Barcelona, 22 de octubre de 2007

Hola, Adela: Aunque ya han pasado seis largos meses desde que Roberto ya no está, no quería dejar pasar el darte las gracias por hacerme llegar ese cuadro… Sabía de su existencia, incluso sé el significado de esa mancha azul sobre la arena, y creo que tú también. Pero nunca pensé que llegaría a ser mío, y menos, en las circunstancias por las que ahora cuelga de una de las paredes de mi sala. Me sorprendió recibir tu carta, que en estos meses de convalecencia he leído y releído hasta casi lograr aprendérmela. Me dolió sentir en ella tu dolor por su ausencia, que si es como el mío se acrecienta con cada día que pasa. Pero también me duele por el que yo te infringí durante años, porque no es verdad que para mí tú no existieras. Al contrario, siempre te tuve muy presente. Muchas veces me pregunté qué te llevó a soporta la infidelidad de Roberto y solo tras leer tu carta he podido hallar la respuesta a esa pregunta. Yo, si bien no estaba segura del todo, intuía que tú estabas al tanto de nuestra relación (estas cosas siempre las intuimos las esposas), y que la permitiste con tu silencio. Creo que en tu caso permitiste demasiadas infidelidades porque, al igual que yo me enteré, debiste saber que antes de mí hubo muchas otras mujeres en la vida de Roberto. Ya ves, siento que mi relación con él nos hizo más bien que mal porque nos dio estabilidad a los tres. Sí, estás en lo cierto cuando dices que él jamás me prometió que te dejaría para estar conmigo. Para serte franca, tampoco yo se lo pedí. Ni tan siquiera cuando le dije que estaba embarazada y él comenzó a hacer planes al verme tan asustada ante una situación que me era nueva. Yo no estaba preparada para tener un hijo. Nunca los deseé, mientras que él no cabía en sí de gozo ante la perspectiva de ser padre. Supongo que esto que ahora te cuento sí que te dolerá porque sabes lo mucho que él deseaba tener esos hijos que ninguna de las dos le pudimos dar. Tú porque no podías, y yo, porque me convertí en una egoísta y no entraba en mis planes cargar con la responsabilidad de criar un hijo. Sinceramente, no sé qué caminos habrían tomado nuestras vidas de haber nacido el bebé, y no quiero especular sobre ello para no añadir más dolor. El caso es que sufrí un aborto a las veinticuatro semanas de su concepción y tras ello me aseguré de tomar las precauciones necesarias para no volver a quedar en estado. Te cuento esto porque creo que debo corresponder a tu sinceridad con la mía, aunque te duela como astillas clavada en la piel. Y no voy a entrar a discutir si fue a ti o a mí a quien más amó. Pienso que en las parejas siempre uno es el que quiere mientras que el otro se deja querer, y vuelvo a reconocerte que yo en el fondo soy una egoísta, que

tuve que aprender a serlo cuando mi matrimonio se rompió para proteger mis sentimientos. Ahora que he leído tu carta creo conocerte un poco para poder afirmar que tú y yo somos muy distintas en algunos aspectos, pero como gotas de agua en otros muchos. Pienso que imaginar duele más que saber la verdad y por eso, para que la conozcas y me entiendas un poco tú a mí, yo también voy a contarte mi historia, aunque ahora que Roberto ya no está entre nosotras no creo que te importe demasiado. Yo, al igual que tú, me case muy joven y enamorada. Como en tu caso, conocí al que sería mi marido desde pequeña. Prácticamente nos criamos puerta con puerta y al ser los dos de la misma edad compartimos juguetes y juegos. Juntos fuimos al mismo parvulario, al mismo instituto y más tarde, a la misma universidad siendo ya pareja. Como pareja descubrimos a la vez lo que eran las caricias y a que sabían los besos, despertando juntos al sexo. Terminadas nuestras carreras y ambos ya con trabajo, decidimos casamos. Dos años y medio después estábamos divorciados. Fue precisamente ese trabajo, que recibimos alborozados y como caído del cielo, el que nos separó en más de un sentido. Ambos comenzamos a trabajar en empresas distintas. Él lo hizo para una gran multinacional que lo obligaba a viajar constantemente, mientras que yo encontré trabajo en una empresa más pequeña. ¿Te aburro? Bueno, te queda el recurso de no seguir leyendo y hacer trizas mi carta. Pero sé que vas a seguir haciéndolo porque quieres comprender para entender que tu vida con Roberto jamás fue vacua. Veras, fue precisamente Javier, mi exmarido, el que nos presentó, ya que lo conocía por ser cliente de la multinacional para la que trabajaba. Allí, en un pequeño bistró al que acudíamos regularmente a cenar un par de veces por semana, nos encontramos a Roberto. No estaba solo. Con él había un grupo de personas que cuando nos invitó a compartir mesa con ellos, aceptamos encantados, ya que podíamos hacer nuevos clientes cuando no nuevos amigos. No voy a ocultarte que ya algo muy profundo surgió entre Roberto y yo aquella noche, que no sé cómo acabamos en la mesa sentados uno al lado del otro haciéndonos confidencias. Como bien dices, Roberto era un buen orador; un hombre de mundo, con mucha cultura, al que le encantaba conversar. Claro que me sedujo su voz, sus palabras, la forma de pronunciarlas… Esa noche, después de cenar, nos fuimos todos de copas y él siguió acaparando mi atención. Tú, mejor que nadie, sabes la facilidad que tenía para sonsacar su vida a alguien y yo esa noche me encontré contándole unos sueños que siquiera me había atrevido a confesar ni a mi marido. Él, además, era ese tipo de hombre que sabe escuchar, e incluso interpretar los silencios cuando no salen las palabras. Los tres nos hicimos íntimos. Cada vez que Roberto venía por Barcelona nos llamaba para saludarnos e invitarnos a comer o a cenar. Desconozco su verdadera intención, si era por conservar la amistad o había algo más hacia nosotros, hacia a mí, que lo movía a hacerlo, pero te aseguro que por mi parte no cabían pensamientos de otra índole ya que por entonces seguía muy enamorada del que por entonces era mi marido. Y nosotros, jóvenes e ingenuos, sí, ingenuos, aceptábamos encantados

porque siempre era un honor y placer encontrarnos entre las amistades del reconocido pintor. Tanta era la amistad, la intensa relación, que a veces, sobre todo cuando se encontraba de paso por la ciudad, cenábamos en casa, alargando la tertulia hasta las tantas, al menos entre Roberto y yo, quedándose a dormir en el sofá si es que antes no nos sorprendía la luz del alba. Pero lo normal es que lo hiciésemos fuera, en compañía de sus otros amigos. Sin duda, Roberto tenía muchos, y fueron precisamente ellos quienes nos comentaron algunos detalles íntimos de su vida y supimos de ti. Uno de los peores momentos de mi vida, aparte de ese en el que perdí a bebé, porque a pesar de lo que te he contado y hayas podido deducir a través de mis palabras, eso me supuso un hecho muy traumático, fue descubrir que Javier llevaba meses manteniendo una relación con una compañera de su empresa. Ves, ahí, al contrario que tú, decidí no ignorar la situación y plantarle cara. Lo que más me destrozó de su conducta fue que ni siquiera trató de poner algo de su parte para intentar arreglar nuestra situación. Muchas veces después pensé que si me hubiera mantenido callada mi matrimonio habría tenido una oportunidad de seguir adelante, pero saber que me estaba siendo infiel y hacer como si no lo supiera, era algo que no iba conmigo. Ahora no lo culpo. Los dos éramos muy jóvenes y en realidad aún no habíamos vivido. Tardé en comprender que cuando un matrimonio se rompe por general no es solo por culpa de uno de los cónyuges. Nuestros respectivos trabajos nos mantenían absorbidos hasta el punto de no ver que nos estábamos distanciando. Javier hizo nuevas amistades en su trabajo, al igual que yo las hice en el mío. Los viajes y las largas ausencias hicieron que empezáramos a volar por separado y nuestro juvenil amor se nos desintegró. Eso lo reconocí con el tiempo, pero la decepción y consiguiente ruptura en aquel momento hizo que cayese en una profunda depresión. Estaba desbastada… ni la familia, los amigos, o el trabajo lograban que siguiera adelante. Era como si mi vida hasta entonces hubiera sido una gran mentira. Me sentí fracasada como mujer. Terminé abandonándome y hui. Me fui a Menorca donde mi familia conserva una pequeña casa vacacional junto al mar y en ella me encerré. Comencé un declive hacia la autodestrucción. No quería vivir. El alcohol se convirtió en mi aliado…, en mi único sustento. Nunca supe quién le dijo a Roberto dónde me encontraba, ya que solo la familia más allegada era la única que conocía mi paradero y él no los llegó a conocer, pero el caso es que un día apareció ante la puerta cargado con unas bolsas de comidas. Si te digo la verdad, en aquel momento no me hizo ninguna gracia verlo, ya que prefería seguir sola, amargada, lamiéndome las heridas en mi solitario retiro. Ni siquiera recuerdo haberlo invitado a quedarse, pero eso es lo que hizo. Yo seguía encerrada en mi mutismo, callada, bebiendo sin parar, aunque él lograba que al menos ingiriera algo sólido para contrarrestar los efectos del alcohol. Lo cierto es que tengo vagos recuerdos de aquellos días salvo el de Roberto, hablando sin parar o trajinando en la cocina. Por dios, que pésimo cocinero era, pero cuánto valor le echó siempre a meterse entre fogones.

Por las noches nos sentábamos en el porche, bajo las estrellas, a pesar de que estábamos sufriendo un frío febrero. Recuerdo que él hablaba y hablaba sin parar con voz melodiosa y serena, aunque no me preguntes de qué, mientras yo bebía hasta que lograba perder la consciencia. Al día siguiente me despertaban sus gritos cerca del medio día para que me levantase a comer. Me sorprendía encontrarme en mi cama ya que no recordaba cómo había llegado hasta ella. Nada importaba. En aquellos momentos lo odiaba. Me tapaba la cabeza con la almohada para no oírlo, pero entonces me sacaba a rastras y por no discutir me sometía impasible a su voluntad. Tras la comida dábamos largos paseos por la costa o me obligaba a ir de pesca con él. De vuelta en casa, cerca del atardecer, se metía de nuevo en la cocina y mientras preparaba la cena que me obligaría a comer, abría la primera botella de las varias que compartiríamos a lo largo de la noche. Yo era un zombi…, como un guiñol cuyos hilos él manejaba a su antojo. Todo me daba igual. Hacia lo que me pedía con tal de que me dejase seguir tonteando con la bebida que acallaba mis pensamientos y me sumergiría en el profundo letargo. Una mañana, a los ocho o nueve días de haberse instalado en mi casa, recuerdo que me despertó el ruido de un aguacero golpeado fuertemente sobre el tejado. Hacía meses que no veía un amanecer y me levanté de la cama. El día me pareció de lo más deprimente. El mar estaba agitado y nunca antes el Mediterráneo me pareció tan gris. No lo pensé. Tan solo caminé hacia él, atraída como si de un poderoso imán se tratara. Quería fundirme con el agua, diluirme en ella hasta desaparecer. Y casi lo hubiera conseguido de no ser por Roberto, que me sacó de entre el fuerte oleaje. Pateé, arañé, lo herí y grité entre sollozos para lograr que me dejase en paz hasta que me quedé sin fuerzas. Y allí, sobre la arena, bajo el peso de su cuerpo, con la lluvia y un mar embravecido por testigos, ocurrió lo que nunca se me pasó por la imaginación. Podría decirte que después me sentí culpable, que me arrepentí de lo que hicimos, pero te estaría mintiendo. Nunca lo hice, ni una sola vez ni en los años que siguieron, porque él me mantenía viva..., mi razón para existir. Ahora ya conoces la verdad y sabes que lo ocurrido no fue premeditado, que ninguno de los dos lo buscamos, que surgió así, sin más. Tampoco voy a negarte que algunas veces al principio desee que no existieras. Tú lo tenías siempre, mientras que yo tenía que conformarme y disfrutar de su compañía algunas noches y unos pocos días al mes. Pero eran tan intensos que para mí llegó a ser suficiente. Recuperé mi vida: una nueva ciudad, nuevo trabajo, nuevos amigos y él. Nadie, ninguno de sus amigos podrá asegurar con certeza que nuestra relación iba más allá de una pura amistad porque nunca dimos motivos para hacerlo. Y lo siento, pero no trates de rebajarme creyendo que me colmó de regalos mientras a ti te llenó de recuerdos. No tengo nada de él, salvo también los míos, que a ti, comparados con los que tienes, te podrán parecer nimios. Tengo, además, el más importante que me pudo dar, que fue él mismo; y ese cuadro que tú me devuelves: el de la mancha azul sobre la arena. Una mancha que el mar borrará dejando la arena limpia para un nuevo comienzo, inmaculadas como las hojas en blanco de ese capítulo del libro de nuestras vidas que aún está por escribir.

Lamento el daño que te ocasioné. Pero no me arrepiento de haberlo querido. Eso nunca. Lo volvería a hacer. Él me contagió de su vitalidad; me enseñó a estar bien conmigo y a volver a amar la vida. Sobre todo que, pase lo que pase, la vida sigue y debemos vivirla. Te deseo lo mejor y que las dos podamos seguir adelante. Deberíamos hacerlo por Roberto. Creo que, en el fondo, él se dejó querer, pero a nosotras nos enseñó a amar con pasión, cada una a nuestra manera. Las dos somos especiales y auténticas, de lo contrario, estas cartas que hemos intercambiado no tendrían sentido.

Firmado: Carmen Buesa Salgari.