Julio Cortázar, Literatura y revolución

Argentina: optimismo e ilusiones perdidas

Caída

o aterrizaje en plena conflagración planetaria

Un mes después de iniciada la Primera Guerra Mundial, el 26 de agosto de 1914, y a causa de un viaje comercial y diplomático, nació en Bruselas, Bélgica —país recién ocupado por Alemania—, el escritor argentino Julio Cortázar, quien 36 años después describiría con cierta amargura la pertenencia de un personaje a la cultura pampanea como “un maldito azar geográfico”. Su padre, integrante de una misión comercial, su madre y una hermana menor, retornaron con él a la Argentina cuatro años más tarde, una vez concluido aquel conflicto bélico. Esa temporada europea, primero en la capital de Suiza, país neutral, donde nació su única hermana, y posteriormente en Barcelona, España, lo marcó en su manera de ser y hablar —con una r afrancesada que nunca dejó de pronunciar. Sin embargo, su infancia y sus años de formación —en escuelas públicas—, su inicio profesional en la docencia y en la literatura, los vivió en Argentina, donde Cortázar participó del espíritu rioplatense que mira en Europa su destino. Más tarde cambió esa actitud; pero esta transformación que Luis Harrs calificó de “problema misterioso y desconcertante”, estuvo relacionada con la historia particular de su país y con su vocación literaria, en concordancia con las líneas trazadas por el carácter nacional: “Cortázar, como buen argentino, es un hombre multilateral, de cultura ecléctica.”1 Ese carácter era propio de un país de inmigrantes que se formó en el último cuarto del siglo XIX y en las dos primeras décadas del XX, cuando de la prosperidad y el optimismo en el futuro nacional se pasó a una situación de crisis y frustración.

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Francisco Emilio de la Guerra Castellanos Las

leyes de la naturaleza... oligárquica

Al igual que en la mayoría de los países de América Latina, en Argentina se desarrolló un modelo de dominación oligárquico, aunque basado en parte de los planteamientos modernizadores de Sarmiento y Alberdi, quienes propusieron importar la civilización europea por medio de la inmigración, con el fin de crear una sociedad de pequeños propietarios, según el ejemplo de Estados Unidos.2 El éxito de la política de inmigración se reflejó en el incremento de la población. Entre 1857 y 1950 ingresaron al país nueve y medio millones de personas, la mayoría italianos y españoles, de los cuales cuatro millones se radicaron definitivamente y afectaron la composición poblacional del país. En 1914, el 30 por ciento de los habitantes era de origen extranjero, para descender en 1947, según Carlos Floria, a sólo 14 por ciento.3 Pero la inserción fácil y rápida de la economía argentina en el mercado mundial —bajo el dominio inglés durante el siglo XIX— frustró ese proyecto; la prosperidad inmediata a que dio lugar hasta la crisis mundial de 1929, alentó un sentimiento de orgullo y optimismo nacional y creó la imagen de una sociedad que sin ser moderna ni burguesa aparentaba serlo.4 Este proceso de integración a la economía mundial fue generalizado en la América Latina, que desempeñó el papel más débil, como productora de materias primas, y se subordinó “a los vaivenes del orden neocolonial”.5 En su caso, la oligarquía argentina tuvo la suerte de encontrar circunstancias diferentes a las del resto de la región. Acerca de estas distintas condiciones sociales y económicas, Agustín Cueva ubicó a Argentina dentro de la región latinoamericana donde el peso de los elementos y formas precapitalistas de producción fueron más débiles, pero no por eso fuera de la línea de desarrollo capitalista que denominó “vía oligárquica”, contraria a la “vía farmer” o de pequeños propietarios agrícolas desarrollada en Estados Unidos: La vía “oligárquica” seguida por nuestro capitalismo no conduce desde luego a un estancamiento total de las fuerzas productivas, pero sí es una de las causas principales de su desarrollo lento y lleno de tortuosidades, mayor en extensión que en profundidad. Resulta claro, por lo demás, que en América Latina el ritmo de 16

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Julio Cortázar, Literatura y revolución este desarrollo varía en razón inversa al grado de “hibridez” de las relaciones sociales de producción.6 Así, la formación del gran latifundio coincidió en tiempos en Argentina y México, pero las estructuras sociales eran distintas. Mientras en países como México, Guatemala y Perú, las masas de indios —o de ex esclavos negros en el caso de Brasil— ocupaban la posición más baja de la escala social y eran objeto de explotación y desprecio, en Argentina no existió esa situación. Tiempo antes, mediante la filosofía positivista y el darwinismo social, que hacían una valoración racista de los elementos humanos del “progreso”, se había justificado el exterminio de las tribus nómadas de la Patagonia. David Viñas cita los Apuntes de la cartera sobre la conquista del desierto, del general Julio A. Roca, presidente argentino de 1880 a 1886 y de 1898 a 1904, quien dirigió en 1879 la campaña de conquista de la Patagonia —un “desierto” para la floreciente oligarquía: “Es por efecto de una ley de la naturaleza que el indio sucumbe ante la invasión del hombre civilizado. En la lucha por la existencia en el mismo medio, la raza más débil tiene que sucumbir ante la mejor dotada...7 Para suplir a los indios se decidió promover la colonización blanca. Argentina se pobló con una inmigración europea, destinada originalmente a la ocupación de la Pampa y a la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas; sin embargo, no ocurrió así, por lo contrario, esta población fue proletarizada en su mayoría y sólo una pequeña minoría se ubicó en la periferia del gran latifundio y en las ciudades. Los inmigrantes fueron vistos con recelo y sufrieron el desprecio de parte de la oligarquía, pero un sector de ellos pudo sobreponerse a su situación y dar origen a una clase media pujante y cuestionadora del orden social, aunque sin desafiar seriamente las bases del sistema. Lo anterior se debió a la exitosa participación de Argentina en el mercado mundial, a la relativa bonanza que hizo tolerable su estrecha dependencia de la economía inglesa, principalmente, a la que cedió los sectores más modernos ligados a la estructura de producción latifundista de granos y ganado: los ferrocarriles, los frigoríficos y los puertos. La red ferroviaria, bajo dominio mayoritario de capital inglés, creció Literatura y Revolución en América Latina

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Francisco Emilio de la Guerra Castellanos de 10 kilómetros en 1857 a 16 mil 600 en 1900, hasta alcanzar 38 mil 634 en 1938, con líneas trazadas de acuerdo con los intereses de la economía agroexportadora, centralizadas en el puerto de Buenos Aires. En cuanto a los frigoríficos, que manejaban las exportaciones de carne congelada, para 1930 sólo existían dos empresas nacionales que manejaban 10 por ciento de la producción; uno de ellos, el Gualeguaychú, con 45 mil pesos de capital y una exportación de 0.67 por ciento del total, pagaba al Estado 24 mil 300 pesos en impuestos anuales, mientras el Anglo, el más importante de los de capital inglés, sólo contribuía con tres mil 700 pesos. La exportación de carne vacuna congelada, en tanto, creció de tan sólo 28 reses en 1883 a 28 mil cabezas en cuartos para 1899, y alcanzaría un promedio anual de un millón 278 mil 629 entre 1910-1914 y de 2 millones 500 mil entre 1930-1934. Del mismo modo, de una exportación de apenas 109 toneladas de trigo en 1878, para 1909 Argentina se convirtió en la principal exportadora de cereales del mundo, con un promedio de 2 millones 100 mil toneladas de trigo, que llegarían a 4 millones 200 mil entre 1925-1929.8 Los beneficios de esta situación se manifestaron rápidamente para la oligarquía, pero además reforzaron las formas arcaicas de producción relacionadas con la gran propiedad, así como los rasgos oligárquicos de dominación política y social. Esta situación generó una ideología oligárquica contradictoria, definida como “feudal-capitalista”9: una mezcla de valores de tipo feudal —justificadores del gran latifundio como fuente de la riqueza nacional—, con ideas liberales en lo económico que aceptaban la dominación del capital extranjero en los sectores modernos de la economía nacional, pero opuestas tenazmente a los principios del liberalismo político. Sin embargo, tanto la oligarquía como la pujante clase media surgida de la inmigración veían a la Argentina como un país de oportunidades, distinto al resto de América Latina y más cercano en términos económicos, políticos, raciales y culturales a Europa y Estados Unidos. La pequeña burguesía ascendente sólo exigía hacer más equitativo el acceso a las oportunidades de riqueza y poder; no cuestionaba seriamente la estructura de dominación oligárquico-imperialista.10 La oligarquía no comprendió esta actitud hasta 1912, cuando accedió a conceder la nacionalidad y los derechos políticos a los inmigrantes, que 18

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Julio Cortázar, Literatura y revolución los habían demandado desde 1890, año de creación de la Unión Cívica Radical (UCR), la organización política por la que se expresaron los sectores medios excluidos de la sociedad política argentina. La UCR había promovido una rebelión en 1890 con un programa de transformaciones económicas y políticas profundas. Sin embargo, una vez que Hipólito Yrigoyen alcanzó el gobierno —en 1916— y establecida una serie de relaciones y de intereses entre sus dirigentes y la oligarquía, se manifestó una falta de decisión para superar las trabas legales que el sistema heredado oponía a su acción y se transformó en un proyecto incapaz de realizar los cambios necesarios para sustentar un desarrollo capitalista propio y en verdad moderno de la nación. Se conformó con lograr una relativa democratización de la sociedad, es decir, con “alcanzar un Estado de derecho o ‘reparación’, o sea, un regreso a los derechos naturales que definen a la persona humana y a la nación en cuanto entidad orgánica fundada en ella”.11 En contraste, su temor a los movimientos populares llevó a los gobiernos radicales a reprimir las movilizaciones obreras: varias acciones del radicalismo en el poder contra los trabajadores —las represiones a la huelga general de enero de 1918, a la que se deno-minó Semana Trágica, y a la organización de los peones rurales en la Patagonia y el Chaco— crearon una distancia entre estos actores y la imposibilidad de formar una alianza opositora a la oligarquía.12 Asimismo, ante una débil dominación estadounidense en Argentina, Yrigoyen sólo pudo realizar con éxito una política nacionalista en materia petrolera, con la creación de Yacimientos Petrolíferos de la Federación, y, en el campo diplomático, una política externa independiente y contraria al panamericanismo norteamericano. Así, cuando la crisis mundial de 1929 destruyó las bases externas de la prosperidad argentina, el gobierno radical manejado autoritariamente por su caudillo, no pudo responder a la situación o incluso aprovechar la ocasión para realizar los cambios pospuestos, no fue capaz de eliminar las estructuras tradicionales de la Argentina, y por el contrario, “se concilió con sus enemigos programáticos, y... cuando trató de romper con ellos le frustraron la segunda presidencia”.13

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Francisco Emilio de la Guerra Castellanos La

hora de la infamia

La oligarquía, ante la amenaza de que se atacaran sus privilegios, aprovechó la oportunidad para volver al poder y proteger sus intereses, pero esta vez de mano de los militares y con una mentalidad más conservadora y reaccionaria, de rasgos fascistas. Leopoldo Lugones, celebrado escritor del modernismo, declaró llegada “la hora de la espada” y predicó el nacionalismo antiliberal predominante en el ejército.14 La situación internacional también fue adversa a la continuidad de las formas democráticas en Argentina: por un lado, el avance fascista en Europa ante el temor a las revoluciones de tipo bolchevique; por otro, el menosprecio de los soviéticos por las vías democráticas tras su ruptura con la socialdemocracia europea y su prédica en favor de la revolución mundial. El desprestigio en unos casos y el retroceso en otros de la democracia liberal en Europa, ante el socialismo y el fascismo, influyó en la oligarquía y los militares para decidirlos a tomar por asalto el poder. De 1930 a 1943 se sucedieron de manera fraudulenta los gobiernos militares; el periodo fue bautizado de manera típicamente argentina “Década Infame” y expresó el sentimiento de frustración nacional que se apoderó del país en esos años. El orgullo y el optimismo de finales de siglo XIX y principios del XX (hasta el crack de l929) entraron en crisis tras el fracaso de 14 años de gobierno radical más y 13 de corrupción y autoritarismo militar oligárquico. Sobre esa endeble base de gobierno, los sectores latifundistas y agroexportadores reforzaron las estructuras de dominación oligárquica e imperialista, debilitadas por las nuevas condiciones sociales y la situación económica y política a nivel mundial. La falta de decisión del radicalismo fue aprovechada por el reducido sector oligárquico que, ante las dificultades del modelo, suscribió un nuevo pacto de subordinación y dependencia con el imperialismo inglés. Porque a los efectos sobre el mercado mundial de la crisis de 1929 se sumaron una caída generalizada de los precios de los productos primarios y la creación de la Comunidad Británica de Naciones, que otorgaba ventajas a las importaciones de las colonias inglesas sobre las de Argentina, que se veían gravadas por una nueva ley de impuestos. La situación se tornó desesperada para la oligarquía, que comenzó a vender por abajo 20

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Julio Cortázar, Literatura y revolución de sus costos de producción y a ver descender las reservas de la Caja de Conversión, mientras, en el interior, los problemas sociales aumentaron con los conflictos laborales y 300 mil trabajadores desempleados, quienes fundaron villas miseria en los suburbios de Buenos Aires y Rosario. Así, el 1 de mayo de 1933 se firmó en Londres el Pacto Roca-Runciman, de carácter “proteccionista para Inglaterra y librecambista para Argentina”, pues mientras implicaba la entrega de sectores económicos nacionales a los intereses británicos, Argentina se supeditaba a la capacidad de las colonias inglesas para suministrar cereales y productos cárnicos a su metrópoli. El transporte de la capital fue entregado a empresas inglesas; el gobierno se comprometió a no construir carreteras que hicieran competencia a las líneas de ferrocarriles; se creó, bajo supervisión inglesa, el Banco Central de la República Argentina y se dispuso que el ingreso de libras esterlinas se utilizara para el pago de ganancias de las empresas británicas. El mismo pacto prohibía el desarrollo de empresas que compitieran contra las de capital inglés. En el caso de los frigoríficos se imponía un límite de participación de 15 por ciento al capital nacional, del que ya existía un 10 por ciento. También la oligarquía propició la destrucción de la pequeña y mediana empresa con el fin de favorecer la concentración monopólica en la producción de carnes, algodón, vino, algodón y yerba mate, mediante la creación de “Juntas Reguladoras” y el incremento de los impuestos.15 Se instauró así un dirigismo económico que nada tenía en común con el keynesianismo y sólo servía de pantalla para proteger los intereses oligárquicos y de los monopolios británicos, mientras en el país se vivía la decadencia y la decepción. Desde ese momento la historia fue percibida por los argentinos como un “laberinto de la frustración”, “un cementerio de tentativas frustradas y de ilusiones perdidas”, casi un tango, en donde: “Se generan y se refuerzan las inclinaciones a la irracionalidad, al escapismo, a la inautenticidad, a las soluciones imaginarias o delirantes, a la destructividad y a la autodestrucción”.16

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