CUENTOS DE LA MALA NIEVE

«PREMIOS DE CUENTOS ILUSTRADOS DIPUTACIÓN DE BADAJOZ»

–DECIMOTErCErA EDICIóN– –2010– – P R I M E R P R E M I O M O DA L I DA D A D U LT O S –

CUENTOS DE LA MALA NIEVE

TEXTOS:

Diego Arboleda ILUSTRACIONES:

Eugenia Ábalos

Cuentos de la mala nieve PrEMIOS DE CUENTOS ILUSTrADOS DIPUTACIóN DE BADAJOZ, XIII EDICIóN, PrIMEr PrEMIO MODALIDAD ADULTOS Primera edición, noviembre de 2010

© DE ESTA EDICIóN

Diputación de Badajoz

Departamento de Publicaciones

© DE LOS TEXTOS Diego Arboleda

© DE LAS ILUSTrACIONES Eugenia Ábalos Diseño y preimpresión XXI Estudio Gráfico (Puebla de la Calzada) Impresión y encuadernación Tecnigraf, S.A. (Badajoz) Depósito legal BA–512–2010 I.S.B.N. 978–84–7796–031-7

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La mala nieve página 9

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Copos página 67

[I] La mala nieve

C

omo no podía ser de otra forma, nevaba.

El fotógrafo se había resignado a permanecer incomunicado en aquel restaurante perdido entre montañas. Durante la primera hora había contemplado los copos caer desde los ventanales, pero la perseverancia de la nevada acabó por agotarle. Se interesó por su compañero de encierro, un individuo que ocupaba su tiempo tecleando en un ordenador portátil. Pidió disculpas por interrumpir, se presentó y –pensando que, como otras veces, ayudaría a iniciar una conversación– dijo a qué se dedicaba. El otro hombre le dio la mano, y, en lugar de responder con su nombre, le informó también de su oficio. —¿Escritor? –se sorprendió–. Curioso, un fotógrafo y un escritor aislados por la nieve. La voz del camarero sonó irónica desde la barra: —¿Necesitan que les diga en qué trabajo?

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El escritor sonrió y aprovechó para lanzar una pregunta obvia: —¿Cuándo cree usted que se abrirá el puerto? La mirada del camarero se posó sobre los copos que caían al otro lado de los cristales. —Dos horas más a los sumo. —Entiendo. El fotógrafo no quería desperdiciar ese pequeño conato de conversación. Si el escritor volvía de nuevo a su teclado, interrumpirle rozaría la grosería. —¿Está usted trabajando en algún proyecto en concreto? —Así es –y aquel hombre señaló los ventanales–. —¿Sobre la nieve? –el fotógrafo le extendió un paquete de tabaco para que se sirviera–. —Gracias –dijo el escritor aceptando el cigarrillo–. No sobre cualquier nieve. No esa que produce bellos cuentos navideños, sino sobre otras nevadas. Quizá saben a qué me refiero. Hay un tipo de nieve que vuelve locas a las personas, sube los índices de crímenes. Hay una mala nieve, que cuando cae, nos perturba y nos lleva a hacer cosas que de otra forma no haríamos. El fotógrafo pensó por un instante que el escritor había aceptado su cigarrillo para sumar humo a sus palabras y convertir ese momento en un extraño escenario de misterio. —Si lo piensa –afirmó el escritor– seguro que conoce alguna historia en la que la nieve no fuera un lugar de juego y diversión, sino una influencia maligna.

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Otra Vez De repente, una tos y una frase. —Yo conozco una. Las miradas se concentraron en el camarero, que tosió una segunda vez, tímida, opuesta a la primera tos con la que se había convertido en el centro de atención. —Hace tiempo me contaron una historia. Es decir, conocí a un hombre que me contó una historia –dudó un momento y masticó algo invisible–. Bueno... me contó que su padre le contó una historia que había oído. El escritor depositó su vaso vacío ante el camarero: —Adelante. El camarero asintió y cumplió la doble indicación. Llenó el vaso del escritor y comenzó a narrar: *** Creo que es el momento de contar la historia de Fede Otra Vez, el halconero del aeropuerto. No es que lo crea de verdad, digo eso porque así es como él mismo siempre la comenzaba: «Creo que es el momento de contarte mi historia». Quizá alguno de ustedes es una de esas personas que consideran a las palomas algo así como las ratas del aire, una plaga. Las palomas son numerosas en Madrid, en sus plazas, como en

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tantas otras ciudades del mundo, y sobre sus tejados, esos tejados de teja rojiza, también. Pero lo que a algunos puede parecer solo una molestia que ensucia los toldos y esparce la tierra de los tiestos, se convirtió en una época en un considerable peligro en el aeropuerto, donde las palomas llegaron a provocar demasiados accidentes cuando su vuelo se cruzaba con el de los aviones, algo especialmente peligroso cuando uno de estos animales quedaba atrapado dentro de la velocidad de los motores. También otros pájaros, gorriones, mirlos y en general, cualquier ave que se aventurara a sobrevolar las pistas. Pero las peores, las más suicidas –o las más torpes, como quieran– eran las palomas, sin duda. Y claro que probaron, probaron cosas, pero frente a ellas, cuando fue obvio que la tecnología y la química no lograban mantenerlas alejadas, se recurrió a un remedio más tradicional, los halcones. Hace unos cuantos años trabajé yo en esas pistas como peón en el servicio de equipajes, trasladando maletas y todo tipo de bultos. Fueron apenas tres meses, y durante ese tiempo no descubrí, como mis amigos esperaban, ningún polizón congelado en un tren de aterrizaje, ni ninguna maleta se abrió ante mí desparramando armas, fetiches sexuales o los trozos de un cadáver descuartizado. Eso queda para las películas o las novelas. Lo más interesante que allí conocí fue al señor Federico, el cuidador de los halcones del aeropuerto, al que todos llamaban Fede Otra Vez. No soy escritor, pero mi curiosidad no es menor que la de cualquier otro, y como cualquier otro acabé interesándome por la razón del apodo de aquel hombre tranquilo, que andaba siempre elegante y parecía haber encontrado el secreto de la felicidad entre los halcones. Pese a que el señor Federico no frecuentaba la compañía del resto de empleados, mis compañeros me ani-

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maron a que me acercara a él y le saludara, asegurándome que descubriría en seguida el motivo de su sobrenombre. —Mientras no le preguntes en un día de nieve... –me advertían. Y se reían, no sé si de mí o de mi ignorancia. Convencido de que el señor Otra Vez sería tartamudo, tendría algún defecto físico o alguna costumbre de dudoso gusto que divertía al resto de personal, retrasé unos días la investigación, hasta que una jornada de poco trabajo la curiosidad, bien mojada en el caldo del aburrimiento, me llevó ante el halconero. Lo cierto es que incumplí la única advertencia de mis compañeros, y elegí para acercarme al señor Federico un día en el que un temporal de nieve, similar al de hoy, azotaba las pistas del aeropuerto. Muchos de los vuelos habían sido cancelados o retrasados y los peones teníamos poco o nada que hacer. Encontré al señor Federico refugiado dentro de uno de los hangares, sentado sobre una gigantesca madeja de cables que algunos obreros habrían dejado allí. Tenía aún menos tarea que yo, puesto que en condiciones de clima como esas, a los halcones ni siquiera se les sacaba de sus casetas. Le divisé a través de una de las ventanas de vidrio, con la mirada abandonada entre una indefinida porción de cielo por encima de mi cabeza. Nunca conocí su edad exacta, pero superaba el medio siglo, eso seguro, y las canas iban ganando ya la batalla entre los pelos que asomaban bajo el fieltro de su gorra de visera castellana. En su antebrazo derecho, cubriendo la manga de la chaqueta de pana, una protección de cuero confirmaba que se trataba de un cetrero. Sin embargo, con el gesto plácido contemplando la nevada, daba más la impresión de un alimentador de palomas que del encargado de eliminarlas.

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—Buenos días, señor. —Buenas. Siéntate aquí al lado. No es muy cómodo. Me senté y, efectivamente, no lo era. Me encajé entre dos cables bien recios, tan gruesos como mis piernas. recuerdo que pensé que era como estar sentado en los nudillos de un gigante. —Antes cierra la puerta, cuanto menos ruido, mejor. Después de cerrar la puerta metálica del hangar, amortiguados, los ruidos del aeropuerto se convirtieron en uno, uno solo y continuo, como el ronroneo de un gato. Entonces Fede Otra vez dijo su frase: —Creo que es el momento de contarte mi historia. Me dispuse a escucharle, incluso no sé que absurda esperanza me llevó a intentar acomodarme una vez más, y me trasladé a una zona de cables más finos, del grosor de mi pulgar, fracasando de nuevo. recuerdo que esos me dieron la impresión de estar sentado sobre el cadáver de una enorme araña. —No te preocupes –me tranquilizó– no es muy larga. Y el señor Federico comenzó a narrar: *** ¿Ves este gesto que hago con la gorra? Descubre un poco más mi rostro, me da cierto aire de solemnidad bondadosa, ¿verdad? Pues este mismo gesto lo hizo mi padre delante de mí cuando

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yo tenía cuatro años. Yo era un mico que no sabía nada de la vida, o menos que ahora, creo. La cuestión es que mi padre, con un toque se levantó la visera de la gorra, señaló el caramelo que acababa de comprarme en el quiosco del pueblo y me dijo: —Esos chupa-chups están chupados. El viejo Arnidas los chupa y luego los envuelve con cuidado. ¿Has visto sus dedos? Finos como espárragos. Yo recordaba las manos huesudas del quiosquero y las imaginaba presionando el papel de colores sobre el palo blanco. Aquella broma de mi padre se grabó en mi joven cerebro como si la hubiera escrito a mano sobre la blandura de sus sesos y decidí no volver a probar un chupa-chups comprado allí. También extendí la sospecha a las dos o tres tiendas que había y en general a todos los chupa-chups del mundo. Sin embargo yo no era un niño escrupuloso. Soy el tercero de cuatro hermanos –medalla de bronce, decía mi madre– y estaba acostumprado a compartir para no perder. Así que preferí asumir que los chupa-chups podían estar chupados a dejarme vencer por el escrúpulo, y al cabo de un tiempo volví a comerlos, aunque evitaba en la medida de lo posible que me los compraran donde el viejo Arnidas. Mi familia era bien humilde, y para nosotros era normal vivir rodeados de objetos que ya otros habían usado antes, daba igual si era una pala,  la ropa de mis hermanos o los libros de aventuras de nuestros primos, mejor situados que nosotros. El pueblo entero vivía así, utilizándolo todo hasta que el desgaste lo impidiera, y aún después. Crecí –en estatura no mucho, ya ves, pero en lo demás como cualquier otro niño– y abandoné la infancia para convertirme en un

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jovencito. Lo que no conseguí fue desembarazarme de la sensación de que todo lo que yo probaba ya había sido probado antes, ni aún cuando comencé a ganar mi propio dinero y a obtener mis primeras posesiones personales. Si compraba un periódico, un pequeño desorden en las hojas me transmitía la idea de que alguien lo había leído; en el caso de la ropa, sospechaba que era una prenda que algún cliente había comprado, usado y luego, insatisfecho, devuelto. Esta obsesión afectaba a mi vida cotidiana, no digamos a mi relación con las chicas, a las cuales, si no ahuyentaba mi absurda reacción ante cualquier tipo de objetos, yo mismo abandonaba, convencido de ser siempre un segundo plato en sus opciones sentimentales. En estas andaba cuando un día me vino a la mente el comentario de mi padre sobre los chupa-chups y, viendo el origen de todo en aquella broma, acudí a verle y le pedí cuentas de sus palabras. Para mi sorpresa, mi padre se tocó con dos dedos en la sien y me preguntó: —¿Es por esa sensación, verdad? Te ponen un café y el camarero le ha dado un sorbo. Nunca hay una toalla a estrenar, ¿no? Y los cepillos de dientes. Malditos cepillos de dientes... Tragué saliva y asentí: —Los cepillos de dientes son lo peor. Mi padre suspiró: —Federico, te hice esa broma, igual que se la hice a todos tus hermanos, para comprobar si lo habías heredado.

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—¿Esto se hereda? —Como ves sí. Hablamos largamente toda la tarde, compartiendo obsesiones, cosa que no me hizo sentir mejor, aunque sí más unido a mi padre. Me contó sus trucos para salvar las peores situaciones, enseñándome a disimular la inercia interior de nuestro cerebro. Sin embargo, pronto noté que toda su pedagogía se convertía en reserva cuando hablaba de la forma de poner fin al problema, de curarlo o eliminarlo. Tras presionar con todo tipo de argumentos, conseguí que admitiera que guardaba algún secreto en torno a nuestro problema hereditario. —No se trata de una solución, se trata de un cuento. Prométeme que no pondrás en práctica lo que escuches. Solo después de que se lo prometiera, mi padre comenzó a narrar: *** Tuviste una infancia dura, Federico, pero creo que desconoces que tu familia no siempre fue tan pobre. Tu abuelo era un diputado de Unión republicana y al acabar la guerra fue apresado y le hicieron una petición de pena de muerte. Mi familia me pidió que me alistara en la División Azul, pensábamos que eso ayudaría a salvar la vida al abuelo, y así marché con la división germanófila al frente ruso. Allí pasamos muchas penurias, el frío era intenso, tanto que tan solo vestirnos o hacer nuestras necesidades era un martirio, y la sensación de estar lejos de los míos, insoportable. Paradójicamente en situaciones como esa se hacen grandes amistades.

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Yo desde el primer día me pegué a roda, un soldado que había estudiado en el Colegio Alemán en Madrid y podía comunicarse con nuestros aliados. Y su conocimiento de ese idioma resultó providencial. Existían pocos sitios en los que gastar nuestra paga, y los campesinos a menudo trataban de vendernos cosas, lo que era más que difícil, pues todo lo que uno comprara debía luego acarrearlo consigo en los desplazamientos. Una tarde una mujer de aspecto algo estrafalario intentó colocarnos unas matrioskas, esas muñecas rusas que se guardan una dentro de otra. Fue la primera vez que vi ese tipo de juguete y me llamó mucho la atención. Sin embargo, como te explico, no tenía sentido añadir ni un gramo más de peso a nuestro equipo. La mujer cambió entonces de estrategia y se ofreció a leernos la palma de la mano. Allí tuvo más éxito, pues la moral de la tropa estaba muy baja, y se formó una pequeña fila de soldados deseosos de prestarse a la quiromancia. La mujer hacía su lectura gesticulando demasiado, como se suele hacer en estos casos, y cambiando el tono de voz de forma bastante ridícula. Un soldado alemán que tenía conocimientos de ruso traducía sus palabras y mi amigo roda a su vez traducía del alemán al castellano, para que los españoles lo pudiésemos entender. Mientras aguardaba mi turno en la fila, recuerdo que pensé en lo poco serio del asunto, no ya por la lectura de las líneas de la mano, sino porque desconfiaba del talento de aquella mujer para esa labor, y, en caso de tenerlo, de las posibilidades de conocer con fiabilidad cualquier resultado después de las dos traducciones de roda y el alemán.

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A pesar de mis dudas extendí la mano. La mujer miró la palma, su cara se ensombreció y a continuación estalló en exclamaciones. El soldado alemán hacía esfuerzos por entenderla, pero no parecía conseguirlo. La mujer me señalaba y gritaba: ¡Snova! ¡Snova i snova! El alemán creyó que la mujer pedía que repitiera la operación y le mostrara de nuevo la mano, pero cuando la ofrecí la mujer me apartó de un golpe. De repente se tranquilizó y comenzó a hablar al alemán en voz baja. El soldado la escuchó con atención, aunque su rostro mostraba una mezcla de alarma e incredulidad muy sospechosa. El alemán tradujo las palabras para roda, y con ellas trasmitió a mi amigo también el mismo gesto en la cara. Por último roda se giró hacia mí y comenzó a traducir: *** Amigo, yo te traduzco lo que esta bruja loca ha dicho. Pero antes déjame advertirte que creo que es puro cuento para sacarte los cuartos. La mujer dice que eres un snova, que no sé que es pero que se traduce algo así como «otra vez».  Dice que toda tu vida ya la viven los otros antes y que tú estás maldito. Según ella todo lo que toques lo ha tocado alguien antes, todo lo que hagas lo ha hecho alguien antes y tú solo lo harás, eso, otra vez. Dice que los hombres como tú se vuelven locos y se matan a sí mismos. Pero que hay una solución. Que es una estupidez para sacarte los cuartos, insisto. La solución es matar a un hombre, cosa que aquí no tenemos tan difícil, claro, y debes hacerlo en

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día de nevada, algo también sencillo. Pero la bruja dice que después tienes que abrirle el vientre al muerto y meter dentro una de las muñecas esas que vende. Y enterrarlo en la nieve. Amigo, yo creo que todo esto se lo ha inventado para endosarte una muñeca, porque no ha vendido ninguna. *** Esto fue lo que me dijo mi amigo roda. Y yo seguí su consejo y no le compré ninguna matrioska, al menos en ese momento. Porque, hijo, tengo que reconocer que fui débil, y cuando al día siguiente vi a lo lejos la extraña figura de aquella mujer, no pude evitar acercarme a ella y comprar una de las muñecas a escondidas. ¿Cómo podía conocer esta sensación que yo siempre había mantenido en secreto? Cargué con la maldita muñeca durante la campaña y, como no podía ser de otra forma, el destino puso en mi camino la oportunidad de hacer caso a la bruja. Un hombre al que yo había abatido yacía desplomado junto a una pequeña colina. Nadie que no haya estado en esos lugares puede entender lo fácil que es sepultar un cuerpo con nieve. En los minutos que estuve valorando la posibilidad de rajar el cadáver, el propio clima había alcanzado ya a cubrirlo con una pequeña capa blanca. Pero no pude hacerlo. El soldado ruso, un miembro del batallón de esquiadores soviéticos, estaba ya muerto. Era un infeliz como yo, abrirle el vientre y enterrarlo de tal forma que sus compañeros no pudiesen encontrar el cuerpo me pareció una canallada.

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Ya está. Este es el cuento que me resistía a contarte. Tan solo te pido que no olvides tu promesa, y la desesperación no te lleve a intentar poner en práctica un ritual tan descabellado. *** repetí mi promesa a mi padre, e hice lo posible por desviar la conversación hacia terrenos más amables, aunque en mi interior semejante historia me había trastornado. La relegué en mi cerebro como pude, y mi padre contribuyó al no volver a mencionarla nunca más. Afloró sin embargo muchos años después cuando, tras su muerte, encontramos entre sus cosas una desgastada matrioska, con las correspondientes hijas de madera en su interior. La posesión de la muñeca revolvió en mí la necesidad de librarme de esa sensación que te he descrito y que, tal y como había dicho la mujer rusa, me daba ganas de matarme y acabar con todo. La muerte de mi padre, pese a suceder en su vejez, no fue una muerte natural, sino debida a un accidente de coche. No podía dejar de pensar que quizá había cometido suicidio. Mi locura se desató un día de nieve. Un hombre me pidió ayuda para colocar las cadenas en los neumáticos, y en lugar de asistirle intenté acabar con él. Pero soy un mal asesino. Me sorprendieron, me retuvieron, me entregaron a la policía. Y me condenaron. Cumplí mi pena y decidí convivir lo menos posible con la gente. De ahí los halcones.

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Los halcones son unas aves maravillosas que merecen respeto. Las personas, cuando las miro, cuando os miro, sois como las palomas para mi halcón, objetivos que desearía destripar con mis garras. Por eso siempre llevo la muñeca encima, por si surge la ocasión. Mira. *** Y miré. No mentía, en su mano me mostraba una matrioska, con los rasgos casi borrados por culpa del desgaste de la pintura. La habitual mirada tranquila del señor Federico había desaparecido siendo sustituida por unas pupilas llenas de destellos de locura. Aquel hombre se levantó y comenzó a recorrer con sus ojos el hangar. Yo permanecía sentado en los cables, más incómodo que nunca, observando estupefacto cómo el halconero recogía un hierro del suelo y lo sopesaba como arma, blandiéndolo un par de veces en el aire. Yo era sin duda más joven y más fuerte que el señor Federico, pero, no les voy a engañar, estaba asustado. Avancé hacia la puerta del hangar y el halconero se interpuso en mi camino. Vi de verdad en su rostro la intención de acabar conmigo, y me dispuse a luchar por mi vida. Dos golpes. No, no me refiero a eso. Sonaron dos golpes en la puerta. Mis compañeros me reclamaban, el trabajo se había reanudado. El señor Federico arrojó el hierro a un lado y abrió la puerta. Saludó amablemente a mis compañeros y abandonó el lugar caminando bajo la nevada. recuerdo que el viento hacía pequeños remolinos de copos en torno a él.

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*** —Un esquizofrénico –diagnosticó el fotógrafo. —Puede ser –concedió el escritor–. ¿Le denunció? El camarero negó con la cabeza. —Ni denuncia ni nada. No pasó nada. El fotógrafo se aferró a su vaso para no decir algo que ofendiera al camarero. Los ojos del escritor revisaron divertidos la contención del fotógrafo. —Calma –y sonrió–: Si no me equivoco, aún falta algo en el final de esta historia. El camarero se sirvió a sí mismo una copa de coñac y le dio un par de tragos callados. —Claro que algo falta en el final, ese el problema de todo esto –se apoyó con las dos manos sobre la barra, casi enfadado–. Al día siguiente busqué al señor Federico junto con dos compañeros para demostrarles que era un tipo peligroso. Ahí estaba, con uno de sus halcones sobre el brazo. ¿Se pueden creer que cuando me vio reaccionó como si nada, como si no me conociera? Me saludó muy correcto y, ¿qué dijo? El escritor lanzó una carcajada y apuntó al camarero con su índice antes de afirmar: —«Creo que es el momento de contarte mi historia».

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La copa de coñac volvió a los labios del camarero mientras este admitía: —Exacto. El cuerpo del fotógrafo serpenteó incómodo en su banqueta. —Creo que necesito que alguien me lo explique. —La explicación es que hice el ridículo –gruñó el camarero–. Al señor Federico le llamaban Fede Otra Vez porque contaba una y otra vez la misma historia. Y yo me la creí. Y pensé que iba a matarme, a abrirme en canal y a convertir mi estómago en una casita de muñecas. El silencio atravesó el restaurante dejando un halo tenso y frío. —Se olvida usted de un detalle importante –objetó al cabo de unos instantes el escritor–. Ese día, como hoy, nevaba. Quizá ninguno de sus compañeros escuchó a su señor Federico en una tarde como esta. Puede que sí que peligrara seriamente su vida. Nunca menosprecie el poder de una mala nieve.

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Una cruz en la encrucijada —Yo no sé si la nieve puede ser buena o mala –dijo el fotógrafo–, pero conozco de primera mano algo que le ocurrió a un amigo mío y puedo asegurarles que se trastornó un día de nieve, y nunca volvió a ser el mismo. —Al final existen muchos señores Federico –masculló el camarero. —Puede ser –concedió esta vez el fotógrafo–. Pero yo no diré su nombre. Trabajé codo a codo con él durante un tiempo. Yo hacía fotos desde un helicóptero y él las vendía. Era vendedor. Pero le llamaremos el ladrón. —Muy interesante  –fue la calificación del escritor–. Se movió usted entre el crimen. El fotógrafo negó esa idea apartándola en el aire con un gesto de su mano. —No se trata de eso. Pero sí, se convirtió en un ladrón, y al parecer animado por mí. Según él, yo le di la clave. *** —Tú me diste la clave. Eso me soltó como una confesión, desabrochando su amarilla sonrisa de fumador en el bar de un hostal, junto al helipuerto. Él había abandonado su coche y yo el helicóptero, y los dos habíamos aparcado en la barra de ese bar de carretera; pero no era agradable como este, tampoco era un sitio sucio, ni rancio, ni sórdido, pero sí especialmente gris. El piloto nos había acompañado durante las primeras copas, pero, como otras veces, se

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había marchado cuando el sentido común le avisó de que era el momento de hacerlo. —Supongo que tienes mucho tiempo para pensar, allí arriba, en la libélula –reflexionó el ladrón con aire gastado–. Pues acertaste: me diste la clave. Pero no, no vayan a pensar que el ladrón era un profesional del robo, claro que no, yo le llamo ladrón pero su profesión era vender, vendía fotografías aéreas de pueblos y fincas, mis fotografías. No es fácil vender fotografías aéreas, así que yo no sabría decir si fue un buen ladrón, pero desde luego era un buen vendedor. Cuando yo fotografiaba desde el helicóptero, recogiendo la apelmazada plantilla de los pueblos castellanos desde lo alto, siempre pensaba aburrido en la similitud de las poblaciones derramadas sobre la meseta, con sus montes iguales, sus casas iguales, sus carreteras moradas e iguales. Todo lo que a mí como fotógrafo me pudiera interesar, era lo que no interesaba a nuestra empresa. Los sembrados dibujaban fantásticos puzles naturales que yo nunca retrataba, los bosques se desparramaban surcados por las líneas de los cortafuegos o se agrupaban en pequeñas manchas verdes, que recordaban vagamente a siluetas de animales, como las nubes, y tampoco les prestaba atención, como a los collages metálicos que formaban los tejados de los polígonos industriales. Fotos y más fotos aéreas de pueblos, para mí todas desesperantemente iguales. Pero el ladrón vendía, y las parroquias, los ayuntamientos, las cofradías y los particulares compraban, por-

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que veían orgullosos la diferencia de su localidad, mientras el ladrón asentía cínicamente con la cabeza. La verdad es que formábamos un buen equipo el ladrón y yo. En realidad el equipo lo completaba siempre una tercera persona, el piloto. Pero los pilotos iban y venían, pues ese era para ellos el peor de los trabajos posibles, cansado y mal pagado, mientras que el ladrón y yo permanecíamos, cada vez más cansados aunque bien pagados, y más hartos y dóciles. Alguna vez hablábamos preguntándonos la razón por la que nos habíamos metido en ese trabajo aburrido e itinerante, porque el sueldo no podía compensar una vida tan gris. Yo me quejaba y él solía asentir, pero asentía por inercia, por la costumbre de su profesión, porque en realidad me contradecía con las palabras. Comparaba nuestro esfuerzo y nuestro salario, y no se arrepentía, afirmaba que en su momento le pareció un precio razonable. Era el mejor vendedor, no les miento. En las clásicas convenciones de empresa, cuando todos los equipos se reunían y cada miembro disimulaba malamente el descontento con el trabajo que le había deparado la vida, el ladrón sonreía satisfecho porque sabía que era el más triunfador de todos aquellos fracasados. Sus ventas siempre superaban con creces al resto de  sedientos comerciales, proporcionándonos premios, incentivos y una pequeña bandeja de plata que periódicamente nos llevábamos a casa. Así fue hasta el accidente. El día de nieve al que antes me refería. Estoy convencido de que el día en que salvó la vida de ese peligroso accidente no llamó a nadie por teléfono, ni nadie se

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preocupó por él. Sí fue, como ustedes piensan, un día de nieve intensa, de la que convierte el aire en un puré que atravesar. La carretera, además, estaba helada. Lo cuento, y aún me cuesta creerlo: su coche se salió de la carretera, dio tres vueltas de campana, tres vueltas completas convertido en una gigantesca rueda de metal. A un lado un terraplén y al otro una torre de alta tensión, y sin embargo el coche cayó en medio y se quedó allí clavado, horizontal, con toda la chapa magullada y retorcida. Las puertas quedaron atascadas por la fuerza de los golpes, que habían desplazado la cubierta, arrugándola como quien remanga una camisa. El ladrón, maldiciéndose a sí mismo por haberse quedado medio dormido un día así, no tuvo otro remedio que salir por una de las ventanillas, y un trozo de cristal le hirió levemente en el antebrazo. Eso es todo. Ésa fue la única lesión que le produjo el accidente. Una línea de sangre en forma de zeta, ése fue el milagro. Un accidente que hubiera matado a cualquiera dejaba a mi amigo completamente ileso. De pie en medio de aquel páramo de carreteras secundarias, contemplando incrédulo el hojaldre metálico de su coche y los metros de profunda costura que éste había hecho en la capa de nieve. Todavía confuso, caminó en torno al automóvil y entonces, en la parte delantera, la vio: una cruz de hierro, una de esas cruces forjadas que recuerdan la muerte en accidente de algún desdichado, le esperaba apoyada en el parachoques.

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—Podía ser cualquiera... –musitó el ladrón al vaso de whisky sin que yo supiera a qué se refería, pero entonces me miró con un lago negro en cada ojo– ...su sitio. El coche la arrastró más de 10 metros  y, con tanta nieve, ¿cómo iba a saber dónde estaba clavada? Se giró de nuevo hacia la barra, como si estuviera bebiendo solo. —No quería clavarla en cualquier sitio. La eché al maletero. Aún sigue ahí. Se lo aseguro, me gustaría decirles que entonces pensé que bromeaba, que era una historia de vendedores y viajantes, una más, como tantas otras que se cuentan los comerciales en los bares de los hoteles, pero desde el primer momento supe que cada frase del ladrón encerraba verdad y solo verdad. —¿recuerdas lo del accidente, lo del número de lotería? El ladrón se refería a las horas posteriores al accidente. Como les digo, era un hombre solitario, así que  yo fui su única compañía. Estuve con él, primero en el hospital y luego en la pensión. El ladrón callaba un ensimismamiento del que yo intenté sacarle a base de juntar palabras con más palabras. La verdad, no se me ocurría qué decir para animarle. El ladrón apenas abría la boca si no era para insistir en que debería estar muerto, en que su coche se salió de la carretera dando vueltas como una noria, y que cuando eso ocurría era que había llegado tu hora, que él lo sabía, que yo lo sabía y que cualquier viajante lo sabía.

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Le dije que la suerte era tan zorra, perdonen ustedes, pero nosotros hablábamos así, tan zorra que a veces besaba también a los desgraciados como él. —Había una cruz allí. Ese era un lugar para morir. Entonces, claro, no me dijo que la había guardado en el maletero, solo que había una cruz funeraria y yo creí poder convencerle. Improvisé una teoría sobre la marcha preguntando y respondiéndome a mí mismo, como si hablara de algo obvio: —¿Puede resultar premiado el mismo número dos veces en el sorteo de Lotería? Es posible, tiene las mismas probabilidades que cualquier otro número. ¿Sucedió alguna vez? No. Nunca. Pues, escucha, había una cruz allí, ¿no? Ese número ya había sido premiado. El ladrón alzó la mirada y la mantuvo sobre mis pupilas unos segundos. Así le di la clave. —Pero creo que no te daré las gracias. En la barra del bar, recordando esa noche, el ladrón volvió a posar sus ojos en mis ojos y luego comenzó una frase que se le gangrenó enseguida en la garganta. Pagó nuestras consumiciones y me arrastró hasta su coche. Abrió el amplio maletero para que comprendiera. ¿Cuántas podría haber?¿Veinte, treinta? Más de dos docenas de cruces mortuorias se amontonaban en el rectángulo enmoquetado del maletero, formando una reja enmarañada en la que se combinaban el hierro, los pétalos de plástico y el óxido con sus

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reflejos anaranjados. Las cruces diferían en tamaño y forma, aunque, en aquel laberinto, bajo la luz de las farolas del aparcamiento, era difícil distinguir dónde acababa una cruz y comenzaba otra. De entre todas esas cruces, solo una era la que el ladrón arrancó de su lugar el día del accidente. No sabría decirles cuál. Sí que la guardó durante largo tiempo, como un amuleto supongo, no sé, un objeto de protección. Conociendo al ladrón sus razones no tendrían nada que ver con la superstición, por supuesto con nada sobrenatural. Había encontrado, con mi ayuda creo, una fisura en la matemática del azar. Pero los viajes son largos y en ese invierno el ladrón no tenía más compañía que la de la radio y sus propios pensamientos. Pasó una semana y un día el ladrón, como tantas veces en su profesión, sintió venir el sueño, y mientras luchaba contra el peso de los párpados, divisó otra cruz erguida en la cuneta. —Frené, bajé del coche, robé la cruz y seguí mi camino –me explicó. Fue su segunda cruz, luego llegaría la tercera y la cuarta. Calculó que cada cruz le protegía de la carretera al menos una semana. Fue sustituyendo las horas de sueño por un empuje macabro, por esas huellas que como grandes ojales quedaban en la tierra después de que el hierro de las cruces fuera desclavado. Es de locos, pero fue la mejor temporada de nuestra carrera. Vendió como nadie nunca en la empresa había vendido. En la convención cuatrimestral de enero fue tratado como un genio, un superdotado para las ventas, pero las cosas no iban bien.

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Tengo en casa la fotografía que nos tomaron en esa convención y ya se puede ver claramente cómo se agrietaba su salud, crispándole el rostro. En los días siguientes comenzó a diseñar unos recorridos cada vez más absurdos, con itinerarios totalmente injustificados. Carreteras comarcales, puertos de montaña y puentes sinuosos fueron visitados por su peculiar maletero. Al cabo del tiempo las denuncias por la desaparición de las cruces fueron lo suficientemente numerosas como para que la policía las tomara en serio. El ladrón, además, no había sido cuidadoso. Al contrario, preguntaba en las tabernas de los pueblos cuál era la zona peligrosa que el conductor debía evitar y, tras escuchar el consejo de los lugareños, se encaminaba directo hacia ese paraje, sabedor de que estaría sembrado de cruces. Antes de nuestro último día de trabajo yo le advertí, le llamé por teléfono y le anuncié que la policía le buscaba. Situaron un agente en nuestro helicóptero para vigilarlo y a mi eso me pareció sucio. No existía gran nobleza en ese oficio, pero el ladrón siempre se giraba hacia el cielo cuando le sobrevolábamos, nos saludaba con la mano y, a pesar de la distancia, yo sé que concedía una sonrisa a –como a él le gustaba llamarlo– la libélula. Creo que su manera de agradecerme la advertencia fue confesarme su historia, allí en el bar. También me contó el desenlace, aunque yo entonces no supe distinguirlo de entre las frases desconcertantes e inconclusas que el ladrón mascullaba junto al vaso. Me dijo:

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—Ya encontré mi sitio. ¿Ya se la había dicho yo antes? No, creo que no. Presten atención: —Ya encontré mi sitio. La mañana de su detención el ladrón no siguió el trayecto acordado con nuestro piloto. Para colmo, –tome nota para su proyecto, señor escritor– nevaba. Puso el coche en dirección a la cordillera y exigió el máximo al acelerador. El policía ordenó que nuestro helicóptero le siguiera sin disimulos y así nosotros le acompañamos desde las alturas, como una ruidosa cometa. El ladrón detuvo el automóvil varias veces en su camino para robar sin contemplaciones más cruces de muertos. No le preocupó nuestra presencia, ni los gritos indignados de otros testigos. El agente contactó con sus compañeros y me obligó a realizar fotografías de esos últimos robos. Pronto aparecieron un par de coches de policía. Perseguimos el automóvil hasta la falda de la cordillera, en una de las muchas zonas que el ladrón recorrió en sus últimos viajes. Todos pensábamos que se internaría entre las montañas pero no lo hizo. El policía hizo que nuestro piloto se acercara aún más e inundó con un megáfono la tranquilidad de aquel lugar. El ladrón ignoró la orden de alto y aumentó la velocidad peligrosamente. Por fin avistamos el destino de su huida. En un solitario encuentro de carreteras secundarias, la intersección dibujaba una nítida cruz de caminos. En tres de las esquinas, tres cruces de hierro recordaban que allí habían muerto tres personas. El ladrón dirigió su coche hacia el cuarto ángulo, atravesó el escueto arcén, volcó sobre la cuneta y, girando como una peonza, bailó unos segundos antes detenerse con el capó sobre el suelo de un sembrado. El cargamento

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de cruces quedó desparramado sobre la tierra con una ironía algo fantasmal. Tras unos segundos de incertidumbre el helicóptero descendió cerca del cruce, espantando a un rebaño de ovejas varios metros más allá. Cuando conseguí acercarme al lugar del accidente, el ladrón se encontraba ya fuera del coche con la corbata torcida y el gesto desolado. Mientras le esposaban miraba alternativamente a su automóvil, a las tres cruces y a mí, incapaz de explicarse la razón de que siguiera vivo. *** No quiero que piensen que el ladrón era un tarado, o un pervertido. El me lo dijo: —Solo robo cruces, puedes llamarme ladrón, pero nada más. Fue en ese bar del que les he hablado, y yo sé que no mentía, era una barra de bar como esta en la que bebemos ahora, y no estaba más lejos de lo que están ustedes de mí. Pueden creer lo que quieran. Probablemente les decepcione que el ladrón no muriera, es comprensible, es lo que él esperaba, él mismo se decepcionó. Yo, a pesar de todo, acudí a ese cruce y clavé una cruz en la esquina. No sé si alguno pensará que esas cruces son baratas o fáciles de conseguir, yo les aseguro que no, que pagué un buen dinero por ella.  Es cierto, no murió nadie, pero entonces me pareció un precio razonable, y al fin y al cabo el ladrón y yo formábamos un equipo.

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En Navidad se rompió el lago —Es una buena historia de nieve –afirmó el escritor–. Las dos son buenas historias. El fotógrafo y el camarero no pudieron evitar mirarse satisfechos. Aun con una audiencia tan escueta como esa, se sintieron halagados. Dos nuevos vasos aparecieron sobre la barra. —A esta invito yo –informó el camarero. El fotógrafo esperó a que los vasos tuvieran algo líquido en su interior y cogió el suyo. Lo alzó hacia el escritor: —Ahora es su turno. El escritor levantó también su vaso y le dio un trago. —¿Mi turno? Sí, supongo que sí. —A no ser que esté guardando todas sus historias para su próximo libro. Si es así lo entendería. —No, no se preocupe. Agradezco su tacto, eso sí –el escritor hizo una pausa–. Pero en lo que estoy interesado no es estos relatos largos, sino en pequeños retazos, como lo que usted hace, fotografías, de esta mala nieve de la que hablamos. Una palabra vino desde el otro lado de la barra: —Copos.

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El camarero tenía la habilidad de concitar las miradas con apenas un ruido o unas sílabas, al igual que hizo antes con la tos. —Me refiero a que usted no está interesado en la nevada. Le van más los copos. El escritor alzó las cejas y a continuación pidió permiso con tono respetuoso: —¿Le importa a usted que me apropie de esa idea? —Va con este trago –un amago de sonrisa asomó bajo su bigote–. Yo invito. El escritor cerró los ojos como si estuviera ordenando un gran número de ideas en su cerebro. Levantó los párpados y preguntó: —¿Conocen ustedes el lago Oriol? —¿La ciudad? —Esa misma. —Por supuesto –dijo el fotógrafo–. Incluso la he fotografiado. Es como una ciudad de cuento. El escritor atrapó las últimas palabras del fotógrafo. —A eso me refiero. Permítanme que les cuente ese cuento. *** Como recordarán,  tendido a la sombra de los Pirineos, el lago Oriol tardó apenas dos años en convertirse en el lago artificial más famoso de Europa.

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Las revistas de todo el mundo incluyeron en sus páginas la fotografía de su bello atardecer, con los arreboles encendidos tras los imponentes edificios de la isla, como un pequeño Manhattan flotando anclado en el centro de las aguas, recogiendo en sus paneles de hormigón y cristal las llamas tranquilas del crepúsculo mediterráneo. Los edificios se alzaban buscando las nubes con orden, formando una piña en torno al más alto de ellos, que fue bautizado como Torre Primera. En él los pisos se sumaban interminablemente, repitiendo ventanas hacia el cielo. Los niños jugaban a intentar contarlos con la mirada, pero era como intentar contar los naipes de un mazo de cartas. Desde la planta cien de esa torre, Salvador Oriol podía contemplar la ciudad satisfecho de confundir sueño y capricho. Tras el anochecer el viento descendía de los Pirineos y hacía temblar las luces de los rascacielos reflejadas en las aguas. Al empresario le gustaba observar desde allí la autopista con su corriente ininterrumpida de faros de coches, que venían o iban hacia Francia viajando a gran velocidad. De vez en cuando una de esas parejas de faros aminoraba y abandonaba el cauce de la autopista para acercarse a las orillas del lago. Oriol sabía que alguien había hecho un alto en su viaje para admirar su ciudad, y eso le llenaba de orgullo. Era su creación, su pequeño reino. Sin embargo, quizá no recuerden que la iniciativa de Salvador Oriol de construir una ciudad ideal que albergara al grueso de trabajadores de su corporación fue al principio criticada como un desmesurado gesto de megalomanía. Se le acusó de querer formar una ciudad estado, de neofeudalismo, y las columnas de los periódicos no perdieron la oportunidad

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de realizar la más funesta radiografía del magnate. Siempre ególatra, siempre mujeriego, contundente, saturado de poder, el señor Oriol se convirtió en el más polémico ejemplo de una aristocracia financiera que intentaba perpetuarse década tras década, en un remedo económico de los lazos sanguíneos de la antigua nobleza europea. En la ciudad de Barcelona, en el salón de actos de un lujoso hotel, Oriol protagonizó una breve rueda de prensa en la que expuso su proyecto. La presentación reunió a un nutrido grupo de periodistas poco o nada interesados en lo que allí se iba a decir. El vicepresidente Jorge Quirós precedió al magnate estrechando las manos de algunos asistentes de las primeras filas y destacando a otros de las filas más interiores con un arqueo de cejas o una sonrisa. Con unas gafas de gruesa montura que hacían parecer su cara aún más afilada, el vicepresidente daba la impresión de rellenar la piel solo con huesos e inteligencia. Quirós se situó de pie junto a una de las dos sillas que había en la mesa de la tribuna y esperó a que hiciera su entrada el verdadero protagonista. La elevada figura de Salvador Oriol caminó directamente hacia su asiento, sin ninguna nota en sus manos, el pelo canoso, las cejas negras, el reloj de plata tintineó al rozar con la botella de agua, una mano femenina curvó el micrófono para que recogiera mejor sus palabras: —Quiero una polis perfecta, en la que mis empleados sean ciudadanos de la empresa. Tras cada frase hacía una pausa, concediendo a los fotógrafos unos segundos para que escupieran sus sílabas de luz.

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—Un lugar en el que la vida y el trabajo convivan sin estorbarse. Una joven arquitecta italiana garabateaba notas en un asiento de la tercera fila, con el abrigo sobre sus rodillas, la chaqueta sobre el abrigo, el bolso sobre la chaqueta y el cuaderno y la bufanda sobre el bolso. Así, emboscada tras un montón de ropa, apuntó las frases anteriores y dibujó el perfil patricio de Oriol vestido con calzas y un jubón, como si fuera un Médici. Las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz, pero no tenía manos libres con que colocárselas. Pese a sus esfuerzos, la bufanda había caído al suelo. Decidió dejarla allí hasta que Salvador Oriol diera por terminado su encuentro con la prensa, a quien había reunido con el único propósito de expresar sus deseos. Y la prensa había acudido, dispuesta a recoger su palabra y difundirla: —Quiero una célula madre. Meses más tarde, el estudio de la italiana Tamara Lena presentó un proyecto arquitectónico irónico y brillante. Basándose en Vitrubio y en las ciudades utópicas del renacimiento, Lena sustituía la organización gremial por una actual disposición acorde con las estructuras de planificación del Departamento de recursos Humanos de la multinacional. La culminación de tal proyecto exigía que la ciudad se construyera delimitada por las costas de una isla y así se hizo. Las excavadoras clavaron sus dientes en la tierra y devoraron hasta crear un exceso cóncavo tan monstruoso como fascinante. Según fueron alzándose los primeros muros de la construcción ideada por la

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arquitecta italiana, las voces críticas se apagaron cediendo su lugar en la prensa a los elogios y la admiración. Las obras del lago Oriol duraron siete años y el resultado impresionó a quien puso sus ojos en él, hasta el punto de que la propia creadora resultara hipnotizada por su obra. Tras casi ocho años de dedicación exclusiva al proyecto nunca imaginó que el producto final sería tan monumental y tan embriagador. La geometría de los barrios, las dársenas que como gigantescos pétalos adornaban los embarcaderos, y, sobre todo, la Plaza Mayor con la reluciente verticalidad de la Torre Primera dominando la isla, emanaban una magia atemporal, un vaho deslumbrante que escondía toda la frialdad del urbanismo práctico que había presidido su trabajo. Al piso cien de esa torre fue llamada la señorita Lena, en principio para otra visita más de las muchas que había tenido en el despacho del magnate. Sin embargo, la invitación llegó esta vez de una forma claramente excepcional. Uno de los coches de lujo de la corporación se detuvo junto al edificio que albergaba su despacho y el cuerpo delgado y anguloso del vicepresidente Quirós descendió cortando el aire con el incisivo planchado de su traje azul. Un coro de saludos respetuosos acompañó al vicepresidente hasta el despacho de la arquitecta, allí la secretaria no se atrevió a hacerle esperar ni un minuto junto a la maqueta de la isla que reivindicaba la mayor parte de la salita. Las gruesas gafas del vicepresidente enmarcaron con su montura una astuta mirada cuando la señorita Lena le invitó a sentarse. —El Señor Oriol quiere hablarle acerca de su cláusula de confidencialidad.

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En el corto trayecto que separaba su despacho de la Torre Primera, la señorita Lena repasó mentalmente esa cláusula firmada por la cual perdía todo derecho a hacer público cualquier dato concerniente al proyecto. El silencio cortés del vicepresidente la escoltó en uno de los diez ascensores de la torre. Tras abandonar el ascensor, diez miradas esquivas de diez frenéticas secretarias precedieron a las puertas del despacho presidencial. Al gran empresario le gustaba tener el mismo número de secretarias y de ascensores. —Es magnífico, Tamara –tras cientos de reuniones, el presidente la llamó por primera vez por su nombre de pila–. Es mi ciudad de cuento de hadas. Salvador Oriol contemplaba a través de los amplios ventanales la geografía vertical de la isla, su mirada reflejada en los cristales, los cristales alumbrando el ademán complacido y respetuoso de la arquitecta. —Puedes irte ahora, y nunca más hablar del contrato, o puedes quedarte aquí a morir enterrada con el faraón como los arquitectos del Antiguo Egipto. La sonrisa del vicepresidente Quirós compitió en luminosidad con el haz de luz que traspasaba los cristales, el presidente se giró e indicó a la italiana que se sentara, el cuero acogió su cuerpo suavemente, no había ningún papel sobre la mesa plateada del despacho. Tamara Lena tardó unos minutos en comprender que el Señor Oriol estaba pidiendo su mano.

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La boda fue tan multitudinaria como reservado el discurrir de los meses que la sucedieron, donde el  hormigón preservó los secretos de alcoba del matrimonio. Sin embargo, hubo un secreto que ni la isla ni el celo dominico del vicepresidente consiguió encapsular. El estado de ánimo del presidente era el estado de ánimo de la isla entera, y mes tras mes, año tras año, la ausencia de un heredero situó una nube perenne sobre los tejados de la Torre Primera. La señora Oriol tiene el cerebro lleno y el vientre seco, decían; la italiana sólo sabe dar a luz edificios, murmuraban. Un ejército de hormonas luchó en el interior de Tamara Lena la batalla que su marido no pudo ganar y tras siete años de matrimonio, un doctor pulcramente afeitado les mostró una ecografía que entre brillos esbozaba una pequeña figura humana. Aquella tarde, las grandes pantallas que flanqueaban la entrada a la zona comercial sorprendieron a todos los isleños con la imagen de ese pálpito inseguro que se arrebujaba en las sombras azuladas de la placa. Los empleados se detenían ante las pantallas y sonreían encandilados por el balbuceo de una vida, ajenos a las complicaciones, los tratamientos y los miedos que acompañaron a la señora Oriol a lo largo de todo el embarazo. Y entonces llegó el frío. Llegó el invierno, y las Navidades convivieron aquel año con la expectación del parto que conmovería a la isla. Como si deseara combatir el calor unánime de los isleños, el frío de los Pirineos se abatió sobre el lago con una intensidad casi bíblica. A comienzos de diciembre alguien informó al vicepresidente Quirós de que una persona no había sonreído ante las pan-

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tallas y su borroso retrato ecográfico. Últimamente sólo nueve secretarias tecleaban los informes de dirección. Unos meses antes la secretaria nº 10 había abandonado la ciudad con la maleta llena de despecho. Como tantas otras antes había creído tener una oportunidad de reemplazar a Tamara Lena más allá del tálamo. En esa huida no había ni amenaza ni noticia, pero la secretaria nº 10 se había marchado estando en cinta, y había dado a luz una semana antes, decidida a criar a su hijo ella sola. Quirós perdió su sonrisa y partió para recuperarla, dejando atrás una ciudad nevada y bulliciosa. Y cuando volvió, acompañado de la secretaria nº 10 y el resultado de su embarazo, la encontró aún más nevada, y más bulliciosa: el inaudito frío de aquel invierno no había impedido a los empleados engalanar su isla con toda clase de coloridos adornos navideños.  Los villancicos se mezclaban con un clima de sano optimismo, de días que faltaban y días que sobraban, pues faltaban apenas un puñado de  días para la Navidad y pasaban otros tantos desde que Tamara Lena hubiera salido de cuentas. Cada cual que componía su casa se dirigía después al centro para admirar la trabajosa decoración de los edificios de oficinas, las luces que iluminaban las avenidas y, sobre todo, para ver erigir el abeto presidencial. La noche del 24 de diciembre toda la isla se congregó junto a ese árbol, mezclándose jerarquías y departamentos, esperando bajo la copos de nieve el discurso anual del Presidente. El Señor Oriol no apareció, pero los isleños sonrieron: Por fin, la Señora está dando a luz al heredero.

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Las canciones navideñas sonaban en las aceras, mezcladas con los saludos y las felicitaciones, mientras el frío intentaba en vano convertir en vaho todas las voces. Pero ni la nieve, ni el ruido ni el vaho de las calles alcanzaba las penumbras del despacho en el cual el vicepresidente Quirós mostraba dos bebés gemelos a Salvador Oriol, cuya mirada callaba, también en penumbra. El magnate encontraba más que irrespetuoso que una de sus amantes hubiera decidido tener dos gemelos sin consultarle, obligándole a gastar su dinero y el valioso tiempo de su vicepresidente para solucionarlo. El presidente contemplaba a aquellos dos niños sanos e iguales que no necesitaba, ofuscado por no poder controlar la naturaleza dentro de su isla empresarial, ofendido por aquellos dos pequeñajos que se habían contratado a sí mismos. En una sala contigua dormitaba un sueño de somníferos la desdichada secretaria, representando la escena final de una drama repleto de decisiones equivocadas. La última de ellas aceptar la taza de té que el vicepresidente le ofreció con su peligrosa amabilidad. Quirós informó de la situación: —La madre no tiene por qué ser un problema. El problema lo sufrió Tamara Lena. La italiana se enzarzó en un parto terrible y en la lucha el cordón umbilical ató el cuello del niño en un nudo de carne que nadie supo desatar. El director del hospital se presentó personalmente ante el presidente: —La señora se encuentra bien.

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Salvador Oriol miró unos segundos al vicepresidente, su mano derecha aguantó la mirada. —Ya. Eso significa que el niño está muerto. El lenguaje del director del hospital se asemejaba más al de un político que al de un médico. Oriol aceptaba sus palabras como quien se empapa de una fina lluvia: —La señora requiere, ante todo, descanso. La concepción de otro embrión no es imposible, pero necesitará de mucho esfuerzo, mucho, por parte de todos. Y paciencia. Tras abandonar el médico el despacho, Salvador Oriol apagó la lamparilla de su mesa, única luz que estaba encendida, y las sombras se extendieron a todos los rincones. —Jorge, he invertido mucho en ese niño. El presidente calló unos momentos mientras dejaba que su cerebro, como tantas otras veces, tomara la decisión más adecuada. —Hay dos formas de ver este asunto. Una es que me falta un hijo. Pero yo no quiero verlo así. –Oriol frunció sus cejas en la oscuridad–. Lo que yo veo es que me sobra uno. Jorge Quirós asintió enérgicamente, y al hacerlo su nariz aguileña dividió en dos la negrura de la habitación. Instantes después, mientras el pueblo esperaba, el vicepresidente atravesaba en un automóvil a gran velocidad las solitarias calles

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que comunicaban la Plaza Mayor con la zona de carga del puerto. En las palmas de las manos la suavidad firme del cuero del volante le recordaba que llevaba años sin conducir; centraba su mirada en los semáforos y en el horizonte de las grúas del puerto, quizá para no mirar al asiento del copiloto en el que dormía uno de los dos gemelos que había dado a luz la secretaria. Cruzó los muelles de carga y se introdujo en una avenida formada por dos murallas de contenedores de metal. Frenó junto al último de esos contenedores y maniobró girando el vehículo, aparcando de espaldas al lago. Descendió y comprobó satisfecho los dos metros escasos que separaban el maletero de las aguas. Fue así menor el esfuerzo de acercar el enorme bulto hasta el borde, más fácil aún fue atarle al fardo la toalla de hospital que contenía a uno de los dos hermanos. El frío era tal que cortaba las mejillas y sacudió en un escalofrío al bebé, que rompió a llorar. El otro gemelo fue recibido con salves por los empleados, en el mismo momento  en que su hermano era arrojado al lago, atado al bulto en el que dormitaba su madre. El vicepresidente permaneció impertérrito cuando la toalla se entreabrió dejando ver el gesto desesperado del bebé, sin embargo no pudo evitar sobrecogerse al contemplar cómo las aguas se helaron solidificándose en torno al niño. El bebé que lloraba, estático, se convirtió por unos minutos en la fotografía de un bebé llorando, luego desapareció. El vicepresidente observó el endurecimiento de la capa de hielo, el frío de los Pirineos por fin había conseguido su objetivo: aquel día el lago Oriol se heló por entero, atrapando a las barcas y agrietando parte de las dársenas. Los isleños acudieron al litoral de su ciudad para contemplar el espectáculo del lago convertido en hielo, y cuando la dureza fue

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segura, muchos de ellos se aventuraron a pasear y a patinar sobre ella. Embriagados por la celebraciones, los habitantes interpretaron la primera congelación del lago en toda su historia como un signo de buena ventura. De nuevo las revistas de todo el mundo publicarían un foto del lago Oriol, esta vez convertido en un gigantesco espejo. Al cabo de unas cuantas horas, Tamara abrió los ojos como si despertara tras haber dormido una semana. Le costó tanto esfuerzo separar los párpados que se supuso incapaz de mantenerlos más de tres segundos. Sin embargo, una vez abiertos, no volvió a cerrarlos. En la cuna un niño dormía, esperándola. Su marido salió de una bruma formada por cortinas, pared y batas de médicos.  Sintió como una de sus manos le agarraba la suya, cálida, aunque la dureza metálica del anillo de compromiso relampagueara entre las palmas. Con la otra mano le acarició la mejilla. —Fue un sueño, Tamara. Has soñado que dabas a luz a nuestro hijo muerto. Enmanuel Oriol fue bautizado el 25 de enero, un mes después del día oficial de su navideño nacimiento. El frío acompañó los primeros meses de vida del primogénito hasta que a finales de febrero el sol decidiera devolver al lago su estado líquido original, derritiendo la capa de hielo. Semanas más tarde, los amigos más íntimos del matrimonio Oriol comentaron que al descongelarse el lago se descongeló el carácter pétreo del empresario, afirmaron convencidos que en las aguas se diluyó también su severidad, para descubrir a un nuevo hombre hasta entonces escondido, probablemente un padre.

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Y meses más tarde, los colaboradores más cercanos de Salvador Oriol se reunieron alarmados por la dejación en la que naufragaban los asuntos de la presidencia, abandonados por el magnate, que cada vez tomaba menos y peores decisiones. «No es ni sombra de lo que era». «Es un reflejo de lo que fue». Comentarios ya viejos nacidos en los pasillos y en los despachos, que dudaban de la capacidad de Salvador Oriol para seguir al frente de la corporación y se repetían a la espera de las palabras de Jorge Quirós. Pero el vicepresidente se mantenía en silencio, con las manos cruzadas, los ojos cerrados, meditando. Aquellos hombres y mujeres de negocios le observaban con interés, explorando los párpados tras la vitrina de las gafas. Cuando se decidió a hablar, el vicepresidente lo hizo negando. —No estamos derrocando a nadie, esto no es un golpe de estado. Bajo la dirección eficaz de Jorge Quirós las empresas del señor Oriol continuaron produciendo suficientes beneficios como para mantener el desafío de los edificios sobre las aguas. Convertido en presidente honorífico, sin decisiones, el perfil severo y canoso del magnate abandonó las revistas de economía y pronto su retrato solo se vio en las páginas de sociedad de las revistas europeas. Inevitablemente pasaron los años, y en Europa y por todo el planeta, nuevos arquitectos construyeron nuevos edificios que sorprendieron a aquellos que los vieron, y, con los años, el lago Oriol se vio obligado a mantener su dignidad como un veterano actor de teatro, erguido, elegante, con su brillo empañado.

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Cada cierto tiempo arribaba a la isla un grupo de estudiantes de arquitectura que paseaba por la ciudad esforzándose en repartir su admiración de forma provechosa ante el profesor que les acompañara. Si tenían suerte y la señora Oriol no se encontraba en uno de sus días grises, asistirían a un breve encuentro en el que Tamara Lena les explicaría cómo todo surgió de un dibujo, no de un boceto de un edificio o de una estructura, sino de aquella caricatura de Salvador Oriol embutido en unas calzas del quattrocento italiano. Los estudiantes siempre aplaudían la anécdota, pero, minutos después de despedirse de la señora, ya habían olvidado sus palabras y solo recordaban su rostro cansado, los continuos cigarrillos y el cuerpo delgado y tembloroso que hacía parecer a las carísimas ropas de Tamara un pijama de hospital, y a sus espaldas se compadecían de ella: «No es ni un reflejo de lo que era». «Es una sombra de lo que fue». En los años siguientes los isleños vieron cómo poco a poco se apagaba la estrella del matrimonio Oriol, agrietando la vitalidad del gran empresario, que envejecía una semana cada día, mientras la señora cuidaba de su marido y evitaba los actos sociales. De vez en cuando los edificios de la isla se reflejaban en los cristales opacos de un alargado coche negro conducido con lentitud y sin rumbo aparente; los empleados decían que esos cristales escondían a Tamara Lena, errante, paseando por su ciudad. Y si la salud del padre palidecía, el hijo, Enmanuel Oriol, crecía repleto de vigor. Frente a la invisibilidad que buscaba su madre, el primogénito sonreía ante las cámaras, ante los empleados, que seguían sus pasos hacia la madurez con esperanzada con-

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fianza. Los isleños intuían que aquel muchacho, casi ya un hombre, traería una nueva época de esplendor a la isla, y el joven Enmanuel parecía confirmar esas expectativas, con su éxito en los estudios, y su empeño en formarse para liderar de nuevo la corporación. El joven Oriol apenas tenía veintitrés años cuando se vio obligado a arrodillarse junto a su padre moribundo para escuchar con una amarga sonrisa los desvaríos del anciano: —No importa, eres mi hijo, construí este linaje como construí este reino, un reino de cuento. Enmanuel miraba a los ojos a su padre, preguntándose qué abismo se había abierto detrás de esas pupilas vencidas por el paso del tiempo. —Nada de cuentos, padre, esta ciudad es real. Facturas, ruido, proveedores. Lo hiciste bien, todo de verdad, padre. El viejo magnate negó moviendo la cabeza y la mano derecha con lentitud, como si estuviera sumergido bajo el agua. —Somos el cuento. Aléjate del lago –respiró lo que dieron de sí sus pulmones–. Ahora déjame, el rey necesita descansar. Salvador Oriol falleció durante la Navidad de ese mismo año, abandonando una ciudad no muy diferente de la que él decidió crear. Tras más de veinte años habían cambiado algunas cosas en la isla, pero no los villancicos. Se entonaban las mismas canciones y, a pesar de los funerales y de la formalidad de los trajes oscu-

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ros, los ciudadanos esperaban con ilusión que el joven Oriol se hiciera cargo del lago y de sus asuntos. Pero llegó también la nieve, y el frío intenso. Los mayores se sonreían cuando, como veinte años atrás, el vaho de sus bocas envolvía de nuevo las conversaciones en las calles. Tamara Lena y Jorge Quirós, golpeados por los años, apenas alcanzaban a mirarse turbados por la ignorancia de aquella gente que celebraba como un buen augurio la coincidencia de un frío semejante. Ninguno de los dos consiguió convencer a Enmanuel y al consejo de la pésima decisión que era honrar la memoria del fallecido presidente engalanando el puerto y realizando allí la toma pública de la presidencia por parte del hijo. Ninguno, porque no había ninguna razón que pudiera ser alegada en voz alta. La nieve hizo el resto. Los isleños acudieron en masa a la coronación del Príncipe Heredero. La reina viuda se desmayó cuando vio helarse de nuevo el lago y el envejecido edecán aún tuvo fuerzas para socorrerla, mientras el pueblo prorrumpía en gritos de alegría. El nuevo rey bajó hasta el lago y contempló su reino reflejado en ese gélido espejo.  respiró profundamente ese aire que también formaba parte de sus posesiones y bajó la mirada para verse reflejado. Pero su desconocido hermano gemelo le esperaba allí, en el reflejo, con una mirada de reproche. Vestido como él, idéntico corte de pelo, exacta postura, el hermano le odiaba en silencio. La voz de su madre le llamó con un desgarro que todos los isleños

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consideraron fuera de lugar. Tamara Lena corrió al encuentro de su hijo, mientras los fotógrafos capturaban instantáneas de su carrera con carroñera rapidez. Por un momento el lago helado se convirtió en el escenario de una ópera sin música que nadie entendía, pero cuya imagen las cámaras se apresuraron a inmortalizar. Víctima de la teatralidad, Tamara Lena se arrodilló junto a su hijo y se dispuso a gritar algo que no llegó a salir de su garganta. Como le sucedió antes a Enmanuel, también su mirada se vio atrapada por el hielo. Donde debiera estar su reflejo, en la misma postura y con el mismo atuendo, la secretaria nº 10 la miraba con ojos serenos. Los años pasados desde el nacimiento de los gemelos le habían conferido una bella madurez, el vestido y el peinado que Tamara Lena eligió cuidadosamente para aquel día lucían en ella con elegancia y sobriedad. Tamara no halló en sus ojos ningún odio, si acaso un atisbo de compasión. Toda una ciudad de empleados, incrédulos pero todavía sonrientes, contemplaban a madre e hijo sin comprender la causa de que permanecieran inmóviles como dos figuras de ajedrez. Súbitamente, la secretaria nº 10 se giró para mirar a su hijo y Tamara Lena hizo lo propio mirando al suyo. El hermano gemelo de Enmanuel se puso en movimiento y Enmanuel, aunque no tenía ninguna intención de hacerlo, imitó exactamente sus pasos. Se acercó hasta los muelles para recoger uno de los ganchos que usaban los estibadores en las descargas y aunque tampoco lo deseaba volvió con él hasta la superficie del lago. Enmanuel caminó con los ojos fijos en su imagen sobre el hielo, con una mirada que nadie supo discernir si era de temor o de

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determinación. Las sonrisas de la muchedumbre desaparecieron dentro de sus bufandas al observar a su rey alzar ese gancho, un extraño cetro, que mirado por miles de pupilas se transformó por un segundo en un brillante signo de interrogación. Al mismo tiempo que su hermano, Enmanuel se vio obligado a inclinarse y, como él, a golpear el lago con el garfio. Primero hizo un pequeño agujero, luego se creó una grieta, pronto el hielo bajo sus pies comenzó resquebrajarse y con él se resquebrajó todo el lago. *** —No me diga que se ahogaron –interrumpió el fotógrafo. —No, no –respondió el escritor–. ¿No lo recuerdan? Fue una fotografía muy famosa, llena de movimiento, con los servicios de seguridad socorriendo al joven presidente y a su madre, a punto ambos de ser engullidos por las aguas. Pero, como puedo comprobar, pese a su espectacularidad, también esa imagen se ha acabado diluyendo. —No recuerdo haberla visto –dijo el camarero. —Bueno –continuó el escritor–. En cualquier caso el lago ha vuelto a su ritmo de trabajo habitual, ahora bajo el mando de uno de los hijos de Salvador Oriol. Así que, a la espera de otra fotografía que nos devuelva a la ciudad flotante a la actualidad de los periódicos, los únicos espectadores son ya esos conductores que se apartan unas horas, o unos minutos, de la corriente de la autopista. Pruébenlo algún día, yo lo he hecho, un minuto es suficiente para admirar la altura de la Torre Primera, donde habitan una señora Oriol y uno de sus poderosos hijos. Sin embargo, estimados compañeros de aislamiento, si camino de Francia deciden ustedes visitar el lago, no deben,

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hipnotizados por su belleza faraónica, olvidar preguntar quién es la reina madre de aquel reino. Antes de volver a enfrentarse a cualquier cuarto de baño, antes de acercarse a los cristales de un escaparate, antes incluso de sentarse ante el retrovisor de su propio coche, es necesario que conozcan si el rostro de esa reina es el de una arquitecta o una secretaria.  Ya saben, es es la única forma que se tiene de saber si se encuentran en uno u otro lado del espejo. El sonido del teléfono obstaculizó la conversación que sin duda iba a surgir tras las historia contada por el escritor. El camarero atendió la llamada. Sin dejar de hablar por el auricular, les hizo señas de que las carreteras ya estaban practicables. —¿Sabe una cosa? Ha conseguido usted que tenga interés en leer su libro –confesó el fotógrafo. —Me alegra que diga eso. Deme sus señas y le enviaré uno cuando se edite. Lea todos los cuentos, aunque quizá sea mejor que no lea el  último. El fotógrafo sonrió intrigado: —¿Qué es eso? ¿Una advertencia? ¿Como la que le hicieron a nuestro camarero antes de hablar con el halconero loco? —Parecida –contestó el escritor–. El último cuento es el que terminé de escribir justo antes de que usted se presentara. —Con más razón –protestó el fotógrafo–. ¿Por qué dice usted eso? —Porque, al fin y al cabo, lo escribí en un día de nieve.

E N N AV I D A D S E r O M P I ó E L L A G O

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[II] Copos

La cabra de nieve La nieve cayó de madrugada y cubrió todo el patio. La cabra, de algún modo, apareció con la nieve. —Me da miedo –susurró el hermano pequeño, asomando los ojos apenas unos centímetros por encima del alféizar. —Es solo una cabra –musitó el hermano mayor mientras frotaba la ventana con la manga del pijama extendiendo la elipse libre de vaho que habían hecho en el cristal. El animal tenía unos cuernos que se ramificaban como los de un ciervo y un abrigo natural de pelo largo y blanco sobre el que la luz del sol de la mañana reflejaba pequeños destellos de vez en cuando. —Está muy quieta. —Por eso mismo no debería darte miedo. Mira. El hermano mayor se puso el abrigo encima del pijama, se enfundó las manoplas, se cubrió el pelo con un gorro de lana y completó el equipo con una bufanda y unas botas. Salió al jardín ante los expectantes ojos del pequeño y se acercó a la cabra. El animal no se movió ni lo más mínimo ante la presencia del niño. Se giró hacia la ventana y agitó su manopla sonriente. Después se volvió hacia la cabra y le acarició el lomo. La cabra permaneció inmutable. El hermano mayor se quitó la bufanda y la enrolló entorno al cuello de la cabra.

L A CABrA DE NIEVE

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Después entró corriendo en la casa. —¿Has visto? Es dócil como un perro. Más que un perro. —No me gusta –insistió el hermano pequeño–. No me gusta como mira. Tiene la mirada vacía. El hermano mayor escudriñó a través del cristal en busca de la mirada de la cabra. Tuvo que darle la razón, la cabra tenía una mirada similar a la de un animal disecado. —Además no hay huellas. ¿Cómo ha podido caminar hasta la mitad del patio sin dejar huellas en la nieve? —Tonterías –dijo el mayor–. Habrá nevado después. Quizá lleva ahí toda la noche. El hermano pequeño no respondió nada. La posibilidad de que esa cabra blanca hubiera pasado la noche anclada frente a su ventana le resultaba escalofriante. —Espera aquí. Al cabo de un par de minutos el hermano mayor atravesaba de nuevo el patio en dirección a la cabra. Esta vez cargaba en las manos un revoltijo de adornos navideños. Con una sonrisa en los labios y volviéndose tras cada movimiento para dirigir una mirada a la ventana, el hermano mayor fue colocando bolas de navidad y estrellas en los cuernos del animal. El pequeño contempló la cabra navideña desde la seguridad cálida de su dormitorio. El viento agitaba la bufanda ondeando sus líneas rojas. Adornada, la cabra se veía casi graciosa.

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El hermano mayor llamó su atención agitando los brazos. Se quitó una de las manoplas y le indicó con los dedos que necesitaba dos adornos más. El hermano pequeño se puso el abrigo, tomó dos adornos del árbol de Navidad del salón y salió al patio. Pero no vio a su hermano por ningún lado. Allí solo estaba la cabra, luciendo sus bolas y estrellas, mirando con su ojo inexpresivo. Lo cierto es que la cabra no parecía agresiva. Permanecía inmóvil proyectando su sombra sobre la capa de nieve. El niño llamó a su hermano y, al no obtener respuesta, se dispuso a colocar él mismo los dos adornos en las dos ramificaciones que habían quedado libres en los cuernos de la cabra. Cuando avanzó un par de pasos hacia el animal, reparó en que no había ninguna huella en la nieve. No solo no quedaban rastros de las pezuñas de la cabra, tampoco había pisadas de las botas de su hermano. El niño se giró y observó que tampoco había pruebas de sus propios pasos en la nieve. Volvió corriendo a casa y pegó la nariz al cristal. Su respiración agitada rellenó algo del vaho que su hermano había limpiado con la manga del pijama. Dentro de casa no se sentía inseguro. El sol estaba alto y la nieve comenzaba a derretirse. Algo le decía que cuando desapareciera la nieve, desaparecería también la cabra. Lo que no sabía es cuándo y cómo volvería a aparecer su hermano.

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De momento seguiría mirando al animal y a ese ojo inexpresivo que en ningún momento, quién sabe desde qué hora de la noche anterior, ha dejado de apuntar directamente a su ventana.

L A CABrA DE NIEVE

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No es cosa de risa Fredo, el payaso, se encuentra sentado frente al espejo de su tocador, acechado por un fondo oscuro. La iluminación de la caravana procede solo de las seis débiles bombillas que dibujando una u invertida rodean ese espejo y lanzan una intersección de luz que alcanza al payaso, a su silla verde, mientras el resto queda en una sombra informe de percheros y viejos baúles. Su gesto, pese a la extravagante indumentaria y al maquillaje de clown, es serio y reflexivo,  cualquiera diría que condensa los segundos anteriores al salto a la pista, a las risas, al agitar de manos, a la bocina y el monociclo, pero Fredo lo desmiente quitándose la nariz de payaso. Además, dos grandes manchas de sangre se secan en el guante blanco que enfunda su mano derecha: el espectáculo por hoy ha terminado. —¿Pero estás aquí?¿Tan tranquilo? La pequeña Ylona habla con Fredo, pero su mirada vigila a través de la puerta entreabierta, sus largas pestañas parpadean con preocupación, los nervios agitan su atlético cuerpo enfundado en el traje de caballista, trepan por su cuello y por el gorro plateado y electrifican el rojo penacho que tiembla sobre su cabeza. —¡Estás loco! ¡En la función de Navidad! ¡Casi matas a ese hombre! –chilla sin chillar, con histeria sorda. Fredo se encoge de hombros, se quita la peluca y la deja sobre uno de los bustos sin rostro que flanquean el espejo. —Qué importa que sea Navidad. Que me echen. Nos íbamos de todas maneras, ¿no?

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La joven caballista hace una pausa en su vigilancia y se gira para recibir la mirada del clown rebotada en el espejo. Esos ojos pintados, exagerados hasta la talla de los de un dibujo animado japonés, la mantienen callada los segundos que tarda Fredo en encenderse un cigarrillo. Al mismo tiempo la caravana lanza un quejido, sensible a esa herejía que es un payaso fumando. —Está inconsciente, toda la cara sangrando –Ylona cierra la puerta y apoya las manos en sus caderas de lycra–. Creo que le has roto la nariz. —Él se lo ha buscado. Se reía de mí. —¿Qué se reía de...? ¡Mierda, Fredo, eres un payaso! Fredo abandona el trámite del espejo y volviéndose clava directamente sus pupilas en Ylona, que entorna los ojos. La caballista apenas tiene diecinueve años y hace esfuerzos por contener las lágrimas que asoman con un escozor vergonzoso. Haría lo que fuera con tal de no llorar, pero no es momento de quitarse la ropa ni de cantar canciones, así que una lágrima desborda sin que Ylona pueda enjugarla a tiempo. Fredo respira hondo, buscando paciencia en sus pulmones, su ceño fruncido queda oculto por el maquillaje blanco; con los ojos entrecerrados y la arruga de sus falsas cejas, da la impresión de un miope que forzara la vista para ver a una Ylona de siete centímetros. —Escúchame. Ese tipo lleva viniendo seis noches seguidas y yo –dicta claramente cada sílaba– no-le-ha-go-gra-cia. Conozco mi oficio, nena. Mi padre era payaso, y sus hermanos. ¿Por qué? Porque mi abuelo era payaso, y sus hermanos también. —Ya lo sé.

NO ES COSA DE rISA

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—No, no lo sabes. Llevo toda mi vida viendo a gente reírse de gente. Ese hombre me desprecia, se trae a sus amigos, a todo el barrio, me hace fotos, para burlarse. Los puños y el acento polaco del Señor Klovotsy  sacuden con fuerza la puerta de la caravana, el penacho de Ylona recupera su temblor, el ruido y los insultos atraviesan la puerta metálica y van llenando la habitación haciéndose sitio entre los baúles. Si el señor Klovotsy es el dueño del circo y exige que se le abra la puerta, Fredo es ahora el dueño de Ylona y la sienta en una silla a su lado. —¡Abre la puerta, idiota! Fredo ignora las voces y comienza a desmaquillarse. Se pasa una gasa por la cara, y cada vez que lo hace parece que la gasa, en lugar de descubrir,  pinta un rostro humano. Ylona no sabe dónde guardar su mirada, y la lleva de Fredo a la puerta, y de la puerta la trae de vuelta a la mandíbula inmóvil del payaso, mientras teclea nerviosa sobre sus medias un mensaje sin letras. La violencia cesa en el exterior de la caravana y la voz del Sr. Klovotsy adquiere un tono ronco y ceniciento: —Me lo advirtieron. Me dijeron que estabas loco. El loco de la nieve, me dijeron. Michaux me avisó de que atacaste a un militar en Burdeos y que esa fue la verdadera razón de que abandonaras el Europeo. Me dijeron que golpeaste a dos hombres en Buenos Aires y ahora les creo. Ahora me creo todo. Hasta lo del niño. ¿También escupiste a un niño? Me contaron tantas cosas, ahora sé que todas son ciertas. Búscate otro trabajo. ¿Me oyes? ¡Búscate otro trabajo porque no volverás a ver una carpa en tu vida!

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El pequeño teléfono que hasta entonces dormía entre los grandes botes de maquillaje exige ahora que le presten atención. El silencio convierte el timbre en un estruendo, suena con tanta rabia que a Yllona no le queda duda de que su llamada encierra más gritos, del Sr. Klovotsy o de cualquier otro. Los gritos convulsionan el aparato, como gatos rabiosos dentro de un saco, así que la caballista, más que cogerlo, lo atrapa, aguanta un tono más y lo desconecta. Arrima la silla junto a Fredo y reposa su cabeza en el hombro del payaso. —Le has destrozado la cara. —Seis noches seguidas riéndose de mí, hoy no pude dejarlo pasar... —Otra vez cambiarnos de circo. —Otra vez. Yllona deja que sus párpados descansen el uno sobre el otro. —Payasote, payaso bruto, no sé que voy a hacer contigo. Fredo la mira y se mira en el espejo. Se quita el guante ensangrentado de la mano derecha y mueve los dedos sintiendo los nudillos doloridos, queda algo de fuego dentro de ellos, pero es una sensación cálida que le lleva a acariciarse con el puño la mejilla, siente allí también ese calor agradable que destensa su rostro, relaja los músculos de la cara y luego los pliega dibujando una enorme sonrisa. Fredo se alegra de tener a Ylona recostada sobre su hombro, con los ojos cerrados para que no entren los problemas. En el joven cerebro de la caballista habita aún una matemática simple, y piensa que momentos como estos no son cosa de risa.

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Dos dibujos Del primer dibujo, lo que más sorprendió a la profesora no fue el contenido, sino la rapidez de su ejecución. El alumno A, de tan solo ocho años, lo realizó en quince de los veinticinco minutos que dura el recreo. Durante los primeros diez, estuvo observando al alumno B a través de las ventanas de la clase. El alumno B era el cabecilla del grupo que le había agredido aquel día, ensañándose con más violencia de la acostumbrada. La profesora le contemplaba garabatear sobre la cuartilla de papel y pensaba preocupada en los pasos a seguir para acabar con aquella situación. Cuando sonó la alarma que indicaba la vuelta a clase, el alumno A le entregó el dibujo y le pidió que lo guardase bien. La profesora le prometió que lo haría, y, en lugar de ubicarlo con el resto de trabajos de la clase, lo pegó a una de las hojas de su agenda personal. Junto al dibujo anotó el día: 17 de diciembre. Ya en casa, la profesora volvió sobre el dibujo y repasó sus trazos con atención. Era una panorámica del barrio del colegio. Le asombró el detalle concienzudo que el alumno había aplicado: allí estaban las ventanas, los tejados, los portales, el banco de la plazuela, los bolardos. Aquel había sido un día despejado y luminoso, pero el alumno había dibujado un barrio nevado. Es más, un barrio nevando, pues los copos estaban justo cayendo en su dibujo y el sol parecía un gigantesco ojo blanco en el cielo.

DOS DIBUJOS

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Cuando a la mañana siguiente el barrio amaneció completamente nevado, la profesora se alegró de haber puesto a buen recaudo el dibujo. *** Para el segundo dibujo el alumno A necesitó el recreo completo: estuvo los veinticinco minutos dibujando. La profesora había estado toda la mañana observándole, y le siguió en su intento de incorporarse al recreo. Nada más abandonar el edificio principal una andanada de bolas de nieve se abatió ferozmente sobre él. No era algo inesperado pues en los días de nevada era habitual que el patio del colegio se convirtiera en un campo de batalla. Sin embargo el alumno A quedó tendido en el suelo. La profesora le recogió. Al ayudarle a incorporarse comprobó que las bolas que le habían alcanzado contenían gruesas piedras dentro. Seguro que el grupo dirigido por el alumno B era el causante de aquello, pero con el movimiento que había en el patio era imposible comprobarlo. La profesora llevó al alumno a clase. Más allá de los golpes, no presentaba ninguna herida abierta. Entonces el niño hizo el dibujo número dos. Esta vez la nieve aparecía en un segundo plano y cobraban protagonismo unos adornos navideños que se enredaban de forma imposible saltando de tejado en tejado. La profesora guardó el dibujo en su agenda y anotó de nuevo la fecha: 18 de diciembre. Le pareció que, a pesar de todo, el dibujo transmitía alegría: una estrella amarilla coronaba el edificio más alto. La profesora

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pensó por un momento si aquel niño no sería una de esas personas con una enorme capacidad de perdonar. No era así. Al día siguiente la Dirección le comunicó que el alumno B había sufrido un accidente, tan trágico como absurdo, enredado y estrangulado con los adornos del árbol de Navidad. Esa era la forma extraña en la que había muerto. La profesora apretó la agenda contra su pecho.

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Muerte a las doce Llámenme pedante o acúsenme de grandilocuencia o pomposidad, pero creo que nos encontramos ante un claro e irresoluble caso de crimen numerológico.  Puedo afirmar sin apenas posibilidad de equivocarme que al que le guste jugar con los números, aventurar el destino que esconden sus combinaciones o descubrir el esotérico azar de su significado, le encantará saber que eran doce los miembros de la familia Ballén que se dispusieron a las doce de la noche a devorar, al ritmo marcado por las doce campanadas, las consabidas doce uvas. No hay constancia, sin embargo, de que ninguno de los once supervivientes de esa Nochevieja albergara en su interior odio alguno hacia la pequeña Minerva. Es cierto que diez de los miembros de la familia no consiguieron comerse las uvas a tiempo la Nochevieja anterior, mientras que Minerva, a pesar de su corta edad, lo consiguió y lo celebró abiertamente, contenta de que la tradición le deparara un buen año. Nueve de los presentes –es decir, todos los familiares a excepción de la niña y sus padres– fueron afectados por el escándalo financiero de la la Sociedad Madrileña de Inversiones, perdiendo grandes cantidades de dinero: a menudo las miserias económicas se traducen en las reuniones de familia en mezquindades personales. En cualquier caso los padres no formaban parte del consejo gestor de la Sociedad, ni tampoco, por supuesto, la pequeña. Ocho de los asistentes llegaron tarde a la cena, y fueron reprendidos severamente por la abuela Ballén, quien no tolera la impuntualidad. A la queja de la abuela que impetró «¡ójala en

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esta familia alguien sea alguna vez capaz de llegar a su hora!» con los ojos puestos en el cielo –o en la lámpara de araña como representante en ese salón del cielo–, Minerva respondió con un –absolutamente inoportuno, todo hay que decirlo–: «Yo sí he sido puntual, abuela». Siete, en algún momento del devenir familiar, estuvieron enfadados con los padres de Minerva, ya fuera por desacuerdos de índole política, deportiva y otras discusiones más sutiles en el fondo y broncas en la forma. Pero si ninguno de esos enfrentamientos tuvo consecuencias trágicas en su momento es absurdo concluir que esta muerte es un eco de pretéritos altercados. Seis creyeron que se trataba de una broma de la niña y no se levantaron en el momento en el que Minerva se puso pálida para, con las manos en la garganta, hacerse un ovillo en el suelo. Cinco fueron los involucrados, aunque parezcan muchos, en la preparación de las uvas. Las uvas, protagonistas absolutas de la celebración, hubieron de ser compradas, transportadas, lavadas, divididas –doce por cuenco– y servidas. Cuatro de los platos traídos por los comensales no fueron tocados, puesto que, una vez más, la cantidad de comida era muy superior a la que doce seres humanos diariamente alimentados podrían ingerir. No es cosa baladí: personalmente considero una grave error de protocolo no probar un plato traído ex profeso por uno de los invitados, no digamos ya ¡cuatro platos! Mas sería un violación aún mayor para alguien que practicara la observancia de las normas de los buenos modales el tomar medidas mortales al respecto.

MUErTE A L AS DOCE

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Es interesante también considerar el hecho de que tres de los que allí se encontraban habían sido infieles a sus parejas, pero de ellos solo dos habían reconocido su error, siendo perdonados o aplazado el castigo hasta un momento en el que el divorcio resultara más provechoso económicamente. Nada apunta, por otro lado, a que la pequeña víctima hubiera sido ni causa ni consecuencia de ninguno de estos escarceos extraconyugales. Si numeráramos a los asistentes con los dígitos que van del uno al doce, solo podríamos excluir al número doce, pues esta sería la desgraciada Minerva, pero nada nos llevaría a aislar la identidad del número uno, esa mano de niño o de niña, de anciana o anciano, de hombre o mujer, que consideró una buena idea o una mala broma sustituir una de las uvas de la pequeña Minerva por una de las uvas de cristal de Murano que adornan el centro de falsa fruta que da la bienvenida al visitante en el recibidor de la casa.

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El beso Cuando el anciano Arlequín vio la nieve caer desde la ventana del hospital pidió un deseo. Esa misma noche internaron a Colombina. COLOMBINA: Doctor, disculpe... Perdone, pero no sé por qué me tienen que internar. No, no lo entiendo. DOCTOr: Es que no hay nada que entender, señora. COLOMBINA: Ah, y... ¿Y si hablara con el especialista? A lo mejor no haría falta... DOCTOr: Ciento cincuenta. COLOMBINA: ¿Perdone? DOCTOr: Aquí hay más de ciento cincuenta enfermos. Usted va estar ingresada solo tres días. No ponga las cosas más difíciles de lo que son. COLOMBINA: Ya pero... Sí, claro, pero yo preferiría seguir en mi casa. DOCTOr: Y yo. COLOMBINA: ¿Este botón es para llamarle a usted? DOCTOr: Solo si es necesario. COLOMBINA: Disculpe, necesito un vaso de esos. DOCTOr: ¿De cuáles? COLOMBINA: Como el que tiene ese hombre de la máscara de óxigeno. En la mesilla. DOCTOr: ¿Un vaso para la dentadura postiza? COLOMBINA: Sí.

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*** ArLEQUÍN: ¿Tú también, Colombina? Es una pena. Tenías una sonrisa preciosa. COLOMBINA: No puede ser. ArLEQUÍN: ¿Son incómodas, verdad? La mía me hace llagas, pero es peor sin ellas, con la boca vacía nos sentimos... No, Colombina, no te acerques. COLOMBINA: ¿Arlequín? Sí, eres Arlequín. Voy a apartarte un momento la mascarilla de óxigeno. Déjame verte. Eres tú... ArLEQUÍN: Te lo dije, Arlequina curiosa, no deberías haberte acercado. COLOMBINA: Arlequín... No, no te preocupes. No estás tan mal. ArLEQUÍN: No, yo no. Pero tú sí. Estás  muy vieja. Vamos, dame un beso. Aunque me causa un poco de repulsión. *** DOCTOr: ¿Señora, ha apretado el botón? ¿Qué ocurre? COLOMBINA: Yo no puedo quedarme aquí con Arlequín. DOCTOr: ¿Se conocen ustedes? COLOMBINA: Sí. ArLEQUÍN: No. Yo no la conozco. La conocí hace tiempo y me casé con ella. Pero era otra, una chica preciosa, no un estropajo gordo y fofo, como ahora. COLOMBINA: ¿No hay otra cama libre? DOCTOr: ¿Estuvieron casados? COLOMBINA: Hace ya mucho tiempo. Por favor, doctor. ¿Puede llevarme a otra habitación? DOCTOr: No, no puedo. No hay más camas libres.

EL BESO

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*** ArLEQUÍN: Colombina, no me has dado un beso. COLOMBINA: ... ArLEQUÍN: ¿No dices nada? Yo sí quiero decirte algo. Estos años, de separación... He pensado en ti... muchas veces... Cuando me fui... COLOMBINA: Lo único bueno que hiciste. Largarte. ArLEQUÍN: No, Colombina, escucha. Entonces, perdí algo, algo importante, y lo perdí para siempre. Después... Después de separarnos, estuve con otras muchas mujeres, sí, pero sabía que de vuelta a casa ya no estarías tú... Llorando, patética, ridícula. ¿Te acuerdas? Eras la mejor. ¿Dónde vas? No podrás pasar del pasillo. DOCTOr: ¡No, no! ¡Ni hablar, vuelva a su cama! *** ArLEQUÍN: Un beso, Colombina. Colombina, me voy a morir, y nadie viene a verme. Un beso de despedida. Tuyo... o de tu hermana Olivetta. COLOMBINA: No, no, ¡no hables de eso! ArLEQUÍN: ¿Sigues sin hablarte con Olivetta? COLOMBINA: ¡¡Calla, cállate!! ArLEQUÍN: Oh, vamos. Fue solo curiosidad. Algo solo físico... COLOMBINA: ¡¡Cállate!! DOCTOr: ¡Ni un ruido, ni uno solo más! Se lo advierto. A los dos. ¿Está claro? Usted, señora ¿qué prefiere? ¿Estas correas o una buena dosis de calmantes? Pues estése quieta. ¡Ni un ruido!

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*** ArLEQUÍN: Supongo que me he quedado sin beso. Venga, no llores. Te lo tomaste a la tremenda. Olivetta solo fue una más. En cambio Esmeraldina... COLOMBINA: ¿Esmeraldina? No, por favor, Arlequín, tenía dieciséis años. ArLEQUÍN: Dieciséis años, el pelo lacio y una peca... COLOMBINA: ¡Calla! ¡No lo digas! ArLEQUÍN: ...en el muslo, preciosa, con forma de trébol. ¿Te acuerdas de esos tres días en Venecia en que no pudiste venir...? DOCTOr: ¿Qué son esos gritos? ¡Por Dios! Señora, suelte esa máscara de óxigeno. COLOMBINA: ¡No, no, no! ¡Las correas no! ¡Desáteme! DOCTOr: Ya está. ¿Están contentos? Usted atada. Y usted con más calmantes. COLOMBINA: Se ha roto el vaso de mi dentadura en la pelea. DOCTOr: Pues no se merece otro vaso. Mire dónde pongo su dentadura. Esta noche no solo compartirán habitación, sino que sus dentaduras también compartirán vaso. *** ArLEQUÍN: Gracias. COLOMBINA: ¿A quién le das las gracias? ArLEQUÍN: A la nieve. Y a ti también. Gracias, Colombina. ¿Sabes? Tus lágrimas, esos gritos. Salirme con la mía. Gracias, ha sido como en los buenos tiempos. COLOMBINA: Al menos no te di un beso. ArLEQUÍN: No lo creas, mira nuestras dentaduras en el vaso.

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La niña eléctrica De plástico blanco el suelo, el techo y las paredes de la celda, también el escueto lavabo y el ridículo urinario. De plástico blanco la sólida puerta, la bandeja de la cena, los platos, los cubiertos y el vaso; el somier de la cama, el perchero, y el marco del espejo ovalado que colgaba lacónico en la pared reflejando más plástico blanco; el taburete de tres patas y asiento redondo, y el pupitre sobre el que permanecían intactas las cuartillas que los médicos habían dejado allí para que escribiese lo que se le ocurriera. Aunque la niña había decidido conservar aquellas hojas así, en blanco. Todo se había dispuesto de tal modo que ningún cable, bombilla o aparato eléctrico estuviese a su alcance. La celda no tenía ventanas, pero sí un tragaluz esmerilado que recorría la unión de las paredes y el techo. A través de ese cristal cuarteado recibía la niña la iluminación de los fluorescentes exteriores: habían pasado ya dos meses en los que sus días amanecían con puntualidad a las 08:15 y anochecían a las 23:15, cada amanecer y cada anochecer duraban lo que tres parpadeos del neón. La mirilla siseó levemente al ser deslizada. —La bandeja. La niña depositó la bandeja con los restos de la cena junto al batiente horizontal que comunicaba con el pasillo. La portezuela se abrió y una mano enguantada retiró la bandeja con rapidez, como si estuviera recuperando algo del acuario de una piraña. Pese a que su rabia se había calmado, era evidente que aún la temían.

LA NIÑA ELÉCTrICA

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La niña se sentía tranquila, pero era más prudente tenerle miedo. Su tranquilidad no le impidió dejar inconsciente a la última pediatra, aplicándole una súbita descarga sobre el cuello. Por otro lado, nadie apreció que la dejara con vida, cuando podía haberla matado, como a los seis policías el día de la nevada. La pediatra no jugó bien sus cartas. Hizo una aparición estelar en la sala de terapia, escoltada por dos enfermeros, los tres con las escafandras aislantes protegiendo su piel. Tras seis semanas tratando con psiquiatras, neurólogos y todo tipo de médicos, figuras de ojos sin rostro, siempre ocultos tras la mirilla o tras la visera del traje protector, la niña supo apreciar  el atractivo del iris verde, las pestañas negras y los párpados de suave maquillaje plateado. No era necesario quitarse la protección frontal, pero la pediatra quiso jugar la baza de su belleza moderna y serena, que tantas veces le había funcionado. Solo era un niña de once años, vestida con pantalón y camiseta blanca, delgada y con el pelo lacio, tan pálida que parecía un enfermo de leucemia y no un grupo electrógeno de carne y hueso. Se sentó en la mesa redonda de la sala y colocó ante ella un portafolios y un estuche azul decorado con nubes blancas. —¿Te tratan bien aquí? —No. Los ojos de la pediatra se curvaron anunciando que más abajo se había extendido una sonrisa. —Vamos a hacer una cosa, aunque a nuestros amigos –inclinó la cabeza hacia los enfermeros–, no les haga gracia. Voy a

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levantarme la visera, porque con la calefacción hace mucho calor. Además, mis gafas están en ese estuche, y sin ellas no veo nada. Con un paso, los enfermeros adelantaron su posición situándose a ambos lados de la niña. La mano que se posó en el respaldo de su silla y los brazos que se cruzaron tensos un par de metros más allá disimulaban mal el deseo de que aquella entrevista terminara cuanto antes.  La pediatra descubrió su cabeza y agitó su melena para que se colocara. La masa de pelo obedeció inflándose de aire y posándose lentamente. «Igual que en un anuncio de champú», pensó la niña. Tenía el cabello castaño y ondulado, cortado a la altura de los labios. Abrió el estuche y sacó unas gafas de una fina pasta azul, casi transparente. Enmarcó con ellas sus ojos verdes y sonrió. —Mucho mejor. La pediatra hizo una pausa, respiró y se sintió segura. —Tienes un don. Un poder que llegó, nació o despertó un día de nieve... Me gustaría saber tu opinión. ¿Llegó, nació o despertó? Un movimiento de látigo. La niña apenas le tocó el cuello con la yema de los dedos, pero el roce bastó para que la pediatra se desplomara entre convulsiones. El golpe de uno de los enfermeros la separó de la silla dos metros, y ambas, la silla y la niña, se quedaron tumbadas, estáticas en una postura parecida sobre el suelo. De lado, en posición fetal, sin mover un músculo, la niña esperó la patada del enfermero. La fuerza de la patada la separó otro metro más de la silla.

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Un hilo de baba blanca resbalaba de la boca de la pediatra hasta su barbilla, una pincelada de sangre se había asomado a una de las fosas de su nariz. Las convulsiones habían cesado rápidamente y tan solo sufría breves espasmos, que agitaban su brazo derecho, rígido como un periscopio. El enfermero se acercó para darle otra patada más. —No te muevas –le dijo. La niña recibió esa última patada y no se movió. Después del incidente de la pediatra, nadie volvió a quitarse el traje de protección ante ella, hasta esta mañana. Tampoco hubo más golpes, recibió comida y una muda de ropa cada día, una camiseta y un pantalón de ese color blanco tan perseverante. Eran una formalidad, a menudo la niña pasaba las veinticuatro horas desnuda en la celda, acogida por la temperatura, que era cálida, con la humedad justa, un clima de termostato, un terrario sin tierra para cuidar a la serpiente. —Arréglate un poco, tienes visita –ordenó el enfermero desde el otro lado de la puerta. «Otro médico», supuso, a nadie más se le permitía visitarla. La niña gruñó hacia la voz. —Da igual, ya me habrá visto por el espejo. Aun así se lavó la cara y se vistió con la ropa limpia que apareció tras un bamboleo de la portezuela.

LA NIÑA ELÉCTrICA

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Unos ojos nuevos la escudriñaron desde la mirilla. —Hola, eléctrica –dijeron los ojos imprimiendo un evidente acento extranjero. —Hola –masculló mientras introducía un brazo por la manga de la camiseta. El eco sordo de una breve discusión se arrastró colándose bajo la puerta, que por fin se abrió dejando entrar al visitante. Un hombre de unos cuarenta años, traje y zapatos limpios, sin identificación en la solapa ni alfiler en la corbata, entró resuelto en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Se detuvo en el aséptico umbral de la celda, a dos metros de la niña, y desenvainó una mirada intensa que comenzó en los pies desnudos y acabó en sus pupilas con un gesto de satisfacción y asentimiento. —Aun no te voy a decir mi nombre –afirmó extendiendo la mano desnuda–, pero encantado de conocerte. La niña aprisionó esa mano amistosa entre las suyas y desató su furia de eléctrico alacrán. El visitante ni se inmutó. Enturbiada por el campo de electricidad, la celda y todo su blanco contenido rieló para la niña como si se derritiera. Los fluorescentes parpadearon una decena de amaneceres seguidos antes de que la niña se decidiera a soltar la mano y aleteara con los brazos torpemente, como una avispa sumergida en el agua. Una burbuja de sonido flotó en la habitación y murió en un zumbido, desinflándose en sus oídos.

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Tan desconcertada como enfadada por no ser ya única, aquella noche emprendió el viaje dispuesta a reunirse con otros igual a ella.  Al verla marchar, con el visitante protegiéndola del silencio de los pasillos, los enfermeros intercambiaron miradas de alivio y sorpresa, aunque mantuvieron condensados sus gestos hasta esta última hora a la línea de los ojos, por un instinto de defensa, para guardarse de esa huésped peligrosa que abandonaba la celda con los puños cerrados, apretando carne, las manos vacías. Como no tenía pertenencias, con fruncir el ceño la niña eléctrica ya hizo el equipaje.

LA NIÑA ELÉCTrICA

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Un testigo Esther ha muerto, pero hay un testigo. A pesar de la intensa nevada, alguien ha llegado hasta el  lugar de los hechos y ha empujado la puerta entreabierta. Aún se desconoce la edad del testigo, o si es hombre o mujer, pero no cabe duda de que ha entrado en el piso. En el espejo del vestíbulo ha visto reflejada la pantalla del televisor, encendida y sin imagen, llena de nieve electrónica, más parecida a una ventana que a una pantalla entre tanta oscuridad, y al avanzar hacia la sala ha ido acostumbrando sus ojos a la atmósfera grisácea, descubriendo en ella la silla caída, los muebles volcados y todo el desorden que la pelea provocó, incluido el cable de antena que ha quedado en el suelo junto al televisor, con la clavija levantada como una serpiente de uno solo ojo metálico y desenchufado, que parece acusar o señalar, allí hacia el fondo, al asesino que permanece de pie a un lado de la habitación, con la cabeza entre las sombras que no consiguen iluminar ni el televisor ni las pequeñas líneas de luz que rayan la persiana bajada. El testigo ha mirado a ese hombre esperando una reacción, pero el asesino no se ha movido, ha mantenido la misma posición, cabizbajo, pero no por pena o por vergüenza, sino porque contempla absorto cómo yace a sus pies el cadáver de Esther: en una posición imposible, con los pies y los brazos doblados como ningún vivo lo haría, tan ensangrentada que no parece haber sido víctima de un asesinato, más bien atropellada, arrollada por algo mucho mayor que ella, un tren que no vio, un terrible accidente que la mala suerte reunió con Esther, y a Esther con su muerte y con el suelo moteado, también manchado de esa sangre que ahora parece estar por todas partes, muy brillante y oscura en la penumbra blanca de las baldosas, menos oscura y más roja en el pantalón de aquel hombre, donde la sangre ha salpicado sin gracia y trazado tres gruesas

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líneas en el muslo al limpiar allí el arma que el hombre aún sostiene en la mano, con fuerza. En este tipo de edificios los tabiques son delgados y la intimidad escasa. Si subes el volumen del televisor el ruido se esparce como si arrojaras un cubo de agua, si usas la cisterna el eco resuena como un deseo gritado desde lo alto de una montaña. Y si matas a alguien sus gritos se escuchan. Así que algún vecino habrá llamado a la policía, solo será cuestión de tiempo, piensa el testigo, que las sirenas den paso a las voces y los uniformes. El testigo se ha acercado a la pareja inmóvil y se ha preguntado qué ha llevado a aquel hombre a matar a Esther y qué le ha retenido junto al cuerpo sin vida de la muchacha. Sin embargo, ha perdido el interés al ver los rostros de los protagonistas de los hechos, Esther parece dormida, el asesino parece asombrado, con un gesto tan estupefacto este último que el testigo no ha podido evitar buscar con la mirada lo que asombra de ese modo al asesino, y así ha reparado en la camiseta de Esther, una camiseta estampada. En ella aparecen multitud de copos de nieve diferentes, y, entre los copos, serigrafiada una pregunta: ¿Cómo distinguirías un mal copo de otro? Aunque merecería un poco más de tiempo, el testigo le ha dedicado solo unos segundos a esa pregunta. Algo ha llamado su atención: junto a una de las manos de la víctima, un libro caído. El testigo se ha agachado junto al cuerpo sin vida de Esther para cogerlo. Es, al parecer, un libro de relatos. El título es Cuentos de la mala nieve. La curiosidad le ha llevado a abrir el libro y ojear su última página, en ese mismo sitio, de pie entre el cadáver y el asesino. Su mirada se ha dirigido directamente al párrafo final, quiere saber qué fue lo último que Esther leyó: «...Ha tardado apenas un minuto, con mirada intranquila e interesada a la vez, en acabar y releer las últimas líneas impresas en la página. Es difícil decir qué ha hecho pensar al testigo

UN TESTIGO

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que él no corre peligro. Quizás ha pensado que se puede ser un testigo invisible, pero una cosa es segura: la  policía no vendrá a este relato. Solo tras leer esta última frase dos veces el testigo se ha percatado del sentido de su lectura, y ha sentido el impulso de mirar hacia atrás con miedo...». El testigo ha hecho una pausa, y ha vuelto sobre las palabras leídas, con la firme intención de repasarlas y entenderlas. Ha tardado apenas un minuto, con mirada intranquila e interesada a la vez, en acabar y releer las últimas líneas impresas en la página. Es difícil decir qué ha hecho pensar al testigo que él no corre peligro. Quizás ha pensado que se puede ser un testigo invisible, pero una cosa es segura: la  policía no vendrá a este relato. Solo tras leer esta última frase dos veces el testigo se ha percatado del sentido de su lectura, y ha sentido el impulso de mirar hacia atrás con miedo.

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