De lo popular en la cultura

De lo popular en la cultura. Problemas analíticos en el estudio del pentecostalismo latinoamericano . . . . . . . . . . . . . . . . . ...
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On the Popular in Culture: Analytical Problems in the Study of Latin American Pentecostalism

Jorge Ravagli*

R e v i s t a C o l o m b i a n a d e S o c i o l o g í a  n . º 3 3 , N . � 2  

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Universidad Nacional de Colombia, Bogotá Resumen El artículo plantea una aproximación a las problemáticas conceptuales inherentes al estudio de la llamada “cultura popular”. Para ello se esbozan, inicialmente, las tradiciones de la definición del ámbito de la “popularidad” en la cultura e ilustra la necesidad de articular las conceptualizaciones sobre el tema en el marco de las tendencias más recientes de la antropología y la sociología, es decir, desde las explicaciones macro-estructurales hacia las transacciones e hibridaciones simbólicas en el marco de lo cotidiano. Posteriormente, se realiza un estudio de caso en las manifestaciones artístico-culturales del pentecostalismo latinoamericano contemporáneo. El artículo finaliza con el llamado sobre la necesidad de matizar y enriquecer los marcos tradicionales del análisis y la investigación. Palabras clave: conceptualización, cultura popular, cultura oficial, esencialismo, hibridación, pentecostalismo.

Abstract This article offers an approach to the conceptual problems inherent in the study of the so-called “popular culture.” To do so, it initially outlines the traditional definitions of the “popular” in the culture and then illustrates the need to articulate the conceptualizations of the issue in the context of recent trends in anthropology and sociology, that is, from macro-structural explanations towards the transactions and symbolic hybridizations within the everyday. Subsequently, it carries out a case study in artistic and cultural expressions of contemporary Latin American Pentecostalism. The article ends by calling on the need to refine and enrich the traditional frameworks of analysis and research. Key words: conceptualization, essentialism, hybridization, official culture, Pentecostalism, popular culture.

Artículo de reflexión. Recibido: octubre 15 del 2010. *

Aprobado: noviembre 20 del 2010.

Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia · [email protected]

1. Cultura popular y cultura oficial

Las ciencias sociales delimitan el ámbito de la llamada cultura popular como espacio propio de producción simbólica a contrapelo del ámbito señalado como cultura oficial que, comúnmente, denota el escenario institucional u ortodoxial de la producción cultural de una sociedad (GarcíaCanclini, 1990; Bajtín, 1998; Bourdieu, 1999; Eco, 2005; Seman, 2006; Martín-Barbero, 2006). Suele ser este el rasero con el que se demarca, por ejemplo, la cultura popular medieval y sus dinámicas de mordaz sarcasmo y denuncia burlona de las jerarquías de la nobleza y del catolicismo institucional dominante y culturalmente hegemónico, el cual se suele presentar en la historiografía institucional como el común denominador de la vida cultural feudal (Bajtín, 1998). De esta manera, el ámbito de la cultura popular suele construirse como objeto de indagación en alta proximidad con las dinámicas de la espontaneidad y la efervescencia de las manifestaciones expresivas y lúdicas de los sectores sociales de menor ingreso, lo que puede entenderse como una condición estructural sujeta, en menor medida, a las reglas y procedimientos de los escenarios oficiales, instituidos y burocratizados en los que la producción simbólica se encuentra fuertemente especializada, como la Iglesia, la Academia o más recientemente la industria cultural de masas (Adorno y Horkheimer, 1944). Desde este enfoque, el establecimiento del carácter predominante de las relaciones entre la cultura popular y la cultura oficial ha sido una preocupación constante de las ciencias sociales. Un problema fundamental ha sido el de distinguir los márgenes de subordinación y autonomía de la primera frente a los códigos semánticos heredados de la última. En la base misma de la existencia de una cultura popular, como fenómeno, se hallan los tradicionales prejuicios estamentales en la caracterización despectiva de las clases superiores sobre las manifestaciones artísticas y culturales subalternas como una degradación o degeneración de la cultura oficial, de mayor especialización técnica y elaboración simbólica. Así, desde este particular punto de vista, puede caricaturizarse lo popular como perteneciente a un nivel inferior, resultado del menoscabo a los que han sido sometidos los elementos semánticos de la cultura oficial o erudita. Como bien caracteriza sarcásticamente Eco (2005), este punto de vista alrededor de la estrepitosa emergencia de la cultura de masas y su entroncamiento con lo popular: Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre (Heráclito: “¿Por qué queréis arrastrarme a todas partes, oh ignorantes? Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada la multitud”), la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que esta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en

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Sin embargo, este enfoque prejuicioso y simplificador no solo desconoce las dimensiones creativas de la recepción popular o masiva (MartínBarbero, 2006), sino que, además, funciona como dispositivo legitimador de las pretensiones aristocratizantes de los sectores sociales superiores, es decir, de los mecanismos mediante los cuales estos últimos pretenden revestir de naturaleza privilegios sociales adquiridos (Bourdieu, 1999). Es decir, en vez de presentar una caracterización a profundidad de la especificidad de la cultura popular, las descalificaciones y señalamientos despectivos de las clases altas y de los sectores de la cultura erudita frente a lo popular, denotan un dispositivo social de estratificación mediante la jerarquización de las manifestaciones simbólicas y culturales, de manera que la estructura de distribución de oportunidades —de consumo simbólico, en nuestro caso— permanezca omnímodamente reconocida como justificada en principios naturales. Sin embargo, no puede tampoco desconocerse que los elementos expresivos de la cultura popular no parten de cero, ni que heredan sus códigos creativos del entorno simbólico circundante y de sus tendencias predominantes. Esto es evidente, por ejemplo, en el hecho de que si se adjudica un papel activo-creativo a la recepción cultural que realizan las clases bajas (García-Canclini, 1990), su punto de partida son, inexorablemente, los códigos semánticos de la cultura oficial y de sus instancias institucionales socialmente autorizadas para la producción de sentidos, de manera que esos códigos funcionan como material a partir del cual los grupos menos favorecidos construyen una concepción de sí mismos. Tal es, por ejemplo, el caso de la religiosidad popular en el cristianismo católico latinoamericano, en el cual la cultura de los santos y la tradición de las romerías en torno a ellos constituyen un elemento importante que rivaliza en importancia social con los dogmas fundamentales del catolicismo oficial, a los cuales ese mismo público popular se adhiere. Se ha querido, además, caracterizar esta dinámica específica de la religiosidad popular frente a la institucional o la erudita como producto de una hibridación histórica, para el caso latinoamericano, entre la evangelización católica colonial y la herencia de las mentalidades mágicas y animistas precolombinas (Bastián, 1997). 2. La trampa del esencialismo

Sin embargo, atribuir a la cultura popular —o a sus manifestaciones tradicionales o campesinas en América Latina—, una existencia independiente y una naturaleza esencial no contribuye mucho a desentrañar sus

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el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la “cultura de masas” no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura (último superviviente de la prehistoria, destinado a la extinción) no puede más que expresarse en términos de Apocalipsis. (Eco, 2004, p. 11)

particularidades expresivas. Constituye una fuerte herencia romántica la de distinguir un alma del pueblo (Volkgeist) fuertemente nacionalista y esencialmente separable de las influencias culturales y sociales foráneas que pretenden hegemonizarle y, en último término, falsearle. Este procedimiento analítico suele atribuir una naturaleza ontológicamente autónoma a las manifestaciones de la cultura popular como expresiones de ese espíritu esencial que condensaría el núcleo de la identidad nacional. De hecho, la nomenclatura misma de cultura popular suele sugerir fácilmente tal esencialismo, al igual que la apelación a la noción de pueblo en sus diferentes variantes nacionalistas, atribuyendo como contrapartida a la cultura de élite un carácter internacionalizante y universalista —en ocasiones compulsivo— frente al particularismo del espíritu popular. De hecho, esta concepción de la cultura popular como ámbito independiente de producción de sentido y como objeto de indagación para la antropología y la sociología, es una creación tardía de la historia. Como lo relata Renato Ortiz (1989), la concepción misma de lo popular como contenedor de insondables secretos de sabiduría data de las sociedades de anticuarios del siglo XVIII en Francia e Inglaterra y alcanza plena formulación filosófica en la concepción romántica que mencionamos, según la cual en la poesía natural que brota del pueblo, verdadera fuente de la poesía artística donde reside el alma primigenia de la raza que debe moldear la identidad nacional. Este espíritu romántico que concibe el Volkgeist transforma la denotación primordial del vocablo cultura, propia del ámbito francés, como destaca Elías (1987), el cual apuntaba a los procesos de ennoblecimiento, de refinamiento social y de control de los impulsos, propios de los estamentos aristocráticos. Esta concepción romántica señala como cultura, en un sentido claramente más genérico, las manifestaciones espirituales espontáneas de los sectores populares o tradicionales rurales, portadores de las herencias fundacionales de la nación que fueron tergiversadas por el cristianismo medieval. Así, la cultura popular se convirtió, para el romanticismo, en una categoría general que buscaba identificar las creaciones tradicionales —campesinas y subordinadas, diríamos hoy— como ámbito esencial de permanencia de las identidades de los pueblos. Lo popular, así definido, se convirtió en lo nacional, objeto indiscutible de indagación para las ciencias sociales. A su turno, las ciencias sociales contemporáneas (García-Canclini, 1990 y 2006; Martín-Barbero, 2006; Sunkel, 2006) buscaron, entonces, desligarse de esta forma de caracterización romántica y esencialista de las culturas populares para reconocer en ellas sus márgenes de subordinación a los códigos semánticos dominantes que le sirven de marco, y sus umbrales de autonomía creativa en los procesos de reelaboración y combinación a que someten esos códigos con respecto a otras tradiciones que le son accesibles. Por ello, destaca Canclini, la naturaleza de las culturas populares en la modernidad globalizada contemporánea es esencialmente híbrida, ya que la cultura popular no reside exclusivamente en los sectores populares, sino que es objeto de transacciones y negociaciones con otras

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instancias de la sociedad global —tradiciones foráneas, medios de difusión masiva de la cultura de masas como el audiovisual— como proceso de definición en curso de sus particularidades expresivas. En realidad, para García-Canclini es difícil definir una cultura, por más ancestral y arraigada que sea en términos esenciales, ya que suele originarse en amalgamas creativas de visiones del mundo alternativas que, con el paso del tiempo, se han revestido de naturalidad. Es en la actualidad, en la época de la globalización y la intensificación de los contactos entre latitudes culturales que potenció la revolución informática, cuando más claramente se puede tomar consciencia de estos procesos de hibridaciones esencializadas, en la medida en que se contempla un escenario global diverso y abigarrado donde las yuxtaposiciones y los diálogos —desiguales y estratificados, de por sí— se transponen a ritmos acelerados. De esta manera, las expresiones más tradicionales de la cultura popular —la artesanía indígena nahua, por ejemplo— no se resienten esencial y defensivamente de las tendencias uniformadoras del comercio globalizado, sino que se adaptan creativamente a esta transformación situacional en curso, sincretizando, en varios aspectos, muchos de sus contenidos tradicionales con las más modernas tendencias de la difusión mediática (García-Canclini, 1990). De esta manera, la aproximación a la cultura popular en escenarios contemporáneos exige enfoques amplios y flexibles que permitan identificar tanto las constricciones estructurales propias del entorno social y cultural en que aquella se enmarca, como los procesos y mecanismos concretos mediante los cuales esa popularidad de las clases desfavorecidas construye manifestaciones propias de su concepción de la realidad. De esta manera, un enfoque centrado en las prácticas de los actores (Williams, 1997; Alexander, 2004; Seman, 2006) permite corroborar los procesos mediante los cuales las estructuras de sentido —y las coerciones sociales que son su correlato certero— son reproducidas o transformadas en la vida cotidiana de los actores y en sus campos de interacción estructuralmente jerarquizados, así como también señalar el arraigamiento subjetivo de las cosmovisiones y su encarnación en prácticas sociales que, situadas en esos marcos estructurados de la interacción social, generan un efecto sobre ellos en un sentido de perpetuación o de concreción de las posibilidades inherentes de transformación y de atribución de nuevos significados. En realidad, muchos enfoques de la sociología reciente y contemporánea (Simmel, 1986; Bourdieu, 1999; Berger y Luckmann, 1999; Bauman, 2005) abogan por una transición desde explicaciones de corte macro-estructural o sistémicas, en las cuales las condiciones históricas generales que enmarcan la conducta social no solo provean el marco de comprensión de sus efectos sobre las sociedades, sino que, además, lo determinen unilateralmente a escenarios de interacción concretos o micro-sociológicos privilegiados en los cuales esas estructuras generales entren en juego y se dinamicen como condiciones de las relaciones sociales concretas y como arraigados marcos interpretativos de la realidad, para el caso de las estructuras culturales.

De esta manera, se intenta desentrañar las particularidades de los escenarios de la llamada cultura popular más reciente, entendiendo por esto último que, primero, su popularidad no reside exclusivamente en los sectores trabajadores o populares y que sus dinámicas expresivas se enlazan en forma cada vez más intensificada con los circuitos mediáticos de la globalización contemporánea, lo cual plantea los problemas de la distinción y conjugación histórica de la cultura popular y la cultura de masas (Eco, 2004); y segundo, que, como dinámicas plenamente culturales, no remiten sus formas artísticas y expresivas a una mera emulación degradante de los cánones del arte erudito, sino a una compleja cosmovisión abigarrada y diversa en la cual tales prácticas expresivas encuentran sentido como manifestaciones de esa realidad popular —con toda la caleidoscópica diversidad que esta pueda abrigar—, en las cuales las estructuras sociales que consagran la desigualdad son revestidas de significados y, en muchas ocasiones, consagradas y legitimadas. Esto, claro está, debe ser averiguado para cada caso, dilucidando las configuraciones complejas y las diversas perspectivas sociales que delatan las diversas expresiones de las culturas populares latinoamericanas contemporáneas. 3. ¿Existe una cosmovisión de lo popular?

El carácter subordinado o no-oficial de la cultura popular puede definirse, para abandonar de una vez por todas aquel esencialismo que denunciábamos en la sección anterior, en términos relacionales, en tanto su lugar social le atribuye unas características que incorporará directamente, como su carácter predominantemente oral e iletrado frente al perfil erudito y de difusión escrita de la cultura oficial o institucional. De esta manera, por puro efecto de la desposesión de capital cultural a la que los sujetos populares han sido sometidos (Bourdieu, 1999), la cultura popular revestiría un carácter sensorial, corpóreo e inmediato en el cual, las verdades abstractas que hereda, como marco de sus prácticas, de la cultura institucional, se traducirían en un lenguaje de lo festivo y carnavalesco, accesible a todos en virtud de la ausencia de requisitos de competencia cultural especializada que el carnaval materializa (Bajtín, 1998)1. Sin embargo, tal definición relacional de la cultura popular difícilmente subsume la abigarrada variedad de sus manifestaciones, atribuyéndolas, casi en su totalidad, a los diferenciales de acceso a los 1. Quisiera aclarar que cuando me refiero aquí a fenómenos como desposesión de capital cultural o ausencia de competencia cultural no estamos afirmando la radical ausencia de cultura en los sujetos desfavorecido socialmente, ya que la cultura, en el sentido otorgado a esta noción por las ciencias sociales contemporáneas (Elias, 1987), constituye un ámbito genéricamente humano fundamentado en los procesos de atribución de sentido a la realidad, ámbito del cual la cultura oficial de la Europa occidental no constituiría más que un caso especialmente burocratizado y especializado de producción simbólica (Adorno, 1996). Por el contrario, tal desposesión se refiere al capital cultural oficial, es decir, institucionalmente reconocido y validado por las instancias oficiales de la producción cultural.

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bienes legítimos consagrados socialmente. Bajo este enfoque, el carácter predominantemente oral de esta cultura, por ejemplo, se remitiría a las ausencias de competencias lectoras elementales de sus actores, de manera que construyesen sus representaciones y prácticas con los limitantes propios de sus capacidades de interpretación de la cultura legítima, inexorablemente sometiéndola a una desfiguración —constituyendo este su mecanismo representativo distintivo— y prestando, inconscientemente, un reconocimiento pasivo y sumiso a la superioridad atribuida a las valoraciones de aquella. Así, de nuevo, y exacerbadamente en la masificada sociedad de clases de la globalización, la cultura popular quedaría inexorablemente remitida a una tergiversación de la cultura oficial, letrada y especializada. La industria cultural, que en amplios aspectos tecnificó la cultura popular sin elevarla al rango de la cultura aristocrática o alta cultura, no cambiaría sustancialmente esta situación, definida de este modo, de manera que, simplemente, la masificase ampliando su capacidad de convocatoria sin elevar sus toscas emulaciones a rangos superiores. Como puede verse, estos mecanismos de estratificación social, definidos en términos de estrategias de distinción y posicionamiento de grupos mediante prácticas culturales enclasadas y enclasantes (Bourdieu, 1999), imponen, inevitablemente, esquemas de clasificación que subsumen la diferencia en términos jerarquizantes. El enfoque relacional del constructivismo social de Bourdieu permite identificar los mecanismos mediante los cuales esas representaciones sectoriales del mundo se imponen en la oficialidad pública revistiendo de naturaleza y esencialidad convenciones sociales de larga duración. Sin embargo, el correlato inevitable de esta tarea de desenmascaramiento de los procesos de naturalización de la reproducción social, es la indagación de márgenes de existencia de cosmovisiones alternas subsumidas bajo la etiqueta de lo popular, no en el sentido esencialista y romántico que denostábamos anteriormente, sino como círculo positivo de representaciones, de principios de concepción de la realidad que sustenten prácticas interpretativas y mecanismos, quizás no solo de tergiversación, sino de re-significación de los códigos de la cultura oficial o legítima en los que, ineludiblemente, a causa de su condición, participa. Es decir que es necesario, para establecer los márgenes del diálogo que de hecho realiza el caleidoscopio de prácticas de la cultura popular, identificar el principio simbólico desde el cual entablan ese diálogo creativo con la cultura institucional, de manera que nos sea más accesible comprensivamente la originalidad de sus manifestaciones. Entonces, el problema del ámbito sustancial de representación de la cultura popular pasa inevitablemente por definir sus fundamentos históricos. Bajtín (1998), provee un interesante marco en el cual remita sus especificidades relacionales —la risa, la fiesta, la camaradería, el sarcasmo ante lo establecido, la renovación mediante la celebración democratizante— el fenómeno de las religiones primitivas, en las cuales lo sagrado y la burla de lo sagrado eran fenómenos complementarios e indisolubles. La risa primitiva, la capacidad que adquiere la comunidad humana primitiva

de autoafirmarse ante la naturaleza mediante su inmersión en un fenómeno de contagio plenamente humano y cultural, habríase revestido, entonces, de caracteres sagrados al proveer un entorno de actualización de la unidad supraindividual de la comunidad. Sería esta la tradición que perviviese en la cultura popular antigua y medieval, proveyendo, frente a la rigidez de las estructuras sociales del Estado feudal y la seriedad de la cosmogonía católica, un entorno de reafirmación parentética, carnavalesca, de los vínculos comunitarios que unen a los hombres como especie, por encima de las convenciones sociales abismalmente les separaban. Bajtín encuentra entonces aquí, en la risa, como común denominador de los fenómenos de lo popular en la cultura, una de las raíces profundas que nos permitiría identificar un ámbito específico de representaciones a partir de las cuales la resignificación sarcástica y burlona a la que son sometidos los materiales de la vida social encontraría un anclaje de cosmovisión positiva. Por este motivo, el carnaval popular y su carácter específico de disolución simulada de la estructura social habría sido tolerada y fomentada por la Iglesia y por la cultura escrita en el sentido de la risa pascualis, eventualidad anual en la cual los monjes letrados encargados de la rígida producción teológica se deshacían de las connotaciones oficiales de su cargo y escribían para el público popular parodias burlonas de sermones, parábolas, discusiones e, incluso, misterios religiosos que alcanzaban fuertes ecos en las celebraciones populares. De alguna manera, Bajtín argumenta que sin este humanismo del carnaval popular medieval —el cual no puede subsumirse, junto con las saturnales romanas y las bacanales griegas, a celebraciones de descanso en torno a las faenas del ciclo agrícola sino que remiten directamente a una particular concepción del mundo y del tiempo humano en él—, no pueden comprenderse las manifestaciones del humanismo artístico y erudito que explotarán en el Renacimiento. De esta forma, es posible señalar que esta tradición de solidaridad comunitarista sería uno de los sustratos de conciencia de la mentalidad popular que se canalizaría en las manifestaciones y prácticas colectivas de los estamentos inferiores, las cuales se tornarían incomprensibles o interpretativamente mutiladas si se analizasen de manera inconexa con respecto a las circunstancias productivas y sociales —de coerciones infraestructurales— de vida de estos sectores populares, dinamizadores, desde este enfoque de la tradición, del carnaval y de la risa socializadora. La intersección entre los dos planos, el de mentalidad cultural y el de las circunstancias de vida social, es imprescindible si se pretende una aproximación a la especificidad de las manifestaciones y de las prácticas de la cultura popular contemporánea. 4. El caso del pentecostalismo latinoamericano

El fenómeno pentecostal ha llamado poderosamente la atención de las ciencias sociales en los últimos tiempos, en especial, debido a sus acelerados ritmos de crecimiento (Bastián, 1994, 1997 y 2004; Stoll, 1990;

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Beltrán 2006 y 2007; Berges, 2008; Bothner, 1994; Butler, 1970; Campos, 2001; Cepeda, 2007; Cervantes-Ortiz, 2005; De Santa Ana, 1995; Escobar, 2008; Freston, 1995; Garma, 2000; Guerra, 2009; Lalive, 1967; Marfà, 2008; Mariz, 1995; Moreno, 2004; Ospina, 2004; Pereira, 1996; Reyes, 2009; Rondón, 2007; Rubens, 1998). La estrepitosa emergencia del fenómeno pentecostal latinoamericano se entronca genéticamente con las variaciones del protestantismo local e internacional, en las cuales el elemento carismático-comunitarista ha alcanzado un predominio visible. Como tal, una interpretación altamente plausible del hecho subraya la importancia del movimiento carismático como transversal a las espiritualidades dónde se manifiesta, revistiéndose de su lenguaje y dinamizando, en algunas ocasiones de manera proselitista, su laicado (Baumann, 2005). Bajo este enfoque, la emergencia del fundamentalismo pentecostal en las sociedades modernas contemporáneas se remitiría precisamente a las condiciones de esas sociedades, en las cuales la implementación uniforme y extensiva de las relaciones sociales funcionales —por oposición a las personales y de conocimiento personal— y de la modalidad burocrática en la organización social, no habría reservado un lugar adecuado y de importancia para las reivindicaciones identitarias y las prácticas de la irracionalidad expresiva, las cuales constituyen un elemento imprescindible en la construcción de la identidad y en la perpetuación de las comunidades de sentido (Berger, 1997). La búsqueda compulsiva de relaciones sociales sólidas en un entorno caracterizado por la fugacidad de los contactos y la progresiva ausencia de los vínculos primarios que unen al sujeto a una comunidad (Baumann, 2008), conduciría al surgimiento estridente de estructuras sociales férreas tipo secta —comunidad de los elegidos y virtuosos—, de amplias magnitudes burocráticas —megaiglesias—, en las cuales las prácticas simbólicas de recreación de una identidad fundamentalista fueran moneda corriente. Allí, la dinámica ancestral de la fiesta y, en ocasiones, la del carnaval jugaría un importante papel y serían, en el marco de la intención estratégica de incrementar los niveles de participación de los asistentes, un imprescindible elemento de la liturgia del pentecostalismo carismático así masificado. En su eje espiritual, el pentecostalismo apuntaría a una oleada del protestantismo, la segunda tras el advenimiento del puritanismo y el movimiento de santidad de los hermanos Wesley, que sacudiría las denominaciones protestantes establecidas para entronar una fe que, aceptando la sola fides y otros dogmas importantes de la tradición protestante frente a la institucionalidad del magisterio católico, se anclaría, fundamentalmente en el carisma del Espíritu Santo, manifestado, sobrenaturalmente, entre los creyentes mediante milagros de sanaciones —taumaturgia—, exorcismos —liberaciones espirituales— y capacidad de hablar lenguas angélicas y celestiales como trance en el cual se le trasmite a la congregación un mensaje divino —glossolalia— (Bastián, 1994; Stoll, 1990). Estos fenómenos místico-carismáticos, conocidos también por otras religiones, se convertirían en el estandarte distintivo del pentecostalismo, cuyas

variantes afroamericanas en Estados Unidos harían fama por sus niveles de expresividad y por la recurrencia e intensidad de prácticas mágicas como las mencionadas. Así, esta oleada del protestantismo redinamizaría su espiritualidad desde los dogmas de la salvación a la realidad espiritual de la posesión del Espíritu, motivo temático fundamental de sus celebraciones religiosas y componente distintivo de la identidad de sus adherentes. A partir de su consolidación en Estados Unidos a principios del siglo XX —los avivamientos de este tipo más famosos se desarrollan desde finales del siglo XIX y, especialmente, a principios del XX con el emblemático Azusa Street de Los Ángeles, en 1906— el pentecostalismo migrará a América Latina con las primeras denominaciones pentecostales establecidas —God Assemblies, United Pentecostal Church, Foursquare Gospel Church— mediante la modalidad misionera y la previa declaración, por parte de las convenciones eclesiales protestantes, de nuestro subcontinente como tierra de misiones, debido a la tergiversación a la que el catolicismo habría sometido, desde su óptica, el mensaje evangélico primigenio, por entonces, intensiva y vivencialmente redescubierto por los creyentes pentecostales. Así, la labor evangelizadora de estas misiones pentecostales encontró su público preferentemente entre sectores populares —especialmente campesinos migrantes a las periferias urbanas— que, en medida creciente, aunque aún porcentualmente minoritaria, abandonaban el catolicismo tradicional en la región para adherirse a sus iglesias2. El examen de este proceso histórico de cambio religioso conduce, entonces, a la hipótesis sostenida especialmente por Bastián, según la cual sería la constatación de la persistencia de una tradición cultural especialmente oral y 2. La agresividad proselitista ha convertido al pentecostalismo en una religión masificada. Este carácter evangelizador-expansionista no se encuentra presente en la espiritualidad del primer pentecostalismo, el denominacional norteamericano, muy próximo al cultivo aislado de la santidad de los elegidos para la conversión, a la espera del rapto o arrebatamiento en alma y cuerpo de los creyentes ante la Gran Tribulación. Por el contrario, es especialmente tal carácter conversionista un rasgo distintivo de lo que se ha dado en llamar pentecostalismo autónomo (Mariz, 1995) o neopentecostalismo (Beltrán, 2006), es decir, de las iglesias-organizaciones formadas por el liderazgo pentecostal nacional de segunda generación, el cual no predicó una total y radical separación respecto del mundo, sino el ánimo de santificarlo alcanzando en la sociedad escaños importantes de poder. Esta actitud constituiría, entonces, el común denominador de las iglesias de mayor crecimiento como Misión Carismática Internacional o Centro Misionero Bethesda en Bogotá, por ejemplo. Adicionalmente, muchas de estas iglesias, como Misión Carismática o recientemente El Lugar de Su Presencia, han complementado tal carácter adoptando una modalidad organizativa muy cercana a la cultura mediática y a los sectores sociales medios en ascenso, más que a las clases populares. Próximas a estas, podrían caracterizarse, dentro del tipo de las megaiglesias, Centro Misionero Bethesda, Manantial de Vida Eterna —que revisaremos más adelante— y Avivamiento Centro Mundial, todas de liderazgo nacional.

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personalista-caudillista, de origen ancestral precolombino entre los sectores populares latinoamericanos, la que explicaría el crecimiento sostenido de estas organizaciones, en tanto la naturaleza del liderazgo pentecostal no reside en su formación o capacidad de manejo de un conocimiento especializado —doctrina, típica situación social de la forma burocratizada y racionalmente tecnificada iglesia según Weber (1977)—, sino en su capacidad de persuasión hacia la conversión mediante estrategias de animación y elevación del entusiasmo de sus oyentes. Así, la capacidad de movilización de las emociones populares sería el fundamento de la autoridad que el líder pentecostal alcanzase, capacidad exhibida en la extensa magnitud de la feligresía por él convocada. Así, este modelo de análisis sociológico estaría construido en oposición con el llamado protestantismo histórico, en el cual la lectura y la interpretación del texto bíblico, y no la predicación ni las capacidades expresivas del pastor, constituyen el centro de la liturgia, de corte más racionalista e individualista. Es claro que, teniendo como telón de fondo este protestantismo liberalizante, que incluso participó políticamente en procesos democratizantes en diferentes países de América Latina (Bastián, 1994), socialmente minoritario y conformado por inmigrantes y sectores de élite liberal e ilustrada, el pentecostalismo emergerá ante observador como un movimiento popular de masas, iletrado, mágico, caudillista y autoritario que se orienta, inexorablemente, a la perpetuación de las estructuras sociales que consagran la injusticia. Es apenas claro que esta interpretación requiere, además, la concepción de una continuidad histórica y ontológica en el ámbito de lo que se ha dado en llamar mentalidad colectiva, sustrato de una cultura popular que podría identificarse en el predominio de ciertos invariantes, como la mencionada preeminencia de lo oral sobre lo escrito o el énfasis puesto sobre la solidaridad comunitaria mecánica —en la que el sujeto es parte inmediata del engranaje colectivo que hace sentir sobre él su poder supraindividual— en lugar del individualismo orgánico propio de la Modernidad occidental, basado en la especialización funcional producto de la división del trabajo (Durkheim, 1995). Estas particularidades de la cultura popular permitirían identificar los fundamentos sobre los cuales se entroncaría el movimiento pentecostal, deliberadamente mediante estrategias proselitistas, o automáticamente por afinidades de clase social, para volverse atractiva para los sectores trabajadores, rurales, urbanos y otros culturalmente diversos, los cuales son mayoritarios en el subcontinente latinoamericano. Según la hipótesis construida sobre esta mentalidad ancestral mágico-animista precolombina, el pentecostalismo adecuará, entonces, una ambigua tradición protestante, fuertemente comunitarista, centrada en los dones del Espíritu Santo y no en el individualismo moral y preexistencialista de la espiritualidad luterana, de manera que el resultado definitivo de esta alquimia religiosa sean unas comunidades de fe no-católica —por no afirmarlas como protestantes (Beltrán, 2007)—, carismáticas y muy próximas a la lógica del milagro y no a la profundidad ética del misterio de la salvación por la Gracia.

Entonces, este marco de interpretación, originado especialmente en el trabajo historiográfico de Bastián, hace hoy día curso como modelo analítico del fenómeno pentecostal, combinado con un paradigma de “mercantilización” de lo religioso, según el cual las diferentes ofertas creadas por la pluralización y la migración religiosa se encontrarían en un entorno de competencia y de adecuación a la demanda social, fomentado por el pluralismo consagrado en la Constitución del 91 y por el progreso del proceso de secularización. De esta manera, la ruptura del monopolio religioso y socializador católico habría dado paso a la legitimación política y a la promoción de la pluralización religiosa del país, obligando a la iglesia católica a abandonar su situación de privilegio social y a incursionar en el campo del libre mercado de la fe. De esta manera, algunas ofertas religiosas, entre las que se hayan la encarnada en las misiones pentecostales, habrían encontrado su población-objetivo, preferiblemente, entre los sectores populares urbanos, proveyéndoles una religión menos trascendental y más inmediata y participativa que el catolicismo tradicional, propiciando conversiones masivas como las que se presencian actualmente y, muy importante, adecuando su propuesta de sentido con las matrices de cultura popular de esos sectores trabajadores, que estarían caracterizadas por los invariantes estructurales arriba mencionados. 5. Música popular y pentecostalismo en la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia, ipuc

Como origen de nuestro trabajo, buscamos, entonces, aproximarnos a una comunidad pentecostal producto de las misiones pentecostales extranjeras para intentar identificar, en sus manifestaciones musicalesespirituales, —canción religiosa—, la presencia de las matrices de aquella cultura popular, lo que equivale a decir que metodológicamente adoptamos la música litúrgica y extralitúrgica del pentecostalismo como campo de estudio y verificación del postulado analítico según el cual los formatos y contenidos profundos de la cultura popular subsistirían, invariablemente, como los elementos subyacentes y sustentadores de las prácticas religiosas pentecostales importadas por la experiencia misionera3. Esperábamos, por lo tanto, con alta probabilidad, encontrarnos en la música religiosa pentecostal con géneros asociados con los 3. La música juega un papel indudablemente importante en la configuración de la ceremonia pentecostal, manteniendo aquí un elemento importante de la herencia protestante de fundamentalismo bíblico en la prohibición de la iconografía religiosa como idolatría. No solo se conserva un espacio amplio del culto a la alabanza y la adoración —gozo e intimismo contemplativo, respectiva y esquemáticamente, podríamos decir—, sino que, además, la música no se detiene allí, acompañando las predicaciones y diferentes participaciones de los líderes y pastores como elemento imprescindible del desarrollo del culto. Tomando, entonces, esta decisión metodológica, consideramos la música litúrgica como un campo fértil para la indagación sociológica del fenómeno pentecostal.

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4. Claro está, la hipótesis-concepción que se halla tras esta pretensión es la de la adecuación entre la oferta simbólica y las condiciones socio-culturales de la demanda o entorno de recepción, mediante el mecanismo de las afinidades electivas (Weber, 1977), según la cual las constelaciones que en la historia se presencian entre sujetos históricos específicos —como la corroborada entre ética protestante-calvinista del trabajo y las máximas del espíritu del capitalismo occidental moderno— se organizan según tendencias semejantes, inherentes a sus materiales propios, tendencias que, precisamente por ser intrínsecas aunque muy poderosas, muchas veces no se restringen a sus formulaciones expresas, sino que abarcan fundamentos profundos de su concepción del mundo —ethos como directriz profunda de la cosmovisión, a diferencia de la ética como máximas que han alcanzado formulación coherente en dicha cosmovisión—.

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gustos populares y tradicionales colombianos y latinoamericanos, como base de sus cánticos ceremoniales, ya que estos ritmos y estilos serían los dispositivos estético-expresivos en los que, privilegiadamente, se manifestarían las cosmovisiones pentecostales y, entonces, bambucos, pasillos, currulaos, vallenatos, puyas, carranga —en el ámbito de la música tradicional colombiana— y rancheras, corridos, valses, tangos, salsas, merengues pentecostales etc.— serían características distintivas de su música litúrgica y el símbolo de una aculturación o autoctonización del culto pentecostal anglosajón4. Así, la alta emotividad y expresividad del culto pentecostal —como renovación del protestantismo europeo en EE.UU.— habría encontrado un fértil caldo de cultivo en la tan mencionada y estereotipada emotividad de la cultura popular latinoamericana. Sin embargo, al aproximarnos a las liturgias generales —dirigidas especialmente a grupos familiares, que son las que más registran asistencia— y juveniles de la sede central en Bogotá de la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia IPUC —emblemática organización del pentecostalismo denominacional de fuerte cariz misional, entre agosto y diciembre de 2008—, hallamos en juego varios elementos: •• Primero, un repertorio cúltico establecido e institucionalmente compilado: el himnario, que es una permanente herramienta de la liturgia pentecostal denominacional, ya que le provee a los asistentes una recopilación organizada y fácilmente consultable de las letras de los himnos a entonar por el conjunto musical o grupo de alabanza. Los dos himnarios actualmente utilizados por la IPUC ostentan dos características importantes: primero, haberse originado en himnarios importados y traducidos por los misioneros que recogieron la tradición himnológica de sus iglesias de origen para utilizarla en sus congregaciones locales. Y, segundo, su casi absoluta nacionalización en la actualidad —paralela quizás a la nacionalización oficial de la organización—, ya que el himnario más utilizado al presente, Manantial de Inspiración, reúne casi exclusivamente composiciones de autores nacionales y solo algunas traducciones de himnos compuestos por autores

extranjeros en los que se especifica la correspondiente autoría de los Himnos Clásicos, el segundo de los himnarios mencionados5. •• Segundo, márgenes importantes de incorporación de géneros tradicionales y populares como los mencionados, pero no en el ámbito de la música litúrgica, sino especialmente en la extralitúrgica, es decir, en la incursión que muchos músicos pertenecientes a la iglesia realizan en estos géneros. En realidad, podríamos decir que existe una fuerte tradición de la ranchera y el vals pentecostal —es decir, con letras religiosas acordes a la espiritualidad de la organización— paralela al predominio del himnario y el corario en la liturgia6. Figuras de extendido reconocimiento dentro de los públicos pentecostales como Aquerles Ascanio, los hermanos Devia, Dalgiz Ortiz, Zacarías Palacios, Claudia Hoyos y otros, que incluso se presentan en espacios pentecostales con el atuendo típico del mariachi, nos ilustran sobre la importancia de la ranchera, el vals y el corrido en la cultura musical pentecostal. Estos músicos, —quienes en su mayoría, además de 5. En una entrevista, el líder principal de alabanza de esta sede de la IPUC me reveló que los músicos de la iglesia cuentan solo en pocas ocasiones con un himnario armonizado para acompañar el canto congregacional y que, la mayoría de las veces, armonizan según sus conocimientos —caracterizado, en la actualidad, en medida creciente, por la especialización educacional, según las actuales directrices de la organización para el reclutamiento del liderazgo musical— y también con base en una difundida tradición del corrido y el vals como bases musicales de los himnos. En realidad, al escucharles se puede apreciar que no son himnos en el sentido marcial y simétrico tradicional europeo, sino que, en la organización colombiana las bases musicales de la marcha que antaño sustentaban estas composiciones importadas por los misioneros se han modificado hasta adoptar una modalidad armónica-rítmica parecida al corrido en tempo lento y, en ocasiones, al vals. Esta característica le presta un sabor de alegría festiva a los himnos y coros celebratorios que les asemeja a las baladas tradicionales judías, caracterizadas por una tonalidad menor y un tempo rápido, como lo identifica Ospina (2004) en su etnografía en el catolicismo carismático. Otros himnos clásicos son también comúnmente ejecutados en ritmo de salsa, merengue y fandango, aunque sin ocupar el lugar central en las liturgias generales —bases performativas de la renovación identitaria colectiva— en las cuales ya rivalizan esos himnos en corrido y vals con la balada pop, muy característica de la sensibilidad mediática, como la trataremos más adelante. 6. No es tan expresa, para los profanos, la diferencia clara que los creyentes pentecostales establecen entre ambos géneros —himnos y coros—. Una hermana más joven, cantante del grupo de alabanza, me sugirió en entrevista una forma menos rígida y unos estribillos más sencillos y de melodías pegadizas para los coros, por oposición a la estructura más rígida de los himnos —la presencia de un coro o estrofa/resumen de la idea doctrinal central de la composición, orientada hacia la entonación colectiva, para los primeros y su ausencia, para los últimos—. De esta manera, las canciones exitosas del pop neopentecostal, como mencionaremos más adelante, interpretadas en medida creciente en el pentecostalismo tradicional, cabrían dentro del formato de coros juveniles, como se refirió efectivamente a ellos el líder principal en la entrevista.

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7. Este caso de aculturación musical de los himnarios anglosajones, por supuesto, no prueba que la entera cosmovisión pentecostal se restrinja a una popularización latinoamericana del protestantismo o del pentecostalismo misionero. Solo nos habla de una aculturación de los formatos estético-expresivos y de importantes encuentros interculturales en los que el principio pentecostal y protestante dialoga con diferentes tradiciones para conformar diversos híbridos espirituales e históricos, margen de diálogo que requiere ser visualizado en cada caso, de manera que el panorama analítica arrojado sea más preciso y diverso y menos sujeto a generalizaciones simplificadoras.

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haber realizado grabaciones profesionales y haber conseguido presentaciones en el ámbito internacional, se suelen presentar en visitas a diferentes congregaciones locales, en retiros espirituales de jóvenes y parejas, y en los congresos generales anuales de la organización en los que se celebran las efemérides de su fundación—, suelen adicionar a sus presentaciones una predicación o exhortación intercalada entre las canciones —práctica extendida en la música protestante y pentecostal carismática contemporánea—, que se suelen acompañar, la mayoría de las veces, por pista pregrabada y solo en ocasiones especiales por conjuntos musicales. La importancia de estos géneros populares puede hablarnos de la presencia del gusto musical popular dentro de la cultura expresiva pentecostal, de manera que esos géneros musicales se resignificasen y santificasen por la adopción en ellos de letras santas y de adoración7. •• Tercero, una importancia creciente del gusto musical de la más reciente generación de creyentes, muy cercanas a las tendencias culturales de la globalización, la industria cultural y a aquella modalidad religiosa más acoplada a estas directrices de la sociedad de masas, el neopentecostalismo (Beltrán, 2006). Esta modalidad, también identificable como un pentecostalismo megaeclesial, remite a una variante de segunda generación del pentecostalismo denominacional misionero que mencionamos anteriormente y se origina en un nuevo liderazgo pentecostal que rechazó el aislamiento tradicional —extramundanismo— del primer pentecostalismo y adoptó una actitud evangelista y conversionista hacia la sociedad, aduciendo la vocación a la transformación social mediante la evangelización y la santificación de la sociedad. La liturgia de este pentecostalismo abandonó la herencia típicamente denominacional del himnario y el corario para insertarse en el lenguaje del mainstream pop (pop de la corriente principal del mercado) que caracteriza la producción musical discográfica de mayores ventas (Party, 2008). Así, las megaiglesias, forma organizativa emblemática de este nuevo pentecostalismo o pentecostalismo autónomo (Mariz, 1995), en lo sucesivo, estructuraron su repertorio litúrgico a partir de las canciones exitosas de un mercado musical cristiano —nótese la implícita deslegitimación

carismática del catolicismo— en expansión creciente, liderado por industrias discográficas confesionales representadas por artistas-predicadores como Marcos Witt (CanZion Producciones) y Jesús Adrián Romero (Vástago Producciones). De esta manera, la pretendida popularidad que subyacería tras el fenómeno pentecostal se trasladaría desde la aculturación de la herencia himnológica protestante angolosajona y la resignificación religiosa —santificación— de los géneros musicales populares locales y latinoamericanos, hacia el pop contemporáneo que encarna las tendencias masificadas y popularizadas de la industria cultural (Adorno y Horkheimer, 1944), aquí representada en la apuesta permanente de las grandes industrias discográficas seculares y cristianas que modelarían los gustos de los creyentes —convirtiéndolos así en su público— y necesariamente ejercerían su efecto sobre las liturgias de las iglesias más masivas8. En la vida musical de la sede Bogotá de la IPUC y, crecientemente, en otras sedes de esta misma iglesia en otras ciudades, menos próximas al formalismo ceremonial de la sede central, este lenguaje musical del pop comienza a imponerse con fuerza en la liturgia, dejando un lugar cada vez más importante a canciones de Marcos Witt, Alex Campos, Danilo Montero y otros, propios de una segunda generación de creyentes pentecostales9. Como puede verse en lo anterior, el papel de la relación iglesiamundo, es decir, de las transacciones posibles —o del nivel del hermetismo— entre lo sagrado y lo profano es un problema fundamental para la comprensión de la cosmovisión pentecostal y de sus prácticas. Aquí, por ejemplo, el problema de la introducción eclesiástica de los formatos musicales y expresivos mundanos es clave para comprender la fuerte transformación de la liturgia pentecostal en sus diferentes modalidades y sus procesos de adecuación al mundo como común denominador de las estrategias de masificación implementadas por el liderazgo más audaz y exitoso. Síntoma de ello es el hecho de que sea en la actualidad propia de ciertas comunidades pentecostales tradicionales, todavía muy próximas a la herencia del pentecostalismo denominacional, como la Iglesia 8. La industria cultural como fenómeno histórico implica no solo la ideológica respuesta a unos hipotéticos deseos espontáneos de los públicos —demanda— sino en esencia una estructuración de esos gustos, sugiriendo a las masas modalidades de consumo conspicuo y creando, mediante su efecto de inercia propio del bombardeo incesante que le señalan clásicamente Adorno y Horkheimer (1944), un modelo de consumidor que responde mecánicamente a los productos estandarizados que le ofrece. 9. Incluso llegué a corroborar, mediante testimonio de la hermana-música que mencioné en la n. 6, que existe una directriz proveniente de la dirección general de la iglesia de abandonar el himnario y dejarle mayor espacio al Espíritu, introduciendo también cánticos nuevos en las celebraciones, lo cual daría paso a las nuevas canciones pop entre el público pentecostal y evangélico latinoamericano.

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6. Final: cultura popular, industrias culturales globales y el caso del nuevo pentecostalismo

Por lo tanto, puede verse que es la particular concepción de cultura popular la que sirve como indispensable fundamento a la explicación que hoy se da del fenómeno pentecostal a la comprensión de sus prácticas expresivas de re-creación y perpetuación de su matriz identitaria particular. Sin embargo, ¿es posible subsumir la heterogeneidad de las manifestaciones que se engloban dentro de la cultura popular en concepciones explicativas que la asumen como una continuidad ontológica, propensa, por ejemplo, al absolutismo en América Latina, sin matices interpretativos adicionales? ¿Esa matriz de lo popular es un molde relativamente vacío en el que se pueden introducir libremente cosmovisiones como la pentecostal? En la mencionada definición de corte relacional ¿reside exclusivamente lo popular a las clases trabajadoras? Si no, ¿cuál es su base social? ¿Cómo interactúa con sus prácticas? ¿Mediante la ausencia de acceso a la cultura especializada como condición coactiva? ¿Qué tienen que ver los contemporáneos medios masivos de comunicación en la compleja estructuración de la popularidad? Estas problemáticas son propias del enfoque sociológico contemporáneo que busca deslindar el romanticismo de corte esencialista de la delimitación de su objeto de estudio, de manera que en lugar de concebir una cultura ontológicamente popular, se logren visualizar, a la par de las herencias y coacciones que sobre los actores sociales, los umbrales analíticos de las transacciones y los márgenes de perpetua creación y recreación identitaria como operaciones —quizás no siempre deliberadas, aunque siempre activas— mediante las cuales esos actores elaboran concepciones del mundo variadas y coexistentes, difícilmente encasillables dentro de una visión global y esquematizante que atribuya regularidades, en lugar de profundizar en las variaciones y acercarse a los matices y a la caleidoscópica fenomenología contemporánea de las cosmovisiones.

10. Esta es la iglesia que estudia clásicamente Lalive (1968) en Chile, la misma que es históricamente muy importante como producto de la escisión de la iglesia dirigida por el pastor Hoover de la misión metodista inglesa. Guerra (2009) destaca que el debate sobre el uso de los instrumentos musicales populares en la iglesia fue muy importante en las posteriores escisiones que sufrió esta iglesia y en su aún hoy sostenida posición al respecto del tema.

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Metodista Pentecostal de Chile, una posición de abierto rechazo a la introducción de instrumentos musicales mundanos —diferentes al clásico armonio— en la liturgia del pueblo de Dios, criticando las iglesias que establecen el formato típico de la banda de pop-rock en sus ministerios de alabanza10.

I. Si existe algún común denominador entre las diferentes manifestaciones dentro de ella englobadas, de manera que pudiésemos definir una popularidad en la cultura, quizás podría residir en su informalidad, es decir, el carácter espontáneo o no institucionalmente regulado en la producción de su paleta de manifestaciones. Y, paralelamente, como su inevitable correlato según Bajtín (1998), la democratización inherente a la festividad popular como rasgo característico del carnaval, el cual no se orienta hacia una representación mediada institucionalmente de la comunidad —lo que equivaldría a la ritualidad inherente a la escenificación teatral como re-presentación del grupo—, sino a la actualización o renovación vivencial de los vínculos sociales que sustentan la existencia de la colectividad, por debajo de sus estratificaciones. Como destaca Bajtín, la fiesta es una ruptura, una excepción temporalmente circunscrita de las relaciones sociales que estructuran la comunidad, intervalo en el que la comunidad suprime temporalmente las diferencias convencionales que diferencian a sus miembros e instaura una humanidad compartida en la cual el igualitarismo de la pertenencia a la especie se siente de manera genérica y particularmente intensa. Esta excepción de las jerarquías que, pasado su momento, se retrotrae para dar paso de nuevo al tiempo regular de las diferencias sociales, sería, para Bajtín, un característica permanente de la cultura popular y, más que una sustancia primigenia o una continuidad ontológica de la popularidad, remitiría a un marco de las prácticas, a un rasgo distintivo que, combinándose históricamente con una amplia diversidad de contenidos, relativizaría las convenciones sociales diferenciadoras y rechazaría casi instintivamente la regulación institucional sobre sus prácticas creativas. Así, el incremento en la accesibilidad y la ampliación de las posibilidades de participación constituirían una constante dentro de la esfera de lo popular y una circunstancia importante de comprensión de su apelación permanente al humor sarcástico y sexual —por oposición a las temáticas espirituales como sujetas a mayor elaboración cultural— como símbolo inequívoco de aquella humanidad condición compartida y de la proverbial intuición del carácter meramente convencionalmente de las diferencias entre los hombres. Y sería, precisamente, esta tradición de festividad y de relajamiento de las restricciones morales la que dialogaría con diversos contenidos semánticos que pretendieran anclaje en los sectores populares, como el pentecostalismo, por lo cual, el elemento de la celebración, de la expresión anímico-corporal inmediata, estaría, casi invariablemente, presente en sus manifestaciones culturales-espirituales, como la liturgia. Y esta sería precisamente una muy importante circunstancia de comprensión de su extensa difusión en América Latina, en tanto el pentecostalismo misionero insertaría la experiencia socio-espiritual de los dones del Espíritu en la tradición de la festividad popular, alquimia cuyo resultado sería el culto pentecostal latinoamericano, tan exuberante en excentricidades, según una óptica racionalista. Así, es comprensible que la liturgia pentecostal latinoamericana ilustre, además de la glossolalia y las sanaciones-exorcismos, la danza y el canto sagrados de

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II. Si la desregulación institucional funciona, podemos decir, como contexto de las prácticas de la cultura popular, es claro que, en un entorno globalizado, variado, heterogéneo, como el contemporáneo, tal desregulación se traduce en una multiplicidad de influencias que campean en los entornos vitales de los actores populares. Aun en sociedades de corte tradicional, como la medieval, en las que eran más corroborables los márgenes de unilateralidad entre los ámbitos de la cultura oficial como la Iglesia y las Universidades, y los de la cultura popular, en especial el carnaval y las festividades campesinas, la creatividad a la que los sujetos populares someten los elementos teológicos procedentes de la alta cultura universitaria es evidente, precisamente, en el carnaval y en todo el género del humor popular (Bajtín, 1998). En la globalización, tal capacidad de síntesis y de elaboraciones de sincretismos se verá necesariamente intensificada ante la ampliación del abanico de posibilidades disponibles por la particularidad de la situación histórica. Los circuitos internacionales de ideas publicitarias y de corrientes ideológicas e identitarias son un componente esencial de la ampliación del mercado internacional que promovió la globalización, en tanto la gestión de la imagen corporativa —e incluso la de pequeñas o emergentes organizaciones productivas— constituye un elemento importante en la apertura de mercados y en el incremento de los márgenes de dividendos. Por lo tanto, la apertura de un entorno publicitario globalizado, accesible a la mayor cantidad de personas posible, es una apuesta en curso que reviste alta importancia para el poder del gran capital internacional. Y en la medida en que las pautas publicitarias orientadas hacia la apertura neoliberal del mercado estén articulando crecientemente elementos culturales distantes desde las religiones ancestrales hasta las

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expresión inmediata de los creyentes y de inspiración divina inmediata y no regulada institucionalmente. El control eclesiástico en un rito efervescente y orgiástico como el pentecostal no estaría presente en la regulación de las manifestaciones, ampliamente democráticas y espontáneas, sino en el establecimiento de límites hermenéuticos de ortodoxia, en los que deberán mantenerse las connotaciones doctrinales de sus distintivas prácticas de posesión y trance espirituales, es decir, funcionando como mecanismos persuasivos, originados en la burocracia sacerdotal, que evitasen la incursión de la emoción pentecostal en los riesgos de la apóstasis y la herejía. En consonancia con ello, la constatada presencia de los géneros populares mencionados, como la ranchera, el vals y la musicalización tipo corrido de los himnos pentecostales tradicionales, estaría relacionada con la indispensable presencia estratégica —de parte del liderazgo religioso— de formatos musicales ampliamente difundidos, de manera que la experiencia religiosa pentecostal se permease efectivamente de la dimensión de lo popular, invisibilizando, de paso, los entramados de transacciones y préstamos con los que construye su ontología.

llamadas subculturas de la globalización, seguirá en consolidación un entorno cultural global, internacional y localmente desterritorializado que se articula según unos patrones de consumo que pretenden extender el estilo de vida occidental moderno a las sociedades globalizadas no occidentales. En este medio, las tendencias más predominantes de la gran publicidad están, sin duda alguna, fundadas no en la satisfacción de un margen considerable de necesidades básicas, sino en un hedonismo exacerbado y en una intensificada búsqueda del placer como única trascendencia posible de la vida. En una cultura mediática altamente sexualizada y orientada al goce y la voluptuosidad como engranaje entre el placer y el consumo/consumismo de altos dividendos corporativos, las estrategias publicitarias tenderán, en lo sucesivo, a incorporar elementos de mayor trascendencia significante que promuevan una cultura del consumo compulsivo anclada no solo en tropos de felicidad instantánea, sino en patrones identitarios complejos y profundos que soporten mejor aquella cultura del consumo permanente. Aquí, la industria cultural juega un papel muy importante, en tanto no se trata simplemente, de la gestión de imagen publicitaria de las grandes corporaciones productivas, sino que articula, además, unas compañías cuya actividad se enfoca, preferentemente, en la producción del entretenimiento masivo, moldeando la demanda de productos culturales mediante una renovación constante de los significantes. Precisamente, son las tendencias de esta industria cultural las que se están introduciendo poderosamente en las creaciones populares contemporáneas, enriqueciendo los abanicos de posibilidades significantes para la creación de identidades de sectores que no están sujetos a la reglamentación ortodoxa de la producción cultural institucional, que es una marca indeleble de la cultura oficial o de la alta cultura. Y un signo emblemático de este proceso de amalgama entre lo popular y lo mediático lo constituiría, muy visiblemente, por ejemplo, el predominio del lenguaje pop en la liturgia del pentecostalismo megaeclesial urbanizado. Este formato musical, originado en la amalgama entre las músicas negras y blancas en los Estados Unidos —spirituals, himnología protestante, blues, rock and roll, jazz, country, skiffle— y en la canción lírica de The Beatles, se erigió, como mencionamos, en formato musical popular —popularizado— de la globalización cultural y de la industria de masas, impactando poderosamente las instancias culturales locales. Así, el formato de balada pop y de canción pop dinámica, de tonalidad mayor y de tempo rápido se convertiría en el patrón predominante de la alabanza y la adoración del pentecostalismo masivo y megaeclesial latinoamericano, insertándose ya ineludiblemente en la cultura del espectáculo mediático y la regulación institucional-corporativa en la creación cultural. Este desplazamiento desde la inmediata festividad del carnaval popular —premediático, podría afirmarse— hacia la lógica altamente regulada de la industria cultural de masas evidenciaría una importante transformación del pentecostalismo latinoamericano. Desde este punto de vista, no podría sorprendernos, entonces, la emergencia del fenómeno de la industria cultural masiva dentro

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III. Así, es posible que el estudio de este caso ilustre la importancia de los problemas conceptuales en la definición de los ámbitos de investigación y los presupuestos epistemológicos que operan en la creación de los objetos de estudio de la sociología. Operan, en estos asuntos, concepciones arraigadas y estructurantes en los análisis, complejizando las definiciones y las decisiones metodológicas. En el campo del estudio de las manifestaciones culturales y simbólicas, la transición desde el esencialismo que asume a priori una continuidad ontológica e histórica hacia la visualización de las técnicas de re-creación de las representaciones en el marco de la contingencia de lo cotidiano, creo, nos habla suficientemente de la necesidad de la autoreflexividad permanente (Bourdieu, 1999). Consecuentemente, la explicitación de las herramientas conceptuales para concebir la realidad que se pretende inquirir, puede revertir en la implementación de unas metodologías que pasen desde la subsunción de lo heterogéneo en esquemas forzosamente simplificantes hacia la ilustración metodológica y decantada de los ineluctables matices inherentes a la abigarrada diversidad de lo real. Bibliografía Adorno, T. W. (1996). Filosofía de la nueva música. Santiago: Sur. Adorno, T. y Horkheimer, M. (1944). Dialéctica de la Ilustración. Madrid: Trotta. Alexander, J. (2004). Cultural Pragmatics: Social Performance between Ritual and Strategy. Sociological Theory, vol. 22, n.º 4, pp. 527-573. Bajtín, M. (1998). La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Madrid: Alianza. Bastián, J-P. (1997). La mutación religiosa de América Latina. México: Fondo de Cultura Económica. Bastián, J-P. (1994). Protestantismos y modernidad latinoamericana. México: Fondo de Cultura Económica. Bastián, J-P. (2004). La modernidad religiosa: Europa Latina y América Latina en perspectiva comparada. México: Fondo de Cultura Económica. Bauman, Z. (2005). Identidad. Buenos Aires: Losada. Bauman, Z. (2008). Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Beltrán, W. (2006). De Micro-empresas religiosas a multinacionales de la fe. Bogotá: Editorial Bonaventuriana. Beltrán, W. (2007). De por qué los pentecostalismos no son protestantismos. En Tejeiro, C., F. Sanabria y W. Beltrán (eds.). Creer y poder hoy. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Berger, P. (1997). Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. Barcelona: Paidós.

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U n i v e rs i d a d N a c i o n a l d e c o l o m b i a

Jorge Ravagli

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J u l i o - d i c i e m br e , 2 0 1 0  I S S N 0 1 2 0 - 1 5 9 X  b o g o t á - c o l o m b i a R e v i s t a C o l o m b i a n a d e S o c i o l o g í a  n . º 3 3 , N . � 2  

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