CARLOS BARRERA Y EL AFORISMO MEXICANO

CARLOS BARRERA Y EL AFORISMO MEXICANO Javier Perucho Universidad Autónoma de la Ciudad de México Para Eugenia Canchola EL GÉNERO: el aforismo Como gé...
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CARLOS BARRERA Y EL AFORISMO MEXICANO Javier Perucho Universidad Autónoma de la Ciudad de México Para Eugenia Canchola

EL GÉNERO: el aforismo Como género de la madurez vital, intelectual y expresiva, el aforismo es una estructura prosística que admite en su composición las más variadas formas y contenidos. Carece de una arquitectura interior a la cual restringirse —de ahí sus libertades—, como sí la tienen, por ejemplo, las formas líricas del soneto, el epigrama o el salmo, que se alojan en un armazón fijo, irrenunciable, a cuyo patrón compositivo debe atenerse el poeta como constancia de su dominio expresivo y conquista del continente abordado. De ahí se desprende que esos formatos, incluyendo el aforismo, demanden a sus practicantes artes en su oficio, la experiencia que concede la madurez y un universo forjado. Por dichas razones, casi ningún escritor imberbe ha publicado aforismos, hasta ahora, en la historia literaria. La experiencia de vida, la práctica de la escritura, el bagaje intelectual y su consideración han de esperarse que se viertan en la forma inasible que da consistencia al género. Como en el luengo maratón, el aforismo exige y espera a un escritor de fondo, ya entrado en los años de la vida. Naturalmente, a la edad tentativa de los deseos cumplidos, el pasado añejado y el hambre aplacada. Adelanto dos ejemplos que señalan derroteros en la tradición mexicana: Maximiliano de Habsburgo y Salvador Elizondo, quienes en la tercera década de sus vidas publicaron su obra aforística. El primero estaba destinado a dirigir un imperio irremediablemente fallido: “Preciso es comenzar por obedecer y enseñarse a aprender, para más tarde mandar y saber enseñar.”El otro, a compendiar una poética del dolor: “El dolor corporal, como el amor y el mal, no tiene término ni límites. La tortura es su expresión tangible y su demostración.” El razonamiento complementario a este aforismo asienta: “La tortura sólo es tal si su fin no es la muerte. Un supliciado a muerte es, inequívocamente, la más alta torpeza del verdugo.”

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Señalo apuradamente que los escritores Ricardo Sevilla, Jezreel Salazar, José Antonio Rosado y Luigi Amara, nacidos en los años setenta del siglo pasado, acumulan en el momento de pergeñar esta observación una década practicando el aforismo. Y excepto el segundo, cada uno ha publicado al menos un libro atenido al género en cuestión. En otras tradiciones, el escritor senil habitualmente atizaba el fuego del género. Lichtenberg, Kafka, Canetti y Cioran expresaron su razón literaria en sentencias aforísticas a la edad media; otros en otras culturas literarias, como Augusto Monterroso, Edmundo O’Gorman, Augusto Roa Bastos y Octavio Paz la blandieron en la plenitud de los años que ofrecieron sus vidas. Por tal circunstancia de madurez, razón de modernidad y en ausencia de una geografía literaria que trace sus linderos, el aforismo se ha convertido en un continente que acepta en su fuero interno sentencias, definiciones, diálogos, transcripciones, pensamientos furiosos, evangelios políticos, proclamas, soliloquios en voz alta, citas en otras lenguas, sobre todo del inglés y del francés, recurso nada solitario en el caso de Elizondo. Otra característica del aforismo, requerida por Alfonso Reyes, Carlos Díaz Dufóo hijo, José Emilio Pacheco o Juan García Ponce, es la economía verbal. Éste es el género que subordina los tiempos de la acción conjugada en tiempo presente al remanso de las definiciones. Y privilegia la argumentación a la trama; el conflicto por el héroe; la epifanía por la verdad; la acción contemplativa por el artificio del calificativo. Por supuesto, es más sustantivo que adjetival. Por esta naturaleza, ningún vocablo padece de orfandad sintáctica. Por esta condición también, si se formula apegada a los preceptos de la brevedad (concisión, elisión, condensación), mayor será el despliegue de significaciones reveladas por su carga de profundidad. Esta tríada forma parte de sus propiedades textuales, de ahí que en el abanico de implicaciones encuentre sus rangos de apertura. Como en la sentencia o el refrán, géneros de la oralidad con los que comparte el laconismo y la precisión del pensamiento gregario, el aforismo resuma experiencias de vida, aunque a diferencia de aquéllos, anónimos y colectivos, nace con una autoría que reafirma la identidad de un sujeto que no necesariamente habla a nombre de una comunidad, ni pretende una lección moral o una enseñanza, aunque amasar el consenso es uno de sus propósitos. Quienes predican con este género expresan su razón y circunstancia, al

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compartirlas intentan reformarlas, pero no inducen las acciones de un sujeto, acaso las soliviantan. Un rasgo del aforista de temple: irremediablemente se convierte en un moralista en cada uno de sus dardos. El aforismo al despojarse de estas pretensiones de docencia y vocería, encuentra su constancia de modernidad, a la que acarrea hasta su última frontera. Elizondo plasmó su descripción de esta manera: “Un aforismo es una definición siempre arbitraria de algo improbable, pero cierto.” Ya se vio, ni la tautología, ni la metaficción le son ajenos al género en el momento de su gestación. Por su parte, Carlos Barrera así caracterizó al género: “Pensamientos con una pequeña punta, ya de ironía, bien de benevolencia; a veces de lástima, otras de regocijo: nada más que una punta afilada […] Los dispararé como las flechas de los Partos, que peleaban huyendo.” (Memorándum).En este caso, toda definición es cierta por el apego a la verdad de su escritura. En carta a un discípulo, José Antonio Ramos Sucre definió al género con esta oración tronante: “Los aforismos son disparos al aire.”(Cartas, 7 de enero, 1930.) ¿Bala o flecha? Plomo y obsidiana: los vectores de transmisión del aforismo latinoamericano en la centuria pasada. Ahora bien, ya que exploramos el pasado de una tradición y pretendemos levantar la historia de un género, conviene rastrear sus antecedentes remotos, los sustratos. Por la arqueología literaria, hemos encontrado ciertas pruebas documentales en el añejo siglo XIX. Las evidencias las encontramos en el trabajo periodístico que realizó Ignacio Manuel Altamirano para El Renacimiento (1869) y La República (1880), donde publicó lo que la edición moderna ha rescatado y titulado como Aforismos (1995), luego cobijadas en sus Obras Completas (tomo XXIII), bajo el manto tutelar de “Pensamientos”. Asimismo Juan M. Balbontín legó sus 98 máximas y sentencias filosóficas y morales para uso de las clases de lectura en las escuelas primarias (1878), del mismo modo que Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos escribió sus Tratados (circa 1860),cuyos libros agrupan ejercicios escriturales que resumen el pensamiento aforista de la centuria decimonónica, aplicado a la educación y la forja de la patria, además de retratar la envidia, el carácter femenino y la idiosincrasia nativa, entre otros asuntos perennes.

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En este punto conjeturo, si me excusan la osadía, que en la Décima Musa (Primero sueño) y en Maximiliano de Habsburgo (Aforismos 1869) encontraremos las pruebas suficientes para documentar el trayecto del aforismo por las letras mexicanas en sus etapas novohispana e imperial, o al menos su transplante y cultivo.

EL PRACTICANTE: Carlos Barrera Carlos Barrera Treviño (1888-1970), cuyos padres fueron Juan J. Barrera y Dolores T. de Barrera, nació y creció en el barrio de La Purísima (Monterrey, Nuevo León); como estudiante seminarista, fue “criado y educado a la sombra de las iglesias, lector obligado de textos clásicos”, ya adolescente se distinguió por tímido, melancólico y soñador, aupado por la tiranía de la tartamudez. En su vida adulta fue practicante de los más variados géneros. El cuento, la novela, el ensayo, la poesía y el teatro fueron las piedras de río donde labró su escritura; asimismo, en la traducción, la teoría literaria y la didáctica de la lengua quedaron esparcidas lascas de sus empeños. Por esa misma talla, el aforismo y el microrrelato encontraron otros soportes donde desbastó las estampas que integran el Calendario de las más antiguas ideas (México, Editorial Herrero, 1932), volumen cuyas primeras calas se localizan en “Calendario”, la columna periodística que animó por décadas en Excélsior, atalaya, tribuna y vaso de su narrativa y pensamiento aforístico. Como caso prototípico del escritor raro, poco sabemos de sus trabajos y sus días, aunque por una indagación hemos podido rastrear ciertos pasajes vitales del escritor regiomontano. Enseguida los documento. Previamente trazo la silueta del escritor raro. A pesar de su trayectoria universitaria, relaciones interpersonales con los más destacados ateneístas, tribuna periodística, carrera diplomática, convivio con los escritores exiliados en París, casi nada sobrevive de su legado cultural debido, por una parte, al cortísimo tiraje con que él mismo imprimía sus libros; por la otra, a las ediciones de autor que los patrocinaba y las ciudades extranjeras en que las imprimía. Un ejemplo: el Calendario de las más antiguas ideas tuvo un tiro de setenta ejemplares. De este libro, su autor y los aforismos que ahí estampó, se trata el presente ensayo sobre un tipo de escritura excluida —el aforismo—, un patrimonio

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literario fuera de los acervos, la historia y el canon: el de Carlos Barrera, un autor extravagante para el gusto de nuestra época, el mercado y el avasallaje de la novela. Aquí siguen los pasajes concernientes a sus empeños literarios. Los poemas y textos iniciales de Barrera Treviño fueron publicados en las revistas Pierrot y Contemporánea, editadas en Monterrey por Ricardo Arenales entre 1905 y 1909, que se convirtieron en el foro regional de los escritores de la época: Alfonso Reyes, Héctor González, Fortunato Lozano y Joel Rocha, entre otros regiomontanos, algunos de ellos casi desaparecidos del horizonte literario, a no ser por el rescate cultural que se ha emprendido en las comarcas en que nacieron. Se sabe que fue traductor de otros raros, para estos tiempos: Paul Féval, André Lich Tenberg, John Van Dugn Southworth, Paul Bourget, además de Henrick Ibsen, Oscar Wilde, Somerset Waugham y Emily Brontë. Participa de la tertulia Dioses Mayores. A la muerte de Othón, funda en colaboración con otros escritores la sociedad literaria Manuel José Othón. En su casa de Tacubaya, de la Ciudad de México, se reunía los domingos con José Vasconcelos, Ricardo Arenales, Leopoldo de la Rosa, Enrique González Martínez, Ramón Treviño, Miguel Sánchez de Tagle, Antonio Caso, entre otras figuras de la generación del Centenario. Él mismo es un integrante eclipsado de esta promoción. Cuando Madero ocupa la silla presidencial, Barrera Treviño viaja a Francia por un golpe de bonanza económica, ahí residirá por diez años —hasta 1915—, y también ahí tertulió con Alfonso Reyes en la rue Paraday, padeció hambres y agotó las noches bohemias. En esta ciudad, forma parte de la Junta Revolucionaria Constitucionalista de París, en calidad de secretario (23 de mayo de 1913). Allá trabajó, justamente, con Luis Quintanilla, Juan Sánchez Azcona, Cutberto Hidalgo y el “Sr. Atl”; colaboró para el diario La Revolution Au Mexique, para impedir que se lograse el empréstito que Victoriano Huerta pretendía colocar en las lonjas europeas. Ahora siguen los pasajes relativos a sus jornadas vitales. Cursa la escuela elemental y media en el Seminario Conciliar de Monterrey (1902), luego estudió en el Central Business College de Sedela (Missouri, 1903, ahí participa en la feria estatal, en el concurso Rapid Calculation, donde para su fortuna gana el primer lugar); regresa a México a la muerte del padre (1905).Y conforme la vida exigía, prosiguió su formación en la Escuela de Altos Estudios (México), la Sorbona (Francia) y Georgetown (EE UU).

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La leyenda que se propaga por las redes virtuales sostiene que estuvo destacado como diplomático en las embajadas mexicanas de Washington y Oslo, mas por una pesquisa en el Archivo Histórico Diplomático “Genaro Estrada”, bajo el resguardo de la Secretaría de Relaciones Exteriores, quedamos enterados por sus listas de embajadores que no ocupó tales puestos; en cambio, sí ejerció como cónsul de México en San Antonio (Texas). Perteneció al Servicio Exterior a cargo de responsabilidades menores—traductor oficial, secretario particular del canciller, jefe del departamento de traductores del cuerpo diplomático mexicano y sinodal—; asimismo colaboró en la misma Cancillería con Genaro Estrada y Arturo Pani. Sin embargo, su hija —Sandra Barrera Ocampo— sostiene que las legaciones de México en Suecia, Noruega y Cristianía estuvieron a su cargo por un tiempo (1916-1919); es verdad lo que afirma, la documentación que reserva su expediente permite sostener esta aseveración, aunque nunca fue designado oficialmente en el cargo. Su carrera diplomática transcurrió de 1914 a 1932. En los expedientes que se resguardan en el archivo de la Cancillería se localizan un par de fotografías y la documentación personal de Barrera Treviño: promociones, permisos, demandas de sueldo, ceses laborales, comprobantes de enfermedad, trámite de vacaciones, reclamos de deudas; en fin, las cuitas de la vida consular. En 1931 retorna a México con sus tres hijos: Juan Carlos, Myrna y Sandra. En 1970, viudo, aislado, “prácticamente en el mundo de su trabajo literario, sus trabajos periodísticos, sus traducciones y sus recuerdos […] Barrera, casi ciego e inválido, como consecuencia de un accidente, muere en su casa el 23 de junio”, según se rindeen el testimonio de Sandra Barrera Ocampo, en “Carlos Barrera Treviño, aspectos de su vida y su obra”(f. 35).

LA OBRA: 1931.Calendario de las más antiguas ideas Su materia prima fue expuesta por primera vez en un diario de circulación nacional (Excélsior), luego reconvertida en libro por los afanes de la edición de autor —el tiraje constó de setenta ejemplares numerados, según consta en el colofón—, tarea muy usual en el reino del aforismo, pues sus cultores se han dedicado a practicarla a lo largo del siglo, pongo como ejemplos el libro de Arturo R. Pueblita (Lampos. Aforismos en verso,

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México, 1945) y el de Francisco Tario (Equinoccio, México, 1946), impresos por sus empeños financieros. Calendario remeda la misma estructura de un diario personal—así lo hace constar en una sección llamada “Memorándum”—con la abierta intención de plasmar la vida cotidiana del autor a partir de una vivencia, un pensamiento, una nota costumbrista, una imagen doméstica, una jornada en la oficina consular, una impresión urbana, aunque para darles forma, valor y sentido se ajusta tanto a los protocolos argumentativos del aforismo (“La cruz de ceniza en la frente no añade ni siquiera su peso de humildad en el corazón.” [Miércoles, 18 de febrero.]), a la mecánica del microrrelato (“Como no me habían presentado con el escritorio de encino, no me atrevía sentarme en el sillón ante él. Temí que indignado cerrase de golpe la cortina corrediza que le sirve de cubierta, magullándome los brazos y sujetándolos prisioneros contra la mesilla para castigarme de mi osadía.” [Domingo, 15 de marzo.]), así como a la imagen poética (“esta calle que la vía férrea corta en cruz sangra por las heridas de sus ventanas eléctricas”, lunes, 2 de marzo), o a la oración simple y llana del enunciado unimembre (“La humildad acogedora de los taburetes.” [Sábado, 28 de marzo]). Tal como lo demanda la naturaleza de un diario puntualmente exigente, el registro de sus entradas es cotidiano. Por tal razón contiene 365 anotaciones, que corresponden a los respectivos días del año, incluyendo festividades, más tres secciones que llevan por cabezal “Memorándum”, “Fotogramas” y “Dardos”. Éste es el entramado que da orden y sentido a Calendario. El relato que parodia es el Calendario Galván, que aunque muy antiguo, normó la mentalidad mexicana y rigió la idiosincrasia de ciertos grupos sociales incluso hoy. Los temas que lo integran son ricos y diversos, múltiples. Como exigente aforista, sus temáticas arrancan de la condición del escritor, en quien encarna la daga del doble filo que sostiene su estilística: “Como la ironía es un arma de dos filos, cada vez que voy a usarla empiezo por herirme a mí mismo con uno de ellos.” (Domingo, 22 de marzo.) Así, el aforista por su condición empieza, ya que ironiza con él mismo para entresacar la materia prima de sus punzantes composiciones aforísticas.

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El sujeto que postula la ironía, aparte de asumir su entidad como narrador, tiene como trasfondo al ciudadano Barrera Treviño, de quien saquea la experiencia empírica para documentar las jornadas de vida del aforista. Aquí más que conjeturar, postulo que quien enuncia en el aforismo no es el sujeto lírico clásico, sino el escritor que se reconoce a la luz de sus palabras con un nombre propio, el ciudadano que ha transitado por los intríngulis de la vida civil, política y costumbrista de la república, es decir, Carlos Barrera Treviño, escritor y diplomático, hombre público de fama escasa. Acorde con este distintivo hipotético, tal como lo mandata el aforismo, la experiencia vital es el bagaje inmediato y personal con el que se componen los aforismos, se entiende entonces que los núcleos temáticos abordados en cada anotación del diario, se desprendan del trato con sus congéneres, aparte de que de ahí se derivan asuntos caros a su escritura aforística, como son los viajes en ferrocarril, avión o en “fuerza caballar” — novedades de una modernidad anunciada—, además de asuntos como la nostalgia del pueblo, los recuerdos maternos y, rasgo secundario del libro, entramado de la política nacional, de la que Barrera Treviño era un atento observador y un comentarista, nomás recuérdese su época parisina, de mullido exilio militante. En distintas épocas, otros escritores en su vertiente aforística también han explotado y explorado tangencialmente la veta de las problemáticas sociales, digamos Jesús Silva Herzog, Héctor Aguilar Camín, Guillermo Fadanelli o Armando González Torres. Aquí conviene señalar otros elementos distintivos de Calendario, por ejemplo, algunas anotaciones aforísticas llevan un título, otras a veces enlistan y desarrollan una serie o un conjunto de acciones. En ocasiones traman una acción sencilla endulzada por un agudo o engalanado adjetivo: “La hospitalidad efusiva de los sillones.” (Jueves, 26 de marzo).También en las entradas deja rastros de su formación humanística, pues lo mismo refiere a Spengler —huellas del antiguo régimen porfirista—, la civilización occidental, la “provincia anacrónica”, la religión, la felicidad o la mujer, de este asunto particular se deriva un rasgo estilístico —ideológico, propiamente—, común entre ciertos aforistas nativos o foráneos, la misoginia: “Cuando la mujer confiesa haber cumplido los treinta es que ya se resignó con la idea de envejecer, lo cual sucede, exactamente, cinco años después de haber cumplido los cuarenta.” (Jueves, 29 de enero.) Casi un siglo antes, el maestro

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Altamirano sostuvo que “Las mujeres nunca encuentran inverosímil una lisonja que se les dirige.” Como “ironista sempiterno”, Barrera Treviño sonríe con indulgencia ante los pecados, errores, gazapos y caídas de sus congéneres. ¿Les ofrece ayuda? No, esa función social o terapéutica está vedada al aforista de cepa, ya que su tarea es la de convertirse en un observador, en mero cazador de erratas de la condición humana, cuya talacha inmediata y perentoria es registrarlas, dar noticia de ellas, para luego parodiarlas con un sarcasmo seco y puntual: “Ese afán monótonamente resignado de tratar de explicar la vida partiendo de principios y llegando a términos que están colocados fuera” (Domingo, 15 de febrero) de su competencia literaria, mas no de su tendencia a la reforma moral. La terapia y sus beneficios se trasladan a un tercero en discordia: el lector, a quien abre una ventana para contemplar los momentos insignes o baladíes de la vida. Es aquí donde se despliegan las funciones del moralista. Ahora bien, ¿qué distingue al Calendario de las más antiguas ideas, de los libros aforísticos de la época? Su completud e integridad, es decir, la forja de la tradición que si no inicia con el escritor regio, sí se fortalece, pues el antecedente más cercano al que podemos atenernos es el libro de Francisco Sosa, Breves notas tomadas en la escuela de la vida (1910), con el cual es posible contrastar por su unidad genérica, ya que ambos son plenamente aforísticos, a ratos misceláneos por su cruce fronterizo con el relato corto, la estampa, la prosa poética, el dialogismo y la oración simple y llana. Los dos exploran la época moderna, la idiosincrasia de una comunidad, taras nativas y tradiciones pueblerinas, además de utilizarlos como observatorio del transcurrir político nacional —olfato y oficio en la caja de herramientas del aforista. En este punto conviene anotar una retrospectiva exprés. Previo a la aparición pública de Calendario y Breves notas tomadas en la escuela de la vida, durante las primeras décadas de la centuria pasada, no se distinguían libros de manufactura aforística propiamente, acaso no existían en el firmamento cultural mexicano —o no hemos logrado rastrearlos, a decir verdad—. Naturalmente, hubo cultivadores esporádicos entre los ateneístas. Tan sólo recordemos a Alfonso Reyes y Julio Torri, quienes descubrieron para la época moderna esta veta, por cuya exploración legaron a la posteridad ejemplares de su

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práctica, que yace entre los folios de sus opúsculos—Torri—, o la inabarcable obra completa —Reyes—. Como caso de excepción, menciono los empeños de Carlos Díaz Dufoo hijo, cuyo libro (Epigramas) se publicó en el ínterin en que aparecieron los de Sosa (1910) y Barrera (1931), en 1927 en Francia. Calendario y Breves notas tomadas en la escuela de la vida, coinciden en el epicentro del aforismo por su unidad textual, recursos, voluntad de creación de un género, conciencia de la arquitectura literaria descubierta e innovaciones en la escritura aforística. Este dueto libresco probablemente se convertirá, cuando la historia y crítica del género hayan encontrado consenso y legitimidad en los estudios literarios, en paradigmas del aforismo mexicano, pues contienen los elementos estéticos que los diferencian y distinguen como especies únicas en la literatura mexicana del siglo

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por ser únicas, pioneras y

entonces vanguardistas. Anoto unas diferencias entre ambos libros. Calendario fue alumbrado por el impulso de parodiar las ideas costumbristas y conservadoras que se predicaban en el Calendario Galván; sigue la misma cronología anual y sus festividades, con ciertas acotaciones al margen; sin embargo, no pretende regular las costumbres de sus destinatarios, al contrario, muestra las ataduras sociales que determinaron una época y normaron una comunidad, ausculta asimismo la idiosincrasia nativa de los habitantes del interior, urbanos y cosmopolitas, a la luz de los postulados del envejecido romanticismo y un afiebrado modernismo, reacciones naturales ante la opresión del positivismo y los yugos del porfiriato: “Los métodos dictatoriales eran rápidos, seguros, sin incertidumbre e inexorables. ¡Belén y San Juan!” La faceta de comentarista político y disidente del antiguo régimen aquí se evidencia. Generacionalmente, Sosa y Barrera fueron pares. Ignoro si ellos se conocieron en vida, probablemente sí. Por los destinos del azar quizá tuvieron noticia uno del otro, pues los círculos sociales que frecuentaron se intersectaban en las actividades profesionales ejercidas por ambos, digamos en el periodismo, la burocracia y la tertulia desde la Ciudad de México. En cambio, el trayecto de las obras referidas se encuentra en el cruce de caminos que los llevó a descubrir y explorar las gemas del aforismo.

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Uno habló sobre las fiestas del Centenario rendidas en Palacio Nacional —Sosa—; el otro, sobre las menudencias de la vida consular —Barrera—, entre una infinidad de temas abordados más, pero sólo menciono estos asuntos para contrastarlos y distinguirlos. Ambos tomaron de las vicisitudes de la vida política nacional para exportar tales menudencias a su práctica aforística. De Calendario y Breves notas tomadas en la escuela de la vida carecemos de una edición contemporánea, así como de las prácticas periodísticas o literarias que tanto Sosa como Barrera ejercieron. A estos autores los emparentan sus jornadas como funcionarios públicos, periodistas a sueldo, críticos del orden burocrático, testigos del progreso tecnológico, narradores en el tránsito del polvo y el olvido, nativos de Monterrey y Mérida, ciudades presentes en los “dardos” y en las “notas”, con los que tejieron una añoranza del terruño, el hogar materno y el campo florido de los juegos de infancia.

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