Consideraciones acerca de la resiliencia en la infancia y adolescencia

Investigación en Salud, núm. 4-1- 2, 2001, pp. 103-114. Consideraciones acerca de la resiliencia en la infancia y adolescencia. LLobet, Valeria. Cita...
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Investigación en Salud, núm. 4-1- 2, 2001, pp. 103-114.

Consideraciones acerca de la resiliencia en la infancia y adolescencia. LLobet, Valeria. Cita: LLobet, Valeria (2001). Consideraciones acerca de la resiliencia en la infancia y adolescencia. Investigación en Salud, (4-1- 2) 103-114.

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CONSIDERACIONES ACERCA DE LA RESILIENCIA EN “CHICOS DE LA CALLE” AUTORA: VALERIA LLOBET, LIC. EN PSICOLOGÍA, BECARIA DE INVESTIGACIÓN DE UBACYT, DIRECTORA BECA: PROF. PS. GRACIELA ZALDÚA, PROF TITULAR DE PSICOLOGÍA PREVENTIVA Y DE EPIDEMIOLOGIA, UBA

DE

RESUMEN: El presente artículo está basado en algunos resultados de la investigación “Facilitadores y restrictores de procesos resilientes en chicos de la calle”, en la que, con diseño cuali cuantitativo, se indaga aquellos aspectos que podrían promover procesos resilientes en población de niños y adolescentes vulnerabilizados. Tendemos a reconsiderar la resiliencia como un proceso facilitado en la interacción, donde los niveles general (macroestructural) y particular tienen incidencia. Las características del trabajo en estas instituciones–caracterizado como con un alto compromiso afectivo, de alta dramaticidad, con escasas posibilidades de impacto- nos llevaron a pensar que probablemente se tratara de un tipo de trabajadores con altos índices de estrés asistencial –burn out. Incluimos en el diseño este aspecto, realizando con los trabajadores la encuesta de estrés asistencial de Maslach, utilizada en la investigación "El síndrome de estrés asistencial en Hospitales Públicos", dirigida por la Prof. Ps. Graciela Zaldúa. Es necesario reflexionar sobre el propio concepto “Resiliencia” (en tanto no existe acuerdo respecto a su definición) y sobre las categorías “chicos de la calle”, “chicos en la calle” y “chicos en situación de calle”. Ninguna de estas categorías –teóricas y poblacionales- recubre un objeto dado, por lo que la discusión sobre sus definiciones es una discusión sobre las formas de construir las poblaciones sobre las que se interviene y los objetivos de esta intervención. PALABRAS CLAVE: Adolescentes vulnerabilizados – procesos resilientes –intervención – estrés asistencial. ABSTRACT This mixed-design (qualitative and quantitative) research attempts to investigate if vulnerable adolescents, in particular street children, establish resilient processes. The survival strategies imply abilities and skills. Therefore, an effective intervention may aid in modifying the aspects of risk, acting out and impoverishment. In this level of intervention, the organizational aspects, the representational aspects, and the levels of workers stress are acting as variables. We are reconsidering that resilience is an interactive process where the general levels (macrostructural) and the particular levels have incidence. Is need to think about “resilience”, “street children”, “children in street situation” as concepts. No one of these concepts refer to a natural object: to think about those is to think about populations and interventions. KEY WORDS: Vulnerable adolescents– resilient processes – intervention - burnout

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INTRODUCCIÓN Siempre estarán aquí, junto a la niebla, amargamente intactos en su paciente polvo que la sombra ha invadido, recorriendo impasibles esa región de pena que se vuelve al poniente, allá, donde el pájaro de la piedad canta sin cesar sobre la indiferencia del que duerme Olga Orozco, “Quienes rondan la niebla”.

En el presente artículo pretendemos reflexionar sobre algunas aspectos trabajados en la investigación exploratoria en la que el objetivo central es indagar la posibilidad de promover resiliencia en niños y adolescentes vulnerabilizados (particularmente chicos de la calle) en instituciones públicas de la ciudad de Buenos Aires. Para Rutter (1993) la resiliencia puede ser entendida como un proceso que se construye vincularmente, tanto con otras personas como con el contexto social. Las instituciones que trabajan con esta población son susceptibles de ser entendidas como potencialmente facilitadoras de tales procesos resilientes. La preocupación inicial surge a partir de un trabajo de campo realizado con chicos de la calle de la Ranchada de Flores, durante el año 1994. De este acercamiento, dos aspectos del problema persistieron como pregunta: por un lado la compleja relación entre una legislación e intervenciones que parecen negativizar a la población para la que se desarrollan, confrontadas a las destrezas y habilidades desplegadas por niños, niñas y adolescentes para sobrevivir en la calle. En segundo lugar, nos llamó la atención cierta organización subjetiva alrededor de una temporalidad diferente de la usual, en la que la identidad se reorganizaba, aparentemente, con una historicidad particular a ese grupo, tanto a futuro como respecto del pasado. En ese contexto tomamos contacto (tres años después) con el concepto de resiliencia, que nos sedujo en tanto se centraba en los desarrollos positivos, y parecía permitir pensar algunas cuestiones centrales acerca de la subjetividad de esta población. Se presentan aquí los siguientes aspectos: Una breve descripción del concepto resiliencia y su operatividad esperada. En segundo lugar, se intenta precisar qué significados cobra la categoría niños y niñas en /de la calle. En tercer lugar, se intenta caracterizar el proceso adolescente a la luz de la población estudiada. CONSIDERACIONES ACERCA DEL CONCEPTO RESILIENCIA La resiliencia surge como constructo teórico que intenta dar cuenta de las situaciones de desarrollo saludable en presencia de factores de riesgo para patología o deprivación. Las primeras investigaciones al respecto se centran en familias con uno o ambos padres alcohólicos, cuyos hijos no desarrollan ningún síntoma de deprivación, mostrando al contrario una integración normal. Extraído de la psicopatología, y llevado al campo más claramente psicosocial, y de psicología del desarrollo, el concepto permitiría, para Kotliarenco (1997) “(…) caracterizar a aquellos sujetos que, a pesar de nacer y vivir en condiciones de alto riesgo, se desarrollan psíquicamente sanos y socialmente exitosos” (pg. 8). Se asume que el hecho de nacer y crecer en contextos pobres presupone un riesgo para la salud. Derivado de una matriz funcionalista, y asociado a la teoría del estrés aparece como el constructo necesario para dar cuenta de las situaciones saludables en medios insanos. Se plantean estructuras de determinación ecológicas multinivel, en donde la interacción con el ambiente –y los factores de riesgo- por parte del “niño resiliente” estará mediada por vínculos y aspectos personales del mismo. Rutter (1993) define como resiliencia al conjunto de procesos sociales e intrapsíquicos que posibilitan el enfrentamiento exitoso a la adversidad. No se trata de factores congénitos ni

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adquiridos, sino es un proceso que caracteriza a un complejo sistema social en un momento determinado, y que implica exitosas combinaciones entre el niño y su medio. En nuestro medio, suele asociarse la resiliencia a los factores protectores, sin embargo, ellos ni agotan ni explican exhaustivamente a los procesos resilientes. Radke – Yarrow y Sherman (1992) plantean que debe comprenderse a la resiliencia en un contexto que supone tanto la actuación de factores o situaciones de riesgo como del proceso de vulnerabilidad – protección. Indican que resultan necesarias algunas especificaciones respecto al concepto de vulnerabilidad. Éste puede ser entendido en dos sentidos. Por un lado, como un fenómeno perceptible en el cual cierto nivel de estrés resulta en conductas desadaptativas. Por otro, se puede considerar que la vulnerabilidad alude a una dimensión continua de las interacciones que se mueve desde una adaptación exitosa a otra menos exitosa Aparecen dos grandes matrices teóricas para definir el concepto (no se ha logrado una definición canónica, lo que hablaría de algunos de los problemas enfrentados )1. Una de ellas, de raigambre cognitivo- conductual, en la que las conductas adaptativas frente a estresores ambientales acumulativos (siempre en situaciones de pobreza) promoverían patrones comportamentales. La segunda línea plantea a la resiliencia como un potencial humano (innato o no) que se desarrollaría cada vez frente a factores de riesgo, pudiendo no desarrollarse para la misma persona frente a factores diversos. Aplicado a problemas de índole psicosocial, se trata de hacer luz sobre aquellas personas que, viviendo en situaciones de pobreza, logran sostener un nivel medio de integración y adaptación socialmente aceptables, sin que los efectos de la situación de pobreza parezcan empobrecerlos psíquicamente. A grandes rasgos, este tipo de desarrollo teórico nos parece criticable, en primer lugar por cierto deslizamiento que se produciría entre los factores de riesgo y las causas. Que la patología no se desencadene podría bien ser la contrapartida de que se trate de “factores de riesgo” y no de causas en sentido estricto. Por otra parte, la modelización de tipo ecológico de la sociedad implicaría relaciones equilibradas o equilibrables, en un movimiento provocado por la búsqueda (y logro) de homeostasis sucesivas. Se vería entonces negada o relativizada la conflictividad reconocida mediante la asunción de que al menos ciertas desigualdades deben ser tomadas en cuenta como factores diferenciales al valorar los riesgos a los que se ven expuestos grupos particulares de la sociedad. En última instancia, en algunos casos parece asumirse que, si bien acumulados en los sectores populares, los “factores de riesgo” tienen una actuación homogénea y estable, lo que equivale a plantearlos como causales en cualquier circunstancia y para cualquier persona. Esto último supone otra serie de contradicciones con la existencia misma del concepto. Desarrollamos este aspecto más abajo. Otra línea de crítica estaría dada por la necesidad de determinar qué sería un desarrollo aceptable en términos de normalidad moral, cual es el caso de Vanistendael (1998). Al mismo tiempo, otros autores que intentan eludir esta moralización del concepto, al instalarse en perspectivas psicologistas, se ven expuestos al riesgo de una falacia atomística, al tratar a conceptos poblacionales como variables individuales en forma directa, ello sin renunciar a la pretensión de generalización, necesaria a la hora de generar teoría. Además, parece reducirse la dimensión simbólica de la vida a capacidades y procesos mentales individuales, cuando no a dimensiones tan difícilmente definibles como “espiritualidad”. La traducción directa entre situación de pobreza y factores de riesgo actuantes al nivel individual es otro peligro presente en el trabajo con este constructo. Es sencillo suponer –en los extremos- que, o bien es posible predicar de alguien que “es” resiliente por sus peculiares características personales (inteligencia, astucia, etc) lo que sería una aproximación psicologista, o que en realidad el ascenso social depende de las mismas capacidades por las cuales alguien puede lograr que la adversidad no se transforme en destino... 1

Para una discusión sobre la ausencia de una definición consensuada, ver Grotberg, 1998.

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Ambas aproximaciones –habilitadas por el concepto aunque en general criticadas por los mismos autores, quienes se ven en la obligación de comenzar las exposiciones aclarando que no culpabilizan la pobreza- no parecen más que reproducir afirmaciones de sentido común, y reintroduce la discusión política y ética que las investigaciones (y los investigadores) y reflexiones relativas a los problemas de desigualdad e inequidad deben plantearse. Ahora bien, si el concepto como tal plantea tantos problemas, ¿cuál sería su utilidad científica? ¿qué problema explicaría? ¿podría ser explicado sin recurrir a este constructo? Radke – Yarrow y Sherman (1992) no eluden las dificultades que plantea el constructo, relativas a lo mencionado más arriba respecto a los conceptos de riesgo y factores protectores. Plantean (en una salida psicologista) que existe una tensión entre una idea de universalidad (considerar a X factor de riesgo, o a Y factor protector como universalmente eficaces tanto en sentido negativo el primero como el segundo en sentido positivo) y una aproximación mediada por las características de las personas. En el mismo sentido, Rutter (1993) plantea que una misma variable puede actuar, bajo distintas circunstancias, en cualquiera de los dos sentidos mencionados, y que el propio proceso de vulnerabilidad – protección sólo tiene efecto en combinación con situaciones o factores de riesgo, y por lo tanto, actúa indirectamente. Almeida Filho (1992) desde la Etnoepidemiología, plantea que es necesario incluir en el estudio de las determinaciones del proceso salud enfermedad, el valor, significado y sentido de los factores de riesgo. Factores de riesgo y protectores deben ser analizados desde la perspectiva de la cotidianeidad y el Modo de Vida de los grupos particulares. Cada grupo humano producirá diversos sentidos prácticos disponibles para los individuos. Estos sentidos valorizarán las situaciones y los factores de riesgo de diversas maneras, aunque es posible plantear que ciertos “insumos” necesarios para el desarrollo debieran encontrarse presentes. La complejidad de problemas aludidos es relativa a la reflexión sobre la interface entre los niveles individual y social. Es este mismo aspecto en toda su densidad el que hace al concepto interesante. Tanto en la investigación actual como en un estudio de campo realizado anteriormente, así como en otras investigaciones realizadas con población de chicos de la calle en otros países (Lucchini:1999, Izaguirre:1997, LLobet:1997) se puede observar algunas características peculiares del proceso identitario en grupos de niños/as en situación de calle: una particular construcción del tiempo, y por lo mismo, de la historización personal, una predominancia concreta en el lenguaje, una referencia colectiva más que individual, una identidad de género diferente de los modelos tradicional o transgresor en las mujeres, un uso de la hostilidad no tanto como modalidad de individuación sino más como defensa, etc. Redefinimos el concepto como procesos resilientes, entendiéndolos como la posibilidad de protección y autonomía frente a situaciones de adversidad, apoyada en el proceso de subjetivación. Resultaría un proceso inestable y relacional, condicionado en sus contenidos posibles por el modo de vida de los colectivos en los que los sujetos se concretan. Si bien –y notablemente- esta redefinición plantea problemas de operacionalización, involucra aspectos procesuales–históricos en su desarrollo y determinación, lo que nos permite recuperar aquellas dimensiones culturales, simbólicas, asociadas a la calidad de vida, relativas a la intersubjetividad que efectivamente condicionarán las posibilidades para que cada sujeto “escriba su historia”, construya su identidad, elija su modo de andar la vida, parafraseando a Agudelo. NIÑOS Y NIÑAS DE LA CALLE Una de las peculiaridades de la población –chicos de la calle- es la institucionalización, es decir, su surgimiento como categoría poblacional y problema social en un complejo proceso histórico que cristaliza con la creación de instituciones especiales, en las que esta población tendrá "su

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lugar". Tanto como categoría –minoridad, infancia en riesgo, vulnerable- cuanto objeto de intervención, las instituciones del campo de la minoridad han construido una población y un problema2. La categoría “niño/a de la calle”, sin embargo, parece recubrir una diversidad de situaciones que es necesario visualizar. En primer lugar, esta categoría surge, en tanto “enfoque” (posiciones teóricas y líneas de acción) como reacción a la Doctrina de Situación Irregular. Los “niños de la calle” vienen a suplantar a los “menores en situación irregular”. Se intenta devolver con ella calidad de infancia a los niños que eran objeto de la tutela estatal. Es incluso a partir de la eficacia práctica de este enfoque que es puesto en cuestión el centro mismo de la doctrina de la situación irregular, al plantear que estos niños y niñas de la calle son sujetos de derecho y no objeto de protección / disposición tutelar. Como primer momento de separación teórico ética, esta categoría vino a separar el campo de la infancia vulnerabilizada de su asimilación a la delincuencia o pre-delincuencia. Se trata entonces de una categoría cuyo desarrollo histórico es susceptible de ser analizado desde las prácticas y contenidos que la conforman. En la definición más usual, propuesta por UNICEF, se entiende que un niño/a que vive en la calle y ha roto todo vínculo con su familia de origen, es un “niño/a de la calle”, en tanto un niño/a que vive en la calle durante el día pero regresa a su hogar familiar es un “niño/a en la calle”. Sin embargo, encuadrar a los niños, niñas y adolescentes concretos en alguna de estas subcategorías no resulta tan sencillo. En primera instancia, debido a que la estancia de un niño en la calle no suele ser producto de una abrupta y/o disruptiva “expulsión” o fuga del hogar, sino que generalmente es un proceso por el cual los niños que fueron “en” la calle pasan a ser “de” la calle. Además de ello, encontramos en estos niños, niñas y adolescentes formas diversas de estar en la calle, significados diversos de la calle, incluso uso de otros espacios. ¿Es un niño de la calle quien se ha ido de la casa de sus padres, pero no duerme en la calle, sino que ocupó una casa abandonada?. Aún los niños y adolescentes que viven en la calle, mantienen en algunos casos contactos con alguna frecuencia, con su familia: ¿son niños “en” o “de” la calle?. Resulta en estos casos necesario forzar los términos de las definiciones teóricas para recubrir la realidad a que aluden. Ello supone preguntarse si no resulta necesario redefinir la comprensión teórica. Si bien en su origen, el enfoque Niños y niñas de la calle resultó superador de culpabilizaciones, victimizaciones y, en términos más generales, penalización de la pobreza, existen hoy indicios que llevan a suponer la necesidad de repensar esta categoría, en tanto parece ocultar más de lo que devela. Homogeniza los modos de estar en la calle. Si bien a grandes rasgos sigue siendo útil para referir el fenómeno de la infancia vulnerabilizada, y resulta una suerte de marcador epidemiológico para identificar a una población en riesgo, desconocer que encubre una realidad multívoca es erróneo. La reformulación como “niños y niñas en situación de calle” es menos operativa aún. Por un lado, a pesar del uso creciente de la aclaración “y niñas”, no suele incluirse una perspectiva de género para pensar tal población. Y resulta evidente que no es lo mismo ser una niña o adolescente en la calle que ser un varón en la calle. Los riesgos que enfrentan no son exactamente los mismos, las estrategias que construyen tampoco. La diferencia sexual parece ser velada por las adolescentes en la calle, asumiendo éstas posturas, rasgos y conductas masculinas como estrategias de protección. Los usos del cuerpo en el espacio que habitan los chicos de la calle son sólo varoniles, incluso para las mujeres que lo habitan. La asunción de una 2

Esta forma de plantear el tema no elude la relación entre industrialización, urbanización y migraciones propias de la modernización y el quiebre de formas de solidaridad e integración sociales anteriores, que revierte en nuevas formas de pauperismo al comienzo del siglo XX en nuestro país. No pretendemos que el higienismo y las políticas poblacionales eugenésicas no hayan sido otra cosa que una nueva forma de tratar "la cuestión social", adquiriendo esta estatuto científico y, por lo mismo, nueva visibilidad. Es en este sentido que se trata de una nueva población y un nuevo problema.

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posición masculina se constituye en la protección generalmente usada por las adolescentes, y que trasciende la “simple” adopción de conductas, llegando a construir una nueva relación con el lenguaje (uso indistinto de ambos géneros sin respetar el sexo del sujeto y/u objeto aludidos), más aún, la identidad: T., una adolescente de 13 años, solía usar nombres como Pedro o Juan para nombrarse en la calle. Era fácilmente confundida con un varón, y los enfrentaba en peleas corporales usualmente. Se refería a sí misma con apelativos masculinos; con el resto de las personas, intercambiaba sin problemas femenino / masculino, sin importar el sexo del interlocutor. Resistía toda marca de socialización femenina: ropas, adornos, juegos, etc. Por otro lado, ¿es igual el niño que convive con una “ranchada” que aquel que lo hace con un hermano o amigo, sin formar parte de un grupo? ¿se encuentran en la misma posición el niño que lleva algunos meses viviendo en la calle que aquel que ha vivido por algunos años?. Resultan preguntas que, frente a los niños concretos, es necesario realizar. Surge también frente a la homogenización realizada por quienes trabajan con los adolescentes. Si bien la categoría reviste una operatividad importante a la hora de definir políticas o acciones, ello no desmerece que la realidad que engloba es compleja. Niños, niñas y adolescentes comparten a grandes rasgos un modo de vida. Ello no necesariamente los hace un “grupo con existencia real” (Castellanos:1991). Este modo de vida, tanto es sus aspectos materiales cuanto simbólicos es mediado por distintas dimensiones que hacen divergir las trayectorias personales. La reformulación mencionada más arriba, “niños y niñas en situación de calle”, es menos explicativa aún, en tanto engloba por el signo visible, al mejor estilo fenomenología psiquiátrica o, peor aún, clasifica desde la perspectiva de la molestia social. Como contraparte, al ser meramente fenomenológica y claramente ambigua, podría evitar esencializaciones. No parece ser el caso. También las familias de origen son distintas. Si bien existen características compartidas, en función de pertenecer a un grupo social, las migraciones, los mitos familiares, la historia de cada familia marca una diferencia. Sin embargo, suele resumirse el problema en términos de “pobreza”. La pregunta respecto a qué hizo que X se fuera de su casa, y sus hermanos Y o Z no, de por sí abre a una investigación necesaria, pero además abre a pensar en la heterogeneidad del problema. En general, en algún punto los efectores entrevistados llegan a decir que las familias no fueron continentes, o su estructuración no era buena, o..., sin embargo, por qué algunos hijos permanecieron y permanecen en el hogar no aparece como pregunta. La mayoría de los trabajadores plantea situaciones de maltrato o desarticulación familiar como los motivos de salida de los niños y niñas. Sin embargo, de acuerdo a la información registrada en los legajos institucionales, la situación difiere según género. Los niños manifiestan mayoritariamente como motivo de salida la falta de dinero, la mitad de las niñas dice haber sido víctima de maltrato. En un segundo nivel de diferenciación, y sin intención de negar el maltrato como realidad, no necesariamente ha sido el desencadenante ni el único evento que motoriza la partida, sino que esta es un proceso complejo y raramente terminado. Esto podría estar asociado con la idea que los propios niños tienen respecto de lo que la sociedad espera de ellos como respuesta. Saben que si no se construyen como víctimas, son construidos como potenciales victimarios. Y allí aparece otra homogenización. Las familias de los niños son iguales. Pobres, desarticuladas, incontinentes, etc. Pero tiene que existir un culpable. Hay alguien, familia o estado (como una abstracción) que es responsable porque los chicos estén en la calle y no en su casa. La calle tampoco es la misma, dependiendo el momento en que los niños se encuentren, así como sus propios recursos y apoyo social. En algunos casos es posibilidad de juego ilimitada, en otros solo lugar de trabajo, en algunos momentos es divertida y en otros peligrosa, dependiendo también del cómo y el cuando, de la situación concreta y de los actores involucrados. Si cuentan con agentes de programas que permitan agenciarse de recursos, una red de apoyo “rica”, puede tener un carácter más estable, pero al mismo tiempo con mayores limitaciones. Si aparece la

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policía, se transforma en un lugar peligroso... Si se tienen 17 o 18 años, es un lugar del que hay que salir... Los chicos de la calle en general, no se transforman en adultos “homless”. ¿Cuándo se van? ¿Por qué deciden “salir” de la calle? ¿Cómo lo logran? ¿es para todos igual? Si no interviene algún programa ¿también se van de la calle?. La noción de “carrera de la calle” (Lucchini:1999) resulta importante para pensar estas cuestiones, incluso para pensar en que momento del proceso las intervenciones son fructíferas en el sentido de lograr consolidar una alternativa. Permanecen algún tiempo en la calle, muy variable de un chico a otro, y luego de alguna manera se van... El “rescate” de la calle parece ser viable mediante una pareja y/o un embarazo buscado: la generación de un proyecto de vida que, necesariamente, implica una dimensión de proyecto a futuro. Es variada también por épocas la forma en que los niños y adolescentes llegan a la calle. En los últimos años (centralmente desde 1995, según los datos relevados en el CAINA)3 como consecuencia del impacto de las políticas socioeconómicas, surgen nuevos modos de estar en la calle, niños y adolescentes que viven con su familia en la calle, o que durante la semana permanecen en el centro y regresan a su casa los fines de semana, sin agruparse con los niños y adolescentes que se autonominan “chicos de la calle”. Existen niñas, niños y adolescentes que viven en la calle, que trabajan o de alguna manera consiguen sus medios de subsistencia en ella, que circulan de modos más o menos disímiles. Comparten condiciones materiales de vida, aunque no necesariamente es uno el vector simbólico del modo de vida, el “estilo de vida” (Almeida Filho, Op. Cit.). Ello hace que pueda ser pensado como grupo vulnerable, aunque exija a las estrategias de intervención sostener la tensión entre singular y colectivo, para poder hacer lugar a las particularidades que, de otro modo, parecen ser fuertes condicionantes a sus posibilidades de eficacia e impacto. LA ADOLESCENCIA DE CHICOS Y CHICAS DE LA CALLE Se considera a la subjetividad humana como permanentemente configurada en un proceso de subjetivación, tanto por las experiencias actuales como por la resignificación que éstas permiten realizar de los acontecimientos y traumas pasados, y la reconfiguración de ideales y proyectos identificatorios en tanto proyección de futuro/s. Proceso de subjetivación que comienza con la constitución del Yo y alcanza su momento de mayor dinamismo en la adolescencia, pero que continuará durante toda la vida del sujeto, incluyendo los avatares cotidianos. Piera Aulagnier (1997) al reflexionar sobre el proceso adolescente, introduce el concepto de posición identificatoria, la cual deberá ser interiorizada y apropiada a partir del trabajo de elaboración y duelo que el Yo realiza sobre sus identificados, modificando su relación de dependencia con el discurso parental y catectizando su propio cambio, así como un tiempo futuro probable. El trabajo de la adolescencia es la desidealización del tiempo infantil para catectizar un tiempo futuro. Es así que la adolescencia supone un trabajo de historización y constitución de identidad, que conlleva la apropiación de un proyecto identificatorio y constitución de un proyecto de vida. Dos dimensiones de este concepto serían la historización, como recuperación y reelaboración de marcas identitarias que permiten la construcción de un tiempo futuro, y la responsabilización, que sitúa al sujeto como agente pleno de su acción. El proyecto identificatorio resulta de los movimientos identificantes del Yo, que reorganizan el esquema relacional. El Yo se constituye con los primeros enunciados identificatorios, provistos por una madre portavoz de la historia previa, así como vehículo, junto con el padre, de las pertenencias y símbolos sociales. Esta instancia yoica, activa e identificante, historizada, inscribe 3

Centro de Atención Integral a Niños y Adolescentes, Secretaría de Promoción Social, GCBA. Se trata de una de las sedes de esta investigación. La fuente fue una muestra al azar simple de 50 legajos de la institución, recogiendo una serie de variables que permitieran una caracterización epidemiológica de la población.

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al niño en un orden temporal y simbólico. Su tarea central es transformar los fragmentos aportados por los otros significativos (investidos) en una historia que le aporte el sentimiento de continuidad temporal “solo de esa manera podrá religar aquello que él ha sido y poder proyectar en el futuro un devenir” (Aulagnier,1997), catectizando su propio cambio, viéndose en la necesidad de investir un tiempo futuro, imprevisible y que puede llegar a no vivir. El relato histórico que constituye el tiempo vivido – perdido es su patrimonio, y es lo único que puede asegurarle que es posible un tiempo futuro. En este proceso, y cobrando fuerza centralmente en la adolescencia, el sujeto se construirá su identidad, como complemento necesario de la historia, la que pasa a ser atributo y parte de esta identidad. Ahora bien, estos procesos adquieren, en distintos grupos, características particulares. En los chicos de la calle son dificultados por su particular posición respecto de la sociedad. Son un resto. Resto que pugna por ser reconocido de diversos modos. Centralmente, por medio de la confrontación, de la demanda gritada en actos que los hacen visibles, pero en los que ellos mismos están “jugados”. Winnicott (1994) al pensar la deprivación como efecto de una falla de provisión social en determinado momento del desarrollo, considera las “conductas antisociales”, el robo, la mentira y la destructividad, como reclamos esperanzadores4. Para estos niños y adolescentes, todavía queda algo a pedir, a exigir por la vía de estos “gritos” que no articulan palabra. Porque la palabra (no en su sentido de código, sino de ser-parte) les es negada desde que son arrojados a una no-posición, a una definición negativa y negativizante: son menores. Y los deslizamientos de sentido que “menor” implica son peyorizantes. Al mismo tiempo, funcionan como marcas identificantes para los chicos. En esta tensión, en esta lucha por recuperar, por robar una voz oíble, ellos deberán construirse un futuro. Tanto de nuestros acercamientos a los propios chicos, como de la bibliografía sobre el tema y las opiniones de quienes trabajan con ellos, surgen las siguientes particularidades, que reunimos en dos ejes ordenadores, tiempo y espacio, ejes centrales en los que se desenvuelve la cotidianeidad humana. No recurrimos a dos nociones esenciales. Ambos son construcciones y suponen diversos sentidos. La temporalidad es solidaria del espacio, es construida a partir de una lógica de regulaciones sociales. El cuerpo se soporta en el mismo proceso histórico de construcción, tanto en lo que respecta a sus sentidos y significaciones simbólicas como en cuanto a su materialidad. Ambos admiten ser pensados en términos de distribuciones desiguales a nivel social: no podemos suponer que el tiempo sea esencialmente el mismo en las distintas clases sociales. Del mismo modo, el espacio, y particularmente el cuerpo tampoco son los mismos, incluso al nivel del cuerpo biológico, soporte de necesidad. Que el espacio que funciona como continente, creando límites al cuerpo, sea un espacio por definición “ilimitado”, de tránsito, el negativo de otro espacio (el privado), inaccesible a los niños, parece revertir en un cuerpo que adopta materialidad y límites en el dolor o en la exposición: de la transparencia y el anonimato del tránsito, a la super-exposición del acting. En cuanto al primero, la característica más destacable es la inmediatez. En otro lugar5, hemos comparado esta temporalidad con un ritmo, cercano a la biología. Ello supone una base material, en tanto las necesidades sentidas ordenan el curso del día, y la ausencia de recursos para satisfacerlas impone limitaciones serias a las proyecciones potenciales. Al mismo tiempo, estas necesidades son limitadas. Es poco factible que sean otras que las más concretas y urgentes. La articulación de esta dimensión con el déficit en soportes afectivos, que permitan la construcción de una suerte de permanencia y confianza, opera como límite para la posibilidad de 4

Cabe aclarar que no en si se la entiende en los 5 LLobet, V.: “Chicos de de Monografías, Facultad

todos los casos parece haber existido tal deprivación, términos estrictos en que la plantea Winnicott. la calle. Trabajo y subjetividad” en Primer Concurso de Psicología, UBA, Secretaría de Cultura, 1997

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proyección a futuro, el “llegar a ser” enunciable como Ideal del Yo. Asimismo, la existencia material, el modo de vida (Almeida Filho, op.cit.) se constituye, desde sus exigencias, como una segunda vía de determinación y condicionamiento para esta posibilidad de catectización del futuro. En este sentido, aparece la Identidad como un concepto central para dar cuenta del problema. De lo que se trata, en el proceso adolescente, es precisamente construirse una identidad. Postulamos que la vida cotidiana, continua y permanentemente presente, aportará el contenido posible de la identidad. Esta última se constituirá mediante un acto de puesta en historia de los “hechos” cotidianos que se transformen en sentido. Es sólo mediante la historización que la cotidianeidad puede ser transformada en relato sobre sí mismo. Ricoeur (1985) introduce un aspecto interesante con su concepto de “identidad narrativa”, la idea de ficcionalidad, como imposibilidad de acceso a una verdad por la vía de la narración de sí mismo. Esta Identidad Narrativa es planteada como bipolar: supone un aspecto estable, la mismidad, es el polo continuo cercano a la noción tradicional, y un polo flexible, fluido, la ipseidad, la promesa a futuro de sí mismo. Tanto la rememoración como su contrapartida, la prospección, suponen la posibilidad de una temporalidad continua desde el registro simbólico, y las habilitaciones imaginarias para la constitución de futuros fantaseados. Si bien la historización como proceso no requiere necesariamente la narración, sí supone la rememoración, la puesta en juego de una memoria histórica personal y familiar. Resulta necesario partir de la mismidad reconocida por otros para construir la ipseidad, siendo esta última reconocible como válida para el colectivo. Para Castoriadis, el pensamiento convencional sobre la temporalidad se estructura por referencia a términos de lugar o espacio, lo que permite una identidad al diferente. Definido como orden de sucesión, el tiempo es siempre referencial y así permite al idéntico diferenciarse de sí mismo por la retención de este espaciamiento temporal virtual y metafórico. Es la verdadera manifestación del hecho de que surge un ‘otro’ con relación al que ya existe, traído a la existencia como nuevo o como otro y no simplemente como consecuencia o como un ejemplar diferente del mismo. El tiempo libidinizado, anclado en procesos sociales que le otorgan dimensión suprafísica, se transforma en historia. La misma, a nivel de los colectivos viene acompañada, centralmente en situaciones conmocionales o críticas de un imperativo de la transmisión que permita hallar o construir las razones para mantener o reanudar los lazos intergeneracionales. Las modalidades de individuación y subjetivación modernas suponen una experiencia de sí en tanto individuo, diferenciado del resto y portador de una historia. La historia identitaria se desenvuelve como continuidad temporal con materiales propios y “prestados” por las voces que nombran y reflejan al sujeto como “uno”. El individuo transforma los límites corporales en los límites de una interioridad diferenciada. Respecto a la manifestaciones de la identidad, encontramos las distintas construcciones de los chicos respecto de sí mismos: se inventan un nombre, se construyen una historia de vida diversa a la vivida, se cambian la edad. Ello siempre como presentación a otro. Este aspecto vincular del proceso adolescente, en el que el otro debe estar presente, aparece aquí en toda su espesura. Es al otro a quien es dedicada esta construcción, como respuesta a la pregunta sobre “quien sos”, que esconde, en el caso de los chicos de la calle “por qué”. Pero la salida a la calle, y su elección como hábitat privilegiado es un proceso complejo que rara vez toma un único y claro hecho desencadenante. En general, la “invención” representa un momento, el de la desconfianza, por lo que esta merece ser considerada como estrategia. Cuando el marco de confianza logra ser construido, los niños “dicen la verdad”. Al margen de preguntarnos por qué estamos más dispuestos a suponer que

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esa verdad es “verdadera”, (y por ello la buscamos)6 en estos niños que en los pacientes del consultorio y del hospital, de quienes no desconfiamos, y frente a los que nos sostenemos en la premisa freudiana respecto a novelas familiares y demás construcciones fantasmáticas, parece interesante ubicar esta construcción a la luz del concepto de Ricoeur. Ella se da en el intervalo, no conforma ni la mismidad ni la ipseidad. No constituye un llegar a ser, pero tampoco es lo que el niño era. Formulada desde el temor, sostenido a su vez por experiencias reales, parece ser más un límite que una posibilidad. Ahora bien, ¿por qué ese nombre, porqué esa historia? La “mentira” (sobre edad, historia, nombre, situación) puede tomar diversos estatutos: negación, intento de restitución (fallido) del fantaseo, resistencia. A., de 14 años, nos dice “a mí no me gustan las psicólogas. Te hacen preguntas que no tenés ganas de contestar”. Resistencia que no necesariamente es homologable a la resistencia en sesión. Incluso parafraseando a las feministas afroamericanas, podríamos plantear el “derecho a resistir”. Tal vez resistir a nuevas expropiaciones de la historia, nuevas peyorizaciones, nuevos maltratos. Desde la perspectiva que consideramos complementaria, el reconocimiento, como “insumo” para el proceso identitario es en general, como colectivo. Son “chicos de la calle”. Como tales, el nombre propio es anecdótico, la historia se supone homogénea: pobres, de padres golpeadores/alcohólicos/abusadores, que primero los enviaron a la calle por dinero para el hogar, y que luego permitieron que regresen cada vez con menor frecuencia hasta no volver más. Desde esta perspectiva, tanto la rememoración como su contrapartida, la prospección, se ven dificultadas. Ellas suponen la posibilidad de una temporalidad continua desde el registro simbólico, y las habilitaciones imaginarias para la constitución de futuros fantaseados. Si bien la historización como proceso no requiere necesariamente la narración, sí supone la rememoración, la puesta en juego de una memoria histórica personal y familiar. Resulta necesario partir de la mismidad reconocida por otros para construir la ipseidad, siendo esta última reconocible como válida, acorde a valores. En otros términos, la temporalidad se juega en los riesgos asumidos. Resulta difícil, sino imposible, interpolar la reflexión entre “necesidad” y acto. Es solidaria esta falla temporal de la fragilidad o suspensión de un soporte simbólico que permita evitar estos pasajes al acto. Soporte que admite una relación con el capital cultural y simbólico, el que es distribuido desigualmente en los distintos sectores sociales. La divergencia entre la potencia real y la asumida, en consonancia con la prematurez de su autonomización, la puesta a prueba de las posibilidades propias y ajenas, la negación del riesgo (posibilidad de evitar el miedo frente a la imposibilidad de evitar la situación riesgosa), incluso la anticipación de la muerte y por esta vía el intento de conjuro, todas ellas son posiciones subjetivas que encontramos en la mayoría de los chicos. Respecto al eje espacial, en nada es ajeno al primero. Nos centraremos en la primer forma del espacio, el cuerpo. No sin mencionar que la calle, espacio público diseñado para transitar, cuyos límites son vagos y al mismo tiempo rígidos (la calle termina en las puertas de entrada a espacios privados), urbano, continente de innumerables estímulos, en donde la separación de las prácticas íntimas de las exhibibles socialmente es imposible, es apropiable solo provisoriamente. Nunca es una casa, y menos la propia. Sus reglas de horarios, movilidad, posibilidades e imposibilidades son totalmente contradictorios con las reglas de la vida transcurrida en un espacio que separa lo privado de lo público, lo íntimo de lo social. La casa, primera extensión del cuerpo, no es ya el continente donde se desenvuelve la vida de los chicos

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No puedo dejar de asociar esta idea con las características de nuestro sistema penal, inquisitorial, en el que la “verdad” es obtenida en la confesión, a diferencia de otros en los que tal verdad es asumida como una construcción realizada en el proceso. No creo estar incluyendo un nivel de reflexión impropio, ya que la historia de la infancia deprivada, la historia de los chicos de la calle como menores, es determinada por la historia de sus mecanismos de control y judicialización.

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de la calle, y no es ya el espacio en donde los cambios corporales de la adolescencia podrán ser integrados simbólicamente. Las determinaciones y condicionamientos que los usos del cuerpo imponen a nivel subjetivo, resultan una dimensión de dos caras: habilitadora de resiliencia, en tanto las destrezas y habilidades desarrolladas pueden ser factores de protección frente a la deprivación; y proceso vulnerabilizador, en tanto es sede de necesidades insatisfechas e instrumento. El liderazgo grupal se sostiene en las demostraciones de fuerza y habilidad, los juegos y situaciones límite dependen de la destreza corporal para su desarrollo, el placer y el dolor se sostienen y desarrollan con el cuerpo como escenario, la violentación y el maltrato lo hacen su objeto. En las niñas, es tanto camuflable en cuerpo masculino como estrategia de protección, cuanto moneda de cambio en la prostitución, así como sede de placer. Marca de pertenencia a una clase, estigmatizado por la desnutrición o subnutrición, acallado por el uso de drogas que permiten sortear el hambre, expuesto en situaciones temerarias, posibilidad de autoreconocimiento y placer, sede de cambios complejos en la adolescencia, herramienta de trabajo. Objeto altamente complejo y conflictivo, que requiere su deconstrucción y el anudamiento a una posibilidad de simbolización siempre limitada pero sumamente necesaria, que lo reconduzca a una trama apropiable por el niño. Todo proceso adolescente es un proceso conflictivo. Exige como una de sus condiciones de posibilidad la presencia de adultos que confronten a los adolescentes remitiéndolos a una legalidad que determina los límites de lo posible para todo sujeto humano. Incluso para los adultos. Reclamo de ubicación en un sistema de habilitaciones y prohibiciones, y por lo mismo legado, familiar y cultural. Habilitación para, y limitación para. Los jóvenes serán “los nuevos”, los recién llegados, en una trama intergeneracional integrada. Es dable pensar que actualmente en nuestro país, esta habilitación está vedada para la mayoría de los adolescentes. Las instituciones sociales previstas para asumir parte de rol de transmisión, carecen de legitimidad o bien la misma se encuentra cuestionada. Asimismo, las condiciones materiales para una exogamia real por la vía del trabajo (ordenador central de las funciones sociales, de la utilidad del ser humano como parte de un colectivo, de la identidad) son más que limitadas. En el caso de los chicos de la calle, esta situación es extrema. Carentes del capital cultural que les haga probable una inclusión en el colectivo por la vía del trabajo y que les permita acceder al disfrute de bienes simbólicos, excluidos de la legalidad por la coexistencia de una ley que es mayoritariamente letra muerta (la Convención Internacional de Derechos de Niños y Adolescentes) y una no-ley (Ley 10.903 de Patronato de Menores derogada por la inclusión, vía art. 75 de la CN, de la CIDNA) que es aplicada, se encuentran arrojados a un vacío de futuro, a una legalidad que no es la “legal”. Condenados por ello a la exclusión, al maltrato por parte de las instituciones, a la expulsión, les es habilitada sólo la inclusión por el consumo de poxi, cocaína o marihuana. Definidos de facto como no ciudadanos, eufemísticamente no responsables, por ser menores, de los actos delictivos que cometieran, al mismo tiempo que responsables por su condición de pobres y vagabundos, por lo que son “tutelados”. Adultos prematuramente por las exigencias materiales de la pobreza de sus familias, niños y adolescentes al mismo tiempo, intentando sobrevivir y construirse como humanos. A estas tensiones deben enfrentarse. En esta lucha, algunos dejan la vida. Otros, tal vez los menos, logran inventarse el espacio necesario para una salida. Todo el trabajo adolescente, las dificultades que normalmente propone, se ve entonces tensado hasta límites casi imposibles. Sin embargo, siguen siendo adolescentes. Por lo mismo, seguimos teniendo para con ellos (como sociedad y particularmente como trabajadores de la salud), las responsabilidades de provisión, protección y sostén que sus derechos enumeran. O tendremos que asumir que la infancia y la adolescencia ya no son parte de un proyecto común. En

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contextos en los que, como hoy, salud y educación públicas aparecen como los únicos restos de otra sociedad que no se atrevió del todo a ser, tal vez sea posible decir, como mínimo, “que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria”. Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno

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