Domingo 25 del Tiempo Ordinario Ciclo B

Domingo 25 del Tiempo Ordinario – Ciclo B Los criterios de actuación, las “virtudes” que el evangelio de hoy nos propone, son el servicio y la acogida...
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Domingo 25 del Tiempo Ordinario – Ciclo B Los criterios de actuación, las “virtudes” que el evangelio de hoy nos propone, son el servicio y la acogida. Y el problema es que son palabras muy sabidas y que, por ello, se pueden convertir en muy superficiales. Sería útil hacerse consciente del inmenso contraste que se da en la escena evangélica. Jesús, como el domingo anterior, ha hablado a sus discípulos del sentido de su misión, y de la dramática culminación que tendrá cuando morirá en la cruz: la primera lectura de hoy ayuda a captar más profundamente este dramatismo. El domingo pasado, el anuncio de que la promesa de vida nueva del Mesías se realizaría a través del fracaso de la cruz había suscitado la reacción contraria de Pedro. Hoy, la reacción es mucho más lamentable y entristecedora: los discípulos ni siquiera han escuchado, sus preocupaciones se dirigían hacia el éxito personal, exactamente lo contrario de lo que Jesús intentaba explicarles. Y Jesús, pues, debe volver a explicar y a insistir en el estilo que él propone: se trata de querer vivir toda la vida como servicio; y se trata de saberlo reconocer a él no en los grandes y prestigiosos, sino en los humildes y débiles. Marcos 9, 30-37 En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.” Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?” Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó llamó a los Doce y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.” Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.”

Después de la Confesión de Pedro, Jesús se dedica a la instrucción de sus discípulos. Han desaparecido de su programa las prolongadas charlas al pueblo. Parece evitar las aglomeraciones. Se esconde. Camina por lugares poco frecuentados por las gentes. Unos lo han rechazado por completo; otros no le comprenden lo más mínimo. La vida de Jesús cambia de rumbo. Ahora dirige sus enseñanzas al reducido grupo que le sigue de cerca. Son los «suyos». Son los únicos que le aceptan, aunque de forma imperfecta. A ellos les confía su «Misterio», su «misión». Pero los discípulos no comprenden la confidencia de Jesús. Rebota en sus mentes. ¿Qué es eso de «ser entregado», de «morir», de «resucitar» después? La figura de Jesús les es cada vez más misteriosa. No se atreven a preguntarle. Su mente, en realidad, juega todavía con las categorías y criterios humanos. No han comprendido -no pueden comprender- que la muerte de Jesús, el Mesías, se debe a una disposición divina y que tal Disposición encierra el «Misterio» de Salvación para los hombres. Están muy lejos de adivinar que Jesús, precisamente a través de su «pasión», va a «revelarse» Salvador de forma insospechada. Todavía no han podido echar fuera de sí la idea-esperanza de un reino terreno y político. La discusión en el camino lo manifiesta a las claras. ¿Era, quizás, el temor al desengaño lo que les impedía preguntar al Maestro? De todo un poco. Los discípulos necesitaban una instrucción, y Jesús se la estaba impartiendo cuidadosamente. Había que ganar tiempo. Era su último viaje. Dejaba para siempre la verde Galilea. Iba camino de Jerusalén; allí tendría lugar el desenlace «misterioso» de su vida. Jesús prepara a sus discípulos. Mientras Jesús hablaba del próximo cumplimiento de su Misión como Mesías, los discípulos discutían repartiéndose los puestos del nuevo reino. ¡Qué lejos estaban del pensar y querer del Maestro! Marcos subraya la dolorosa ironía. Embotados, tardos de entendimiento, infantiles en sus deseos y mundanos en sus pensamientos. Ellos mismos parecen reconocerlo. Enmudecen a la pregunta del Señor. Jesús, continuando la tarea de Maestro, les imparte una importante lección. Podemos desdoblarla en dos momentos: 1). Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Es precisamente lo que Jesús va a «cumplir» en Jerusalén. Jesús es el Siervo de Yavé que da la vida por la salvación de todos. San Juan lo expondrá con toda claridad en el relato del «Lavatorio de los pies». Jesús es el mejor ejemplo; el ejemplo, sin más. El niño impotente, consciente de su insignificancia, sujeto a todos por necesidad, es el ideal. El discípulo debe llegar a esa conciencia de pequeñez, de nulidad, de

inferioridad respecto a todos. Debe servir, admirar, respetar a todos como a superiores, como a personas de gran valía. Esa es su vocación; no, buscar honores, títulos vanos, prevendas y beneficios personales. Todo lo contrario, servicio, dedicación y respeto a los demás. 2). Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí…Quien acoge a un siervo del Señor, por más siervo que sea, por más despreciable e insignificante que parezca, acoge nada menos que al Señor de la salvación. Y quien lo acoge a él, acoge a Dios. ¿Es posible? ¿No es maravilloso? Así es. Son criterios que trastornan el mundo entero. ¡Qué lejos se hallaban los discípulos de entenderlo! ¿Y nosotros? ¿Lo hemos entendido plenamente? Miremos a los santos. Ellos sí que lo han entendido bien. Reflexionemos: El evangelio de hoy continúa el pensamiento del domingo pasado. Par ser más exactos, lo repite e ilustra: el Misterio de Cristo que muere y resucita. Jesús anuncia, por segunda vez, el desenlace de su vida. Todos los evangelistas señalan la importancia del acontecimiento. Marcos subraya el misterio. El pensamiento debe centrarse, pues, en ese magno Suceso: el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Jesús va a ser entregado y condenado; después resucitará. La celebración eucarística lo «recuerda» en «sacramento». En torno a él, como parte del Misterio, se abrazan los cristianos. La lectura primera ilumina, desde lejos, el misterio, describiendo la conducta del malvado contra el justo piadoso. Observamos que el impío no soporta una vida religiosa auténtica. La vida religiosa sana le da en el rostro. Su luz le hiere los ojos y los irrita; y su corazón vomita por sus labios desprecio, sarcasmo y violencia. ¿No le aconteció así a Cristo? ¿No se le «objetó »en la cruz si eres hijo de Dios, baja de ahí, y creeremos en ti? Es la clásica prueba. Ningún justo se libra de ella. Tampoco Jesús, justo por excelencia. El justo pone en manos de Dios, como Jesús, su destino. Se somete a la voluntad divina con paciencia y resignación. Sabe vencer al mal con el bien, sabe orar por el enemigo y sabe bendecir, siendo maldecido. La vida del justo, anodina y baldía a los ojos del mundo, obtiene su plenitud en las manos de Dios. Somos, como Jesús, instrumentos de salvación. Dios resucitará nuestros cuerpos mortales y cubrirá de gloria las señales de la agresión. Es mejor padecer la violencia que realizarla. Es el sentir cristiano.

Existe un antagonismo, en raíz irreductible, entre el justo y el impío. El justo ha de sufrir por serlo. Risas, desprecios, sarcasmos, violencia… No debe extrañarnos que se nos persiga. También lo hicieron con Cristo. Hay mucho en el mundo que se opone a la voluntad de Dios, y por tanto, a la conducta del justo: envidias, codicia, ambición, sensualidad, afán de poder… Muchos se han de soliviantar al paso, sereno y acusador, de una conducta sana e irreprochable. Son dos mundos que se oponen, y es de maravillarse que no choquen. Es nuestro destino, como también lo fue el de Jesús. Pero no estamos solos. Dios está con nosotros; Dios escucha nuestra oración. El salmo nos ofrece una muy bella. La misma celebración eucarística, es una hermosa súplica en Cristo Jesús. El cristiano, ya lo hemos indicado, se inserta en el Misterio de Cristo. Ahora Cristo es el gran Siervo. Su pasión y la muerte son la perfecta expresión de la más acabada obediencia del Padre y del más profundo amor a los hombres. San Juan lo refiere muy bien en la escena del Lavatorio de los pies. Jesús lava y limpia. La muerte de Jesús tiene ese efecto: limpia, lava, sana, salva. Nosotros debemos, como siervos, lavarnos, en su nombre, los pies unos a otros: servicio fraternal mutuo. Servir y amar; amar y servir. Es una de las enseñanzas del evangelio de hoy. ¿Cuál es nuestra postura? ¿Lo entendemos bien? Nos sonreímos de la poca inteligencia de los discípulos al escuchar a Jesús. ¿No se repetirá la historia en nosotros? ¿Qué buscamos con tantas idas y venidas? ¿Los primeros puestos, nuestra comodidad, nuestro provecho personal? Convendría repasar el himno a la caridad de I Corintios 13. En cada hermano hay un misterio que empalma con el sacrosanto Misterio de Cristo, muerto por nosotros. ¿Lo advertimos? ¿Lo veneramos? ¿Qué hay al respecto, de admiración y veneración al hermano? Porque no es al hombre a quien aceptamos y recibimos, sino a Dios en último término. Llevamos a Cristo, llevamos a Dios. ¡Qué atención al hermano! Y ahora la segunda lectura con su lenguaje incisivo. No es necesario insistir mucho en sus palabras. Leamos con detenimiento esas líneas. Envidias, ambición, codicia, afán de placer… ¿No es esto lo que divide las familias, deteriora las comunidades cristianas y destroza la vida religiosa? ¿No será que la celebración eucarística no nos impregna suficientemente del sentir de Cristo y que nuestra oración no arranca de un corazón limpio y sano? Pidamos a Dios limpie nuestro corazón.

La celebración eucarística es el Sacrificio, la Acción de Gracias y la gran súplica. Nosotros nos ofrecemos como «sacrificio» y «servicio»; adoramos a Dios por su providencia; rogamos por su asistencia.