Año IV

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Barcelona 9 de Enero de 1886

GENOVESA

CUBA Y PUERTO-RICO Un año 5 pesos oro. En el resto de América fijan el precio los señores corresponsales. EXTRANJERO 1 Un año 18 pesetas.

Núm. 158

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LA ILUSTRACIÓN I B É R I C A

SUMARIO TEXTO.—Madrid, por Fernanlior.—Giotíco, por Emilio Caste\SíT.—¡Desmemoriada/ por Luis Alfonso. —La naturaleza y la poesía (conclusión), por J . F , Sanmartín y Aguirre. ^Condesa-Viuda, por Mario Méndez. —Nuestros grabados. — Caria a&íer¿a (poesía), por Lisardo Barreiro,—La bandera tricolor (continuación), por Ángel R. Chaves. GRABADOS. —Genovesa. —Las hilanderas. — ¡Ahupa!...—Postreras ilusiones.—ínffioíerra.-Paisajes del Condado de Sutfolk, (cuatro grabados).—En la terraza. —Picotazos y cornadas.—Lectura interesante.—Un flamenco.

MADRID LA J U RA

YEK juró la Reina Regente. El día fué despejado y frío. Número inmenso de curiosos llenó las calles para ver la comitiva regia, que se dirigió al Congreso, con el lujo de las grandes ceremonias. L a Corte de España conserva todo su antiguo boato; los coches antiguos son magníficos. La dinastía de Borbón ha sido aficionada á las carrozas; su paso por las calles parecía una procesión. Ya no se ven espectáculos como éste sino en las grandes óperas. Mas el pueblo goza extraordinariamente con este aparato. Le recuerda su pequenez, es cierto, pero en cambio le demuestra todo lo que le ha costado hacer que otros parezcan grandes. H a y quien por ver estos carruajes deja su trabajo, su oficina y su familia. Tener coche es la aspiración de todo buen español, no por tenerle, sino porque se sepa que le tiene. Así es que estas carrozas, verdaderos monumentos de sus aspiraciones, le deslumb'ran, le fascinan, le aturden. L a carrera estaba colgada. Hé aquí el cortejo. Abrían la marcha cuatro batidores de la guardia civil. Seguían ocho palafreneros carreristas, con libreas á la Napoíeona. El landeau de bronce, forrado de encarnado, con cuatro reyes de armas. Coche de París, tirado por seis caballos empenachados de amarillo; cuatro gentiles hombres de casa y boca iban dentro, en representación de las bocas de la Real Casa. En otro coche de París van los mayordomos de semana, cuyo cargo es, fuera de esta ocasión, llevar la cola del traje de la Reina y de las infantas y velar al Santísimo en la Real Capilla, cosas, en verdad, muy contrarias. Otro coche, de París también, con la alta servidumbre de las infantas doña Isabel y doña Eulalia. Siguen dos coches con las damas de honor. Yo presencio este desfile, y oigo la voz de una niña que dice á su mamá: — ] Qué coches y qué señoresl ¡Cuánto lujo! ¿Mamá, non santos? La contestación de la madre se pierde en el murmullo enorme de las conversaciones. Dentro del coche de la corona ducal van el marqués de Santa Cruz, el general Echagüe, el conde del Pilar y el duque de Sexto. Al ver al duque de Sexto la gente le señala con el dedo. En estos momentos el duque no tiene las simpatías de los partidos ni de las clases populares. Todo el mundo hubiese visto con satisfacción que se le retirasen sus cargos y honores palatinos. H a sido el tutor político, el maestro, el consejero y el camarada de Don Alfonso. Los que acusan al rey de haber empleado mal su juventud y de haber violentado su naturaleza, descargan, con razón ó sin ella, sobre el duque de Sexto la responsabilidad. El gobierno parece que también opinaba de este modo y ha querido separarle. Pero nada, el duque, es quien si le incomodan, separará al gobierno. Los hombres políticos no mandan nunca en Palacio. En cierta ocasión un grande de España entró en la antesala real y alargó, sin mirar, su gabán

de pieles á un ministro, que estaba allí de uniforme. El ministro exclamó lleno de ira: —¡Repare V. lo que hace: yo no soy un lacayo, soy un ministrol El grande le contestó tranquilamente: —|Ohl [aquí, es lo mismo! Pero la comitiva avanza; no divaguemos. La familia real venía precedida de los batidores de la Escolta Real, muy vistosos con sus corazas y los plumeros de sus cascos. Detrás, el coche de concha, de respeto. Y en la carroza real tirada por ocho caballos blancos con penachos del mismo color venía la Reina viuda. Su traje contrastaba con tanta riqueza y colores. Vestía de luto. Iba con sus dos hijas. El capitán general cabalgaba al lado derecho del carruaje; al izquierdo un caballerizo. Y cerraban la comitiva el cuarto militar de la Reina y el escuadrón de la guardia Real. Muchos hombres y más muieres, pronunciaron sentidas frases cuando la Reina pasó. —Pobrecilla,—exclamaba una mujer,—¡sola, Reina, y con dos niñas! —Pues no veo porque la compadece usted,— la dijo un hombre. — ¡Todos los días se muere alguien que deja una viuda y niños, pero no en la grandeza sino en la miseria!... —Tiene V. razón,—contestó la mujer,—pero que quiere V. la compadezco. En el Congreso habían entrado desde por la mañana muchas señoras que esperaron pacientísimamente á que se abriesen las puertas de las tribunas. Entonces se precipitaron y hubo escenas terribles. Entraron apretándose, estrujándose, agarrándose unas á otras para ganarse la vez y los pasillos quedaron sembrados de jirones de encajes, de cintas, lazos, plumas, flores y otros adornos. Uno de los ujieres recogió un peinado completo, recién llegado de París. Cuando el público quiso entrar á su tribuna le pidieron la papeleta.—Pero si nosotros vamos á la tribuna pública.—Hoy todas las tribunas son privadas.—Pero, en esta ceremonia ¿dónde está el país?—¡En ningún lado! El salón de sesiones era un ascua de oro. Uniformes militares, civiles, de fantasía, carnavalescos. Todos los insectos y todas las aves imitadas del natural. H a y hombre que se gasta mil duros en un uniforme de ópera con el único objeto de que se rían de él. A la salida se propone fotografiarse para desesperación de los reyes de armas del porvenir. Suenan los clarines; suena la marcha de Infantes; los alabarderos presentan sus armas; la comisión acude al pórtico y entran las infantas; luego aparece la Regente que llega con serenidad majestuosa, conduciendo á las dos niñas de las manos. Este ha sido el momento de la emoción general, porque nadie ha dejado de encontrar personificado en aquel grupo un sentimiento ó una idea. P a r a los unos representaba la dicha del pasado, para los otros la tristeza del presente, y para todos la incertidumbre del porvenir. La Reina ha sido ante todo reina y ha conservado su. actitud augusta; la infanta Isabel, no quiso desmentir su fama de corazón entero y se mantuvo correcta; la infanta doña Eulalia lloraba sin ceremonia, como una mujer sensible y bonita. Las dos niñas miraban con asombro á todo y todos. Tal vez se creían en alguna gran función de iglesia. En el centro de la plataforma, un sillón regio, sobre un rico tapiz bordado de oro. A la derecha una mesita cubierta de terciopelo encarnado y sobre ella un Crucifijo y los Santos Evangelios. Érente á esta mesa hay otra, en la cual descansan un cetro y una corona. Al fijar los ojos en está"corona y este cetro todo el mundo parece interrogarlos. ¿Cuál es vuestro destino? Cuando el heredero del trono cumpla la edad, ¿estaréis en Palacio? ¿Estaréis en un Museo? E n aquel momento estos objetos tienen algo de fatídico. No son simples chirimbolos de la monarquía, que dijo Valora.

La Reina, dice: ¡sentaos! y ella se sienta ec el trono, colocando á sus hijas á uno y otro lado. Don Antonio Cánovas, dice: «Señora dígnese V. M. reiterar ante las Cortes el juramento que ante el Consejo de Ministros, ha prestado ya.» Los dos secretarios se adelantan, con los Evangelios en la mano; la Reina se levanta, extiende ambas manos sobre el santo libro y dice: «¡Juro por Dios y por los Santos Evangelios ser fiel al heredero de la corona constituído en la menor edad y guardar la Constitución y leyes. Así Dios me ayude y sea en mi defensa y sino me lo demande!» L a Reina j u r a con voz pausada, firme; pero con acento extranjero. Se alza un murmullo general; se forma u» oleaje entre la concurrencia: algunas señoras lloran; todos expresan en una frase su emoción, sus esperanzas, sus temores: suenan vivas... La ceremonia ha terminado. L a concurrencia se esparce por las calles; los que han presenciado esta solemnidad 1» cuentan á los amigos y por la noche Madrid entero hierve también en conversaciones, en augurios. —Por fin, la Reina ha jurado. —¿Y qué? los juramentos, ¿son más que palabras? — ¡Una mujer sola, con dos niñas, extranjera! ¡Una regencia prolongada, la situación difícil y los partidos disueltos ó agitados!... —¿Qué piensa, qué desea, á qué y á quién se inclina la Reina-Regente? ¡La austríaca es un misterio! —¡Dios la inspire y salve la Monarquía! —No debemos apresurarnos... ¿A que hacer la República, si han de dárnosla hecha? •—Desde luego; ¡cualquier día se la entran á ustedes con el chocolate! —¡La cuestión es que haya paz! —¡La paz para mí es tener un duro en el bolsillo y ahora no le tengo! —¡Esto se afirma! —¡Esto se tambalea! —¿Qué hace Sagasta? —¡Deja hacer! —¿Me acompaña usted? Voy á casa de Sa- ^ gasta para ofrecerme á él inoondicionalmente. —Yo voy á casa de Castelar... —¡Pues le acompaño á V... también tengo que ofrecerme á Castelar, sin condiciones!... —¿Ha reparado V. que forma tan elegante tenía el sillón del trono? —Sí, me ha parecido... ¡una maleta! —¿Qué es eso don Lucas, llora usted? ¿Tanto le afectó á V. la ceremonia? —No, señor, es que acabo de recibir mi cesantía! Y en los cafés, en las tertulias, en los círculos todos se animan, todos disputan, todos quieren imponer sus convicciones, nadie se convence y llega un momento en que las preguntas se pierden en el vacío; las contestaciones se extra vían y se habla con dos ó tres á uh tiempo yj resultan despropósitos como éste: —¿Será principe ó infanta? —¡Lo que V. guste! FEBNANFLOR.

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GLAUCO Había un pescador que pasaba su vida á las orillas del mar, ora tendiendo el copo en las aguas, ora tirando á las aguas el tenue hilo rematado por el anzuelo. Una pradera virgen, es decir, jamás hollada por la pezuña de los cuadrúpedos, bordaba las orillas de este mar celeste, y sobre la pradera depositaba el joven y hermoso pescador su reluciente pesca. Pocas cosas hay en el mundo que interesen tanto como la salida de un copo. Robustas gentes tiran de gruesas cuerdas y gritos de entusiasmo alientan

LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA '^^