Arte

Y CEREBRO

Enrique Soto Eguibar Fotografiar, es poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo punto de mira Henri Cartier-Bresson

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Qué sucede cuando encaramos una obra de arte?, ¿qué pasa en el organismo, en el cerebro?, ¿por qué sentimos, ante algunas obras, una profunda emoción que en diversas circunstancias puede llevarnos al llanto o al éxtasis?, ¿qué determina nuestros gustos artísticos, nuestras preferencias y maneras de reaccionar ante diversas obras? Habremos de buscar respuesta en los tres aspectos sintetizados por CartierBresson (2003): la inteligencia, los sentidos y la emoción. Una idea dominante en nuestro medio es que la creación y la apreciación artística constituyen un asunto exclusivamente de orden cultural. Sin embargo, la experiencia cultural deviene tal en un cierto individuo, una persona; no es una entidad, “nuestra cultura”, la que se emociona, llora o alcanza el éxtasis; es el individuo

como un todo, producto del devenir del yo genético en un cierto espacio de experiencias el que participa en el proceso. Si entendemos que lo que el individuo piensa, siente o imagina son todos procesos mentales y que estos suceden en un cerebro en concreto, habremos de preguntarnos ¿cómo es la dinámica cerebral del individuo al confrontarse con el arte?, ¿qué sistemas cerebrales se activan o inactivan durante la experiencia estética?, ¿qué sentido tiene, desde una perspectiva biológica el placer estético? MOTIVO

Reflexionar sobre el cerebro y el arte desde esta perspectiva me lleva a la pregunta sobre la naturaleza y el arte: ¿es el arte un fenómeno exclusivamente humano? Pensando en el arte y los animales viene a la mente el pavo real: expresión de un exceso. ¿Qué función tiene la enorme cola del pavo real, cuyo despliegue nos llena de miradas? Existe consenso en que se trata de una función de tipo sexual. Le permite al pavo mostrar su esplendor a las hembras. Evidentemente la cola METAPOLÍTICA núm. 56 | noviembre-diciembre 2007

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SOCIEDAD ABIERTA l ENRIQUE SOTO EGUIBAR constituye un estorbo, y entre más grande y voluminosa implica más requerimientos nutricionales y hace más difícil para una de estas aves escapar de un predador. Por ello, los animales con una gran cola tienen necesariamente que poseer características que compensen esa desventaja: una gran inteligencia, fuerza excepcional, ser muy veloces, etcétera. Es decir, los pavos que despliegan una cola grande tienen características genéticas que favorecen enormemente su supervivencia, hecho que no pasa inadvertido para las hembras, que sistemáticamente seleccionarán para el apareamiento a los machos con una cola mayor. Este tipo de fenómeno se ha estudiado muy bien en los peces, animales a los que sus colores vistosos o grandes apéndices móviles, los hacen en principio más vulnerables ante sus predadores, pero más incitantes para las hembras de su especie. El desplante tiene riesgos y recompensas. En animales superiores, por ejemplo en el mandril, el animal dominante en su grupo social desarrolla una enorme y ostentosa estructura facial que permite identificarlo a distancia; en los gorilas, el macho dominante es generalmente enorme y tiene el lomo plateado. La pregunta que se hace evidente es entonces si existe algo similar en el hombre. Curiosamente no parece ser el caso. Los humanos no parecemos desplegar atributos corporales excepcionales que nos hagan excepcionalmente atractivos, contrario a lo que puedan pensar algunos fisicoculturistas y diversos deportistas; aunque vale la pena mencionar que se ha propuesto que la curvilinealidad de las rubias tipo Marilyn Monroe, que tan excitante nos resulta a los humanos del sexo masculino, podría relacionarse con la capacidad reproductiva de las mujeres, y por ello resultar evolutivamente ventajoso el aparearse con las hembras más curvilíneas. Cuál es el grado de verdad en esta afirmación es difícil decirlo, pero resulta una buena justificación para los bajos impulsos que ocasionalmente experimentamos ante algunos miembros de nuestra especie (Diamond, 1992). ¿En qué grado la creación artística es también una exceso orientado a inquietar a los miembros de nuestra especie?, ¿la enorme admiración que suscitan los artistas es de alguna forma análoga a la excitación sexual, al irrefrenable impulso que sufrirán las hembras del pavo real al verle con toda su “pavorrealidad” desplegada ostentosamente? Es probable que no exista una respuesta precisa a la pregunta, pero la idea de que ambos fenómenos estén relacionados no deja de ser atractiva. Consecuentemente, el arte sería una forma del individuo de METAPOLÍTICA núm. 56 | noviembre-diciembre 2007

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sobresalir en relación al resto. Imagino la admiración que habrán ocasionado los primeros cazadores que, luego de abastecer a su comunidad, tenían todavía fuerzas para dedicarse a decorar sus cuevas de la forma en que aún hoy podemos admirar en Altamira y Lascaux. En fin, queda abierta la posibilidad de que el arte sea una expresión que permite al sujeto competir con ventaja en busca de parejas en su comunidad; la obra, sin perder un ápice de su valor y significado, sería en última instancia una moneda de cambio para las relaciones sociales (sexuales) del sujeto. En esta visión, el arte, al menos en sus orígenes (previo a la existencia de un sistema educativo institucional), es una forma sublimada del erotismo —un ritual de apareamiento—. Ni duda cabe que si exploramos entre los artistas, muchos habrá que no coincidan con esta visión. Habrá quien, entre los miles y miles de artistas hoy vivos, tenga cero sensualidad. Cabe aclarar entonces que me estoy refiriendo a los orígenes, al impulso creativo primigenio que lleva a un individuo a realizar una obra que es en esencia inútil —en términos de sobrevivencia— pero que le confiere un extra del que los demás carecen. Después, una vez metido en el mundo del arte los motivos del artista pueden ser muchos, algunos relevantes, otros mundanos y, en ocasiones, seguramente hasta mezquinos. De hecho, algunos casos como el de Mozart contribuyen a reforzar esta idea. Según sabemos Mozart inició como un niño prodigio; esto quiere decir que gracias a que nació en Salzburgo y a que su padre era músico, tuvo la oportunidad desde muy pequeño de jugar con instrumentos musicales y desarrollar así su genio. Seguramente otra historia sería si Mozart hubiera nacido en un país de la costa africana donde muy probablemente habría sido atrapado y transportado como esclavo a alguna región lejana; entonces seguramente habría sido reconocido como un simpático “negrito” vivaracho, pero nada o poco del genio musical se habría manifestado. ¿Qué habría hecho Mozart con un tambor?, ¿ritmos fascinantes y complejos o tan sólo un tam tam más? Hago esta disquisición imaginaria para enfatizar que si bien en este ensayo desarrollo una mirada al arte desde la perspectiva de la biología, no conviene perder de vista, aunque sea en el entretelón, que los factores culturales y educativos son fundamentales en el hombre moderno. Como sea, Mozart muy pronto también desarrolló una enorme y precoz sensualidad y, según sabemos, la música fue el medio por el cual se hizo conocido en el bajo mundo

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de su época, en el cual se comportaba como un simple pilluelo. Un gallo grande y tornasolado que alborota en el gallinero.

PASIÓN

Cartier-Bresson apunta correctamente a un aspecto del problema: el corazón. El corazón es una forma metafórica de referirse a la emoción y a las pasiones que el arte encierra y expresa. Ciertamente, cuando experimentamos un estado emocional muy intenso, por ejemplo un susto enorme, una gran ansiedad o una pasión amorosa, parece que fuera el corazón quien le avisara al cerebro lo que sucede. De hecho, Antonio Damasio (1996) ha propuesto que efectivamente conocemos de nuestras emociones a través de nuestro cuerpo. Sea metafórica o no, la idea de Cartier-Bresson, creo compartida por una gran mayoría, es que las emociones juegan un papel fundamental en la creación artística. Se concibe al arte como una forma de dar salida a emociones y pasiones internas que producen una efervescencia creativa en el sujeto. Quizá nada más cercano a esta visión del arte que la poesía y, dentro de ella, la poesía amorosa. Los sistemas neuronales que originan la expresión emocional parecen haberse desarrollado a lo largo de la evolución en relación con una serie de conductas innatas que tienden a preservar la vida del individuo. En el hombre moderno, las emociones tienen una connotación doble: algunas de ellas son indeseables y socialmente reprobadas, como la furia y la violencia; otras, altamente satisfactorias y sutiles, como las reacciones afectivas y el sentimiento amoroso, son aceptadas y promovidas socialmente. Algo parece indudable: la activación de los sistemas neuronales encargados de las emociones otorga a la experiencia consciente una calidad peculiar, la intensidad de las vivencias se magnifica y, por decirlo de alguna forma, cuando nos emocionamos, pensamos no sólo con el cerebro, sino también con el cuerpo. Los estímulos capaces de despertar una respuesta emocional varían de una cultura a otra, pero sus mecanismos y la respuesta corporal que producen son invariables, y todos los hombres del mundo, sea cual sea su origen, apariencia, actitud o filiación, expresan respuestas emocionales similares, incluyendo muy probablemente esa experiencia emocional compleja que es el goce estético. A los miembros de la tribu tutsi son sus vacas las que les inducen dicho goce: “El tutsi se

sienta en el umbral de su choza y contempla sus rebaños paciendo en la pendiente de la montaña. Esta visión lo llena de orgullo y felicidad” (Kapuscinski, 1998). El placer estético resulta de las interacciones entre procesos cognitivos y sistemas emocionales. Según Jean Pierre Changeaux (1997), “el placer estético hace intervenir, de manera concertada, conjuntos de neuronas que unen las representaciones mentales más sintéticas, elaboradas por el córtex frontal, con estados de actividad definidos del sistema límbico”. Existe entonces un complejo “diálogo” neuronal estructurado entre las regiones relacionadas con el pensamiento racional, como lo son las regiones frontales del cerebro, y aquellas que se relacionan con la expresión de conductas emocionales. Así, esa singular experiencia y la profunda emoción que nos invade cuando observamos una obra de arte, se produce debido a la activación conjunta de grandes grupos neuronales de las regiones neocorticales (relacionadas con procesos cognitivos complejos) y de regiones subcorticales (áreas relacionadas con la generación de emociones y sentimientos). Podemos imaginar que algo similar sucede cuando, al ir caminando distraídamente en un sendero, nos encontramos frente a frente con una serpiente, tan sólo una mirada de soslayo producirá en nosotros una fuerte reacción emocional: inicialmente nuestra atención se centra en el objeto, pero al identificarlo plenamente una descarga de adrenalina nos hace sabernos con un gran temor y prestos para huir o defendernos del ataque del ofidio. Esta condición tiene la misma base neurobiológica que la emoción artística, y no dudo que habría artistas dispuestos a vender su alma al diablo a cambio de que sus obras despertaran reacciones tan intensas como las que suscita mirar una víbora o, para algunos, tan sólo imaginar una tarántula.

COGNICIÓN

La visión de Cartier-Bresson introduce también otro elemento en la ecuación: la idea de orden superior, el cerebro que apunta; es decir, los procesos cognitivos que a partir de un medio cambiante dan origen al mundo interior. El mundo visible deviene en un mundo real gracias a la operación del intelecto. En el campo de la cognición y el arte el trabajo de Semir Zeki (1998; 1999) ha marcado la pauta a seguir. Este autor ha abordado exclusivamente el estudio de la METAPOLÍTICA núm. 56 | noviembre-diciembre 2007

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SOCIEDAD ABIERTA l ENRIQUE SOTO EGUIBAR corteza visual y, consecuentemente, de las artes plásticas. Según Seki, los diferentes estilos que pueden identificarse dentro de ellas se relacionan directamente con funciones de diferentes áreas en el sistema visual. Desde el fauvismo hasta el arte cinético, desde Mondrian hasta Vermeer, cada uno de los estilos y formas del arte tiene un correlato neurofisiológico específico que es hoy identificable a nivel celular gracias a los estudios neurocientíficos. La idea es entonces que el arte es una extensión de nuestra actividad cortical, ahí se originan los objetos artísticos y producen su efecto cuando activan ciertas áreas corticales. La idea es, en cierto sentido, análoga a las de Marshall McLuhan (1969), quien identificó a los medios como extensiones de nuestros sentidos. Los medios condicionan el mensaje, nuestra estructura y función cortical condicionan el arte. La corteza cerebral funciona como un sistema de búsqueda activa de información. Diferentes áreas se encargan de la detección de la forma, el movimiento, el color, el tamaño, etcétera. En una etapa inicial, las características de la escena visual se segregan en sus elementos constituyentes: forma, color, movimiento. De hecho, la información relativa al movimiento y la forma ya a nivel subcortical viajan separadas. Luego de este proceso analítico viene un proceso de síntesis que lleva al reconocimiento de los objetos visuales. Entre los procesos de reconocimiento destaca la constancia del objeto. Para entender este proceso pensemos en un ejemplo: un viejo Volkswagen escarabajo. Visto de frente tiene un cierto aspecto, completamente diferente al que presenta cuando lo observamos de lado, y diferente también a su parte posterior. Es más, imaginemos la parte posterior vista de día y vista en la oscuridad son: en el aspecto visual, claramente diferentes; de hecho, la diferencia visual entre la parte posterior de un VW de día y de noche es mayor que la diferencia entre cualesquiera dos rostros humanos. Sin embargo, a través del proceso de integración y de un complejo proceso de categorización, el cerebro reconoce como un mismo objeto a todas estas imágenes visuales enormemente diferentes; a esto lo llamamos la constancia perceptual del objeto. Habremos de aceptar que de alguna manera el cerebro identifica los elementos que forman la esencia visual del objeto y forma una imagen mental del mismo (¡estas ideas me suenan a Platón!). Los objetos artísticos se han formado a lo largo de la historia de la misma manera, enfatizando el movimiento, la forma, el color, el rostro (que, por cierto, requiere de un área visual especial para su reconocimiento). Por ejemplo, si se analizan las METAPOLÍTICA núm. 56 | noviembre-diciembre 2007

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formas que se han usado en los experimentos neurofisiológicos para el estudio de la visión (Hubel y Wiesel, 1979) y se comparan con la pintura de Mondrian, las similitudes son sorprendentes y muy sugestivas de que ambas están intelectualmente emparentadas. De hecho, las reflexiones acerca del cubismo (Hockney, 2002) indican que parte del interés de los cubistas era el sintetizar el objeto mental —típicamente tridimensional y múltiple— en el plano pictórico. Pensemos en el fabuloso Desnudo descendiendo una escalera de Duchamp (1912), que retrata lo imposible: el movimiento, el tiempo. En el arte contemporáneo, por ejemplo, se ha logrado algo en principio imposible en la naturaleza: disociar el color de la forma. Mark Rothko lo logra y su pintura se traduce en procesos cerebrales muy complejos que llevan a un efecto placentero sólo tras un período de quieta observación reflexiva. ¿Por qué se requiere de observación atenta para disfrutar estas obras? Justamente porque producen procesos de activación cortical peculiares que difícilmente se llegan a producir de manera natural. Cabe destacar los casos de artistas que han sufrido alguna clase de daño cerebral menor, que no produce alteraciones ostensibles en la vida del sujeto, y en los que, sin embargo, puede demostrarse que luego de la lesión muestran un cambio significativo en su estilo artístico (Andoni, et al., 2005). Estos casos indican que alteraciones cognitivas menores debidas a una lesión cerebral focal pueden tener un impacto significativo en la expresión artística. De hecho, Zeki (1999) ha avanzado la hipótesis de que el peculiar colorido de las obras de Matisse es debido a que él padeció una cierta forma de acromatopsia. Parte del problema para responder interrogantes sobre el arte es que nada parecido al gusto estético puede estudiarse en los animales de laboratorio y, lamentablemente, el conocimiento de la fisiología cerebral se basa fundamentalmente en estudios realizados en animales. Sin embargo, el desarrollo reciente de las técnicas de Tomografía de Emisión de Positrones (PET, por sus siglas en inglés) y Resonancia Magnética Nuclear (RMN), ha permitido estudiar la dinámica cerebral en individuos despiertos y que ejecutan diversas tareas intelectuales. Se ha avanzado corroborando ideas en torno a que el hemisferio derecho parece participar en tareas holístico espaciales más que en las lógico verbales, que activan fundamentalmente áreas del hemisferio izquierdo. Se ha demostrado también que, en el caso de la música,

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las áreas que se activan en sujetos entrenados en ejecución musical son completamente diferentes a las que se activan en sujetos sin enseñanza musical formal. Estos estudios han permitido corroborar que diferentes tipos de estímulos activan inicialmente subregiones cerebrales relacionadas con el procesamiento sensorial específico, y posteriormente se activan áreas de asociación temporales y frontales y, si el estímulo es competente, entonces se activan también regiones cerebrales involucradas en el procesamiento emocional.

COLOFÓN

La producción artística es una forma de ostentación. En el caso de los animales son sus plumajes, colores y desplantes conductuales en el ritual de apareamiento lo que los hace atractivos; en el hombre estos atributos externos no existen, y el arte es uno entre muchos sustitutos. El proceso de creación es, en cierto sentido, autopoiético. Es una transformación del yo conciente que se produce en respuesta a un entorno y con base en el

sujeto mismo (Maturana, 1983). Esta actividad se autoproduce cada vez con mayor frecuencia en un mismo individuo. La creatividad es como un torbellino en un río caudaloso: se inicia por una pequeña perturbación del flujo del pensamiento, y culmina en un acto conductual que consume el total de las energías. Es un torbellino que arrastra de forma violenta el flujo del pensamiento hacia sí mismo: una obsesión. La obra de arte activa regiones corticales específicas y redes neuronales relacionadas con la expresión emocional y el placer. El flujo del pensamiento adquiere entonces su muy peculiar calidad emocional. El individuo en pleno se hace consciente de su circunstancia. La creación y la contemplación devienen en goce estético cuando el flujo del pensamiento racional, la percepción del objeto, sonido, olor o sabor, induce una dinámica cerebral tal que, con base en nuestra experiencia vital y con toda nuestra cultura a cuestas, sufrimos de forma involuntaria cambios corporales como piloerección, finos temblores, palpitaciones, etcétera. Entonces, emocionados, gozamos en el más profundo sentido del término. ■

REFERENCIAS Annoni J. M., G. Devuyst, A. Carota, L. Bruggimann y J. Bogousslavsky (2005), “Changes in Artistic Style after Minor Posterior Stroke”, Journal of Neurology, Neurosurgery and Psychiatry, núm. 76. Cartier-Bresson, H. (2003), Fotografiar del natural, Barcelona, Gustavo Gili. Changeux, J. P. (1997), Razón y placer, Barcelona, Tusquets. Damasio, A. R. (1996), El error de Descartes, Barcelona, Crítica. Diamond, J. (1992), The Third Chimpanzee (Evolution and Future of the Human Animal), Nueva York, Harper and Collins. Hockney, D. (2002), Hockney on ‘Art’: Conversations with Paul Joyce, Londres, Little Brown.

Hubel, D. H. y T. N. Wiesel (1979), “Brain Mechanisms of Vision”, Scientific American, núm. 241. Kapuscinski, R. (1998), Ébano, Barcelona, Anagrama. Maturana, H. y F. Varela (1983), El árbol del conocimiento, Barcelona, Debate. McLuhan, M. (1969), La comprensión de los medios como las extensiones del hombre, México, Diana. Zeki, S. (1999), Inner vision (An Exploration of Art and the Brain), Oxford, Oxford University Press. Zeki, S. (1998), “Art and the Brain”, en G. M. Edelman y J. P. Chageeus (eds.), The Brain, New Brunswick, Transaction Publishers.

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