KARL RAHNER, S.I.

¿DEMOCRACIA EN LA IGLESIA? K. Rahner afirma que la interrogación del título debe afectar a los dos sustantivos, pues es consciente de que la democracia en la Iglesia no puede analizarse satisfactoriamente mientras no se dé una respuesta adecuada al significado de democracia. Como esto le es imposible en los estrechos límites de un artículo, el autor es consciente de que todas sus reflexiones padecerán de este fallo metódico. Con todo, y aun teniendo presente la ambigüedad que se esconde tras la fachada de toda democracia representativa, presupondrá que la democracia es aquella forma de sociedad en la que --de acuerdo con ciertos presupuestos espirituales, culturales y sociales-- es concedido a sus miembros un gran espacio de libertad, a fin de que cada uno pueda participar amplia y activamente en la vida y decisiones de la sociedad. Por Iglesia entenderá la católicoromana en su propia auto-comprensión dogmática. Demokratie in der Kirche?, Stimmen der Zeit, 182 (1968) 1-15 1 PRINCIPIOS FUNDAMENTALES Momentos de libertad y democracia en la esencia de la Iglesia 1) Por el hecho de que la Iglesia es la comunidad de los que libremente creen y se reúnen para una misma fe y adoración, surge un íntimo parentesco entre Iglesia y democracia. Naturalmente que la Iglesia tiene también ciertos presupuestos no determinados por la decisión libre de sus miembros y que preceden, como condición, a la libre asoció": la naturaleza del hombre, la voluntad salvífica de Dios, la salvación en Cristo, la "institución" de la Iglesia por Él... Pero esto no modifica el hecho de que el adulto (prescindiendo de la cuestión del bautismo de los niños) pertenece a la Iglesia sólo a partir de su libre decisión. Una sociedad profana, estatal, tiene miembros forzados y precisamente por ello sur ge la cuestión de cómo es posible crear para tales miembros un espacio de libertad mayor y una más activa colaboración. Así pues, mientras que la democracia aparece en la sociedad estatal como un movimiento en contra de la pertenencia forzada, en la Iglesia la asociación libre no sólo es fin, sino su base misma como sociedad. Por ello lo que constituye el sentido y meta de toda democracia es en la Iglesia el presupuesto. Con ello no se niega que también en la Iglesia existan, evitable o inevitablemente, muchas cosas no-democráticas. Pero esto no modifica nada la diferencia fundamental entre la sociedad estatal y la Iglesia. De ahí que exista un rasgo de libertad y democracia en la esencia íntima de la Iglesia que, aunque no haga superflua una ulterior investigación sobre la democracia en ella, limita esencialmente la cuestión. 2) Un segundo rasgo de la esencia dogmática de la Iglesia puede iluminar el parentesco existente entre la democracia y la Iglesia. A saber: lo libremente carismático es un rasgo esencia l en la conciencia que de sí misma tiene la Iglesia. Todas las instituciones que, en la sociedad estatal, son consideradas como democráticas deben asegurar al individuo un espacio necesario de libertad en el que sea posible el desarrollo de la iniciativa libre de los individuos y los grupos sin intervención de los poderes sociales. Esto supuesto, lo históricamente nuevo, lo no planificado - para lo cual una constitución democrática ha de conceder posibilidades y espacio - se denomina en la Iglesia lo "carismático", lo dado a la Iglesia por el Espíritu libre de Dios. Es verdad que la constitución de la Iglesia y sus instituciones no garantizan de modo absoluto que, siempre y en cada caso, lo

KARL RAHNER, S.I. carismático encuentre de hecho en la Iglesia el espacio necesario para desarrollarse. En casos concretos hasta podrá darse lo contrario: la institución y lo jerárquico podrán apagar el Espíritu. Pero, con todo, hay que advertir dos cosas: Primero: la Iglesia reconoce lo carismático como un rasgo esencial de sí misma. No quiere ser una sociedad religiosa totalitaria en la que toda vida sea sólo ejecución de un mandato emanado de una oficina central. La Iglesia valora lo institucional, pero no como algo autoritario y totalitario. Jerarquía e institución son fundamentalmente un rasgo parcial de la Iglesia, no dimensiones fundamentales que quieran manipular totalitariamente la historia de la Iglesia y el soplo de su Espíritu. Lo jerárquico se entiende a sí mismo de antemano como servicio del carisma libre, como servicio de la discreción de espíritus. Si una democracia puede ser definida negativamente como "la constitución estatal de un pueblo a través de la cual cada voluntad está protegida de una manipulación totalitaria", entonces puede denominarse a la Iglesia en un sentido muy profundo democracia porque reconoce lo no institucionalizable, libre y carismático, como un rasgo interno y esencial suyo. Segundo: quien cree en la promesa escatológica de Dios a la Iglesia de Cristo está convencido de que el Espíritu de Dios en momentos decisivos, y a la larga, preserva a la Iglesia jerárquica de manipular totalitariamente lo carismático. Aunque tal fe pueda significar también la tentación de no tomar en serio tendencias totalitarias en la Iglesia, está - no obstante- justificada y contiene la esperanza de que este peligro no prevalecerá. Esta fe, a pesar de amargos desengaños individuales, no ha sido contradicha fundamentalmente en la historia; lo carismático se abre siempre camino y pone lo jerárquico a su servicio. Dogma e historia demuestran que no sólo la jerarquía sino también cada miembro del Pueblo de Dios puede ser la puerta por la que entre el Espíritu que gobierna libremente. 3) A partir de una tercera característica de la Iglesia, que a primera vista quizá parezca antidemocrática, puede encontrarse otro parentesco interior entre la democracia bien entendida y la Iglesia: la Iglesia tiene, por derecho divino inmutable, una estructura jerárquica administrada por individuos concretos. Esto ha de tenerse en cuenta a pesar de todas las estructuras colegiales existentes, ya que existen ciertas funciones en la Iglesia qué han de ser administradas por una sola persona y que no pueden ser atribuibles, en último término, a una decisión colectiva, como si el jerarca individual sólo fuese un ejecutor de la decisión. Este hecho, que puede parecer anti-democrático, es garantía cierta para una verdadera democracia. Por una parte, este personalismo individual no excluye una elección "democrática" de tales autoridades, ni prejuzga fundamentalmente la colaboración de las comunidades eclesiales en la elaboración de las decisiones de aquéllas. Por otra parte, este personalismo "iuris divini" -que se presupone aquí- es un principio de oposición contra los ya conocidos peligros de la democracia en las sociedades en las que no es posible un autogobierno directo del pueblo. En tales democracias existe el peligro de no saber quién toma las decisiones, a quién hay que dirigirse para hacer efectiva una opinión del pueblo. Por el contrario, donde la autoridad no se puede ocultar detrás de una institución anónima, donde puede apelarse a una conciencia individual y personal ineludible, se posibilita lo que se pretende con la democracia, a saber: la colaboración libre y activa de todos los miembros de la sociedad en la vida de ésta.

KARL RAHNER, S.I. Diferencias entre la democracia en la Iglesia y en la sociedad Fundamentado este parentesco interior entre democracia e Iglesia, es necesario llamar la atención sobre una diferencia fundamental que surge al tratar la cuestión de la democracia en la Iglesia y en una sociedad secular. 1) La diferencia que impide trasladar sin consideración todos los modelos "democráticos" de una sociedad profana a la Iglesia radica, ante todo, en el hecho de que la constitución fundamental de la Iglesia es de derecho divino y, por lo mismo, inmutable. No afecta a esta proposición el hecho de que tal constitución haya tomado forma por primera vez en el tiempo apostólico y haya emergido lentamente en la conciencia de la Iglesia. Este proceso queda patente en el hecho de que, aún hoy, no existe una constitución escrita de la Iglesia en el sentido de las modernas constituciones de los Estados. Esta constitución fundamental inmutable basada en la Revelación en Cristo no puede someterse a la voluntad del Pueblo de Dios. Podrá indicarse aquí que también la constitución moderna de un Estado presupone de modo análogo derechos fundamentales del hombre, y que tiene, por tanto, un fundamento independiente de la libre voluntad de los miembros de la sociedad. Con ello existiría una relación análoga entre una constitución democrática y su fundamento previo al derecho positivo, y entre el derecho eclesiástico mudable y las estructuras de la Iglesia de derecho divino. Pero esta analogía no puede oscurecer una diferencia esenc ial. Estructuras bastantes concretas, que en absoluto podrían ser de otra manera, son en la Iglesia de derecho divino, lo cual no sucede en una sociedad secular. La sociedad profana se da su constitución; la Iglesia no se la da: le ha sido dada por Dios en Jesucristo, incluso en elementos que parecen pertenecer a los condicionamientos históricos. Con esto tenemos ya, al menos formalmente, un límite para las cuestiones en torno a la democracia en la Iglesia. Aunque materialmente con esta limitación no se decida nada negativamente acerca de la estructura democrática de la Iglesia. En la práctica, sin embargo, se afirma con lo dicho, que el primado del Papa -por ejemplo- proclamado en el Vaticano I no está sometido en su esencia dogmática (lo que no significa: en una forma histórica determinada) a la voluntad del Pueblo de Dios o del colegio episcopal en cuanto diferente de su cabeza. 2) Esto conduce a otra diferencia fundamental entre la democracia en la Iglesia y en la sociedad profana. Hemos dicho que, en contraposición a la sociedad estatal, en la Iglesia no puede existir una pertenencia forzada porque iría contra la esencia de la Iglesia como comunidad libre de fe. Esto implica que un hombre que contradice claramente a la fe de la Iglesia en su auténtica contextura dogmática no es en pleno sentido miembro de esta Iglesia. Si en el pueblo o entre los obispos, como individuos, surgiese la exigencia de un cambio de la constitución de la Iglesia, que contradijese la autocomprensión que de sí misma tiene la Iglesia católica romana y que está definida dogmáticamente, se trataría de un ataque desde fuera a esta misma constitución, pues quienes hiciesen tales demandas no pertenecerían ya, en pleno sentido social, a la Iglesia (independientemente de si estos católicos quisieran o no apartarse de ella). Se podrá preguntar qué sucedería si una gran mayoría del pueblo eclesial - y hasta eventualmente con la cooperación de los obispos- comenzase a combatir tales estructuras fundamentales, hasta ahora obligatorias dogmáticamente, como sucedió por ejemplo en los primeros tiempos de la historia de la Iglesia. A tal pregunta sólo se puede

KARL RAHNER, S.I. responder diciendo que tal intento de una revolución "democrática" desde abajo contra la estructura dogmática fundamental, y no sólo contra la estructura canónica, continúa siendo históricamente un peligro permanente. Por ello hay que acentuar que sólo se da Iglesia romano-católica allí donde se conserva la autocomprensión dogmática. irreversible, aunque histórica, de la Iglesia. Pertenece a la esperanza de esta fe de la Iglesia el que siempre se conservará un pueblo creyente en el cual continúe viva la Iglesia como sacramento de salvación del mundo en su historia. Y esta esperanza se basa en la presencia fundante y protectora del Espíritu de Cris to en su Esposa. 3) Otro aspecto de la eclesiología católica aclara aún la diferencia fundamental entre la democracia en la Iglesia y en la sociedad civil. Sin entrar en la difícil cuestión de la filosofía cristiana sobre sociedad y estado, estamos obligados a decir que en la Iglesia las autoridades no reciben simplemente el poder del pueblo eclesial, ni son simples ejecutores de sus deseos, sino que ejercitan sus funciones en virtud de la misión recibida de Cristo. Con ello aparece de nuevo una diferencia entre la sociedad democrática profana y la Iglesia. No obstante, estas diferencias, fundadas en la procedencia divina del poder de la autoridad eclesiástica, no excluyen -sino que más bien presuponen- el que esta autoridad sea sólo concebible dentro del Pueblo santo de los redimidos y creyentes, y no se le pueda imponer a este Pueblo desde fuera. El origen en Cristo de la potestad eclesiástica no se opone, en ningún modo, a la confirmación y designación "democrática" de sus representantes y al hecho de que las decisiones de éstos hayan de estar determinadas teniendo en cuenta la naturaleza del hombre y del Evangelio, y hayan de tomarse teniendo en cuenta al Pueblo de Dios y su libre voluntad.

Justificación de la cuestión acerca de la democracia en la Iglesia Aun cuando estas diferencias han de tenerse en cuenta siempre que se trate de la democracia en la Iglesia, la problemática que tratamos tiene pleno sentido, ya que la gracia y su manifestación histórica y real en la Iglesia tiene siempre como algo esencial lo que denominamos "naturaleza". Si la democracia es una exigencia esencial de la naturaleza humana, al menos en una fase determinada de su evolución histórica, no puede ser indiferente para la Iglesia -que consta de unos hombres que experimentan, de hecho, una legítima exigencia de democracia entendida como cooperación activa y libre en la elaboración de sus estructuras sociales- el corresponder, o no, a las exigencias legítimas de estos hombres concretos. Además ocurre que existen muy pocas cosas en la constitución de la Iglesia que sean realmente inmutables, y que esta constitución divina en la Iglesia, siempre e inevitablemente, se da en estructuras históricas concretas, que en sí mismas no son inmutables. El primado del Papa, por ejemplo, es de derecho divino, pero esto no quiere decir que las formas jurídicas concretas y los modos técnicos de administración en los que aparece hoy concretamente participen de esa validez permanente del primado. Debemos distinguir adecuadamente entre la esencia de la Iglesia y su manifestación histórica. y condicionada. En qué forma concreta aparecerá esa esencia a lo largo de la historia es imposible predecirlo. Eso es algo que permanece en las manos de la historia abierta y no- manipulada del futuro, de modo que tendenc ias y anhelos democráticos pueden pertenecer muy bien a aquellas fuerzas que contribuyen al continuo cambio de la imagen con que aparece una esencia permanente. Así pues, cuando se propone a la misma Iglesia la cuestión de la democracia, se plantea el problema de una síntesis histórica. siempre nueva entre su esencia permanente y su

KARL RAHNER, S.I. forma histórica concreta, entre lo humano y lo divino de la Iglesia. Precisamente un católico y un teólogo, que conoce y posee lo permanente de su fe y de su Iglesia dentro de una historia, no tiene ningún motivo para temer por el desarrollo histórico del derecho constitucional humano en la Iglesia, ni puede rechazar a priori una dinámica histórica que brota de una voluntad democrática para la historia de su Iglesia.

POSIBILIDAD ES DE UN DESARROLLO DEMOCRÁTICO EN LA IGLESIA Estructura de cooperación en las decisiones de la jerarquía No se trata aquí tanto de una actitud de fraternidad y libertad espiritual en el Pueblo de Dios -que, por descontado, ha de presuponerse-, cuanto de la reestructuración de instituciones sociales que permitan al Pueblo de Dios cristianamente maduro participar activamente en la vida de la Iglesia. En cuanto tales instituciones son de naturaleza jurídica, pueden ser declaradas como tales por la Iglesia; pero en cuanto son puramente humanas, y por lo mismo mudables, no siempre han existido y por lo tanto pueden ser reestructuradas o creadas. Sin embargo, hay que acentuar simultáneamente que en la Iglesia el derecho -que existe por costumbre o por leyes emanadas de la jerarquía y que por lo mismo es "derecho humano"- no es pura arbitrariedad de la autoridad. En el pueblo eclesial está despierta, y no siempre sin fundamento, la desconfianza de que el derecho humano en la Iglesia -porque y en tanto que ha de ser establecido por la autoridad- esté entregado a la arbitrariedad de ésta y que por ello no es propiamente una ley que otorgue al pueblo eclesial una posición estable frente a las decisiones de la jerarquía. Sin embargo, esta desconfianza está fundamentalmente injustificada. Una determinada ley humana o forma histórica de la Iglesia como comunidad libre de fe, esperanza y amor puede ser en un tiempo dado -debido a exigencias morales absolutas y hasta por el "ius divinum"- una absoluta exigencia emanada de la esencia de la Iglesia. De hecho existen innumerables decisiones jurídicas que el Magisterio podría haber tomado y fundamentado en la esencia abstracta de la Iglesia, y que sin embargo, nunca se han tomado porque, dada la situación concreta y la sensibilidad de los hombres de la Iglesia, moralmente no eran legítimas. Y al contrario: se han consolidado muchas estructuras que en sí mismas eran, o son, puramente de derecho humano. Así pues, cuando se buscan instituciones de derecho humano que posibiliten una cooperación más activa del pueblo eclesial en las decisiones de la jerarquía, no se debe desacreditar de antemano tal esfuerzo afirmando que esas instituciones dependerían de la arbitrariedad de la autoridad de "derecho divino". Las posibilidades reales de la autoridad están limitadas, más allá de los limites jurídicos y morales de tal autoridad por las situaciones concretas y por las mentalidades de los hombres de la Iglesia, y dejan por ello espacio abierto a la colaboración del pueblo eclesial en la vida de la Iglesia, incluso donde este espacio no está asegurado formal y jurídicamente. Todo lo dicho ha de ser tenido en cuenta para lo que vamos a exponer.

KARL RAHNER, S.I. Problemas de una auténtica representación laical Un primer ejemplo de estos esfuerzos para crear tales instituciones lo encontramos en todos los intentos que pretenden posibilitar, institucionalmente, una cooperación activa y responsable de los seglares en las decisiones de la autoridad en forma de consejos parroquiales o diocesanos. En todas estas representaciones de seglares se pretende llegar a una participación más plena en las decisiones, haciendo posible una representación genuina e independiente del laicado dentro de la Iglesia. En tales asuntos muchas cosas han de ser llevadas a cabo en la Igle sia de distinto modo que en la sociedad profana. No es fácil representarse, por ejemplo, que en la Iglesia se formen partidos a fin de posibilitar a cada individuo la elección auténtica de sus representantes; y si esto parece no factible en la Iglesia (aunque podría reflexionarse más sobre ello), entonces la cuestión de la elección de los representantes seglares, fuera de los grupos parroquiales pequeños donde todos se conocen fácilmente, se hace muy difícil. Podría pensarse que las asociaciones católicas puedan desempeñar en la Iglesia un papel análogo al de los partidos en el Estado, en orden a formar comunidades representativas, o que estas comisiones puedan ser formadas desde arriba. Sin embargo, esto no es tan claro, ya que tales asociaciones, en sus relaciones auténticas para con todo el laicado y en sus actuales estructuras sociales, no pueden actuar -sin más- como representativas de todo el laicado; y, además, porque el nombramiento de tales comisiones desde arriba plantea de nuevo la cuestión de su auténtica representatividad. Esto supuesto, tampoco es fácil decir cómo podrían ser formadas tales comisiones laicales a nivel diocesano y, posteriormente, a nivel de Iglesias nacionales. El método de formar la comisión superior a partir de las inferiores tampoco convence. Todavía existen, pues, muchos problemas sin resolver. A esto se añade un problema subyacente que toca tanto a la formación de estas comisiones como a su derecho a tomar parte en las decisiones. A saber: por una parte, cómo han de ser formadas y cómo han de actuar tales comisiones quedando integradas dentro de la estructura "iuris divini" y en general del dogma de la Iglesia; por otra, cómo deben desarrollar realmente frente a la jerarquía una auténtica iniciativa y una crítica. El hecho de que esta relación entre jerarquía y laicado no pueda ser ahora totalmente regulada por caminos institucionales y jurídicos no ha de impedir fomentar un sano diálogo entre jerarquía y laicado con estructuras jurídicas. En todo esto estamos ciertamente en los comienzos y es necesario valor y confianza mutua para poder avanzar. Si jerarquía y laicado luchan por sus propios derechos como enemigos, los esfuerzos por la democratización de la Iglesia sólo se convertirán en conflictos, escisiones y, en el mejor de los 'casos, en una estructura burocrática que sólo interesará a sí misma.

Cooperación del pueblo cristiano en el nombramiento de los pastores Otro camino para una posible democratización de la Iglesia seria la cooperación del pueblo eclesial en la elección de los pastores. En principio no puede decirse que esto sea incompatible con la constitución fundamental "iuris divini" de la Iglesia, pues existió en la antigua Iglesia y existen aún vestigios en algunas regiones.

KARL RAHNER, S.I. La cooperación del pueblo en la designación de los párrocos y obispos no va contra la constitución de la Iglesia, pues no excluye que el poder jurisdiccional de los así "elegidos" provenga de Cristo y de su Iglesia jerárquicamente constituida. Además, para que esta elección tan especial tuviera valor jurídico debería realizarse siempre con el consentimiento expreso o tácito de la totalidad de la jerarquía, representada por el episcopado presidido por e'. Papa. Pero estos presupuestos no excluyen, en principio, una auténtica elección desde abajo y un auténtico derecho de elección "iuris humani". Esta afirmación no quiere decir que ya se daría automáticamente una auténtica y real "democratización" de la Iglesia si los párrocos y obispos fuesen elegidos por el pueblo en vez de serlo sólo por la jerarquía. Prescindiendo de que también por caminos democráticos pueden ser elegidos jerarcas ineptos, y de que puede darse un influjo del pueblo no institucionalizado, pero muy eficiente, en la elección de los jerarcas, el deseo de renovar la participación del pueblo en esta elección plantearía inmediatamente la cuestión acerca del modo de llevarla a cabo. Dadas las dimensiones de las actuales diócesis y parroquias no se puede pensar en una elección plebiscitaria, ya que la mayor parte del pueblo eclesial no está en situación de juzgar si el candidato posee las cualidades necesarias para ejercer su cargo. Y si se excluye la elección por plebiscito, ¿qué comisión representativa del auténtico pueblo eclesial ha de realizar la elección?, ¿quiénes, entre los oficia lmente católicos, pueden intervenir en la formación de tales comisiones electoras? Pues por muy "oficialmente" católico que sea uno, si en realidad carece de una auténtica, mentalidad cristiana y está alejado de la vida eclesial, ¿qué derecho tendrá para intervenir en la formación de tales comisiones electoras? Tal católico reclamaría ese derecho, quizá y precisamente, a pesar de su desinterés hacia la Iglesia para imponer tendencias no eclesiales. Todas estas reflexiones evidencian que el esfuerzo para conceder al laicado participación en la elección de la jerarquía de la Iglesia no es para un futuro inmediato. Si a través del desarrollo iniciado, la Iglesia pasa de una Iglesia de masas (Volkskirche) a una Iglesia de creyentes por libre elección quizás aparezcan entonces los presupuestos sociales que hagan mucho más fáciles, y aun espontáneas, tales elecciones.

Comunidades libremente formadas como presupuesto de auténtica democratización Otra posibilidad de una auténtica "democratización" de la Iglesia se daría en el futuro si la Iglesia (como diócesis y aun a nivel superior) reconociese como auténticas comunidades cristianas a los pequeños grupos formados independientemente de fronteras territoriales, concediéndoles una cierta estabilidad institucional y derechos jurídicos análogos a los que hoy poseen las parroquias. Hasta ahora el cristiano se relaciona socialmente con la Iglesia a través de la parroquia territorial, como distrito de una diócesis. Pero si creciera más el estado de diáspora de la Iglesia, y si se llegase a la situación de no poder proveer muchas parroquias de sacerdote, se llegaría a una situación en la que la jerarquía desearía la libre formación de comunidades cristianas independientemente del sistema territorial. Tales grupos formados desde abajo gozarían de suficiente institucionalidad. Estas comunidades elegirían de entre sus miembros un "anciano" (presbítero), que podría ser confirmado por el obispo mediante la ordenación sacramental, como

KARL RAHNER, S.I. presidente sacerdotal, el cual debería reunir ciertas condiciones en su estilo de vida cristiana y en su saber teológico, aunque no necesitase, como hoy sucede, una formación académica al estilo de un alto funcionario. La Iglesia penetra en un futuro en el que la cooperación del laicado será una necesidad absoluta. Entonces se resolverán por sí mismos muchos problemas concretos de la "democratización", porque la autoridad no aparecerá como una realidad dada ya de antemano, sino como algo que está sustentado por la propia voluntad y la libre obediencia y fe en la Iglesia. Una autoridad cuya real existencia está sostenida así, no ofrece propiamente problemas con relación a la democratización de tal sociedad. Aunque la autoridad eclesiástica no se deriva de la libre voluntad de asociación de los individuos, su existencia y eficiencia estará sustentada, en el futuro más que ahora, en la libre obediencia y fe de los súbditos, y desaparecerá el antagonismo entre jerarquía y pueblo. Tales relaciones podrían ser ejercitadas inicialmente en las comunidades cristia nas que se habrían formado desde abajo.

Pluralismo y opinión pública Si ha de existir una opinión pública en la Iglesia y de la Iglesia, ha de situarse naturalmente- en el marco de la confesión de fe de la Iglesia y también dentro de una actitud de obediencia respecto a la autoridad jerárquica. Esto no significa que no puedan darse serias diferencias de opinión en materias teológicas, ni que de antemano y por principio se hayan de excluir las situaciones en que un cristiano, apelando a su conciencia, niegue la obediencia a un mandato particular -naturalmente bien intencionado- de un jerarca, porque tal cristiano lo considera, a pesar de la buena fe de la autoridad, como incompatible con la fe o la caridad. Hemos de acostumbrarnos a comprender que las tensiones no tienen que destruir la unidad de la fe, la voluntad de la obediencia y el amor. La autoridad no debe pensar que en la Iglesia la primera y la última obligación de sus miembros es la tranquilidad; los seglares no deben pensar que las actitudes ideales son la arbitrariedad en el pensamiento teológico, ni una actitud de rebeldía apoyándose en la posibilidad de diferencias de opinión en materias teológicas o en la de que se den casos en los que es posible negarse a obedecer. Cuando esta comprensión hacia un cierto pluralismo en la Iglesia y en su opinión pública se hayan ejercitado, entonces será más fácil y podrá practicarse mejor una actitud democrática por ambas partes.

Notas: 1 Este artículo ha sido incluido en el volumen del mismo autor «Gnade als Freiheit», HerJer, Freiburg (1968), Tradujo y condensó: JESÚS GARCIA DE LEÁNIZ