AZT 01 Retratos del Sida en Brasil

AZT 01 – Retratos del Sida en Brasil © 2009. Ministerio de Salud Todos los derechos reservados. Se permite la reproducción parcial o total con tal qu...
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AZT 01 – Retratos del Sida en Brasil © 2009. Ministerio de Salud Todos los derechos reservados. Se permite la reproducción parcial o total con tal que se cite la fuente y no sea con fines lucrativos. La responsabilidad por los derechos de autor de textos e imágenes de esta obra es del área técnica. La colección institucional del Ministerio de Salud puede ser accedida, integralmente, en la Biblioteca Virtual de Salud del Ministerio de Salud: http://www.saude.gov.br/bvs Producción, distribución e informaciones MINISTERIO DE SALUD Secretaría de Vigilancia en Salud Departamento de ITS, Sida y Hepatitis Virales SAF Sul, trecho 2, bloco F, torre 1, Ed. Premium CEP: 70070-600, Brasília – DF E-mail: [email protected]/[email protected] Página web: http://www.aids.gov.br Disque Salud/Pregunte Sida: 0800 61 1997 Producción y Ejecución Asesoría de Comunicación del Departamento de ITS, Sida y Hepatitis Virales del Ministerio de Salud Idealización Myllene Priscilla Müller Nunes Dario Almeida Noleto Textos José Rezende Jr. Revisión Telma Sousa y Angela Gasperin Martinazzo Traducción Javier Martínez Proyecto gráfico y diagramación Masanori Ohashy Idade da Pedra Produções Gráficas Ilustraciones Taty Fonseca (tapa) Yuri Garfunkel - www.sopagrafix.com Luciana Facchini Noleto Masanori Ohashy

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Editorial La guerra de Alice Highlander encuentra al Caballero Solitario Sólo termina cuando se acaba Los renglones torcidos del Libro de Job La pelea del Doctor Preservativo contra el sida y el prejuicio Donde sea que esté Wally Vivir, morir, bordar Su vida podría ser una película En este largo camino de la vida El mundo de 2020 Un tipo macho que enfrenta dos virus simultaneamente El pequeño mundo de Daiênni 2

Editorial A los 51 años, Eduardo Barbosa se considera joven. Tiene sonrisa y vigor juveniles. Su vida se asemeja a las historias contadas en esta revista, cuando el asunto es el encuentro con el virus que asustó al mundo. En una ancha avenida de Sao Paulo, Eduardo tuvo ganas de abrir la puerta del auto y salir llorando. Fue la primera reacción después de escuchar de un médico, en 1994, que era positivo para el VIH. Una sentencia de muerte, con una ejecución prevista para unos pocos meses. Luego de la desesperación, el hijo más joven de doña Olga y don Osvaldo le contó al hermano que tenía sida. Ganó un abrazo y la seguridad de que no estaría solo. Eduardo vio en la enfermedad la posibilidad de mostrarse totalmente, no sólo a la familia, a los amigos y al mundo, sino a sí mismo. Reveló su sexualidad y buscó ayuda en una ONG, el Grupo de Incentivo a la Vida (GIV). En ese lugar encontró la solidaridad necesaria para enfrentar el virus que llevaba y, también, a la misma epidemia del sida. Su “carrera” fue meteórica. En menos de un año, se convirtió en el director de la institución – por ser competente, por supuesto, pero también por la alta rotación de la dirección, ya que muchos morían antes de completar el mandato. Vendedor de periódicos a los 13 años, seminarista en la adolescencia y profesor de filosofía en la vida adulta, Eduardo Barbosa abrazó a la militancia, desafiando la sentencia de muerte que traía dentro de sí. Hoy, como director adjunto del Departamento de ITS, Sida y Hepatitis Virales, puede interferir en las políticas públicas, para buscar disminuir el prejuicio y garantizar conquistas para los que viven con VIH/sida. En 2009, Eduardo le pidió al equipo de comunicación social del Departamento una publicación que fuera capaz de darle voz a las personas que viven y conviven con el VIH. Personas comunes, como nosotros, pero que muchas veces no hablan sobre su serología por miedo a la exclusión, a la discriminación. Viven con el virus de forma solitaria. La revista AZT le da voz a esas personas y logra que sean oídas, con todas sus complejidades, contradicciones, alegrías, tristezas y pasiones. El escritor y periodista José Rezende Jr. nos prestó su arte y contó, en formato de crónicas, un poco de la historia de cada una de estas 12 personas, elegidas por medio del concurso literario Vidas en Crónica, realizado por el Ministerio de Salud. Esos hombres y mujeres, protagonistas de historias recientes, aún fragmentadas y sueltas, muestran que todo se entrelaza en este mundo y que hay algo en común a todos ellos: el amor a la vida, una sabiduría acumulada importantísima para la comprensión de lo que realmente es el vivir con sida. Son personas que, muchas veces presas a una circunstancia particular, como la de Eduardo, pudieron enriquecer el debate social al transformar sus condiciones de portadores en una lucha para todos. El lector no encontrará aquí números, estadísticas y cuadros sobre sida, sino experiencias que podrá sentir mientras lee. La revelación de estas historias de vida puede hacernos ver a nosotros mismos, nuestros miedos, nuestros prejuicios. Salir de la inmovilidad y contribuir con un cambio positivo de la realidad. Mariângela Simão Directora del Departamento de ITS/sida y Hepatitis Virales

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La guerra de Alice El inicio era el fin – que muchas veces llegaba en 24 horas. El pasillo de aislamiento era casi la antesala de los cementerios. En vez de recetas para salvar vidas – porque no había remedio que salvara a aquellas vidas – los médicos completaban los certificados de defunción, a veces tres en un solo día. Las enfermeras casi no tenían tiempo de crear lazos con los pacientes, que llegaban asustadoramente flacos y grisáceos: al día siguiente, ellos ya podrían estar muertos. La enfermera Alice Belém compara aquellos días a una guerra. Más exactamente, con una guerra perdida por día. Alice pisó en el campo de batalla por primera vez hace 24 años, cuando aceptó la misión que casi nadie quería: aliviar los dolores de los pacientes internados en la recién creada unidad de sida del Hospital Universitario Clementino Fraga Filho, de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ). El aislamiento funcionaba en uno de los pasillos del 5º piso – el temido “pasillo de la muerte”. Además del riesgo de exponerse a una enfermedad cuya forma de transmisión no era totalmente conocida, Alice y sus colegas sentían en la piel el prejuicio parecido al que sufrían los pacientes. Cuando las enfermeras del 5º piso entraban, las personas se alejaban hacia las esquinas del elevador, o simplemente salían a toda prisa. Pero lo peor era el sentimiento de impotencia, de trabajo inútil: cuidar enfermos que necesitaban atención, pero que tal vez no estuvieran vivos en el próximo turno. La velocidad y la furia del virus no eran los únicos obstáculos para un tratamiento más humanizado. Por precaución, médicos y enfermeras trabajaban con protección máxima: gorro quirúrgico, mascarilla, gafas protectoras, dos guantes quirúrgicos en cada mano. Alice no se olvida la alegría compartida por todos cuando la ciencia comprobó que no se contraía sida con un simple aprieto de manos. Entonces, sí: médicos y enfermeras podían por lo menos tocar a sus pacientes; y ellos, mirar a los ojos a quienes les traían algún aliento. Después llegó el AZT, que prolongó la vida; después, los antirretrovirales, que empezaron a vencer a la muerte. Pero en el medio del camino, entre una esperanza y otra, hubo una vez una niña. Una paciente de 12 años, que apareció cierta noche a la guardia de Alice y entró para siempre en su vida. Hasta entonces estaba acostumbrada a cuidar de adultos seropositivos, a Alice le pareció rara la presencia de aquella niña. Se sorprendió aún más cuando los dos primeros gestos de la paciente fueron una sonrisa y un abrazo. Sólo después vinieron las palabras: “¿Eres tú la enfermera que va a cuidar de mí?” De esa forma, empezaba una amistad que duraría seis meses y una vida entera. La niña sufría de candidiasis, que al principio se manifestaba con incómodas aftas en la boca. Con el tiempo, la enfermedad oportunista fue tomando todo el tracto gastrointestinal. Alice, que perdió tantos pacientes por el virus sin derramar una lágrima, ahora lloraba todas las noches cuando llegaba a casa. La niña empeoraba cada día más, pero la enfermera, que lloraba por primera vez, también por primera vez tenía esperanza. Creía en una dupla infalible: Dios y el AZT. Al inicio, rezaba para que la niña no muera. A medida en que ella empeoraba, pasó a rezar para que no muriera durante su guardia.

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Pero la niña murió justamente en su horario de trabajo, como si la esperara para una despedida. Alice tuvo que ser fuerte: primero, vio la vida abandonando poco a poco el cuerpito frágil, mientras agarraba por última vez la mano de la amiga. Después, tuvo que ser más fuerte aún: fue ella quien preparó el cuerpo para entregarlo a la madre. Alice continúa donde siempre estuvo: en el 5º piso del mismo hospital, pero en el ala que hoy cuida de enfermedades infecciosas en general. Los pacientes con sida no están más aislados, como si fueran armas de destrucción en masa hechas de piel y huesos. La enfermera todavía llora cuando mira la foto de la niña, enviada por la madre en señal de agradecimiento. Pero tampoco esconde la alegría de ver cómo las cosas cambiaron en estos últimos 24 años. Antes, los seropositivos llegaban para morir, débiles y feos; hoy, como observa, muchos llegan fuertes y lindos, y se van con sus propias piernas, rumbo a la vida. Antes, casi todos se internaban con una Biblia abajo del brazo, a espera de un milagro que no llegaba; hoy, festejan el milagro llamado cóctel y le agradecen a este ángel de la guarda químico que les permite hasta unas diabluras de vez en cuando... Pero Alice sabe que la guerra no se ha ganado. Al contrario. Cree que el sida es peor que una guerra de verdad, porque después de la guerra viene la paz, mientras que el sida no da tregua. Dejó de ser el mal que al principio parecía preferir a los homosexuales, y ahora no elige a las víctimas, avanzando principalmente sobre mujeres de bajos ingresos – que no tienen el coraje de negociar con los maridos el uso del preservativo, y por eso se tornaron personajes frecuentes del 5º piso. Por otro lado, festeja el refuerzo del efectivo de las fuerzas de combate y el perfeccionamiento de las armas contra el sida, que reducen la mortalidad, mejoran la calidad de vida y conquistan victorias importantes. Para Alice, a lo mejor, la principal conquista sea la disminución de las transmisiones del virus de madre a hijo. Con ello, respira aliviada entre una batalla y otra: después de todo, los niños no nacieron para morir en la guerra.

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Highlander encuentra al Caballero Solitario La página web de los cazadores de hombres es un espejo de amor en estos tiempos de VIH. El navegante elige la ruta: una llega a los seronegativos; otra, a los seropositivos. Quien navegue por esta última no está interesado solamente en el color de los ojos: hay que preguntar cómo está la carga viral del compañero en potencial – una forma gentil de chequear no sólo la salud, sino también la apariencia física en el round actual de la lucha contra el vírus. No hay restricciones, pero en general cada uno caza en su propio territorio, por eso a Highlander le parece raro: el Caballero Solitario se presenta como seronegativo, pero busca compañeros seropositivos. La diferencia de edad es enorme: el Caballero Solitario tiene 23 años; Highlander, 23 de lucha por la vida, contra el sida. La atracción es recíproca. Las charlas, digitadas durante largas noches, durante madrugadas, van quedando más íntimas. Un día, el Caballero Solitario revela su secreto. Un día, los dos navegantes finalmente se encuentran en un abrazo físico, apretado. Highlander tiene en los brazos a un joven lindo. El Caballero Solitario ve delante de sí a un hombre con experiencia y además bonito. Pero no hay pasión en ese abrazo, o la hay, pero al contrario, una gran pasión de otro tipo: es la pasión por la vida que une a esos dos hombres abrazados en el medio de la calle, en el centro de Porto Alegre. De ese lugar, seguirán hacia la consulta médica que Highlander marcó para el Caballero Solitario. La amistad no se transformará en amor, pero, gracias al nuevo amigo, el Caballero Solitario decidió finalmente luchar contra el virus cuya existencia resistía en admitir hasta para sí. Highlander es Gerson Winkler. El sobrenombre es una referencia a un inmortal vivido en el cine por Christopher Lambert, en los años 80: un guerrero que atraviesa siglos de historia. Gerson pasó casi la mitad de su medio siglo de vida guerreando contra el virus, atravesando diferentes etapas de la historia del sida. En 1986, cuando recibió el diagnóstico, la única certeza era la muerte. Y llegaba en poco tiempo. El compañero de Gerson presentó los síntomas primero, y murió un año después. Gerson se mantuvo a su lado hasta el fin. Después, vendió todo lo que tenía y se fue a viajar, mientras la muerte no venía. Pero la muerte no vino. Y mientras no venía, Gerson se volvió activista de la lucha contra el sida. Pasó a luchar no sólo por su vida, sino por la vida de todos los condenados a muerte. Ayudó a fundar la ONG Gapa y más tarde llegó a ser coordinador del Programa de ITS/Sida de Porto Alegre. Pero no alimentaba esperanzas. Sabía que no vería crecer a las dos hijas, mucho menos conocería a sus nietos. Pero la muerte no vino. Vino la infección por herpes, en 1992, que casi lo mató. Y vinieron otras muertes, muchas muertes ajenas, vistas de cerca, en tiempo real, en el temido 6º Sur, el pasillo de la muerte enclavado en el aislamiento del Hospital de Clínicas. En ese lugar, amigos, parientes y novios intercambiaban dolores concretos y esperanzas vacías. Pero antes de ello, por cuatro años, Gerson rechazó tomar cualquier remedio. Hasta que un día vinieron las ganas locas de vivir, y los intentos locos de engañar a la muerte: pai de santo, cresol (desinfectante), tomó hasta solución reveladora de negativos. Y vinieron las humillaciones, los campos a ser completados en los boletines de infección: “¿Ud. es homosexual? ¿Con quién Ud. tuvo relaciones? ¿Con cuántos Ud. tuvo relaciones?” entonces, vino el duro 8

aprendizaje de que aquella no era una infección cualquiera, porque además de un virus invencible era también necesario enfrentar tabúes y culpas. Y vinieron los primeros remedios, tenue esperanza que prolongaba el tiempo de vida. Y vinieron las mantas, memoriales para recordar a las víctimas del sida que andaban por el mundo para contar la vida detrás de las estadísticas. Gerson ayudó a abrir las que estarían expuestas en Porto Alegre, y no le puede huir al pensamiento: un día, para que él no se transforme en tan sólo un número, alguien confeccionará una manta en su homenaje, y los parientes, los amigos, las hijas y algún ex-amor adornarán esa manta con pedazos de su vida. Hasta que un día, muchos días después, se vio a sí y dijo, un poco por constatación, un poco por determinación: “La muerte no me va a llevar tan temprano”. Y vino la esperanza, en forma de un cóctel, casi una especie de elixir de larga vida, del cual oyó hablar por primera vez en la 11ª Conferencia Internacional de Sida, en Vancouver, Canadá. La noticia explotó con una euforia que Gerson definiría como “un escalofrío inolvidable”. El día que la tierra se detuvo. Pero la cura todavía no llegó. El sida, “enfermedad que ya no mata”, sigue matando, o porque el virus cambia y se fortalece, o porque algunos organismos son más frágiles, o porque no hay adhesión al tratamiento, o por la desinformación en plena era de la información. Gerson sigue perdiendo personas queridas, pero no renuncia. Tuvo cáncer dos veces, las hijas crecieron y le dieron nietos. Volvió a cursar la facultad y hasta adoptó a un niño, poco antes de que el segundo compañero también se fuera. La vida sigue. Las personas nacen, mueren, sobreviven, siguen infectándose – muchas de ellas jóvenes y lindas, como el Caballero Solitario. Que, por lo menos, ya no está solo en el mundo.

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Sólo termina cuando se acaba Esta no es una historia triste, avisa el personaje principal. Es una historia llena de episodios tristes, pero con final feliz. No, corrige el personaje principal: es una historia feliz, pero sin final, porque todavía no terminó. Esta es una historia TAN llena de episodios tristes que podría hasta entrar en una novela. ¿Y si dijéramos que entró? O sea, entró DESPUÉS de una novela brasileña (Vivir la Vida), al final de un capítulo, en forma de relato del personaje principal de esta historia. Y ayudó a levantar el ánimo de muchos telespectadores. Sí, porque esta es una historia de superación. Y también porque nuestro personaje no deja el buen humor de lado. ¡Cuenta chistes sobre cáncer hasta en la sala de espera de la quimioterapia! Y la platea – toda ella con cáncer – ¡se muere de risa! O sea, todos se ríen, pero nadie se muere, porque reír es el mejor remedio. Pero pasemos a la historia: Estamos en 1985 y Beto Volpe – nuestro personaje – acaba de saber que un colega del banco está con sida. La noticia lo asusta, pero Beto sigue aprovechando la vida hecho un loco: trasnochadas y más trasnochadas en plaza pública, drogas y más drogas, compañeros y más compañeros, y ningún preservativo. Hasta que cuatro años después decide hacer la prueba del VIH. Sorpresa: ¡no reactivo! ¡El tipo que tenía relaciones con un montón de compañeros no tenía sida! En agradecimiento a la Divina Providencia decidió que, a partir de ese momento, ¡preservativo siempre! Hasta que apareció el gran amor. Y como prueba de amor del gran amor, los novios dejaron de lado el preservativo. La parte triste de la historia empieza cuando el amor se termina. O, más exactamente, cuando nuestro héroe pasa a tener el mismo sueño todas las noches: él está en una asamblea de bancarios, el cuerpo sólo piel y huesos, las mejillas hundidas... Beto hace una nueva prueba. Sorpresa: ¡reactivo! El tipo que tenía relaciones sexuales con amor y un solo compañero – pero sin preservativo – tenía sida. Y en 1989 el sida no quería decir “te vas a morir”; lo que el sida decía, en voz alta, era: “estás muerto”. La muerte no se presentó personalmente, pero mandó representantes de peso. En 1996, un CD4 marcando 6, consecuencia de un zambullón en las drogas para soportar las muertes de los amigos. “Señorita, ¿no está faltando un cero o dos aquí?” No, no estaba faltando. Y vinieron: la neumonía, tres episodios de neurotoxoplasmosis, infección generalizada por la candidiasis, disminución de peso de 68 a 34 kg y el rótulo de “paciente terminal”. Beto odia tanto este rótulo que su libro de memorias se va llamar – con perdón por la mala palabra – ¡Terminal un carajo! Para Beto Volpe, el juego sólo termina cuando se acaba. Y él sobrevivió, con la ayuda del cóctel. Pero ahí las piernas y los brazos se fueron afinando y el rostro se fue hundiendo. Y vino la depresión, ganas de no salir más de su casa, y los zambullones en una droga buena llamada internet, que daba entonces los primeros pasos. Y vinieron las charlas virtuales con otros seropositivos, y las ganas de crear una ONG con ellos. Y hoy ya pasaron diez años de militancia, que le renovó las ganas de vivir. Beto descubrió que sufría una lipodistrofia, efecto colateral de los medicamentos. Por eso el rosto se hundió y la apariencia envejeció. Decidió ser 11

un conejito de la india para hacer un implante facial y volvió a ser nuevamente joven y lindo. Feliz. Pero las piernas le empezaron a doler: tenía las cabezas femorales en estado necrótico por tanto exceso de grasa en la sangre. Y vino la etapa más dolorosa: dos cirugías en los cuadriles, fractura causada por la osteoporosis, fijación de una placa, retiro de la placa y fijación de la prótesis de cabeza femoral, con breve alivio en la rutina de dolor, cama, silla de ruedas, andador, bastón. Inicio de 2003: linfoma en la médula, cuello, pulmón, hígado, bazo, retroperitoneo e ingle. Y quimioterapia, y chistes sobre cáncer, y 27 kg menos, y la cura del cáncer. Pero las desventuras en serie no habían terminado: atropellamiento por un moto que subió a la vereda y la fractura del cuadril, instalación de la segunda prótesis, después un carcinoma maligno en el recto, y posteriormente otro, y una cirugía y después otra, y sesiones diarias de radioterapia, de la cual hasta hoy carga efectos colaterales. En ese ínterin, lo peor de todo: el suicidio del hermano menor. Las personas llegando al velorio del “hijo de don Geraldo” y asustándose, como si vieran a un fantasma, porque el que había sido dado como muerto estaba vivo, y el muerto era el otro hijo de don Geraldo, aquél que por las leyes de la naturaleza tendría todavía muchos y muchos años de vida, y la madre apretando las manos del hijo sobreviviente y murmurando “qué ironía, qué ironía”... Beto le da valor a cada una de sus heridas. El bicho que vino a matarlo se transformó en su fuente de energía. Aprendió que el sentido de la vida es enfrentar las dificultades. Y que la vida es más grande que el sida. Piensa que si hubiera muerto hace 20 años nadie lo extrañaría, pero que hoy clavó sus pasos en el planeta, ayudando a otros seropositivos, cosechando el bien. Tiene la salud frágil, pero es más fuerte que antes. Beto Volpe ama a Beto Volpe, y busca pasarle ese amor al prójimo. Porque, según enseña, “el amor represado se transforma en cáncer”. Y aquí termina nuestra historia, y este es un final feliz, aunque sea provisorio, ya que la historia no tiene fin. Todavía no terminó, porque, como diría Beto Volpe, ¡terminal un carajo! FIN (provisorio)

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Los renglones torcidos del Libro de Job 20 de julio de 1989: Edeny está sentada en el living de su casa, en Sao Mateus (estado de Espírito Santo). Mira la televisión como quien no le da importancia, distraída, cuando la noticia de última hora interrumpe la programación: Lauro Corona acaba de fallecer, víctima del sida. Pero, en el lugar del actor, Edeny ve al rostro del hermano Edson, a quien cargó a upa como si fuera su hijo. Pero Edinho no tiene sida. ¿O sí? ¿Será esa la explicación para las repetidas crisis de neumonía? Evangélica, Edeny interpreta la visión como una señal del cielo. Y demoraría los dos años siguientes preparándose para la noticia que al final llegó con la llamada telefónica de una médica, amiga de la familia: Edinho tiene sida. El cielo tenía razón. Edinho tenía todo para ser la cuarta tragedia de una familia que nunca perdió la fe, a pesar de tantas veces puesta a prueba – como Job, el paciente y fiel patriarca bíblico. Manoel y Dorvalita trajeron nueve hijos al mundo. José murió con siete días de vida, víctima justamente del mal de siete días. Eulina, con poco más de un año, murió víctima del sarampión. Erni tuvo, a los 3 años, la muerte más trágica. El padre guardaba en casa gasolina, para el motor, y querosén, para la lámpara. Una noche, cansado, cambió los combustibles. La lámpara explotó y Erni murió quemada. Manoel arrastró la culpa hasta el lecho de muerte, pero nunca desfalleció, como buen patriarca. Y cuando decidió hacer de la casa un hotelcito simple, mandó a pintar en el frente: Pensión Alegría. Con la muerte de Erni, la pareja decidió dar una pausa en la procreación. Fueron nueve años, hasta que se iniciara la segunda ola de hijos. Edeny fue la menor, hasta que llegó Edinho, el único que necesitó ayuda médica para nacer. La partera no lo estaba logrando, y le cupo a Edeny, entonces con 6 años, la tarea de llamar al Dr. Péricles. Después, preparó una guardia en la puerta cerrada del cuarto, oído pegado a la puerta, ojos juntitos viendo a través del ojo de la cerradura, hasta que los adultos descubrieran la hazaña y le impidieran que viera. Edson era lindo, el bebé más bonito que Edeny jamás había visto en seis años de vida. Nació con el cabello tan grande que la madre se vio obligada a cortárselo, para descubrirle los ojos. Se tornó el muñequito de Edeny, a quien le tocaba cuidar de las ropitas del benjamín. Y fue justamente la ropita, enrollada por varias vueltas, que amortiguó la caída y evitó lo peor cuando Edeny se calló por las escaleras con el recién nacido a upa. Los dos crecieron más que hermanos: amigos. Y fue por eso que Edeny lloró tanto al recibir la señal del cielo, en forma de noticia urgente en la televisión. Y fue por eso que dos años después, hasta el diagnóstico, y por las dos décadas siguientes, pasaría a vivir como si tuviera una espada sobre la cabeza. Los médicos fueron implacables: Edson tenía pocos meses de vida. Edeny y los familiares renovaron la fe, en las oraciones y en los medicamentos. Una vez más estaban siendo probados. Probados al doble: además de todo, el hijo-hermano asumió su homosexualidad; por lo tanto, a la luz de la doctrina, era un pecador. Pero la religión que señala con el dedo hacia el pecador es la misma que enseña a amarlo. Edinho decidió dejar la iglesia, pero fue amado como nunca. Contrarió los veredictos de los médicos y vivió meses, años, dos décadas. Está vivo y bien. Sufrió 14

con los efectos colaterales de los medicamentos que le enfermaron el bazo y el hígado y le robaron el sueño. Negó el tratamiento tres veces, pero volvió, gracias sobre todo a la persistencia de Edeny. Casi murió varias veces, la última fue cuando surgieron los sarcomas. La salvación estaba en los medicamentos importados de Estados Unidos y Europa: US$ 2.500 por mes. La familia recurrió a la Justicia, pero la enfermedad caminaba más rápido que el proceso. Edeny propuso vender la casa, para pagar el tratamiento. Edinho no aceptó: “Si hacemos eso, dejaremos de ayudar a quienes no pueden pagar, y que dependen de mi victoria para abrir paso”. Los medicamentos llegaron a tiempo, y Edinho le abrió paso a los que no podían pagar. Se tornó voluntario: visita a seropositivos casa por casa. Charla, transmite confianza, hace oraciones, ayuda a aplicar medicamentos inyectables. Edeny muchas veces lo acompaña en esa jornada. Edinho vive hoy con el compañero. La iglesia lo recibió de vuelta; a cambio, él y el hombre que ama viven en celibato. Por otro lado, el pastor que antes se refería al sida como “castigo” para los pecadores, hoy prefiere un término menos fuerte: “consecuencia”. Pero si la vida y el sufrimiento enseñan, ¿qué aprendió Edeny en estas dos décadas bajo el filo de la espada? Sobre todo a aceptar las diferencias y a amar a los diferentes. Hoy, casi no juzga – y cuando lo hace es para reflexionar, entender, absolver. Sabe que el precio fue muy alto, y la peor parte pagada por el hermano querido, pero afirma que todos crecieron en la adversidad. Se hicieron personas mejores. Moraleja: después de años y años yendo a la iglesia y leyendo la Biblia, Edeny finalmente aprendió a amar al prójimo. Y quien le enseño el verdadero sentido de las palabras de Cristo fue un hombre que amaba a otros hombres, y que por eso fue llamado pecador. Como si Dios, de hecho, escribiera recto por renglones y manos torcidas.

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La pelea del Doctor Preservativo contra el sida y el prejuicio Al final de los años 80, Sergipe vivió un raro fenómeno migratorio: hombres que en los años anteriores se fueron a probar la vida en Sao Paulo empezaron a volver, para morir en casa. En el equipaje, una enfermedad nueva y fatal. La migración inversa terminaría por colocar frente a frente el hasta entonces imbatible virus del VIH y un médico joven, pero con hábitos antiguos, a quien le gustaba visitar a pacientes y creía en la medicina como forma de ayudar al prójimo. La trayectoria del virus es conocida; la del médico Almir Santana, no tanto. En primer lugar, es necesario decir que la lucha contra el sida le dio al médico dos apodos creados por el prejuicio – Doctor de las Putas y Doctor de los Gays – y un tercero, del cual se enorgullece: Doctor Preservativo. Recién graduado, Almir Santana fue a trabajar con prevención y tratamiento de infecciones de transmisión sexual en los prostíbulos del barrio Santos Dumont, uno de los más pobres de Aracaju. Cuando empezó, 60% de las prostitutas tenían sífilis. Dos años después, la tasa había disminuido para 20%: 1 a 0 para el Doctor Preservativo. Pero un oponente mucho más poderoso que la sífilis entró en escena en el año 1987, personificado por un auxiliar de enfermería que había emigrado hacia Sao Paulo y ahora volvía, en estado grave, para Santa Luzia do Itaí. Además de la enfermedad, el paciente cero del sida en Sergipe tenía contra sí otro enemigo que desafiaría al Doctor Preservativo por toda la vida: el prejuicio. Santa Luzia do Itaí quería verse libre lo más rápido posible del hijo famoso en los medios como la primera víctima sergipana de la entonces llamada “peste rosa”. En el puesto de salud, llegaron a quemar la silla donde estuvo sentado. Almir Santana fue enviado a la ciudad, y pronto estaba frente a frente con la muerte – y él tenía la cara de un hombre muy flaco, debilitado por la tuberculosis y por las diarreas. Pero el médico no tuvo miedo: la intuición y la experiencia le decían que la nueva enfermedad era una especie de ITS, y que la contaminación no se daría por la simple proximidad con la víctima. Decidió llevar el paciente a Aracaju. Misión imposible: ningún hospital de la capital aceptó la internación. El auxiliar de enfermería murió en menos de dos meses. El Doctor Preservativo perdía de esa forma su primer round. Pero la derrota logró que abrazara la causa de una vez por todas. Prometió: “al próximo, lo interno”. El próximo fue un peluquero que también había migrado para Sao Paulo y también volviera a su ciudad, Itabaiana, con el virus en el equipaje. Almir Santana logró la internación en Aracaju, pero le impresionó demasiado el desconocimiento y el miedo demostrados por los profesionales de salud. Algunos se opusieron a atender al paciente; hubo quien temiera ser infectado por un mosquito que hubiera antes picado al enfermo. A pesar de todo, la internación era un gran avance. Vinieron otros. La cruzada del Doctor Preservativo dejó de ser solitaria. Almir Santana, ya como gerente del Núcleo de ITS/Sida de Sergipe, ofreció cursos de capacitación para médicos y enfermeros, y no tardó en darse cuenta de que la lucha contra el sida exigía más que un buen profesional – exigía un buen ser humano. Mientras tanto, del otro lado del ring, el prejuicio se fortalecía. Almir Santana siguió de cerca el caso del empresario cuya esposa, al saber que el marido se infectara en una relación homosexual, le avisó: “A partir de hoy Ud. cuida de él; cuando muera, Ud. lo entierra”. En el día del entierro, el médico hizo un último 17

intento. Llamó del cementerio, comunicando el fallecimiento. La mujer se mantuvo firme: “Ud. hace el funeral. Después me manda la cuenta”. No había siquiera quien cargara el cajón. Le tocó al propio médico, al sepulturero, al chofer de la funeraria y a un ciudadano que pasaba por acaso. Ese día, el profesional lloró, y casi abandonó la causa. Vendrían otras decepciones: la mujer pobre que obligaba a la hija enferma a dormir en el gallinero; la pareja rica que alegaba no tener espacio en el departamento enorme para albergar al hijo seropositivo. El prejuicio ni siquiera escatimó al propio médico, obligado a cerrar el consultorio particular porque los pacientes fueron disminuyendo, algunos con miedo de la contaminación; otros, de ser confundidos con “sidosos”. Por otro lado, el Doctor Preservativo obtuvo una victoria retumbante: Sergipe fue el primer estado brasileño a suministrar gratuitamente los antirretrovirales. No satisfecho, invirtió pesado en la prevención. Consiguió un ómnibus rojo e hizo del mismo un auditorio itinerante para charlas. Después, inventó el Camisildo, un auto con forma de preservativo, cuya fama traspasó las fronteras del estado y hasta del país. Logró popularizar el preservativo, hoy fácilmente encontrado en todo el estado. Pero en caso de que no encuentres esos profilácticos, existe la esperanza de cruzarse con el Doctor Preservativo, que anda por las calles siempre con stock propio, almacenado en bolsillos y bolsas. Ya se le han acercado hasta señoras ancianas pidiéndole preservativos para los nietos. En otras ocasiones, se le acercan transeúntes sin pedirle nada – sólo para decirle que rezan por él. En esos momentos, el Doctor Preservativo tiene la gran sensación de que está venciendo esa gran batalla.

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Donde sea que esté Wally “Dios es gay, y va a organizar una fiesta gigante cuando yo llegue al cielo”, se ríe Wally, preparándose para la fiesta en el cielo. Quería ir muy lindo, más lindo que nunca, después de todo, no es cualquier día en que se puede ir a una fiesta en el cielo, pero la enfermedad no lo deja. Wally está en los últimos pasos de su larga danza con la muerte. Ese coqueteo ya dura tres años, la muerte insiste, Wally resiste, creyendo que la cura llegará antes de su muerte, y que en ese día habrá un gran Woodstock y que todo el mundo va a tener relaciones con todos, sin pecado y sin miedo. Pero ahora es el fin, Wally no se quiere ir, pero, si es inevitable, que se vaya como quien se va a una fiesta. Y que haya música, y hombres apuestos, y la bebida que en estos últimos años no pudo beber, que sea siempre de noche, porque extraña las noches que no vivió debido a la enfermedad y al tratamiento. Y que Dios sea gay de verdad, o por lo menos que le simpatice, y que las personas buenas que están en el cielo sean de hecho buenas y hayan dejado los prejuicios en la Tierra, porque Wally luchó la vida entera contra el prejuicio, y ahora es la hora de descansar, o mejor, ahora es la hora de festejar. “¿Y ustedes, que no fueron invitados, se quedan por aquí pagando sus pecados, vieron?”, provoca Wally. Los amigos se ríen, porque Wally hace reír hasta cuando sea la hora de llorar. Entre los que ríen, y lloran, está Dionnara, la joven estudiante de Psicología cuya admiración por Wally nació en el exacto día en que lo conoció. Los dos se encontraban todos los días para conversar sobre todo: literatura, música, cine... Vida. Wally tiene una forma tranquila de vivir la vida, especialmente la parte complicada de la vida. Es lo que lo ayuda a enfrentar ese acoso de la muerte. Cuando Wally descubre que tiene el virus, la amiga va a estudiar la enfermedad de la cual poco se sabe. Busca a los médicos, encuentra poca información y mucho prejuicio. Algunos no quieren saber sobre la “peste rosa”, esa “cosa de maricones”. Entonces, Wally y Dionnara deciden enfrentar el eje del mal: el VIH, el prejuicio y la desinformación. La falta de información angustia. Y como antídoto, sin saberlo, nace el Té de Wally. Todos los martes, a las seis de la tarde, en la casa de Wally, en Niterói, Rio de Janeiro. Entre los invitados, colegas de internación del hospital Sao Pedro, en principio solitarios y asustados. Hablan sobre sexo – “¿y ahora, tengo relaciones o no?”, “¿cómo es que me pongo el preservativo?” –, intercambian informaciones, sueñan con la cura, discuten la vida y la muerte. El carácter finito de la vida, la muerte al acecho. Al inicio no pasan de una decena y van muriendo por el camino, pero otros llegan y el Té de Wally sobrevive, se transforma en un punto de encuentro, hasta que desborda hacia la calle y es necesario alquilar un salón de fiestas. Y vienen los médicos, los médicos buenos, para quienes el sida nunca fue una “cosa de maricas”, los médicos dedicados que van casa por casa para buscar a pacientes que rechazan el tratamiento. (En el futuro Dionnara sabrá que fue testigo del nacimiento de una política pública de combate al sida). Y después el Té de Wally se convierte en cenas, y posteriormente en noches culturales, y los pacientes invitan a los familiares, y más adelante el público se mezcla, quienes no son del medio ya no saben quién es gay y quién es hétero, quiénes tienen y quienes no tienen el virus, y la mezcla es saludable, porque ayuda

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a acabar con los prejuicios – aunque a veces se escuche por las calles de Niterói un murmullo dirigido a Dionnara y a Wally: “Los malditos”... Wally, Dionnara y otros amigos crean el Centro de Apoyo a Personas con Sida, Capa (por sus siglas en portugués). Wally entra de cabeza en el trabajo voluntario, mientras espera la cura. Mira con tristeza al cansancio, a los amigos que se entregan y aceptan el sello “terminal”. Wally no se cansa nunca, no quiere terminar, lucha hasta darse cuenta de que no es más una cuestión de luchar o no, cansarse o no. Es hora de morir. Antes de irse, le hace jurar a sus amigos que Capa sobrevivirá a su muerte. Después, hace bromas al novio, compañero hasta el fin: “Hazme el favor de tener muchas relaciones, ¿Sí? Porque yo voy a encontrar una marica bien buena en el cielo”. Y se ríe, y ya llega a la fiesta brazo a brazo con la marica más linda del cielo. Va a aprovechar por toda la noche. Y la noche es joven. *** Dionnara Castro se graduó en Psicología, abrazó la lucha contra los manicomios, trabajó en comunidades de bajos ingresos y con personas con discapacidad, actuó en las áreas de protección de testigos y de enfrentamiento al tráfico de seres humanos. Hoy, es consultora del Instituto Brasileño Giovanni Falconi, de lucha contra el crimen transnacional. Publicó dos libros de ficción, Cartas de Kosovo, y el infanto-juvenil, Clara, la niña con las piernas de pantalón bombacha. Ganó el concurso Vidas en Crónica con el cuento Riesgo, y tuvo otro texto clasificado: Postfeminismo, ambos inspirados en la convivencia con frecuentadores del Té de Wally. Dionnara dice que su trabajo siempre fue transmitir lo que Wally le enseñó con simplicidad. Wally le enseño fundamentalmente a ponerle poesía a la vida y a eternizar a las personas amadas dentro de las personas. Por eso, es como si Wally estuviera vivo. “Yo hablo con él todos los días”, afirma. Y si el interlocutor no resiste al juego de palabras y pregunta: “¿Dónde está Wally?”, Dionnara se ríe y mira alrededor, como se respondiera en silencio: Wally está en todos lados.

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Vivir, morir, bordar Consultorio externo médico. Una mujer preocupada. El médico le entrega un sobre. La mujer abre el sobre, lee lo que está escrito y se desespera. Sala del grupo de autoayuda. La mujer que recibió el diagnóstico entra en una sala donde se reúnen las personas, sentadas en sillas. Cada una cuenta su historia. Foco de luz sobre una silla vacía. Sala del grupo de autoayuda. Personas reunidas, sentadas en sillas. Cada una cuenta su historia. Foco de luz ahora sobre dos sillas vacías. La mujer que abre el sobre y se desespera (en la pieza de teatro resumida anteriormente) no es actriz. Aceptó vivir en la pieza el papel de sí misma: un día, la pedagoga Nair Brito abrió el sobre y se desesperó. Los hombres y las mujeres que cuentan las historias de mentira en el grupo de autoayuda, en verdad, están contando sus propias historias. Luego de los aplausos finales, cada personaje vuelve a ser persona y continúa siendo lo que había sido durante el espectáculo. La metáfora de las sillas vacías también es real: si las sillas van quedando vacías a lo largo de cada sesión, es porque quedan vacías de verdad a lo largo del tiempo, a medida en que el virus mata a los actores, todos seropositivos. Y así el grupo, que empezó con 14 actores, acabó por falta de elenco. Al final, restaban cuatro sobrevivientes. Pero ¿qué es lo que logra que alguien finja en el palco el dolor que de veras siente? Tal vez la búsqueda por respuestas que a veces sólo el arte es capaz de dar. Tal vez el intento de creer en un mensaje optimista. Pero ¿cuál es el mensaje optimista posible en una época – años 90 – en que cada sobre abierto contenía una sentencia de muerte? El único posible: para nosotros, condenados a muerte, es más segura que para los otros, pero todavía no morimos, vamos a hacer entonces que cada hilacha de la vida valga la pena. Fue lo que hizo la mujer que en 1992 abrió el sobre y vio dentro del mismo un papel, y en el papel estaba escrito Reactivo, y por una fracción ínfima e infinita de tiempo quiso creer que Reactivo significaba que estaba todo bien, que su organismo reaccionaría a cualquier amenaza. Nair continuó abriendo sobres, sabiendo que podría morir cualquier noche, en el medio del espectáculo, dejando otra silla vacía, pero mientras no muriera su último pedido sería: “no me dejen desperdiciar la vida”. Pasó a viajar hacia lugares que no conocía por falta de tiempo y que ahora, cuando de hecho no había más tiempo, era tiempo de conocer. Nunca más llevó cámara, dejó de imprimir en papel fotográfico las recordaciones que no tendría tiempo de ver después. Empezó a fotografiar con el corazón, capturaba con los ojos cada centímetro del paisaje, sabiendo que nunca más volvería al mismo lugar. Aprendió a sentir la temperatura, la luz y el ritmo de las cosas, de las personas y de los animales. Aprendió a abrazar con el cuerpo y el alma, como si cada abrazo fuera el último. Aprendió, sobre todo, a estar entera e intensa en cada momento. Erradicó el pasado y el futuro, no había nada antes, no habrá nada después, el instante es este, y es necesario hacer parte de este instante, ser el mismo instante. El aquí es la totalidad, no existe el allá, el universo está contenido en este tiempo y en este 23

espacio. La vida empieza y termina en cada fracción de segundo, muerte y vida son una sola cosa, y este lugar es bueno, porque todo empieza y acaba y recomienza aquí. Pero vino también el miedo. La culpa cristiana, el pavor al infierno, las llamas, los demonios, el castigo eterno por el sacapuntas que le robó a una coleguita cuando tenía seis años de edad, la hormiguita que habría matado un día sin querer, porque no vemos a las hormiguitas que matamos, son pequeñas las pobrecitas, pero debe ser pecado matarlas aunque sea sin querer. Pero Nair no fue al infierno. Nair no murió. Perdió muchos amigos por el virus, llegó a llorar en dos velorios en un mismo día. Estuvo tres veces a orillas de la muerte -- la última, la peor de todas, respirando por aparatos, en una vía que parecía no tener vuelta. Pero no sólo sobrevivió como abrió paso para que tantos otros vivieran. Había estado hacía poco tiempo en un congreso internacional donde oía relatos sobre el nuevo cóctel que salvaba vidas. Volvió motivada: ahora no se trataba solamente de esperar que llegue la muerte. Pero volvió muy enferma. De cualquier forma, entró en la Justicia para ter acceso a los medicamentos. La abogada obtuvo un mandato, consiguió una prescripción médica, y un día entró al hospital con un frasco marrón en las manos. Nair, toda entubada, pudo sonreír. Se curó de la infección y empezó el tratamiento con el cóctel, sabiendo que su gesto le abriría el camino a tanta gente que recurriera a la Justicia por el derecho a la vida. La lucha, ahora, es contra la lipodistrofia, efecto colateral de los medicamentos que, en casos graves, provoca deformaciones en el cuerpo. La lucha es por el derecho amplio e inmediato a las cirugías plásticas que le devuelva la autoestima a quienes la necesitan para seguir viviendo. Nair está viva. Creó una conexión propia con Dios y entendió que vivir es como bordar, siguiendo los diseños hechos en lápiz en un pedazo de tela. Dios dibuja las líneas en el tejido que se llama vida, pero los bordados dependen de nosotros. A partir de los dibujos, cada uno de nosotros construye su propia arte. Nair sabe que su bordado todavía no está completo – y eso es muy bueno.

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Su vida podría ser una película Escena 1 (1997) Dos gemelas, con menos de 1 año, abandonadas en el medio de una avenida de Joao Pessoa, llorando con miedo y hambre. Visten solamente los pañales. 2 (2009) Dos adolescentes gemelas de 13 años, sonrientes, lindas y felices, en la casa grande de dos pisos. Tienen todo lo que necesitan, sobre todo el amor de la madre adoptiva. 3 (1997) La multitud no sabe qué hacer. Alguien sugiere que se llame a la policía. La locutora de radio y funcionaria pública Angelita Lucas, que acaba de llegar, toma la iniciativa y lleva las gemelas abandonadas al Tribunal de Menores. 4 Luego de obtener la custodia temporal y cuidar de las gemelas por 30 días, Angelita descubre, primero, que los padres biológicos eran seropositivos; posteriormente, que las niñas también. 5 Angelita ahora cuida sola de cuatro hijos, tres adoptivos: Isael, adoptado con 5 años, y las gemelas Monick y Tamara, recién llegadas. 6 (2009) Angelita ahora tiene cinco hijos, cuatro adoptivos: Isael, de 24 años, Monick y Tamara, de 13, y la recién llegada Thanna Ranny, de 1 año y medio. La única hija biológica es Cristina, que hace 23 años vino al mundo de forma inusitada. 7 (1986) Angelita, empleada doméstica desde los 11 años de edad, siente algunas cosas extrañas. Va a la médica, que le anuncia: “Estás embarazada. Y eres virgen”. La joven pregunta lo que debe hacer. La médica prescribe: “Haga el amor, mi hija, haga el amor. No vaya a perder la virginidad en el parto”. 8 Angelita decide seguir el consejo médico. Pero antes tiene que convencer al padre y al novio de que es joven pura y se quedó embarazada “por los muslos”. Claro que el novio no le creía. El padre, mucho menos. 9 Angelita lleva al novio y al padre a la médica, que confirma: “La jovencita todavía es una señorita”. Listo. Con lo inexplicable apropiadamente explicado, sólo le faltaba hacer el amor con el novio. Una tarea que se revela de lo más difícil. 10 (2008) Uno de los tantos eventos relacionados al sida de que Angelita participa, en la condición de primera madre del Estado de Paraíba en adoptar a niñas seropositivas. Angelita relata las peripecias de su primera vez – o mejor, de sus primeras veces: “Yo tenía miedo. Las personas decían que cuando la joven no es más una señorita empieza a caminar con las piernas abiertas, y si se casa vestida de blanco, el velo se le cae de la cabeza. Por eso yo estaba nerviosa cuando me fui a acostar con mi novio. Sentía mucho dolor, él paraba y empezaba nuevamente el día siguiente. Cada día era de a poco. El pobre tardó más de una semana para hacer el amor conmigo”. 11 (1986) El parto es tan doloroso que Angelita decide no pasar por aquello de nuevo. Promete adoptar muchos niños, cuando tenga condiciones. Pero eso es para el futuro: cuando Cristina viene al mundo, la pobrecita no tiene ni siquiera una pieza de ropa para vestirse.

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12 (2009) Cristina tiene ropas de sobra. Tiene hasta zapatos combinando con la bolsa. 13 (1987) Angelita trabaja todo el día como empleada doméstica y estudia a la noche. Estudia tanto que pasa en el concurso de nivel medio para la Justicia Federal, y empieza a trabajar como telefonista. El día de asumir el cargo, va con ropa prestada. 14 (2009) Angelita ocupa un cargo de dirección en la Justicia Federal. Tiene cursos superiores de Radio, Televisión y Relaciones Públicas y especialización en Comunicación Educacional. Los sábados, comanda el programa De mujer a mujer, en la radio Cultura AM, de Guarabira. Da consejos sobre derechos, salud, sexo, prevención del sida. Es tan querida que las oyentes le dan gallinas vivas de regalo. 15 (2005) Las gemelas tienen 9 años cuando Angelita les cuenta que son adoptivas. “Mamá, ¿qué es hija adoptiva?”, pregunta una de ellas. “Es la hija que nace del corazón”, responde la mamá. 16 (1999) Las gemelas tienen 3 años de edad. La directora de la guardería municipal le avisa: “No queremos niños con sida”. Angelita entra con una demanda, gana la acción, pero cambia a las hijas de guardería. 17 (1997) Angelita lleva a las gemelas recién adoptadas a una consulta. “Ellas tal vez no lleguen a los 5 años”, le avisa la doctora. Angelita no está de acuerdo y promete en silencio: “Pues yo les voy a hacer la fiesta de 15 años a mis hijas, ellas se van a casar, yo voy a ser abuela”. 18 (2006) Las gemelas están con 10 años y todavía no saben que tienen el virus. La madre dice que los comprimidos que toman diariamente sirven para hacerlas fuertes y bonitas. A las niñas les parece raro: “¡Pero nuestras amigas son fuertes y bonitas y no toman remedio!” 19 La madre madura la idea de contarles la verdad. Prepara el campo, explicando qué es el sida. “Pues si yo tuviera esa enfermedad, me mataba”, dice Monick. 20 (2007) Monick hurga en los papeles olvidados por la madre sobre la cama y descubre que ella y la hermana son seropositivas. Llora mucho y no le cuenta a nadie – ni siquiera a la madre y a la hermana. Meses después, Tamara también lo descubre. Cree que nunca podrá casarse y tener hijos. También llora, también guarda el secreto de la madre y de la hermana. 21 Angelita finalmente le cuenta la verdad a las gemelas. Monick dice que ya sabía. Tamara también. “¿Y por qué no hablaron nada conmigo?”, se asusta Angelita. Las dos le responden en simultáneo, como si lo hubieran ensayado: “Porque no queríamos que te pongas triste”. Madre e hijas se abrazan y lloran mucho, de felicidad. FIN

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En este largo camino de la vida Su vida era conducir, feliz, por este país. Cuatro meses lejos de casa, más todavía después del divorcio. Mil quilómetros por día. Asfalto con agujeros, caminos de tierra irregulares. De las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche. ¿Dormir? También, pero sólo después de que alguna mujer golpeara en la chapa del camión, en una estación de servicio a un costado de la ruta, ofreciendo un servicio. Y siempre habría otro puesto, después otro, y otra joven, y después otra. Y nuevamente despertarse a las 5h, y dormir a las 10h, y andar mil quilómetros. Hasta que empieza a andar menos, a despertarse más tarde, a parar más temprano. Y el cansancio, y la debilidad, síntomas desconocidos para el hombre que le gusta exhibirse cargando 100 quilos al hombro. Y adelgazar 25 quilos en poco tiempo, y recolectar sangre, y descubrir que el sida no es cosa sólo de la “gente loca de la televisión”, Cazuza, Lauro Corona, Sandra Bréa, y que el preservativo no es “cosa de maricón”. Y darse cuenta de que tiene 60 años y se va a morir en poco tiempo, ya entramos en el año 2000 pero él tal vez no participe del siglo XXI, porque no hay remedio para el sida, remedio hay, pero sólo para atrasar a la muerte, entonces vamos a atrasar a la muerte, ya vivió 60 años, vivió mucho, realmente ya estaba a camino de la vejez, y después de la vejez viene la muerte, pero la vida es buena, vamos a tomar remedio y vivir uno o dos años más, quien sabe tres o cuatro, pero nunca más manejar, vender el camión, vender hasta el barquito porque “los muertos no pescan”, y quedarse en casa flaco y triste viendo la televisión, y ver en la televisión la ONG que cuida de seropositivos sin recursos en Ponta Grossa que necesitaba conductor, levantarse en ese exacto momento, vestirse, golpear la puerta de la ONG y presentarse como chofer voluntario, y darse cuenta de que la ONG se llama Revivir. Y, a partir de ese momento, revivir. Nestor tiene 70 años. Vive con sida desde los 60. Cuando el camionero y la ONG cruzaron los caminos, Revivir casi no tenía vehículo. Tenía una vieja ambulancia abandonada, una Caravan con los cables colgados en el panel y el piso agujereado, que le servía de juguete a los niños seropositivos o a hijos de seropositivos atendidos por la ONG. Hasta tenía nombre propio y peyorativo: Jabiraca. Varios mecánicos habían dado el diagnóstico: la Jabiraca era una enferma en estado terminal – si ya no estaba muerta. Pero Nestor, con habilidad y paciencia, trajo a la pobre de regreso a la vida. Ella jamás se curó de una pérdida invisible, que dejaba al conductor, a la asistente social Cláudia y a los pasajeros con olor a gasolina, pero transportaba con elegancia a los enfermos para exámenes e internaciones, llevaba a los niños a la escuela, distribuía canastas básicas. Vieja y valiosa Jabiraca. Provocaba risas al llegar en las villas de Ponta Grossa, resoplando y ruidosa. Murió dos años después, con la consciencia del deber cumplido. Nestor hoy maneja una Kombi nueva, donada por el Ministerio de Salud. Revivir tiene 116 familias registradas, que reciben alimentación, orientaciones sobre cómo vivir mejor, talleres de artesanía y corte y confección... Las mujeres representan 80% de ese universo. Casi siempre crían a los hijos solas, porque los hombres las abandonan tan pronto descubren que ellas tienen el VIH – hasta cuando fueron ellos mismos quienes las infectaron.

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Nestor hoy conduce vidas. Alegres y tristes, porque es de la naturaleza de la vida ser alegre o triste, o las dos cosas simultáneamente. Él a veces llora. O mejor: humedece los ojos, porque aprendió en casa que los hombres no lloran, y si llora lo castigan. Entonces, Nestor a veces humedece los ojos, de alegría o de tristeza. Cuando una de las mujeres muere, y las compañeras recogen flores en el jardín, y Nestor maneja hasta el cementerio la Kombi llena de mujeres y flores. O cuando cuida de una mujer llamada Perpétua, que perdió toda la piel del cuerpo y llora lágrimas de sangre y de acuerdo con los médicos sólo tiene seis días más de vida, pero esa mujer decide que va a vivir porque tiene una hija, por el amor que le tiene a sus perros, porque hasta tiene un conejito, porque no es justo morirse precisamente ahora que se libró del marido dependiente químico y tiene toda la vida por delante, y esa mujer llamada Perpétua de hecho no muere, al contrario, vive y conoció a un hombre llamado Maurício, también seropositivo, también de Revivir, y ella se enamora y se casa y tiene toda la vida por delante. O cuando una niña de 12 años, con nueve tumores en la columna y uno más en el hígado a camino del intestino, tiene que hacer seis meses más de quimioterapia, pero los médicos dudan que resista a la tercera sesión, por causa de la baja inmunidad provocada por el sida, pero la niña resiste y al final de cuatro meses ya no tiene más tumores, y la niña, valiente como ella sola, decide que si no murió todavía, ahora no se muere más, acepta hacer los dos meses que faltan, y de hecho no muere, y vive, y se transforma en una bella señorita de 15 años. Cuando sucede el milagro – o hasta cuando no sucede, pero hubo una buena pelea – Nestor humedece los ojos y cree que valió la pena anclar y estacionar en tierra firme, cambiar la soledad del camino por la convivencia diaria con esa pequeña multitud con sufrimiento y con valentía. Nestor está seguro de que valió la pena revivir.

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El mundo de 2020 1° de diciembre de 2020. Cristal tiene 13 años; Sol, la benjamín, casi 11. Escribieron juntas la redacción que será presentada dentro de un rato, en el auditorio de la escuela, dentro de la programación de la Feria de Ciencias. El trabajo es sobre el sida, tema que ya no se destaca tanto en este mundo de 2020. La cura todavía no llegó, pero el tratamiento es más eficaz y ya no causa los efectos colaterales del pasado. El número de personas infectadas disminuyó drásticamente, gracias a la concientización general de que prevenir es necesario. Las personas siguen muriendo – como hace diez años todavía morían de gripe, sarampión, malaria – pero en un número cada vez menor. Sin embargo, lo que le sacó al sida ese destaque de otros tiempos no fue sólo el avance de la medicina. Fue también el avance de los seres humanos. Aprendieron a enfrentar la enfermedad con naturalidad, ya no hay prejuicio contra las personas que viven con el sida. Entonces, ¿por qué toda esa expectativa sobre la redacción de las hermanas Cristal y Sol? Porque van a contar una historia que la mayoría de los colegas sólo la conocen en los libros. Cristal y Sol van a contar la historia de sus vidas. Que es, ante todo, la historia de una mujer llamada Alexandra, que venció todas las batallas que las personas seropositivas enfrentaban en la primera década de este siglo XXI. Y evitó que las dos hijas nacieran con el virus y les permitió que estén aquí hoy, contando esta historia. La historia de Cristal y Sol empieza en febrero de 2001, cuando Alexandra conoce a Rodrigo. En julio, Alexandra perdería a la madre. En la noche del velorio, Rodrigo empezó a sentir mucho frío. Por la mañana, estaba con fiebre. En los meses siguientes, neumonía y tuberculosis. Alexandra pasó un tiempo fuera de Porto Alegre. Cuando volvió, en noviembre, el novio estaba en el aeropuerto: “Tengo una noticia para darte”. Rodrigo acababa de descubrir que era seropositivo. Cuatro días después, Alexandra salió del laboratorio con el mismo diagnóstico. Unidos por el VIH, se juntaron también en las drogas. Él ya era usuario de cocaína. Ella decidió probar, y terminó por sumergirse en un pozo sin fondo que le robaría cuatro años de vida. En marzo de 2002, Alexandra vendió su auto, televisión, equipo de sonido, DVD, y se fue a Nueva Zelandia, sin previsión de regreso. Un día, tres meses después, lo llamó al padre, pero él no atendió la llamada, lo que era raro. Preocupada, lo llamó a Rodrigo, que estaba en el velorio. Alexandra supo, entonces, que ya no tenía padre. En el período de un año, perdió a la madre, al padre, contrajo el VIH y se volvió usuaria de drogas. “Mi mamá murió, mi papá murió y yo también ya me morí. Me voy a encontrar con ellos”, pensó. Pero cuando todo parecía perdido, se salvó por el deseo repentino de ser madre, en un momento en que todavía no había buscado tratamiento para el sida y ya subía la ladera a las 7 de la mañana en busca de cocaína. Para ser madre, paró con las drogas y decidió conocer el fantasma que habitaba en su organismo. El primer médico, un médico general, fue directo al grano: “¡Tú tienes sida! ¿Con qué derecho crees que puedes ser madre? ¿Qué tipo de infravida le piensas dar a un niño?”. Alexandra se secó las lágrimas y salió nuevamente a luchar. Como no tenía un plan de salud, la decoradora y diseñadora de muebles madrugó en la fila y marcó una fecha para consultar el infectólogo. El Dr. Teodoro también fue directo al grano, pero directo a algo bueno: “Tú vas a ser madre. Te lo garantizo”. Salió del 32

consultorio con pedidos de exámenes e instrucciones sobre cómo evitar la transmisión vertical. Siguió todo al pie de la letra, y Cristal vino al mundo en 2007, linda y saludable. Con el nacimiento de la hija, Rodrigo también decidió parar con las drogas. Paró, tuvo una recaída, se levantó y hoy está limpio, con la ayuda de Narcóticos Anónimos. Pero falta la otra parte de la historia: en 2009, Alexandra y Rodrigo decidieron un nuevo embarazo. Sería el momento de Sol. Problema: la pareja usaba preservativos, para evitar una recontaminación. La solución fue hacer un control de la ovulación para determinar el día D, y, solamente en ese día, dejar el preservativo de lado. Alexandra y Rodrigo hicieron los deberes – o mejor, hicieron la lección en un pequeño hotel del centro, mientras su hermana se quedaba en casa, cuidando a Cristal. Alexandra quiere que Cristal y Sol conozcan la historia de los padres. Que tengan todas las informaciones sobre la enfermedad, que ella misma no tuvo. Alexandra creía estar a salvo de la enfermedad, por no pertenecer a ningún “grupo de riesgo”. Hoy sabe que no existe grupo, sino comportamiento de riesgo. Pensaba que no tenía cara de seropositiva, pero descubrió que el sida no tiene cara. Pensaba que no se contraía el virus haciendo el amor, sino sólo con sexo salvaje y promiscuo. Estaba equivocada sobre todo, y aprendió de la manera más difícil. No quiere lo mismo para las hijas. Desea, sobre todo, que Cristal y Sol crezcan sin prejuicio contra quien sea. Y que, conociendo el pasado, puedan construir un futuro mejor. Por eso, imagina las dos hijas en 2020, contando una historia triste con final feliz. Sueña con las dos siendo aplaudidas por los profesores y por los colegas. Pero hoy, 1º de diciembre de 2020, cuando la historia termina de ser contada, la platea se levanta y, en vez de aplaudir a las dos niñas, aplauden a la madre de Sol y Cristal.

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Un tipo macho que enfrenta dos virus simultaneamente Hace 14 años, lucha contra el VIH. Pero fue otro virus, igualmente poderoso, que dejó las secuelas más graves – en el alma y en el cuerpo. El nombre de ese virus es prejuicio y se manifiesta donde menos se espera, incluso infectando a personas que, por fuerza del oficio, deberían ser inmunes: hospitales y médicos, respectivamente. En 2005, el profesor de historia Edvaldo Fernandes Farias sufrió un asalto en Joao Pessoa. Empujado por el asaltante, se cayó y se golpeó la cabeza en el cordón de la vereda. En el hospital, los exámenes indicaron la necesidad de hacer una cirugía. Fue lo que dijo el médico. Pero cuando descubrió que el paciente era seropositivo, el mismo médico se retractó de la cirugía y lo mandó a la casa. A la noche, Edvaldo empezó a sentirse mareado y tuvo un dolor de cabeza insoportable. Fue llevado nuevamente al hospital, donde estuvo de la medianoche hasta las seis de la mañana acostado en una cama, en el pasillo. Logró ser atendido solamente por la mañana, en la enfermería. El médico no llegó a entrar a la enfermería: se paró en la puerta, a una distancia que consideraba segura, y le preguntó al paciente qué estaba sintiendo. Sin salir del lugar, escribió la receta y la dejó sobre una mesita de noche cerca de la puerta, para que algún alma caritativa se la entregara al enfermo. Fue el segundo alta en 24 horas. Resultado: Edvaldo no hizo la cirugía y perdió el olfato y el gusto. Hoy, después de cuatro años, empezó a distinguir el olor de las cosas. Pero todavía no distingue entre el sabor de una yaca y el de una naranja. No fue la primera, ni la última vez, que Edvaldo sintió el gusto amargo del prejuicio. En 1996, recibió de la psicóloga del hospital especializado en enfermedades infecciosas el raro diagnóstico: el sida era un castigo divino, debido a su orientación sexual. En 2002, la organizadora del paseo que el grupo de oración de la iglesia católica haría a Sao Paulo trató evitar que viajara. “Sidoso es peligroso: ¿y si contamina a alguien en el viaje?”, argumentó la organizadora. Gracias a la intervención de su médica, Edvaldo embarcó para dos días y medio de humillación. En el ómnibus, la silla al lado de la suya estuvo vacía todo el tiempo. Se le prohibió usar el baño y se le impidió hablar y cantar en el micrófono. En el hotel, la última ofensa: en la puerta del cuarto donde se hospedaría – solo, obviamente – había un papel pegado, con la palabra terrible escrita a mano: “AISLADO”. Edvaldo fue uno de los primeros seropositivos del estado que asumió públicamente la infección. Es un paraibano buena gente, que enfrenta los dos virus de igual a igual. Contra el VIH, llegó a tomar 22 comprimidos por día (hoy, toma ocho). Contra el otro virus, lo descubrió desde temprano: era necesario primero matar al prejuicio que existía dentro de él. Lo logró, pero con la ayuda de los dos hermanos, del compañero de dos décadas, de los amigos y hasta – grata sorpresa – de sus exalumnos adolescentes. Fueron ellos, además, los responsables por uno de los mejores momentos de la vida de Edvaldo: el día en que reunió sus 400 alumnos en el auditorio del colegio, les comunicó que era seropositivo y recibió aplausos y apoyos emocionados. Gracias a esa corriente positiva, Edvaldo cree que el peso que carga es más liviano que el de tanta gente que conoció en los hospitales, durante las internaciones y en la militancia, a la cual dedica generosa parte del tiempo. Nunca se olvida de un joven del interior desahogándose: “El sida me va a matar, pero la 35

sociedad me mató primero”. El joven había sido despedido del trabajo y expulsado de la casa por la familia. Pasó ocho días en la calle, paró de alimentarse y murió en un mes. Edvaldo conoció también a una joven de 17 años, que lloró al recibir alta, porque no tendría qué comer en casa, y a una madre que lo llamó al hijo, pidiéndole que la fuera a buscar, recibió la respuesta: “No entro en hospital de sidosos”, entró en depresión y murió en menos de dos meses. Cuando el VIH, el prejuicio y el abandono se unen, no existe medicamento posible. Es como escribió Edvaldo en Sida: Aspiraciones y vivencias de un portador, su segundo libro sobre el tema (el primero fue El amor vence al dolor y hace vivir): “Como el árbol necesita la tierra fértil para arraigarse y crecer saludable, el virus necesita la discriminación, la falta de apoyo (...) para que se sienta cada vez más agresivo”. Edvaldo va bien de salud. Hace nueve años, los exámenes no detectan el VIH. Primero, porque adhirió de cuerpo y alma al tratamiento, pero también porque hace de todo para no alimentar el virus, para no dejarlo más fuerte y agresivo. Practicando solidaridad, dando y recibiendo amor, escribiendo libros para compartir experiencias, dando conferencias. Podría haberse dejado morir, pero eligió vivir y ayudar a que los otros vivan. Mató al prejuicio que había dentro de sí y quiere que los otros hagan lo mismo. Aprendió – y enseña – que el abandono y el prejuicio llevan a la depresión, que disminuye la inmunidad, que fortalece el virus. Mientras tenga fuerzas y apoyo de las personas que ama y que lo aman, Edvaldo continuará luchando para matar el prejuicio del prójimo. Sabe que si muriera hoy, independientemente de la causa de la muerte, dirían: “Edvaldo murió de sida”. Para cambiar ese estado de las cosas, él cree que – además de las inversiones en investigación científica – es necesaria cada vez más solidaridad de las familias y de la sociedad, humanización de los profesionales de salud y un poder público capaz de ver al seropositivo no como a un número estadístico, sino como a un ser humano a ser cuidado con cariño. O sea: Edvaldo cree en el cóctel de amor venciendo al virus del prejuicio.

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El pequeño mundo de Daiênni Ella tiene un nombre extranjero, aunque sea abrasileñado. Pero es brasileñísima. O como prefiere: “una brasileñita”. El diminutivo se aplica: Daiênni tiene 23 años y es pequeñita. Además, la casa es menos que pequeña: un solo cuarto donde casi no caben la cama, la cuna y la televisión, donde vive con el marido y dos hijos pequeños, Ádrian y Rodrigo. Por la casita, que queda en la periferia de Porto Alegre, circulan, además, cinco gatos chiquitos: Pirulito, Chumbinho, Mimi, Loli y Dudu. Pero que nadie se equivoque con tantas pequeñas cosas: Daiênni es una gran brasileña. De esas que crecen con la adversidad y no se dejan caer sólo porque un virus que se cree gran cosa decidió entrar en su vida sin golpear la puerta. Daiênni no sabe cuándo o cómo contrajo el virus. Supo que era seropositiva solamente el último día del embarazo de Ádrian, que hoy tiene casi dos años. Primero, no lo quiso creer. Después lloró, gritó, se peleó consigo misma. Finalmente, rezó para que el hijo naciera sin el virus. Y Ádrian nació sin el virus. Alivio, pero por poco tiempo: pocas horas después del parto, una enfermera avisó que su bebé precisaba ir para la UTI. El mundo se acabó por segunda vez, pero también por poco tiempo. Fue un error: el recién nacido en estado grave era otro; el dolor sería de otra madre. Ádrian es un niño saludable y juguetón. Sólo no corre más de un lado a otro porque en la casa casi no hay espacio entre el lado y el otro. Rodrigo, el hermano menor, que vino un año y medio después, también goza de buena salud. No tanto por la suerte o por la gracia de la intervención divina: es que en el embarazo del más joven, al contrario del primero, Daiênni tomó todos los cuidados preventivos. Así, el virus que ella y el marido cargan en el cuerpo es menos asustador, porque por lo menos economizó a los hijos. Daiênni y el marido nunca se preguntaron quien contaminó a quien. Además, porque la discusión no llevaría a nada, y cuando se tiene tan poco es necesario economizar conflictos. Si ella no puede amamantar a los hijos, por riesgo de acabar por contaminarlos, trata de no sufrir por causa de ello. “Lo que no tiene solución, ya está solucionado” parece ser su filosofía de vida. La misma regla vale para la precisión de vivir lejos de los hijos más viejos, del primer casamiento. Katlyn, 6 años, y Dérike, 4, viven con la abuela. Cuando le preguntan si no los extraña a los dos, Daiênni responde en silencio, sólo recorriendo con la mirada el único cuarto de la casa. Lo que sus ojos quieren decir es que no falta amor, sino espacio. Para Daiênni, el virus trajo un efecto colateral inesperado: la reaproximación con el padre, a quien sólo había visto dos veces, a los 7 y a los 13 años de edad. En el momento que supo que la hija tenía sida, el padre la buscó y le ofreció ayuda. No pudo ayudar mucho, es verdad, tiene pocos recursos hasta para sí mismo, pero lo que vale es la intención. Y no hay tiempo ni espacio para resentimientos, aunque cuando Daiênni era bebé el padre haya tratado de venderla a una pareja extranjera. Si la negociación se hubiera llevado a cabo, Daiênni no se llamaría Daiênni y viviría otra vida en otro país, a lo mejor con derecho a un cuarto tres o cuatro veces más grande que su casa entera – pero no tendría el marido y los hijos que ama por sobre cualquier comodidad.

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A Daiênni le gusta escribir poesías, pero, por no saber inventar los propios versos, copia los que le parecen escritos para ella, como por encargo, por algún poeta que ella encuentra en los libros, cuando encuentra algún libro. También le gusta sonreír y sonríe, y mucho. Pero si existe una cosa que la enoja – que le saca la sonrisa – esa cosa es el prejuicio, que a veces viene de donde menos se espera, a veces de la hermana que no deja que los hijos jueguen con los primos Ádrian y Rodrigo, aunque sepa que ninguno de los dos tiene el virus. Por miedo al prejuicio, Daiênni, que trabaja como diarista, mantiene el estado de salud en secreto. El marido, ayudante de albañil con la documentación en día desde hace poco tiempo, tampoco le cuenta a nadie. No tanto por el riesgo de ser vistos con desconfianza, sino por una cuestión mucho más concreta: ellos tal vez pierdan sus trabajos y, tal vez, no tendrían ni siquiera esta casa pequeña para vivir. Daiênni no sueña en grande. Desea, por sobre todas las cosas, la familia unida, los hijos saludables, el virus para siempre adormecido. Y, si fuera posible, una casa más grande. Es posible: ella y el marido ya compraron los ladrillos. Van, de a poco, estirar las paredes y agrandar las fronteras de su pequeño mundo. Para que Ádrian y Rodrigo corran libres, y la casa no sea más tan pequeña para albergar a brasileñitos tan grandes.

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