ALBERT VANHOYE

ASPECTOS FUNDAMENTALES TESTAMENTO

DEL

SACERDOCIO

EN

EL

NUEVO

El Concilio Vaticano II nos recuerda que el ministerio ordenado de la iglesia es una participación específica del sacerdocio de Cristo, mediador de la Nueva Alianza. En la Lumen Gentium el Concilio denomina a los presbíteros “verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento”. Si queremos por lo tanto definir los aspectos fundamentales del ministerio ordenado según el Nuevo Testamento, debemos indagar qué nos dice el Nuevo Testamento del sacerdocio de Cristo y de la participación conferida a los apóstoles y a otros pastores de la Iglesia. Aspectos fundamentales del sacerdocio en el Nuevo Testamento, Cuestiones Teológicas, 30 (2003) 277-298. 1. Aspectos fundamentales del sacerdocio de Cristo La Carta a los Hebreos nos ofrece un verdadero tratado de cristología sacerdotal. Leyéndola nos informamos de inmediato por qué, apenas introduce el tema del sacerdocio de Cristo, el autor incorpora al título “sumo sacerdote” las cualidades de “misericordioso y digno de fe” (Hb 2,17). Lo que se dice en este versículo es programático y con él se cierra la primera parte de la carta y se descubre el tema de la segunda. La primera parte presenta el misterio de Cristo en sus dos elementos: pasión y glorificación. El autor empieza por la glorificación, situación actual de Cristo, y después muestra el modo cómo Cristo obtuvo esta glorificación por medio de la pasión sufrida por nosotros. El misterio de Cristo es un misterio sacerdotal, de mediación entre los seres humanos y Dios. Con su pasión y su resurrección Cristo ha sido constituido mediador perfecto poseyendo en plenitud las dos cualidades fundamentales para el ejercicio de la mediación sacerdotal: la misericordia y la autoridad. Está plenamente autorizado para las relaciones con Dios. Como hermano de los seres humanos, solidario hasta el extremo, adquirió la más grande capacidad de comprensión y de compasión para las relaciones con nosotros. Así es como Cristo llega a ser “sumo sacerdote misericordioso y digno de fe”. Estos dos adjetivos no se refieren a dos virtudes individuales, sino que ambos atañen a las relaciones entre las personas, por eso designan dos cualidades sacerdotales necesarias para ejercer la mediación sacerdotal entre las personas y Dios. “Digno de fe” desvela la capacidad de poner al pueblo en relación con Dios. “Misericordioso”, la capacidad de comprensión y de ayuda fraterna para los seres humanos, que son miserables. En un sacerdote esas dos cualidades deben estar presentes. La Carta nos muestra que esta unión existe en Cristo y es estrechísima, porque Cristo obtuvo la plena gloria filial para su naturaleza humana gracias a la más perfecta solidaridad con sus hermanos.

2. Cristo sumo sacerdote digno de fe: autoridad sacerdotal En Hb 3,1-2, el autor nos invita a considerar la cualidad “digno de fe, autorizado” que se aplica al sacerdocio de Cristo. La cualidad, en griego, pistos, es traducida por muchos como “fiel”. En tal caso tenemos otro aspecto del sacerdocio, la fidelidad en lugar de autoridad. Según esa traducción se trata de la fidelidad de Jesús hacia Dios, en el cumplimiento de su voluntad incluso en la pasión. Ahora bien, el autor nos invita a considerar esta cualidad en el presente de Jesús, en su gloria celeste, y no en el pasado. Traduciendo en presente y no en pasado, el adjetivo “pistos” se traduce como “digno de fe”, que es su sentido primero. Cristo glorificado es “digno de fe para las relaciones con Dios”. En ese contexto, el primer aspecto fundamental del sacerdocio de Cristo y, por lo tanto, del sacerdocio ministerial es la autoridad para las relaciones con Dios. El contexto de la carta pone en paralelo la cualidad sacerdotal de Cristo con una de las cualidades de Moisés, la autoridad (cfr. Nm 12,7), que le hace mediador privilegiado de la palabra de Dios gracias a una relación íntima con él. La carta afirma esa semejanza entre Jesús y Moisés: Jesús, el sumo sacerdote de nuestra profesión de fe, “es digno de fe como Moisés” en la casa de Dios. Esta afirmación se funda en el oráculo del profeta Natán a David, en 1Cro 17, donde la interpretación es claramente mesiánica. En 1Cro 17,14, según la traducción griega, Dios anuncia que hará digno de fe en su casa al hijo de David quien será al mismo tiempo Hijo de Dios. La Carta proclama el cumplimiento de este oráculo en la glorificación de Jesús, hijo de David, Hijo de Dios, Mesías. Así, el autor desenvuelve el primer aspecto fundamental del sacerdocio de Cristo, su autoridad para las relaciones con Dios gracias sobre todo a la mediación de la Palabra de Dios. Este aspecto estaba ya presente en el sacerdocio del Antiguo Testamento. El sacerdote hebreo tenía ante todo una función oracular. La gente lo consultaba en caso de perplejidad o de una dificultad existencial. El sacerdote procedía entonces a un sorteo, efectuado con algunos objetos sacros, los “Urim” y los “Tummim” y determinaba así la respuesta divina que indicaba el movimiento a tomar (cfr. Dt 33,8). Los sacerdotes transmitían “la instrucción” (en hebreo, la Torá) que provenía de Dios y requería poner la existencia en armonía con la voluntad benévola de Dios, asegurando éxito y prosperidad. Moisés había prescrito a los sacerdotes proclamar la ley a los oídos de todo el pueblo. Esta función era importante. Muchas veces los profetas reprochaban a los sacerdotes su negligencia en esta responsabilidad. Para una justa comprensión del sacerdocio de Cristo y del sacerdocio ministerial, es importante estar atentos a este aspecto fundamental. El autor de la carta considerando atentamente a Jesús como el apóstol y el sumo sacerdote de nuestra profesión de fe, ubica el sacerdocio de Cristo en relación con la fe y con la profesión de fe. La primera función esencial del sacerdote es su función en la relación de fe con Dios, porque la fe es la base de toda la vida. Para desarrollar esta función es necesario ser “digno de fe”. La palabra de Cristo es palabra de Dios que exige nuestra adhesión de fe y la hace posible. La insistencia del autor sobre la autoridad sacerdotal de la palabra de Cristo corresponde a la insistencia de los evangelios sobre la autoridad de la enseñanza religiosa de Jesús. Marcos nos muestra cómo desde el inicio de su vida pública, Jesús “se pone a enseñar con autoridad” (cfr. Mc 1,21-22). Esa autoridad se manifiesta en la eficacia para expulsar demonios. Lucas reproduce la misma tradición (Lc 4,32.36). El

sermón de la montaña en Mateo manifiesta una autoridad soberana de Jesús que pone sin dudar su propia autoridad por encima de aquella de la Ley de Moisés. En el Cuarto Evangelio, Jesús se presenta a sí mismo como “digno de fe” afirmando la autoridad de sus palabras (cfr. Jn 12,48-49). La Carta a los Hebreos se refiere a la autoridad de Cristo glorificado en virtud de su pasión. La pasión y la glorificación han conferido a la palabra de Cristo una autoridad manifiestamente divina. ¿De qué modo la palabra sacerdotal de Cristo glorificado alcanza actualmente a los cristianos? La voz de Cristo se hace sentir, sobre todo a través de la predicación de sus enviados, “ministros de la Nueva Alianza”, “dirigentes” de las Iglesias. El autor de la Carta atribuye explícitamente a los “dirigentes” de la comunidad la autoridad de la Palabra (Hb 13,7) que proviene de una participación de la autoridad sacerdotal de Cristo glorificado. Para el autor, “anunciar la Palabra de Dios” de manera autorizada no es posible más que gracias a una relación con Cristo “sumo sacerdote y digno de fe”, que hace presente su mediación sacerdotal a través del ministerio de los dirigentes de su Iglesia. Para que los ministros de Cristo sumo sacerdote digno de fe sean plenamente también ellos dignos de fe, confiables y autorizados, la condición principal es que estén llenos de fe. El servicio de la Palabra de Cristo sumo sacerdote digno de fe exige una perfecta sinceridad y una dedicación generosa. Sólo así el presbítero es también él “digno de fe” (cfr 2 Co 4). 3. Sumo sacerdote “al frente de la casa de Dios”: autoridad sacerdotal Para precisar más la autoridad de Jesús, el autor considera su relación con la casa de Dios añadiendo al aspecto de revelación autorizada el de la autoridad para guiar al pueblo de Dios. Cristo tiene el derecho a la fe en su palabra y a la obediencia de sus mandatos. De manera semejante los pastores de la Iglesia participan de la autoridad sacerdotal de Cristo para guiar hacia Dios sus comunidades. El autor de la Carta insiste en la relación con la casa de Dios (la palabra casa se repite seis veces en Hb 3,2-6). En el Antiguo Testamento, casa de Dios es ante todo el Templo de Jerusalén. El salmo 114, sin embargo, identifica la casa de Dios con el pueblo. Así, no se es “digno de fe” para un edificio, sino para las personas. En el Nuevo Testamento, el tema de la casa de Dios es retomado en una estupenda síntesis cristológica. En su misterio pascual, Cristo aparece como la casa construida por Dios para David y como la casa construida para Dios por el hijo de David. Cristo glorificado es la casa de David, el hijo dado por Dios a David como su sucesor que reinará para siempre. Por otro lado, Cristo resucitado es él mismo la nueva casa de Dios, el nuevo santuario reconstruido en tres días. Observando que Moisés no construyó una casa estable, resulta que la autoridad de Cristo es más grande que la de Moisés. Cristo es el constructor y ocupa por lo tanto una posición superior a la de Moisés. Mientras Moisés es digno de fe “en” toda la casa, Cristo lo es “al frente de” su casa. Añadimos otro argumento sobre la superioridad de Cristo sobre Moisés: la relación con Dios. Moisés no es llamado nunca “hijo” sino “servidor”. Cristo es llamado “hijo” de Dios. El Hijo de Dios (título dado al Mesías en el oráculo de Natán) participa de la

autoridad divina, tanto más que la casa es al mismo tiempo suya (porque la edificó en tres días) y de Dios (porque allí habita y allí encuentra a los creyentes). Los creyentes mismos forman parte de esa casa, son ellos mismos, habitación de Dios “santuario de Dios”(1Co 3,16). En consecuencia, decir que Cristo, sumo sacerdote, está autorizado “como Hijo al frente de su casa” significa que la autoridad sacerdotal de Cristo para las relaciones con Dios comprende también el aspecto de autoridad sobre el pueblo de Dios. Los dos aspectos, autorizado y autoridad, son subrayados en la Carta. La autoridad sacerdotal de Cristo se afirma en Hb 5,9-10 cuando el autor precisa que Cristo, “proclamado sumo sacerdote por Dios”, “es causa de salvación eterna para todos aquellos que le obedecen”. Para beneficiarse de la salvación obtenida por la donación sacerdotal de Cristo, es necesario someterse a su autoridad sacerdotal. La misma enseñanza se encuentra en la importante exhortación que cierra, en el capítulo diez, la exposición de cristología sacerdotal. El autor declara que nosotros, creyentes, tenemos no sólo el derecho de entrar en el santuario divino y un camino para acercarnos, sino también, como guía indispensable, “un sacerdote grande al frente de la casa de Dios” (Hb 10,21). Esto que vale para el sacerdocio de Cristo vale también, en cierta medida, para el sacerdocio de los ministros de Cristo. Lo hace entender así el “autor” al final de la carta (Hb 13). Después de haber recordado que los “dirigentes” de las iglesias participan de la autoridad de Cristo sumo sacerdote para transmitir la Palabra de Dios, él muestra cómo participar (a través de la obediencia) también de la autoridad de Cristo sumo sacerdote para guiar al Pueblo de Dios (Hb 13,17). Los pastores de la Iglesia tienen una responsabilidad sacerdotal y por lo tanto la autoridad correspondiente. Aquel que posee la plenitud de la autoridad sobre la casa de Dios es Cristo. Él es “el gran Pastor de las ovejas” (Hb 13,20), A Él, los dirigentes deberán rendir cuentas. 4. La Misericordia Sacerdotal Aspecto fundamental tratado en Hb 4,15-5,10. El autor ubica la misericordia sacerdotal en relación con la Pasión de Cristo, entendida como manifestación de extrema solidaridad con el sufrimiento y debilidad humana. La Pasión se presenta también como una ofrenda sacrificial, un culto no ritual, sino existencial, lleno de realidad trágica. Para ser verdaderamente sacerdotal, la misericordia debe tener esta doble dimensión de solidaridad humana y de ofrenda a Dios. Esas dos dimensiones se complementan recíprocamente en Cristo. Cristo digno de fe pide nuestra adhesión de fe; Cristo misericordioso suscita nuestra plena confianza. Si él fuera solamente el sumo sacerdote glorificado en los cielos, nosotros quizás podríamos dudar de acercarnos a él, encontrándolo demasiado lejano de nuestra debilidad. Podríamos dudar de su capacidad de comprendernos, de compadecernos. Pero Jesús es persona autorizada, digna de fe por las relaciones con Dios y sacerdote misericordioso lleno de compasión. Así, los pastores de la Iglesia deben unir autoridad y misericordia, instrumentos, al mismo tiempo, de la autoridad sacerdotal de Cristo glorificado y de su extraordinaria misericordia. Esa misericordia que se conquista con la participación en la suerte de la humanidad. Esa participación no es un sentimiento superficial, sino una capacidad adquirida por medio de la experiencia del sufrimiento personal. El autor nos hace comprender que

para compadecer de verdad es necesario haber padecido personalmente. Es necesario haber pasado por las mismas pruebas, los mismos sufrimientos de aquellos a quienes se quiere ayudar. La misericordia de Dios se había manifestado ya en el Antiguo Testamento de muchas maneras, pero le faltaba la dimensión que se expresa en un corazón humano y se adquiere a través de las experiencias dolorosas de la vida humana. Cristo dio a la misericordia de Dios esa nueva dimensión tan conmovedora como reconfortante, una misericordia que es al mismo tiempo divina y humana. El Antiguo Testamento no ignora del todo el aspecto de misericordia sacerdotal aunque destaca más la relación del sacerdote con Dios. En el Sacerdocio de Cristo, la misericordia asume dimensiones inauditas. Jesús acoge a los pecadores y los acepta comiendo con ellos. Jesús citando a Oseas, echa en cara a los que le critican su misericordia. La generosidad personal que Dios pide en Oseas (6,6), la “he’sed”, se transforma en Jesús, en la generosidad del Padre hacia los hombres. Todo su ministerio fue una revelación de su misericordia hacia los enfermos, los endemoniados, las gentes abandonadas y, sobre todo, los pecadores. En el momento mismo de su crucifixión, él invoca el perdón del Padre para sus verdugos. De ello, sin embargo, no se puede concluir que la lucha contra el pecado fuese simplemente abandonada por Jesús. Esta lucha, también, fue conducida por él de un modo mucho más radical y eficaz, fue una lucha contra el pecado, pero nunca jamás contra los pecadores. Esta es la diferencia radical. Jesús tomó sobre sí la suerte de los pecadores para liberarlos del pecado. Transfirió la lucha a su misma persona según la voluntad salvífica del Padre. La muerte humana, consecuencia y castigo del pecado, llegó a ser para él un medio para hacer sobreabundar el amor. Con el don total de sí, él sustituyó todos los sacrificios rituales antiguos y obtuvo aquello que ellos pretendían en vano alcanzar: la alianza, la comunión entre los seres humanos y Dios. La muerte de Jesús no fue un sacrificio ritual, sino un acto de extrema misericordia. La Carta a los Hebreos nos enseña que, por medio de la misericordia, Jesús adquirió la plena capacidad de misericordia sacerdotal; llegó a ser sumo sacerdote misericordioso en capacidad de borrar los pecados del pueblo (Hb 2,17). El autor une, en este pasaje, la misericordia sacerdotal de Cristo a la aceptación, por su parte, de una completa semejanza con sus hermanos miserables. El autor precisa que esa semejanza no se extiende al pecado. Aquí podría surgir una pregunta: ¿la ausencia de todo pecado en Cristo no disminuye quizás su capacidad de misericordia? A primera vista se podría pensar que sí, pero en realidad no es así. El pecado no contribuye jamás a establecer una solidaridad auténtica; es siempre un acto de egoísmo que crea división; es ausencia de solidaridad, como nos lo demuestra la experiencia y la Escritura: Acusaciones mutuas después del pecado original en el capítulo tercero del Génesis o el episodio del becerro de oro en Éxodo 32. La auténtica misericordia hacia los pecadores consiste en asumir generosamente su situación dramática provocada por los pecados y ayudarles a salir de ellos. Es esta la misericordia que Jesús tuvo. Tomó sobre sí la culpa de los seres humanos, incluyendo el suplicio de los peores criminales, la cruz, sin haber contribuido en absoluto a provocar estas penas y castigos. Todo ser humano, también el más culpable, puede sentir la presencia de Jesús a su

lado: los peores criminales encuentran junto a la propia cruz aquella de Jesús misericordioso, compasivo, solidario. Respecto al pecado, el Antiguo Testamento estaba muy preocupado por la pureza del sacerdocio, exigiendo del sacerdote una pureza ritual y absoluta prescrita minuciosamente. No exigía que el sacerdote estuviera sin pecado; no lo podía exigir porque ninguno estaba sin pecado, incluido el sumo sacerdote. En el Nuevo Testamento encontramos un sumo sacerdote que está sin pecado y está lleno de misericordia generosa por los pecadores. ¿Cuál es el resultado para quien participa en la dimensión pastoral del sacerdocio de Cristo? Primero debe reconocer que los ministros ordenados de la Iglesia son hombres pecadores; su situación de partida no difiere de aquella de los otros, tienen ellos mismos una necesidad esencial de la misericordia sacerdotal de Cristo. No obstante su ideal debe ser el de asemejarse lo más posible a Cristo, sumo sacerdote sin pecado, pleno de misericordia por los pecadores; deben por tanto sentirse pecadores perdonados que no pecan más y tienen así el corazón completamente disponible para la caridad pastoral de Cristo. De nuevo en esto su modelo será al apóstol Pablo, que se confiesa pecador pero receptor de la gracia de Dios. Pablo es ahora un pecador perdonado que no volverá a pecar. Habla muchas veces de sus debilidades, pero no se trata nunca de debilidades culpables, sino de padecimientos y dificultades de todo tipo, preocupaciones, temores, tristezas, “ultrajes”, necesidades, persecuciones, angustias. Debilidades de las cuales Pablo se puede gloriar porque son una participación en la pasión de Cristo (2Co 1,5). Tienen una orientación de misericordia hacia los demás. 5. Misericordia sacerdotal y ofrenda sacrificial En Hb 5,5-10 encontramos una reflexión sobre el sacerdocio que puede parecer genérica porque empieza con una definición de “todo sumo sacerdote”. Sin embargo el pasaje se encuentra orientado de forma particular a la misericordia sacerdotal y explica por qué el sumo sacerdote puede brindar misericordia, gracia y ayuda. Las puede ofrecer por el vínculo que lo une a los seres humanos: vínculo de origen, porque es tomado de entre los seres humanos; vínculo de destino, puesto que es constituido a favor de los hombres y porque está capacitado para tener comprensión hacia aquellos que no saben y se pierden estando también él revestido de debilidad. El aporte específico de este texto consiste en la relación establecida entre la misericordia sacerdotal y la ofrenda sacrificial presentada a Dios. La definición de inmediato es precisada en este sentido por medio de una proposición final: “Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5,1). La misericordia, para ser verdaderamente sacerdotal, debe obrarse con una ofrenda sacrificial presentada a Dios. La relación con Dios es esencial. La misericordia del sacerdote consiste ante todo en ese ser solidario con los seres humanos “delante de Dios”. Como el pecado es lo que nos separa de Dios, la misericordia más necesaria es aquella portadora de remedio contra el pecado y que restablece la relación positiva con Dios, fuente del amor, de la paz y de la alegría. Esta es precisamente la misericordia sacerdotal. Cristo llegó a ser “misericordioso y Sumo Sacerdote digno de fe …en orden

a expiar los pecados del pueblo” (Hb 2,17). Por ese motivo murió por nuestros pecados. La ofrenda de Cristo se revela muy diferente a las ofrendas rituales del sacerdocio antiguo, porque es personal y existencial. Brota de una situación humana dramática que provocaba una angustia extrema, porque se trataba de vida y de muerte. Cristo no realiza ritos preestablecidos sino que expresa su angustia personal. Su ofrenda consiste en poner su situación dramática en relación con Dios presentándola a Dios. La relación con Dios fue auténtica, porque Cristo no pretendía imponer su voluntad a Dios; sus ruegos eran una ofrenda presentada a él “con reverencia”, dejándole la libre elección de la solución. Cristo, en verdad se hizo “semejante en todo” excluyendo el pecado, en su Pasión (Hb 5, 7-8). En ella, sacerdotalmente, puso nuestras pruebas y sufrimientos en relación con Dios. Y de ella ha hecho un medio de unión perfecta con Dios en la docilidad generosa, mientras al mismo tiempo, de ella hacía un medio de unión perfecta con nosotros, los seres humanos, en la solidaridad fraterna. La afirmación que Cristo en la pasión “aprendió la obediencia” nos revela hasta qué punto llega su misericordia sacerdotal: el punto de aceptar, en provecho nuestro, una transformación personal dolorosa. Ciertamente Jesús nunca fue desobediente al Padre. Presentó incluso la actitud previa a la obediencia de la disposición a obedecer, y por otra parte, la virtud de la obediencia adquirida por medio de las pruebas. Humanamente hablando, sólo quien afronta y supera las pruebas más duras conquista la virtud de la obediencia. Antes puede tener disposición a obedecer, pero no aún la virtud probada. Jesús aceptó esta ley de la naturaleza humana. Nuestra naturaleza, deformada por la desobediencia del pecado, debía ser radicalmente restaurada. Todo el ser humano debía rehacerse en el crisol de la prueba. El sufrimiento y la prueba deben ser afrontados y transformados en ocasión de obediencia perfecta a Dios tanto como de completa solidaridad humana. El ser humano pecador era incapaz de esa generosidad. Por eso el Hijo de Dios asumió nuestra naturaleza humana en su estado de decadencia debido al pecado, la condición de esclavo que describe Pablo, y vino en una carne semejante a aquella de pecado con el fin de asumir él la transformación que nos era necesaria y hacernos así conformes al proyecto de Dios. La misericordia sacerdotal se obró con este género de ofrenda sacrificial que asumió toda la trágica realidad de la existencia humana abriéndola a la corriente de amor que procede de Dios produciendo una renovación radical de la naturaleza humana, adecuándola a la perfecta comunión con Dios y la gloria celeste. Esta actuación de la misericordia sacerdotal de Cristo no es posible repetirla porque nadie tiene su misma capacidad. Tampoco es útil repetirla porque alcanzó plenamente el objetivo de modo definitivo, “ephapax”, de una vez para siempre. Los sacerdotes cristianos la deben sólo hacer presente sacramentalmente, según el precepto de Jesús: “haced esto en memoria mía”. Deben asumir el dinamismo de su ministerio siguiendo el ejemplo de Cristo, es decir, no olvidar que la misericordia sacerdotal consiste, ante todo, en establecer una relación transformante entre la realidad de la existencia humana y la santidad misericordiosa de Dios. Y esto en primer lugar en la propia vida, por medio de una oración impregnada de preocupaciones y penas, proyectos y actitudes, poniéndolo todo en relación viva con el Salvador, de manera que se pueda ayudar después a los fieles a vivir en comunión con

Dios. Conclusión Los aspectos fundamentales del sacerdocio según el Nuevo Testamento se expresan, en la Carta a los Hebreos, con las dos cualidades dadas a Cristo Sumo Sacerdote: “digno de fe” y “misericordioso”. Un sacerdote, debe tener esas cualidades para tener la capacidad de poner al pueblo en relación auténtica con Dios y para saber acoger la miseria humana y venir en su ayuda. Cristo posee en plenitud esas dos capacidades de relaciones. Él se las comunica a sus representantes, los sacerdotes de la Iglesia, obispos y presbíteros. Cada una de las dos cualidades comprende dos aspectos: “digno de fe” comprende el aspecto de estar autorizado para transmitir auténticamente la Palabra de Dios, autoridad para indicar a los fieles la voluntad de Dios y guiarlos por los caminos del Señor. Para ser “digno de fe”, el ministro de Cristo debe estar él mismo lleno de fe y ser dócil a Dios. “Misericordioso” comprende dos aspectos: la capacidad de compasión por la miseria humana y la capacidad de transformación por medio de la ofrenda a Dios. El ministro de Cristo, para ser misericordioso, debe aceptar compartir, como Cristo, la suerte de los hermanos y debe, por otra parte, unir su vida concreta y la de los fieles a la ofrenda personal y existencial de Cristo. En todo esto vemos con cuánta profundidad la comprensión del sacerdocio ha sido renovada por la revelación de Cristo. Condensó: JOSEP M. BULLICH, S.J.