Mario Halley Mora

Cuentos, microcuentos y anticuentos

2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

Mario Halley Mora

Cuentos, microcuentos y anticuentos Prólogo Halley Mora como narrador Mario Halley Mora es un escritor fecundo dentro de nuestro ambiente. Ha cultivado el género teatral, y la larga serie de piezas que ha escrito constituye un capítulo aparte en la historia del teatro paraguayo. Pero sus inquietudes han hecho que también se lanzara al campo de la narrativa donde ha llegado a obtener similar suceso, tanto por sus relatos breves como por sus novelas, una de las cuales, Los hombres de Celina, obtuviera el Premio La República en 1981. En esta nueva edición de sus cuentos y de sus microcuentos es dable encontrar bien marcada una de las características de este escritor, cual es la del profundo conocimiento que tiene del corazón humano, conocimiento que le ha sido muy valioso para la creación de sus personajes, cada uno de los cuales, a pesar de alguna aparente intrascendencia, es todo un carácter muy bien definido. Las situaciones creadas por el escritor constituyen el resultado de una cabal síntesis entre la observación de la realidad y la propia imaginación. Con esta fórmula logra dar realismo a sus relatos, pero también ese casi imperceptible toque de magia y de suspenso. Y así, por citar un ejemplo casi al azar, puede apreciarse en un cuento breve titulado «El perro», donde están dadas tales características que atraen la atención del lector. En ese relato se encierra todo un drama hasta su culminación, todo es verosímil pero, a la vez, fantástico. La linde entre la realidad y la fantasía casi desaparece dentro de un esfuminado juego que contribuye a dar mayor realce a la situación dentro de la cual se debate uno de los personajes -el humano-, ya que el otro, el perro, adquiere un papel casi protagónico. Otro tanto puede decirse de muchos de los cuentos que integran este libro. No son de mero entretenimiento, no son simple diversión, sino que cada uno de ellos contiene su propia moraleja no escrita, pero tan latente que es el propio lector quien le da forma. En lo que se refiere a la microcuentos, éstos constituyen una variante dentro del género narrativo y son una suerte de juego que se asemeja en mucho a las miniaturas a las que son tan adictos los pueblos orientales y también a esos poemas del mismo origen que deben encerrar todo un mundo con la máxima economía verbal. Halley Mora se muestra un artífice de estas breves narraciones en las cuales se dan sólo los elementos esenciales, el esqueleto del relato para que sea el lector el encargado de cubrirlo con la carne necesaria y hábilmente insinuada por el autor. Estos microcuentos constituyen, en su mayor parte,

breves biografías con los hitos principales de una existencia y, a veces, son tan pocos que uno no puede menos que sentirse dolido ante la futilidad de algunas vidas que pasan por el mundo sin dejar huellas ni recuerdos. El juego sutil y bien logrado del escritor consigue esos efectos y son ellos, precisamente, los que marcan los perfiles de los microcuentos y los hacen profundamente complejos dentro de su inicial simplicidad. El hecho de que estos relatos conozcan de una nueva edición es suficiente prueba de la recepción que le ha otorgado el público cuando fueron presentados por primera vez y hace que puedan omitirse más comentarios sobre el valor de los mismos.

José-Luis Appleyard

Cuentos Perrito Sus grandes ojos dorados miraban a través de los barrotes de la jaula con desconcertada tristeza. Perrito no comprendía, no podía comprender aquello. La rudeza del hombre de la cuerda que casi lo ahoga, a él, que se sabía pequeñito y bueno. La jaula rodante y la baraúnda de perros cautivos. Nunca Perrito había visto tantos perros juntos. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente asomando el hocico entre los barrotes, como si el único aire respirable fuera el aire viejo y amigo de la calle. Y ahora, esto, la jaula de alambre bajo los árboles y más perros que llegaban en la jaula rodante, y otros que eran metidos a la fuerza en aquel obscuro cajón del fondo, cuyas puertas, cuando se abrían, dejaban escapar un aliento agrio, y tras el aliento, una mansa procesión de perros dormidos, tan dormidos, que no despertaban ni con el traqueteo de la carretilla que los llevaba lejos, más allá del barranco. Definitivamente, Perrito no comprendía aquello. Sólo existía la presencia de una gran tristeza. ¿Dónde estaría el «Amo Chico»? Los «Amos Grandes» podían haberlo olvidado, pero el «Amo Chico» no. No tenía hambre, ni sed, pero quería sol, espacios abiertos, pasto húmedo y vientos viejos, cosas compartidas con el «Amo Chico». ¿Dónde estaría el «Amo Chico»?... -Papá... ¡míralo! ¡Lo encontré en la calle! En los brazos del niño palpitaba una pelotita de lana blanca y suave. La tenía apretada contra su corazón, tan apretada que la lana blanca soltó un gemido. -¿Lo ves, papá...? ¡Es un perrito...! ¡Es mi perrito...!

El niño esperaba, tembloroso de miedo y de felicidad. Miraba a su padre, y la felicidad se apagaba y el miedo crecía. Papá se estaba volviendo alto, cada vez más alto, como cuando se preparaba a hacer algo que él intuía desagradable. -No. No podemos tener un perro. La casa es pequeña. La pelotita blanca era suave y caliente sobre la piel de su pecho. El perrito era suyo. Él lo había encontrado en la calle, había corrido con él hasta caerse de cansancio, mirando atrás, mirando atrás, huyendo de la calle, de la gente, de una voz que reclamara su perrito. -¡Papá...! -lloriqueó. -No. Nunca su padre había sido tan alto, tan invencible. Nunca el «no» tan rotundo. Venía rodando desde una montaña como una piedra redonda que lo aplastaba y exprimía de su cuerpo toda la lágrima que cabía adentro. -¡Es inútil que llores, hijo! ¡Hay que ser hombre! Él no quería ser hombre. Quería ser un niño y tener un tesoro de vida blanca y tibia sobre su pecho. La piedra redonda pesaba sobre su garganta, y el arroyito de lágrimas fluía y fluía. -¿Por qué llora el nene...? A través de las lágrimas vio la imagen borrosa de su madre que se acercaba. Una esperanza. La montaña ya no era tan árida. Había sobre ella la presencia de un viento fresco y un sonido como de agua que corre suavizando piedras. -Ha traído un sucio perrito de la calle y... -¿Un perrito? Déjame verlo... Tendió el animalito a su madre. Ella lo tomó en sus brazos. En su pecho, allí donde estaba apretado el perrito, se enfriaba un sudor cálido. -Pero si es tan bonito... querido. -No. -No debemos lastimar al nene. -¡Ni siquiera es de raza! ¿Raza...? ¡Pero si era un perrito completo! ¿No bastaba eso?

Un hocico rosado para husmear alegremente su rastro entre las basuras del baldío, mientras él se escondía en lo alto del naranjo. Y unos ojos dorados, y una colita peluda que se agita en frenética bienvenida cuando él regresa de la escuela. ¿No bastaba todo eso...? -Tómalo, querido. Anda al jardín y espera. La esperanza crecía. Cuando lo mandaban afuera para discutir algo, el regreso era para saber que mamá tenía razón. No sabía cómo. Pero mamá siempre tenía razón cuando él regresaba. Salió al jardín con el perrito, que se había puesto a chuparle la camisa abierta, en los brazos. La puerta se cerró tras él, y oyó el canto de grillo del cerrojo al correrse. De adentro llegaba un apagado rumor de voces. Voces sin palabras. La voz cálida de la madre. El eco macizo de la voz del padre, en rápida sucesión de marea. Se sentó en el césped y miró su tesoro vivo con infinito amor. Una pulga veloz cruzaba la sedosa pelusa de la panza rosada. Trató de atraparla, pero no pudo. Sintió que las voces de adentro ya no se enfrentaban, se unían, se volvían una sola, arrulladora e íntima. Cerró los ojos y tras la obscuridad roja que el sol fingía en sus párpados, empezó a ver la imagen de la montaña vencida, el agua clara que fluía y roía la piedra redonda del «no» invencible, volviéndola pequeñita, inofensiva, pura mentira. Siguió esperando por mucho tiempo. A sus espaldas, la puerta se abrió. Se volvió, y vio a su padre que lo contemplaba desde el umbral. -Entra, hijo. Se levantó y se encaminó al encuentro de la puerta y de su padre. Detrás de ambos estaba la felicidad. Su padre le quitó el cachorro de los brazos, y colgándolo de la piel del pescuezo, lo miró arrugando la nariz. -¿Qué nombre le pondremos...? -¡Perrito! -¡Pues anda a bañar a Perrito! ¡Está asqueroso...! Perrito fue creciendo poquito a poco, mientras el niño asistía con paciencia a ese lento proceso que se operaba en el cachorro, que pronto no sería cachorro, sino un poderoso mastín que hasta serviría de caballo, tanta fuerza tendría. Pero Perrito se detuvo muy pronto. Prefería ser un chiche blanco y peludo. Un cachorro regalón para toda la vida, un perro de juguete, que ladraba también de juguete. Y el niño se conformó. Después de todo, era más que un perro. Era su perro. Pequeño, sí. Pero reventaba de vida y alegría.

-¡Perritoooo! ¡Mírame...! ¡Soy el más valiente vaquero de las praderas...! El caballito de palo giraba y giraba en la calesita, perseguido y perseguidor en su eterno galope circular... Y Perrito se volvía loco. Loco. Siguiendo con alegría desesperada el galope sin saltos del caballito de palo, temeroso de que el «Amo Chico» se fuera lejos, más lejos que el pan con manteca que le alcanzaba por debajo de la mesa a la hora del té. El «Amo Chico» no debía irse, porque el «Amo Chico» era el mundo, la frazada tibia de su lecho, el agua fresca que llovía sobre la bañadera y la gran toalla suave que envolvía su cuerpo deliciosamente helado. Pero el caballito de palo no se detenía. Y Perrito ladraba locamente en torno a su itinerario de rueda... -¡Amo Chico! ¡Amo Chico...! Hasta que el galope sin saltos se detenía, el «Amo Chico» se apeaba, y tendía sus brazos para que Perrito saltara y se arrebujara como un pedazo de sol contento y gimiente contra el cuerpo del «Amo Chico» rescatado de aquel galope hasta más lejos del mundo querido por los dos. -¡A casa... Perrito...! Las calles abrían sus bocazas anchas, para que los dos corrieran a lo largo de la sonrisa del mundo. Hasta la casa donde esperaba el té y el pan con manteca. Hasta la casa, pasando por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el hocico sediento en el agua de la fuente. Corriendo, siempre corriendo, sintiendo que la brisa ponía en las orejas flotantes campanitas de rumores apagados. ¡Corre...! ¡Perrito...! ¡Eh... eso no se hace...! Perrito lo sabía. Pero no podía evitarlo. El olor estaba allí, en el tronco, mezclado con jugos, con savia, y con vida. Mezclado, pero solo, invitante. Y la patita se alzaba, saludando a la delicia que era más grande porque se iba cantando a través de su cuerpo, y quedaba en el tronco con su nuevo olor, como el testimonio de su paso, dejado allí para que otros perros testimoniaran el suyo. -¡Vamos, Perrito...! A seguir corriendo. Corriendo. Reconociendo de paso los viejos perfumes del mundo. El aliento hiriente de la farmacia de la esquina, el tufo caliente y grato de la panadería, el regusto delicioso que fluía arrollador en el bostezo rojo de la carnicería. Corriendo, siempre corriendo, hasta la casa, hasta el pan con manteca y el baño frío y la toalla suave. -¡Cuidado... Perrito...!

Y había en la voz asustada del niño un temblor de miedo. Perrito se empequeñecía ante el peligro mientras el perrazo miraba a aquel congénere enano con ojos curiosos. Perrito temblaba de miedo, mientras el enorme hocico frío le olisqueaba concienzudamente el trasero, y las patas musculosas se alzaba en torno a él como columna de una catedral viva y terrorífica. Perrito y el niño quedaban quietos, temblorosos, conscientes de aquel bravo manojo de músculos, nervios y colmillos. Y después el suspiro de alivio, cuando el perrazo, satisfecho de su examen, daba paso, y Perrito se alejaba lentamente, con la colita peluda entre las patas, y rengueando lastimosamente, por lo que pudiera suceder. Y otra vez a correr, lejos del perro aquel que después de todo era un buen perro, viendo los dos la sonrisa ancha del mundo, saltando en las aceras sobre la sucesión de sombra y sol, sobre la sucesión de la frescura y la tibieza, sobre la sucesión urgente de los latidos de la vida, allá dentro de las venas del perro y el niño. Hasta irrumpir en la casa, con la divina suciedad del ancho mundo en las patas y en el calzado, aterrorizando la virginidad de pisos y alfombras, para cruzar hasta la cocina, santuario cálido donde el perfume vivo de los alimentos simulaba un incienso grato. El tintineo de la vajilla, leche, té, pan blando nimbado de oro, y caricia cuidadosa del cuchillo pulido que va dejando una costra de manteca sobre las migas de nieve. La lengua golosa resbalaba sobre la manteca. La miga blanca se deshacía bajo los colmillos de juguete. El crujido delicioso de la costra tostada, entregando su jugo salado, mientras la panza se enfriaba dulcemente sobre las baldosas del piso. Y cuando ya no quedaba más, la lengua avarienta de sensaciones arrancaba de su escondite entre los pelitos del hocico hasta el último resto de sabor travieso. Modorra. Paz. Allá en el patio, donde la piedra loza guardaba un poco de sol que se había ido, el sueño tranquilo. El sueño despierto de los perritos buenos, mientras los gorriones, desde el otro lado del sueño, derramaban su trino líquido, y el aire se poblaba de olores amigos, de voces que se hacen música para arrullar. -¡Perrito...! ¡Perrito...! Pero él prefería dormir. Estaba cansado. -¡Perrito! ¡Perrito! Perrito dormía en el centro de un mundo grande y feliz. Aquel día, cuando el rayo de sol de todas las mañanas entró por la ventana a dar los buenos días a los dos, sólo le respondió Perrito, arrebujado al pie de su amo, sobre la cama ancha y blanda. Perrito saltó al suelo y bajó velozmente a la cocina. Pero esperó en vano. La rutina se había roto, y empezó otra rutina nueva y extraña. El «Amo Grande» no fue al trabajo, con su portafolios oloroso de cuero y sudor bajo el brazo. Hablaba por teléfono,

discutía en voz baja, y miraba arriba, donde el «Amo Chico» seguía durmiendo su sueño extraño de la noche, su sueño inquieto, su sueño enfermo. Cerraron la puerta para Perrito. Y pasaron noches y más noches. Noches solas, y días olvidados, con hombres grandes que subían y bajaban las escaleras, mientras el «Ama Grande» y el «Amo Grande», en un juego extraño, se escondían una de otro para llorar. Después, el «Amo Chico» se fue. Se fue dormido en aquella caja blanca y llena de flores, en aquellos automóviles negros. Los «Amos Grandes» volvieron pero el «Amo Chico» no. Los «Amos Grandes» traían de la mano una gran tristeza, que se quedó en la casa. Perrito no pudo soportar la presencia de aquella tristeza intrusa en la casa. Y salió a buscar al niño. Olisqueando rastros por calles y plazas, y a lo largo del galope circular de los caballitos de palo, donde descubrió el olor del «Amo Chico» pero no al chico. Perrito siguió buscando y buscando por las calles, hasta que lo atrapó el hombre de la cuerda. Perrito sintió que la gran tristeza de la casa había venido tras él, prendida a su cola. Por eso estaba triste, en su jaula de alambres. Hombres enormes venían y se llevaban a los otros perros hacia el cajón de olor agrio del fondo. La jaula quedaba vacía, sólo quedaba él, y un perro viejo que dormía dulcemente. Volvieron los hombres enormes y uno de ellos se llevó a tirones al perro viejo. El otro miró a Perrito. Lo alzó en sus brazos robustos, y teniéndolo contra su pecho ancho, con ternura infinita y agradable, se lo llevó también hacia el feo cajón del fondo. Perrito despertó. Ya no quedaba pegado a su hocico aquel insoportable olor agrio que fluía de las paredes como un humo burlón. Estaba en una pradera verde, donde había hierba mojada y fuentes de agua fresca. -¡Perrito...! ¡Aquí...! ¡El Amo Chico...! Perrito salió disparado, hasta encontrarlo. Y lo encontró. Y le humedeció toda la cara con su lengua cariñosa. Después, los dos, amo y perro, se fueron corriendo juntos, a través de aquel prado verde y grande, tan grande como el cielo.

Muerte administrativa Estaba sumergido en un dolorido golfo de silencio. Pero la voz del médico se abría paso hasta mí, como un lejano susurro de olas, con la diferencia de que aquel sonido tenía para mí un sentido claro, que llenaba mi pasiva indiferencia de enfermo con una información redonda, total, en cuyo perímetro apenas se agitaban mis ganas de seguir viviendo. «El hombre está muy grave» decía el susurro de olas lejanas, pasando sobre las aburridas

escolleras de mi mínima resistencia. Y seguían otros conceptos: «Infección», «contagioso» y «necesidad de aislamiento». Después en mi camilla sostenida por jadeos resignados, fui navegando a lo largo de un corredor triste como un río sin peces ni pájaros, con la vista clavada en un cambiante cielo de tejuelas y maderas, hasta desembocar en el portal amplio, donde una ambulancia me esperaba, toda blanca en su presunción tonta de figurar en el otro extremo del luto. El vehículo se puso en marcha. Y agradecí que no sonara la sirena, pues siempre pensé que en su ulular insolente había una vacía ostentación de la angustia del que sufre, o de la caridad asalariada del que la conduce. Miles de sonidos callejeros penetraban en ese submundo sin matices ni aristas en que yacía. Y nada me decían hasta que un sonido especial se abrió paso, distinto y renovador, como un salvavidas que cae al agua y finge una islita de esperanza en la irreversible soledad del mar. Era nada más que un grito de niño pregonando un diario. Todos los dolores del planeta bajo las sudadas axilas de un niño, y en su grito, la vida, la realidad de la lucha vibrando en los tímpanos del mundo. Me aferré al salvavidas y deseé vivir con tantas ganas que sentí que una lágrima se abría paso entre los pelos de mis barbas y caía en mis oídos. Llegamos al sitio destinado a los infecciosos graves, y cuando otra camilla me conducía hacia el edificio, pensé que era tan raro que aún allí fuesen tan verdes los árboles y tan puros los cantos de los gorriones. Después, un nuevo lecho, nueva enfermera, nuevos médicos, y yo tratando de darles ánimo, mostrándoles mis manos engarfiadas a la larga cuerda del salvavidas. El lecho que esa mañana abandoné para ser trasladado aún estaba caliente cuando fue ocupado por otro enfermo. Al pie de él, una enfermera había hecho un pulcro paquete con mis pocas pertenencias. Mi madre entró silenciosamente en la sala, con su cara vieja pintada de angustia, alzó el paquetito que olía a mí, y se lo llevó en sus brazos, con el mismo gesto con que me llevaba acunado cuando yo era bebé. -Creo haber dejado aquí las pertenencias del enfermo N.º 124 -decía la enfermera, que acababa de tomar el turno. -Acaba de llevárselas su madre -respondía otra y añadía-. Se fue llorando, la pobre. -¡Era tan joven el 124! -suspiraba la enfermera. En una polvorienta oficina de los fondos del Hospital existe un fichero metálico. Dentro de sus cajones que chirrían con aspereza de herrumbre al ser abiertos hay ordenadas fichas que guardan la historia de cada enfermo. Son, dentro del fichero, tres cajones superpuestos. En el medio, están las fichas de los que luchan por vivir. Si alguien muere, allí se anota el hecho, la ficha va a la junta semanal de médicos, donde «el caso» se discute y analiza, y la ficha vuelve... al cajón de abajo. Pero si uno sale curado, o por lo menos con capacidad de prolongarse un poco más, en la cartulina se anota «alta», es objeto de la consabida discusión en la junta semanal, presumiblemente en tono más alegre, y vuelve, pero al cajón

de arriba. Nunca conocí síntesis más gráfica y más breve de la vida y de la muerte que ese bendito fichero de tres cajones. La joven enfermera que tanto se dolió de la mala suerte del enfermo 124, que era yo, y que del llanto de mi madre, de mi abandono de la cama y del rescate de mis pobres cosas, dedujo que durante su ausencia me había muerto, abrió el cajón del medio, buscó la ficha N.º 124 y estampó en la última columna: «Fallecido». Con un femenino suspiro de pena como último homenaje al 124, colocó la ficha en la carpeta marcada «Junta de médicos», cerró la gaveta y se fue. Mientras tanto, yo volvía a vivir. Al menos de tal milagro me di cuenta al despertar una mañana, y recibir en el alma como un torrente de agradecimiento, cuando sentí que el olor de café que venía de la cocina, y el dolor de mis nalgas acribilladas de inyecciones, y el cuadro de San Cristóbal cruzando un río con el Niño en brazos, tenía nuevamente significado y presencia. Vivir, después de todo, era hermoso, pero no por contraposición a la fealdad de la muerte, sino por sí mismo, por el acto de oler café, sentir la carne dolida y pensar que como San Cristóbal, aún tendremos oportunidad de vadear el río una vez por jornada, llevando en hombros nuestra esperanza, hasta depositarla en la otra orilla del día. Y no me amargaba ni aterrorizaba la experiencia pasada. Si aquel agradable golfo de silencio tocaba las playas de la muerte, resultaba que la imagen que de ella teníamos estereotipada era falsa. Estaba desprovista de horror y de angustia, y aunque no había alegría en ese navegar cansino hacia la playa arrebujada de sombras, había, empapando los últimos jirones de la conciencia, una suerte de complacencia, la misma que en escala mayor se siente al regresar de un viaje, y arribar a la estación donde nos espera el flaco incentivo de nuestra rutina cotidiana, tal vez lo más parecido al «misterio de la muerte» que pueda ofrecer la vida. Siempre he mirado a los médicos con absoluto respeto. Desde niño los vi con el aire sabio de hermanos menores de un Dios que, si es capaz de darnos la vida, se ha cuidado de otorgar a los médicos el poder de devolvérnosla cuando amenaza acabarse. Por eso, agradecí con lánguida sumisión de enfermo la buena nueva que me dio mi médico, cuando me declaró fuera de infección y listo para seguir el tratamiento de recuperación en el Hospital de donde me habían traído. Me ayudó a dar mis primeros pasos hasta el automóvil de alquiler que me esperaba, y Dios sabe la vergüenza que tuve cuando me di cuenta que lo único que podía darle en cambio de mi vida era un apretón de manos. Pero él al menos parecía satisfecho. Durante el viaje al Hospital no me sentía tan débil, pero mi madre estaba a mi lado, jugando silenciosa su papel de heroína callada. Adivinaba su euforia de vencedora, que hasta teñía de un inesperado tono rosa sus mejillas y su frente. Entonces, recliné mi cabeza en el hueco de su hombro. Mas repito, no me sentía débil, pero deseé hacer total su sensación de victoria, y según creo, ninguna medalla enorgullece más a una mamá vieja que la cabeza del hijo posada en su pecho, regresado aquél del peligro, en viaje tan jubiloso y alado, que se arrastraba a sí mismo a través de los años, y desembarcaba en una niñez refugiada hasta siempre en el regazo materno.

Llegamos al Hospital, descendí del automóvil y ayudado por mi madre me apersoné en la administración, para solicitar de nuevo mi ingreso. Expliqué al ceñudo funcionario, ayudado por rítmicos y grandes gestos de asentimiento de mi madre, que yo era el enfermo de la cama 124, que había sido trasladado a Infecciosos, y que volvía para seguir mi tratamiento. El funcionario, que se daba mucha importancia a sí mismo, partiendo de la premisa de que en cierto modo tenía poder de vida y muerte sobre las esperanzas de los enfermos, consultó un libro, me miró, volvió a consultar el libro mientras mi madre contenía la respiración y me dijo tranquilamente: -Usted no puede volver a ocupar la cama 124. -Entonces, deme otra -pedí. -Imposible, usted no puede ocupar ninguna cama. -¡Pero usted ve que estoy vivo! -protesté. -Bueno, eso es indudable -concedió graciosamente-, pero administrativamente usted está muerto. Y de acuerdo al reglamento, no puedo enviarle a usted a una cama, sino al Depósito, para la correspondiente autopsia. -Me niego a ir al Depósito -afirmé enfáticamente-. Necesito una cama, y si sus papeles dicen que estoy muerto, sostienen un error. -Es posible... -me dijo. -Entonces, corríjalo -supliqué. -¡No es de mi competencia! -exclamó con aire ofendido-. El error, si lo hay, proviene de otro Departamento, forma parte de un expediente completo, y yo no tengo atribuciones para enmendar errores de otras dependencias, ni usted tiene derecho a exigirme que me extralimite en mis funciones -golpeó la carpeta con la palma de las manos-. Si aquí dice que usted está muerto, es que está muerto... -¡Pero si estoy vivo! -repetí-. ¡Míreme, respiro, hablo! -Sí, sí, lo veo... -¡Entonces, reabra la carpeta y deme una cama! -Imposible -sentenció-. Por dos razones: primera, no me está permitido reabrir carpetas ya cerradas. Segunda: ¿Qué providencia voy a poner...? «Certifico que el fallecido enfermo N.º 124 se ha presentado reclamando una cama, y en abono de su solicitud respira y habla». Sería una negación de todo el expediente, joven, y un expediente es cosa respetable. Mire lo abrió ante la respetuosa mirada de mi madre-. Está lleno de firmas y de sellos. Además, la última providencia dice: «Archívese»... y eso significa... eso, ¡archívese!

Comprendí que era inútil discutir, y me marché apoyado como siempre en el brazo de mi madre, que había perdido su rubor de victoria. Ya en la calle, tuve una súbita inspiración. -Volvamos -le dije a mi madre, y regresamos a la oficina. -¿Otra vez usted? -me dijo el Administrador. -No -respondí-. Yo ya no soy yo, sino otro. El enfermo 124 realmente ya murió. -Ya sabía yo, los papeles no se equivocan -afirmó complacido. -Está bien, pero estoy enfermo y necesito una cama -solicité. -Perfecto -contestó-, pero sigamos el trámite de rutina, llene esta ficha. Llené la ficha, mientras él empezaba a borronear una virginal carpeta nueva. -Y ahora vaya y entréguela a la enfermera de la Sala 6 -me ordenó. Fui y le entregué la ficha y la carpeta a la enfermera de la Sala 6, que me hizo esperar media hora, después volvió y me dijo: -Pase, el doctor Fernández le va a inspeccionar. Expliqué al doctor Fernández lo de mi muerte. La cosa se aclaró, la sentimental y apresurada enfermera que me mató administrativamente fue objeto de una reprimenda y fui conducido de nuevo a la bendita cama N.º 124, que, a Dios gracias, estaba libre.

Y ahora, sí me recupero de veras. Todo es alegría a mi alrededor, la cara de mi madre, las manzanas que me envían mis amigos. Todo menos la rencorosa mirada que me dirige el Administrador, cuando va al baño y pasa frente a mi puerta. Por mi culpa ha tenido que reabrir un expediente que ya tenía al final un sacrosanto «Archívese». No me perdona el haber puesto una piedrecita en la aceitada máquina de su adorada rutina administrativa. Paciencia.

La libreta de almacén Cuando me mudé a aquella casa que por mucho tiempo estuvo en venta, y para la cual no apareció comprador (yo) sino cuando rellenaron una zanja carcomida por la erosión que amenazaba tragarse el patio, descubrí que en el inevitable trascuarto, los últimos habitantes habían dejado los también inevitables trastos inservibles. Una silla rota, un retrato con los marcos comidos y los vidrios rotos de un personaje bigotudo y de mirada triste, un montón de libros deshojados e incompletos, etc., etc.

Revisaba aquellos libros con la esperanza de hallar alguno valioso, o por lo menos útil, cuando encontré el cuaderno, vulgar, de «una raya» y de 20 hojas. Y bastante manoseado. Con primitiva letra de almacenero, tenía escrito en la tapa: Libreta de Almacén. Después de hojear rápidamente el cuaderno, pensando que aún tendría hojas útiles -soy bastante avaro, lo confieso-, y cuando iba a tirarlo, porque no las encontré, se me ocurrió una idea, vaga e imprecisa al principio. ¿No estaba escrita acaso en esa monótona lista de compras a créditos vulgares la historia de una familia? Al fin de cuentas, uno está hecho de lo que come. Volví a estudiar el cuaderno, o la «libreta», en la primera página, que llevaba fecha del 20 de setiembre de 1945, en cuyo día se iniciaron las relaciones comerciales entre los antiguos habitantes de la casa y el almacenero. Prueba de ello es que, antes del azúcar, el arroz y el aceite, la columna correspondiente al 20 de setiembre, empezaba con esta anotación: «Un cuaderno de 20 oja de una raya - 50 céntimos», es decir, que las compras a crédito empezaban con la adquisición del cuaderno mismo. Las anotaciones del 20 al 30 de setiembre, eran una monótona sucesión de lo mismo, las rutinarias compras de una ama de casa bastante ahorrativa (compraba por cuartos de kilo), por lo que se me ocurrió que había sido demasiado fantasioso al querer adivinar a través de esa libreta cómo eran y qué hacían los desconocidos habitantes de la casa. Sin embargo, volví a repasar la lista de esos diez días, y me fijé en un detalle: el 21 de setiembre estaba anotada una compra: «crema de lustrar negra: 30 céntimos»; y otro: cada día, religiosamente, se anotaba: «Un Alfonso XIII: 10». Empezaba a tomar forma la imagen de ÉL. Era cuidadoso de su aspecto personal, pero ahorrativo, pues prefería lustrarse él mismo los zapatos antes que pagar a un lustrabotas. Además no era viejo, como lo demostraba el hecho de fumar un paquete por día de Alfonso XIII, de poderoso tabaco negro. Posiblemente era un empleado, pues si hubiera sido obrero no necesitaría lustrarse los zapatos, o simplemente no los tendría; y ese fumar mucho hablaba de un trabajo monótono, de oficina. ¿Y ELLA? Me desconsolé pensando que la libreta no traía una sola anotación que diera la clave de su presencia. Posiblemente -penséni siquiera existiese, que ÉL fuera un solterón. Sin embargo, el 4 de octubre de 1945 aparecía una compra reveladora: «Hilo N.º 16 y 3 pliegue de papel de color: 50». Un barrilete, claro. Entonces, allí había un niño. Y si había un niño, y un hombre que fumaba un paquete por día y se lustraba los zapatos, también debería aparecer una mujer, esposa, madre. Pero nada aparecía que se refiriera a ella. ¿No existía... o se resignaba a no existir? Suele suceder, la mujer que se casa, que se anula, que no pide nada para sí, que vive para el marido y para el hijo, sumisa, doméstica, ama de casa de cucharón y plumero. Di por sentada la presencia de esta mujercita que hacía del amor un camino de sacrificio y renuncia, y tuve a la familia reconstruida. Pero no tanto, debería conocer primero la edad del hijo para deducir la de los padres. El 14 de octubre encontré una anotación: «Un cuaderno de doble raya: 50». Para las tareas escolares del hijo, desde luego, y de «doble raya», es decir, de un tipo que sólo se usa en primero o segundo grados. Entonces, el chico estaría entre los 6 y 7 años. Partiendo de allí, hice una imagen mental de la familia: ÉL, no más de treinta, flaco (compraban por cuartos de kilo), serio y formal (nunca se anotó ni siquiera una botella de cerveza) y amante de su hijo (le hacía barriletes...). ELLA,

menudita, desdibujada, humilde, joven de cuerpo, vieja de corazón. EL NIÑO, de seis o siete años. En fin, un trío común y corriente. Pensé que ya debería darme por satisfecho. Que ya nada me diría de aquellas vidas antiguas la sucia libreta de almacén. Hasta que el 12 de noviembre encontré dos anotaciones que salían de la rutina: «2 cafiaspirina - medio litro de alcol retificado: 1.80». Uno de los tres había enfermado. Pero ¿quién? La respuesta estaba en las anotaciones del día siguiente, 13 de noviembre: «Un trompo, metro y medio de liña de pescar: 25». El enfermo era el chico. Lo estaban sobornando para tomarse el jarabe. No podía ser de otra manera, pues si uno de los padres estuviera en cama, no sería el momento de comprarle un chiche al nene. ¿Se habría repuesto? Examiné las compras de los días siguientes, 14, 15, 16, 17 de noviembre, y eran las de rutina. Pero el 18, a éste se sumaba un artículo que nunca apareció: «Un jabón Palmolive: 1.50». Volví atrás, y comprobé que todas las compras anteriores de jabón se referían al vulgar jabón de coco, de 20 céntimos. ¿Por qué de repente un jabón de lujo? Quedé desconcertado y examiné la hoja del 18 de noviembre, más cafiaspirina. El chico seguía enfermo. Entonces, surgió la respuesta: visitas. Visitas que iban al baño a lavarse las manos. Visitas a quienes se tenía vergüenza de mostrar miseria; un médico, tal vez un médico amigo y generoso, a quien por lo menos se le debía el homenaje de un jabón perfumado para las manos. Entre el 18 y el 30 de noviembre, a primera vista, la libreta no ofrecía nada sobre el curso de la enfermedad del chico. Sin embargo, un detalle surgió, sutil y peligroso. El padre ya no compraba un paquete diario de Alfonso XIII, sino cada dos días. Además, sumando las compras, se notaba que se habían reducido. Se estaban limitando a lo esencial. Ahorraban. Lo del chico debió ser grave. Y más adelante, esto pareció confirmarse. Estaba anotado el 6 de diciembre, con la letra primitiva, pero tan plena de vitalidad de aquel obscuro almacenero que, por lo visto, tenía corazón: «Efectibo: 50.00 guaraní». Habían tenido que recurrir a un préstamo. Del 7 al 15 de diciembre no aparecía absolutamente nada, ni siquiera la sacrosanta compra de cigarrillos, ni lo más elemental para comer. ¿Habrían llevado al chico al Hospital? Con ansiedad, miré la página siguiente, que era la última que fuera utilizada. Llevaba fecha del 22 de diciembre, y la letra del almacenero aparecía un poco más temblorosa: «2 paquete vela esperma, larga. Medio metro cinta negra. Efectibo: 50.00 (obsequio de la casa)».

El Luisón En aquel suburbio asunceno de hace mucho tiempo, vivía el vecindario humilde sobre la calle arenosa, con sus «lotes» divididos por setos vivos de feroces e infranqueables amapolas. En la esquina había un almacén, dando frente a la Peluquería «La Elegancia Desinfección Formol», con sus dos sillones instalados en un cuartito minúsculo, que en días de calor se trasladaban afuera, a la sombra de un apretado y siempre verde mango, cuyo tronco ofrecía apoyo al parduzco espejo.

Todo el vecindario se conocía y charlaba de las cosas de siempre. Existía entre todos una amistad simple, rutinaria, no tan a flor de piel para ocultar murmuraciones subterráneas, como la costumbre de ña Carlota de comerse las gallinas ajenas que se metían en su patio, o los amores de Jacinta, esposa de embarcadizo, con el «turquito caré» que le surtía de todo a crédito, y nunca cobraba, por lo menos en efectivo. Pero de esta Sociedad simple estaba radiado Don Félix, el zapatero remendón. Vivía solo en un rancho enorme y destartalado. Cocinaba su propia comida y mientras la olla humeaba eternamente sobre el brasero, él parecía pegado a su banquito, a su trincheta y a su lezna. Pálido, casi espectral, tenía una fama temerosa. Se murmuraba que era «Luisón», y nadie, aun el más voluntarioso, podía ocultar cierta aversión cuando tenía delante suyo al zapatero. Éste, con su mirada triste, de extraños y desteñidos ojos azules, callaba, remendaba zapatos y vigilaba su olla vaporosa sobre el fuego de carbón. Nadie sabía nada de su vida. Todo lo que se conocía de él era su soledad y su triste fama. Era, sí, el tolerado culpable de muchos terrores nocturnos, de aquellos que recorren el espinazo con el frío reptar del miedo, cuando un aullido rasga la noche y los oídos, y puebla la imaginación de horrendos banquetes fúnebres. Lo dicho. Don Félix era temido, y tolerado. Hasta que llegaron aquellos días fríos de agosto. Lo que era el rutinario miedo de todas las noches creció en forma alarmante. «Algo» innombrable, aponchado en sombras, salía cada noche de la casa de Don Félix y se alejaba por la calle arenosa. A su paso, las decenas de perros del vecindario armaban una tremenda, aullante baraúnda infernal. En cada animal empavorecido podía adivinarse las distintas tonalidades del miedo, del pavor, del misterio, de la voluntad sometida a un par de ojos feroces, brillantes como brasas. Aquello duró casi quince días. El vecindario trajo a un cura, solicitándole que exorcizara al zapatero. El cura se negó -por miedo, dijeron los vecinos- y entonces empezó la represalia, tímida, cobarde, pero atormentadora. Desde todos los ángulos de los patios desiertos, por la mañana temprano, por la siesta, y al anochecer, llovían piedras sobre la casa del zapatero. Éste, inmutable y callado, vigilaba su comida pero no trabajaba, pues nadie se acercaba ya a solicitar sus servicios de remendón. Hasta que cierto día un proyectil fue más certero y le ocasionó una mala herida en la cabeza. La noticia cundió. Don Félix, el Luisón, se había herido, pero de la herida no manaba sangre. Don Félix era seco como un cadáver. Hay en el corazón de toda mujer una extraña mezcla de curiosidad y vocación maternal. Y así se sintió Narcisa cuando supo lo de la herida del zapatero. Joven y linda, asediada por los muchachos del barrio, hizo a un lado los apasionados torrentes de amor que abrumaban su juventud, y dejó que su corazón sintiera lástima. Conocía a Don Félix. Le dolía oscuramente su soledad, y participaba de la vaciedad de cielo brumoso que había en la mirada del zapatero. Se sintió llamada, y fue. Llevó la botellita de tintura de yodo, y

comprobó que de aquella cabeza lastimada sí manaba sangre, roja, común y dolorida. Curó y vendó la herida, encendió el fuego apagado y dio alimento al herido. Y se hizo el milagro. Desde aquella noche no hubo más terrores ni aullidos. Narcisa había hecho el milagro. La maldición se había disipado por la fuerza del amor y la ternura. Pero ésta es una historia real, no un cuento. Si hubiera sido tal, Narcisa se habría casado con Don Félix. Pero no, se casó con otro, y nadie sabe si fue feliz o no. Tampoco Don Félix fue del todo dichoso, pero fue menos huraño, se hizo de amigos, emergió un poco más de su abismo de soledad, y hasta aprendió a sonreír, pero claro, con cierta tristeza...

La cita Roberto creyó haber discado bien, pero salió un número equivocado. Y allí empezó todo. Aquella voz que amablemente le dijo: «Equivocado, señor», una voz sin rostro, anónima hasta la exasperación, puro sonido, le trajo misteriosas sensaciones. Y trató de seguir la conversación. -Disculpe, señorita. No quise molestar. Creo haber discado bien... -Suele suceder, señor -replicaba la voz. -La línea suele estar recargada a esta hora... -Bueno, razón para que no se culpe, señor -detrás de la voz amable, Roberto adivinaba un atisbo de sonrisa buena, paciente, femenina. Y del tema de la línea recargada pasaron a otros, con cautela, probándose, como dos desconocidos, hombre y mujer, que van a salir a bailar su primera pieza, y los pies no se acomodan al ritmo que surge y vibra en la orquesta. A los 20 minutos Roberto ya había declarado que era soltero (cierto), que tenía 32 años (mentira, tenía 38) y había averiguado que ella tenía 25 años (?), que era morena, y también soltera. A la media hora... -Sería para mí tanta satisfacción conocerla... -¿Después del primer llamado...? Oh... -Es que... se vive hoy tan de prisa...

-Sí. Pero qué pensará de mí... -...que es una chica moderna... Y consiguió la cita. -Estaré allí a las cinco. Llevaré un traje ambo, pantalones grises y saco obscuro... y ah... corbata verde. -Lo reconoceré, Roberto (ya se habían intercambiado los nombres). Yo llevaré minifalda azul a motitas blancas. Y botitas blancas. Fijaron la concurrida esquina céntrica, la hora, y se despidieron. Ya al colgar, Roberto se dio cuenta que no había preguntado con qué número estaba hablando.

****** Cuando colgó el tubo telefónico, Roberto sintió una sensación de alegría. Solterón, un poco triste y gastado, prisionero de su solitaria vida de pensión familiar, muchas veces había soñado con una compañía permanente, una casita suya y una mujer, también suya. Aquella voz, un poco arrastrada pero suave, a la manera de un sonoro dulce de leche, había creado en su mente una imagen de mujer sencilla, sensata, complaciente, hacendosa, de manos hábiles para coser primorosas cortinas para las ventanas y para podar los rosales del jardín... Y esperó con impaciencia la cita.

****** Perla, cuando colgó el tubo, sintió una cálida sensación de alegría. Todavía era joven, pero la vida no le había tratado bien. Roberto, el de la llamada equivocada, le gustó. Ya no andaba detrás de príncipes azules, sino de un marido bueno, de grandes pies bien posados en tierra, que viviera en soledad para apreciar mejor la compañía, y que tuviera gustos sencillos, como una casita propia, con un jardín y muchas cortinas vaporosas en las ventanas... A ese hombre ella le podía ofrecer aún mucho. Se sabía bastante linda, sensata, complaciente, hacendosa, y loca por tener un hogar donde dedicarse a los quehaceres domésticos...

****** Pero a la vera de las ilusiones, siempre camina la duda, como una sombra pegajosa y molesta. Y Roberto se decía:

-¿Y si fuera un loro la Perla esa...? ¿Una solterona anteojuda y flaca...? Al final de cuentas, la voz no es todo... Por su parte, Perla también razonaba cautamente: -¿Y si no fuera más que un don Juan...? ¿Algún vejete aventurero y con compromisos...?

****** Nunca se encontraron. Para verla primero, Roberto llevó un traje azul con corbata gris. Pero Perla también pensó lo mismo. No llevó la minifalda a motitas, sino traje sastre color salmón. Hoy, de vez en cuando, en la soledad de su cuarto de pensión, Roberto trata de memorizar un número telefónico. Y Perla se sobresalta cada vez que suena el teléfono, esperando que sea una llamada equivocada.

La trampa «Ruego al padre del alumno Raúl Ortiz (h), se sirva presentarse el día de mañana en horas de clase, por motivos que guardan relación con la conducta del niño. La maestra». La seca citación estaba escrita con prolija letra pedagógica, en el bastante sucio cuaderno de deber de Raulito (hijo). Raúl (padre) requirió a Raulito (hijo) el motivo de esta llamada. Y por toda respuesta, el chico se echó a llorar desconsoladamente. Un poco temeroso de encontrarse con una maestra como la que le había tocado a él mismo en el quinto grado, bigotuda, solterona y malhumorada, Raúl (padre) se encaminó a la Escuela, y solicitó una entrevista con la maestra de Raulito (hijo) y cuando ella, durante el primer recreo, lo recibió en la antesala de la Dirección, tuvo una agradable sorpresa. La maestra ni era solterona, ni bigotuda, aunque sí malhumorada, cosa que no podía ocultar ni siquiera detrás de sus ojos celestes y la inocencia juvenil de su boca. -Señor Ortiz -dijo la joven maestra, sin preámbulo alguno-. Su hijo es una calamidad. Viene con los cabellos largos y despeinados. Trae siempre las uñas sucias y el guardapolvos imposible. En el barro de sus zapatos se puede estudiar la historia de la Tierra... Avergonzado, Raúl (padre) bajó la cabeza. Y la maestra prosiguió implacable:

-Y sus deberes, señor, parecería que escribe con una mano y con la otra se come una empanada y se me ocurre que a veces se confunde y se come el lápiz y escribe con la empanada, tan grasientas están las hojas... Dígame, señor... ¿No puede venir más limpio, más aseado a la Escuela...? ¿No podrían ayudarle a hacer mejor sus deberes...? ¿No le obligan en su casa a estudiar sus lecciones? ¡Ciertamente, su hijo es una calamidad, señor! Raúl (padre), humillado, atinó una explicación. -Señorita, usted tiene toda la razón del mundo -dijo-, trataré de remediarlo. Es que nos vemos tan poco con Raulito. Soy contador público en dos empresas. Regreso recién por la noche, y si no lo encuentro dormido, está en la calle, vaya a saber con quién. Pero le prometo que me ocuparé... -Si usted no tiene tiempo... ¿Qué hay de la madre? -preguntó la maestra. Raúl (padre) la miró tristemente. -Soy viudo, señorita -aclaró-. Estamos solos, o casi. Nos atiende una cocinera vieja, que sólo ve con un ojo y cojea de la derecha. Los ojos celestes y límpidos de la maestra se llenaron de lágrimas. La boquita, antes severa, pareció torcerse en un puchero infantil. -Oh, lo siento tanto, señor -dijo la maestrita, con voz temblorosa, mientras recogía con un dedito rosado una lágrima que le corría por las mejillas-... He sido tan injusta con usted y con Raulito. Me he estado burlando del dolor de mi prójimo... -giró la cabeza con un airoso revoloteo de sus cabellos rubios y se puso a llorar quedamente. A esta altura, el corazón de Raúl (padre) ya estaba reducido a maleable arcilla. Trató de hablar con voz de muy hombre, pero le salían gallitos enternecidos. -No se angustie así, señorita -pidió-. Nadie le culpa. Usted no lo sabía... -Me duele tanto ese pobre niño... -suspiró ella desde atrás de la cristalina cortina de sus lágrimas, y prosiguió- ¿Me deja ocuparme de él...? Conozco su casa. Vendré por las mañanas. Por supuesto, cuando usted no está... -Pero señorita... -No. No. Soy su maestra. Su educación es de mi competencia. Lo quiero como una cuestión personal... y para corregir una injusticia... Con la lengua absolutamente enredada, Raúl (padre) intentó dar las gracias, y se marchó. Dos meses después, la dulce maestrita escribía una esquela a su mamá:

«Querida mamá. El truco de la maestra enojada resultó. Anoche Raúl solicitó mi mano. Se la di, desde luego. Nos casamos el mes que viene. Si piensas regalarme algo, que sea una docena de jabones de baño. Son para Raulito, Marta».

Cinta grabada -Yo no soy güeno para contar caso y sucedido, don... -Y má toavía, cuando hablo castellano me parece que voy arrastrando la palabra, medio a remolque del guaraní que tengo en mi cabeza. -...Sí, es cierto que hace mucho yo era maestro de Escuela, pero eso era ante, cuando para ser maestro no se necesitaba ser má leído, sino meno ignorante que el prójimo... -...por lo demá, ese su aparatito me pone un poco nervioso don, porque parece cosa de payé. -Sí, ya tengo sabido que vino por acá un gringo loco que andaba por el monte apuntando la cosa esa hacia el canto de lo pajarito. Y el canto se quedaba enrollado allí en esa cinta. Igualito que el verdadero. Me parece nomás, don, que lo gringo andan tan encimado por allá por su tierra, que ya no hay lugar para lo pájaro. Y entonce enlatan y llevan en esa cinta lo ruido del monte, como la leche que traía el gringo que te digo que era una cosa seca, pero le ponía agua y salía leche de vera, y le repartía a lo mita-í que venían de la Escuela... -...medio me da miedo nomá que lo que sale de mi boca se quede enriedado allí, don. Parece una payesería, le digo. Se me hace que el buen Ñandeyara quiere que lo que el prójimo dice má bien se quede en el corazón ajeno, y si se queda ajuera un restito, que se lleve el viento. Pero en ese su carretel se queda todo, hasta un pedazo de yo mismo porque yo es cierto que soy un viejo ya bien arrugado, don, pero yo también soy mi recuerdo y mi ahora. -...Soy del 904. Bastante viejo ya, o sea que vine cuando el Partido Colorado se cayó del poder. Allá por el 22, ya me peleaba en Ca-í Puente, con mi pañuelo por mi cuello. Mucha gente se murió allí caraí. Me jui en el Chaco en el 32, con uniforme y sin pañuelo. No le quiero ni contar eso. -Lo hombre moruno y bajito venían y se metían en el monte, a pelear con nosotro, pero era gente que venía de la montaña de pura piedra, y no conocía el monte que siempre es traicionero. Alguno de ellos se moría de sé, porque nosotro no aposicionábamo en lo pozo de agua y defendíamos tal como si era la teta de nuestra tierra. Suelo soñar que estoy otra vé allí, en la trinchera, haciendo centinela de retén, oyendo toda la noche la lamentación de algún boliviano perdido por el monte: -«¡Agüita, paraguayito!» gritaba, pero no había nada que hacer y era mejor dejarle que se muera, y que no pase lo que le pasó al Cabo Lesme, que se puso cristiano y le dio agua a

un boliviano que ya estaba seco como una raja, y el hombre tomó su agua y encima le metió una bala en la barriga a Lesme, en puro descuido nomá. Después, en la Revolución del 47 yo ya no estaba má para pelea, y sabía que en la guerra hay má sujrimiento que ventaja. Entonce dije que no nomá cuando vinieron para reclutarme. Me pegaron con arreador hasta que mi carne dijo basta, pero no era yo, sino mi carne, y me caí medio muerto y sin sentir má nada. Me jugaron mucho, pero igual no me jui. Sabía lo que era la Revolución, peor que con los bolivianos, porque uno le puede matar a su pariente sin saber nada, y cuando uno sabe eso, el corazón se descolorea, igualito que mi pañuelo viejo del 22. Y no me jui nomá... -...qué quiere que le diga, caraí. Usted me paga para que diga casos y sucedidos. Yo soy un caso. Un caso largo. Y no tengo la culpa de que mi vida venga caminando por encima de pelea y sujrimiento. Uno vive asegún dispone Nuestro Señor o la política, y quién soy yo para ponerme a hacer un camión para mí solo. La cosa son como son y hay que aguantarse y acomodarse y andar como lo lo otro quieren, con la esperanza de salir vivo o con el miedo de quedarse muerto. Así es, señor... -...me recuerdo de mucha cosa, pero me cuesta un poco sacar todo ajuera. Y encima, me parece un poco forzado andar diciendo lo que le sucedió a la gente que ya no está má. Es como usar la palabra para desenterrar a lo finado. -...eso dice Usté, que viene de la Capital, y porque no tiene lo año que yo tengo. La muerte es el fin natural, dice Usté. Eso sé bien, pero acá es otra cosa. Mire un poco el valle, parece poca cosa. Mire, el camino de tierra, que viene de no sé de adónde, parece que quiere agarrarse un ratito a nuestro poblado, pero se va siguiendo hasta lejo, cortando monte que ya no me acuerdo y bañado que ya no sé má. Parece poca cosa el valle, don, pero tiene gente que no piensa como Usté, con el debido respeto. Nosotro sabemo aquí que la muerte no es el fin natural, sino que es parte de la vida. Así es. Se acuesta con las mujeres y anda escondida abajo de lo poncho de los arribeño. La muerte, como el camino, se aposenta de noche en el poblado, y de día sigue hacia adelante, para venir otra vé de noche. Se va y viene, y para que no se pierde puntea el borde del camino con la crucita de alguno que se descuidó demasiado, y se quedó finado allí mismo para su mal... -...es como si la muerte vive con nosotro. Y de tanta costumbre se hace amiga, un poco que se le mira de reojo, pero amiga. Y si le digo que alguna vece se siente madre, no me va a creer. Sí, señor se siente madre y lleva un mita-í, liado en su rebozo negro. Un angelito para el cielo, don. Por eso en lo velorio de lo angelito la mujere lloran y lo hombre traen su arpa y su guitarra y aperitan toda la noche. Así es el valle, caraí guazú... Buscamo en nuestro sujrimiento un motivo de guitarra para lo hombre y de alegría para el cielo. Al meno... -...y ya que hablamo de eso, caraí, ahora me recuerda de la Aparicia Peña, que era la má linda cuñataí del valle. Era linda y decente hasta má no poder, y eso amerito yo mismo porque en aquel tiempo yo era mozo como ella, y me entreveraba un poco también con lo embobado que salían de siesta a buscar la huella de su pie en la arena, para recoger un puñadito y hacer un escapulario que mientra se tiene abajo de la camisa, le obliga a la moza a pensar por uno.

-Vivía con su mamá, solita, lado en un rancho que toavía se ve por allá por el borde de la Isla Guazú. De su papá no había noticia que se tenga que creer, aunque me recuerdo que la vieja del valle decían que el hombre era uno de eso de despué de la Guerra grande recorrían la campaña sembrando hijo. -...y no me ponga esa cara, don. Así era, de seguro te digo. -La guerra terminó con lo hombre, y lo pueblo y poblado como éste eran todo de mujere. Entonce venía el hombre, venía de lejo y se iba lejo, pero se quedaba un día apena, dejaba un hijo y llevaba para su bastimento y ya se iba. De eso ahora no se habla mucho, tal como si el silencio puede borrar el pecado, pero a mí se me hace nomás que pecado por pecado, má grande pecado hacía la mujere que no encargaba, ma que sea para tener alguien para ponerle el nombre de tanto de la familia que se murió en la Guerra. Así nació la Aparicia Peña. Peña por parte de su mamá, y nada má... -¿La cuñataí? Güeno, era cosa para no terminar de ponderar. Ya no me recuerdo cómo era su cara, pero cuando pienso por ella, todavía se me despereza aquí en mi corazón la brasita que todavía me queda de mi año de mitä-ruzú... -Lo domingo, cuando se iba ella en la misa del pueblo, sabía llevar como nadie su rosario de coral y filigrana encima de su typoi almidonado, y su zarcillo de tre pendiete y su anillo de ramale como sólo la gente de ante sabía hacer allá por Luque. Ella mostraba con orgullo esa su prenda, que hasta ahora no sé cómo su mamá salvó de lo cambá de don Pedro II, que padeciendo ha de estar en el Purgatorio como decía mi mamá, y se hacía la señal de la crú para sacarse la suciedá de la boca y de la cabeza. -Ella ya andaba por la época de ayuntarse, y má toavía asegún lo linda que era. Y se puso de novio por ella el hijo de don Calaíto Florentín, o sea Celso, que era un muchacho guapo y trabajador, sin má vicio que su gallo de riña, que él sabía manejar para que siempre gane honradamente, o sea sin veneno en la espuela. -...por aquel tiempo, llegó recién un curita italiano, pa-í Yobani, que por su propia mano arregló la Iglesia del pueblo que se caía y andaba loco procurando aprender un poco de guaraní, seguro que para entenderse con la gente, el pobrecito. Pa-í Yobani, aparte de ser pa-í, asegún se decía escribía libros. No tengo sabido de qué clase, pero preguntaba mucho de todo, y siempre estaba apuntando alguna cosa en su libretita que sabía tener siempre en la borsiquera de su sotana. Así andando el pa-í Yobani, le conoció a la mamá de Aparicia Peña, que según se sabía, era hija de una familia de categoría de Ybytimí, que se quedó sola y desamparada por la guerra, y el pa-í le visitaba y no terminaban de hablar y recordar y de apuntar en la libreta, sino cuando empezaba a ser de noche, y el pa-í Yobani se iba... -Güeno. Así la cosa, la Aparicia que ya estaba anoviada del todo con Celso, empezó a tener barriga grande. Como usté oye, don, se le abultaba la barriga tal como si encargaba un mita-í. Celso, con el cuchillo en la cintura, andaba loco preguntando por el nombre del desgraciado que le hizo el hijo a su novia. Pero nadie sabía dar noticia, ni ella misma, que juraba por todo lo santo que era Mita-cuña toavía. Pero nadie podía creer eso, mirando su

barriga. Ni su mamá, que le mandó salir de su casa, a la vista de todo el vecindario de nuestro poblado... -Me recuerdo bien de ese día. Ella gritaba que era inocente, y su mamá que le rempujaba ajuera, llorando ella también, seguro que de penar por su hija y también por su orgullo herido. La Aparicia agarró entonce el camino. Y la vecindá decía: «ahora que no tiene casa, de seguro tiene que ir a pedirle protección al hombre que le perjudicó», y le siguieron en bandada por el camino, como perro que siguen al güey que llevan a la carneada. Ella se jue derecho a la Iglesia. Y entonce la gente se miraba, se hacía la señal de la cruz y decía: «Había sido el pa-í Yobani». Y encima, todo empezaban a calcular la barbaridá de tiempo en tiempo que el pa-í sabía estar en la casa de la Aparicia. -...no faltó el güey corneta que se jue corriendo para llevarle la noticia a Celso. Y cuando era ya tardecita, se le vio a Celso que se iba cruzando por la plazoleta de la Iglesia, arrastrando a su mamá vieja que se colgaba de su ropa y le lloraba que no haga eso que iba a hacer. Entonce él le rempujó a su mamá y siguió su camino. Y la vieja se quedó allí tirada y arrancando a puñado su cabello y gritando que el que le mata a un pa-í está condenado a siete eternidade en el infierno del Demonio. Celso llegó a la iglesia y llamó al pa-í, y con el cuchillo en la mano tal parecía a uno de su gallo tan mentado, todo temblando de gana de matar. Pa-í Yobani salió y caminó hacia Celso, con lo brazo abierto, no sé si para mostrar que estaba desarmado, o para ser una crú viva para apagar la maldá de Celso. Pero de nada le valió al pa-í Yobani su brazo abierto en crú a no ser para acomodar mejor su corazón para recibir la puñalada. El pa-í se cayó en el suelo, y Celso, gritando como loco que era ya, corrió y se metió por el monte. Le encontraron un mé despué. Pero nunca se ha de saber si se murió por su propia mano, o de arrepentido, porque cuando le encontraron estaba casi todo comido por la hormiga. -Pa-í Yobani no se murió enseguida, y siete día pasó en agonía. Vino el Obispo de Villarrica para verle, y trajo un doctor suizo que andaba por la Cordillera del Ybytu-ruzú apuntando lo nombre de la planta del monte. Pero pa-í Yobani se murió nomás del todo luego. -La noche que se murió el pa-í Yobani, le encontraron a la Aparicia muerta por su propia mano colgada de la viga mayor de la sacristía. -Mucho tiempo se quedó má el Obispo y el doctor. Le llamaba a la gente en la Iglesia y preguntaba y apuntaba todo. Siempre así, don, y despué, un domingo hizo misa, y le habló a la gente. El pa-í Yobani era inocente -dijo el Obispo-. Y lo mismo Aparicia, porque el doctor revisó su cuerpo que ya estaba finado y allí no encontró un mita-í, sino una enfermedá que yo no me recuerdo su nombre, y es un tumor con una bolsa de agua que crece en la barriga, y tal parece un cosa de mujer que está encargando... -Como le digo, cara-í, la muerte y la vida son tan juntita que parece que camina sobre lo mismo pieces. -Así es desde siempre. Usté dice que la muerte es el fin. Cierto es eso, pero también la muerte es el comienzo y el medio, todo junto de una vé. Nadie no quiere nacer para

morirse, pero desde que uno es parido el ángel de la guarda ya viene de luto, por si acaso nomás. La muerte está en todo, don. En la espuela del gallo y en el corazón inocente que guarda su amor bajo el typoi. Galopea encima del pingo del caudillo y forma fila entre la gente en lo día de votación. Nunca se duerme, porque siempre está alerta y manotea y agarra apena la caña se sube en la cabeza, o el pie retobado pisa el fleco del poncho del semejante. La muerte siempre ronda cerquita de la gente, como perro que espera una sobra de la vianda de la vida, o sino como arribeño pendenciero que llega a un baile y pide para bailar una polka partidaria, que es la polka de la muerte, porque pone miedo en el corazón de lo músico y afila el cuchillo de lo contrario... -Y así es, caraí. Yo sé otro sucedido de este valle, si me quiere oír. -Pero si ya está bien nomás, me voy a mi rancho, y si usté es generoso como me dijo, me da lo que me corresponde, que me está haciendo falta un poco de yerba para el mate y alguna fariña para el pirón-kyrá...

El arribeño -Me da risa ese su aparato, don. Sí, oí lo que dije ante. Es medio como mirarse en el espejo. En el espejo está otro que es uno mimo. Diferente pero igual. Y así sale lo que dije de ese rollo de su grabador. Cosa que parecen salir de la garganta de un desconocido, que soy yo, y que estoy ahí adentro. -Es como si usté me carneó el alma y guardó un pedazo adentro de su valijita que habla. -Es poderosa la cencia, carajo digo. Ahora todo se hace de la cencia, hay que fijarse. -Entonce, me parece que el hombre es la mitá él y la mitá cencia, como el que se sienta en su auto, y hace andar el motor y viajar. Se ve má el auto que el hombre. Y el tipo má parece un prisionero que un dueño. -Alguna vece, suelo pensar que la cencia es una cosa viva que se alimenta de uno, chupando lo que tenemo de naturaleza. Y entonce la cencia engorda y uno se pone flaco, y el fin del mundo ha de venir cuando sea todo cencia, y del hombre quede solamente lo güeso. -Usté pregunta difícil, señor. ¿Qué necesita má el hombre? Vaya uno a saber eso. Cada uno sabemo dónde nos pica má. Le puedo decir una sola palabra. Por ejemplo pan. -¿Projundidá? -Cuando no hay pan, la única projundidá es el hambre. Te apreta la barriga de necesidá y te apreta tu corazón de coraje y te apreta tu cabeza de rabia. Nadie no es cobarde cuando tiene hambre, ni es justo tamién.

-¿Qué quiero ser yo? No sé. Ya soy demasiado viejo para querer ser alguna cosa. Hay momento que uno se da cuenta de que su camino ya se terminó, y entonce no se pide má camino, sino una sombra para descansar, y para mirar hacia atrá, esperando que de a uno venga llegando lo recuerdo, para darle una manito de pintura, con lo colore que salen de aquí del corazón, ate de que entren en nuestra cabeza y se reciban allí de nostalgia. -Sí. Le entiendo don. La libertá tamién es un camino. Pero el único que conoce ese camino de punta a punta es el arribeño. Todo lo demá en su debido tiempo procuramo tamién caminar hasta siempre, pero apena nos quedamo un ratito, de nuestro pie salieron raíse, y allí nomá nos quedamo. -Pero el arribeño no. Siguió caminando. Caminando siempre. Porque no tiene casa. Y no teniendo casa, uno es má libre. -No señor, usté erra. El arribeño no es el hombre rempujado por la miseria, como dice usté. En la miseria uno se cae cuando no hay remedio, y el arribeño es arribeño por su propia voluntá. -Claro que yo hablé con mucho arribeño... -No, señor, no habla de libertá, porque se me hace que no tiene alcance para entender de todo eso. -Pero tamién no habla del aire que respira, porque uno no se anda preocupando tanto e las cosa que forma parte de uno. -¿Desprecio...? Y a lo mejor un poquito, don. Pero el arribeño no se hace caso, y si te descuidá se ríe. Yo conocí la risa del arribeño. Es como la risa del sabio, que llega hasta uno galopeando sobre el redomón caprichoso de la burla. Así se ríe él, como se ríe el «pa-í» cuando le hablamo del Señor de la Buena Muerte, o como se ríe el doctor cuando le hablamo del payé o del cólico cerrado. -Para mí que el arribeño nace así como es, igual que uno que nace rengo de su pierna. Una vieja guayaquí que allá por Villarrica se domesticó en casa de familia, cuando yo era mita-í, me solía decir que cuando la mujer se ayunta con el hombre, cuando la luna le alumbra, el hijo que va a tener no es el hijo del hombre, sino el hijo de la luna, o sea el arribeño, que siente la llamada de una mamá muy linda y muy lejo de él, y sale por los camino a buscar y buscar hasta que se muere. Entonce la luna lleva su cuerpo muerto. Por eso nunca nadie no vio a un arribeño muerto. Al meno, eso decía la vieja. -¿...una historia...? No me recuerdo de nada. Los arribeño no tienen má historia que el camino, y encima del camino, él y su guitarra. -Tamién el viento no tiene historia. Llega, refresca y se va. Nadie no le pregunta de dónde viene ni adónde se va, porque eso es su naturaleza. Así tamién es el arribeño, un viento con alma y con garganta para cantar. Su querencia es el camino, y si te descuidá él es el camino mimo.

-...ahora que decí, algo me recuerdo, y no crea que le boleo para que me pague lo que me dijo. Mi mamá me contaba que allá por el valle de Altos, donde el monte parece venir cayendo despacito hacia el Lago Ypacaraí, vivía una mujer extraña que había venido de la Rusia blanca, parece que perseguida de alguna revolución. Ella mandó hacer para su casa en un lugar alto de la cordillera esa. Y la casa no miraba hacia el camino como corresponde, sino hacia la bajada del valle, hacia el lago que allá lejo brillaba de día con el sol y de noche con la luna. La casa daba su espalda al camino, tal como si su dueña tamién andaba queriendo dar su espalda a la gente, y vaya uno a saber a qué recuerdo. -La casa era toda de piedra, y tamién toda de piedra era la cerca que puso a su enrededor, y de hierro su portón. Nadie no entraba allí, a no ser mi mamá, pero solamente hasta el otro lado del portón donde le daba la ropa para lavar. -Por eso mi mamá sabía má que todo. Y me contaba que la rusa blanca no vivía allí sola, sino con un sirviente, que se notaba que era sirviente porque cuando ella le hablaba él tenía que mirar por el suelo, y no hablaba nunca. Decía que sí y hacía lo que se le mandaba. -Yo le vi tamién. Era un hombre grande, barbudo y feo. No le miraba ni le saludaba a ningún vecino cuando cada ocho día bajaba a San Bernardino, con su bolsa en el hombro. La gente tamién no se le arrimaba mucho, porque mi mamá ya había andao contando por ahí que la rusa esa tenía una pieza llena de santo que no eran cristiano, y la crú que usaba tenía un brazo má de lo debido, y cuando hacía la señal de la crú hacía al revé, como queriendo ofender al verdadero Jesucristo. -El sirviente ese bajaba a San Bernardino y se iba derecho hasta el almacén de don Güilen, que era almacenero alemán. Llega nomá, entregaba un papelito y don Güilen le cargaba su bolsa de bastimento. Cuando el sirviente se iba, don Güilen guardaba el papelito adentro de un libro grande y negro que tenía en su escritorio, y hacía todo eso con mucho respeto, igual que si el papelito era una reliquia y no lo que era, simplemente una lista de galleta y azúcar. -La rusa esa salía poco de su casa, le digo, y cuando salía era sobre un caballo tordillo fino y arisco como un parejero. Mi mamá solía decir que a la mujer esa le gustaba má salir de siesta, para que nadie le vea, digo yo, especialmente cuando agarraba el camino arenoso que bajaba al lago, y metía espuela lo mismo que si estaba loca, y el tordillo volaba más que galopeaba, y echaba espuma por la boca y se manchaba de sangre adonde la espuela le castigaba su costado. -Los vecinos murmuraban cuando le oían pasar, y uno decía que la rusa se iba perseguida por un espíritu y otro decía que no, que era ella la que corría persiguiendo alguna cosa que ella sólo veía. -En una de esa salida se cruzó con el arribeño. Y ella, la que nunca hablaba con nadie, le habló al arribeño, seguramente porque le vio con su guitarra y le gustaba la música, digo yo.

-A su pedido seguramente, él, sentado sobre una piedra, se puso a cantar. Y ella escuchaba, sentada ahí arriba de su montado, que se quedaba quieto como si era de piedra. -Yo no sé qué pasó después. Mi mamá jura que ella no continuó su paseo, sino que se bajó del caballo y volvió a su casa, acompañada por el arribeño. Y dice que entraron en la casa, y que alguna gente que pasaba en eso día por el camino, de noche, oían que adentro cantaba el arribeño, y má hacia afuera, entre el matorral, al sirviente ese que te dije, aullaba como un perro. -Seguro que alguna cosa terrible pasó en eso día, y le podemo ir a preguntar y poner tamién ahí en su valijita que habla lo que puede contar mi compadre, Mártire Acosta, que en ese tiempo era Alcalde policial en Altos. De la rusa no se llegó a saber má nada, pero mi compadre está convencido que ella nadó y nadó hasta la mitá del lago, y allí se entregó a esa boca del infierno por donde el diablo chupa el agua y también a los que se acercan. Al arribeño le encontraron muerto, con el espinazo quebrado y al lado de él su guitarra todo pisoteada. Y un poco má lejo, tamién el sirviente estaba muerto, con un agujero de bala en su frente. Pero no era suicidio, porque el revólver no había cerca del finado. Y se pensó que fue su patrona, la rusa.

Castración Sábado al atardecer. El sol se había ido llevándose el insoportable viento norte que traía las vaharadas de calor del Chaco, empujando arena que se metía entre la ropa, en las narices y en los ojos. El pueblo de Posta Acuña entraba casi abruptamente a su calma crepuscular de todos los días. Las campanas de la Iglesia habían llamado a oración y en medio de la penumbra se veían a las últimas rezadoras apresuradas y arrebujadas que cruzaban la Plaza -una manzana de pasto reseco- rumbo al cumplimiento de sus deberes religiosos. Alrededor de la Plaza, y de la Iglesia que era su centro, se alzaban los caserones viejos como el tiempo, con sus recovas ya obscurecidas. Sólo había una mortecina luz en el edificio nuevo de la Alcaldía policial, que rompía la simétrica monotonía de pilares y corredores. Al lado, el «Palacete Municipal», con recovas y pilarones pero remozado, y donde también tenía su despacho el Juez de Paz, ya había cancelado sus actividades del día. En la esquina norte, donde funcionaba el depósito de la Acopiadora, cerrado desde el mediodía, el ir y venir de innumerables carretas que estuvieron trayendo toda la semana su carga de algodón, tabaco, maíz y soja, había dejado en la calle de tierra una mezcla de barro removido, orina, bosta y derrame de semillas, que una silenciosa y paciente pareja de japoneses paleaba a un remolque plano tirado por un tractorcito que parecía de juguete. «Abono», decía el vecindario con asco, y se negaba a consumir los enormes melones y sandías fertilizadas de tal manera, lo que por otra parte ponía contento en el corazón del japonés que, mientras embarcaba sus productos en el camión que los llevaría a la Capital, sentenciaba: «palaguayo no gusta melón, no gusta sandía; palaguayo no loba melón ni loba sandía». Aquello, por cierto, había llegado a oídos del Alcalde policial, mi ahijado, que

hizo detener al japonés «por ofender a la raza» y de paso le confiscó una radio a transistores. El tractorcito se alejó arrastrando su fétida carga, y poco después la gente empezó a salir de la Iglesia. Eran ya apenas sombras que se deslizaban en las sombras. La noche parecía cerrarse sobre sí misma, tendiendo una gruesa colcha de silencio sobre el pueblo. Pero era sábado. No habría ese precioso silencio, espeso y tonificante que yo había venido a buscar de la Capital. Primero fueron los altavoces de la Casa Parroquial, rotundos como puños que aplastaban mi deseado silencio pastoral. El locutor, a voz de cuello, invitaba «a la juventud sana del pueblo» a un «Cóctel dansant» y anticipaba gazmoñamente que la cantina sólo serviría Coca Cola. Poco después, apoyaba esta invitación al «sano esparcimiento» con música rock. Casi de inmediato, los altavoces de la Seccional entraron en la competencia enfrentando a la polka partidaria, como un gallo de pelea sonoro, con la música rock. Poco después, el locutor lanzaría un respetuoso saludo a las dignas autoridades del pueblo, para empezar luego con las dedicatorias de polkas y guaranías a los notables de Posta Acuña, a sus gentiles hijas y a las distinguidas matronas. Por último, un poco más lejos, otro juego de rechinantes bocinas empezaba a funcionar desde el «Local Social» del «23 de Agosto F. B. C.», invitando al vecindario «sin distinción de clases» -decía- a acompañar el día siguiente domingo a «los once leones del pueblo» que irían a competir en Posta Irala llevando sobre sus espaldas el lema de «vencer o morir». Desconsolado, me iba a dormir o a tratar de hacerlo, cuando observé que de la alcaldía policial salía Casiano, mi ahijado, para su primera ronda nocturna, seguido por los dos soldaditos que llevaban al hombro sus larguísimos fusiles cuyos caños se alzaban al cielo como antenas. Como era sábado, Casiano se había puesto el uniforme de reglamento y las botas altas que yo le había regalado, de las que tan orgulloso estaba. El revólver bajo el cinturón, cruzado sobre el ombligo, y la fusta en la mano derecha. Su aspecto era bastante marcial, considerando que en los días de semana su atuendo consistía en un desteñido pantalón de faena, un saco pijama y zuecos con plantilla de madera. Y el revólver, claro está. Como todos los sábados se dirigió a la Casa Parroquial donde empezaba a reunirse la juventud sana. Jamás entraba al local. Entraban sí los dos gendarmes con la orden de «controlar todo», mientras él se quedaba afuera, en las sombras, pero no tanto, erguido, con las piernas abiertas y golpeando una y otra vez las botas con la fusta, como un tigre irritado que menea la cola. Después saldrían los soldaditos a murmurar: «Parte Sin Novedad», lo que significaba que no habían escuchado hablar de política, y el trío se marchaba a continuar su ronda. Por esta vez adiviné que Casiano pasaría por la casa de Prudencio Genes, Presidente del «23 de Agosto», para arengar a los once leones que allí estaban concentrados. Después, los soldaditos continuarían solos su ronda, lo que es un decir, porque generalmente iban a sentarse a «cuatrerear» en algún matorral obscuro y a darse un banquete con las galletas que en abundante provisión llevaban en los bolsillos. Por su parte, Casiano recalaría en el Callejón del arroyo, en el rancho de Marcela-í, la ciega que había perdido los ojos un Domingo de Gloria cuando le estalló en la cara un «petardo brasilero», y a quien Casiano había tomado «bajo la protección de la autoridad», lo que también es un decir.

Milagrosamente logré conciliar el sueño en medio de la baraúnda de los altavoces. En realidad, me dormí hipnotizado por el entrecruzarse de cháchara y música, tanto que cuando a la medianoche en punto el ruido cesó de golpe, también yo desperté repentinamente. El silencio era tan completo y más opresivo que la batahola anterior que no pude volver a dormir. Cerca de la madrugada, pero aún lejos de la aurora, los gallos empezaron a cantar en interminable cadena que ora se acercaba, ora se alejaba. «Anuncio de cambio de tiempo», diría a la mañana ña Pastora, mi ama de casa, mientras me servía el mate. Tendía el oído para identificar los diferentes cantos de gallo. El canto largo y quejumbroso del «Purutué» gordo y macizo, «de raza para comer», el corto como un latigazo del gallo de riña, y el gorgoteante del pollo que ensayaba sus primeros gritos de desafío. Y de pronto, un sonido distinto, grito, alarido, infinito terror sonoro que terminaba en una gárgara de sangre. Acaban de matar a alguien, pensé, y con esa idea fija permanecí con los ojos abiertos hasta el amanecer. Lo que me dijo ña Pastora al traerme el primer mate fue la noticia de que habían matado a don Aparicio Leguizamón, el dueño de la Acopiadora, y el hombre más rico del pueblo. Le habían degollado mientras dormía, me contó, y agregaba el detalle espeluznante de que el cadáver mostraba claras huellas de que el matador había intentado castrarlo, sin lograr su objetivo sino a medias. La primera consecuencia del drama fue que el equipo del «23 de Agosto» casi suspende su viaje a Posta Irala. Aparicio Leguizamón era el Presidente Honorario del Club, honor que alcanzó donando el amurallamiento completo de la cancha que, desde luego, ostentaba el nombre de «Estadio Aparicio Leguizamón». A última hora se decidió que el «23 de Agosto» se presentara a jugar llevando cada jugador un crespón negro. Además, se guardaría en la cancha un minuto de silencio. A media mañana, hora del tereré, apareció por mi casa Casiano. Lucía todavía el uniforme de la noche anterior, en homenaje a la gravedad del caso, imaginé. Me informó que ya tenía detenidos a tres sospechosos. Pero se veía a las claras que se encontraba desconcertado, cosa que me confesó después del segundo tereré. Dijo también que bien le vendrían algunos consejos. «Mirá, Paíno, vos sos leído y tenés tu 'desarrollo' por lo bien leído que sos y todo eso. Sé que tengo que proceder, pero no quiero ser arbitrario», me dijo. Por «desarrollo», palabra que se había quedado pegada a su vocabulario, él entendía todo lo susceptible de crecer por el esfuerzo, desde la estructura de un puente hasta la inteligencia humana. Y el «no quiero ser arbitrario» era su latiguillo permanente. Lo oí la última vez cuando ordenó a uno de los agentes a que fuera a detener a los dos primeros borrachos que encontrara en la calle. «No quiero ser arbitrario pero la Alcaldía necesita una manito de pintura», me dijo, y el día siguiente los dos detenidos estaban dándole a la brocha. A mí me interesó antes que nada el muerto. Era un «hijo del pueblo de primera generación». Su padre, un poco después de terminar la Guerra del Chaco, había venido a instalarse a Posta Acuña con un diploma de «Idóneo Dental de Primera» y un torno a pedal. No le fue muy bien en ese pueblo, donde el dolor de muelas se curaba con buches de poderosa caña blanca, hasta que realizó la primera empastadura de oro. Su paciente, que

había empezado el tratamiento con los dientes feamente cariados, lo terminó luciendo una resplandeciente sonrisa dorada. Pronto, tener oro en los dientes fue señal de elegancia y poderío económico entre los hombres y de distinción entre las mujeres. El dentista hizo dinero, compró el local y anexo al Consultorio, fundó la Acopiadora. Cuando murió, el Consultorio había desaparecido y Aparicio, su hijo, heredó la Acopiadora. Mejor comerciante que el padre, prosperó y amasó una fortuna. A sus grandes depósitos convergían, se pesaba, tasaba y pagaba toda la producción de diez leguas a la redonda. A su manera, trataba de ser justo en el peso y en el pago, y le gustaba poner acento sobre esa justicia suya, cuando sentenciaba a quien quisiera oírle que «en mi zona de acopio jamás se murió de hambre ningún campesino». Le requerí a mi ahijado alguna información sobre sus sospechosos detenidos. -El que agarré primero -me dijo- es Pánfilo Sosa. Hay ciudadano que van a dar testimoño que amenazó de muerte al Aparicio. No le recibió su carga de tabaco porque se enfardó mojado. Su maíz también se quedó en la carreta porque estaba picado. Pánfilo se puso loco de rabia. Si no entregaba su carga no iba a poder pagar la Fianza Agrícola. Yo le pregunté al Pánfilo si era cierto que él profirió amenaza de muerte, y no negó. Pero niega que él sea el matador. Pensaba matarle -me dijo-, pero a lo hombre, en algún caminito sin desvío, mano a mano lo dó, para darle ocasión de morirse a lo macho, o sea haciéndole un favor especial al Aparicio, que no era macho, porque no e de macho acogotar al pobre, y a él particularmente, porque no quería que su hija venga a servir de criada en casa de Aparicio, que ya tenía tre muchachita de servicio, una ya de siete mese de encargue, seguro que del patrón, que todo saben que anda loco por tener familia, porque Anselma su esposa e amachorrada sin remedio, asegún sabe todo el pueblo. -También está bajo sospecha Mártires Parede -continuó mi ahijado-. Vos sabés, Paíno, que el anticomunismo del Aparicio tenía un gran «desarrollo» y cumplió con su deber de cristiano cuando vino a denunciarme que Mártires escuchaba de noche Radio Moscú. Hicimo un allanamiento en su rancho y le pillamo con la mano en la masa o sea con el oído en su radio. Mártires se defendió diciendo que él no buscaba Radio Moscú sino Radio Moscú le buscaba a él porque aunque movía la abuja de la radio lo mismo salía Radio Moscú y que él no tenía la culpa si los rusos ponían arriba un satélite que servía para que salga Radio Moscú en todo lo numerito de su radio. Malicié que quería joderme y le traje detenido a él y su radio. Mártires salió en libertad a pedido del Pa-í Jacinto pero su radio se quedó en custodia como cuerpo del delito, y para salir de un compromiso aproveché y le nombré depositaria a Marcela-í porque yo ya tengo el aparato que le secuestré al japonés boca sucia. Mártires es sospechoso porque el pa-í Jacinto me comentó que él no estaba enojado conmigo, porque la autoridá es la autoridá y tiene su derecho, pero que Aparicio iba a pagarle alguna vez la yaguareada y lo 25 yagatanazo de plano que le aplicamo antes que aparezca el Pa-í Jacinto. -También le tengo en remojo para que se ablande en el calabozo a Calaíto Insfrán siguió informando Casiano-, era jugador del «23», el mejor número 9 de todo el Departamento, pero hizo la disparatada de entrarle de noche a lo yacaré a una criada del Aparicio. Le pillaron y allí terminó su carrera. Le echaron del cuadro y él se fue a Asunción

a probarse en Cerro Porteño, pero no pudo ficharse porque don Aparicio ya compró su pase y el pobre se rabiaba de balde porque tiene que esperar dó año para ser declarado jugador libre, y últimamente le andaba preguntando al Juez de Paz si era legal que un muerto sea dueño de un jugador. Pidiéndome que «pensara un poco sobre el desarrollo de este delito», se levantó para marcharse, agradeciendo el tereré. -Le tengo que esperar al Juez de Paz para iniciar junto el interrogatorio de rigor -me dijo y se despidió, pero no se fue. Se quedó pensando, con la mirada perdida en la lejanía, dando golpecitos a las botas con la fusta. Luego se volvió a mí. -Lo que no «encuadra» en este «desarrollo» -me dijo refiriéndose a los acontecimientoses una cosa. La castración. Castrar a un tipo, sí, y después matarle, es legítimo. Pero matar y después castrar parece cosa de individuo sin juicio en su cabeza. Luego continuó reflexivamente, como hablando para sí mismo. -Lo más peor que se le puede hacer a un sujeto es eso, porque es quitarle lo hombre que tiene. Es igual de insulto que quitarle el revólver cuando gallea o pisarle su pie cuando baila. Sí, Paíno, castrar al prójimo es lo último que hay. Pero para que sienta su castigo, el castrado tiene que estar vivo y seguir vivo pero monflórito. Es castigo de hombre a hombre, y para hombre vivo no para hombre muerto. Porque allá a la final el buen cristiano mata cuando hay necesidá o obligación pero no se ceba en el muerto. Y eso es lo que pienso de mis tré detenido, que son bastante macho para castigar un perjuicio, pero no así. Cuando se fue mi ahijado, fui a la cocina a buscar a ña Pastora. -Aparicio era un caraí bastante renegado en su casa -me informó-. Cuando Anselma, que era Reina coronada del «23», afilaba con él, él le puso un hijo. Ella se asustó y dejó que el Aparicio le lleve a ña Froilana que le hizo el aborto y le mató mal mal, y entonces se pilló todo. Aparicio no quería casarse pero el Delegado de Gobierno es Paíno de Confirmación de Anselma, y le obligó nomá acumplir su compromiso de hombre. Pero todo se quedó por ahí nomá, porque el aborto le dejó güera a la Anselma, y como el hombre no es completo si no pone familia, puso de lado a la Anselma y trajo para criada tré muchacha biensana y en estado de merecer y concebir. Así e la cosa y Anselma no quería má ni salir con vergüenza de mostrar su cara ni para irse a la Iglesia.

Más tarde, fui al entierro de Aparicio. Habían depositado el ataúd a la vera de una fosa abierta, sobre dos sillas que algún alma previsora había arrastrado a lo largo del «acompañamiento». Se iniciaron los discursos. El Juez de Paz, el Presidente de la Honorable Junta Municipal, el Presidente del «23 de Agosto» y finalmente el cura que ensalzó la generosidad del difunto, donador del edificio de la Escuela Parroquial. Mientras el torneo oratorio se desarrollaba miré la Viuda. Alta, morena, garbosa. Grandes pechos bajo el ropaje negro de enlutada. Cintura estrecha que se ensanchaba en

una cadera generosa. «Toda una hembra a quien me gustaría ver parir a la luz de la luna sobre el arenal del arroyo», pensé. Pero era estéril, castrada. ¿Castrada? También ella. Y con su desgracia silenciosa insultada a diario por la fecundidad de tres jovencitas que llenaban sus narices con el olor fértil del sexo, íntegro y sano; y sus oídos en la noche, con el rumor denso de la fecundación. «Una de ellas ya está de siete mese de encargue», había dicho uno de los detenidos. Miré sus manos color azúcar quemada. Fuertes, de dedos largos, fáciles de convertirse en garras. «La castración no es cosa de macho», había dicho mi ahijado, y se puso a medio camino de la verdad. En aquel momento las nervudas manos de Anselma tomaban un terrón de tierra y lo dejaban caer sobre el ataúd. Miré a Casiano y vi que tenía los ojos fijos en aquellas manos. Empezaba a caminar por la otra mitad. Ya llegará a destino sin mi ayuda, me dije, y me alejé sintiendo en los oídos el desagradable rumor de las paletadas de tierra cayendo sobre el féretro.

La cajita de música Esta historia sucedió hace mucho tiempo. Y forma parte de nuestro folklore íntimo, que guarda un caudal rosado de hechos tristes o hermosos que conservamos desde nuestra niñez. Niñez pueblerina. Con hombres de a caballo, troperos de fuerte olor a sol y a polvo salado. Y de carretones con techos de cuero tenso, repletos de mercancías, tirados por superpuestas yuntas unidas a la impaciencia del carrero por larga picana aguzada, que como un dedo cruel iba apuntando el norte verde de las picadas abiertas de la selva. Don Zenón era uno de los más prósperos comerciantes del pueblo; tanto, que sólo él y su competidor, don Elías, podían darse el lujo de viajar a Asunción, una vez al mes, sobre un itinerario de caballos y tren, de tren y de caballos. Fue en una de sus últimas visitas del año que don Zenón llevó el obsequio para Fabiana, su hijita de 12 años. Una cajita de música, o más exactamente, un joyero que al abrirse dejaba oír el vals «Sobre las Olas», mientras una bailarina minúscula, toda alabastro y seda, giraba al compás de la musiquita de juguete. En aquel mundo polvoriento y primitivo, donde el niño sólo conocía la alegría agreste de la pesca en los esteros, de la caza de pájaros con «mangaisy» o con la cimbra vibrante del arbolito joven convertido en resorte, el juguete de Fabiana fue como un celaje dorado de otro mundo, apenas entrevisto entre la polvareda de las tropas de ganado y el follaje espeso, mural, que rodeaba el pueblo. Fabiana, caprichosa y mimada, se negó al principio, rotundamente, a mostrar la mágica cajita a la chiquillada que había acudido corriendo, con polvo en los pies y lumbre en los

ojos, a contemplar y a oír aquella maravilla. Finalmente, la intervención de su madre, la buena de doña Ramona, logró un resultado a medias. Fabiana consintió en hacer escuchar la música. Hizo que la caterva de niños se asomara a su ventana, la cerró y dejó oír la música. Jamás el pálido Juventino Rosas habrá imaginado auditorio tan emocionado por su vals. Detrás de la ventana cerrada, llegaba el golpeteo del bronce cantarín marcando el romántico compás de aquel vals mejicano que recorrió el mundo. Cuando terminó, más que aplausos, hubo ese silencio respetuoso que en nuestro país y en nuestra gente dice mucho más que la más cerrada ovación. Pero la música no bastaba para aquella curiosidad insaciable. El vals sólo había entreabierto las cortinas de un universo indescriptible y bello. Además, alguien había dicho: -Dicen que se ve a una señorita que baila, así como mi dedo de grande... Entonces, reclamaron a gritos, y golpeaban la ventana, y empezaron a tirar piedras sobre el techo de tejas, tratando de rendir la férrea fortaleza de la caprichosa y egoísta Fabiana. Hasta que nuevamente intervino doña Ramona, más temerosa de la integridad de sus tejas que deseosa de complacer a la turba infantil. Y la ventana se abrió. Y el antepecho se convirtió en escenario. Allí danzó la pequeña bailarina de alabastro y seda, exhalando su impronta de salón, de perfume, de elegancia refinada, de mármol y muebles lustrosos, de damas perfumadas y caballeros galantes, ante ese auditorio cerril y llevado hasta la cima más alta del éxtasis y el embobamiento. Concluyó la música y todos se alejaron con los ojos empapados de fantasía y con el corazón colgando de mil hilos de bronce cantarino. Pero Lepachí no se fue, y nadie se ocupó de llamarlo, porque era el bobito del pueblo. Quedó allí, clavado frente a la ventana cerrada, con su gran cabezota oscilando al compás del vals ya callado, y sus ojos rasgados, de mongol, no ya apagados, sino enfocados con apasionada fijeza en los maderos de la ventana cerrada. El pobrecito se había enamorado de la bailarina. Algo de la seda y el perfume, algún sentimiento hermoso cabalgando sobre la nota más brillante del vals, había galopado airoso sobre la vacía llanura de su mente, y había arribado a su corazón, que él sentía lleno de música, y lleno de la bailarina pequeña como su dedo índice. Nunca deseó nada, porque estaba adiestrado a que todo le fuera negado. Pero ahora deseaba a su amada y a su música. Y llegó la noche, y él seguía con la vista clavada en la ventana. Las lámparas se apagaron en las casas, y sólo algún caminante retrasado cruzaba los senderos haciendo oscilar su farol en la obscuridad. Lepachí esperaba, esperaba siempre. Entonces, como la ventana no se abría, caminó en silencio hasta la puerta, la empujó y la abrió. Todos dormían. La cajita maravillosa reposaba sobre el gran carameguá de la sala.

Fue el grito de doña Ramona lo que despertó a don Zenón. En aquel tiempo y en aquel pueblo se dormía con el revólver en la mano. Don Zenón se levantó de un salto, con una mano empuñando el revólver y con la otra sosteniendo los calzoncillos. Se asomó a la ventana, dio una voz de alto a la figura borrosa que corría. Ésta atravesó la tranquera, y don Zenón disparó. Así murió Lepachí. Murió antes de llegar a tierra. Pero aun muerto sostenía contra su pecho la cajita, que se había abierto, y sonaba un valsecito hermoso y una bailarina de alabastro y seda despedía su almita confusa, con lo único que sabía hacer, bailando...

Cosme Mendoza Desde niño, Cosme Mendoza soportó el signo triste de ser el inútil del montón. -¿Cosme Mendoza? ¡Es mujerín! -decían sus amiguitos, y también los adultos, y hasta sus padres. Especialmente estos últimos veían con consternación la flojedad de carácter de Cosme Mendoza. Le rompían la ropa y él nunca se quejaba, le dibujaban groserías en sus cuadernos o le robaban los lápices, y él lo soportaba todo en silencio. Alumno de la Escuela de Valle Potrero, nunca tuvo el corazón suficiente para integrar las emboscadas que montaban sus compañeros, a hondita y bodoques, contra los alumnos de la Escuela de la Compañía Alfonso. Cuando había peligro, se apartaba, se escondía, intimidado y con una enorme carga de desprecio encima. Su padre, especialmente, lo miraba con cierto rencor. Solía exhibir con orgullo sus antecedentes de Guerras y Revoluciones, pero, como la otra cara de la moneda, mordía en silencio la vergüenza que le producía aquel retoño sin sangre y sin fibra. A veces perdía la paciencia. -Ayapó ne caria'y co mita-í tecaca güi -decía masticando las palabras. Y lo obligaba a montar el caballo más arisco. Y Cosme Mendoza se venía al suelo una y otra vez, acobardado por el animal y el padre al mismo tiempo. -Ayapó ne caria'y... Y le ponía en la mano su enorme Smith Wesson 44, obligándolo a disparar los seis tiros de tambor, que quedaba al fin vacío de proyectiles, como lleno de pánico quedaba el alma de Cosme Mendoza. Su madre, desde lejos, miraba todo en silencio. En su corazón había piedad por el hijo apocado, pero daba la razón al padre. En una tierra de hombres, se es hombre, o se muere, o no se vive.

Cosme Mendoza llegó a la adolescencia, y nada cambió. Murieron sus padres, llegó a hombre, se hizo cargo de la capuera paterna y se encerró en su soledad de tímido. Trabajaba hasta los domingos, menos por necesidad que por no pensar que a tres kilómetros escasos el pueblo vivía una fiesta de fútbol, calesita y toro candil. Durante un tiempo, una mujer vino a compartir su rancho. Llegó, nadie supo de dónde ni perseguida por qué historia, y decidió quedarse. Por aquella época Cosme Mendoza mostró un poco más de alegría, se atrevió a llegar de vez en vez al pueblo, y hasta se hizo de algunos amigos, que lo aceptaron más para la chanza que para la amistad. Pero todo volvió a su antigua soledad y a su aislamiento cuando la mujer se marchó detrás de un arribeño descalzo que trajinaba los caminos con su arpa al hombro. Cosme Mendoza encaneció, llegó a viejo. Y cierta mañana, un caminante que pasaba, sintió que del rancho salía un hedor insoportable. Entró a investigar y encontró muerto a Cosme Mendoza. Había muerto como vivió, solo.

Niceto González Niceto González sabía lo que el pueblo decía de él. Y lo aceptaba con resignación. -¿Niceto González? -solían decir-. E sambo para el trabajo, pero... Le fueron dando una mala fama de cobarde. Él no protestaba, ni trató de mostrar lo contrario. Cuando amanecía se ponía de pie con la clarinada del primer gallo, tomaba su azada. -La bendición mamita... Y la madre le hacía la señal de la cruz, y Niceto González iba a su capuera. Limpiando de malezas su mandiocal, los mismos recuerdos volvían siempre a su mente. Él era un niño de 5 a 6 años. Su padre, moreno alto y gallardo, le sentaba en sus rodillas y le hacía galopar sobre el potro de acero de sus muslos. Y era domingo. -En el pueblo hay calesita. ¿Te que ir? -le decía. Y él, aquel día domingo, se había prendido de la mano de su padre, y por los caminos rojos que llevan al pueblo había ido a gozar del milagro del galope circular de los caballitos de madera. Lo recorrieron todo, bebieron mosto oloroso al mismo pie del trapiche de madera. Trepado sobre sus hombros anchos vio el galope anheloso de los clavadores de sortija, y agarrado con hondo pavor a las piernas del padre, se escondió del ataque filoso y quemante del toro candil.

Era ya de noche cuando volvían al rancho. Aquel bello domingo le había fatigado de emociones hasta la saturación, y se durmió en los brazos del padre fuerte y gallardo, con la cabecita sobre la almohada dura de sus hombros fuertes, y sintiendo entre sueños, como el vaivén de una cuna mecida por el amor vivo, el paso elástico del hombre que regresaba a casa con el hijo dormido en brazos. Despertó en medio de la obscuridad del camino, ante el reclamo de su padre. -Despertate, mi hijo... Abrió los ojos mientras su padre le depositaba en el suelo, y miró alrededor. Cuatro sombras obscuras cerraban el camino, como si les hubieran estado esperando. Sombras amenazadoras, hostiles. La voz de su padre no temblaba. -¿Vas a poder llegar solo? -le preguntaba, y respondió que sí-. Entonce andate numá -y se le quebraba un poco la voz cuando añadía-. Y cuidale bien a tu mamá. Cruzó entre las sombras enemigas. Y reconoció a uno de aquellos hombres: Amadeo Ramírez, hermano del finado Rosendo Ramírez, que llegó una siesta al rancho y agarró de los cabellos a su madre, que gritaba despavorida, hasta que vino su padre desde el momento cercano a la carrera y con el machete en la mano y... Se fue alejando en la obscuridad, dejando la noche punteada de jadeos reprimidos y de un grito de dolor, dejando a su padre en el sitio donde al día siguiente él y su madre vinieron a clavar una cruz a la vera del camino. -Cuidale bien a tu mamá... El pedido tierno y desesperado le fue acompañando siempre, a lo largo de ese tiempo en que él se iba haciendo hombre y su madre se fue consumiendo en la soledad y en la vejez. Y había cumplido bien. Vivió siempre para cumplir aquel último pedido. Enterró su valor cuando le provocaron, porque tenía la obligación de vivir. De vivir cuidando a su madre y madurando su esperada venganza. Pagaba con gusto el precio de una cobardía asignada como una sanción sobre toda su vida. Pero él sabía que no era así. Su madre vivía, y vivirá así, tranquila y feliz hasta el último día de su vida. Ya no tendría su corazón otro baño de sangre, aunque el mundo le tratara de cobarde. Después... llegaría el tiempo del encuentro. Su madre se marcharía por los caminos del cielo para encontrarse con el compañero amado. Y él quedaría liberado de su deuda.

Entonces, Amadeo Ramírez, que regresaba por la noche de su «trabajado» en el monte, se encontraría en el camino, no con cuatro hombres, sino con uno, él, dispuesto a cobrarse hasta el último gemido, hasta la última gota de sangre de su padre acribillado a puñaladas. Mientras tanto... Los recuerdos fluían, y la filosa azada que tronchaba sin piedad la yerba mala, parecía una anticipación de la tragedia que le esperaba en un recodo del tiempo...

Calaíto Sosa El amor que los unió fue largo como el tiempo. Había florecido en la infancia, en dorados días en que la inocencia de los dos tejía una canastilla de ramas que se llenaba de los frutos del bosque, el guaviramí perfumado, el yba jhai ácido y cosquilleante o el aguai rescatado de la voracidad de los chovys. Fueron creciendo y haciendo planes. Planes humildes para un amor humilde, y un destino también humilde. Calaíto había conseguido, al salir de bajo banderas, un lote agrícola de 20 hectáreas. Ya tenía la tierra, pero faltaba aún mucho. Para el rancho, para semilla. Se separaron sin tristezas. Ella se marchó a Asunción, a emplearse de muchacha. Y él al Chaco, en una cuadrilla de obreros camineros. La consigna era ahorrar. Ahogar en el corazón la pena de la ausencia, e ir juntando, de a uno, las monedas de la esperanza hasta completar la tarifa del reencuentro. Cuando trabajaba en la ruta polvorienta, él conoció a Marcela, morena, pequeña y viva como un «apere'á» huidizo. Su madre cocinaba para la cuadrilla, y ella ayudaba, moviéndose con gracia esquiva, con alegría casi infantil, entre las miradas que exploraban todo bajo su transparente vestido, y entre las manos que querían llevar más lejos la exploración. Calaíto se sintió halagado cuando Marcela lo prefirió a él. Y alabó su buena suerte. Ya tenía en qué matar el tiempo hasta que llegara el día del encuentro con la otra, la soñada que estaba en Asunción. Cuando se despidió por fin de la cuadrilla, con el tesoro de seis meses de jornales en los bolsillos, se sintió un poco molesto al ver que Marcela lo seguía. Su madre la había despedido con una tristeza antigua y sin ninguna lágrima: -Para andar detrá de lo hombre nacimo nosotra la mujere... Y con esa sentencia fatalista por equipaje se echó a caminar detrás de Calaíto, con humildad de perro seguidor. El hombre trató de hacerla regresar, pero no lo consiguió. Ella había elegido a su hombre. En cuanto a él, pensó que si manejaba las cosas con un poco de tino, no sólo tendría el rancho para cuando ella volviera, sino también semillas... y sirvienta.

Terminó de edificar la casa. Pared fresca y «culata yobai» con el amplio corredor central orientado como para beber todo el viento fresco que pudiera escapar del horno del verano. Lo último que vio cuando el micro lo alejaba de su pueblo, rumbo a Asunción, fue la figurita humilde de Marcela, perdida en la distancia y el polvo. Y llegó a Asunción un domingo. Buscó a su novia en la casa donde servía. No estaba. Era su día de salida. Resignado, se sentó a esperar, y caía la noche cuando su novia regresó... acompañada por un altísimo y flaco sub-oficial de marina. Vio a la pareja detenerse en la obscuridad del portón de servicio, y al hombre apretar a la mujer contra la muralla, y oyó las risas de ella cuando devolvía los besos, y cuando trataba sin mucha convicción de que las manos de él no le levantaran el vestido. Se fue. Nadie supo jamás cómo logró llegar a su pueblo, tan borracho estaba, pero llegó, descendiendo tambaleante del último micro que parecía una solitaria luciérnaga en la inmensa obscuridad de la medianoche. Se encaminó a su lote y a su rancho, caminando a lo largo de la carretera que se iba punteando con el coraje inútil de sus gritos de desafío. Llegó, encendió un fósforo y aceró la llama. La paja del techo empezó a arder de a poco, creciendo, devorando, devorando, crepitando con el acompañamiento de sus gritos de desafío. Y entonces, se vio una sombra pequeña, eléctrica y corajuda, empuñar un poncho y ponerse a combatir las llamas con desesperación y arrojo, sin retroceder ante la amenaza de las chispas que chisporroteaban entre sus cabellos y requemaban su vestido. Calaíto miró a aquella mujercita que sabía amar hasta el heroísmo. Vio su arrojo y oyó su sollozo impotente ante la llamarada que crecía y crecía. Y se sintió contagiado de algo hermoso, vital, como de una fiebre de esperanza... y se lanzó, él también, a combatir el incendio. Salvaron muy poco de la destrucción. Pero quedó un resto de techo, lo suficiente para cobijar a dos personas, en el inicio del tiempo nuevo. Y así fue.

Rosalía La cosa había sucedido mucho tiempo atrás, cuando don Genaro era joven, tenía los músculos fuertes y no tenía los cabellos blancos de ahora. Había sido el mozo más gallardo, cantor y pendenciero del pueblo. Las mujeres suspiraban al paso airoso de su tordillo de larga cola peinada. Y fue una de ellas Rosalía González, quien una tarde le dio la noticia: -Genaro, viá tené un hijo... Se le rió en la cara. -Ese é tu problema mi hija...

Y se fue alejando, pensando que la mujer haría lo que hacían todas las que concebían un hijo sin padre. Pero Rosalía fue distinta. Sorbió sus lágrimas y aguantó su vergüenza, con esa callada y heroica resignación de la mujer del campo que le debe todo, hasta su desgracia, al hombre. Y Rosalía trajo al mundo un varón. Cuando el «mita-í» tenía dos meses, ella se lo trajo, para mostrárselo. Pero él se negó a verlo. Y Rosalía ya no volvió sino una sola vez, para decirle que... -Patrocinio Colmán se quiere casar por mí. Y va a reconocer mi hijo. -Iporaité aipóramo, mi hija. Ella esperaba en vano. Él, Genaro Servián, no quería aquella carga. Si otro se responsabilizaba, en buena hora. Pero allá en el fondo de su corazón, un celo obscuro empezó a tomar forma, y le acompañó siempre, a lo largo de sus años. Y más aún cuando le vino la desgracia. Había atado, en aquel diciembre ardiente, a su tordillo en el sombreado pajonal que bordeaba el estero. Y fue hacia la siesta cuando escuchó el relincho desesperado del animal. Salió corriendo, el pajonal ardía y el animal no podía zafarse. No pudo dejar morir al compañero de tantas horas y se metió entre las llamas. Cuando volvió del Hospital, el fuego le había devorado en cicatrices la cara, y la mano izquierda se le quedó para siempre agarrotada. Se aisló en su rancho y vio pasar los años tristes de su pobreza. Por el camino veía pasar a veces a Patrocinio Colmán, con su hijo, con el hijo que él no quiso, convertido en un robusto «mita-í» que se iba haciendo hombre. En esos días, la soledad le pesaba más, y en medio de ese sentimiento triste se deslizaba un hilillo luminoso de orgullo. -Jhoo che ra'y -murmuraba, y cerraba los ojos, y soñaba que cabalgaban juntos, o que se iban al monte a tumbar árboles, para que él le enseñara a manejar el hacha a ese manojo de alegría y músculo joven que era su hijo. Y ahora, el mozo tenía 20 años y una herencia de pendencia y desprecio hacia los demás. La historia se repetía. Era otra Rosalía que esperaba un hijo. El hijo de su hijo. La ofensa era imperdonable. El muchacho no aceptaba su responsabilidad y los hermanos de la mujer ofendida lo buscaron por los caminos. El hijo que no quiso caminaba quizá hacia su muerte. Le salió al encuentro. -¿Adónde te vas, che ra'y? -le preguntó.

-Dicen que me buscan. Me voy adonde me encuentren... -le respondió el mozo con aire soberbio. Quiso rogarle, contarle su historia de soledad. Gritarle a la cara que un hijo no se rechaza. Pero no pudo, porque se sintió orgulloso de aquella hombría que era la suya. Su razón o su muerte, y nada más. Los hermanos de la muchacha eran tres. Pues bien, ellos serían dos. -Me parece numá que podemo ir junto... -Podemo, caraí -le respondió. Entonces, padre e hijo, reencontrados en una encrucijada de sangre, se fueron caminando juntos, a la búsqueda de un destino que si no les unió en la vida, podría unirlos en la muerte.

El licenciado Toda su vida fue un niño bien. Hijo único de una familia acomodada, creció -como quien dice- envuelto en seda. Cuando terminó el curso secundario, siguió una licenciatura en Filosofía, y todas las tardes se le veía ir a la Facultad con su figura delicada luciendo el traje de buen corte, y el cuello impecable, y los zapatos lustrosos, y las uñas cuidadas. Sus padres anticipaban para él un destino de prestigio, la captura de un brillo de salón, la autoridad profesoral para hablar de Marcuse, o del dadaísmo, o de la pintura surrealista, o de la música electrónica. Y se recibió. Pero no se lanzó a conquistar la gloria que los padres soñaban. Ordenó cuidadosamente sus libros, y anunció: -Me voy a la frontera. Y fue a la frontera selvática, donde la punta del camino tocaba el nervio sensible del trabajo y del progreso, de la aventura y el peligro, de la ambición, el riesgo, la epopeya del hombre contra la naturaleza. De eso hace cinco años. Y hace unos días lo encontramos por casualidad en Asunción. El figurín espigado había desaparecido. La cara tostada por el sol, las manos callosas, la mirada clara y limpia, de ojos abiertos, del hombre acostumbrado a aceptar los crueles desafíos del miedo. Aquel estudiantillo delicado se había convertido en un recio pionero, que nos contó su historia. Había empezado con un aserradero, y a la fecha estaba montando

una fábrica de pisos de parquet. Realizaba algunas gestiones bancarias y se marchaba. Tenía prisa por irse. Asunción no le atraía. La selva le había ganado. Y cuando se marchaba, tras un corto adiós, le miramos con envidia. En todo horizonte humano hay una frontera que conquistar, invitante y peligrosa. Un medio hostil y pródigo al mismo tiempo, que da mucho de sí, pero exige todo del hombre, de su abnegación, de su espíritu de sacrificio. Él era un privilegiado, porque había entrevisto en su futuro esa invitación y ese desafío. Y había aceptado ambos, marchándose a la frontera, sin más requisito ni pasaporte que un certificado de coraje impreso en la mirada.

Recuerdo de Reyes Pasó hace mucho tiempo. Cuando mis noches de Reyes eran noches de insomnio. Cuando toda la felicidad humana se centraba en la respuesta que recibiría la blanca interrogación de mis zapatos, mojados de luna y rocío, que velaban sobre la ventana. Cuando yo era niño, y sabía que bastaba serlo para creer. Yo creía en los Reyes. Pero en el barrio éramos muchos. Y otros no creían. Como Robertí. Cuando hablábamos, aquella noche del 4 de Enero de un año lejano, de la próxima venida de los Reyes, surgía Robertí como un pequeño demonio de la negación, y riéndose con su boca fea y sus ojos bizcos, atropellaba: -¡Pero qué zonzos son! Lo Reye no hay. Lo Reye son tu papá que te pone en tu zapato mientra vó dormí. Le pedíamos una prueba. Y él nos replicaba que su papá «le había contado todo». Entre otras cosas, que «lo Reye son una macana inventada por lo juguetero para vender». Entonces, yo dudaba un poco, porque lo había dicho un papá, es decir, un ejemplar semidivino (pero no tanto como el mío) que generalmente tiene una respuesta sabia para todas las preguntas. Claro es que en aquella edad no sabía que el amor de los padres, de la misma manera que ponía en sus bocas mentiras dulces, también sabía poner verdades amargas. Que era el caso, hoy lo comprendo, del papá de Robertí, a quien, en el recuerdo, vuelvo a ver desmedrado y flaco, trabajando mucho y ganando poco, sin darse tregua en el trabajo, tanto como lo exigía el pan para sus seis o siete chiquillos enfermizos. Felizmente para mí, formaba parte de aquella «barra» infantil Juan Carlos, que tenía mi misma edad, pero un millón de años de experiencia. Juan Carlos era impecable en todo. Era el mejor jugando al fútbol, pero nunca destrozaba su ropa. En la Escuela cada año se llevaba, con sonrisa señorial, el premio en «aplicación y conducta». Su padre era un

brillante abogado. Y su madre había muerto precisamente un 5 de enero. Sobre esa casualidad triste él solía darme la explicación que a él le había dado su padre: Por eso, la negación que Robertí nos lanzaba al rostro como una pedrada cruel hería con mucha más intensidad a Juan Carlos. Y aquel 4 de Enero, Robertí colmó la medida y tuvo lo suyo. Juan Carlos, para nuestro asombro, perdió su invulnerable compostura, y, como el mejor «moquetero» del barrio, propinó a Robertí la más grande paliza que yo había visto en mi vida. Lo golpeó concienzudamente, casi con saña. Recién ahora comprendo a Juan Carlos, porque comprendo hasta qué punto necesitamos volvernos guerreros para defender lo que creemos, o por lo menos lo que necesitamos creer. El epílogo de aquella pelea fue extraño. Robertí lloró, pero Juan Carlos, un poco ídolo caído ese día, lloró más. Entonces creía yo que por sí mismo. Hoy creo que por Robertí. Hubo después una explicación entre los respectivos padres. Y cuando Juan Carlos tuvo que rendir cuentas al suyo, acudí de testigo. Conté todo al padre de Juan Carlos, y salí pensando después que el papá de mi amigo era bastante raro, porque en vez de «retarle», le abrazó y le dijo: -Mirá, mi hijo. A los que no creen no se les pega. Se les enseña o se les perdona. Y había cuatro lagrimones. Dos en los ojos del hijo, dos en los ojos del padre. Llegó la noche soñada del cinco de enero. Yo había pedido un trencito «con vía y todo», pero recibí, como todos los años, una bolsita de caramelos, que eran dulces, pero me sabían amargos. Salimos después a la calle a intercambiar noticias. Y aquello fue la sensación. A Juan Carlos, el hijo del abogado próspero, los Reyes no le trajeron nada. A Robertí, el hijo del empleaducho en crisis, le trajeron lo que es la suma de todos los sueños, una bicicleta. Y Juan Carlos no estaba triste. Miraba a su papá, y sonreía. Y su papá lo miraba a él, y sonreía también. Irradiaban felicidad. Hoy comprendo la razón. Robertí creía. La mamá de Juan Carlos seguía caminando por los caminos del cielo, detrás de los Reyes Magos.

El perro

Cuando Germán afirmó que se le escapó accidentalmente el tiro, la Policía no tuvo más remedio que creerle. Carlos, el muerto, era su amigo, y nada había en el pasado de los dos capaz de provocar el odio de Germán hasta el punto de dispararle deliberadamente. No amaban a la misma mujer, ni habían hecho testamento mutuo. Las motivaciones clásicas: Venganza, Odio, Interés, Celos, no tenían aplicación en el caso. Se pensó en un disparo accidental y Germán fue absuelto. Era lo que Germán esperaba. Pero no aclaraba sus propias dudas. No odiaba a Carlos como podría odiarse a quien nos hace daño, aunque sí con ese odio doméstico, íntimo, oculto, de quien nos hace sentirnos pequeños y deslucidos, segundones y retraídos en la sombra. La culpa de Carlos fue ser demasiado brillante, y la de Germán la de ser demasiado opaco. Desde niño hasta la edad adulta. Pero eso no genera el propósito de matar -se decía Germán-, sino apenas el deseo de matar, que es inofensivo e irrealizable, como el deseo de ser actor de cine, o de vivir en el siglo XXV, o de tener Estancia en Australia. Ése es un tipo de deseo que, aunque tímidamente, suele asomarse a los bordes de la realidad. Como sucedió con la pistola, la noche aquella en que Carlos vino a mostrársela (la había ganado en una rifa de la Oficina) y Germán se puso a manosearla. «Cuidado, che, que está cargada», le había dicho Carlos, mientras Germán simulaba apuntar a la lámpara, al lomo del diccionario Larousse, al ojo de la cerradura... y al pecho de Carlos, sintiendo que el deseo estaba allí, inocente, e irrealizable, picándole la yema de los dedos sobre el gatillo, tratando de llegar hasta el límite mismo de la realidad, de presionar el metal hasta la anteúltima resistencia del resorte, jugando nada más, con la alegría peligrosa e íntima de acercarse al abismo, de tocar con dedos de niño los calientes bordes del drama. Pero algo pasó. Un gatillo más sensible que los corrientes, cualquier cosa. El tiro salió. Carlos murió instantáneamente. Y absolvieron a Germán. El vecindario dio a Germán la primera noticia sobre el caso de Lobo. El hermoso perro de Carlos había seguido sin ser notado al cortejo fúnebre. Y se había quedado allí, negándose a abandonar los despojos del amo. Llevaba ya treinta días haciendo esa triste guardia, y vivía no se sabía de qué. Germán trató de no dar importancia a aquel último capítulo del drama. Trataba de olvidar poniendo en práctica su teoría de que la voluntad sostenida es capaz de borrar ciertas cosas de la memoria. Y lograba, en cierta forma, cubrir la imagen de Carlos con un velo de intereses inmediatos, trabajando, haciendo más deporte, oyendo música más violenta. Pero no conseguía desplazar la imagen del perro, porque era algo vivo y presente, violando la quietud de una historia que debiera ser de muertos. Una noche casi se sentía satisfecho. También Lobo, flaco y sucio en su guardia sin sentido, se iba esfumando, medio borrado por la esperanza de que se lo habría llevado la

perrera. Con ese sentimiento se asomó a la ventana para contemplar la calle obscura, y en la otra acera la silenciosa casa de Carlos. Un escalofrío recorrió su espinazo. Lobo no estaba en el cementerio, estaba allí, en su propio jardín, acostado, con la gran cabezota triste entre las patas, y mirando directamente SU VENTANA. Cerró la ventana de golpe, y temblando fue a sentarse en la cama. Hubiera querido tomar un trago de alcohol, pero no lo tenía en casa. Se levantó, volvió a asomarse, y ciertamente Lobo no se había movido. Encendió todas las luces de la casa, incluso el farolillo eléctrico del jardín, que iluminó todo, hasta la pelambre reseca de Lobo, y sus costillas asomando bajo la piel, y el brillo impersonal de sus ojos dorados y fijos. Salió al jardín. Lobo no se movió. Recogió una piedra, y al solo ademán de arrojarla Lobo huyó hacia las sombras. No se atrevió a apagar las luces. Las dejó encendidas, y se acostó. Pero no pudo dormir. La ventana estaba cerrada, pero a través de la cortina se destacaba el resplandor del farolito del jardín (¿o de la mirada de Lobo?) y se levantó de nuevo, con temor y con ansia. Descorrió la cortina y miró afuera. Lobo había vuelto, estaba en el mismo sitio, en la misma actitud, con su piel reseca por el barro y el hambre. El torneo entre el hombre y el perro duró días, luego semanas. La historia se repetía como al carbónico. El hombre que trataba de ahuyentar al animal. El animal que se iba, con el rabo entre las piernas. El hombre que volvía a su casa, y Lobo que regresaba a su mansa vigilancia. Sólo un detalle cambiaba. Un detalle que enfermaba de pavor a Germán. Cada noche Lobo cambiaba de emplazamiento. Se acercaba unos centímetros más a la casa, o mejor, a la puerta de entrada. «Ataque cardíaco», certificó el médico cuando la sirvienta que venía todas las mañanas a hacer la limpieza encontró al hombre tirado en el piso, muerto. La policía hizo una investigación de rutina, e interrogó a la vieja señora. No, ella no había notado nada raro. Pero más tarde recordó que, cuando ella entraba, un perro enorme y flaco se escapaba por la ventana. No se reprochó por no haberlo dicho a la Policía. ¿Qué importancia tiene un perro vagabundo que entra a hurtar alimento?

El entierro El acompañamiento fue espectacular. Al frente, la carroza fúnebre, barroca y negra, montada sobre un viejo Buick. Detrás, otra carroza, con esa carga triste de flores que no cantan a la vida, como debe ser, sino acompañan a la muerte, como no habrían querido ser, si las flores pensaran.

El servicio religioso fue largo, punteado por los sollozos de la viuda. Y después condujeron en hombros el catafalco hasta el Panteón familiar. Se iniciaron los discursos. El primero que habló lo hizo en nombre del Partido. Fue íntegro, intransigente con los principios, dio todo y no pidió nada. Podía haber escalado posiciones, pero prefirió la responsabilidad del combatiente... Después, el orador siguiente lo hizo en nombre del gremio. Y fue un ejemplo de conducta y honestidad. Con su talento podía haber acumulado riquezas y fortunas, pero prefirió servir al pobre, de quien sólo aceptaba el honorario de una sonrisa de gratitud... El tercer orador habló en nombre del Club. Quien se iba para siempre era uno de los últimos pioneros del Deporte auténtico, del deporte por el deporte mismo. El Club perdía un hombre irreemplazable, un dirigente de selección, tal vez uno de los últimos idealistas en esta época de materialismo... El siguiente orador representaba a la Academia, a la que el compañero que partía había enriquecido con las luces de su talento, habiendo dejado la herencia inmortal de dos ensayos, un libro de poemas, y una novela aún inédita, que la Academia se aprestaba a editar, como un homenaje al compañero caído, y para honra de la literatura nacional... Otro más agregó que fue esposo amante y padre de familia ejemplar. Y otro que fue un auténtico patriota. Y el último dijo que dejaba con su vida un ejemplo para las generaciones del porvenir... Después, unos sepultureros forzudos incrustaron el ataúd en el nicho. La puerta de hierro chirrió al cerrarse, y también el pobre corazón de la viuda, que lanzó un lamento dolorido y final. Y la gente empezó a alejarse, de a poco, fatigada, leyendo de paso los nombres grabados en las viejas sepulturas. Pero yo no me fui. Quedé solo, acompañando al viento que arrancaba pétalos de las flores marchitas de las coronas, mirando aquella puerta de hierro que se había cerrado, para decirle a mi amigo el discurso que no se dijo, o simplemente la frase que se perdió en aquel matorral de lisonjas vacías, que creció abonada por aquella obscura competencia oratoria. -Fuiste un hombre, Francisco, sencillamente, un hombre. Todos los que hoy estuvieron aquí olvidarán mañana los discursos floridos. Pero yo no olvidaré tu vida claroscuro. Mentira todo. No fuiste un prócer, fuiste mucho más, un hombre. Francisco, un hombre de vida claroscura. Descansa en paz, hermano.

El maniquí La tienda estaba ubicada en una esquina, y su gran portal haciendo ochava. En pie en ese portal estaba ella, menudita, de rostro terso y ojos claros, la boca pequeña, entreabierta en la perenne invitación de un beso... y luciendo cada día sobre su perfecta contextura de yeso

no un vestido, sino una tela distinta, que el arte del decorador hacía caer en elegantes pliegues que no ocultaban la perfección del busto, ni la suave curva del vientre, ni las hermosas piernas. Cuando Marcial pasó por la acera y vio por primera vez el maniquí, casi no le prestó atención. Sin embargo, llevó consigo el brillo suave de aquellos ojos pintados, de mirada fija, pero sin embargo con algo de vida, que le trajeron recuerdos que no estaban en hechos que sucedieron, sino en hechos que alguna vez soñó que sucedieran, y dejaran a su soledad una carga amable de felicidad. Y volvió a pasar al día siguiente. Y esta vez se detuvo, por el imperio de aquellos ojos que tenían un extraño color de azúcar quemada. Comprobó entonces que también aquella frente blanca y suave expresaba algo, y que en la nariz había una gracia soñada, y que la invitación sensual de la boca iba a clavarse profundamente en su ancha nostalgia de solitario, que le llenaba la boca de un sabor agridulce, como si acabara de besar ese cuello perfecto, y en vez de la tibieza vital de la carne hubiera encontrado sólo la fría respuesta del yeso pintado. Durante meses vivió su idilio silencioso. No estaba loco, ni preso de ninguna manía enfermiza. Pero sucedía que el maniquí le había dado un rostro, un cuerpo y hasta una mirada a sus más antiguos sueños. En sus poesías y en sus fantasías solitarias el maniquí vivía, venía a él, viva, palpitante, tímida de amor, tratando de ocultar una pasión que le salía por los ojos brillantes y se encendía en su piel cálida. Y fue feliz de esta manera, con una felicidad oculta, no compartida, apretada siempre contra el pecho, como si fuera una cosa viva y delicada que necesitara en todo momento, para no morir, el calor de su propio corazón. Pero llegó un día de agosto, ventoso y frío. La imaginación del decorador había concebido para ese día una vestimenta blanca, sedosa, que envolvía el cuerpo gracioso como un vestido de novia, y dejaba deslizarse por detrás una larga cola. Marcial se detuvo a contemplarla, con embeleso en la mirada. Esa noche su insomnio se poblaría de imposibles marchas nupciales y de blancas coronas de azahares. Y cuando iba a agradecer mentalmente al decorador su inspiración, llegó la ráfaga de viento, fría, violenta, y totalmente indiferente a todo lo que es ese ancho mundo de doradas verdades que el hombre guarda en su corazón. El viento envolvió al maniquí, pareció tironear del vestido de novia, con furia, con celos amargos, hasta que la figurita amable, rosada y blanca, cayó estrepitosamente... y se rompió. Frente a Marcial se esparcieron las entrañas de su amada. Aserrín reseco y mohoso. Yeso frío. Alambres oxidados. Y vacío, hueco absoluto por debajo de la estructura graciosa y amada. Y se fue tristemente. El viento le había robado un sueño. La vida, auténtica, sin miradas pintadas ni invitaciones engañosas, le había mostrado su verdad.

Dicen que el tendero reconstruyó el maniquí, pero ya no fue el mismo. Marcial tampoco.

El Ángel de la Guarda Su madre se lo había repetido cientos de veces, y él, pobrecito, creyó en él, en el Ángel de la Guarda, como aprendió a creer en Caperucita, Pulgarcito, los Reyes y la Cigüeña que trae a los nenes de París. El Ángel de la Guarda, el suyo, fue una silueta más, dorada y hermosa, flotando en el mundo multicolor de la fantasía. Pero cierto día llegó a la casa un vendedor de cuadros. Y su mamá compró uno para colocarlo en el dormitorio del nene. Representaba justamente el Ángel de la Guarda, alado, sonrosado, de bucles rubios, con larga túnica y rostro perfecto, tan lindo que sólo era eso: ángel. Ni hombre ni mujer, pero ángel y hermoso. En el cuadro había otro niño como él, de cinco años, que corría detrás de una pelota que rodaba al abismo, y el niñito también se encaminaba a él, pero allí estaba el personaje celestial, bello y guardián, que lo detenía al borde de la caída. Contemplando el cuadro, empezó a preguntarse si el suyo, su Ángel de la Guarda, sería tan hermoso como el del cuadro. Preguntó a su madre, y su madre le dijo que sí, que todos los Ángeles de la Guarda eran bellos y puros como aquel otro. Pero quiso comprobarlo, y de su madre se desplazó hacia la fuente de sabiduría mayor que era su padre, el-que-nuncase-equivoca, que estaba leyendo el diario cuando él le preguntó: -Papito... ¿yo puedo ver a mi Ángel de la Guarda? De detrás del diario, rescatado por un momento de las noticias sobre bombardeos en Vietnam, surgió la voz indiferente del padre. -Supongo que sí. -Pero... ¿cómo? El padre dejó de lado el diario. Se había acercado también su madre. Una mirada de auxilio fue de aquél a ésta. -Dice el nene si cómo se hace para ver el Ángel de la Guarda. El nene se mantenía silencioso, esperando la información de la fórmula maravillosa. Pero vio que su mamá se reía solamente, con risa tonta, desconcertada, como cuando se ha guardado el vuelto de las compras y papá se lo reclamaba. Entonces, el papá asumió la responsabilidad.

-Bueno, hijo, es cuestión de tener fe, supongo. Sí, eso, tener fe... digo yo. La madre había encontrado un punto de partida, y agregó: -Y rezarle todas las noches, supongo... -¿Y aparecerá? -Bien... como te dijo papá... si tenés fe... Desde esa noche, por muchas semanas, no se durmió sin antes lanzar una fervorosa oración que él mismo había inventado, y que la decía todo de corrido, aguantando la respiración, porque tenía entendido que la fe era eso, llenarse por dentro de aflicción, de aire de la noche y de esperanza: -Ángel de la Guarda quiero verte y tocar las plumas de tus alas y contarme cómo se siente volando por el cielo y quién enciende las estrellas y de dónde viene el agua de la lluvia y dónde está sentado Dios y cómo hace para ver todo lo que hacemos, y también quiero ver tu cara para ver si sos más lindo que el ángel del cuadro y que me digas que me vas a salvar si me caigo en la piscina en la parte honda donde se bañan los grandes y si yo voy a sentir que es tu mano la que me saca del agua y todo eso para poder verte aunque sea una sola vez. Amén. Y se dormía. Transcurrieron semanas y semanas, y el Ángel soñado no aparecía. -Papito... ¿qué es tener fe? -Este... Mirá, es creer siempre. Eso. Satisfecho de la respuesta, el padre volvió a ocuparse de cortar las uñas de los pies. El nene volvió a la carga con renovados bríos. Creer siempre, había dicho su papá. Y creyó apasionadamente, y rezó con más angustia que nunca. Y aquello sucedió. Despertó en medio de la noche. La alta ventana que daba al remate copudo del mango del patio estaba abierta, y las cortinas se hinchaban suavemente. Lo primero que pensó fue que su madre había olvidado cerrarla después de darle las buenas noches. Pero de pronto adivinó como un resplandor dorado al pie de su cama. Fijó la vista, y allí estaba él, o ella. El Ángel de la Guarda, el suyo, las grandes alas como de plata lustrada, plegadas detrás de los hombros, como una capa de cielo líquido. Los cabellos rubios, caídos sobre los hombros, la mirada azul y una sonrisa tan buena como sólo se la puede ver en el cielo. -Aquí estoy... Quedó mudo de asombro y de susto. Entonces, el Ángel le acarició la frente, y ya no sintió miedo. E hizo todas las preguntas, y el Ángel le contó cómo era el cielo, y qué era la

lluvia, y que Dios era medio cascarrabias, como un abuelo, pero como un abuelo de gran corazón. Entonces él le pidió que volviera todas las noches, pero el Ángel le dijo que no podía, que había venido por él como una excepción singular, pero de todos modos siempre estaría con él, para cuidarlo de todos los males, de rescatarle de todas las tristezas. Finalmente, le dijo dulcemente: -Y ahora, a dormir. Cerró los ojos. Sintió que dedos como pétalos tibios de vida se posaban sobre sus párpados. Iba durmiendo dulcemente, pero aún revoloteó en la mejilla un contacto como de miel destilada en los jardines del Arco Iris, un beso realmente venido del cielo. A la mañana siguiente, en la mesa del desayuno, lanzó la noticia: -Papá, anoche vino mi Ángel de la Guarda, y conversamos. La madre, que batía el tazón de Toddy, detuvo bruscamente el movimiento circular. El padre, que bebía su café con leche mientras leía el diario apoyado en la cafetera, levantó la cabeza. -¿Qué dijiste, hijo? -Que anoche vino mi Ángel de la Guarda y conversamos. Miró a papá y mamá esperando la explosión de alegría, al fin de cuentas habían tenido razón. Ellos habían dicho: tener fe y rezar. Pues bien había dado resultado. Pero se desconcertó. En las miradas de aquellos seres superiores no había felicidad, sino otra cosa, debajo de ceños arrugados. -Querrás decir... que lo viste en sueños, hijo. -No, desperté y estaba ahí. Había entrado por la ventana. Conversamos. -Pero si yo cerré la ventana... -Él la abrió, mamá. Estaba sentado en mi cama. Y cuando se fue, me besó. Aquí -y señalaba la mejilla que aún conservaba un breve rastro de miel celeste. -Mirá, hijo, esas cosas no pueden su... Una rápida mirada de la madre cortó aquella frase paterna. Y sorprendió una seña imperceptible, como cuando se llaman aparte para decir cosas misteriosas que él no podía oír. Y se fueron a cuchichear a la sala, dejándole a él, de paso, una sensación de tristeza y de fracaso. Le habían dado ayuda para llamar al Ángel. Aquello resultó, pero algo andaba mal. ¿Qué?

Por la noche, después de regresar del trabajo, el padre le llamó aparte. Y lo sentó en sus rodillas, y empezó con el «vamos a hablar de hombre a hombre» que usaba cuando él se había portado mal. -Mirá, hijo, vos sabes que en tu cabecita hay eso que se llama cerebro. Sirve para pensar, y para ver, y para oír. Es... como una máquina que no falla nunca, ¿sabés? Bueno, a veces falla también, no porque seamos malos, sino porque queremos que las cosas sucedan a nuestro gusto. Entonces el pobre cerebro se confunde. Y vemos lo que no existe y oímos sonidos que no vienen de ninguna parte, sino de nuestras ganas. Eso es lo que se llama fantasía. Eso fue lo que pasó anoche, hijo. No viste nada, creíste ver. -Pero papá, yo le vi, estaba allí. -No. Es fantasía, como soñar despierto. -Pero vos y mamá me dijeron que si tenía fe... -Sí, es cierto, pero... ¡era fantasía! -Papá, estaba allí. Entró por la ventana abierta. Y conversamos, y me dijo que me iba a proteger, como al nene del cuadro, ese que va a caer en la zanja obscura... -Mirá que la mentira es pecado, ¿eh? -No es mentira, papá, estaba allí. Entró por la ventana. Y me dijo que Dios era como un abuelo... Se interrumpió en su explicación. No se había dado cuenta que su mamá estaba escuchando. Reveló su presencia con un sollozo, y con su rápida carrera hacia la cocina. A la mañana siguiente papá no fue al trabajo. Lo bañaron y lo vistieron y lo llevaron al centro, a un edificio blanco, rodeado de jardines. Una enfermera los atendió, y les dijo que esperaran. El nene pensó que aquello era un Hospital, y que tal vez abuelita estaba enferma, y venían a visitarla, como el año anterior cuando él se comió todas las manzanas que estaban sobre la mesita de luz. Después siguieron a la enfermera, y entraron a un gabinete lleno de libros, y con un escritorio y un diván. Abuelita no estaba allí, sino un señor de ojos cansados y cabeza calva, con un guardapolvos blanco, y en el bolsillo superior media docena de lápices de colores. El hombre conversó a media voz con su padre, y después les pidió a ambos que esperaran afuera, y él se quedó solo con aquel señor con cara de pájaro. -Siéntate ahí... Se sentó en el borde del diván. -Y ahora, caballerito, contame eso del Ángel de la Guarda.

Tenía un cuaderno de apuntes sobre las rodillas, y un lápiz. Le contó todo. Y el señor escribía todo. Después de la historia, le hizo infinidad de preguntas tontas. Si cuantos dedos tenía en la mano, o si odiaba a su papá porque se encerraba con mamá para acostarse. Si cuando mamá le bañaba, no tenía vergüenza de que ella le viera el pajarito, o si se lo tocaba cuando nadie miraba. Si le gustaba más jugar con las nenas o con los nenes. Y finalmente, si el Ángel de la Guarda que vino a verlo no tenía grandes pechos, como si estuvieran llenos de leche. Sintió miedo y vergüenza, a pesar del falso tono de juego que usaba al hablar aquel hombre con cara de pájaro. Y se dolió por el Ángel, que debería estar por allí cerca, y estaría oyendo aquella grosería de los pechos con leche. Se puso a llorar y llamó a su padre. El hombre abrió la puerta y dio paso a los dos. Susurró algo y su padre se lo llevó afuera, donde le hizo sentar en un banco, y su padre y su madre se encerraron con aquel desagradable personaje. Pero la puerta quedó entreabierta, y él escuchó palabras incomprensibles... paranoia precoz... cierta forma de mentalidad esquizoide... alucinaciones visuales y auditivas... medio ambiente familiar, alimentación involuntaria de potencias míticas deformantes de la personalidad... palabras desconocidas, como el ruido amedrentador del viento tormentoso arañando la ventana... Volvieron a casa. Vio subir a mamá al dormitorio, y volver con el cuadro aquel del Ángel de la Guarda. ¿Por qué se lo quitaban? También dejó de ir al Kindergarten, y en vez de eso iba tres veces por semana a visitar al hombre con cara de pájaro, que le revolvía la mente y los recuerdos una y otra vez, siempre sobre lo mismo, hasta que fue capitulando de a poco, como si aquella cabeza de pájaro se le metiera adentro, y fuera picoteando su recuerdo, pero no se defendía, porque estaba adormecido por aquellas pastillas blancas que le daba su mamá antes de ir al Hospital, y fue cediendo más y más, hasta admitir con el corazón vacío de confianza que papá y mamá no eran infalibles, que aquello de la fe era... ¿cómo había dicho su padre? Fantasía. Y finalmente, el Ángel de la Guarda fue aquella otra palabra difícil, pero que le provocaba un respetuoso temor. ¿Alucinación? Eso. Cosas que no son, pero parecen ser. Vio que en su casa reinaba la alegría, y que él debía compartirla, pero no podía. Está bien, los grandes siempre tienen razón. Pero adentro, allí donde su cuerpo se llenaba de aire de la noche para tener fe, sentía ahora un vacío.

Papá y mamá Eduardo, el hijo mayor, se había casado un año antes. Y quedó Rubí, la hermanita menor. Aun ausente Eduardo, que había ido a trabajar a Curitiba, la casa no parecía tan vacía, porque la juventud de Rubí y las cartas de Eduardo, mantenían a flote la vieja alegría familiar. Hasta que Rubí tuvo festejante. Un joven estudiante de Ciencias Contables que al principio se detuvo cauteloso en las fronteras del zaguán. Y tres meses después había avanzado hasta la sala, de la cual Rubí, con infinita sabiduría femenina, desterró al

Televisor, el enemigo número uno de la charla... y de los proyectos que surgen de las charlas. Finalmente, el muchacho «pidió la casa», colocándose voluntariamente en la cúspide del tobogán que lleva hasta el matrimonio. Y dos años después se casaron. Y Rubí también se fue. Y la casa, que fue casa de voces y de movimiento, de repente se convirtió en una casa de retratos silenciosos y sonrientes. Pero la sonrisa de los retratos no cura la soledad de los viejos, sino la alimenta de nostalgias, porque son risas sin sonidos, alegrías fijas en la cartulina que no se traducen en pasos que corren presurosos, en espera de una llamada telefónica, en la locura del tocadiscos que vibra de angustia con los aullidos de los Rolling Stones. De repente la casa fue demasiado grande. El televisor volvió a la sala, pero para quedar mudo y ciego. El fantasma de la soledad caminaba por los cuartos arrastrando suaves zapatillas de felpa que producían una música de tristeza. Mamá, como queriendo retener el tiempo, limpiaba todos los días el cuarto de Eduardo y el cuarto de la nena. Los libros en orden, los banderines desempolvados, las copas relucientes como recién ganadas, la cama hecha, como esperando que en cualquier momento él o ella vinieran a arrojarse sobre la frescura sedante de las sábanas almidonadas, como antes. La mesa del comedor resultó demasiado grande, pero no la cambiaron. Ni quitaban las sillas, porque papá y mamá concebían obscuramente que la nostalgia era otro comensal más, y no era cortés quitarle el sitio. El padre, que solía ir con Eduardo al fútbol, perdió las ganas, y se convirtió en «hincha por radio». Engordó y no le importaba, pensando que si ya no estaba Eduardo no había razón para mantener la línea, y demostrarle que era el papá, también en la pulseada. Los cabellos de mamá empezaron a ser grises y secos. Ya lo habían sido cuando Rubí era soltera, pero entonces iban juntas a la peluquería, y Rubí volvía más rozagante y linda, y mamá menos madura y «conservada». Pero ya no estaba Rubí, los números de «Burda», que en un tiempo fueron la Biblia de mamá y Rubí, murieron de viejos en estantes olvidados. Mamá también engordó. Y murió su coquetería de esposa para ser reemplazada por la dejadez de la madre y el desgarbo de la suegra. Papá ya no tuvo el hijo mozo con quien competir en virilidad. Mamá ya no tenía la hija sofisticada a quien imitar en juventud. La casa vio a mamá andar en viejas zapatillas. Papá tiró por la borda el pudor de cuando estaba Rubí, y sustituyó el pijama por los calzoncillos como ropa de entrecasa. Y sucedió una noche cualquiera. Papá y mamá estaban ya acostados. Hacía calor, pero por la ventana abierta entraba un trozo de luz de luna, como empujada por una brisa fresca. Los dedos de papá jugueteaban con los cabellos de mamá, haciendo y deshaciendo rulitos inacabables. Después los dedos bajaron a revolver la pelusa suave de la nuca. Ella se

encogió, riendo a medias, acusando la cosquilla. Entonces, como desde el tiempo inmemorial de la primera noche, él la besó en el lóbulo de la oreja. Mamá se estremeció, riendo, y él la hizo girar, y la besó en la comisura de la boca, y en los párpados y lanzó la mil veces repetida pregunta: -¿Quieres...? -No, viejo, estoy tan... tan cansada. Giró de nuevo, le dio la espalda, y se durmió. Papá suspiró sin rebeldías, giró, le dio la espalda y durmió. Algo como una sombra enturbió la luz de la luna. Algo como un suspiro agonizante entró por la ventana y desplazó el aire fresco. Sobre la sábana almidonada de la cama, un blanco mar de algodón por donde había navegado el barquito resplandeciente del amor, se produjo una arruga como una ola enorme, y el barquito naufragó sin pena ni gloria. Desde entonces, en aquella casa fueron tres, mamá, papá... y la vejez.

El fantasma Cuando me mudé a este viejo caserón «...de añejos tiempos y de sólidos sillares...», me dijeron que tenía un fantasma. Lo que no me preocupó mucho, pues, aunque soy imaginativo, siempre pensé que algo incorpóreo no puede hacer mucho daño, abstracción hecha del susto. Pero ya veremos qué pasa. Hace tres noches que duermo en el dormitorio más grande. Y no he sentido la presencia del fantasma, cuya historia conozco. Dicen que es el alma en pena de una joven. En 1865 el novio partía al frente. Ella prometió esperarlo, EN ESTA CASA, y el novio nunca volvió. Asunción fue ocupada por tropas brasileñas, y al parecer, una noche, ella se suicidó antes de ser ultrajada. Así de simple y dulzona, la historia de «mi» fantasma que... Debí dejar de escribir. Oí un ruido, como de pies muy leves cruzando la sala. Acabo de entreabrir la puerta... y la vi. Cruzó la gran habitación, y fue a sentarse en el sillón de cuero negro, de recto respaldo eclesiástico, que está cerca de la ventana. Miraba hacia afuera, hacia ese esbozo de paisaje que tal vez hace un siglo fuera un camino abierto en el jardín, pero ahora no es más que un callejón mal adoquinado. Todo en su actitud revelaba blanda, mansa espera. Ninguna impaciencia. Así debe sentirse uno luego de esperar un siglo. Sigo escribiendo. Debe estar todavía allí. Que espere en paz. Yo me voy a dormir. Sucedió anoche. «Mi fantasma» lloraba. O al menos eso pensé cuando desperté con una inquietud rara en el corazón. Me despertó su llanto, o el gemido del viento en los corredores. Pero tuve que levantarme y salir a la sala.

No estaba allí. Pero su llanto sí, un sonido triste que se iba alejando, como si ella fuera caminando a lo largo de la calle, al encuentro imposible de ese amor esperado, pero sabiendo de antemano que iba al encuentro de una ausencia. Leo el párrafo anterior. Estaba buscando una frase poética para rematarlo, cuando golpearon mi puerta. Delicadamente, con infinita educación, con timidez femenina. Nunca pensé que los fantasmas golpearan las puertas con tan fina discreción. Se deslizan en los corredores desiertos, vaporosos y huidizos, se pierden bajo la sombra de tinta china de la arboleda obscura. Pero no golpean las puertas. Así que no me asusté cuando esos nudillos delicados hicieron sonar tímidamente la madera. Pensé en una visita y la abrí, y se me erizaron los cabellos desde la raíz hasta la punta. Allí estaba ella, luciendo un vestido sencillo, largo hasta los pies, con su actitud humilde y señorial al mismo tiempo, con las manos unidas, y los ojos bajos, tal como corresponde a una doncella en presencia de un caballero mayor que ella, y soltero por añadiduría. No estuve a la altura de las circunstancias. Y me condeno por lo que hice, pues, como el más vulgar y tosco de los hombres, le cerré las puertas en las narices, tan asustado estaba. No aparece desde hace tres días. Estará ofendida. Le debo una disculpa. Hecha de vapores tristes, de esperanzas y de sufrimiento, o de carne y hueso, es una dama. Le debo una reparación. Ojalá reaparezca. Me he prometido a mí mismo, si no no asustarme, por lo menos, no demostrarlo. Ha pasado una semana. Es cerca de medianoche. Y no aparece. Salgo a buscarla. Padre nuestro que estás en lo cielos... La vi. Estaba en el jardín, sentada sobre un banco de hierro oxidado y maderas deshechas. Tal vez en ese mismo banco se despidieron hace mucho tiempo. Me fui acercando sobre estas dos piernas que alguna vez fueron de un pasable futbolista, pero que entonces temblaban como dos retoños de caña. Giró la cabeza y me miró. Que el lector me perdone por este absurdo, pero jamás vi tanta vida contenida en dos ojos que deberían estar muertos. Llamada, súplica ansiosa, una desesperada ansiedad de expresar algo brillaban en esos ojos, dejándome con la garganta seca. Se levantó, y me tendió la mano, como si me quisiera conducir a alguna parte. Lo confieso con profunda vergüenza: salí disparado y me encerré en mi dormitorio. Estuve leyendo todo lo escrito. Y me detuve en este párrafo: «...como si me quisiera conducir a alguna parte». Soy un cínico, lo confieso. Estoy empezando a concebir ese «alguna parte» con el emplazamiento de un tesoro enterrado. Al menos eso es lo que la tradición dice. Que los fantasmas no reposan hasta legar a manos vivas sus viejos caudales. Debería tener más vergüenza, pero la realidad es que la codicia excita mis sentidos. Lo que no está del todo mal. Será un intercambio: un ánfora llena de útiles monedas de oro, a cambio de la paz eterna. Será un buen negocio para «mi fantasma». Y para mí, claro está.

La busqué y la encontré. Eso sucedió hace quince días. Estaba en el mismo sitio. En el mismo banco. Esa vez tuve más coraje, o menos miedo, o más codicia. Cuando me tendió la mano, hice lo mismo con la mía y caminé hacia ella, rezando mentalmente sin auto-vergüenza alguna. Y me tomó de la mano. Y no era una mano con la frialdad de la muerte, sino viva, tibia, mano de novia que esperó cien años y durante cien años acumuló caricias en cada uno de sus poros. Tiró suavemente de mí y me llevó a los fondos. Bajamos por una escalera que llevaba a los sótanos, cuya existencia yo no conocía, recorrimos un estrecho corredor hasta llegar a una pared que lo limitaba, y cuando pensé que iba a atravesar la pared dejándome solo, se detuvo, y señaló el piso. Una gran losa se dibujaba nítidamente, y en el centro, una herrumbrada argolla de hierro. Comprendí, allí estaba el entierro. Durante dos horas trabajé como un loco, tironeando con uno y otro sentido la pesada piedra. Ella sentada cerca, con el rostro hermoso graciosamente apoyado en las manos, en actitud de damita fina que ve trabajar a un esclavo, me contemplaba. Por fin, la piedra salió de su emplazamiento. Hice un esfuerzo supremo, y quedó al descubierto la abertura. Pero no había allí un cántaro añoso, sino una larga cadenilla de oro, con un medallón. Levanté aquello, abrí el medallón, desde la profundidad de su heroísmo me sonrió el retrato del barbudo y gallardo Oficial del Mariscal López. Se lo ofrecí a ella. También las manos de los fantasmas tiemblan de emoción. Lo juro. Apretó el retrato contra su pecho, y se fue despacito, flotando en actitud de rezo, y esta vez sí atravesó la pared, con su medallón acunado en la tibieza del encuentro. Se habían reunido por fin. Dondequiera que estén son felices. Pero yo no. No aparece más, se fue definitivamente. Y no puedo evitar el sentirme un poco celoso. Además, aunque cavé tres metros en aquel sitio no había nada. Parece que los brasileros se me adelantaron. En Fin.

Microcuentos Genealogía Una raza más agresiva de monos expulsó de los árboles a otra raza más pacífica y conformista. La Tribu vencida se exilió de la arboleda y fue a instalarse en la llana tierra. Pero allí el pastizal era alto y tupido, y para verse unos a otros y para observar el peligro, los monos derrotados tuvieron que aprender a andar erguidos, sobre dos patas. Y fue así que sin proponérselo, los conquistadores de los árboles, partiendo del pariente más infeliz, inventaron al Hombre, que se vengaría conquistando al Mundo.

Fúnebre Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un panteón.

Comienzo De pronto cayó en la cuenta de que era inteligente. Hizo de la caverna un hogar. Fabricó herramientas, aprendió a encender y conservar el fuego e inventó las armas. Se sintió orgullosamente superior a toda criatura viviente sobre la faz de la tierra, y necesitó una medida de su propia importancia. Entonces, creó a Dios a su imagen y semejanza.

Mestizaje El conquistador español tomó para sí a una joven india y tuvieron un hijo. Otros conquistadores lo imitaron y hubo muchos españoles con muchas mujeres indias. El mestizaje perfecto, con el varón de una estirpe y la mujer de otra. La dama española veía pasar al indio gallardo, desnudo y elástico, y suspiraba. Lo demasiado perfecto, deja de serlo.

En el origen El fruto que había arrancado tenía sabroso aspecto, pero la cáscara era dura. Entonces, en la mente elemental surgió una idea: podía golpear el fruto con una piedra y romper la envoltura. Así lo hizo con éxito, e inventó de esta manera la primera herramienta: el martillo. Contento, fue a buscar otro fruto. Lo halló y al repetir la operación se aplastó el dedo. Entonces, inventó la primera palabrota.

Dentro de 20 años El muchachito de aspecto saludable y vigoroso montaba una bruñida bicicleta. Pasó pedaleando raudamente junto a un lustrabotas descalzo y flaco que inopinadamente arrojó un palo entre los rayos de las ruedas que produjeron un ominoso ruido de metales rotos. El ciclista se detuvo y con enojo se dispuso a castigar al malhechor. El lustrabotas esgrimió amenazante su cajón, como porra y escudo al mismo tiempo. Un señor que pasaba los separó. La pelea no empezó, pero tampoco terminó. Simplemente estaba postergada.

La diferencia El perro lustroso y bien comido contempló a través de las rejas de la mansión al perrillo sin nombre y con pulgas que pasaba trotando con sus costillas a flor de piel. El perro de la mansión era de raza seleccionada. El perrillo era de todas y de ninguna. Y entre los dos perros había una gran diferencia: las rejas.

El vencedor El poderoso Doberman atacó al raquítico perrito callejero y lo dejó maltrecho y sangrante. No lo mató porque apareció el dueño, le colocó el dogal y la cadena, y se lo llevó para atarlo al poste de siempre. Allí cautivo, el Doberman sentía en la boca el gusto de la sangre, y era amargo. El perrito se arrastró hasta el arroyo, dejó que el agua lavara sus heridas, y bebió. Y el agua era dulce, porque tenía el gusto de la libertad.

La pandorga La pandorga quedó preciosa. Los «palitos» de tacuara pulidos y rectos. El armazón redondo y equilibrado. Las «tajaditas cortadas» azules y rojas, perfectas y minuciosamente pegadas. Las largas «piriritas» amarillas rodeaban a la pandorga como una cabellera rumorosa de viento y rubia de sol. Y finalmente, los «barbijos» simétricos, milimétricos, matemáticos. Era toda una pandorga hecha para conquistar todos los cielos y las alturas más azules. Una obra de arte volandera que el padre fabricaba para la admiración del hijo. Salieron a la calle llenos de gozo para asistir al vuelo inaugural de ese nuevo astro de tacuaras y papel de seda. El padre esperó viento, que sopló, tironeó de la pandorga y el padre dio hilo permitiendo que se elevara con un rumor de alegría sedosa. Vino otra ráfaga, y la pandorga la escaló victoriosa, sacudiendo su melena dorada. Ya se hacía pequeña en la altura, cuando de pronto sobrevino el fin del mundo. Aflojó el empuje del viento, que quedó calmo, y luego sopló en ángulo distinto. La armonía se rompió, los barbijos enloquecieron, la larga cola se agitaba buscando apoyo en el viento que había dado la espalda, y de pronto, una ráfaga inesperada, impetuosa, salvaje, y la pandorga cabeza abajo que cae trazando un itinerario de meteoro que se estrella estrepitosamente, con un rasguido de palitos y seda rotos, en los hilos eléctricos. Y allí queda, irremediablemente prisionera. El niño mira al padre, pensando que aquel hacedor de estrellas no es tal genio ni tan infalible como creía.

El patito feo

El patito feo, después de tanto sufrir, se miró en el espejo de las aguas y se vio convertido en un bello cisne. El hijo del granjero gritaba alborozado que tenían el más hermoso cisne de los contornos. Orgulloso, el expatito feo pensó que sus problemas terminaban. Pero no era así, pues vino el granjero, lo miró ceñudo, murmuró que los cisnes no se comen, y lo echó a patadas del estanque.

Círculo vicioso Ella era rica. Él era pobre. Se enamoraron. El padre de ella, oligarca y plutócrata, dijo que no. La mamá de él, humilde y ambiciosa, dijo que sí. Por ambos lados opinaron los parientes, aconsejaron los amigos, sentenciaron los viejos y tomaron banderas los jóvenes. Por dos años permanecieron firmes en su amor, y sucedieron cosas. El padre de ella perdió su fortuna y la madre de él ganó la lotería. Ellos siguen amándose, pero la madre de él dice que no, y el padre de ella que sí, y los parientes opinan y los amigos aconsejan, los viejos sentencian y los jóvenes toman banderas.

El círculo Cuando tenía 6 años, fue preso, denunciado por hurtar caramelos. A lo largo de su vida volvió a ir preso por distintas razones. Llevó serenatas sin permiso, conspiró, hizo una que otra estafa, pegó a su mujer y peleó con el vecino. También estuvo preso por «escándalo en la vía pública» y por insultar a la autoridad. La última vez que estuvo preso, era ya un anciano de 85 años, denunciado por hurtar caramelos.

Policial La hija del ladrón se enamoró del policía, y fue correspondida. Pero el policía tuvo que arrestar al ladrón. Entonces la hija fue a suplicar a su amado por la libertad de su padre, pero el policía tenía en su despacho un cartelito que decía: «El Deber Ante Todo». Al final, todo resultó bien, porque como era su deber, dejó preso al ladrón, y como era su deber, se casó con la hija para no dejarla desamparada.

Secreto Tenía 18 años y los lucía como si fueran kilates. Vestía con elegancia y distinción, siempre lo de última moda y lo más caro, a pesar de no ser rica. Sus amigas le preguntaban su método, pero ella callaba, porque sencillamente había descubierto que para vestir bien, el secreto era desvestirse bien.

El hijo Pecaron. Vino un hijo que ella quiso y él no. «Es tu problema», le dijo, y desapareció. El chico creció, y al aprender a hablar aprendió a preguntar. «¿Dónde está mi papá?» Ella le contestaba que se había ido a un largo viaje, y al decirlo, se preguntaba a sí misma a qué distancia queda el desprecio.

Mujer... Él amaba a su gato y ella adoraba a su canario. Un día, el gato se comió al canario y ella estuvo inconsolable. Él fue a la tienda de animales y le trajo un nuevo canario, más hermoso y más cantor que el anterior. Ella devolvió a la tienda de animales el canario y lo cambió por un perro.

Tragedia Su esposa salió de compras con el auto y tuvo un accidente, del cual le informó telefónicamente un amigo. Al escuchar la noticia sintió un desfallecimiento de pánico, una sensación de pérdida, una predestinación de tragedia irreparable, y con voz temblorosa, le preguntó al amigo: «¿Qué le paso al auto?»...

El jardinero Él tenía 55 años y ella 20. Ella quiso diseñar un nuevo jardín y el esposo consintió. Se dividieron el trabajo y mientras él compraba las semillas, ella contrató al jardinero. Las rosas florecen y resplandecen. Y ella, más.

Defensa La viuda joven y la divorciada hermosa iban siempre juntas, pero no eran amigas, sino aliadas, como soldados de infantería que se ponen espalda contra espalda para combatir mejor.

Sexo y H. P.

Él manejaba un traqueteante 2 CV. Ella lo pasó como una centella al volante del Alfa Romeo Super Sport. Él no tuvo más remedio que sentirse menos masculino, pero se consoló en lo menos femenina que era la chica al volante de aquella bestia mecánica. Y al final, dedujo filosóficamente que la igualdad de sexos también puede ser una cuestión de H. P.

Amor y celos Fue el primer amor, y como siempre sucede, ella se casó con otro, y él permaneció soltero, un poco por desengaño y otro poco por comodidad. Ella tuvo una hija que era su vivo retrato. Él, maduro ya, conoció a la hija de su antiguo amor, y la amó como había amado a la madre, y la muchacha amó al galán maduro como no lo había amado su madre. La madre siente unos celos ardientes, pero todavía no está segura de quién.

Locuras La loca me miró a través de las rejas y sonrió. Era joven y hermosa y soñé con hacer mía a aquella mujer después de rescatarla de la obscuridad. Volví una y otra vez, pero el médico me dijo: «Es incurable». La miraba y me dolía su hermosura y su sonrisa de niña confiada. Mi sueño de curarla y tenerla se hizo trizas, pues ella nunca sería cuerda. Sin embargo, ahora somos felices. Yo me volví loco, estamos juntos.

¿Vivir...? Carlos murió a los 76 años. A los 20 había entrado a trabajar de dependiente en un gran almacén, y se jubiló a los 50. Joven aún, volvió a emplearse en otro almacén, y se jubiló a los 75, muriendo un año después, casi sin gozar de su doble jubilación. Por su parte, Raúl murió a los 32 años. A los 15 se había fugado de su hogar y viajó como ayudante de cocinero en un barco de ultramar. Fue mozo en París, músico en Atenas, soldado en África, croupier en Montecarlo y gondolero en Venecia. Cuando tenía 32 años, lo mató un marinero celoso. Carlos vivió mucho, pero vivió poco. Raúl vivió poco, pero vivió mucho.

Ministro Se pasaba murmurando «Si yo fuera Ministro». Y un buen día lo fue. Le abrumaron los problemas, tanto que olvidó las fórmulas milagrosas que pensaba cuando quería ser Ministro. Entonces salió a la calle, y encarándose con un ciudadano con aire de infeliz, le preguntó: «¿Qué haría usted si fuera Ministro?»

50 años Cuando cumplió 50 años, decidió celebrarlo con los amigos de cuando tenía 25. Eduardo, el bailarín incansable; Federico, el seductor; Arsenio, el infatigable contador de chistes; Juan Carlos, el prodigioso bebedor de cerveza. La idea era rememorar tiempos felices y vinieron todos, pero los recuerdos habían ido quedando a pedazos en el itinerario de los años. Además, el bailarín tenía reuma, y el seductor miraba su reloj con angustia, deseoso de irse a casa, y el contador de chistes se los había olvidado todos, enterrada su alegría bajo los escombros de una jubilación mísera, y el bebedor de cerveza sólo tomaba Coca Cola, por su hígado. Cuando se fueron todos, se dijo desconsolado: «Los 50 años no se cumplen. Se nos vienen encima».

Diferencia El viejecito estaba sentado en un banco de la plaza. La viejecita en otro. Pasó una jovencita y el viejecito la miró con lujuria. Pasó un jovencito y la viejecita lo miró con ternura. El viejecito soñaba con volver a ser joven, para Vivir. La viejecita estaba contenta de seguir siendo abuela, antes de Morir.

Castigo Cuando era niño, cazaba pajaritos con un rifle de aire comprimido. La carne casi inmaterial de los canarios y gorriones se desgarraba al impacto de sus municiones. Plumajes azules, verdes, amarillos, rojos, se manchaban con el púrpura de la sangre. Creció, se hizo hombre y ya no mataba pajarillos sino jabalíes asustados, tapires bonachones, tigres acosados, venados que aun en la muerte tenían en los ojos el pánico y la angustia. Llegó a viejo y murió. En el Infierno inventaron un castigo nuevo para él: pasear por un bosque encantado, iluminado de trinos y lleno de piezas de caza. Y él iba desarmado.

Historia Cuando él era niño, su madre enviudó y se casó de nuevo. Su padrastro quería tener familia suya, y lo enviaron a vivir con una tía. Apretó los labios y no se quejó. Se hizo hombre y castigó a su madre en todas las mujeres. No amó a ninguna y usó a todas. Cuando necesitaba compañía femenina, la pagaba. Pagaba a sus amantes, a sus enfermeras, a sus compañeras de excursión, a la que le cuidaba la ropa y a la que limpiaba su departamento. Murió viejo y solo, y en la soledad del gran dormitorio, cuando sentía que se hundía en

aquella nada sin nombre, tendió las manos y susurró el llamado tierno y desesperado que postergó desde siempre: ¡Mamá!

Frustración Su manía eran los velorios. Gustaba del morboso placer de dar las condolencias. Envidiaba el dolor de los parientes y hasta la triste majestad del cadáver yacente entre maderos lustrosos y raso. Vivía soñando en su propio velorio como el pobre sueña en su casita propia, y se pasaba horas de insomnio imaginando su ataúd, la montaña de coronas y las frases patéticas estampadas en el álbum a la luz de los cirios. Tanto esperó que al fin se cumplió el sueño de su vida: morir. Pero al único velorio al que no pudo asistir fue al suyo, porque murió ahogado y se lo llevó el río.

La vida continúa Llevaba ocho días de enterrado. Al noveno, su viuda se decidió a abrir las ventanas de la casa y entró el sol con un brillo casi irreverente. Por la tarde ella se miró al espejo, se vio pálida y se permitió un toquecito de maquillaje. Un poco después su hija regresó del Colegio, puso un disco en el combinado y la música sacó como a empujones a la tristeza que había estado fermentando en la obscuridad de la casa cerrada. Más tarde sonó el teléfono y el hijo atendió la llamada de una chica, y hubo risas. El olvido había empezado.

Suceso Inmensa pena causó en diversos círculos la muerte de aquel ciudadano de excepción. El Comercio, la Industria, el Deporte y la Cultura rindieron banderas enlutadas. Los diarios le dedicaron sentidos artículos necrológicos, y uno de ellos expresó que la Patria inclinaba la testa, entristecida por la pérdida. Sin embargo, poquísima gente fue al entierro. Llovió.

Encuentro Volví a ver a mi primer amor. Me regaló la sombra de una sonrisa y se fue del brazo de su esposo. Le devolví su esbozo de sonrisa y me fui del brazo de mi esposa. Pero las dos sonrisas quedaron allí, se tomaron de la mano y se fueron caminando por las calles de la nostalgia.

Extremos El nieto y el abuelo, sentados en el verde césped, veían pasar el tren, como de juguete, allá en el fondo del valle. El abuelo, que había venido de muchas partes y estaba llegando a destino, se preguntaba: «¿De dónde vendrá?» El nieto, que aún tenía que andar todos los caminos, se preguntaba: «¿Adónde irá?»

Hombre feliz Volvieron los mensajeros e informaron al Rey que el hombre feliz no tenía camisa. Entonces el Rey firmó un Decreto prohibiendo a todos los hombres del reino que usaran camisa. Pero en vez de una epidemia de felicidad hubo otra de pulmonía. Furioso, el Rey hizo ahorcar a los mensajeros por mentirosos.

El fin del mundo Todos los observatorios astronómicos del mundo, los científicos y las computadoras, confirmaron que el fin del mundo ocurriría dentro de cien años. Cada habitante del planeta suspiró de alivio porque no vería el cataclismo. Y en realidad, ese día, cien años antes, empezó el fin del mundo.

El río Cuando iba río arriba, divisé desde el barco el ranchito que se alzaba en la costa. Una mujer lavaba ropa, dos chiquillos jugaban en la playita, y el hombre pescaba la comida del día. Tiempo después, regresando río abajo, vi que las aguas habían crecido y del ranchito apenas se veía el techo pajizo. Los cuatro se habían marchado a empezar de nuevo. Y entonces pensé que el río es como la vida: nos alimenta de a poco, y nos come de golpe.

49 años Cuando cumplí cuarenta y nueve años, miré un álbum y encontré un retrato de mi padre, que murió a los 42. Absurdo y real, allí estaba mi padre, más joven que yo, destruyendo una relación que creía eterna. Entonces me di cuenta que me acababa de recibir de viejo.

Nicanor

Nicanor no sabía qué hacer. Campesino bueno como era, tenía ideas simples y rectas. Y se enfrentaba a un problema, común a muchísimos campesinos como él, encarados de pronto, demasiado rápido para su gusto, a las nuevas exigencias del progreso. El camino, que ahora pasaba por su rancho y su capuera, lo había trastornado todo. Desde siempre aquello fue una carretera arenosa y desierta. Ahora era camino, con asfalto, y con un tránsito veloz y rugiente. Como hombre de trabajo, Nicanor se alegró en cierto modo. Vendió la carreta cansina y la yunta de bueyes, con alguna tristeza, porque se había encariñado con «Número» y «Letra», como había bautizado a sus animales de tiro, más que nada para demostrar que él, el dueño, no era analfabeto. Ahora le bastaba sacar su cosecha a la vera del camino y el acopiador venía en camión a llevársela. Hasta ahí todo iba bien. Pero quedaba «Guapo», como un problema vivo. «Guapo» era su montado, compañero de largas jornadas hasta el pueblo, paciente, sufrido, caminador, sin caprichos temperamentales aun cuando el peso se sobrecargaba algún domingo de fiesta patronal, y se hacía triple, con María, su esposa, en las ancas, y Niño, el retoño, sobre la cruz. «Guapo» no era simplemente el montado, era un compañero, un alivio en la angustia de la soledad, del aislamiento y la distancia. Pero el camino también había anulado a «Guapo», que había quedado fuera de época, sobre todo cuando Nicanor compró la moto, que devoraba alegremente las distancias, y ponía al pueblo allí cerca, a la vuelta de la primera curva. «Guapo» pastaba y engordaba en el potrero, con el aire levemente ofendido de desplazado, ignorante de que varias veces se había detenido frente al rancho el «camión jaulero», enorme como una cárcel rodante, ofertando la compra de «Guapo». Pero Nicanor se había negado. Sabía el destino de aquellos caballitos que iban en la gran jaula rodante. Primero, la humillación de ser despojados de crines y cola, y luego, haciendo figura triste, irían al matadero. Semejante destino para «Guapo» no gustaba a Nicanor, aunque en realidad, aquellos guaraníes ofertados por «Guapo» no podía tasarse en dinero, sino en cariño. «Guapo» no significaba tantos kilos de carne y unos cuantos billetes, sino mucho más, el sacrificio callado, la camaradería extraña del hombre con las cosas, vivas o no, que conforman su mundo, su esperanza y sus raíces. Entregar a «Guapo» para que lo mataran, despedazaran y enlataran, era como arrancar sus raíces de la tierra y quedar flotando en un mundo nuevo y más cómodo, pero desconocido. Por tanto decidió conservar a «Guapo», vivo y ágil, engordando en el potrero, con su estampa buena, que recordaba a Nicanor que el progreso, con sus muchos cambios, perfecciona al hombre, pero no cambia su naturaleza, hecha de bondad, de sencillez y de amor. Sí. «Guapo» quedaría en paz, y de vez en cuando, cuando la estampa del macho debía lucirse, no sería sobre la maloliente trepidación de la moto, sino en lomos de «Guapo», oloroso de cuero vivo a sudor alegre, que iría devorando distancias hacia la fiesta pueblerina con el júbilo viril de una polka desgranando desafíos, silbada a todo pulmón, y rompiendo el silencio del atardecer.

Lo grotesco Mucha gente suele preguntarse qué es lo grotesco. El Diccionario, desde luego, lo define, pero se queda corto, porque en lo grotesco hay una sutileza de transfondo, un emerger insidioso de entrelíneas, una sugestión burlona de lo no dicho, pero lo pensado. Lo grotesco no se define, se lo siente, a veces como el cosquilleo de una pluma suave sobre la manzana de Adán, donde suponemos nace la risa; y a veces como una punzada de acero en el corazón, donde nace el llanto. En cierto modo, lo grotesco es como esa tenue línea divisoria entre la luz y la sombra, pues está ahí, entre lo que da risa y da pena, las dos cosas al mismo tiempo; y entre lo que no sabemos si mueve nuestra compasión o nuestra hilaridad. Es el fruto híbrido de la unión avergonzada de lo cómico y lo trágico. Indefinible como es, lo grotesco exige, más que la explicación, el cómodo expediente del ejemplo. Y a tal ejemplo voy, para dar mi propia versión de lo grotesco, versión tan mía que es mi propia historia. Si el amigo lector se apena por mí, muchas gracias. Si se ríe, no le culpo. El caso es que éramos tres hermanos en mi familia. Pero ahí no está lo grotesco, sino en que me tocó en suerte (!) ser el segundo, es decir, más joven que el mayor, pero más viejo que el menor, situación «cronológica» que, en cierto modo, ya me convertía como en ese espacio vacío encerrado entre paréntesis. Ya de niño, esa incómoda posición del queso en el sandwich se me insinuaba con visos de tragedia. Mi padre contemplaba orgulloso al mayor, y decía que era el heredero de su responsabilidad y de sus virtudes. Mi madre mimaba al menorcito por la sencilla razón de que, como menorcito, era el depositario de toda su ternura. Entre el mayor endiosado por papá, y el menor idolatrado por mamá, yo flotaba en una especie de limbo sentimental, sin ubicación en el orgullo de mi padre, y sin cabida en el corazón de mi madre. La familia, naturalmente, tenía que ahorrar. No éramos ricos. Y se ahorraba en ropa, especialmente de acuerdo a un sistema fijo: yo heredaba la ropa «que le dejaba» a mi hermano mayor, con el resultado de que «mis» pantalones eran hasta las rodillas y con tremendos bolsones por detrás, ahí donde mis escuetas nalgas no tenían capacidad para llenar los espacios vacíos. Ahora que lo recuerdo, caigo en la cuenta del porqué de aquel «marcante» (debería decir «mote», pero «mote» no es, es «marcante») que me adjudicaron y que llevé como Cristo sus espinas: Pandorga. Nunca tuve la satisfacción de ver cómo unos pantalones «míos», o una camisa, eran traspasados a mi hermanito menor, en primer lugar, porque mi madre se empeñaba amorosamente en reproducir todos los figurines en él, y en segundo lugar, porque después de haber yo usufructuado en herencia unos pantalones, quedaban en tal estado que sólo servían para lustrar zapatos.

Cuando mi padre iba a la cancha de fútbol, se llevaba al mayor, «porque era el más entendido». Y cuando mamá iba de visita a casa de algunas de sus amigas, donde posiblemente se repartían caramelos, se llevaba al menor, «porque viajar en tranvías con dos niños es peligroso», y desde luego, «no puedo dejar al chiquilín en casa». Pasó el tiempo. Nos hicimos jóvenes los tres, y me acostumbré a salir con mi hermano mayor. Al mismo tiempo conocimos a una linda chica, y nos enamoramos los dos de ella. Como ya el lector supone, ella aceptó a mi hermano porque «yo era demasiado joven». Mi hermano se casó con ella, y naturalmente serví de testigo. Dos o tres años después, mi hermanito menor empezó a salir conmigo. Se repitió la historia de la misma chica, y esta vez fui postergado en beneficio de mi hermano, porque yo era demasiado viejo para ella. El querubín se casó con ella y yo serví de testigo. Finalmente, me casé yo también. Tengo tres hijos varones. Verá usted, amigo lector, que al final soy muy afortunado. Tres hijos no son poca cosa, cuando son fuertes y saludables, sobre todo el mayorcito, que lleva mi nombre, y es todo un carácter, y revela una madurez de criterio que me hace mirar feliz el porvenir, porque el chico es todo un hombrecito, lo que se dice un verdadero sustituto del padre cuando la Parca me lleve, sí señor. En cuanto al menorcito, es la delicia y el embeleso de mamá, el adorno de la casa, la sonrisa que atenúa mi cansancio, las manecitas que ahuyentan mis preocupaciones. Y aquí está la lección, amigo lector. No hay que desesperarse. De lo grotesco uno puede evadirse, como me evadí yo, creándome una familia, con una mujercita cariñosa y dos, perdón, tres hijos saludables, en los que hay tema para rato, pero no puedo seguir escribiendo, pues mi mujer me está llamando para darle la paliza correspondiente al segundo de mis hijos, que esta tarde rompió los pantalones (casi nuevos) que la semana pasada empezaron a quedarle chicos al mayorcito.

El puente Era un viejo puente de ladrillos y piedra, construido en arco sobre el riacho turbio y maloliente que arrastraba los desperdicios de la curtiembre cercana. Nadie se acodaba en sus gruesas defensas para contemplar el paisaje, que no existía, porque a la derecha la perspectiva era interrumpida por el feo murallón de un maloliente depósito de cueros, y a la izquierda el riacho se precipitaba en una barranca roja y áspera, como una gran boca desdentada que en los días de lluvia parecía hacer monstruosas gárgaras con las aguas pluviales que la ciudad descargaba en sus fauces. Era un puente sin el amable misterio de todos los puentes. La gente no lo cruzaba con esa curiosa sensación de victoria que se siente el pasar por encima de obstáculos vencidos. Más que cruzarlo, lo huía. Huía de su hedor, de su fealdad, de su aspereza de piedra. Bajo su arco corría el agua verdosa, arañada por la roca ribereña, sin dar vida ni al pasto ralo que entre las junturas toscas moría envenenado a la vera del agua.

Aun uniendo los dos sectores del pobre río, no era en sí mismo un elemento de unidad. Centrado en el hedor del riacho, las casitas escuetas de ambas márgenes se alejaban de él, como un círculo curioso pero asqueado de personas que contemplan un cadáver tirado al sol. El vecindario no amaba ni odiaba el puente, con su leyenda o su romance, sino una manera fácil y un poco molesta de cruzar el riacho. Pero Tobías era la excepción. Amaba al puente. Y en cierto modo, intuía que el puente y él constituían una unidad, aglutinada en el común denominador de la indiferencia ajena. En la barriada de casuchas apretadas, Tobías no tenía casa, ni familia, ni nombre. Alguien le llamó una vez «Tobías», después de escuchar en la radio un poema sobre un loco que se llamaba así, y en Tobías quedó. La de Tobías era una locura extraña, tal vez difícil de ubicar en algún escalón concreto de ese sombrío descenso al abismo que es la locura. Todo en él era mansedumbre. Una vivencia fofa y maleable, débil a los empujones, de callada paciencia; y más que eso, indiferencia ante la crueldad de los niños, y una cerrada, absoluta timidez para aproximarse a la gente. Sólo el hambre era capaz de vencer su encogida reserva, y entonces, con paso tardo, como si cada pie diera valor al otro con el ejemplo, se llegaba hasta la cerca más a mano, se apoyaba en los alambres de púas, y cuando por fin alguien se daba por enterado de su presencia, modulaba una sola palabra, que parecía salir abollada después de un difícil viaje a través de una apretujada angustia: «Pan». Conquistado el mendrugo, volvía presuroso, con velocidad de huida, en dirección al puente. Se sentaba a su sombra, apoyando la espalda contra el nacimiento robusto del arco, y consumía su pan. Tal vez, en su enredada escala de valores, el puente le había ayudado a extraer una conclusión concreta, específica, una idea completa, elemental y redonda, que no se echaba a rodar hasta perderse en la sombra inalcanzable de más allá de su corta zona de luz, sino se quedaba allí, en su cerebro, como un farillo débil, pero ya capaz de hacerle vislumbrar los perfiles de su condición humana. Entonces el puente era para él el «sitio donde-se-vuelve», el hogar, el punto donde coincidían todos los caminos del regreso, la tranquilidad de estar en un sitio propio, defendido por la posesión ejercida y no discutida. Tobías amaba el puente con el amor egoísta que da la posesión. Por la mañana, cuando los hombres iban a sus obscuros trabajos en el Puerto o en las fábricas, y las mujeres lo cruzaban con sus amplias canastas de recolectores de botellas, Tobías se sentaba en la colinilla que dominaba el puente, y su mirada se iluminaba con el generoso brillo del propietario amable que permite el usufructo de su legítima propiedad. Después, cuando la bronca sirena de la curtiembre sonaba a las 7.30 y el último transeúnte se perdía en la curva de la calle arenosa, Tobías bajaba a revisar su puente, a tirar al agua colillas de cigarrillos o cáscaras de banana, y tras dejarlo limpio, a acariciar sus defensas de piedra con el aire de quien acaricia un caballo bueno y paciente y sudoroso que acaba de soportar sobre su lomo el peso de todas las miserias del mundo.

Finalmente, ejecutaba el rito de todas las mañanas. Se ubicaba en un extremo del puente, se erguía con una majestad que sus harapos no amenguaban, y con paso airoso cruzaba SU puente, la cara barbuda y sucia iluminada por el señorío total sobre aquella estructura de piedra y ladrillo. Cruzado el puente, volvía a ser él mismo, una máquina de caminar, rumbo a la Escuela donde la compasión de una maestra reservaba para él un pedazo de pan y un vaso de desvaída leche en polvo. Una mañana, con un cortejo espantable de rugir de motores, asomó por la calle arenosa la chata narizota de una topadora, amarilla como la destrucción. Iniciando la tarea desde el límite del murallón, empezó a cruzar en vaivén el riacho, empujando en cada regreso, con el hocico, un enorme terrón que echaba al agua, como un gran perro previsor enterrando un hueso para peores momentos, mientras más allá, casi en la lejanía, tendía una gruesa tubería desde la curtiembre, como para aprisionar al riacho viejo en una celda circular. Tobías, instalado en lo alto de su puente, contemplaba fascinado el trabajo de la máquina. Al principio parecía divertido e interesado. Pero luego, cuando los terrones interrumpieron el fluir del agua y bajo el puente sólo quedó la arena verdosa y húmeda acunando la muerte de miles de latas herrumbrosas, el espanto fue dibujando trazos nuevos en su cara desde siempre ausente de expresión. Sepultada el agua... ¿De qué serviría el puente? La intuición de un peligro crecía y germinaba en su cerebro con una intensidad sincronizada con el movimiento de la máquina, péndulo que iba aproximando el tiempo de la muerte en cada vaivén que la acercaba un poco más al puente. Con ese mismo ritmo la intuición maduraba, y se convertía en certidumbre razonada y doliente. Durante dos días Tobías olvidó salir a buscar su pan, y su pan, y su leche. Vigilaba el trabajo de la máquina amarilla, y cuando al atardecer paraban sus motores y el hombre encaramado al asiento se iba, Tobías seguía vigilando, hasta que caía la noche, y con paso furtivo, dando un gran rodeo para no aproximarse al monstruo amarillo, se acercaba al murallón donde empezara a morir el riacho, y con un palo a guisa de herramienta, trataba de cavar de nuevo el cauce borrado por la eficiente máquina, arañando escombros, y murmurando a solas sus escombros de ideas tristes hasta el amanecer. El cuarto día de trabajo el poderoso hocico de acero rozó los costados del puente, arrancando un lamento a la piedra. El monstruo retrocedió, jadeante y dispuesto al ataque. Tobías, anhelante, de pie sobre su puente, parecía esperar la embestida. Pero el conductor descendió de su asiento. De un jeep que se aproximó entre polvaredas bajó un hombre joven, el Ingeniero de la Empresa. Ambos miraban al puente y discutían tal vez la mejor forma de matar al enemigo. ¿La topadora o el piquete de demolición? El Ingeniero se aproximó a la estructura, se introdujo debajo de su arco, palpando, calculando resistencias y debilidades. Luego salió de allí y lo cruzó en uno y otro sentido, examinando, midiendo, evaluando el costo de una cuadrilla frente al riesgo de una biela rota. Pesaba posibilidades cuando una mano sucia y tímida le tiró la manga de la camisa sudorosa. Se volvió y se enfrentó a una figura triste y a unos ojos implorantes y a una boca que hacía un desesperado esfuerzo para modular una palabra: -Puente.

Tobías decía «puente» con el mismo tono implorante que decía «pan», pero el joven Ingeniero no tenía por qué entenderlo. -Sí, sí -dijo riendo-, es un puente. Luego, al maquinista. -Probemos empujando, pero primero, saquen Paul Belmondo, de ahí arriba. Un ayudante se aproximó a Tobías, y sin muchos miramientos lo descendió del puente. El maquinista volvió a trepar a su asiento. Se oyó el chirrido del embrague, y el furioso morderse de engranajes al colocar la palanca en primera. Luego la máquina aceleró con un rugido triunfal, y se fue acercando suavemente, con deliberación asesina. Apoyó con delicadeza su robusta nariz de hierro en la mampostería, y su motor empezó a trepar hasta agudos tonos de victoria, empujando, empujando siempre, hasta que una ancha rajadura, como la herida de un machetazo invisible, apareció en el costado del puente. La rajadura creció, cayeron piedras y ladrillos al lecho seco. El puente pareció combar más aún la curva de su lomo antiguo, cediendo al empuje, vaciló un poco, y se derrumbó y se deshizo en grandes trozos. Y fue en ese mismo momento que se vio a una figura andrajosa y desesperada perderse en el polvo, convertirse en una silueta frenética que se introducía bajo el arco herido, tratando de detener la caída, y terminar borrada por los grandes trozos de escombros que le caían encima.

Los dos diarios En el diario de Ana - 10-V-69 Acaba de mudarse un muchacho bastante pasable en la casa de enfrente. Le mandé a Pocholito que le mirara el dedo mientras ayudaba a bajar los muebles. No tiene anillos, es soltero. Puede ser mi oportunidad. Necesito más datos para trazar mi estrategia.

En el diario de Hugo - 10-V-69 Acabo de mudarme en una casita independiente. No está mal. Es un barrio tranquilo y bastante alejado de la pensión. Creo que a la vieja le resultará difícil encontrarme para reclamar el clavo de seis meses que le dejé. Hoy estuve reflexionando. Ya no puedo vivir así, haciendo del vivo que vive del zonzo. Me miré en el espejo. No estoy mal: 25 años, pelo negro, tipo amante latino. Un buen casamiento puede ser...

En el diario de Ana - 11-V-69 Empiezo a conocerlo. Hoy se asomó a la ventana, leyendo un libro. Usé el largavista que suele llevar papá al hipódromo, y pude leer el título del libro: AZUL, de Amado Nervo, es decir, el tipo es un relamido a la antigua, de los que gustan de convertir a la mujer en

vaporosas apariciones celestiales, y tienen sueños llenos de doncellas de «trigal cabellera» y de «ojos profundos como el mar» (ja ja). Ya sé con cuánta azúcar toma el hombre este el café con leche de la vida.

En el diario de Hugo - 11-V-69 Hoy amanecí seco. Lo que se dice sin un céntimo. Pensé llamar a Arsenio, el único que todavía no ataja mis penales financieros, pero me costó encontrar el número del teléfono. Menos mal que recordé haberlo anotado en un libro que hice volar de la sala de espera del dentista. Lo robé por el título: AZUL, pensando que era un manifiesto del Partido Liberal, pero resultó ser de versos de un tal Amado Nervo. Al final encontré el número en una de sus páginas. Nota: En la casa de enfrente vive una fulana con cara de necesitada. Vieja no es. Además, la casa puede valer como 2 millones. Y tiene antena de TV. Parece ser hija única, y el padre tiene un lindo Mercedes 1965. Vale la pena investigar más. Lo dicho, un buen casamiento puede terminar con mis angustias de eterno moroso.

En el diario de Ana - 15-V-69 Hoy empecé el ataque. Esta vez no debo fallar. Debo mostrar a Raúl, a Marcelo, a Antonio, José y Anastasio, que no supieron valorarme en lo que soy y en lo que valgo. Como decía, empecé el ataque, como buena generala del amor, atacando al adversario en su punto débil: su romanticismo de naftalina. Por la mañana temprano me puse un juvenil vestido de percal, corto y acampanado, y salí a regar el jardín, «dejando que el sol mañanero jugueteara con mi suelta cabellera (ja ja)». Se asomó y me miró desde su ventana.

En el diario de Hugo - 15-V-69 Averigüé. La casa es propia y ella es hija única de padre viudo. Y empiezo a conocerla. La fulana es del tipo romántico, de las que gustan vestirse como muñequitas de porcelana y salir a regar las flores del jardín por la mañana temprano, como en esas películas idiotas de antes, con cantos de pajaritos y toda esa utilería que gusta a las tilingas destinadas a vestir santos. La conquista será fácil. Mañana empiezo. Necesito una corbata de lazo. Y ensayar ante el espejo una lánguida mirada de poeta. Creo que también me voy a dejar un bigote, o mejor, un bigotazo bien bohemio, como ese no sé cómo se llama de Los Tres Mosqueteros, la novela esa de Cervantes que leí hace unos años. Nota: la fulana esa debe ser medio ida de la cabeza. Yo no sé para qué regaba el jardín si anoche llovió a cántaros. En fin...

En el diario de Ana - 19-V-69

Hoy estuve regando el jardín, procurando que la alergia que me dan las rosas no me haga estornudar, cuando él pasó por la acera de mi casa, con pinta de completo estúpido, tal como me imaginaba. En vez de corbata, un lazo mal atado. Tiene un proyecto de bigote que, cuando crezca, le va a hacer parecer un cosaco con hambre. ¡Y la mirada, Señor!, lánguida, romanticona, exhibiendo, como diría su Amado Nervo, «La tímida virilidad del enamorado...» (ja ja). Me saludó y yo le contesté «ruborizada». Claro que para ruborizarme tuve que aguantar la respiración durante un minuto y medio, como recomienda Helene Curtiss en Para Ti.

En el diario de Hugo - 19-V-69 Cayó la pájara. Debería dedicarme a actor. Pasé por su lado luciendo la delicada y a la vez varonil estampa del poeta enamorado. La saludé, y me contestó todo ruborosa. ¡Había que ver lo colorada que se puso! Llevarla al altar es pan comido. Mujeres que ruborizan así, aunque ya sean mayorcitas, como ésta, no saben decir «no». Mañana me quedo a charlar dos palabras.

En el diario de Ana - 20-XII-69 Ayer me casé con Hugo. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiado está!

En el diario de Hugo - 20-XII-69 Ayer me casé con Ana. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiada está!

Anticuentos Del miedo Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba ¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico, pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por

las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del miedo, resquebrajando la cáscara, que hace un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intenté huir, porque el pavor empapó las suelas de mis zapatos y me dejó clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda con su carga de vergüenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odié a la gente que me miraba con reproche, sin compasión. La odié porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirar la culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se limpie, y asome al otro lado un poco más humanizada y más comprensible y más disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me comprenderá jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo -de sangre- apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me condena irremisiblemente a morir no sé cuando, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia de niña- convirtiéndola en cuerda que me cortará el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca con lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo -o el de Valerio, ya no lo sé- busca la mesita de luz, sus manos -o las mías tal vez- abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño azul sobre mi corazón, sobre el que -¿anticipo feliz de lo que está próximo a llegar?- siento el agradable frío del metal...

De la furia Siempre que quería decir algo estallaba un infernal ruido de cadenas, y mi voz quedaba ahogada, y las palabras y las ideas se hundían en un mar de hierro sonoro, denso como cieno, que gorgoteaba con júbilo grosero cada vez que tragaba una palabra, una frase.

Quería gritar más fuerte que el ruido, pero no podía, porque el ruido tenía un poder de marejada, capaz de hincharse de pesada furia y reventar en un estruendo que me dejaba parado, ridículo, moviendo la boca para modular silencios. Pero uno tiene una reserva de rebeldía, y una dignidad, y un orgullo que me impelía a pelearle a aquella mudez impuesta. Entonces me ponía a correr como loco a lo largo de los médanos de mi soledad buscando al enemigo, hasta caer agotado y furioso, arañando la arena que se deslizaba entre mis dedos con un ruidito que parecía la contenida risa maligna del mundo. Y todo seguía igual, durante horas y horas, con mi cuerpo convertido en la lisa superficie de un campo donde bullía el torneo entre mi voz que quería hacerse oír y el ruido de chatarra que la aplastaba contra el piso, una y otra vez, hasta que la fatiga lo anulaba todo, menos la desesperada ansiedad de aire. Lo terrible es que todo seguirá así hasta que el Capitán muera, o se canse. No me persigue, pero me acecha. Y eso es lo peor. En el que nos persigue hay algo tristemente heroico, pero en el que nos acecha, algo de deliberada maldad de zarpa, el salto inesperado, la risa cortada en el gorgoteo de una yugular abierta. Tenían que habérmelo dicho, avisármelo. Uno no tiene la culpa de haber nacido con un millón de ideas vírgenes en las células, ni de haber escogido unas cuantas para ir puliéndolas a lo largo de los años, y llevarlas colgadas del pensamiento y exhibirlas, fecundas y poderosas, como testículos del alma que guardan el secreto de nuestra inmortalidad auténtica, o por lo menos de nuestra supervivencia. Pero del otro lado está el Capitán, recio como un tronco reseco y duro que nutre sus raíces en el arenal, y está orgulloso de eso, con un orgullo que integra la frialdad de su mirada disciplinada y fija, que tiene filo de guadaña, ansioso de castrar. Recordarle produce un temor enfermizo, pero ya lo dije, uno tiene su orgullo, y amor propio que substituye al coraje, y una conciencia vaga que parece agarrada al espinazo y nos induce a pensar y a creer que uno está -aquí- para algo más importante que correr sobre los médanos calientes y arañar la arena. Entonces, de la misma manera que salía a desafiar al ruido, salía a desafiar al Capitán. Pero el ruido no estaba en ninguna parte y el Capitán estaba en todas, de modo que debía soportar la condena de quedarme quieto, incapaz de someter a mi alma a la indignidad de hacer la figura ridícula del pugilista que pega puñetazos a su sombra.

Del fuego La persecución ya dura demasiado. Lo vengo persiguiendo a lo largo de una pesadilla que empezó cuando alguien, no sé quién, bajó corriendo con sus pies descalzos, con su crinada y sucia cabellera al viento, con su vestido de pieles podridas tremolando en torno a su cuerpo flaco, de la cima humeante de la montaña, y trayendo un leño encendido, un trozo de fuego nuevo robado al fuego viejo del volcán. Y entonces miró la inocencia, que fue asesinada por el fuego, no por la manzana. Y empezó la pesadilla que dura hasta hoy, porque el fuego proyectó una sombra en la pared pedregosa de la cueva, y la sombra danzaba, y nadie podía acercarse a ella, porque desaparecía, chupada por la piedra reseca. Fue entonces que empecé a entrever el principio de esta persecución sin fin: uno era uno, y era otro. Uno, íntegro, sólido, real, y otro, huidizo, vago, que el fuego esboza siempre a un milímetro más lejos del alcance de nuestras manos. Y tiene nuestro contorno, y es como un mapa en blanco de nuestra geografía personal, donde quisiéramos transferir los ríos y los

mares, los cielos y los vientos que sólo podrán caber en ese gemelo elástico con que el fuego nos maldice y nos bendice al mismo tiempo. Yo empecé a perseguirlo, porque por la boca de mi inocencia herida brotaba a borbollones la convicción rebelde de que no se puede ser dos, sino uno, que en un instante uno no puede ser Abel corriendo tras Caín pidiendo Venganza, y al siguiente Caín corriendo detrás de Abel pidiendo Perdón. La herida dolía y urgía, y manaba de los costados por veinte bocas escalonadas y simétricas, como si por la carne hubiera rodado el círculo dentado de una espuela, doliendo siempre, con un dolor que se calmaba cuando la persecución era más fatigosa y desesperada, pero el otro siempre estaba delante, a veces al alcance de la mano, a veces como un puntito perdido en la lejanía, pero siempre el mismo, el que yo debía capturar para ser realmente yo, es decir, un continente soleado con ríos cristalinos y mares tranquilos, de cielo amplio y de vientos mansos, que iría caminando hasta la cima de todas las montañas después de dejar en el camino la chatarra del otro, que pronto moriría de sed y se volvería ceniza y se esparciría por el paisaje como una nube de polvo, tenue testimonio de algo que no tuvo por qué existir. Una vez, sólo una vez, lo alcancé. Se había detenido a esperarme en la sombra suave de una colina, tersa y comba como un seno lleno de leche. Y fuimos uno. Y por primera vez desde aquel día perdido en el milenio de la cueva, mi nombre sonaba a noble, porque ya no era más una atemorizada máquina de perseguir. Pero todo duró poco, porque el tumulto crecía al pie de la colina, donde una multitud se agitaba y arañaba la tierra y el cielo con una furia indecible. Y todos me miraban a mí, y tuve miedo, y el miedo corrió por mis venas y abrió en mi pecho un ancho ventanal hacia la angustia, y por allí escapó el otro, que fue rodando colina abajo, hasta caer en la vorágine de esa hambre de mil bocas ansiosas que se agitaba abajo, como cae una abeja entre hormigas voraces. Y la multitud se lo llevó valle abajo, hasta alcanzar otra colina, donde le clavaron en cruz. Después vinieron a buscarme, y me acusaron de todos los horrores, y los ancianos que guardan la tradición me miraban con severidad y con miedo, y Torquemada se lavaba la boca con agua bendita después de pronunciar mi nombre, y me metían en una celda donde para respirar un poco de aire tenía que apoyar la boca ansiosa en un agujero del piso, sorbiendo con gratitud humillante un resto de oxígeno sumergido en el olor agrio de los sudores de los que odian y temen al mismo tiempo. No sé si merecía aquel sentimiento, pero la magnitud de mi crimen, que a veces me daba pavor a mí mismo, y a veces me hacía entrever en el fondo de mi carne un leve resplandor de orgullo rebelde, me aplastaba, porque yo había desatado el miedo, yo había pecado capturando el secreto del fuego, y por mi culpa la gota de agua empezó a gotear sobre la testa empalada, rompiendo el hueso gota a gota, hasta perforar el cerebro, y por mi culpa se alzó la guillotina, y el garrote atornilló sobre el grito rebelde su cuerda nudosa, y la verdad se despedazó en mil mentiras que se erigieron en mitos por cuya grandeza vacía morían los hombres y se quemaban ciudades. Finalmente, se olvidaron de mí, y me condenaron a ser libre sin ser yo mismo. ________________________________________

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