Cierzo. Carlos Wille

Cierzo Carlos Wille 11 de marzo de 2012 (por la mañana) Son las diez y media de la mañana. No hay mucha gente en la calle Gaztambide de Tudela. El d...
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Cierzo Carlos Wille

11 de marzo de 2012 (por la mañana) Son las diez y media de la mañana. No hay mucha gente en la calle Gaztambide de Tudela. El día es soleado pero el cierzo sopla con fuerza silbando entre las esquinas y los resquicios de puertas y ventanas. Sara abre la tienda con media hora de retraso subiendo la persiana metálica con un fuerte impulso y encendiendo las luces. Como si su imagen hubiera quedado atrapada en ellos por la noche, su escultural cuerpo enfundado en un ajustado vestido se refleja en los espejos de la tienda. Es una mujer guapa, morena, de unos veinticinco años. Pero en su rostro hay un gesto desagradable, de aburrimiento y cansancio. Pasa de largo y se dirige al fondo de la tienda. El día anterior habían llegado unos vestidos y los tiene que desempacar antes de abrir. Justo acaba de colocar el último cuando llega la primera clienta. Blusas y pantalones que se amontonan en los probadores, el sonido de la caja, el cierzo que hace vibrar el cristal del escaparate… Pasa el tiempo con rapidez. Antonio llega a eso de las doce. En ese momento no hay clientes. Es un hombre mucho mayor que ella, con una barriga considerable, rostro arrugado, y coleta de pelo canoso. Le gusta vestir como a un treintañero, con ropas ajustadas que tratan en vano de ocultar que ya hace mucho que aquella edad pasó para él. Se acerca a Sara para darle un beso, pero ella lo aparta con desagrado. - ¿Ya has bebido?, pero si no son más que las doce. - Sólo una cañita para empezar el día- Tiene la voz rasposa. - Será la primera. Te has tomado varias. - Venga, nena, no te enfades. Sara no contesta y continua colocando unos vestidos que la última clienta se ha probado en su sitio.

- ¿Qué tal la mañana, nena? - Una señora se ha probado veinte vestidos y al final no se ha llevado nada. Estoy harta de esta tienda, Toni. - Pero si fuiste tú quien la querías. - Ya, pero eso era antes de saber que era tan duro. - Bueno, nena, te puedes despedir cuando quieras- le dice él acercándose nuevamente y cogiéndole de la cintura. - ¡Quita!- le dice ella riendo. - Venga- le dice él sin soltarla y tratando de besarle el cuello- aquí el que paga soy yo. Soy tu jefe y te ordeno que necesitas un descanso. - Quita, Toni, que tengo que hacer. Además, hueles que apestas a alcohol. Pero Antonio le agarra con más fuerza. - ¿Qué tal si nos vamos un ratito a los probadores?- le dice en tono juguetón. - ¡Ay! ¡Toni!- dice ella riéndose-, que me haces daño. Antonio la empieza a empujar hacia al fondo de la tienda. Sara se resiste dando manotazos que poco pueden hacer ante la fuerza de Antonio. Justo en ese momento la puerta se abre. Un perchero les oculta de la vista. Sara logra zafarse de Antonio, se arregla el vestido, y con gesto de fastidio, sale a atender. - Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? - Hola- dice la señora sonriendo-, mira, quisiera saber si tienes talla para esa blusa… Antonio atraviesa la tienda a toda velocidad en ese instante mientras las dos lo observan pasar. Luego abre la puerta y, como llevado por el viento, desaparece en Gaztambide. La señora mira a Sara como buscando una explicación. - ¿De esa de ahí, me dice?- dice ésta señalando el escaparate.

- Sí, hija, sí, a ver si tienes de mi talla. - Vamos a ver. Sara después atiende a varias clientas hasta que en la catedral suenan la una y media. Justo en ese momento Antonio vuelve a entrar sonriente. Se ha duchado y cambiado. Ahora lleva unos vaqueros gastados y una camisa de color rosa con los dos botones de arriba abiertos que dejan ver los pelos blancos de su pecho y una cadena de oro. Sara le mira seria y con fastidio. - Te invito a comer. - No sé, Toni, estoy cansada. - Venga, te invito al treinta y tres. Pide lo que quieras. Sara no dice nada. Antonio la lleva en coche hasta la puerta del restaurante. El encargado les saluda con efusión y los sienta en una de las mejores mesas. Comen en silencio. De vez en cuando ella le mira y le sonríe. Antonio se mantiene callado. Su buen humor parece haber desaparecido de repente. A través del ventanal pueden ver los tejados de las casa del casco viejo. La torre de la catedral sobresale por encima de todos ellos. Sara mira a una cigüeña que cruza el cielo con algo muerto y alargado en el pico. Una serpiente o algún otro bicho muerto. Luego mira a su plato y siente una fuerte arcada. Consigue controlarla y, sin mirar a Antonio, continua comiendo.

11 de marzo de 2012 (atardece) Sara llega a casa después de pasar la tarde en la boutique. Está cansada, de mal humor, y muy harta de la maldita boutique. La casa está a las afueras de Tudela. Es un chalet muy grande y de estilo moderno, como un bunker con pretensiones artísticas, con un amplio ventanal que da al río Ebro, otro al Moncayo,

y el resto de las paredes de cemento. A Sara nunca le ha gustado mucho aquella casa, pero tiene que reconocer que prefiere eso al piso en que había estado viviendo hasta que conoció a Antonio. Mientras se desviste y se da una ducha recuerda aquél día. Había salido con sus amigas de Cascante a tomar algo un sábado por la noche por Tudela. En aquella época trabajaba como camarera en un bar de menús del polígono industrial municipal. Unos tipos les invitaron a unas copas. Antonio estaba entre ellos. No le llamó la atención en un principio; a pesar de su estilo juvenil, parecía bastante mayor que ella. Una amiga le dijo que era uno de los tíos con más pasta de Tudela. Sin embargo, fue sólo después de que él se pusiera a hablar con ella cuando se fijó en su mirada de un azul casi cristalino. No dejaba de mirar aquellos ojos. Podía reflejarse en ellos como en las aguas de un lago entre montañas. Sara termina de ducharse y va al dormitorio. Ve unas colillas en el cenicero y que la colcha de la cama está arrugada. Antonio ha estado allí por la tarde. Mientras se pone el pijama recuerda las primeras citas, los regalos y los restaurantes de lujo. Sonríe. La verdad es que Toni, cuando quiere, sabe ser todo un caballero. Baja a la cocina, amplia y equipada con los más modernos electrodomésticos, y toma algo para cenar mientras oye la radio. Nunca le ha preguntado de dónde viene todo aquel dinero. Prefiere no saberlo. Es mejor no hacer preguntas si no quiere que le trate como a una tonta. Es más inteligente hacérselo y aceptar lo que le viene como un regalo. Sube al dormitorio y quita la colcha de la cama recordando los intentos de Antonio durante los primeros meses por conquistarla, y cómo le gustaba. Había crecido sin que nadie la tuviese en cuenta ni se preocupara por ella, desatendida e ignorada, así que el trato de Antonio le parecía digno de una reina. Siempre había

querido tener una tienda de moda y Antonio, al poco de irse a vivir con él, se la puso. Luego estaba el resto de cosas a las que poco a poco se había ido acostumbrando y sin las que ya no podía vivir: la casa, las comidas en el treinta y tres, el mahler, y el pichorradicas, las vacaciones del agosto pasado en el caribe… Sin embargo, tenía que reconocer que cada vez estaba más harta de él. Era joven y guapa y le había tocado estar con aquel vejestorio. Era verdad que ella lo había elegido, pero, ¿no había también tipos jóvenes con dinero? ¿No tenía derecho ella a algo mejor? Y luego estaba la tienda. Maldita la hora en la que se le ocurrió pedirle a Antonio que la montara. Ahora se siente obligada a atenderla y a agradecer a Antonio que la ayudase. Pero con el paso del tiempo se había dado cuenta de que a pesar de que Antonio ganaba y ganaba dinero, ella no se estaba quedando con nada ¿No debería de preocuparse un poco ella también de sus negocios y, de paso, mirar por su futuro? Sara vacía el cenicero en el inodoro y después lo enjuaga. Se lava los dientes y se mete en la cama. El silencio es casi absoluto. Eso es lo que más le gusta de la casa. Después de haberse criado con cuatro hermanos, a cuál más burro, es lo que más valora. Cierra los ojos y procura vaciar su mente. Pero está intranquila. Antonio debe estar metido en un negocio gordo. Lleva unos días especialmente pesado. Y luego estaban esos bruscos cambios de humor. Tengo que estar atentase dice-, algo grande se trae entre manos y esta vez no lo voy a dejar pasar. Intranquila, vuelve a encender la luz y coge una novela que tiene en la mesilla. A través del silencio puede sentir el rumor del Ebro pasando a pocos metros de la casa.

11 de marzo de 2012 (al mismo tiempo) Anochece sobre Arguedas. El pueblo, agazapado bajo la ladera de arenisca que la corona, parece luchar contra la noche con las débiles fuerzas de unas pocas farolas que iluminan la carretera de Tudela. Se oye el ladrido de unos cuantos perros a lo lejos, el cierzo soplar, y el ronroneo del motor de un tractor. Huele a chimenea y a noches de invierno tardías. El resto es silencio. Jesús está en su habitación tumbado en la cama escuchando la radio. Tiene la luz apagada y la luz de la luna entra por un ventanuco en lo alto. La estancia es pequeña, con el justo espacio para una cama y una mesilla. Hay ropa tirada por el suelo y huele a cerrado. Jesús es un hombre de unos treinta y cinco años, aunque quizás aparente más de los que tiene. Es delgado y su cara alargada, en forma de palo. Viste unas viejos y sucios pantalones, y una camiseta de propaganda de neumáticos. Durante unos minutos escucha la radio sin hacer ningún movimiento y luego se levanta poco a poco. Sale de la habitación. El pasillo es oscuro y estrecho. Pasa por delante de un pequeño salón en el que hay una anciana pequeña, arrugada y encogida, viendo la tele a oscuras. Jesús se acerca y bajo la luz de los fogonazos de la tele, puede ver que su madre está dormida. Le sube la toquilla hasta los hombros y sale de casa. Esta es vieja y con la fachada desconchada. Está debajo de la pared arenisca que preside la localidad. En realidad es mitad casa, mitad cueva excavada en la húmeda roca. Jesús va hacia el viejo Citröen BX que tiene aparcado frente a la casa. La calle está iluminada por una farola. Sopla el cierzo. El interior huele a gasolina y a aceite. El motor tose pero al final consigue ponerlo en marcha.

Cuando llega a la carretera de Tudela ve que un coche enciende las luces detrás suya y comienza a seguirle. No se pone nervioso. Desde que salió de la cárcel hace unas semanas le ha pasado varias veces y nunca ha sucedido nada. El coche acaba por desparecer en una curva y ya no lo vuelve a ver. Supone que sólo quiere ponerle nervioso y nada más. Sigue avanzando sin pasarse del límite de velocidad. Siente que algo va mal y mira por el retrovisor. Ve los dos faros acercándose a gran velocidad. El choque es fuerte y a duras penas consigue no salir de la carretera. - ¡Joder!- chilla presa del pánico. Vuelve a mirar por el retrovisor. Es un todoterreno de alta gama. El conductor es una sombra bajo el parabrisas. El coche vuelve a embestirle con fuerza. - ¡Ostia!, ¿¡qué cojones!?- chilla dando volantazos. Coge la carretera de arena que va a hacia el desierto de las Bardenas, en ese momento sumida en una oscuridad completa, salvaje, sólo atenuada por el leve resplandor plateado de la luna. Acelera levantando nubes de arena, pero el todoterreno se acerca cada vez más. Le pita y le echa las largas con insistencia. Luego se acerca más y le embiste con fuerza. Jesús no consigue controlar el coche esta vez y se sale del camino. El todoterreno se ha parado unos metros más adelante. Jesús sale del BX temblando de miedo. Una sombra se baja del otro coche. Jesús, conforme se acerca, ve que tiene una barra de metal en la mano. - Espera, Antonio, joder, espera, iba a ir a verte, de verdad. Tengo el dinerodice dando unos pasos hacia atrás-, lo tengo, te lo iba a dar. Lo juro. Pero, por favor, no me hagas daño, por favor- le dice con los brazos suplicantes.

Antonio no contesta y le da un fuerte puñetazo con la mano libre en el estómago. Jesús se queda sin respiración y se dobla sobre el estómago. El otro se acerca y le golpea brutalmente en la cara con la barra. Jesús cae al suelo. Los faros de los dos coches se internan en la oscuridad para luego diluirse en la noche. Las montañas del desierto de fantasmales figuras se dibujan bajo la luz plateada de la luna, como si sus perfiles estuviesen diluidos. Más arriba, las estrellas parpadean con indiferencia.

12 de marzo de 2012 (por la mañana) Amanece. La noche ha sido fría y ventosa. El Moncayo, a lo lejos, saluda al nuevo día alzándose sobre las brumas majestuosamente. Su cumbre está nevada. Las sombras van poco a poco apartándose. Es marzo pero la primavera todavía no ha llegado. El cierzo helado no permite a la vida surgir de nuevo. Tomás toma la salida de la autopista A-68 que viene de Zaragoza. Lleva puesta la radio y, a pesar de que ya la luz del amanecer le permite ver con claridad, mantiene las luces encendidas. Se para en el Stop de la carretera de Tarazona. A un lado, el Moncayo, al otro Tudela. Recorre el kilómetro que hay desde la salida de la autopista hasta el hospital con tranquilidad, va bien de tiempo. Tomás es moreno y lleva el pelo pincho con gomina. Es su nuevo look. Le gusta llevar los últimos peinados que ve en las revistas de cine. No es que sea una persona superficial y frívola, simplemente le gusta la última moda. En la radio están echando un programa de jazz. Lo prefiere antes que oír los programas de tertulias políticas. Escucha un solo de saxo mientras coge la carretera que va desde el desvío de la autopista hasta el hospital.

Tomás coge el carril de la izquierda que le permite girar hacia el hospital. El edificio es de color marrón y más parece un bloque de viviendas que un hospital. Las sombras van retirándose del aparcamiento del hospital, en ese momento azotado por el cierzo, y las primeras luces se van apagando. Se dirige hacia los sitios reservados para los trabajadores cuando ve que hay algo en el suelo muy cerca de la entrada de urgencias. En un principio piensa que es un perro tumbado y no le da mayor importancia. No sería la primera vez que ve un perro abandonado allí. Pero al pasar cerca, a pesar de la oscuridad reinante, consigue ver la forma de una zapatilla de deporte y el reflejo de las farolas sobre lo que le parece un gran charco de sangre. Para en seco y se baja. Es el cuerpo de un tipo de mediana estatura y vestido con vaqueros y camiseta. Está tumbado boca a bajo con el brazo derecho extendido sobre el suelo en una posición inusual, nada natural, como si estuviese roto. Las piernas las tiene encogidas. La sangre sale de la cabeza y parece que no respira. Tomás vuelve a subir al coche, sólo que ahora entra en urgencias. Avisa a los de la ambulancia de guardia y salen afuera con una camilla. Tomás mira como trabajan sus compañeros. Está todavía vivo aunque casi no le encuentran el pulso. Es imposible reconocer quién debió de ser aquél tipo ya que tiene el rostro totalmente desfigurado. Las dos piernas perecen estar rotas y por el reguero de sangre que hay en el asfalto, el tipo ha intentado arrastrase hasta urgencias pero no ha podido llegar. La escena, rodeada de sombras e impulsada por el viento, resulta grotesca. - A este le han dado una buena- dice Fede, uno de los enfermeros. - Lo han tirado allí y ha llegado hasta aquí- dice el otro enfermero, Paco, un tipo alto y fornido. Señala un charco de sangre que hay a unos pocos metros y el

reguero de sangre desde allí. A Tomás, aquella imagen en el amanecer de un día cualquiera, le parece como una pesadilla. Siente como el estómago se le está revolviendo. - ¿Tirado?- pregunta, a pesar de todo. - Sí, a este le han dado en otro sitio y luego lo han tirado aquí. Tomás no hace más preguntas. Se da la vuelta y entra en urgencias, coge el coche y lo lleva al aparcamiento. Cuando entra de nuevo en el hospital ve como el sol se está levantando a través de las ventanas y que dibuja un resplandor anaranjado sobre el cielo. Ahora el hospital está tranquilo y puede oírse el rugido de los camiones por la N-232 convertida en autovía del Ebro al pasar por Tudela. Tomás sube hacia su planta y se cambia en el vestuario para enfermeros. Cuando termina se mira en el espejo apoyando las manos en el lavabo. No puede quitarse de la cabeza el rostro desfigurado de aquel tipo bajo la luz del amanecer. Tiene la mirada cansada y los ojos brillantes. Ahora el peinado a lo pincho que lleva le parece de lo más ridículo.

12 de marzo de 2012 (media mañana) Sara está atendiendo a una señora de más de sesenta años cuando los dos municipales entran a la tienda. Mientras le ayuda a ponerse un vestido, ve que los dos se han quedado en una esquina del local mirando hacia la calle a través del ventanal golpeado por el cierzo. Cuando la clienta se marcha, se acerca a los municipales. Uno de ellos, el más alto, la observa con atención. Sara siente que se la está comiendo con los ojos. No le importa, está acostumbrada a ese tipo de miradas. - ¿Podemos hablar contigo un minuto?- le dice el policía sin preámbulos.

- Claro. ¿Ahora? - ¿Dónde está Antonio?- dice el otro dejándole al otro sin responder. - No lo sé. - ¿Y ayer por la noche? - No ha venido en toda la noche a casa. No lo veo desde ayer al medio día. - ¿Sabes algo del muerto que ha aparecido esta mañana? - Algo he oído. - ¿Ha estado Antonio metido en algo últimamente? - No lo sé. - De acuerdo, Sara. Parece que no sabes muchas cosas, pero ésta seguro que sí: por encubrimiento de asesinato te pueden caer varios años. - Yo no encubro nada. - Dile a Antonio que se ande con cuidado, que lo andamos buscando. Sara se queda mirando a los policías desaparecer y, tras esperar diez minutos, y aunque todavía queda un cuarto de hora para cerrar, sale echando la llave a la puerta de entrada. Luego coge el coche y va directa a casa. Comprueba nada más llegar que el coche de Antonio coche sigue en el garaje. Cuando esta mañana ha salido se ha fijado en él. Tiene la parte delantera abollada y barro pegado a las paredes. Abre la puerta y ve rastros de sangre en el volante. Después abre el maletero. Allí hay más rastros de sangre y lo que estaba buscando. Ve la barra de hierro impregnada de sangre. Cierra el maletero y se quita los zapatos de tacón. Con cuidado de no hacer ruido, entra a la casa. La luz entra a raudales por los ventanales. A lo lejos puede ver el perfil del Moncayo recortado en la inmensidad del cielo. Su pico nevado es un colmillo que se incrusta con fuerza en la mañana. A través del silencio oye los ronquidos de

Antonio en el piso de arriba. Despacio se dirige al despacho que hay al lado de la cocina. Sara entra pensando que Antonio no puede llegar a imaginarse que una chica tan tonta como ella se haya aprendido delante de sus narices la combinación de la caja fuerte que tiene debajo del escritorio. Se agacha y da vueltas a la ruleta hasta que oye el ligero chasquido que indica que la cerradura de seguridad se ha abierto. Se queda unos instantes con la mano en la puerta escuchando el cierzo soplar a través de la mañana. Los ronquidos, ahora amortiguados, siguen llegando con regularidad. Abre la puerta y ve una bolsa de basura en su interior que ayer no estaba. La saca y ve que dentro hay varios fajos de billetes de cien y cincuenta. La bolsa está manchada de sangre seca. La coge procurando no mancharse y, despacio, sale de la casa. Ha aparcado en una calle algo alejada. Cuando arranca, oye que la campana de la catedral da las dos del medio día. Antonio no tardará en despertarse. Tiene que darse prisa.

12 de marzo (por la tarde) Antonio se está duchando en el baño que tiene en la parte de arriba. Tiene una resaca fabulosa. Mientras deja correr el agua por su cuerpo piensa con dificultad en lo que tiene que hacer. Lo primero será limpiar el coche y la barra de hierro. Borrar todas las huellas. Y después ir al banco donde trabaja Josu. Hoy trabajan por la tarde. Él no hace preguntas, simplemente cogerá la bolsa, de la que sacará su parte, el resto, lo meterá en la cuenta de Antonio. Luego irá a buscar a Sara y se irán a cenar a algún sitio. Mientas se enjabona y se raspa las uñas, en las que todavía hay restos de sangre, piensa en Rebeca, una chica que conoció el otro día en un bar y con la que ya ha estado un par de veces. Piensa que esta noche igual va a visitarla. Sara es una

chica increíble, con un cuerpo de escándalo, y le sigue gustando como el primer día, pero necesita cambiar, conocer otras mujeres. Él no es hombre de una sola mujer- se dice mirándose al espejo al salir de la ducha. Tiene que reconocer que la barriga es bastante grande y que la carne se le está empezando a aflojar, pero- se dice satisfecho-, lo más importante sigue en su sitio. En ese momento llaman a la puerta. Se pone el albornoz y baja. No ha oído a nadie llegar. Antes de abrir mira por el ventanal. Ve dos coches de la policía local delante de la puerta. Rápidamente se dirige a la parte de atrás de la casa. Abre la puerta del garaje. Tiene el tiempo justo. Se maldice por no haber hecho todo esto ayer, cuando tenía tiempo de sobra. Pero llegó tan cansado y borracho que no tuvo ganas ni fuerzas. Llega corriendo hasta el coche. Coge un trapo del fregadero y alarga la mano para abrir la puerta del coche. - ¡Ostia!- Está cerrado. No recordaba haberlo hecho el día anterior. Nunca cierra el coche en el garaje. Pero llegó tan borracho que puede ser posible que lo cerrara sin darse cuenta. Mira alrededor buscando las llaves. No están. Entra corriendo de nuevo a la casa. Siguen llamando a la puerta, cada vez con más insistencia. Sube al dormitorio presa del los nervios. Busca entre la ropa. Mete la mano en los bolsillos. No las encuentra. Mira en el cajón de la mesilla. Tampoco. - ¡¿Dónde cojones…?!- En ese momento oye como la puerta de entrada ha reventado y que unos pasos apresurados suben por las escaleras. Antonio se sienta en la cama y espera resignado a que suban. Los pelos blancos del pecho sobresalen por el cuello del albornoz abierto. Oye al viento silbar a través de la rendija de ventilación del baño. Se sonríe. Después de todo- se dice-, la Sarita ha resultado ser más lista de lo que pensaba.

21 de Abril de 2012 (de madrugada) Sara ha salido con las amigas de Cascante a tomar unas copas por los bares de la parte vieja de Tudela. Va un poco mareada y los pies le bailan en los tacones. Lleva puesta una minifalda ajustada a su cuerpo, medias negras, y chaqueta de cuero ceñida a su torso. Sabe que está guapa; durante toda la noche ha rechazado a varios hombres que han intentado ligar con ella. Pero de momento no necesita nada de ellos. Cuando lo necesite, ya lo buscará. Pasa por debajo del arco medieval que la parte de atrás de la catedral tiende sobre la estrecha calle Portal. No hay mucha luz por esa zona y no pasa nadie a esas horas. El cierzo que ha vuelto ha levantarse sopla allí con violencia, silbando su eterna canción. Sara se abrocha la cazadora y avanza con decisión. Siente algo de miedo al pasar por debajo del arco. Puede respirar la humedad acumulada durante siglos en la esquina. Lo atraviesa y respira aliviada al ver las luces de un piso allá arriba encendidas. Va hacia su casa, un ático que acaba de alquilar en un edificio reformado del casco viejo de Tudela, en la calle Caldereros. Es una casa muy antigua, un viejo palacio medieval, que tras la reforma ha pasado a estar habitada por jóvenes con dinero. El ático de Sara es una de las piezas más codiciadas. Es un espacio abierto en el que han sido derribadas las paredes. A través de sus ventanales se tiene una fabulosa vista del río Ebro por un lado y por el otro de la sucesión de tejados del casco antiguo coronados por la torre de la catedral. Piensa en la tranquilidad de su piso recién alquilado, en el confort de su cama y el calor de la calefacción, y acelera el paso. Desde que ya no trabaja pasa muchas horas cocinando, leyendo novelas, y hojeando revistas de moda. De vez en

cuando le apetece salir a tomar algo, pero desde luego lo que más le gusta es quedarse en casa disfrutando del silencio, su independencia y soledad. Agacha la cabeza ante la fuerza del viento, acelerado en las estrechas calles, cuando oye un rumor detrás suya. Se acerca un coche. Puede ver los dos faros avanzando lentamente por la calle. Se arrima un poco más a la fachada derecha y sigue andando. ¡Dios, qué ganas tiene de llegar a su casa! En ese momento, oye el rugido del motor del coche, el grito de los neumáticos sobre los adoquines, y se vuelve asustada. Tiene el tiempo justo de acordarse de sus padres allá en Cascante y de una muñeca que tuvo hace muchos años, cuando era niña, a la que le gustaba vestir de distintas maneras, antes de ver cómo los faros se lanzan a por ella a gran velocidad.