CROQUIS AL CARBÓN

Alfonso Fuenmayor, el amigo

Carlos Martínez Cabana

A.F.

Bastante se oyó, se vio y se leyó en todos los medios de comunicación de Colombia elogiando los méritos del Maestro Alfonso Fuenmayor en los días siguientes a su deceso en su Barranquilla natal. Voces autorizadas dijeron de sus grandes dotes como periodista de larga trayectoria, literato de altos quilates, y escritor y crítico muy dado a escudriñar las complejidades de nuestro idioma. Varios meses después de su muerte, con el ánimo más sosegado después de la aflicción que me causó su fallecimiento, voy a tratar de hacer la presentación de Alfonso Fuenmayor, el amigo. Alfonso y yo nos conocimos en Bogotá allá por el mes de noviembre de 1939 cuando nos presentó ese otro gran amigo de mi juventud que fue Armando Barrameda Morán. Yo acababa de surcar el río Magdalena en uno de los barcos de la Naviera Colombiana hasta Puerto Salgar, atraído por las largas cartas que me llegaban a Barranquilla, en las cuales Armando me describía esos corrillos literarios en los cafés capitalinos, en los cuales se podía ver y oír de cerca a Jorge Zalamea, León de Greiff, Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Armando Solano, José Mar, Eduardo Zalamea, Lucas Caballero, Arturo Camacho Ramírez, Emilia Pardo Umaña, el fértil Luis Eduardo Nieto Caballero, y otros tantos periodistas, poetas y novelistas de cuyas lecturas habíamos disfrutado y discutido en nuestros cafés de la Costa Atlántica. Armando Barrameda Morán tenía una gran vena literaria. Era el hijo mejor del bien conocido “poeta del mar”, Gregorio Castañeda Aragón y, precisamente, para no escudarse bajo la sombra del prestigio paternal, adoptó ese apellido que conservó hasta su muerte. Bien recuerdo la mañana de aquel mi primer lunes bogotano cuando me citó a las doce en el Café Colombia para presentarme a un gran amigo suyo culto, inteligente y de grata personalidad. Y desde aquel mismo momento de la presentación se forjó entre los tres una férrea amistad que sólo pudo disolver la muerte. A fines del año 40, Armando se fue para México y Alfonso y yo lo perdimos de vista. Luego Alfonso, ya jefe de hogar y padre de familia, se fue a vivir a Barranquilla, pero seguimos nuestra amistad a través del correo. En agosto del año 52 yo me vine a hacer un curso de especialización en Administración Pública en Washington, bajo los auspicios del Punto IV de Cooperación y Ayuda de los Estados Unidos, y el trío quedó físicamente disuelto. Pero antes de separarnos, fueron muchos y gratos los momentos de franca camaradería que disfrutamos peripatéticamente andando por la carrera séptima; o tomando café o cerveza en alguna mesa del Café Colombia, donde solíamos reunirnos; o disfrutando típicamente de los chicharrones y la popular “pita”, que por su alto grado de fermentación envasaban en botellas de champaña, y la servían en totumas que se iban pasando de boca en boca, en las tardes de los jueves en el barrio de Las Cruces; o deleitándonos con las suculentas paellas

HUELLAS 63, 64, 65, 66. Uninorte. Barranquilla pp. 113-118. 12/MMI - 04, 08, 12/MMII. ISSN 0120-2537

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Gabriel García Márquez y A.F., Barcelona, jun., 1974.

que servían los miércoles en el Bar y Restaurante Manolo ($1.75 cada plato); o utilizando como pretexto el juego de bolos para tomar cerveza en el Salón San Francisco en donde, en uno de sus turnos, se le fue a Alfonso la bola por la canal derecha, volvió a lanzar la bola, y esta vez se le fue por la canal izquierda, acto que se apresuró a comentar con su habitual agudeza: —Eso para que vean el dominio que tengo sobre ambos canales. Y es que Alfonso Fuenmayor tenía el comentario exacto siempre a flor de labio. Armando decía que Alfonso se aprovechaba de su tartamudez para tomar más tiempo y expresarse mejor. Otra vez, en una mañana dominical estábamos con su hermano Félix Alberto frente a la vitrina de un almacén de la carrera séptima y viendo su imagen reflejada en el cristal, su hermano dijo, mientras se sobaba la cara: —Esta mañana me he dado una afeitada que me ha dejado satisfecho. Ustedes, los lampiños, nunca podrán disfrutar del placer que produce una buena afeitada. Alfonso le respondió al tiro: —Es que tú eres de mejor familia que yo. Otra de las virtudes de Alfonso era que cuando discutíamos temas y expresábamos conceptos con los cuales él no estuviera de acuerdo, jamás decía “Eso no es así” o “Ustedes están equivocados”. El siempre refutaba discretamente con un “No sé. Pero a mí me parece”, y tras esa modesta y falsa declaración de ignorancia, expresaba con su hablar lento y pausado, la seguridad de sus conceptos, dejándonos en una situación difícil para confutar. Después de varios decenios de vivir en este país, recibí una tarde en mi oficina de Philadelphia una llamada telefónica de Alfonso. Se hallaba otra vez en Nueva York como Delegado de Colombia a la Asamblea General de las Naciones Unidas, y se había prometido a sí mismo no regresar a Colombia sin que nos viéramos de nuevo. Mi alegría fue tal que le prometí ir a verlo al día siguiente en Nueva York, pero él me dijo que prefería pasarse el fin de semana conmigo, en mi casa de Cherry Hill. Y así, bajo el pálido sol de una mañana otoñal, nos volvimos

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a abrazar bajo los altos arcos de la Estación Central del Ferrocarril de Pennsylvania, en la ciudad de Philadelphia. ¡Habían transcurrido más de cuarenta años sin vernos! Nuestros cabellos habían encanecido. Él estaba más obeso de lo que yo esperaba encontrarlo, pero el sentimiento afectivo y los lazos de nuestra amistad habían superado las circunstancias del tiempo y la distancia. Y, dándole mayor prestigio, más calor humano a este cordial re-encuentro, la presencia de Adela, su esposa, a quien conocí cuando era novia de Alfonso en Bogotá, y cuya buena amistad se ha mantenido también inalterable a través de todos los tiempos. Fue un fin de semana gratísimo; una excursión retroactiva, evocando nombres de personas y de sitios caros a nuestra memoria. Primero que todo, Armando, después de una larga estada en México, se había quedado a vivir en Barranquilla, pero ya estaba de nuevo residenciado en Bogotá. Alfonso no tenía consigo el número de su apartado postal, pero yo me decidí a escribirle una carta

Grupo de amigos de Gabriel García Márquez, que lo acompañaban mientras se vestía para la ceremonia de recepción del premio Nobel. Jaime Castro, Germán Vargas, Adela de Fuenmayor, Alfonso Fuenmayor y Plinio Apuleyo Mendoza, entre otros. Estocolmo, dic., 1982.

para que Alfonso se la re-expidiera tan pronto regresara a Barranquilla. Juntos recorrimos la nómina de los amigos que nos fueron comunes. Unos ya habían muerto; otros habían desaparecido entre los vericuetos del tiempo. Por extraña y feliz coincidencia, el mismo día de la llegada de Alfonso y mientras hacíamos el recorrido de la estación del ferrocarril a mi casa, oímos en la radio del automóvil la noticia que hizo feliz a Alfonso: A Gabriel García Márquez, (su gran amigo Gabito) le habían otorgado en Suecia el Premio Nóbel de Literatura 1982. Alfonso no demoró en llamarlo por teléfono a México para expresarle su alegría y darle su felicitación. Alfonso estaba tan alborozado como si el premio le hubiese sido otorgado a él. Al día siguiente (domingo), mientras mi mujer y Adela se fueron a recorrer las tiendas del Cherry Hill Mall, Alfonso y yo salimos a recorrer los sitios históricos

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de Philadelphia. Después de visitar el Independence Hall con su Campana de la Libertad, que entonces estaba en el propio edificio; el vecino Carpenter Hall, y recorrer Market Street hasta el edificio del City Hall que corona la estatua de William Penn; y después de visitar el Parque de Rodin, con sus gigantescas estatuas, subimos la catarata de escalones que identifican el soberbio edificio del Museo del Arte, en la margen oriental del río Schuylkill, recorrimos uno a uno todos los pasillos y las salas de cada uno de los cuatro pisos y cuando salimos a la calle la temperatura caliginosa y el aire húmedo de aquel día otoñal asociados al cansancio por el prolongado deambular, imponían la búsqueda de una bebida fría. En aquel tiempo las leyes municipales de Philadelphia prohibían la apertura de los bares los domingos, y las bebidas alcohólicas sólo podían expenderse en los establecimientos que, a la vez, vendieran comida preparada, después de la una de la tarde. Fue así como después de andar varias cuadras por los alrededores dimos con una especie de mesón, con su bar al frente, y allí entramos a refrescar nuestras faringes. Nos llamó la atención, al sentarnos al mostrador, que entre todos los parroquianos no hubiese una sola mujer, y que todos ellos parecían estar asociados por parejas. Pedimos nuestras cervezas y nos pusimos a comentar cosas del Museo cuando alguien puso a funcionar un toca-discos y, para sorpresa nuestra, dos o tres parejas de hombres comenzaron a bailar. No queriendo ser confundidos, pagamos la cuenta y salimos a toda prisa. En la siguiente visita que me hizo Alfonso en Cherry Hill, fuimos a la cercana ciudad de Camden a visitar la casa en donde vivió y murió el poeta Walt Whitman, y después de pasar por el edificio en donde se fabrican las famosas sopas Campbell y frente a otro en cuyo tope se ofrece al público la vieja imagen del perro escuchando “la voz del amo” que fuera antaño el símbolo de calidad de las victrolas y los discos Victor, cuando esta empresa no había vendido aún sus intereses a la poderosa R.C.A. Luego fuimos al cementerio de Camden a visitar la tumba del autor de Hojas de hierba para luego, después de cruzar el puente sobre el río Delaware, que lleva su nombre, volver a Philadelphia para visitar la casa en la calle Spring Garden donde otro famoso poeta, Edgar Allan Poe, escribió su bien conocido poema The Raven. El guía nos dio la bienvenida y esperó hasta que hubiese un grupo mayor de diez personas, antes de comenzar el recorrido. Luego nos paseó por todas las habitaciones de la vieja casa, mostrando la cama donde la esposa del poeta sufrió su enfermedad y su miseria; la roja cortina de terciopelo que aún guarda la entrada a la habitación; la ventana en cuyos cristales golpeó intermitente el ave negra, para que Poe hallara, al abrirla, “sombras fuera, y nada más”; el sillón en donde el poeta se sentaba cuando regresaba borracho, después de haber salido temprano en la mañana en busca de los amigos que podrían ayudarle económicamente, pero lo que obtenía de ellos eran los tragos que le brindaban para deleitarse oyendo su conversación. Terminado el interesante recorrido, el guía nos agradeció amablemente la visita y, como es costumbre en estos establecimientos, preguntó si alguien tenía alguna pregunta que formular, y fue entonces cuando Alfonso, que ya había leído la biografía del poeta y cuentista famoso, sorprendió al guía con la pregunta menos esperada: What is the difference between raven and crow? El hombre, cogido fuera de la retahíla habitual que de tanto repetir ya la había memorizado, titubeó un poco antes de responder que la diferencia era simplemente cuestión

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de tamaño, siendo el raven más grande que el crow. La verdad es que no hay ninguna diferencia porque, como lo pudimos verificar después en las páginas del Webster’s Collegiate, raven y crow son palabras sinónimas. Y es que la mente de Alfonso estaba siempre en función investigativa. Cuando me vio luciendo mi primer suéter en Bogotá, me dijo: “Estás estrenando sudadera”, porque to sweat en inglés es sudar y, lógicamente, sweater viene a ser sudador o sudadera. Y esto allá en los años 40 cuando la gimnasia popular no estaba de moda, ya que la única persona que corría libremente por las calles era “el loco del tranvía”, con su estrafalario uniforme de policía de tránsito, y sus labios siempre pintados de rojo. Por aquellos mismos tiempos pasamos una tarde frente al almacén “La Gran Vía” en cuya ventana se leía: Bizcochos frescos. A la simple visión de la palabra salió de los labios de Alfonso la espontánea observación: “Bis, doble; cocho, cocido. Pero lo escriben con z.” Cuando se vino de Bogotá a vivir a Barranquilla con Adela y su hija Sonia, seguimos rindiendo culto a nuestra amistad a través del correo. En una de sus cartas me informaba que lo habían nombrado Profesor de Gramática de un establecimiento docente de Barranquilla y con la sutileza de siempre me decía: “Antes de que te formes algún juicio, te recuerdo que como dijo (y aquí mencionaba el nombre de un clásico latino que no puedo recordar ahora), ‘la piedra de amolar no tiene filo y, sin embargo, se lo proporciona al cuchillo’.”

Gonzalo Fuenmayor, collage especial para Huellas

Después de su llamada telefónica desde Nueva York y nuestro re-encuentro en Philadelphia los lazos de nuestra amistad se acrecentaron y no dejábamos pasar muchos días sin ponernos en comunicación, ya fuera por cartas o telefónicamente. En los últimos años habíamos establecido un canje de recortes

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de periódicos o revistas que nos servía de temas para comentarios escritos o hablados. Por eso yo lo sigo echando de menos todas las mañanas en que encuentro en el periódico el artículo o la columna que a él le hubiera gustado leer. Mi cambio de residencia de Cherry Hill a Kendal, en las vecindades de Miami, sirvió para acercarnos más en el sentimiento y en la geografía. La penúltima vez que lo vi, a mediados de 1993, cuando estuve en Barranquilla, después de un magnífico almuerzo que nos preparó Adela, tuvimos una conversación de sobremesa que se prolongó hasta las cinco de la tarde. El año pasado cuando fui a verlo, ya casi no podía hablar ni moverse libremente. Por eso no pude recibir aquel abrazo cordial y el cariñoso Carolus, con que solía recibirme. Y es que Alfonso tenía un alto sentido de la amistad y sabía ejercerla en forma tan discreta como efectiva. Después de la muerte de su íntimo amigo Germán Vargas, me manifestó su pesar alterando, así, el texto de conocido verso: “¡Dios mío! ¡Qué solos se quedan los vivos!”. Ahora mismo tengo ante mí la última edición del libro La muerte en la calle de su padre don José Félix, en el que aparece la siguiente dedicatoria: “Para Carlos Martínez Cabana, fraternalmente. Barranquilla, marzo 19 de 1994. Alfonso.” También yo lo aprecié con afecto fraternal. ¡Descanse en paz el amigo inolvidable! Kendal, Florida, junio de 1995.

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