Cuando nos enfrentamos con la obra maestra de la narrativa mundial,

173 En el texto del Quijote Aldo Ruffinatto Universidad de Turín C uando nos enfrentamos con la obra maestra de la narrativa mundial, ¿sabemos exac...
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En el texto del Quijote Aldo Ruffinatto Universidad de Turín

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uando nos enfrentamos con la obra maestra de la narrativa mundial, ¿sabemos exactamente lo que estamos leyendo? ¿Estamos del todo seguros que la letra del texto que nos ofrece una edición moderna del Quijote –pongamos la de Francisco Rico (1998)– corresponde a la voluntad,1 o última instancia semántica (como prefiere nombrarla la semántica estructural) del autor? La pregunta no es ociosa: en primer lugar porque estamos hablando de una obra que goza de un sinnúmero de ediciones (y traducciones en todo el orbe terráqueo), y en segundo lugar (un lugar que, sin embargo, para nosotros será el primerísimo), porque las primeras ediciones del Quijote plantean un montón de problemas de naturaleza filológico-textual. Me refiero de manera especial al Quijote de 1605, pues la segunda parte (la del “ingenioso caballero”) publicada por primera vez en 1615,2 no presenta en las ediciones sucesivas variantes que puedan prestarse a una valoración basada en los principios de la crítica textual. La primera parte (la del “ingenioso hidalgo”), en cambio, propone en los testimonios posteriores a la princeps 1 Véase, a este respecto, el pulquérrimo ensayo de Tanselle (1987). 2 Segunda parte del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, Por Miguel de Cervantes Saavedra, autor de su primera parte [...], Año 1615, Con Privilegio, En Madrid, Por Juan de la Cuesta, Véndese en casa de Francisco de Robles, librero del Rey N.S. Esta edición vio la luz hacia finales de 1615, pocos meses antes de la muerte de Cervantes, por lo que resulta ser del todo insensato imaginar la posibilidad de una intervención del autor en la varia lectio de las ediciones que siguieron inmediatamente después, como las que se publicaron en Valencia y Bruselas en la segunda mitad de 1616, y en Lisboa en 1617. Por otro lado, a diferencia de lo que ocurre en las ediciones sucesivas a la princeps de 1605 (véase supra), no aparecen variantes significativas en las ediciones de 1616 y de 1617 con respecto a la princeps de 1615, ni esta última plantea los defectos manifiestos de la princeps de 1605: descuidos (sintomático el de la desaparición y sucesiva reaparición del rucio de Sancho), omisión de palabras o frases enteras, difficiliores no resueltas, y así siguiendo por el estilo. Por lo tanto, el ejercicio ecdótico debe centrarse principalmente en el Quijote de 1605 y en los ámbitos textuales de la princeps correspondiente con respecto a las ediciones sucesivas (sobre todo, como veremos, la segunda y tercera edición de Juan de la Cuesta). Mientras, por lo que atañe al Quijote de 1615, remito al pequeño, aunque significativo muestrario de lecciones problemáticas que propone Sevilla Arroyo, 1995.

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(la así denominada “primera Cuesta”) variantes de sumo interés con las que no puede no echar cuentas el editor literario que quiera adoptar criterios propiamente científicos, a la hora de reconstruir el texto crítico. Es bien sabido que sobre la primera Cuesta se elaboró, pocos meses, o, incluso, pocas semanas después, una segunda Cuesta3 con muchas variantes respecto a la primera (principalmente, intentando poner remedio a ciertos descuidos o supuestos descuidos de la primera), y nos consta, además, que el mismo impresor publicó tres años después (en 1608) otra edición del primer Quijote introduciendo nuevas variantes respecto a las dos Cuestas anteriores.4 Ahora bien, desde una perspectiva rígidamente ecdótica (en el sentido lachmanniano del término) no debería plantearse ningún problema: dado que todas las ediciones posteriores a la princeps se remontan o directamente (como la segunda Cuesta) o a través de intermediarios (como la tercera Cuesta) a la primera Cuesta, y dado que la primera Cuesta ha llegado hasta nosotros, al editor crítico no le corre otra obligación que no sea la de publicar la primera Cuesta (cuyas características son las del arquetipo conservado) limitando su intervención a la corrección de las erratas evidentes (errores de imprenta) o, a lo sumo, al reconocimiento de los lugares defectuosos (si cabe, apuntando en nota una posible enmendación conjetural). Y nada más. En otras palabras, el editor fiel a los principios de la crítica textual debería manifestar fidelidad absoluta a la princeps. Cabe, sin embargo, la posibilidad de que las variantes de la segunda y tercera Cuesta, sobre todo, las de esta última estén relacionadas con la voluntad del autor, debido al hecho de que, como se sabe, en 1608 Cervantes residía en el barrio de Atocha, cerca del taller donde se imprimía el Quijote y bastante cerca del establecimiento de Robles. Por otro lado, el hecho de que en 1605 (en el año de la primera y segunda Cuesta) Cervantes residiera en Valladolid no es óbice para que la posible voluntad de subsanar defectos por parte del autor se hiciera de alguna manera sentir en el taller de Cuesta. En 3 El librero Francisco de Robles, al comprobar el grande e inmediato éxito de la novela cervantina asignó al taller de impresión de Juan de la Cuesta el encargo de preparar una nueva edición (la que desde ahora en adelante llamaremos la segunda Cuesta o Cuesta 16052), una edición que a pesar de los tiempos muy estrechos en que fue realizada, no adquirió las características de una simple reimpresión (como lo fueron, en cambio, las dos ediciones publicadas en Lisboa en el mismo año de 1605 que, si bien fueron sometidas a pequeños retoques de carácter censorio, sin embargo no englobaron cambios relevantes con respecto a la primera Cuesta), sino más bien los rasgos peculiares de una edición revisada y corregida con añadidos en algunas partes debidos al propósito de poner remedio a los descuidos y a los supuestos errores de la princeps (ut supra). 4 Más variantes (y errores), como es natural, se encuentran tanto en las derivadas portuguesas de la primera Cuesta, como en las derivadas flamencas, valencianas (y milanesas) de la segunda Cuesta. Sin embargo, estas variantes, precisamente por encontrarse en ediciones derivadas de las dos Cuesta y casi seguramente extrañas a posibles intervenciones de autor no influyen en la reconstrucción del texto crítico del Quijote.

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este caso, el editor debería echar cuentas con las así denominadas “variantes redaccionales o de autor” y, siendo así, debería ofrecer como texto crítico la última redacción aceptada por el autor (dando, al mismo tiempo, cuenta de la historia genética de la obra y de sus sucesivos estratos. Un aparato diacrónico daría cabida a las variantes de autor propiamente dichas, ordenadas en sucesión cronológica, con el objeto de dar cuenta cabal de la historia genética del texto). Así las cosas, todo el discurso ecdótico relativo a la primera parte del Quijote está centrado en la valoración de las variantes de 16052 y 1608: si pertenecen a la voluntad del autor o bien a la intervención autónoma de otros personajes (correctores, censores, componedores, etc.). Veamos, pues, cómo se comportaron los principales editores modernos del “ingenioso hidalgo”, empezando por la primera edición “científica” de la obra, la que el reverendo Bowle, pastor de la parroquia de Idmiston, publicó en 1781. Su edición del primer Quijote se funda en la tercera Cuesta, la de 1608 portadora, en su opinión, de la última voluntad del autor. Así que Bowle, quien por otro lado no tenía noticia de la primera Cuesta, coloca en un sexto tomo, en apéndice, las variantes que la segunda Cuesta (16052) propone respecto a la tercera de 1608. Otro importante defensor de la “autoría” de la tercera Cuesta fue Juan Antonio Pellicer, que en su edición del Quijote de 1797-1798 (en cinco tomos, octavo mayor) se coloca en la misma senda que Bowle, compartiendo con él el desconocimiento de la primera Cuesta. A esta misma idea se sumó Diego Clemencín, en la primera mitad del siglo XIX, quien de los propósitos expresados en su monumental edición del Quijote (1833-1839) hace constar, entre otras cosas, que mientras tanto había reaparecido la primera Cuesta. Tal descubrimiento alentó a Juan Eugenio Hartzenbusch a publicar en 1863 una edición basada principalmente en la princeps (o primera Cuesta), aunque con amplios márgenes concedidos a las enmiendas conjeturales y puntuales consideraciones sobre la dislocación incorrecta de los materiales añadidos por la segunda y tercera Cuesta en lo referente a los supuestos descuidos de la princeps como, por ejemplo, la famosa desaparición y sucesiva reaparición del rucio de Sancho.5 En efecto, la princeps consiguió el primer reconocimiento de único texto fidedigno y más cercano a la última voluntad del autor en 1898 con la edición de Fitzmaurice-Kelly, quien desplazó las variantes de las dos Cuestas sucesivas al aparato crítico rechazando de tal forma su posible autoría.6 5 Hartzenbusch, 1863. Para la desaparición y reaparición del rucio de Sancho, véase el Apéndice 2. 6 Fitzmaurice-Kelly y Ormsby, 1898-1899. Estos son los criterios de edición enunciados en el prólogo: “En esta edición de Don Quixote hemos procurado presentar el texto limpio de las arbitrarias alteraciones introducidas por nuestros predecesores. Hemos seguido de cerca el plan de The Cambridge

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Sin embargo, cuando Clemente Cortejón (1905-1913) publicó su edición del Quijote en seis volúmenes, la primera Cuesta pierde el título que le había otorgado Fitzmaurice-Kelly para dejar espacio a la segunda Cuesta utilizada por el editor como texto base, aunque siguiendo un sistema ecléctico, dado que Cortejón opta en cada caso por la variante que le parece más correcta, venga de donde viniere. Entre 1911 y 1913 vio la luz una nueva edición del Quijote, en ocho volúmenes y a cargo de un abogado de Osuna que se llamaba Rodríguez Marín,7 quien pese a su declaración explícita de seguir preferentemente “el criterio de la edición príncipe”, en el caso del “ingenioso hidalgo” lo que realmente hizo fue conformarse con la segunda Cuesta, y aceptar las variantes propuestas por Hartzenbusch y Cortejón, denunciando de tal forma un cierto eclecticismo que, en resumidas cuentas, reaparece en la edición de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla (1928-1941), no obstante el firme propósito expresado en el prólogo de “reverenciar la primera Cuesta como si fuera el manuscrito cervantino autógrafo”.8 Eclecticismo que se manifiesta en la adopción de algunas lecciones de la segunda y tercera Cuesta, además de otras de Bruselas 1607, que se consideran como enmiendas conjeturales serias y bien fundamentadas al lado de otras emendationes ope ingenii de su propia cosecha.9 Como es bien sabido, la lección editorial de Schevill encontró los favores de los cervantistas más cercanos a nosotros y, en especial, el favor de Martín de Riquer (1944; 1990), de Luis Andrés Murillo (1978), de John Jay Allen (1970; reimpresión corregida 1983), de Rey Hazas y Sevilla (1996) y, finalmente, de Francisco Rico (2004). No quiso aceptarla, en cambio, Vicente Gaos (1987), quien considera los errores, las incongruencias narrativas y todos los detalles en apariencia sospechosos como sutiles artificios Shakespeare, imprimiendo íntegramente el texto de la primera edición, salvo patentes errores de imprenta, añadiendo en las notas las variantes de más importancia y rechazando toda enmienda conjetural cuando nos parece que el texto primitivo expresa mejor la intención del autor” (p.xv). 7 Rodríguez Marín, 1947-1949. En efecto, la primera edición se remonta a los años 1911-1913 y continuó con otras dos publicadas entre 1916 y 1928, hasta llegar a la edición mencionada arriba que vio la luz después de la muerte de Rodríguez Marín (acaecida en 1943), una edición que presenta muchas novedades con respecto a las dos anteriores. 8 En la pág. 6 del prólogo, Schevill escribe lo siguiente: “Con esta edición del Quijote ofrezco al lector una reproducción del texto original, evitando en cuanto me parecía justificado toda enmienda, y conservando, conforme a lo que pide la crítica rigurosa de hoy, las lecciones de la primera edición: ésta se ha de reverenciar como si fuera el manuscrito que se refleja y reproduce en ella”. 9 El caso más significativo al respecto lo ofrece la enmienda conjetural que propone Schevill para solucionar una evidente corruptela planteada por la princeps: me refiero a la repentina y no anunciada reaparición de un personaje (el bachiller) durante un diálogo entre don Quijote y Sancho que se desarrolla en un momento claramente sucesivo a la indicación (esta vez, anunciada) del alejamiento del bachiller (ver Apéndice 3).

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cervantinos hechos intencionadamente para reírse de los lectores ingenuos y enfermos de pedantería filológica. La consecuencia más obvia de este planteamiento reside en que las variantes de la segunda Cuesta y la tercera (y de otras ediciones), lejos de reflejar la voluntad de Cervantes, se califican todas como intervenciones autónomas de amanuenses, correctores, censores encargados de preparar el original de imprenta para las reediciones. Compartió el pensamiento de Gaos, aunque con reservas en lo referente a las supuestas engañadoras intenciones de Cervantes, Robert M. Flores (1988): su edición del “ingenioso hidalgo”, en efecto, no sobrepasa en ningún caso los límites de la princeps confiando a la labor filológica únicamente la reconstrucción de la antigua grafía cervantina y la simple corrección de las erratas. Precisamente Robert M. Flores, con sus opciones editoriales, nos vuelve a llevar al asunto principal de la cuestión ecdótica relativa a la primera parte del Quijote (la del “Ingenioso hidalgo”), a saber: si las variantes de la segunda y tercera Cuesta y, en especial, las de “Hepila”,10 las de los “ñudos” del rosario que se convierten en “agallas” (véase más adelante), las del “bachiller” que aparece desapareciendo,11 y, sobre todo, las del robo del rucio,12 pertenecen a la voluntad del autor o bien a la intervención autónoma de otros personajes (correctores, censores, componedores, etc.). Según Flores (1980) no cabe la más mínima duda, todas estas variantes son apócrifas; lo que no quita, sin embargo, la posibilidad de que el autor al percatarse de ellas en un segundo momento, aún reprobándolas, hubiera aceptado prudencialmente en la segunda parte del Quijote algunas sugerencias procedentes de la segunda y tercera Cuesta. Como se transparenta, por ejemplo, en la versión del robo del rucio que ofrece Sancho en el cap. IV de la Segunda Parte.13 Y en la misma senda de Flores se coloca Alberto Sánchez (1992),14 mientras que Francisco Rico en sus preliminares a una ecdótica del Siglo de Oro (2005) se lanza con su habitual vehemencia (no desprovista de insultos) 10 Ver Apéndice 1. 11 Ver Apéndice 3. 12 Ver Apéndice 2. 13 “Cervantes knew about, and had probably read the apocryphal passages; he indirectly disavowed the existence and authenticity of these passages in Part II, but, none the less, used some of their elements in his own version of these episodes (wisely avoiding having different versions of the ass in Part I and II)” (Flores, 1980, 309). 14 En este mismo artículo Alberto Sánchez explica en términos sumamente razonables la conducta posible de Cervantes tras los añadidos de la segunda Cuesta: “Cervantes leyó aquello y sólo admitió el nombre del cuatrero [es decir, Ginés de Pasamonte]. El cómo pudo suceder el robo lo explicó en la segunda parte (caps. 4 y 27), muy de acuerdo con el tono y contexto general de su obra. La historia rectilínea y verosímil, forjada por un oficioso colaborador espontáneo, fue transfigurada por el genio de Cervantes en una fábula inverosímil y graciosa, de ascendencia poética italiana y de lejanas raíces mitológicas: la fábula quijotil del asno perdido” (p. 29).

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contra la orientación de Gaos, Flores, Sánchez y otros partidarios del carácter apócrifo de las variantes de la segunda y tercera Cuesta. “Es inaceptable –afirma Rico– que en 1605, a sólo unas semanas de la publicación de la princeps, nadie pudiera tenerla tan individuada y asimilada como para producir un pastiche con la perfección de las adiciones” (Rico, 2005, 262). Es posible, sin embargo que este “nadie” pierda su inexistencia cuando pensamos que en los talleres de imprenta (y en el mismo taller de Juan de la Cuesta) actuaba, entre los empleados, la figura de un corrector-censor cuyas competencias profesionales podían mostrarse también en la elaboración de fragmentos integrativos o sustitutivos más o menos alineados al estilo del autor, según nos deja entender Gonzalo de Ayala en su Apología del Arte de imprimir cuando habla de las características de este oficial.15

Una figura (la del corrector-censor) que se perfila con toda evidencia en una de las variantes de la segunda Cuesta que nos puede ayudar a valorar concretamente este fenómeno. En el cap. 26 del “ingenioso hidalgo”, para imitar las oraciones de Amadís a nuestro héroe se le ocurre improvisar un rosario16 con materiales de emergencia pero diferentes entre la primera y segunda Cuesta:

Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le tengo? En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse. (f. 132r de la princeps) Así en la primera Cuesta. En la segunda, se percibió un alto nivel de irreverencia tanto en la descripción del rosario improvisado como en algunas expresiones: “encomendarse a Dios”, “rezó un millón de avemarías”, las dos 15 “El corrector (de que hubo antiguamente y hay muchos graduados en las Universidades en diferentes ciencias) ha de saber Gramática, Ortografía, Etimologías, Apuntuación, colocación de acentos, tener noticias de las Ciencias y buenas letras, haciéndose capaz del asunto del libro que se imprime, conocimiento de Autores, de caracteres Griegos y Hebreos, cifras médicas, astrológicas, abreviaturas escolásticas, reglas de Música para libros de canto [...] Demás desto ha de tener el oído atento a lo que se lee, la vista a lo que se mira; el entendimiento a la contextura de lo que se corrige para emendar faltas, y tanta atención, que cualquiera defecto corre por su cuenta” (Gonzalo de Ayala, Apología del Arte de Imprimir [Madrid, Luis Sánchez, 1619], apud Infantes, 2006,VII.3, p. 202). 16 Recuérdese que la Corona del Rosario está formada por 50 granos o cuentas en grupos de 10 (conocidos como “décadas” o “decenas”), con un grano más grueso entre cada década.

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saboreando a la crítica de ascendencia erasmista.17 De manera que el pasaje en cuestión sufrió los cambios siguientes: Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y así lo haré yo. Y sirviéronle de rosario unas agallas grandes de un alcornoque, que ensartó, de que hizo un diez.18 Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse (f. 132v de la segunda Cuesta) Según mi parecer, la intervención censora no precisa, en este caso, más comentarios. Podríamos incluso, si quisiéramos, reconstruir el mecanismo censor utilizando, como base para efectuar las correcciones, la página correspondiente de la primera Cuesta, es decir, podríamos reconstruir la configuración del original de imprenta para la reedición de 16052. Pero el poco tiempo que tengo a mi disposición me impide profundizar en el asunto, así como me obliga a destinar a otra sede la tarea de evidenciar, con oportunas investigaciones lingüístico-estilísticas, el carácter apócrifo de las demás correcciones y añadidos de la segunda Cuesta. De cualquier modo, creo que los pocos datos recogidos hasta aquí son de por sí suficientes como para ofrecer una primera respuesta a la pregunta inicial: cuando nos enfrentamos con la obra maestra de la narrativa mundial, ¿sabemos exactamente lo que estamos leyendo? ¿Estamos del todo seguros que la letra del texto que nos ofrece una edición moderna del Quijote como, por ejemplo, la de Francisco Rico, corresponde a la voluntad, o última instancia semántica (como prefiere nombrarla la semántica estructural) del autor? La respuesta es bastante fácil si la proyectamos en la pantalla de la segunda parte del Quijote (el “ingenioso caballero” de 1615). En este caso la princeps de 1615 no plantea problemas de relieve más allá de los errores debidos al copista del original de imprenta y al componedor o cajista del taller de imprenta. Ni las ediciones sucesivas de esta segunda parte se comprometen en introducir variantes o modificaciones significativas. Es suficiente, pues, editar la princeps subsanando las erratas o errores de imprenta para ofrecer un texto cercano a la última instancia semántica del autor. Distinta es la cuestión cuando desde la princeps de la segunda parte nos trasladamos a la princeps y ediciones sucesivas de la primera parte (la del “ingenioso hidalgo”). Porque si se considera redaccional o de autor la varia lectio de la segunda y tercera Cuesta, entonces el editor moderno debería 17 Por lo demás, no cabe duda de que Cervantes en este pasaje se divierte al burlarse de su héroe tildándole de “beatería”. 18 Nótese, entre otras cosas, que el mismo uso de la palabra “rosario” tiene pinta de irreverencia en este contexto y se transforma en el más popular “diez”.

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ofrecer como texto crítico la última redacción aceptada por el autor (exactamente como hicieron en su tiempo el reverendo Bowle y Juan Antonio Pellicer). Al mismo tiempo, debería dar cuenta de la historia genética de la obra y de sus sucesivos estratos mediante un aparato diacrónico que daría cabida a las variantes de autor propiamente dichas, ordenadas en sucesión cronológica. Si, en cambio, no se consideran de autor las variantes de las ediciones sucesivas a la princeps de 1605, no queda otra alternativa que ceñirse a la letra de esta última, trasladando al aparato crítico todas las variantes de las ediciones sucesivas. Y los ejemplos (pocos pero sumamente significativos) que hemos tomado en consideración nos orientan hacia la hipótesis de que los cambios, los añadidos y las correcciones de la segunda y tercera Cuesta (a saber, las ediciones en las que Cervantes hubiera podido intervenir personalmente) se deben a la intervención autónoma de correctores profesionales (censores o oficiales de imprenta) no relacionados, ni relacionables, con el autor. A la primera Cuesta, pues, además del título específico de princeps, le corresponde también la calificación de testimonio más fidedigno o, si se prefiere, más próximo a la última voluntad del autor. Para un editor crítico del Quijote lo más importante es no dejarse atraer por las sirenas que cantan en las ediciones sucesivas y mantenerse fiel a la primera Cuesta. Pero, con una advertencia: fidelidad a la princeps no quiere decir (como con tono malicioso sostiene Rico19) abdicar del iudicium crítico, sino más bien “avivar” este mismo juicio de cara a las variantes supuestamente de autor y supuestamente correctoras certificadas por otras ediciones. En otras palabras, significa no caer en la trampa armada por correctores, revisores, censores, libreros, aceptando sus lecciones como si fueran variantes redaccionales. Desde luego no se le ofrece un buen servicio al autor contaminando su trabajo de creación con fragmentos que no le pertenecen. Tanto más en cuanto que las correcciones o modificaciones debidas a la intervención autónoma de otra persona que no sea el autor perjudican el texto (mejor dicho, su autenticidad) de la misma manera y, a veces, de una manera mucho más peligrosa que los errores diseminados en el texto por los copistas (responsables de los originales de imprenta) o por los componedores y revisores, es decir, los oficiales del taller de imprenta. Por otro lado, no se ocasiona ningún daño material a la letra del texto recurriendo, cuando haga falta, a la divinatio o corrección conjetural (sin 19 “La trayectoria editorial del Quijote se ha convertido así en un auténtico culto de la corruptela y en una competición por salvar más pasajes desfigurados de la princeps por encontrar algún sentido a más momentos sospechosos de yerro, por admitir más lugares sobre cuya inadmisibilidad nunca se había vacilado...No hay aspecto del Quijote, ni en la comprensión literal ni en la interpretación literaria, que no haya sufrido al sacrificarse la plausibilidad del texto en las aras de la princeps” (Rico, 2005, 20-21).

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caer en ningún caso en la tentación de la facilior, como lo es indudablemente “por hacerla famosa” en lugar de “por Hepila famosa”), con tal que estas intervenciones queden siempre y claramente señaladas con diacríticos en el cuerpo del texto y con las correspondientes notas explicativas en el aparato. Ateniéndonos a estos principios, y sobre todo no permitiendo que consideraciones extra-textuales interfieran en el proceso de reconstrucción del texto crítico (por ejemplo, descubrir variantes de autor en las ediciones sucesivas a la princeps simplemente por el hecho de que Cervantes en 1608 residía en el barrio de Atocha, a cuatro pasos del taller donde se imprimía el Quijote y bien cerca del establecimiento de Robles), ateniéndonos a estos principios, decía, no nos alejaremos demasiado de la última voluntad del autor. Una voluntad que la princeps, pese a todos sus defectos, refleja con mayor fidelidad que las otras Cuestas (y, por supuesto, las demás re-ediciones antiguas). Mientras que por lo que se refiere a los “descuidos”, tras haber acertado que los añadidos de la segunda Cuesta y los ajustes de la tercera se deben a la intervención autónoma del corrector o de los correctores que actuaban en el taller de imprenta sin asesoramiento autorial, lo más conveniente es poner el ánimo en paz y conformarse con lo que nos dice el propio Cervantes (por boca de Cide Hamete Benengeli) en el comienzo del cap. 27 de la segunda parte: Este Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de emprenta (Quijote, II.27, f. 104r de la princeps de 1615). La declaración no podría ser más esclarecedora: cuando Cervantes pone en boca de Cide Hamete Benengeli estas palabras ya había salido a la calle la segunda Cuesta (y posiblemente también la tercera) con sus añadidos, desde hace mucho tiempo. Y sin embargo, Cervantes sigue haciendo referencia a una primera parte donde no se muestran ni “el cómo” ni “el cuando” de la desaparición o robo del rucio, es decir, sigue haciendo referencia a la primera Cuesta, puesto que en la segunda se intenta poner remedio al descuido narrando exactamente, aunque fuera de lugar, el cómo y el cuando del caso. El propio Cervantes, entonces, “desautoriza” las ediciones revisadas y corregidas posteriores a la princeps, al mismo tiempo que admite en ella (la princeps) la presencia de errores, lagunas y modificaciones debidas a “los impresores”. No hay nada más que esto. Lo que se hizo después (a partir de la segunda Cuesta) resulta ser totalmente extraño a la cosecha de don Miguel. Con todo esto no queremos afirmar que la primera Cuesta (Cuesta 16051) presente el mejor de los textos posibles y que por consiguiente no haga falta

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reflexionar sobre sus lecciones dudosas, sino con menor pretensión deseamos reafirmar que el de la princeps sigue siendo el mejor (y el más fidedigno) entre los textos del Quijote que han llegado hasta nosotros.

Apéndice 1- “Por Hepila famosa” En el primer capítulo del Quijote de 1605, allá donde se hace referencia a los nombres “famosos” que adoptan los héroes de los libros de caballerías, y en particular, Amadís, la primera Cuesta lee lo siguiente: Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della... (f. 132r) La lección “por Hepila famosa” no les pareció correcta, o mejor dicho, no la entendieron los sucesivos editores del texto (a partir de la segunda Cuesta) que pusieron en su lugar la facilior “por hazerla famosa” (f. 132v). Una divinatio muy peligrosa, pues la superioridad aparente de esta lección determinó su traslado desde el nivel de corrección conjetural al de lección auténtica y su ingreso perentorio en el circuito de las ediciones oficiales del Quijote. Desde estas ediciones se desplazó a las traducciones en las que no quedan huellas del primitivo “por Hepila famosa”, como puede comprobarse en todas las antiguas y menos antiguas traducciones inglesas, francesas e italianas de la primera parte del Quijote. Únicamente las modernas ediciones críticas (o aspirantes a críticas) del Quijote, más cuidadosas con el aspecto filológico del texto, han vuelto a tomar en consideración la lección de la princeps tomando partido en favor o en contra de su autenticidad. Entre los contrarios, quiero subrayar la intervención de Rico quien, dándoles una interpretación muy personal a los conceptos de facilior y difficilior, afirma que la lección de la princeps (“hepila”) reflejaría un error de lectura del copista (o componedor), responsable de la transformación de un original cervantino “hazerla” en este curioso “hepila”. En la segunda edición de Cuesta se habría puesto remedio, según Rico, al error reconstituyendo la lección del supuesto original (Rico, 1996, 16-17). Se trata de una interpretación filológica que, pese a la autoridad de su proponente, no puede sustraerse a la más elemental de las consideraciones ecdóticas: “es prácticamente imposible –en palabras de Alberto Blecua– que un copista o un impresor escriba ‘Hepila’ allá donde el original pone

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‘hazerla’. O desconocemos el significado de ‘Hepila’, o se trata de un error escondido en esta palabra. De todas formas, ‘hazerla’ es una conjetura facilior debida a un impresor” (Blecua, 1988, 40). Es decir que la segunda edición de Cuesta refiere, en este caso, una variante debida a la intervención autónoma de un revisor (copista del original de imprenta, componedor o cajista) que trivializa la lección de la princeps. Blecua sugiere que Hepila puede ser errata por hepilaxi o hepilexi, con el valor de epilepsis (“cognominatio, sobrenombre”). Estudios recientes (como, por ejemplo, el de David Mañero, 2000) aclaran que “hepila” no es simplemente la lección más cercana a la del original de autor sino que es un término semánticamente muy interesante porque se hace cargo de una más que probable intención irónica. Como se sabe, Épila (sin “h” y con el acento en la primera) es una población en la provincia de Zaragoza. María Soledad Carrasco Urgoiti, en un artículo publicado en 1972, recordaba que natural de Épila era Jerónimo Jiménez de Urrea, el capitán traductor de Orlando Furioso tan perseguido por los dardos irónicos de Cervantes. Entre las obras de este capitán se lucía un poema con el título de La Epilia famosa, labor que no nos ha llegado pero que, según el testimonio de ilustres conocedores de la poesía aragonesa, como Andrés de Ustarroz (1606-1653), enaltecía el valor y la grandeza de la ciudad de Épila: “...y La Epilia famosa, de Épila su patria gloriosa / las grandezas contiene”(Ustarroz, 1890, 123). Además, el propio Ustarroz, en un ms. redactado con el propósito de recoger materiales aptos para informar sobre las obras escritas por autores aragoneses, apuntaba: “La famosa Epilia: libro cavalleresco, no está impreso”. Cabe, pues, la posibilidad –como acertadamente sugiere David Mañero– de que Cervantes, al acercar la “famosa” Épila al reino de Amadís (Gaula), hubiera querido poner en la misma caldera irónica tanto el más ilustre de los libros de caballerías (el Amadís de Gaula, por supuesto), como el “famoso” poema de Urrea del que derivaría incluso la fama de la patria de Amadís. Por cierto, para captar dicha alusión cervantina hace falta poder contar con algunos informes al respecto (y, efectivamente, el corrector de la princeps que no tenía estos informes convirtió “Hepila” en “hazerla”), lo que, sin embargo, no les quita a todas las ediciones y traducciones acomodadas a la facilior de la segunda Cuesta la responsabilidad de haber contribuido a la extinción de un código tan específicamente cervantino como el que nos transmite la lección “Épila”. Por otro lado, es justamente esta enmienda conjetural la que nos da a entender que la lección de la segunda Cuesta “por hacerla famosa”, lejos de ser una difficilior que pone remedio al error de la primera Cuesta, se califica, en cambio, como una lectio facilior, responsable de la extinción definitiva del código de partida (con toda su carga de alusiones irónicas). La variante

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de la segunda Cuesta (y de todas sus derivadas), pues, implica un cambio muy relevante con respecto al “tenor literal” de la primera; admitirla en el texto crítico significa precisamente crear un texto mixto, contaminando dos estadios distintos de la obra.

Apéndice 2 - El robo del rucio y la autoría de las intercalaciones Según el testimonio de la primera Cuesta, en el capítulo 25 (fs. 125r y 125v), al llegar al sitio en el que a nuestro héroe le parece oportuno hacer su penitencia, encontramos la primera alusión a la pérdida del rucio: Viendo esto Sancho, dijo: -Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio; que a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante. Unas páginas más adelante (f. 130r), comentando los atrevidos propósitos de su amo, Sancho se muestra afligido por la pérdida del burro: Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Lo que ocurre es que previamente al lector de la princeps nadie le había contado la desaparición del rucio ni el cómo y el cuándo de la misma. Es más, en el mismo capítulo, un poco antes de estas referencias a la desaparición del rucio (en el f. 122r), se habla del asno como si nunca hubiese desaparecido: —¡Válame Dios –dijo don Quijote–, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.

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Seguidamente, como acertadamente apunta Martín Morán (2014), la pesadumbre por la pérdida no documentada de su fiel compañero se prolonga durante todo el tiempo de la estancia en Sierra Morena, es decir hasta el cap. 31. Después, curiosamente, el accidente no vuelve a entristecerlo hasta la explícita y efectiva reaparición del asno20 –sin que, de nuevo, el narrador cuente cómo tuvo lugar– a la altura del cap. I.46: El ventero, a quien no se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el cura había hecho al barbero, pidió el escote de don Quijote con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Demasiadas incongruencias para que lo que en apariencia se presentaba como descuido no pasara inobservado a los ojos de los correctores, como lo comprueba el hecho de que a distancia de pocas semanas de la publicación de la primera Cuesta, Juan de la Cuesta imprimía su segunda edición de 1605 con dos importantes adiciones respecto a la primera. Se trata de dos fragmentos textuales que narran, respectivamente, el hurto del asno (achacándoselo a Ginés de Pasamonte) y la recuperación del mismo. En el cap. 23 (según el testimonio de la segunda Cuesta), al folio 108r-109r después de la frase “y buscaron los galeotes”, se insertan cuarenta y pico renglones que cuentan de qué manera y en qué circunstancias fue robado el rucio por Ginés de Pasamonte: ..... y buscaron los galeotes.21 Aquella noche llegaron a la mitad de las entrañas de Sierramorena, a donde le parecio a Sancho passar aquella noche, y aun otros algunos dias, a lo menos todos aquellos que durasse el matalotaje que lleuaua. Y, assi, hizieron noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques. Pero la suerte fatal, que, segun opinion de los que no tienen lumbre de la verdadera fe, todo lo guia, guisa y compone a su modo, ordenó que Gines de Passamonte, el famoso embustero y ladron que de la cadena, por virtud y locura de Don Quixote se auia escapado, lleuado del miedo de la Santa Hermandad, de quien con justa razon temia, acordo de esconderse en aquellas montañas; y lleuole su suerte, y su miedo, a la misma parte donde auia lleuado a don Quixote y a Sancho Pança, a hora y tiempo que 20 A decir verdad, hay motivos para suponer la presencia del rucio al lado de Sancho ya desde capítulos antes. Desde el cap. 42 hasta el 46, en la venta de Palomeque, Sancho hace varios usos de los aparejos del asno (duerme sobre ellos, 42 y 43; adereza “no sé que de la albarda”, 46; pleitea sobre su propiedad con el legítimo dueño, 44). 21 En cursiva el texto de la primera Cuesta para facilitar la observación del proceso de intercalación realizado por la segunda Cuesta. Adviértase que al final de la intercalación, el revisor de la segunda edición del Quijote conecta con el texto de la primera modificando algunas palabras: “Assí como don Quixote” se convierte en “El qual como”.

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los pudo conocer, y a punto que los dexó dormir. Y, como siempre los malos son desagradecidos, y la necessidad sea ocasión de acudir a lo que [no] se deue, y el remedio presente venga a lo por venir, Gines, que no era ni agradecido ni bien intincionado, acordo de hurtar el asno a Sancho Pança, no curandose de Rozinante, por ser prenda tan mala para empeñada como para vendida. Dormia Sancho Pança, hurtole su jumento, y antes que amaneciesse se halló bien lexos de poder ser hallado. Salio el aurora alegrando la tierra, y entristeciendo a Sancho Pança, porque halló menos su ruzio, el cual, viéndose sin el, començo a hazer el mas triste y doloroso llanto del mundo; y fue de manera que don Quixote desperto a las vozes y oyo que en ellas dezia: -“O hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi muger, embidia de mis vezinos, aliuio de mis cargas, y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veynte y seys maravedis que ganaua cada día, mediaua yo mi despensa.” Don Quixote, que vio el llanto y supo la causa, consoló a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que tuviesse paciencia, prometiendole de darle vna cedula de cambio, para que le diessen tres en su casa de cinco que auia dexado en ella. Consolose Sancho con esto y limpió sus lagrimas, templó sus sollozos y agradeció a don Quixote la merced que le hazia. El qual como entró por aquellas montañas [...] Más adelante, en el cap. 30 (f. 171r) el mismo revisor de la segunda Cuesta introduce una treintena de líneas que refieren cómo Sancho recobró su jumento: No tornes a essas platicas, Sancho, por tu vida», dixo don Quixote; «que me dan pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien sabes tu que suele dezirse: a pecado nueuo, penitencia nueua ... Mientras esto passaua, vieron venir por el camino donde ellos yuan a vn hombre cauallero sobre vn jumento, y quando llegó cerca les parecia que era gitano. Pero Sancho Pança, que doquiera que via asnos se le yuan los ojos y el alma, apenas huuo visto al hombre, quando conocio que era Gines de Passamonte, y por el hilo del gitano sacó el ouillo de su asno, como era la verdad, pues era el ruzio sobre que Pasamonte venia. El qual, por no ser conocido y por vender el asno, se auia puesto en traje de gitano, cuya lengua, y otras muchas, sabia hablar como si fueran naturales suyas. Viole Sancho y co[no]ciole, y apenas le huuo visto y conocido, quando a grandes vozes dixo: “A, ladron Ginesillo, dexa mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso; dexa mi asno, dexa mi regalo; huye, puto, ausentate, ladron, y desampara lo que no es tuyo.” No fueran menester tantas palabras ni baldones, porque a la primera saltó Gines, y, tomando vn trote que parecia carrera, en vn punto se ausentó y alexó de todos. Sancho llegó a su ruzio, y, abraçandole, le dixo: “¿Cómo has estado, bien mio, ruzio de mis ojos, compañero mio?”. Y, con esto, le besaua y acariciaua, como

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si fuera persona. El asno callaua y se dexaua besar y acariciar de Sancho, sin responderle palabra alguna. Llegaron todos y dieronle el parabien del hallazgo del ruzio, especialmente don Quixote, el qual le dixo que no por esso anulaua la poliça de los tres pollinos. Sancho se lo agradecio... En tanto que los dos yuan en estas platicas, dixo el cura a Dorotea que auia andado muy discreta, assi en el cuento como en la breuedad del y en la similitud que tuuo con los de los libros de cauallerias. Los añadidos intentan resolver la incongruencia causada por los posibles olvidos, pero, a su vez, originan otras nuevas incongruencias. En especial, el primer añadido, sea quien fuere su autor, fue insertado en un lugar equivocado de tal forma que el burro desaparece en el capítulo I.23, pero vuelve a aparecer pocas líneas después (renglones 17-18: «Sancho [...] sentado a la mugeriega sobre su jumento...»), y sigue estando presente en el cap. 24: «mandó a Sancho que se apease del asno» (fol. 111); y al comienzo del cap. 25, como ya vimos. Por otro lado, el segundo añadido (en I.30) antecede enormemente a la reaparición oficial del asno en I.46. Entre todas las cuestiones planteadas por estos fragmentos interpolados la que mayor alcance crítico tuvo fue la de la autoría. Fragmentos apócrifos según Fitzmaurice-Kelly, y tras sus huellas Flores, Vicente Gaos y Alberto Sánchez entre otros. Auténticos para la mayoría de los editores del siglo XX (Schevill-Bonilla. Rodríguez Marín, Riquer, Murillo, Avalle Arce, Sevilla, Rey Hazas, Rico). Este último, recogiendo una opinión de su maestro Riquer (“El estilo de esta larga adición [la del robo del rucio] revela, sin lugar a dudas, la pluma de Cervantes”), por su cuenta añade: “Sin embargo, pese a la sentencia condenatoria de la mayoría, no puede ya ponerse en tela de juicio que las adiciones las escribió Cervantes ‘por estos pulgares’” (Rico, 2005, 250). Y para demostrar esto organiza un cotejo entre las adiciones y el conjunto de las obras de Cervantes utilizando, además, como “piedra de toque” (cosa que sirve para confirmar cierta cualidad), las dos partes del Guzmán de Alfarache y el Quijote apócrifo. Basándolo todo en cuestiones de estadística (es decir, el tal sintagma se encuentra normalmente en Cervantes pero no en Mateo Alemán y en Avellaneda), llega a la conclusión de que las “coincidencias” resuelven definitivamente la cuestión esencial de la paternidad de los añadidos (es decir, que sólo pueden ser cervantinos), rechazando como incorrectas todas las hipótesis que endosaban las semejanzas a la imitación premeditada de un anónimo.22 Es más, según Rico (que se remonta en esta circunstancia nada menos que al reverendo Bowle), también algunas añadiduras y variaciones sobre el tema del rucio en la tercera Cuesta “delatan más 22 Vicente Gaos, Alberto Sánchez y Flores, entre otros.

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bien la mano libérrima y caprichosa de Cervantes” (p. 289). Lástima que no se acuerde de estos principios a la hora de publicar su edición “crítica” del Quijote y arrincone en nota todas las adiciones escritas por “estos mismos pulgares” cervantinos.

Apéndice 3 - Un bachiller que aparece desapareciendo Abarcan dimensiones mucho más grandes que “Hepila → hacella” las variantes que la segunda Cuesta y ediciones sucesivas presentan en un lugar del cap. XIX del primer Quijote donde el texto, tal como aparece en la primera Cuesta, plantea más de una duda. Se trata del lugar en que un personaje, que se había alejado oficialmente de la escena, toma de repente la palabra como si nunca se hubiera alejado, determinando de tal manera una incongruencia en el plan narrativo. Me refiero al bachiller Alonso López (el encamisado que “derribó la mula” en la aventura del cuerpo muerto), cuyo alejamiento había sido señalado con las palabras: “Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, más entonces que nunca...” (f. 83v). El mismo bachiller reaparece poco después en medio de un diálogo entre don Quijote y Sancho sobre el apelativo de “Caballero de la Triste Figura”, y reaparece de manera totalmente abusiva, es decir sin ninguna referencia a su regreso a la escena, pronunciando estas palabras: “Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada: juxta illud: Si quis suadente diabolo, etc.” (f. 84r). A estas palabras del bachiller sigue una breve réplica de don Quijote y, a continuación, una nueva advertencia del narrador relativa al alejamiento del bachiller: “En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra” (f. 84r). La incongruencia quedó clara desde el primer momento, pues ya en la segunda edición Cuesta de 1605 se advierte un intento de poner remedio a esta falta, pero a través de una enmienda conjetural totalmente arbitraria que consiste en la substitución de la frase: “Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda...», por esta otra: «Y díjole: -Yo entiendo, Sancho, que quedo...” (f. 84r). Lo cual determina la supresión de la referencia a don Quijote como interlocutor que aparece en la frase siguiente: “No entiendo ese latín –respondió don Quijote– mas yo...”, que en la segunda edición Cuesta desaparece por entero dejando, en su lugar, un elemento de conexión (aunque) para favorecer el enlace con la secuencia anterior (f. 84r). En las ediciones sucesivas, derivadas de la segunda Cuesta, nadie tuvo nada que objetar al remiendo

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elaborado por su atento revisor: es decir que no se encuentran variantes antiguas en el desenlace del episodio distintas a la insertada por la segunda Cuesta, pese al afán corrector del empleado de Roger Velpius (Bruselas, 1607) y a la vigilancia del revisor de la tercera Cuesta (1608). Hay que esperar hasta el siglo XIX para observar que Hartzenbusch (en su edición de 1863, con la primera Cuesta recién descubierta), tras considerar insatisfactorio el remiendo de la segunda Cuesta de cara a la contradicción manifiesta expresada por la primera Cuesta, apunta en una nota lo siguiente: “La contradicción desaparece (o principia a desaparecer, por lo menos), si después de las palabras ‘Con esto se fue el bachiller’ ponemos punto, y añadimos como oportuno correctivo ‘Olvidábaseme de decir que’; pero esto no basta; falta expresar quién dice lo que sigue; y el que lo dice no puede ser otro que el Bachiller. Suplamos estas pocas palabras: ‘dijo a don Quijote’, las cuales no corren mal a mi parecer con ‘advierta vuestra merced’; y el pasaje resulta claro, lógico y bien escrito, y sobre todo, más propio de la situación que lo que traen las eds. comunes del Quijote”. En definitiva, Hartzenbusch en las ediciones de Argamasilla publica el texto así: –Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura. Con esto, se fue el bachiller. Olvidábaseme de decir que dijo antes a Don Quijote: - Advierta vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada: juxta illud: Si quis suadente diabolo, etc. –No entiendo ese latín –respondió don Quijote–, mas yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón... Veinticinco años después (1898) el cervantista escocés James Fitzmaurice-Kelly se adhiere a la propuesta de Hartzenbusch, aunque sin aceptar el añadido “dijo antes don Quijote”. En cambio, Schevill, en su ed. 1914, propone otro tipo de enmienda orientado hacia la inclusión de una referencia que se encuentra a faltar, es decir, la que está relacionada con un probable regreso del bachiller: “En esto volvió el bachiller y le dijo a don Quijote: -Olvidábaseme...”23. Apuntando en la nota correspondiente lo que sigue: “B [=segunda Cuesta] y siguientes, después de imaginado: ‘y dixole: yo entiendo, Sancho, que quedo descomulgado por auer puesto las manos violentamente en cosa sagrada: Iuxta illud, si quis suadente diavolo, &, aunque 23 “Riose don Quixote del donayre de Sancho; pero, con todo, propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo, o rodela, como auia imaginado. [En esto boluio el bachiller, y le dixo a don Quixote]: «Oluidauaseme de dezir que aduierta vuestra merced que queda descomulgado, por auer puesto las manos violentamente en cosa sagrada: Iuxta illud, si quis suadente diabolo, &.”.

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se bien que’, etc. Con la frase que pongo entre corchetes se puede conservar la lección de A [=primera Cuesta]”. Muchos de los cervantistas posteriores se conformaron con la hipótesis de Schevill (tras advertir, como es lógico, que el original no leía exactamente esto sino algo parecido a esto), aunque, últimamente, hay quien sospecha que la editio princeps no contiene errores en este lugar, apoyándose en algunos malabarismos interpretativos (Gaos, 1987), o en el argumento de las interpolaciones (Martín Morán, 1990, 128-29). De todos modos, parece que aquí la crítica textual, con todo su aparato, no pueda ofrecer más de lo que se ha dicho; antes bien, los rigurosos parámetros del método lachmanniano nos obligan a calificar de arbitrario toda añadidura (como la de Schevill) que no se fundamente en testimonios concretos, directos o indirectos. Es decir que el filólogo (en tanto editor crítico), debiendo enfrentarse con este lugar del Quijote, puede afirmar simplemente esto: a) las incongruencias textuales perceptibles allí revelan una tradición corrompida (tal vez la responsabilidad del desperfecto se remonte al impresor de la primera edición de la obra); b) la enmienda conjetural antigua (a saber, la que aparece en la segunda edición Cuesta y ediciones sucesivas), por un lado no logra solucionar el problema y, por otro, añade más incongruencias todavía; c) la hipótesis de Hartzenbusch, recogida por Fitzmaurice-Kelly, pues sobreentiende un amago de partida del bachiller seguido por una vuelta inmediata, se muestra claramente anti-económica. Además, el correspondiente traslado de algunos párrafos de una a otra página denuncia el carácter demasiado artificial de la intervención y excede en larga medida el quehacer cervantino; d) la propuesta de Schevill, en tanto subjetiva (o sea que la divinatio no cuenta con ningún indicio textual) es inaceptable, pero encierra algo positivo en cuanto sugiere la vuelta imprescindible del escudero asignando, por consiguiente, a su voz la conminación del anatema.

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