Cerca del pobre, cerca de Dios

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Reflexión

Reflexión

Cerca del pobre, cerca de Dios Gustavo Gutiérrez Siempre ha sido para mí una gracia estar presente en los aniversarios de la entrega martirial de monseñor Romero1. Agradezco la invitación que me permite hacerlo una vez más. Estos encuentros son jalones muy importantes en nuestras vidas, entre otras cosas, o tal vez, sobre todo porque nos ponen en contacto y sin cortapisas con las fuentes mismas del mensaje cristiano. Nos llaman a una revisión de vida y una reflexión. Recordar a Romero significa ponernos ante el reto de su mensaje y de su vida, preguntarnos por nuestra fidelidad al Evangelio, y también, ¿por qué no? por nuestras infidelidades. Monseñor nos desafía a mantener muy ligadas la cercanía a Dios y la cercanía al pobre. Juan XXIII, el 11 de septiembre de 1962, exactamente un mes antes del inicio del Vaticano II, en un radiomensaje relacionado con el Concilio, de manera algo sorprendente, pronunció unas palabras inspiradoras: “Frente a los países subdesarrollados, la Iglesia es y quiere ser la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Cada palabra cuenta. Hay un ‘ya’, pero sobre todo un ‘todavía no’; una realidad y un proyecto. Propuesta fecunda que por diversas razones no gravitó significativamente en los documentos conciliares, pero que repercutió con fuerza en América Latina y el Caribe; continente de ma-



1 Artículo basado en una ponencia presentada en el Congreso Internacional de Teología Conversión y esperanza (A los 30 años del martirio de Mons. Romero). San Salvador, marzo 2010. Páginas 220. Diciembre, 2010.

yoría cristiana y, al mismo tiempo, pobre y marginada, dos notas que, evidentemente, están en una escandalosa contradicción Por esa razón la perspectiva de la “Iglesia de los pobres” encontró, entre nosotros, un terreno abonado. La presencia de los pobres y la pobreza se hizo cada vez más neta y dio lugar a experiencias y reflexiones que se expresaron en las conferencias episcopales continentales y, ante todo, en los compromisos solidarios de numerosos cristianos. Mons. Oscar Romero es uno de ellos y de los más relevantes. Un texto de Romero nos servirá de hilo conductor en estas consideraciones. “Hay un criterio –decía– para saber si Dios está cerca de nosotros o si está lejos: todo aquel que se preocupe del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda esa carne que sufre, tiene cerca a Dios. (…) La garantía de mi plegaría está muy fácil de conocer: ¿cómo me porto con el pobre? Porque allí está Dios” (Homilía (H), 5 feb. 1978). La referencia –explícita o implícita– al texto de Mateo 25,31-46, frecuente en sus homilías, es clara; a la vez, su lectura lo actualiza apelando a crueles situaciones que el pueblo salvadoreño vivía en esos días: desaparecidos, torturados. Condiciones de sufrimiento que resalta (no es la única vez que emplea esa expresión) llamando a los pobres “carne que sufre”, un dolor que los maltrata. Acercarse al pobre es acercarse a Dios. No se trata únicamente de “creer”, sino de “estar cerca”, familiarmente cerca; expresión que recuerda el texto del Deuteronomio: “Escoge la vida y vivirás (…) amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida (30,19-30). Así hacemos nuestra la práctica de Jesús.

Memoria: acción de gracias y servicio Los evangelios indican dos pistas para asimilarnos a la práctica de Jesús. Se trata, en verdad, de dos memorias, capaces de hacernos cercanos a Jesús. Vamos a recordarlas, pero antes entremos en el significado de la memoria, un tema presente por doquier en la Escritura. En la Biblia, la memoria no dice relación primera, y mucho menos exclusiva, con el pasado; apunta, más bien, a un presente que se proyecta hacia adelante. El pasado está allí, da densidad al momento actual del creyente; expresémoslo con los términos, precisos y breves, de san Agustín: “La memoria es el presente del pasado”. La evocación de un hecho anterior se hace en la medida en que tiene vigencia en el presente. La memoria no nos fija al pasado, no es un recuerdo nostálgico. La memoria, en ambos testamentos, va más allá de lo con-



ceptual, desemboca siempre en una conducta, en una práctica destinada a transformar la realidad. Recordar es una manifestación de amor, estar cerca de alguien, hoy. La memoria tampoco se identifica con la historia, si a ésta la entendemos como un simple relato de hechos pretéritos. La memoria va directamente al sentido profundo de la historia, no a los detalles de ella. Los evangelios son, por ejemplo, memorias del testimonio de Jesús, coinciden en lo substancial, difieren en lo menudo. Todo intento de nivelación de estos libros bíblicos empobrece el mensaje. En la última cena, al instituir la Eucaristía, Jesús dice a sus amigos: “Hagan esto en memoria mía”. La prescripción comprende el conjunto de la existencia de Jesucristo: su vida, muerte y resurrección, así como todo lo enseñado por él, a través de sus gestos y palabras, de modo que su testimonio sea la pauta permanente, la fuente inspiradora, del comportamiento creyente. La Eucaristía es una celebración que va más allá de lo ritual y formal. O, para ser más exactos, que da al rito su fuerza y alcance colocándolo en el horizonte del sentido que el culto tiene en la Biblia: su vínculo con la conversión del corazón y la práctica de la justicia, reclamado constantemente por los profetas: “No quiero sacrificios, quiero corazones contritos”, son advertencias que Jesús cita. Mantener fresca y exigente esa memoria será el cometido del Paráclito que Jesús envía para “recordar todo lo que yo he dicho” (Jn 14,26). Se rememora la cena, y, en ella, todo el contenido del testimonio que Jesús dio cuando estuvo presente en nuestra historia.



Hay una segunda forma de “memoria” en los evangelios. En la narración que Juan hace de la última cena no se halla la institución de la Eucaristía. En su lugar, en cierto modo, nos habla del gesto que conocemos como el lavado de pies. Gesto simbólico que expresa hospitalidad, llevado a cabo por los sirvientes del invitante, o por él mismo, como es este caso. Es un acto humilde de servicio y acogida, lo recordamos en la liturgia del jueves santo, pero habría que recuperar su pleno sentido. Terminado el lavado, Jesús les dice: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? (…) ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo para que también ustedes hagan como yo lo he hecho con ustedes” (Jn 13,12 y 15). La frase es sinónima de “hagan esto en memoria mía”, en ambas situaciones estamos ante un ‘hacer’, algo que no se limita a una simple repetición formal. El lavado de pies es un exigente gesto simbólico que nos pone en el camino del seguimiento de Jesús. Un servicio que concierne a la Iglesia misma: “La autoridad de la Iglesia no es mandato, es servicio (…) Quiero ser el servidor de Dios y de ustedes” (10-9-78), afirmaba el obispo Romero

Por medio de la actualización de esas dos memorias –gratitud por su entrega, servicio al otro– hacemos nuestra la práctica de Jesús. Son inseparables, no se puede escoger entre ellas, si dejamos una de lado, perdemos las dos. En el fondo son una sola memoria. Memoria cultual y memoria existencial han sido llamadas, dos formas de “acordarse de Jesucristo” (2Tim 2,8). Constituyen un requerimiento permanente destinado a durar en el tiempo para dar continuamente nueva vitalidad a nuestra condición de seguidores de Jesús. Ellas construyen la comunidad cristiana como signo de la presencia del Reino en la historia. Hacen presente a Aquel que amó tanto al mundo que envió a su propio Hijo. Mateo hace ver la circularidad de esas dos memorias: “Si en el momento de ir a presentar tu ofrenda ante el altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, da media vuelta, reconcíliate con tu hermano y vuelve a presentar la ofrenda” (5,23-24). Ofrenda a Dios y comunión con los otros, la segunda es requerimiento y condición de la primera. En la misma línea se sitúa Vicente de Paul. En una carta a las Hermanas de la Caridad escribe: “Si fuera voluntad de Dios que tuvieran que asistir a un enfermo en domingo, en vez de oír misa, aunque sea obligación, habría que hacerlo”. Y concluye: “A eso se llama dejar a Dios por Dios”. De forma paradójica nos dice que no se abandona a Dios; valora el servicio y lo une a la acción de gracias. Tener presente los dos lados de una memoria única construye la comunidad cristiana. Una Iglesia de todos, pero particularmente de los pobres, como se propuso forjar monseñor Romero, vive de esas dos memorias. Es impresionante ver sus esfuerzos para no separarlas y mantenerlas unidas. Fue alguien profundamente inmerso en la historia de su país y del mundo y, al mismo tiempo, sumamente atento a dar gracias al Señor. En el comienzo del evangelio de Lucas, en el salmo que conocemos como el Magnificat, encontramos esas dos dimensiones. Toda la primera parte (“Engrandece mi alma el Señor”) es una acción de gracias por los dones que María ha recibido de Dios. Luego, en la segunda parte, habla de lo que significa la presencia de Dios en la vida de su pueblo y para los pobres e insignificantes de ella. El texto anticipa el ‘programa mesiánico’ de Lc 4. Ser una Iglesia de los pobres es una vocación de toda la Iglesia. Una Iglesia que vive las dos memorias, que canta el Magnificat.

2. Gratuidad y justicia Esas memorias (o esa memoria una, pero sin confusión) deben ser comunicadas. Y aquí hay también como dos carriles. El lenguaje de la



gratuidad recuerda la iniciativa de Dios que “nos amó primero” (1Jn 4,19), más allá de nuestros méritos. Lo dice, de otro modo, la carta a los Efesios: Dios “nos eligió en él, antes de la fundación del mundo (…) para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (1,4-5). Llamados a la filiación antes, incluso, antes de ser creados. La respuesta a ese don es amar como Jesús “nos ha amado” (cf. Jn 15,12): gratuitamente; haciéndonos prójimos de otras personas y solidarios en la búsqueda de la justicia con los más pobres y marginados, cualesquiera que sean sus méritos y valores personales. En una palabra, como se dice en los evangelios: “Dar gratis lo que hemos recibido gratis” (Mt 10,8). En ello insistió Bartolomé de Las Casas a propósito de la evangelización de las Indias ante aquellos que pretendían tener derecho a las minas y otras riquezas de los indios, por haberles traído –decían– el Evangelio. Es decir, el auténtico agradecimiento al amor de Dios supone que sepamos amar con la misma gratuidad. Eso es la amistad de que nos habla el evangelio de Juan: “No los llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su amo, a ustedes los he llamado amigos”. Y añade la razón: “porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer” (15,15). La amistad es el terreno del amor y de la gratuidad. Con los amigos se comparte el sentido de nuestras vidas, no se les da órdenes. No hay amor auténtico sino entre personas en cierto modo iguales, pese a normales diferencias. A propósito de esto hay en la conferencia episcopal de Aparecida un interesante texto sobre la amistad: “Solo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos, y su modo propio de vivir la opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los pobres” (n. 398). La opción por el pobre implica una solidaridad con personas concretas. De eso dio, igualmente, testimonio monseñor Romero. En una ocasión, ante el asesinato de unos catequistas (Felipe de Jesús y a otro a quien decían Polín) que había conocido bien, decía: “Los he llorado de veras y con ellos a otros muchos que fueron catequistas, trabajadores de nuestras comunidades” (H. 27-8-78). Llorar, eso es amistad, es compasión, en la significación propia de la palabra: sufrir con el otro. Un sentimiento que forma parte del mundo de la gratuidad. Está claro que no empleo el término “gratuidad” como sinónimo de “arbitrario”, como a veces ocurre en el lenguaje corriente. Me refiero al gesto que va como directamente al otro, fiel a Dios que “nos amó primero”.

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Nuestro compromiso y solidaridad con el pobre significará tomar la iniciativa, yendo hacia él, como en la parábola del samaritano, que deja su camino y se acerca a “una cierta persona” (anthropos, Lc 10,30)

de quien no sabe absolutamente nada, salvo que necesita ayuda. Narrativamente hablando, es el personaje central del texto, de los demás personajes sabemos algo acerca de su ubicación en la sociedad, de él lo ignoramos todo. Personaje anónimo que hace ver que el gesto del samaritano está movido únicamente por la compasión, no se preguntó quién era. Se sintió interpelado por ese ser humano anónimo, simplemente salió de su camino y lo atendió, se hizo su prójimo. En efecto estrictamente hablando, no tenemos prójimos, los hacemos al acercarnos a ellos. El segundo lenguaje es el profético o el de la justicia. De alguna manera corresponde a la memoria del servicio, así como el de la gratuidad corresponde a la memoria de la acción de gracias por la vida de Jesús. Con el lenguaje de la justicia, estamos otra vez ante un tema central en la Biblia. En ella el término justicia remite, para decirlo de modo contemporáneo, a la justicia social, al reconocimiento de los derechos de las personas, con un acento en la condición de los más pobres. El lenguaje profético tiene en cuenta el día a día de las injusticias, postergaciones, maltratos, muertes, logros, sufrimientos, alegrías que se dan en la historia. Es un lenguaje que denuncia lo que va contra el mensaje del Reino y que anuncia su presencia en la historia. Al respecto, y por experiencia, Romero rechazaba “una palabra muy espiritualista, sin compromiso con la historia, que puede sonar en cualquier parte del mundo porque no es de ninguna parte, no crea problema ni conflictos” (H. 10-12-77). Espiritualista, no espiritual. Era consciente de que su palabra clara, precisa y cercana a la situación que atravesaba su pueblo, le atraería dificultades y hostilidad, pero no pronunciarla sería traicionar el Evangelio. ¿Podemos, acaso, decir que la compasión y la cercanía a las personas le quitó a Monseñor concreción histórica a su compromiso y fuerza para defender públicamente los derechos de esas personas maltratadas? De ninguna manera. Le dio más bien fuerza para hacerlo. ¿Podríamos decir que su lucha por la justicia le hizo olvidar la acción de gracias? Me parece que, una vez más, como en el caso de las dos memorias, conservar unidos los dos lenguajes le dio precisión y un gran alcance a su testimonio. Ocurre que estamos ante dos lenguajes que van juntos. En una homilía san Agustín decía a su gente: “Canten, pero caminen”. “Canten”, oración, canto, agradecimiento a Dios, pero “caminen”, tomen una ruta, historia. Es una intuición cristiana. Cantar es algo bello y gratuito que manifiesta alegría, y caminar es tarea que se orienta a una meta determinada. Es contemplar y practicar, gratuidad y justicia, mística y profecía. El lenguaje de la gratuidad da horizonte al de la justicia, lo coloca

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en el marco del amor gratuito de Dios, del Dios amor. Dios no es amor porque ama, sino que ama porque es amor. No es justo porque hace justicia, sino que hace justicia porque es justo. A su vez, el lenguaje de la justicia da concreción histórica al de la gratuidad y contemplativo, y contribuye a insertarlo en la historia de personas y pueblos.

Pobreza espiritual y pobreza voluntaria La pobreza espiritual no es en primer lugar el desprendimiento de los bienes de este mundo, esa actitud es la ineludible consecuencia de algo más profundo y significativo: poner nuestras vidas en manos de Dios. El texto bíblico mayor, pero no el único, es “bienaventurados los pobres de espíritu” (Mt 5,3). La pobreza espiritual es una expresión sinónima de “infancia espiritual”, y califica la conducta del discípulo de Cristo. Son dos metáforas –la primera parte de una situación social, la otra de las edades del ser humano–, que colocadas en una área espiritual manifiestan lo que debe ser nuestra relación con Dios. La pobreza espiritual se alimenta de la voluntad de Dios, como lo hace Jesús, según el evangelio de Juan. No es que los bienes materiales no sean necesarios para la vida humana, se trata de establecer prioridades, saber lo que es primero y lo que es segundo. Ése es el verdadero mensaje del pasaje calificado, de manera un poco ambigua, como abandono a la Providencia (Mt 6,25-32), y que es, más bien, un llamado a la libertad: “No vale más la vida que el alimento”, “no se preocupen, no se afanen”. Libertad espiritual que nos pone en condiciones de buscar en primer lugar “el reino de Dios y su justicia”, y comprender que todo lo demás nos será dado como añadidura (cf. Mt 6,33). Es una condición indispensable de la pobreza espiritual.

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Volveré sobre esto, pero recordemos ahora la otra acepción bíblica de nuestro término, la “pobreza real” (a veces llamada “pobreza material”). Es la pobreza e insignificancia social que viven tantos en nuestro mundo. Ella no se reduce a su vertiente económica, por importante que ésta sea. La pobreza es una realidad compleja con diferentes aristas, por eso, en el marco de la reflexión teológica que hacemos en América Latina y el Caribe, hablamos de la insignificancia social en la que viven personas marginadas y cuyos elementales derechos no son reconocidos. Ahora bien, una persona puede ser ‘insignificante’ por diversas razones: económicas, claro, pero también por el color de la piel, porque es mujer, porque pertenece a una cultura que la cultura dominante considera inferior, por motivos étnicos. La noción bíblica del pobre considera esa complejidad y a ella se acercan recientes informes sobre la pobreza en el mundo.

La pobreza es, además, una condición que tiene causas humanas: estructuras sociales y categorías mentales. La solidaridad con los pobres no se limita, por necesaria que sea, a la ayuda directa e inmediata al pobre, ella debe manifestarse también en el compromiso por eliminar las causas de la pobreza. Esta perspectiva entró lentamente en el magisterio social de la Iglesia católica, pero desde hace unas décadas está claramente en él. En última instancia, la pobreza real es muerte temprana e injusta, hasta ahí hay que ir para captar su inmensa gravedad y el desafío que ella presenta a la dignidad humana de toda persona y a su condición de hija o hijo de Dios. Romero denunció esa situación, que Medellín y Puebla llamaron “inhumana” y “antievangélica”, y ello le valió que lo acusaran de favorecer el conflicto social inherente a esa realidad. Pero es claro que la solidaridad con los pobres implica el rechazo de la condición en que viven, así como de sus causas. Como en los casos ya vistos, pobreza espiritual y compromiso con la pobreza real, en el sentido recordado, están en estrecha relación y, como en los casos vistos anteriormente no se pueden separar. De la pobreza espiritual, condición del discípulo que pone su vida al servicio del Reino y busca hacer la voluntad Dios, nace, obligadamente, la actitud de desprendimiento o libertad frente a los bienes terrenos y pone el corazón en el tesoro que constituye el mensaje evangélico (cf. Mt 6,21). Es más, lleva a “hacerse pobres –decía Romero–, interesarse por la pobreza de nuestro pueblo como si fuera nuestra propia familia” (H. 15-7-79). La pobreza voluntaria es un estilo de vida. Medellín precisó su sentido y alcance: “La pobreza, como compromiso, se asume voluntariamente y por amor a la condición de los necesitados de este mundo (...) y para testimoniar el mal que ella representa y la libertad espiritual frente a los bienes” (Pobreza en la Iglesia, n. 4). No es, evidentemente, el amor a la pobreza, en tanto situación inhumana, sino el amor al pobre lo que lleva al seguidor de Jesús a la pobreza voluntaria. Así como Cristo, según Pablo, asume los pecados de la humanidad por amor al pecador, no al pecado. Es solidaridad con el pobre y rechazo de la pobreza como condición contraria a la voluntad del Dios amor. La Biblia nunca declara que la pobreza sea una bendición, los pobres, ellos sí, son bendecidos (cf. Lc 6,20), porque el reinado de Dios, anunciado por Jesús, llama a su liberación integral. Pobreza espiritual y pobreza voluntaria se unen en la expresión “opción preferencial por el pobre”. La palabra “preferencial” tiene, como una de sus fuentes próximas, la frase de Juan XXIII “la Iglesia de todos y particularmente de los pobres”. “Preferencial” quiere recordar que

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Dios ama a toda persona, pero en su amor primero son los olvidados y oprimidos, los pobres. Universalidad y preferencia están presentes en el mensaje cristiano. La frase opción preferencial es nueva, el contenido es muy antiguo, basta abrir la Biblia para encontrarlo. Karl Barth, buen lector de la Escritura, decía: “Dios siempre toma partido por el pobre y contra el rico”. Si es preferencial, no es, por definición, exclusiva. Preferencia y universalidad están en tensión, no en contradicción. Como oración y acción no se contradicen, pero se hallan en tensión. La opción preferencial dice que “los pobres son los primeros”. Se pudo haber dicho, también, “prioritario”, “privilegiado”. Son expresiones similares. Lo que importa es no perder de vista ni la universalidad del amor de Dios ni que los más débiles, e insignificantes, son los primeros. Vivir estas dos pobrezas supone una conversión. De “conversión y esperanza” tratamos en este congreso. El texto de Puebla sobre “opción preferencial por el pobre” menciona la palabra “conversión” seis veces. Cada cristiano, y la Iglesia entera, deben convertirse. Antes de pasar a la conclusión, leo una frase de monseñor Romero: “Es inconcebible que se diga alguien cristiano y no tome, como Cristo, una opción preferencial por los pobres” (H. 9-9-79). Sin duda, su propio testimonio es una poderosa razón para que la Conferencia de Aparecida diga que “la opción preferencial por el pobre es uno de los rasgos que marcan la fisonomía de la Iglesia latinoamericana y caribeña” (n. 391).

Conclusión Una Iglesia de los pobres es una Iglesia que hace suya la práctica de Jesús, que hace memoria de él en la Eucaristía y el servicio, que la comunica a través de los lenguajes de gratuidad y justicia, profecía y mística, y que vive la pobreza espiritual y el compromiso con el pobre, dos condiciones fundamentales para que sea auténtico el testimonio que damos del anuncio del Reino. Romero vivió un cruel momento de su país, “a mí me toca ir recogiendo cadáveres” (H. 19-6-77), decía. Pese a eso fue un testigo de la esperanza: “A ustedes les consta –afirmaba con firmeza– cuál es el lenguaje de mi predicación, un lenguaje que quiere sembrar esperanza, que denuncia sí las injusticias de la tierra, los abusos del poder, pero no con odio, sino con amor, llamando a la conversión” (H. 6-11-77). Una predicación fiel al Evangelio siempre llama a la conversión.

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La esperanza es un don, pero no hay gracia que no implique una tarea, ella no nos es dada para reservarla para nosotros, debe ser comunica-

da. Se acoge el don de la esperanza forjando, con otros, razones para esperar. La esperanza no es crear ilusiones, no se transmite con una simple palmada en el hombro. Tampoco es aguardar pasivamente. La teología es una hermenéutica de la esperanza; es escrutar la historia a la luz de la fe y vislumbrar los caminos posibles para construir un mundo fraterno y justo que responda a los valores del Reino. Los motivos de esperanza pueden ser iniciales y débiles, pero no se debe “apagar la mecha humeante, ni quebrar la caña cascada” (Is 42,3). Atento a la situación de su pueblo, Romero se empeñó en levantar la esperanza de los más pobres y desamparados. Que el testimonio de Romero nos interpele supone que no lo veamos como habiendo vivido un tiempo excepcional que ‘ya fue’. Lo excepcional en él es la manera como lo confrontó, con una coherencia evangélica que nos sigue desafiando. No coloquemos a Romero en una especie de burbuja que lo neutralice y lo saque de la historia. ¿Acaso la marginación, el maltrato a los pobres e insignificantes por razones económicas, culturales, de género, raciales, la violación de sus derechos más elementales han terminado? Habrá, claro está, que enfrentarlas dentro de las circunstancias actuales, pero para ello la atención a los hechos históricos y el Evangelio que motivaron a Romero en su momento siguen siendo una pauta de comportamiento en nuestros días. Como a Cristo, a monseñor Romero no hay que buscarlo entre los muertos, sino entre los vivos. En un hermoso cuaderno sobre Monseñor, hecho por un amigo, trae en la última página una foto de él con una leyenda: “Está vivo”. Así es. Está vivo.

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