Acabo de leer una novela atrapante, y

Filosofía para todos Vendemos realidad, no fantasía Reflexiones sobre la verdad y su apariencia Los directivos que han tenido que afrontar grande...
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Filosofía

para todos

Vendemos realidad,

no fantasía

Reflexiones sobre la verdad y su apariencia

Los directivos que han tenido que afrontar grandes desafíos han aprendido por el camino duro lo que los clásicos ya habían descubierto varios siglos atrás. La mayor parte de los problemas en la dirección de organizaciones, en las tareas de gobierno, no pasan por cuestiones de productos, finanzas u operaciones. Los problemas más arduos, y a la vez más decisivos, siempre apuntan a hacia el lado humano, hacia la gestión de esos problemas que al poco experimentado le parecen que son triviales pero que al directivo curtido le imponen el mayor respeto. Conocer la razón de las cosas, el porqué de los comportamientos, la necesidad de respetar algunas restricciones naturales, comprender la naturaleza humana, todo eso que en definitiva la filosofía ha estudiado una y otra vez, errando y volviendo a comenzar merece ocupar un espacio en nuestra Revista. A lo largo de los seis números que editaremos en el año 2008, hemos decidido incorporar una nueva sección, Filosofía para todos, que pretende acercar a nuestros lectores una dimensión del quehacer de gobierno que no suele ocupar las agendas cargadas de urgencias. Confiamos que los temas y sus análisis sean no sólo de interés sino que también de utilidad para la labor de dirección diaria.

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cabo de leer una novela atrapante, y ahora me dispongo a una tarea distinta: escribir unas líneas sobre un tema que últimamente me ronda en la cabeza. Pero caigo en la cuenta que mi tema también tiene relación con el libro que dejé hace un rato, pues de tanto en tanto se aludía en él al binomio verdad-falsedad. Aunque fuera en forma indirecta, al mencionar las tonterías que las amistades de la protagonista hacían con tal de conservar las apariencias, ¿de qué otra cosa se está hablando sino de la realidad y su apariencia? Lo que aparece, ¿es fidedigno de lo que representa o es un ropaje que conserva las formas de un cuerpo cada vez más escuálido? Bien pensado, el argumento oculto de la novela no era otro que el clamor desesperado de sus personajes por añorar una vida auténtica. Son tantas las biografías, novelas, películas que giran en torno a esa intrínseca necesidad, que es posible que ya hayamos olvidado los títulos de esos libros y películas. Van pasando uno tras otro, los comprendemos, compartimos incluso las ganas de vivir más auténticamente, pero la vida y su ritmo se imponen; nos parece que esa ilusión fue una cuestión pasajera de la pantalla grande o de las páginas al vuelo de aquella novela. ¿Será eso o será que el hombre, como ya dijo Aristóteles en la lejana Antigüedad, tiene por naturaleza deseos de verdad?

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Es tal la costumbre de que todo te lo den hecho, masticado, pensado, en imágenes, con música, que “pensar”, algo tan fascinante y que colma el espíritu, da pereza; vivir como un autómata es el paso siguiente

En “onda”: una imposición

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Nos encontramos muchas veces en la necesidad de sonreír, aún sin ganas, pues en cualquier momento y lugar nos pueden estar fotografiando o filmando con algún odioso celular. Deploramos ese modo de vida tan falto de libertad de movimientos, aunque no logremos escapar de él. Cada verano uno querría irse de vacaciones a un sitio más lejano, no ya por la distancia física, sino para buscar ese paraíso que se parezca más a la naturaleza y menos a la civilización. Porque lo “civilizado”, en nuestro medio, quizás no diste mucho de una serie de estereotipos en los que es mejor no detenerse a pensar. Pensar complica la vida (con la perspicacia que la caracteriza, la filósofa Hanna Arendt advertía que para pensar hace falta, además de inteligencia, valor). Pensar sobre lo que hacemos como personas, en la coherencia entre nuestro modo de actuar y la visión de la vida que teorizamos. En eso que nunca encontramos tiempo

Mercedes Rovira Reich. Doctora en Filosofía, Universidad de Navarra; Máster en Artes Liberales (Filosofía y Ciencias de la Educación), Universidad de Navarra; Profesora de Antropología y de Ética, Universidad de Montevideo.

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para pensar; porque pensar como forma de solucionar problemas de trabajo, conseguir determinadas metas, o resolver como hacer más cosas en menos tiempo, lo hacemos continuamente. Hace unos años, la primera vez que un alumno se quejó en voz alta en plena clase: no nos haga pensar, debo confesar que me llamó poderosamente la atención. Después, esa pereza para profundizar ya se convirtió en moneda corriente y con ella, la necesidad de azuzarlos. Incluso un profesor invitado, al buscar la clase para la que lo había llamado, me contó divertido que encontró el aula porque los alumnos estaban por entrar y a modo de rutina exclamaron: nos toca la clase donde nos hacen pensar. Uno se pregunta, ¿cómo es que no se sienten ridículos, siendo universitarios, cuando se resisten a su actividad más propia, la de pensar? Supongo que será la fuerza del ambiente que los envuelve. Es tal la costumbre de que todo te lo den hecho, masticado, pensado, en imágenes, con música, que “pensar”, algo tan fascinante y que colma el espíritu, da pereza. Vivir como un autómata es el paso siguiente. Una paradoja más de nuestra época encandilada con la “vida natural”, la tendencia a lo ecológico, la comida “auténtica” (la salsa de arándanos como acompañamiento, el “auténtico sushi”, el tanat de su verdadera cepa): aún inmersos en esta tenden-

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El mostrarse puede responder de manera fidedigna a lo que aquella realidad es, ya se trate de una persona, de un producto, de la calidad de un servicio. Pero también cabe el aparecer, mostrarse de una manera falseada, distorsionando la realidad

cia naturalista, nos topamos con una esclavizante búsqueda de las apariencias. Es ese aspecto externo estudiado, ya se trate de la más exquisita sofisticación en la decoración o en un perfume, o por el contrario, en la “descuidada” vestimenta deportiva. Apariencia no solo en las marcas que se usan, en la forma de posar, de hablar; apariencia además de ser. De ser ¿qué? Quizás es el ansia de ser como los que son así y supuestamente se muestran tal cual son, sin forzar ese modelo. Un ejemplo es el aspecto mediático de los artistas. Todo parecería “natural” en ellos. Pero pronto nos damos cuenta que aquellos que viven de su “imagen” son los menos “auténticos”, pues lo que venden, es, precisamente, apariencia. En fin, no deja de ser un juego de espejos más, símil tan manido en la literatura para sustentar la solidez de la realidad frente a la fragilidad de la imagen. Lo “social” también es natural en la persona Ante estas situaciones, un tanto absurdas –pretender naturalidad en lo estudiado, ansias de libertad pero con predeterminados modelos de vida, etc.–

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tenemos que admitir que el hombre no puede desprenderse, sin más, de ciertas formalidades. Nos hemos pasado décadas protestando por los modales que nos impusieron las generaciones de nuestros abuelos, pues los denunciábamos pura “hipocresía” (como efectivamente la tenían). Resulta que ahora, desde esa ridiculización de las “formas educadas”, venimos cayendo en movimiento pendular hacia otras “formas informales”, si así podemos llamar a esta contradicción que supone “aparentar naturalidad”. ¿Podemos afirmar que es un fenómeno extraño este ciudadano masificado, que se comporta miméticamente? Yo prefiero pensar que se trata de una combinación poco armónica entre la añoranza del hábitat terrícola del hombre, con la condición social que toda persona también lleva consigo. Querríamos ser auténticos, nos hallaríamos más a gusto haciendo y diciendo lo que nos “sale naturalmente”, pero el entorno, la sensibilidad de quienes nos rodean, las distintas percepciones de un mismo hecho o dicho por personas con distinta educación o costumbres, nos imponen la necesidad de

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respetar a esas personas, y conducirnos de forma agradable, sin ofender, etc. De ahí, la necesidad de las “formalidades”, de los buenos modales. Es decir, tiene sentido la formalidad, el modo de mostrarse, si resguarda un contenido que supone respeto hacia los demás, pues somos seres sociales. Lo que no tiene sentido y nos rebela –al menos a algunos– es convertir a esas formalidades en el sentido de la convivencia. Porque ahí se vuelven formas vacías, superficiales, resguardan sólo apariencias. Y después, viene la esclavizante escalada por mantener las apariencias a toda costa. Es decir, a costa de la verdad. Un envoltorio adecuado para el valor del regalo La verdad, la realidad, puede presentarse con –al menos– dos caras diferentes. Puede mostrarse como “lo que aparece” a los sentidos, lo que se deja ver de la realidad y llega a nuestro conocimiento; en términos filosóficos, el fenómeno de Kant. Este mostrarse puede responder de manera fidedigna a lo que aquella realidad es, ya se trate de una persona, de un producto de determinada marca, de la calidad de un servicio. Pero también cabe el aparecer, mostrarse de una manera falseada, distorsionando la realidad; “lo que aparece” es una ficción, una deformación, o al menos un maquillaje. No responde su representación externa a la realidad. Es como regalar un pequeño presente con un paquete desproporcionadamente elegante. A la pregunta inicial respondemos entonces que la apariencia puede ser fidedigna, o no, de esa realidad que representa.

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Aquí se juega, por ejemplo, la veracidad del marketing. Más allá de las mil técnicas para convencernos de la calidad de un producto, de su necesidad, del estímulo sensible y psicológico para inclinarnos hacia él, todos sabemos que un porcentaje altísimo de la publicidad –mostrar, hacer aparecer un producto– es pura estrategia (de tiempo, lugar, público objetivo, necesidad, precio). Por eso desconfiamos de los vendedores que tienen una sonrisa artificial, de los que tienen respuestas prefabricadas para cualquier inconveniente que se le encuentre al tal producto. Factor tiempo Cuando se trata de ventas más importantes –productos financieros, postgrados en el extranjero– el tipo de marketing varía. Ya no nos muestran sonrisas estereotipadas o paisajes deslumbrantes, sino la seriedad de la empresa. ¿En qué se puede medir la solidez de la empresa, mostrar su seriedad? El factor tiempo –para empezar– es un buen índice, porque sin señalar nada más que cuatro números en una vieja chapa de bronce bruñido, aquel banco nos está mostrando que ejerce su función, sin interrupción, desde 1883. ¿Qué significado tiene esta mostración, apariencia, respecto de su realidad? Pues sencillamente que una institución que lleva más de 120 años trabajando en lo mismo, y no se ha cerrado o venido abajo, seguramente hace bien aquello que hace, ya sea enseñar o invertir el dinero de sus clientes. Podríamos afirmar que el factor tiempo acrisola la veracidad de la mostración de una realidad. O en otras palabras, que la apariencia de algo conocido como bueno desde hace tiempo nos inspira confianza, seguridad.

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Cuando detrás de lo que se muestra, de lo que aparece, hay realidad, verdad, aquello nos convence más, nos lleva a “jugarnos” o comprometernos del todo con aquello

Lo mismo pasa con un compromiso asumido hace años: cuanto más tiempo pasa, aunque parezca en algunos aspectos desgastado –piénsese en un matrimonio de personas muy mayores, por ejemplo– más “verdad” hay en aquel acuerdo, porque la voluntad de ser leales se mantiene a pesar de los pesares.

la coherencia con el propio fin del trabajo en sí. El que actuara con una ética de recetas, siguiendo un simplista pragmatismo, dejaría mucho que desear respecto a la misma ética de su conducta. Para merecer tal calificación, sus actuaciones deberán ser acordes a una ética de principios, aplicando las normas correspondientes a esos casos.

Actuar con verdad Como es obvio, no solo nos fiamos de lo añejo, si no ¿qué esperanza de éxito y confiabilidad podrían dar instituciones jóvenes o empresas de productos novedosos? La seriedad también se presupone cuando se sabe que las personas que llevan adelante esa empresa son competentes, responsables, y cuando la solidez se demuestra en el trabajo bien hecho y sus resultados. Cuando años atrás se puso de moda la ética en los negocios con el slogan “la ética da dinero”, aquello rebosaba de hipocresía. Porque si es verdad que actuando éticamente bien nos va mejor, no es por una fórmula mágica, sino por la seriedad, honradez, verdad, con que se asume aquel negocio; por

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Y así nos acercamos a lo que queríamos decir: cuando detrás de lo que se muestra, de lo que aparece, de una publicidad, de un discurso, hay realidad, verdad, aquello nos convence más, nos satisface más, nos lleva a “jugarnos” o comprometernos del todo con aquello. Porque las personas necesitamos alimentar nuestro espíritu de valores verdaderos, no solo aparentes. Aunque suene a perogrullada, quizás sea oportuno recordar aquí que –por el contrario– si algo o alguien es bueno, conviene hacer el esfuerzo para no dar, tampoco en estos casos, una imagen falseada. Disfrazarse de ogro, hacer más difícil de lo que son las cosas –o las relaciones humanas– trae al recuerdo el conocido consejo de la sabiduría popular: “no basta con ser bueno; además, hay que parecerlo”.

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Shakespeare y el teatro Cuando algún amigo o colega nos dice una verdad a medias y nos damos cuenta, nos fastidia. Si repite esa conducta en asuntos que nos interesan mucho, lo más probable es que esa amistad se pierda. Porque, ¿por qué motivo no nos habla con franqueza, aún suponiendo que la verdad fuera dolorosa? No nos gusta ser tratados como niños, y tampoco como tontos. Ya decidiremos por nosotros mismos si en las condiciones reales elegiremos esto o aquello, optaremos por sufrir o por evadirnos de los problemas. Sea como sea, preferimos que nos digan la verdad de frente. Ahora bien, a veces nos tropezamos con obstáculos para actuar con la verdad por delante. En primer lugar, porque somos personas con cierta dificultad para conocernos a nosotros mismos. La medida de ese problema inicial nos la da nuestra propia conformación física. Resulta que lo más significativo y expresivo de nuestro cuerpo, lo más propiamente nuestro, no podemos verlo directamente. Para conocer nuestro rostro, necesitamos un espejo. Sin embargo, a nuestros interlocutores podemos mirarlos directamente a los ojos, ver su brillo de alegría, o percibir disgusto en el gesto de sus labios. ¿Por qué esa diferencia con nosotros mismos? Además de encontrarnos con esa dificultad –simbólica de otros impedimentos para el autoconocimiento–debemos mostrarnos al exterior; a nosotros mismos y a lo que hacemos. Es lógico, pues, que en este “mostrarse” también encontremos escollos.

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Siempre me parecieron fascinantes las obras de Shakespeare. Además de sus poéticos y contundentes diálogos, me hace pensar el hecho de que las grandes verdades las pronuncien personajes detrás de una máscara, o se revelen los secretos decisivos en plena representación teatral. ¿Por qué ese resguardo de la propia identidad, o apartamiento de la vida real cuando hay que enfrentar la verdad? Es vieja la historia del hombre, su dificultad para encarar, decir y vivir verdades que suponen –tal vez– un doloroso desafío. También los vaivenes de las modas llevan a dar importancia a las apariencias, aunque se reniegue de ellas, porque no nos libramos de ser seres sociales. Pero aún entre esos mares más o menos revueltos, con oleajes fuertes o calmos, las personas ansiamos realidades auténticas, tenemos una sed que solo aplaca la verdad que somos capaces de alcanzar. Y todo esto exige pensar: enfrentarse con el sentido de lo que hacemos y decimos. Porque vivir distraído o engañado es mucho más incómodo que aclarar la realidad. Esta nos puede traer buenas noticias, como nos pasó a unos colegas cuando examinábamos la actuación de nuestra institución en determinados aspectos; con alegría nos dimos cuenta que los resultados eran muy buenos, mejores de lo que esperábamos, y con sorpresa exclamamos lo que dio origen a este artículo: es que vendemos realidad, no fantasía.

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