CENIZAS Raquel Rubio El jet bimotor había comenzado a descender sobre Barranquilla y la presión en mis sienes crecía. Decidí ponerme los zapatos y guardar mi libro de Bukowski en la mochila. Tenía la sensación de que me iban a explotar los ojos, así que los cerré y traté de recitar en silencio el poema del pájaro azul (“pero soy duro con él, le digo quédate ahí dentro”). El avión aterrizó a las once y veinte de la noche. La oscuridad se había apoderado de la ciudad y el pequeño aeropuerto de Barranquilla me recordaba a una estación de autobuses de madrugada, con sus personajes borrachos y mendigos. Todo era extraño. El calor húmedo y el jet lag contribuían a mi desorientación. Ya en el exterior, cerca de la fila de taxis, una mujer con pelo rizado y ojos marrones que ocupaban la mitad de su cara hacía aspavientos con la mano. Lucía era amiga de mi director y había acordado ir a buscarme al aeropuerto para llevarme a casa de Marta y su hija Mariela, que tenía mi edad, donde estaría hospedada durante los próximos meses. Aunque era la primera vez que veía a esta mujer en mi vida, Lucía me dio una muy feliz bienvenida a Colombia con una sonrisa que parecía contener más dientes de lo normal en un ser humano. Me llevó hasta su coche y ahí me presentó a su marido y a su hija adolescente. Ambos me recibieron con la misma sonrisa sobrecogedora. Me preguntaban por mi vuelo, por el estado de mi director, si tenía hambre, sed, calor, y una infinita lista de necesidades fisiológicas que, si bien estaban pidiendo a gritos ser satisfechas, me limité a responder con que estaba todo bien, gracias. Al fin llegamos al edificio de Marta. Ahí esperaba una enorme mujer negra con unos labios que parecían estar en eterno beso, que agitaba el brazo enérgicamente. El coche paró, Lucía y su familia me ayudaron con las maletas, y me presentaron a Sindy, la trabajadora doméstica interna de Marta y Mariela. —Ajá, ya pueden irse. Váyanse a casa que ya cayó la noche. —Les dijo la negra masiva a mis chóferes. Entre mareo y somnolencia alcancé a abrir con rapidez una de mis maletas y sacar una botella de vino tinto extremeño, esbozar una sonrisa y entregársela dándoles las gracias. Sindy cogió la maleta más grande y me llevó al ascensor. Subimos los cinco pisos en silencio, y las puertas se abrieron en pleno dúplex. El interior era blanco. Blancas las paredes, el sofá, las sillas, las cortinas, blanca era la alfombra y hasta el suelo, que era de un blanco tan brillante y aséptico que podría depilarme las cejas mirándolo. La decoración era moderna y minimalista, y algo chocante para una española que no había ido nunca a Latinoamérica. Me esperaba suelos de plástico desconchado, humedades en las paredes y sillones de tela desgarrada. Me esperaba una casa del Tercer Mundo. Sindy subió las escaleras con mi enorme maleta sujeta con una mano como si se tratase de una cesta de mimbre, y me enseñó la que sería mi habitación.

—Ésta es su cama, la que está al lado de la ventana, y la de la derecha es la de Mariela. La señora Marta ha comprado sábanas nuevas para que esté bien. Acá tiene el clóset, estas gavetas son suyas, el baño y ésta es su toalla. — Me mostró un pequeño cuartito lleno de ropa y zapatos de tacón junto a un cuarto de baño con ambientadores comprados en Estados Unidos y una ducha llena de champús caros. No sabía qué coño era eso de gaveta, pero me imaginé que serían los cajones. —Muchas gracias Sindy. Creo que voy a ducharme… —Haga, haga. Me despegué la camiseta y pantalones que habían acumulado sudor, grasa y suciedad durante los vuelos y me metí en la ducha. La espuma de los jabones caros de Mariela crecía con ayuda del agua cristalina. Apagué el chorro y cinco segundos después ya tenía el cuerpo envuelto por sudor. El calor tropical podría enloquecerme. Me puse el pijama y salí a la habitación. Sindy estaba sentada sobre la cama. Sus enormes manos sobre sus enormes muslos. Me miró y con una alegría genuina comenzó a charlar sobre la familia. —Marta está en Rodadero, sus papás tienen una casa allá y volverá mañana. Mariela está en Estados Unidos. Mónica, la hermana de Marta, está también en Rodadero. La hija menor de Marta vive en Buenos Aires y está estudiando para ser artista, canta muy bien. Linda voz. Marcos Daniel, el mayor, vive en Chile y está estudiando para ser director de cine. —¿Y Mariela a qué se dedica? —Mariela hace no sé el qué con fundaciones y asociaciones de ayuda. —Dijo con expresión mordaz. —Debe de ser muy buena persona… Silencio. —Ya me voy a dormir. Pongo el aire acondicionado para esta noche, ya mañana ponemos el ventilador. Mañana al despertar te hago el desayuno y nos vamos al Éxito del Buenavista. —Vale. —Dije sin saber qué coño era eso.—Buenas noches Sindy, muchas gracias. — Puse mi cabeza sobre la almohada, traté de recitar el poema del pájaro azul de Bukowski a modo de oración pero llegué sólo al segundo verso (“que quiere salir”) y perdí la consciencia. A la mañana siguiente fuimos al Éxito del Buenavista, que resultó ser un supermercado, donde compré jabón, champú, algodoncillos, pasta de dientes y algo de comida. Tras pagar, la saliva empezó a apresurarse a mi garganta y sentí como si alguien me hubiese dado un puñetazo en el estómago. Corrí al baño para hacerle un breve homenaje al desayuno y me despedí de él.

Marta llegó por la noche, cansada y quejándose del calor. Me saludó con una sonrisa apenas perceptible inundada por el agotamiento y subió a su dormitorio. Un estruendo televisivo comenzó a retumbar por la casa. —La señora Marta necesita la televisión para poder dormir. Cené unos cereales, puse el aire acondicionado y me acosté.

Desperté a oscuras con un sonido de frecuencia muy alta semejante a un llanto. A mi derecha, el estor de la ventana dejaba escapar un marco de luminosidad blanca. A mi izquierda, en la otra cama, había un bulto pequeño que subía y bajaba rítmicamente. Salí de la habitación con tanto cuidado por no hacer ruido que sonaron más mis rodillas que mis pasos y bajé a desayunar. —Anoche llegó Mariela de Estados Unidos. —Sí, la he visto durmiendo. Espero poder saludarla antes de ir a hacer mis entrevistas.—Tenía unas entrevistas programadas con internos de la Cárcel Modelo para los tres meses que pasaría en Barranquilla. Silencio incómodo. Terminé el desayuno y de nuevo entré con cuidado en el dormitorio pero ya no estaba Mariela. La puerta del baño estaba cerrada y se oía el sonido del agua cayendo sobre los azulejos de la ducha. Subí el estor y la luz invadió cada rincón. El blanco absoluto estaba interrumpido por un gris profundo y polvoroso que cubría la cama de Mariela con lo que parecían ser cenizas. El lugar de la almohada había sido sustituido por un montoncito de cenizas y el resto del colchón mostraba un cúmulo irregular del mismo polvo. Estaba observando la cama de Mariela cuando su pequeña figura humana pasó delante de mí produciendo una brisa de olor picante que levantó algunos de mis mechones. Tenía muy baja estatura, y una cintura ínfima que chocaba con el tamaño prominente de su trasero y sus pechos. El pelo era castaño y largo, y aún contenía trazas de cenizas en la raíz. Mariela salió de la habitación y no alcancé a ver su cara. Entré en el baño, que había quedado ahora lleno de ropa sucia que alfombraba el suelo, y traté de ducharme. El agua comenzó a salir fétida y marrón, y esperé. Tras cinco minutos, la situación no cambiaba, así que me limpié las axilas y la cara con un algodón empapado en alcohol, me puse desodorante y perfume y me vestí. Bajé de nuevo con mi bolso cargado con grabadora y cuaderno y ahí me encontré de nuevo con Mariela. —Hola, debes de ser Mariela, soy Raquel, tu nueva compañera de habitación. Muchísimas graci-. —Hola. —Interrumpió despectiva y con brusquedad.

—Gracias por abrir las puertas de tu casa y de tu cuarto. —Sentí que no quería contacto cercano así que me abstuve de darle dos besos y le tendí la mano. Se quedó mirándome a mí y después a mi mano, y finalmente me dio la suya. Una especie de masa fría, húmeda e inerte. Sentí un pinchazo fuerte en la palma y la retiré. Tras un silencio perturbador decidí retirarme. —Bueno, me marcho a trabajar. Muchas gracias por todo otra vez, ¡gracias Sindy! —Mariela no me miró. En el bus no podía dejar de pensar en Mariela. En su sequedad, interrumpiéndome, y dándome la mano muerta. Cierto, me había concedido una cama en su dormitorio, pero era una grosera que dejaba sus bragas sucias tiradas por el suelo. No entendía qué le había hecho yo para merecer ese trato. Había intentado ser amable. Noté un cosquilleo húmedo en la palma de la mano y descubrí una pequeña herida como de punzón que supuraba sangre.

Las entrevistas en la cárcel habían sido un reto pero resultaron ser muy fructíferas, y volví a la casa contenta. Ahí me esperaba Sindy con un plato de verduras, arroz y fríjoles. Lo devoré. Subí a la habitación con ganas de encender el aire acondicionado y darme una ducha. Cuando entré, el blanco dominaba sin marcas de ceniza. La cama de Mariela estaba ahora cubierta por sábanas limpias. Sus bragas sucias habían desaparecido del suelo, y el plato de ducha volvía a relucir. Me lavé y me puse ropa fresca. El resto de la tarde transcurrió con normalidad entre cuchicheos y chismes entre el portero y Sindy. Me encerré en el cuarto y dediqué mis horas a leer poemas de Bukowski (“hay un pájaro azul que…”) y me dormí pensando en la persona que había dejado en España.

Desperté con el mismo sonido de llanto de la mañana anterior. Mariela estaba durmiendo en su cama. Una pequeña llama envolvía sus pies, y las cenizas ocupaban los espacios vacíos. Me levanté chorreante de sudor y con cuidado por no despertar a la muñequita tetona me metí en el baño. El agua salía de nuevo sucia. —Esta noche y mañana no habrá problemas con el agua. Mariela se va a Panamá. —Me explicó Sindy en la cocina. —¡¡SINDY!!—El grito repentino provenía del dormitorio. —¡¡EL DESAYUNO!! Sindy interrumpió nuestra conversación y se apresuró a preparar unas arepas con queso costeño. Las emplató y las subió en una bandeja. Me quedé sola en la cocina y subí a por mi bolso. Al abrir la puerta Mariela comía las arepas en sujetador mientras Sindy parecía estar desparasitándole la espalda con las manos llenas de sangre en un calor húmedo y sofocante. La escena me hipnotizó y la observaba en trance hasta que me interrumpió la mirada agresiva y triste de Mariela. Cogí mi bolso y me fui.

Por la tarde la casa volvía a estar purificada y me encontré a Sindy tumbada sobre su cama disfrutando de la brisa del ventilador. Me preguntó por el trabajo del día y tras contestar, di comienzo a mi rutina de atardecer. Leí el poema del pájaro azul (“no voy a permitir que nadie te vea”) antes de acostarme y me dormí con el sonido distante de la televisión de Marta. Desperté refrescada a pesar del calor caribeño y me duché. El agua salía transparente y gélida, mi piel se despertó y me clareó la mente. El silencio y la calma bañaban la casa. Desayuné mientras Sindy me hacía compañía y me contaba los chismes de los vecinos guajiros del piso de arriba, y salí hacia la cárcel. Al volver esa tarde Sindy me entregó un paquete marrón con remite de España. En su interior descubrí un libro: La Campana de Cristal, de Sylvia Plath. Ilusionada, subí a la habitación a leerlo: “…para la persona en la campana de cristal, en blanco y detenida como un bebé muerto, el mundo en sí es un mal sueño.” Cuando sentí que mis párpados comenzaban a ceder, cerré el libro y lo dejé en la mesilla de noche. Estaba recitando a mis adentros el poema del pájaro azul (“le digo, sé que estás ahí”) y la puerta se abrió. Mariela entró descalza dando ruidosas zancadas y cerró con un portazo. Desvió la mirada hacia donde yo estaba y levanté las cejas en señal de saludo. Mariela se aclaró la garganta, y suspiró con desgana mientras tiraba sus cosas al suelo y entraba en el baño. Me quedé escuchando, pero no oía nada, sólo el sonido del agua fangosa cayendo interminable. Al fin salió con los ojos hinchados y enrojecidos. Yo me hice la dormida mientras recitaba el poema (“nunca se dan cuenta de que está ahí dentro”). La mañana me dio la bienvenida con un calor abrasador que me calaba los huesos y las sienes. El sonido del llanto había vuelto y esta vez con más volumen. Subí el estor de la ventana y la luz iluminó la cama cenicienta y gris de Mariela, que dormía profundamente entre carraspeos. Me acerqué a ella y observé su cuerpo tan perfecto y femenino manchado en polvo gris. Llevaba un camisón muy fino que apenas le cubría los pechos. Dormía sobre la tripa, con la cara aplastada en la almohada quemada y la boca abierta. La impecable piel blanca de su espalda parecía estar manchada de motas negras. Me acerqué más y las examiné. Poseían volumen y eran puntiagudas. Mariela debía dormir boca abajo para no pincharse con sus propias espinas. El calor me estaba devorando la garganta y traté de poner el aire acondicionado, pero no funcionaba. Obvié la ducha fangosa, me vestí, dejé a Mariela durmiendo, desayuné y me fui. Al final de la jornada, regresé a la casa con ganas de seguir leyendo el libro que me habían mandado desde España. Entré ilusionada en el dormitorio, blanco impoluto, me tumbé sobre la cama y abrí el libro, pero las palabras y el texto se habían descolocado durante la noche anterior y el día. Estaba mezclado todo en un sinsentido y el libro quedó inservible. Frustrada, retorné a Bukowski y tras horas de leer y releer el poema del pájaro azul (“él canta un poquito, ahí dentro, no le he dejado morir del todo”), caí dormida antes de que Mariela llegara. ***

Aún no era de día porque el marco blanco de luz de la ventana no había hecho su aparición. El calor en la habitación era asfixiante y me desperté con el poema del pájaro azul repitiéndose obsesivamente en mi cabeza (“sólo le dejo salir a veces por la noche cuando todo el mundo duerme”). Una luz anaranjada venía del lado de Mariela, las llamas de su cuerpo estaban en pleno auge y el humo me estaba ahogando. Me acerqué a ella. Dormida sobre el pecho, con su cara hundida, su boca abierta, bañada en fuego y cenizas, las manos en un espasmo como de garra. La expresión de su rostro era de llanto y me acerqué más. Las mejillas estaban en tensión, los ojos estaban sellados en arrugas compactas y profundas. Las cejas apuntaban hacia arriba y se unían en el ceño, su mandíbula parecía estar contracturada y sus labios daban entrada a una oscuridad infinita. Entonces lo vi, ahí dentro de su boca, al fondo en la garganta, los sollozos procedían de él. Suave, pequeño, con la carita desencajada y asfixiada. Un pájaro azul tratando de cantar.