CULTURA. ENTREVISTA EXCLUSIVA Alexander Kluge: el domador de lo invisible. Por Matias Serra Bradford

CULTURA ENTREVISTA EXCLUSIVA Alexander Kluge: el domador de lo invisible La aparición del maravilloso “120 historias del cine” y el reciente estreno ...
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CULTURA ENTREVISTA EXCLUSIVA

Alexander Kluge: el domador de lo invisible La aparición del maravilloso “120 historias del cine” y el reciente estreno de “Noticias de la antigüedad ideológica” en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, organizado por el Instituto Goethe, han vuelto a poner al realizador y escritor alemán en el centro de la escena. Un recorrido por la obra del autor de “El hueco que dejó el diablo” y el director de “Trabajo ocasional de una esclava”. Y un diálogo exclusivo. Por Matias Serra Bradford

Disciplinas. Escritor y cineasta, considera los libros como su obra principal, “porque son más confiables, ya que han estado carteándose unos con otros por más de dos mil años”. Tenía 13 años recién cumplidos en abril de 1945, cuando los aliados lanzaron un ataque aéreo sobre Halberstadt, su ciudad natal. El ataque se produjo un domingo y la ilusión del alumno Kluge era contárselo el lunes a sus compañeros, algo que no pudo hacer porque se suspendieron las clases. Sus padres se habían divorciado poco tiempo antes y décadas después confesaría: “No sabría decir qué ataque aéreo fue peor”. Casi setenta años más tarde, al verlo a Alexander Kluge en bicicleta, bajo la nieve de Munich, recordamos que en 120 historias del cine cuenta que la cámara-proyector de los hermanos Lumière combinaba el “principio máquina de coser” con el “principio bicicleta”. Para Kluge, cine de autor significa no repartir el trabajo: prepara el café, hace las compras, atiende el teléfono. Escribe el 99 por ciento a lápiz. Se abraza a una cámara Arriflex y se refiere a ella como “algo muy tranquilizador”. El autor intelectual del manifiesto de Oberhausen que torció el destino del cine alemán fundó en 1962 la primera escuela de cine de la Alemania Occidental. Sus personas de confianza han sido su hermana, su madre y Theodor W. Adorno. En el cine y fuera de él, confía más en las mujeres: asegura que procesan la experiencia de otro modo. Del documentalista Hörmann comenta: “Prefiere callar con obstinación, como si le bastaran una o dos oraciones por año”. No ha sido su caso. Se define como recolector. Desentierra, descubre, declara que es un error inventar. Recuerda que “un poeta es un recolector de frutos”. Confiesa que en sus películas busca “pasearse de una imagen a la otra”, como en una ciudad. Al igual que Werner Herzog, asegura que su obra principal son sus libros y que “los libros son confiables, precisamente, porque han estado carteándose unos con otros durante más de dos mil años”. Lo que quiere hacer con una historia se ve tanto en la pantalla como en el papel: “No me alcanza con una historia. Como una sombra, un eco, quiero develar la historia detrás de esta historia, y la tercera, y la cuarta y la quinta”. Desempolva retazos de información recóndita, examina catástrofes públicas, va contra los géneros y sus expectativas congénitas. Entre los trazos visibles y los hilos invisibles que se tejen en su volumen de relatos El hueco que deja el diablo, las

historias reciben el tratamiento de casos judiciales (Kluge estudió Derecho), las anécdotas se leen como escuchas legales. Historias de dificultades, de destinos desviados, de obstinación, en una prosa seca, transcripta por Buster Keaton. Con Kluge, el cine y la literatura aparecen como las prácticas de un maestro del rumor y de la nota al pie. Diez veces 12. 120 historias del cine: filmar el sol, un amanecer, el borde de lo no visible (uno de los temas centrales de Kluge es el cine y la imposibilidad). El detrás de escena: “La historia del cine se compone de las películas que fueron dejadas de lado y de las que se hicieron. Así como se erigen monumentos a soldados desconocidos, yo levantaría monumentos a las películas desconocidas, jamás filmadas”. La espera durante las jornadas de filmación, los tiempos muertos. Modos de filmar la lluvia, fotogramas renacidos con epígrafes sesgados. Un museo de confidencias: los Lumière, Fritz Lang, los proyectores de un centavo, un proyecto con Tarkovski, abandonado. El cine como un archivo de casos; la anécdota como caso. Esta caprichosa enciclopedia de Kluge hace pensar en aquel libro de Max Jacob –asesinado durante la Segunda Guerra– que provee todo un diagnóstico: Cinematoma, curiosamente también hecho de fragmentos de recuerdos ajenos. “Los coleccionistas son gente con instinto táctico”, apuntaba Walter Benjamin, y Susan Sontag decía que a Benjamin le gustaba encontrar cosas donde nadie estaba mirando. Ambas definiciones le caben a Kluge. Leemos: “Sólo la mente humana (y desde la edad de piedra) estaba dotada para el cine. En ese sentido, la invención de las salas cinematográficas condujo a un ‘reconocimiento’: algo que los grupos de células cerebrales habían ensayado desde siempre, ahora se ofrecía como vivencia”. Leemos sobre el cine durante la guerra, sobre la filmación de la ejecución de un elefante. “El momento que para mí fue el más excitante no lo filmaron: cuando el elefante se deja conducir por los guardianes hasta el espacio abierto sin oponer resistencia. El, que podría haberse zafado y haber derribado y pisoteado cualquier obstáculo.” Leemos un maravilloso episodio sobre Erich von Stroheim. Su productor protestaba por los costos de un film. El director “hizo confeccionar doscientos calzoncillos que tenían bordado el escudo de un regimiento de guardia de caballería”. El productor lo apuró diciéndole que “en la película no se ve nada de los calzoncillos”. Von Stroheim respondió: “Se los ve en la expresión orgullosa de los rostros”. Inspector Kluge. La película Noticias de la antigüedad ideológica versa sobre Sergei Eisenstein y El capital de Marx. Se trata de un proyecto roto sobre un proyecto trunco, que fue la película de Eisenstein sobre El capital, que para Eisenstein era un día en la vida de un hombre, de allí el interés por la obra de Joyce. (Curiosamente, el diario escrito en cinco lenguas que llevó Eisenstein durante el proyecto a su vez hace espejo con el último Joyce, el de Finnegans Wake.) En menos de una hora el espectador toma nota de las claves de Kluge. La gran cantidad de frases sobreimpresas que aparecen denotan que para Kluge con ver imágenes no es suficiente; tal vez por eso a veces lo único que vemos es a una persona conversando con otra (fuera de cuadro). Que no se lo vea a Kluge cuando pregunta, que sólo se lo oiga, crea una ansiedad adicional –una ansiedad que acaso no exista– en las preguntas que Kluge propone y que acrecientan la intensidad de lo observado. La entrevista como el arte de averiguar de qué cosas buenas es culpable el interrogado. El montaje en Kluge atestigua los movimientos de un pensamiento, y en sus secuencias y saltos el espectador descubre que hay más de un modo de practicar el arte de la elipsis. La incompletud es tal que es el espectador el que hace todas las anotaciones. Lo que sorprende en Kluge es que se lo ve y reconoce como un artesano muy consciente de sus instrumentos, y a la vez el misterio de su trabajo permanece intacto. El montaje es para él, además, una oportunidad invalorable para ensayar su humor. Lo que prima es el acopio de materiales heterodoxos. Y esa mixtura, esa impureza, se emparienta con otra herramienta: la atomización del punto de vista. Kluge es un indisciplinado en el mejor sentido –desprejuiciado, alerta–, pero como en toda obra desmesurada hay momentos en que uno se pierde y reaparece el hábito germano de la exigencia: hacia el lector, hacia el espectador. En Los artistas bajo la carpa del circo, la hija del dueño del circo quiere retomar la vocación del padre y advierte: “En vista de la situación inhumana lo único

que puede hacer el artista es seguir elevando el grado de dificultad de sus artes”. Se piensa en Kluge, en Arno Schmidt, en Thomas Bernhard, y es difícil no creer que hay algo que la lengua alemana está protegiendo en el mundo. La espléndida edición de 120 historias del cine ofrece un libro plagado de ideas e incitaciones, ideal para melancólicos tras su droga favorita: pretextos para poner en marcha una maquinaria propensa a entregarse a inviernos dignos de ese nombre. —Como escritor y cineasta, ¿se siente protegido por el otro campo de trabajo, es decir, por el hecho de que pueda saltar del cine a la literatura y viceversa, cuando alguna de las dos disciplinas se vuelve en usted demasiado frágil? —Son distintos tipos de aguas, o como el agua y el aire, y yo vengo a ser una suerte de delfín (Kluge ríe). Debemos ser anfibios, especialmente si nuevas tecnologías llegan. Debemos ser como rabinos en Babilonia, para poder comentar, y para comentar bien debes cambiar de modo de expresión, lo que es válido en un área no lo es en otra. El texto genuino se encuentra entre los dos medios. Respeto mucho a las dos. Las palabras te permiten dar más contexto. En el cine, un corte te permite dejar algo afuera y eso, paradójicamente, permitirá una enunciación. El montaje oculta cosas. —¿En qué familia de escritores le gustaría verse? —Robert Musil, Heinrich von Kleist, Heiner Müller, Montaigne, Ovidio, Jorge Luis Borges, Flaubert, Proust... —¿De quién se siente más cerca en el cine? —De Rosselini, Godard, Haneke, Edgar Reitz, los Hermanos Marx, Fritz Lang, Eisenstein, Vertov, Hans Richter... —¿Se siente orgulloso de ser parte de una tradición de escritores-cineastas que incluye a espíritus tan versátiles como Cocteau, Pasolini, Godard, Duras, Marker, Handke, Herzog? —Tanto hacer cine como literatura (y también música), al menos eso es lo que pienso, significa siempre trabajar en colaboración, sea consciente o inconscientemente. Todas las películas de la historia del cine juntas constituyen una suerte de partitura. Lo mismo corre para las más de 80 mil óperas que existen. En cuanto a las distintas personalidades que menciona, me siento más cerca de Godard, Chris Marker, Fellini, Christoph Schlingensief (como cineasta). Hacer una película junto a Schlöndorf y Fassbinder fue más fortificante que hacer una película solo. La literatura es más compleja, de modo que no es fácil contar una historia con las lenguas de dos autores. Con la no ficción es distinto. —Su pasión por lo discontinuo me recordó la obra del escritor Arno Schmidt, otro joyceano. Sus películas también parecen estar construidas con fichas, como si no fueran imágenes que estamos viendo sino postales con apuntes, fragmentos. Se puede observar en ustedes varios puntos en común, una afinidad formal y temperamental... —Lo considero otro primo mío. En el ’62 nos vimos en un encuentro del Gruppe 47 e intenté entrevistarlo. Me gusta mucho su obra. Hace dos semanas redacté una historia al modo de Schmidt, sobre la base de algo que él había escrito sobre Alejandro Magno. El también es un coleccionista. Igual que los hermanos Grimm. —En ciertos pasajes de “Noticias”, su película sobre Eisenstein y “El capital” de Marx, la continuidad parece estar dada por el solo de piano, como si el piano pudiera sostener cualquier secuencia de imágenes... —Te da una cierta libertad para el montaje, te provee de una base. Pero la música debe ser especial, no puede ser cualquier música. El piano habla como con palabras, tiene una gramática propia.

—Su trabajo con la tipografía se las arregla para incorporar en ella la ironía, o incluso logra deslizar comentarios por medio de la mera elección tipográfica. —La tipografía tiene una autoridad y hay que destruir la autoridad de la escritura. No es necesario hacer eso en un libro pero sí en una película. Creemos que lo impreso es siempre verdad y no lo es. Hay que destruir esa autoridad. Determinada tipografía elegida le pone freno a un película y la hace seguir por otro camino. —¿Cómo se sintió al leer sobre su propia obra en el libro de Sebald “Una historia natural de la destrucción”? —Desafortunadamente nunca conocí a Sebald en persona. Nos considero primos. Ambos usamos el método de traducir imágenes a textos. Conozco pocos comentarios que sean tan punzantes como el análisis que hace Sebald del ataque aéreo a Halberstadt. Una historia natural de la destrucción es un libro de referencia para mí. —En su entrevista, Godard dice que “el cine nunca fue capaz de transmitir lo que es la historia” y que “el cine no es un buen historiador”. ¿Está de acuerdo? —Es cierto. Pero el arte no tiene por qué ser un historiador. Es difícil para el cine porque por su naturaleza está siempre cerca de la imagen. Y además el cine se olvida de dónde procede, se olvida del origen, la película se concentra en sí misma. —Susan Sontag elogió su trabajo y el de Godard, y en un ensayo sobre éste empieza diciendo que “los grandes héroes culturales de nuestro tiempo han compartido dos cualidades: todos han sido ascetas de un modo ejemplar, y al mismo tiempo grandes destructores”. ¿Se identifica con alguna parte de esta declaración? —Soy un iconoclasta convencido. Godard también lo es, y presumo que eso es lo que quiso decir Sontag. Una buena película producirá imágenes en la cabeza del espectador. Esto sucede a través del montaje (reunir, encabalgar), a través de los cortes, y por ende de las inconsistencias y fisuras en la película, donde momentáneamente no ves nada. Las buenas películas limpian la sien. —Otra constante que noté en su obra es el respeto que le profesa al trabajo de otros: por lo que hicieron pero también por lo que intentaron y no lograron alcanzar… —Un buen coleccionista tiene mucho respeto por aquello que colecciona. En el caso de Heiner Müller, por ejemplo, que es mi amigo y mi colega, me gusta poner mi grano para continuar su trabajo; siento que nuestras conversaciones filmadas son un modo de hacer que su trabajo prosiga… No debemos creer demasiado en el individuo. Pensar depende del pensamiento de otros. —Después de tantos años de filmar y escribir, ¿a qué siente que se ha acercado, de qué siente que se ha alejado? —No me observo mientras trabajo. Me concentro en lo que estoy haciendo en el momento. No pienso mi vida por etapas o saltos temporales, sino en momentos concretos, y éstos constituyen casi siempre momentos en los que estoy trabajando en algo. Sigue

Ficciones íntimas Cruzando historia íntima e historia pública, en las últimas décadas lo autobiográfico y lo documental han despejado nuevos caminos para la literatura. Es el caso de Sebald, Patrick Modiano, Kluge, y más acá, Sergio Chejfec, Sylvia Molloy y Edgardo Cozarinsky (curiosamente, tres desterrados y tres de los escritores argentinos más interesantes). Son maestros de la reaparición y la ausencia, expertos en regresar a lugares dañados, en volver sobre huellas borroneadas. Son prueba de ello Los planetas de Chejfec, El común olvido de Molloy y Blues de Cozarinsky. Así, nos hallamos en estos libros con una Buenos Aires que podría asemejarse a la Alemania de posguerra. (En Chejfec hasta es posible presentir cierto tono de lengua alemana, pariente de Bernhard, Handke o Sebald.) El proyecto de Kluge, escribió Sebald, es el de “relacionar los sentimientos personales, por un lado, y los recorridos objetivos de la historia, por el otro. Ambas cuestiones se contradicen fuertemente, pero de lo que se trata es de observar el modo en que se condicionan mutuamente”. Sebald, para quien el cine sí es una pieza clave de la memoria histórica, regresaba una y otra vez (y habría que añadir que su obra no está hecha sino de regresos frustrados) a los films de Kluge, alguien que según el autor de Los anillos de Saturno procura “el único modo intelectualmente legítimo de confrontar el pasado alemán”. En El ataque aéreo a Halberstadt del 8 de abril de 1945, Kluge declara que la población de su ciudad natal “perdió el poder psíquico de la memoria precisa”. Ese relato de Kluge recuerda, entre otras cosas, a una empleada del cine local empuñando una pala para quitar escombros, antes del comienzo de la matinée de las 2 del día del bombardeo. Vigilia y sigilo Ha sido dicho pero repetirlo no daña tanto como ignorarlo: poseer más de un talento es condenarse a la sospecha. En el valioso y furtivo Blues, en un texto dedicado a Sontag, Edgardo Cozarinsky recuerda lo que Chaplin le decía a Cocteau, “que tenía suerte al vivir en Francia porque allí podía escribir poesía, novelas, teatro, ensayos, pintar y hacer cine sin que le reprochasen esa versatilidad”. Lo que no calculan las voces críticas es que pertenecer al mundo del cine y de la literatura simultáneamente acaso salva a sus practicantes de las veleidades respectivas. Seguramente por pudor, el prolífico Cozarinsky se refrena de añadir que también la productividad ha sido una virtud recelada. En otro libro publicado por Cozarinsky este año, Cinematógrafos, a propósito de Chris Marker indica cosas que podrían aplicarse a Alexander Kluge: “Sus filmes reivindicaron para el cine los modos del ensayo, del cuaderno de apuntes de viaje, del poema en prosa, del panfleto y el epistolario, y al hacerlo hicieron evidente que todas estas formas tenían en el nuevo lenguaje un espacio tan libre y legítimo como en la literatura... Estos espacios de no-saber

serían los territorios predilectos del cine de Marker. Una pregunta se plantea y replantea incesantemente: ¿esta imagen dice una verdad? ¿Y qué verdad?”. Marker, Sebald, Cozarinsky, Kluge: agentes secretos consagrados al registro de huellas impresas, a ejercicios de reanimación, que van dispersando documentos no del todo falsos. Las fotografías que acompañan los libros de Kluge –como en los de Sebald– son ilustrativas pero sólo de un modo oblicuo, lanzado. En este aspecto se puede presumir la familiaridad de ambos con la colección francesa Ecrivains de toujours, serie que incluye el pequeño volumen ilustrado de Chris Marker sobre Giraudoux. En ese magnífico tomito, Marker subraya la filiación por la que opta esta clase de errantes, la de lo inclasificable: “Estos huérfanos de la historia descolocan a la crítica. Como con Von Kleist, se empieza por buscarles una familia”.

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