CARIDAD CON LOS POBRES

8 de diciembre de 1909 CARIDAD CON LOS POBRES N.B.A.F. Hace ya tiempo que nos apremia la necesidad de conversar con vosotros sobre lo que constituye...
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8 de diciembre de 1909

CARIDAD CON LOS POBRES N.B.A.F.

Hace ya tiempo que nos apremia la necesidad de conversar con vosotros sobre lo que constituye la esencia misma de nuestra vocación, de lo que hace su belleza, de lo que es, todo a la vez, su razón de ser, su medio de apostolado y su fuerza, la caridad. Cuando Dios hizo resonar en el fondo de nuestro corazón su primera llamada, hace treinta y cinco años, cuando oímos hablar por primera vez de la familia en la que nos quería, se nos apareció con los rasgos de la caridad. Fue el ideal de la caridad lo que Santísima Virgen hizo brillar ante nuestros ojos cuando nos inculcó la determinación de entrar en ella. El noviciado y los ministerios que siguieron hicieron aún más viva para nosotros la atracción que nos había seducido y ahora que, a pesar de nuestra indignidad y de nuestra impotencia, Dios nos ha encargado gobernarla, la misión que nos da, lo presentimos, es orientarla cada vez más hacia su destino, que es la práctica y el apostolado de lo que queremos llamar la locura de la caridad, que no es otra, después de todo, que la locura de la cruz. Y cuando decimos caridad, la entendemos bajo el punto de vista particular de nuestra misión con los pobres. Cada Instituto tiene con vistas a Dios su papel que desempeñar en el seno de la Iglesia y todo él debe convergir en él, su espíritu, sus instituciones, su nombre, los atractivos y las virtudes de sus miembros. No nos cabe duda alguna, nuestro papel es reproducir la caridad del divino Salvador con aquellos a quienes llamaba los pobres. Otros Institutos tienen como finalidad la caridad aplicada a infortunios, a necesidades especiales. Éste debe consagrarse a la infancia, aquel a la juventud, uno a los enfermos, otro a los ignorantes. Nuestro rebaño, el nuestro, es el que seguía al buen Maestro, es esa masa del pueblo cuya miseria y abandono le arrancaron un día este grito: “Misereor super turbam. Siento compasión de esta gente.” El pobre pueblo siempre ha sido desheredado y digno de piedad, pero nunca ha sido tan engañado, tan acosado, tan explotado por el mal, nunca ha estado tan tiranizado, tan envuelto en escándalos como desde que se le llama el pueblo soberano. Desdichado soberano, al que los malvados usan como trampolín de sus ambiciones, del que hacen la vil materia de sus utopías criminales, el instrumento de sus odios satánicos, sin perjuicio de la desgracia eterna a la que le condenan cuando se afanan por sumirle en la corrupción y la impiedad. ¡Ah! No es de extrañar que Dios, en su conmiseración, haya oído este misterioso gemido del pobre del que habla el Salmo y que haya suscitado una familia religiosa para tenderle la mano, amarle y salvarle. 1

Y que no se diga que eso es picar muy alto y atribuir a nuestra familia, tan pequeña aún, una importancia desmesurada. ¿No ha sido siempre el granito de mostaza en manos del Todopoderoso el instrumento de sus mayores obras? No necesita a nadie y “cuando le place, como decía Juana de Arco, se sirve de una pobre chica como instrumento de sus misericordias.” Lo importante para Dios no es hallar instrumentos poderosos, él es quien los hace poderosos, de igual modo que no dependía más que de él hacer salir de las piedras una multitud de hijos de Abrahán. Lo que le importa son instrumentos dóciles que no se ensoberbezcan y que no intenten sustituir su acción por sus pequeños cálculos, su pequeña actividad y su pequeña persona. Si tenemos esta docilidad, seremos aptos para las mayores cosas. En todos los casos, sean cuales sean los designios de Dios para con nosotros, no cooperaremos en ellos ni los alcanzaremos más que por la perfección de nuestra correspondencia con nuestra vocación. ¿Cuál es, pues, esta vocación? No esperéis que haga una relación detallada de las obras a las que debemos entregarnos. Eso es accesorio, accesorio que puede variar y variará según las circunstancias y las necesidades. Lo esencial de nuestra vocación es la practica de la caridad con los pobres. Parece que Dios haya querido hacer destacar esta verdad desde el comienzo de nuestra fundación. ¿No es extraño, ya de entrada, la elección de un hombre lisiado, débil y enfermizo para fundar una Congregación esencialmente activa y destinada a las obras de celo más vivas, diría incluso que más agotadoras? M. Le Prevost tenía en el corazón una inmensa caridad con los pobres, caridad que no se desmintió jamás y que se comunicaba todo a su alrededor; con eso bastaba y, de hecho, encaminó su Instituto por esa vía. Que la caridad con los pobres es nuestra vía es algo que prueban todos los hechos: los comienzos de la familia, el espíritu que se le dio, sus Constituciones, el nombre y el patrón que escogieron sus fundadores, la atracción que nos llevó hasta ella, la idea que se hacen de nosotros los que nos conocen, los frutos que dieron gracias a ella aquellos que han quedado como nuestros modelos. Sin lugar a dudas, nuestra familia hunde sus raíces en el movimiento de caridad que se manifestó un poco antes de la mitad del siglo pasado. Entonces vivía en París la admirable Sor Rosalía, la inspiradora de todo lo que se hizo en la capital en aquella época en lo concerniente a la caridad. Las relaciones de M. Le Prevost con esta verdadera hija de San Vicente de Paúl fueron numerosas.

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Era a ella a quien gustaba de someter sus proyectos de caridad y sus inspiraciones, era de ella de quien obtenía noticias. No cabe duda de que le confió sus proyectos de fundación y que halló luces junto a aquella que definía a la hija de Caridad como “un mojón sobre el que todos los desdichados tienen derecho a descargar sus fardos”. Por aquel entonces comenzaba también la Sociedad de San Vicente de Paúl, verdadera asociación de caridad que iba a propagarse por todo el mundo. Nuestro Padre se contó entre los primeros miembros, y ninguno de ellos poseyó mejor que él su espíritu ni contribuyó tan poderosamente a desarrollarla. Fueron numerosas las obras de caridad a las que se entregó antes de que le viniera la idea de fundar nuestro Instituto: visita a los pobres, a los hospitales y a las prisiones, evangelización de los jóvenes presos, casa de huérfanos aprendices, Santa Familia, biblioteca, despacho de caridad, caja de alquileres. Fue así, pasando por la experiencia de todas estas obras y tocando con el dedo todas miserias materiales y morales de la clase obrera, como comprendió la notoria insuficiencia de la caridad individual, forzosamente inconstante y pasajera. “Haría falta, exclamaba, que Dios hiciera surgir en su Iglesia para la salvación de los pobres y de los obreros una sociedad nueva de Religiosos consagrada por completo a esas obras cuyo poder vemos y que Dios ha bendecido manifiestamente.” En ese mismo momento, nuestro otro fundador, M. Myionnet, llegaba por la misma constatación a la misma conclusión, la necesidad de que fundase “un nuevo Instituto que fuera entre los hombres lo que las Hermanas de la Caridad eran entre las mujeres.” La misma concepción llevó al tercer Hermano a unirse a los dos primeros. Por eso los inicios del Instituto acusan estas preocupaciones y exhalan un delicioso perfume de caridad, primeras emanaciones de una flor que Dios destinaba a aromar más tarde a la Iglesia. Nuestros primeros hermanos se entregaron con ardor a todas las obras que podían ser útiles a los pobres. Añadamos a las ya enumeradas y a las que les asoció el santo Fundador las casas de Obras de la Rue du Regard, de Grenelle, luego de Nazaret, el horno económico, la casa de ancianos, el catecismo para mayores, el orfelinato, el primer círculo católico de obreros. ¡Qué ardor sobrenatural en estos modestos apóstoles! ¡Qué amor por los pobres! ¡Qué conmovedoras industrias para consolarlos, para recuperarlos, para socorrerlos y salvarlos! M. Le Prevost no cesaba de recomendar a sus primeros hermanos “que vieran en ellos la imagen del Salvador vivo entre los hombres, que compartieran con amor su dolor y que manejaran sus corazones rotos siempre con una atenta bondad.” Y luego fue el apostolado extraordinario y agotador de nuestro primer sacerdote, M. Planchat, primero entre los pobres de Grenelle, de quienes ya desde el comienzo mismo fue la providencia y el padre, y posteriormente en Charonne, donde durante siete años dio toda la talla de su caridad prodigiosa y desbordante.

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¡Con cuánta razón se le ha llamado cazador de almas! ¡Y qué expresiva es esta afirmación de un párroco de la capital que llegó a cardenal: “No he conocido sacerdote que tanto haya hecho por las almas en París como el abate Planchat.”! La caridad fue también la virtud de aquellos primeros hijos de M. Le Prevost que abandonaron las posiciones más brillantes para entregarse al más modesto pero también más laborioso de los apostolados. Por lo demás, ese es exactamente el espíritu que M. Le Prevost dio a su Instituto. “No hemos perdido la esperanza en nuestro tiempo, en nuestro país, en nuestros Hermanos, escribía a sus hijos. La caridad es la que lo suscita todo a nuestro alrededor, ella es la que despierta las almas, las impulsa y las reúne, ella es también la que nos arrastra y nos envuelve en su acción. Así pues, no tengamos miedo, no miremos demasiado a nuestra indignidad que tantas veces nos paraliza y nos hace tímidos. La caridad, como la llama, consume y purifica. Por ella seremos purificados, vivificados, por ella seremos transfigurados. “Observamos, añadía, que Dios parecía querer en nuestros tiempos volver a llevar a las almas a la fe y a la vida cristiana por la caridad, que de todas partes se hacía en este sentido un gran movimiento, que unos daban su abnegación y su actividad, otros sus limosnas, otros sus oraciones, se sacudía así el torpor de la indiferencia y se volvía al orden al amor al bien, a la verdad. Creímos que entraría en los designios de Dios el que nos colocáramos en el centro de ese movimiento de caridad para apoyarlo y asegurar su efecto… A nuestros ojos, pues, encontrar almas caritativas y abnegadas, reunirlas en haz para hacer de ellas un poderoso instrumento en manos del Padre de las misericordias era la base necesaria, era la obra de las obras. Nos lanzamos hacia delante los primeros para esta noble tarea y esperamos que tras de nosotros vinieran otras almas a trabajar en la obra de Dios y a ganar los corazones por la caridad.” No acabaríamos nunca. Citemos por último un pasaje de su correspondencia: “Si consideráis que la caridad parece hoy día el medio del que se sirve Dios para ligar el mundo a la fe, y que las obras sin cuento que se multiplican desde todas partes son el principal medio de salvación para la sociedad, llegaréis a pensar como nosotros, a saber, que es preciso que hagamos un noble esfuerzo de nuestra vida y nos apliquemos a fundar esas instituciones tutelares que deben vivificar las obras, mantener en ellas el espíritu de verdadera caridad y al mismo tiempo aportarles un elemento de consistencia y perdurabilidad. “Con este pensamiento me aparté del mundo y con él lo abandonaron todos mis hermanos. Ninguno de nosotros lamenta su sacrificio, todos lo volveríamos a hacer si no estuviera ya consumado.” Toda la correspondencia de M. Le Prevost rebosa de ese espíritu que él trató de inculcar en sus hijos por todos los medios. Pero es sobre todo en nuestras Constituciones donde debemos hallar, de manera aún más categórica y auténtica, el código de las voluntades de Dios sobre nosotros. Ahí es donde

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nuestro Fundador resumió todas las inspiraciones recibidas del cielo, mientras que la aprobación de la Iglesia le aportó por así decir el sello divino. En el segundo artículo, titulado Espíritu de Instituto, leemos esta frase característica cuya nitidez y contundencia absolutas os impresionaran como a nosotros: Por encima de todas las cosas, su vida debe ser una vida de caridad, la caridad es su fin y su ley suprema; su perfección estará pues en su total cumplimiento. Habría que profundizar en cada palabra de esta frase, que podemos considerar como el resumen y el meollo de todas nuestras reglas. La aplicación del texto se hace a cada uno de los elementos de la familia en los pasajes que le atañen, y todo el texto de las Constituciones rebosa de este pensamiento maestro; basta con recorrerlo para constatarlo. ¿No dice nuestro nombre también con elocuencia lo que debemos ser? El nombre tiene gran importancia en una Congregación. Debe resumir su objetivo, su espíritu, su ideal. Muchas veces basta con oír nombrar un Instituto para darse cuenta de lo que es y de lo que persigue. Frecuentemente este nombre es el del fundador que Dios suscitó y que ofrece el modelo que deben reproducir todos sus miembros. Nuestro fundador tuvo la inspiración de elegir el nombre del santo que ha quedado como el ejemplar más perfecto de caridad con los pobres y que la Iglesia ha dado como protector de las obras de caridad en todo el mundo. El nombre de San Vicente de Paúl es nuestra bandera y nuestro faro, del mismo modo que su vida es nuestro modelo, y cada uno de nosotros debe tenerlo constantemente ante los ojos. Por inspiración de nuestro fundador, cada uno debe tender a convertirse en un Vicente de Paúl. ¿Basta con decir que debemos ser hombres de caridad? Por lo demás, apelo a vuestros recuerdos; ¿no es eso lo que os sedujo cuando os disteis a la familia? Con toda seguridad, no es ni la carne ni la sangre, no fueron motivos humanos los que os sirvieron de aliciente. Unas Congregaciones atraen por el encanto o la distinción del hábito, otras por el lucimiento del ministerio, éstas por su gran notoriedad, aquellas por un algo de extraordinario y de sobrehumano en la vida que asombra al mundo. Dios puede servirse de todos los medios para iluminar un alma. Para nosotros no hay nada de brillante, son ministerios humildes, la notoriedad es poca, no hay nada de extraordinario en la vida, sino el rasgo más evangélico y más seductor de todos, la caridad con los pequeños. Pauperes evangelisantur, los pobres son evangelizados. Os decía al comienzo que ese fue el aliciente para todos vosotros.

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Ciertamente, la familia era pequeña todavía, era excesivamente pobre, intentaron apartarnos de ella mostrándonos Institutos más consolidados, más brillantes, de gran solera, con santos canonizados y un lugar indiscutible en la Iglesia. Sí, pero la pequeña familia de San Vicente de Paúl llevaba en la frente una estrella, la más hermosa, la más seductora, la estrella de la caridad. Y si esa estrella nos sedujo, sedujo igualmente a todos lo que mejor comprenden nuestra vocación, y son numerosos, a todos los que nos protegen, nos ayudan o nos llaman: “Vosotros sois los que mejor respondéis a las necesidades actuales… Vuestra familia es ciertamente la de nuestros tiempos… Deberíais estar allí donde haya obreros… Venid, os necesitamos, etc. etc.” Son palabras que se nos repiten sin cesar. Todos los espíritus iluminados saben que las almas no se salvarán más que por la caridad. “La caridad, decía ya en su época San Juan Crisóstomo, ésa es la gran institutriz que sacará a los impíos del error, suavizará sus costumbres, ablandará la dureza de las almas más rebeldes1 .” Es más cierto que nunca. Por eso debemos estar en primera fila de los que más pueden contribuir a la salvación de la sociedad, a condición de que estemos impregnados de nuestro espíritu, el espíritu de caridad. Los que más han hecho el bien entre nosotros son otras tantas pruebas vivientes. Ahí está, pues, N.B.A.F., ésa es nuestra verdadera vocación, ésa es la orientación que deben tomar cada vez más nuestra vida y nuestras obras. Algunos de entre nosotros, con ansiedad, han hecho a veces esta pregunta: “Pero yo, que me siento más atraído por tal o cual obra de caridad, yo que soy totalmente de tal o cual categoría de pobres, de los huérfanos, de los aprendices, de la juventud, ¿estoy bien en el marco de nuestra misión?” Sí, desde luego. Las obras populares son numerosas y variadas y nuestras Constituciones no nos restringen ni a número ni a una forma, con tal de que se dirijan a los desheredados de este mundo. Ya conocéis el lema que nuestros Padres añadieron a su escudo: “Dum omni modo annuntietur Christus. No importa la forma con tal de que Cristo sea anunciado”. Pero el carácter esencial, ése sin el cual quedaríamos apartados de nuestra vía, es el amor a los pobres. Eso no cambiará jamás; por muchos siglos que dure nuestra familia, ésa es su meta y su ley suprema. Por eso no le corresponde a nadie aportar nuevas concepciones más o menos personales, ni cambiar lo que Dios ha hecho. Nuestro Instituto fue creado para volver a llevar a Dios y conservar junto a él a los pobres mediante la caridad, ése es su destino y su misión, no hay otro ni nunca lo habrá.

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33ª Homilía, Epístola a los Corintios. 6

Sin duda se pueden concebir otros fines totalmente legítimos y hasta apremiantes, Dios suscitará, cuando lo considere oportuno, otras sociedades para perseguirlos, pero nosotros tenemos el nuestro, es bastante hermoso y no cambiará. Concluid de esto cuál es la virtud que debéis perseguir, el espíritu que debéis hacer reinar en vosotros y en torno a vosotros, cuál debe ser la principal preocupación de los Superiores del Instituto. Dios nos puede dar oradores, lingüistas, sabios, almas no solamente de una fe irreprochable, sino capaces de transformar las montañas, hombres entregados en cuerpo y alma, con toda seguridad nos serán inmensamente preciosos, pero con una condición: que ante todo tengan caridad. Sin ella, sus talentos, su ciencia y su fe no serán más que vanidad y nulidad, su abnegación no engendrará más que esterilidad. Esto es cierto siempre y en todas partes; San Pablo lo afirma; si es posible, es más cierto aún entre nosotros. ¡Ah, si pudiéramos comprender todos esta verdad capital y ponerla en la primera fila de nuestras preocupaciones, de nuestros esfuerzos y de nuestras oraciones! Seamos caritativos con los pobres siempre y en todas partes. Vivamos, trabajemos, suframos y muramos en la caridad y habremos cumplido magníficamente nuestro hermoso destino. Tras haber sentado este gran principio que prima sobre todo, pues lo que mueve a los hombres son las ideas y los principios, pasemos ahora a la práctica de la caridad, las aplicaciones a nuestros ministerios y a nuestras obras se harán por sí mismas. No es necesario señalar que hablamos por nuestros hermanos tanto como por nuestros sacerdotes, la vocación es una sola entre nosotros. Desde hace algún tiempo se viene intentando empañar la belleza de la caridad, objeto hasta ahora de rendida admiración en todos los siglos y en todos los países. Se la querría despojar de su poder de seducción sobre los corazones. Su ascendiente asusta a los que se sienten incapaces de ejercerla. Pretenden que no es más que hipocresía, que casi siempre esconde cálculos interesados, que rebaja además a aquellos a los que alivia y, en resumen, claman por pasar de la caridad a la justicia. Confesemos ante todo que ciertas maneras de practicar la caridad han podido dar pábulo a estas calumnias. Hay que distinguir entre caridad y caricatura de la caridad. Precisamente para distinguir una de otra es por lo que San Pablo, en su primera epístola a los Corintios, enumera las características de la verdadera caridad. No es menos necesario ahora que en su época precisar lo que hay que entender por caridad y soy de la opinión de que incluso a nosotros no nos vendrían mal algunos detalles sobre este particular. 7

Nuestra caridad con las almas a las que Dios nos envía debe ser ante todo sincera, debe estar en el corazón. Una caridad meramente exterior no vale ni a los ojos de Dios ni a los de los hombres: “Si tendéis la mano sin que haya piedad en vuestro corazón, dice San Agustín, no habréis hecho nada; si, por el contrario, hay piedad en vuestro corazón, aunque no tengáis nada que ofrecer, Dios tendrá en cuenta vuestra limosna2 .” Y si a Dios no se le engaña con las apariencias de una falsa caridad, tampoco se engaña a los hombres y, sobre todo, a los pobres. Parece que Dios les dé un instinto especialmente seguro. Sienten dónde está la caridad; por eso, muchos sólo conciben odio hacia los que les tienden la mano. Ahí no está el corazón, se nota en la expresión del rostro, en el tono de la voz, en el movimiento del gesto, en la actitud del cuerpo, en laminada e incluso a veces en la elocuencia del silencio. “Tuve que contenerme, exclamaba un día un pobre, para no tirarle su limosna a la cara.” Lo había visto, la caridad que le socorría no era sincera. La sinceridad se la dará Dios a vuestra caridad, de Él la obtendréis. Sin duda hay naturalezas extraordinariamente dotadas desde el punto de vista del corazón, perola sinceridad de la que hablo es más profunda aún, hunde sus raíces en esa fe que, según la expresión de nuestro Fundador, ve en el pobre la imagen del Salvador vivo entre nosotros. Hay algo que se saca de la oración, la plegaria y el amor de Dios y añade a las cualidades naturales del corazón una virtud incomparable. Dios quiere para él adoradores de verdad, quiere para sus representantes los pobres amigos de verdad. Y si me preguntáis cómo vais a dar testimonio de esta verdadera caridad, responderé aplicándola a nuestro asunto: “Ama et fac quod vis.” Amad y, si amáis, ella se revelará en la medida en que améis y sin que lo busquéis. San Juan Crisóstomo compara la caridad a una cítara armoniosa: “La cítara es la caridad, dice, los sonidos de la cítara son las palabras que inspira la caridad, el músico es la propia virtud de la caridad, pues ella es quien hace brotar esos acentos melodiosos3 .” Y yo añado que los sonidos de la cítara no son sólo las palabras, sino también los hechos, la simpatía manifiesta, todo lo que la caridad os inspire. Lo que inspirará sobre todo una caridad sincera es la bondad, la benevolencia: “Benigna est. La caridad es buena.” ¡Ah, la bondad, la benevolencia! Decía el cura de Ars que caminaría cien leguas para encontrar un hombre bueno, prueba de que la verdadera bondad era rara en su tiempo. Y no es menos rara hoy día. Se profana la palabra bueno; se la aplica a todo y a todos sin discernimiento, ésa es sin duda la lección que quería dar el Salvador al que le llamaba “Buen Maestro.” – “¿Por qué me llamas bueno, le respondió. Bueno no hay más que Dios.” No hay bondad, en efecto, que se parezca a la de Dios. Pero aun sin salir de los límites de la bondad humana, los corazones auténticamente bondadosos son raros. Es decir, que las almas seriamente caritativas lo son también.

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Discurso sobre el Salmo CXXV. 40ª Homilía, Hechos de los Apóstoles. 8

La bondad es el ornato más bello de la caridad. “Benigna est.” Se manifiesta por la benignidad de la mirada y del rostro, por la suavidad de las palabras, por la paciencia para escuchar, por la diligencia en compartir y socorrer, por el calor del corazón. ¡Qué dulce es el sufrimiento al desahogarse con un corazón realmente bondadoso! Antes incluso de que os haya hablado la boca, ya estáis consolados sólo con la actitud y la afabilidad exterior. Del mismo modo que una aproximación dura y fría hiela el corazón del pobre, una acogida bondadosa le da calor y lo abre. “Por mucho que améis, sigue diciendo San Juan Crisóstomo, de nada sirve si amáis fríamente4” y pide el calor de la llama. En otro pasaje, el mismo doctor insiste una vez más: “El apóstol quiere, dice, que, al socorrer a nuestro hermano, nos unamos a él de corazón, que el don vaya acompañado de un sentimiento de compasión, de generosa piedad, de simpatía auténtica, que no sea frío y sin emoción5 .” ¿Tienen esta flor de la caridad los que los que siempre están demasiado ocupados para los pobres, los niños, los afligidos, los que nunca tienen tiempo para escucharlos o los escuchan distraídamente, los que excluyen a alguien si así les conviene, los que con su duro proceder hacen pagar caro el escaso socorro que proporcionan, los que sólo tienen acritud y dureza con las debilidades de los pobres y los pequeños, los que no dan con el corazón? ¡Ay! ¡Qué tristes e indignantes revelaciones se podrían hacer desde este punto de vista! Los hay que ponen el pretexto de su forma de ser: “¡Qué quiere usted, yo soy así es mi carácter!” No se debe ser así, sobre todo si uno tiene la vocación de apóstol de la caridad, hay que corregir un carácter tan deplorable, hay que pedir a Dios la verdadera caridad y practicarla, pues falta mucho para poseerla. Nada hace tanto daño al alma del pobre, nada le vuelve tan escéptico hacia la sinceridad de los predicadores del Evangelio ni le aleja de la Iglesia como esta contradicción tan indignante para él entre los hechos y las palabras de los que la representan. Sed bondadosos, no con esa bondad vulgar que corre por la calle y sólo procede de una afortunada naturaleza, sino con esa bondad profunda que supone esfuerzo y constituye una virtud. Vuestra caridad debe ser desinteresada. “Non quaerit quae sua sunt, dice San Pablo, ella no se busca. Los que hacen el bien pueden buscarse a ellos mismos de muchas formas. Pueden ir en pos de una reputación de caridad que lo único que haga sea cosquillear suavemente el amor propio; pueden simplemente seguir una tendencia natural cuya satisfacción no carece de atractivo; pueden buscar también, incluso en la persona de los pobres, de los jóvenes, de los niños, cualidades que les seducen y perseguir así su satisfacción natural en vez del bien de los demás.

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21ª Homilía, Epístola a los Romanos. 32ª Homilía, Epístola a los Corintios. 9

A veces vemos a hombres de acción que gustan de rodearse de una cierta aristocracia, aristocracia de la fisonomía, del vestido, de la inteligencia, del corazón, de las maneras, de los talentos, de la influencia, del saber hacer. Los que tienen la suerte de ser admitidos en esta pequeña corte son siempre bienvenidos, reciben su parte en todos los favores, son objeto de todas las adhesiones, encuentran siempre el camino del corazón. Los otros vienen después, se les atiende según de lo que se disponga en ese momento y difícilmente suscitan la compasión. Por lo demás, sienten cruelmente esa diferencia de trato que llevan como una flecha envenenada en su corazón. ¿Es ésa la verdadera caridad? No, no es más que la caricatura. Es una caridad egoísta, en la medida en que se puedan amalgamar términos tan opuestos. Para una familia suscitada por Dios con vistas al socorro y la salvación de los desheredados del mundo, no hay más que una aristocracia, y es la de la miseria, la ignorancia y el abandono. Buscar la satisfacción natural en el propio desempeño de nuestras funciones sería la inversión total de los designios de Dios, la profanación de nuestra vocación y la peor de las anomalías. Si bien nadie en la Iglesia, ni aun entre los fieles, debe buscarse en la práctica de la caridad, esto rige sobre todo para el miembro de nuestra familia. La caridad verdadera tampoco se irrita. “Non irritatur, omnia suffert.” – “Pero, se dirá, ¿es que ella supone todas las virtudes?” Supone un gran número de ellas y ésa es la razón por la que es tan rara. Supone, en todos los casos, la paciencia, la dulzura y el apoyo y, hay que confesarlo, esto no siempre es fácil en la práctica de la caridad, sobre todo con los más desheredados. ¡Cuántas veces nos hemos visto expuestos a procederes indelicados, a ingratitudes, a resistencias injustificadas, a engaños tanto más penosos e irritantes por cuanto hieren lo que hay de más delicado en el corazón! Y sin embrago, incluso ante estas ingratitudes, estas resistencias, estos abandonos, estos abusos tan clamorosos, la verdadera caridad no se irrita. Lo soporta todo. Lo vemos bien claro en el ejemplo del Salvador. Ignorado por su pueblo, traicionado por sus amigos más íntimos, crucificado por los que tenían por misión prepararle el camino, viendo anticipadamente las ingratitudes, las blasfemias y las infamias de aquellos a los que venía a salvar, no por ello sufrió menos. La verdadera caridad lo soporta todo incluso de aquellos que la ignoran, con mayor razón de aquellos que no tienen mala voluntad, de los que sólo nos hacen sufrir a causa de los defectos que podemos encontrar en nosotros mismos. Fuera, pues, esas irritaciones que no escapan a nadie y lastiman profundamente los corazones. La caridad verdadera es, así mismo, constante y no debe depender de impresiones ni humores.

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“Para merecer su nombre, sigue diciendo San Juan Crisóstomo, la caridad debe fluir sin cesar y no en oleadas pasajeras6.” No es difícil ser caritativos a sus horas, eso es lo que les ocurre a casi todos los hombres; la verdadera virtud consiste en serlo siempre. ¡Cuántas almas se han alejado de Dios y del camino de la salvación a causa de un acceso de mal humor de los que debían acercarles a ellos! Sin duda lo lamentan a continuación, pero ya es demasiado tarde, el mal está hecho y llevará años quizá reparar una falta de caridad pasajera. Un olvido en ese sentido puede hacer más daño que el bien que deje de hacer una lucha de un año para contenerse. ¡Qué humano es este grito de San Francisco de Sales a alguien que se extrañaba de su paciencia extraordinaria en una circunstancia difícil! “¿Queréis que pierda en un instante la poca paciencia que veinte años de esfuerzos han logrado acumular en mi pobre corazón?” Aquellos cuya caridad no es constante se exponen a perder y, de hecho, a menudo pierden en un instante el fruto de largos y penosos esfuerzos para atraer las almas hacia Dios. Por último, la caridad con los pobres debe ser en nosotros sin medida. Y es también el gran Doctor tantas veces citado quien enuncia esta regla: “La medida de la caridad es no conocer ninguna7 .” ¿No predicó el divino Maestro el exceso de la caridad tanto con sus palabras como con sus ejemplos? Quiere que perdonemos setenta veces siete, manda que amemos al prójimo como a nosotros mismos, predica el perdón de las ofensas, desea que estemos unidos como las personas de la Santísima Trinidad, nos sugiere que demos nuestra túnica si nos han tomado el manto, que pongamos la mejilla derecha cuando nos hayan abofeteado en la izquierda. Muchas de sus parábolas van en el mismo sentido, y en los ejemplos va aún más lejos. ¿Cómo explicar su Encarnación, sus humillaciones, sus sudores, su paciencia, su Eucaristía, su pasión y su muerte? ¿Cómo explicar sobre todo esa súplica suprema por sus verdugos? “Perdónales, que no saben lo que hacen.” No hay más que una palabra que dé la clave, y es el amor llevado hasta una divina locura. Por más que los hombres razonen a su manera, por más que traten de analizarlos, de explicarlos, no se razonan, no se analizan, no se explican los sentimientos del corazón. Sic Deus dilexit mundum. “Así amó Dios al mundo.” No queda sino callarse y adorar. N. B. A. F., algo así haría falta en nuestro corazón y nuestra vida con respecto a los pobres. Cuando la verdadera caridad se apodera de un alma por la gracia de Dios, esa alma ya no razona, ama, actúa, se da sin contar, es una especie de obsesión, una especie de locura, pero locura divina, lo que la apremia, lo que la empuja, lo que le inspira mil invenciones caritativas, lo que le hace realizar a veces actos heroicos.

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22ª Homilía, Hechos de los Apóstoles. San Juan Crisóstomo, 11 ª Homilía, Epístola a los Filipenses. 11

Leed y releed la vida de Henri Planchat y tratad de explicar su abnegación, sus trabajos sin cuento, sus agobiantes fatigas que minaron su robusta salud en tan poco tiempo, sus noches en vela, sus centenares de heroicos actos de caridad. El heroísmo se constata, no se explica; llevaba en el corazón la verdadera caridad y pasó por insensato a los ojos del mundo. Poneos ante vuestro rebaño, ved sus necesidades, sus miserias, y luego, permaneciendo en la obediencia bien entendida, entregaos a la locura de la caridad. Pero, me dirá alguien, yo no puedo entregarme, precisamente porque estoy sujeto a obediencia, porque mi cometido está fijado y delimitado, porque no tengo dinero para dar las limosnas que me gustaría, porque el que se encarga de tal o cual parte del ministerio es el Sr. Fulano de Tal. Se podrían multiplicar las objeciones, pero permítaseme responder en sólo una frase que todas esas objeciones son de un corazón que no ama, que no tiene la verdadera caridad. ¿Cómo es que ciertos apóstoles nunca se ven tentados de suscitar semejantes dificultades y que otros las encuentran a cada paso? ¿Cómo es que el ideal de la vocación se hace mayor cada día que pasa para ciertos corazones y que pierde su aliciente para otros? ¿Cómo es que, incluso ante multitudes que mueren de hambre y se pierden, unos no encuentran nada por hacer mientras que otros están agobiados por falta de medios? ¿Cómo es que del mismo campo unos recogen cosechas abundantes mientras que otros no encuentran más que zarzas y cardos? La razón siempre es la misma: unos llevan en el corazón la verdadera caridad y otros no. Si San Pablo no hubiera sido San Pablo, el resultado de sus viajes por tantas regiones perdidas de paganismo no habría sido más que la vana constatación de un mal humanamente incurable. Antes de la venida del santo que inmortalizó su nombre, Ars era una parroquia perdida; antes del paso de Henri Planchat, la llanura de Javel y el barrio de Charonne eran como tierras malditas. Llevemos todos en el corazón, N. B. A. F., la verdadera caridad y, de todos los medios, de todas nuestras obras, recogeremos a su tiempo espléndidas cosechas. ¡Ah! Cómo nos gustaría ver aplicar en cada una de vuestras casas la palabra que recogió Montalembert de labios de una pobre encontrada entre las ruinas del famoso monasterio de Jumièges, en Normandía: “¡Ah, señor, era un verdadero monasterio de caridad!” Sí, que nuestras casas de huérfanos, de escolares pobres, de aprendices, de obreros, que todas nuestras casas de Obras sean cada vez más casas de caridad. Que los huérfanos encuentren entre nosotros un hogar familiar. ¡Pobres parias de una sociedad sin entrañas, cuyos buitres sólo se ocupan de ellos para pervertirlos y perderlos! Rodeadlos, pues, de un viril pero tierno afecto, procuradles una esmerada educación, una instrucción sólida, apoyo, alegría y consuelo. Aseguradles por todos los medios su porvenir temporal y eterno. Que nuestros orfelinatos sean para ellos dulces arcas de salvación. Que lo mismo ocurra en todos nuestros patronatos para escolares. ¡Pobres niños! En este momento se libra una terrible batalla en la que están en juego. El infierno quiere su perdición, y todas 12

sus cohortes se esfuerzan por lanzarlos a la maldición eterna. Que encuentren en nosotros afecto y vigilancia, abnegación, organización tan perfecta como sea posible para el descanso de sus cuerpos, para el desarrollo de su inteligencia, para la iluminación y formación de sus almas. La escuela se está convirtiendo cada vez más en la casa de la mentira y el odio. ¡Qué de esfuerzos tendréis que realizar para hacer de vuestros patronatos casas de verdad y amor! Sabéis lo que son los talleres y los cuarteles para los jóvenes obreros. Allí no encuentran más que indiferencia, aislamiento, tiranía y escándalos. ¡Ah! Para ellos sobre todo, sed buenos, condescendientes, acogedores. Es la edad difícil y a los reclamos del exterior se unen los del interior. Las pasiones y la sed de independencia los atormentan; ¡cuánta delicadeza, cuánta dedicación, cuánto aliento, cuánta paciencia y cuánto afecto habrá que prodigarles para que doblen ese cabo de las tormentas! ¡Ay! ¡Cuántos no lo comprenden así y se muestran despiadados! Es entonces cuando hace falta una caridad sin medida. Que vuestros brazos y vuestros corazones se abran del todo para acoger al joven obrero y al soldado, que se nieguen a rechazarlos, a no ser en caso de fuerza mayor. Hay muchas razones para el número relativamente reducido de jóvenes en las obras; entre estas razones cabe mencionar las impaciencias, los reproches amargos, las frialdades calculadas, los resentimientos manifiestos de aquellos cuya caridad debería ser indulgente, paciente y sin medida. No apaguéis la mecha que aún humea. Exhortad, apoyad, atraed, acoged, amad, orad, sufrid; sabéis cuán caro le costaron las almas a Nuestro Señor. Emplead por lo tanto todos los medios, todas las industrias, hay que agotar todos los recursos para salvarlos. No quiero decir que haya que conservar ovejas sarnosas y que debamos sacrificar el bien de una obra, incluso por el bien de un individuo, no, eso sería debilidad; lo que quiero decir es que debemos ampliar, hasta donde la prudencia lo permita, los límites de la condescendencia y de la caridad. Querría también que esta caridad se extendiese a los hombres. El interés por la juventud surge en seguida, pero ¡qué abandonados están los hombres! Es un espectáculo a veces triste y conmovedor el que ofrecen ciertos pobres obreros, padres de familia, que se presentan con timidez y temor en las obras abiertas a sus hijos y parecen preguntar si también se les acogería a ellos y se les haría un huequecito para pasar algunas horas de esparcimiento. Los hay que se atreven a hacer esta tentativa, pero ¡cuántos más hay que no se atreven y que se quedan en su peligroso aislamiento!

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Yo querría que odas nuestras obras fueran un local abierto a los hombres, que se reuniera allí todo lo que les pudiera interesar y agradar, que no fuéramos exigentes con ellos, que estuvieran seguros sobre todo de encontrar corazones carñosos y manos cordiales que les acogieran. Hay muchos que lo único que querrían es volver a Dios, pero no saben cómo hacerlo. ¡Cuántos se pierden para siempre, faltos de una mano caritativa que les habría salvado fácilmente! Tras un discurso muy bello sobre la necesidad de ir hacia el pueblo, discurso de un orador católico, decía un obrero: “Todo eso está muy bien, pero, en realidad, no somos más que unos abandonados”. ¿Los abandonaremos también nosotros, cuya vocación especial es salvarlos? Podríamos extender estas aplicaciones a todas las demás obras nuestras, a las reuniones de familias obreras, a las capillas de socorro y parroquias obreras, al ministerio per domos de los suburbios, a las obras de asistencia y de mutualidad, y no acabaríamos nunca. Por lo demás, serían repeticiones, pues para estas obras, como para las ya enumeradas, no tendríamos otras exhortaciones que haceros que la de la caridad ingeniosa, cordial y de la abnegación sin límite. Una idea que debe animarnos sobremanera es que, sin parecerlo, los ojos están fijos en nosotros y que, si practicáis la caridad sin medida, extenderéis su ámbito y atraeréis imitadores. Esa es una parte de nuestra vocación en la que no queremos insistir en este momento, pero que, por supuesto, no es ni la menos fecunda ni la menos consoladora. Se nos considera un poco como maestros en asunto de obras, pero no nos debemos contentar con ser maestros en organización, es preciso que seamos maestros en caridad y en abnegación con el pueblo. A Monseñor el Arzobispo de París nos atrevimos a decirle, hace ya algún tiempo: “Si Vuestra Eminencia tuviera un día un barrio obrero más desheredado, más difícil, más peligroso, más ingrato, al que no supiera a quién enviar, ¡aquí estamos nosotros!” Ya nos tomaron la palabra y nos sentimos felices de ello, ¡pero ved qué apóstoles caritativos y abnegados hacen falta para semejantes cometidos que son, desde luego, bien nuestros! Trabajemos por llegar a ser esos apóstoles de la caridad, Dios lo quiere. En las manos de la Santísima Virgen Inmaculada, nuestra Madre y Señora, depositamos esta circular, conjurándola a que la haga fecunda para todos vosotros y para nuestros queridos pobres; también por su mediación os pedimos que elevéis con nosotros al Padre de los pobres esta plegaria que recitamos cada día, pero que habría que hacer con más insistencia y fervor aún:8

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Fin de la copia del documento en posesión de los archivos FC. 14