 2004 fue aprobado como instituto de vida religiosa de derecho Diocesano en Segni, Italia. Siendo su Fundador el Sacerdote Católico Carlos Miguel Buela. Nuestra familia religiosa tiene como carisma la prolongación de la Encarnación del Verbo en todas las manifestaciones del hombre, y como fin específico la evangelización de la cultura; para mejor hacerlo proporciona a los misioneros de la familia y a toda la Iglesia este servicio como una herramienta eficaz enraizada y nutrida en las sagradas escrituras y en la perenne tradición y magisterio de la única Iglesia fundada por Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana.

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Inicio Este Boletín fue enviado por: Homilética IVE a [email protected] Provincia Ntra. Sra. de Lujan - El Chañaral 2699, San Rafael, Mendoza, 5600, Argentina ¿Por qué recibo este e-mail? Click aquí para darme de Baja