ABRIRSE A LA PROPIA ALMA

ABRIRSE A LA PROPIA ALMA Capítulo 6 de: VIVE AHORA El arte de envejecer por Anselm Grün, ed. Sal Terrrae, págs. 137-152 C.G. Jung cree que el objetivo...
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ABRIRSE A LA PROPIA ALMA Capítulo 6 de: VIVE AHORA El arte de envejecer por Anselm Grün, ed. Sal Terrrae, págs. 137-152 C.G. Jung cree que el objetivo de todo el proceso de envejecer consiste en llegar a establecer un contacto cada vez mayor con el alma. Por «alma» debe entenderse todo el espacio interior del hombre, ese espacio en el que habita el mismo Dios. El camino espiritual puede facilitar una buena ayuda para llegar a establecer contacto con la propia alma a lo largo de todo el proceso de envejecimiento. Quien consigue sintonizar afectivamente con su alma conseguirá vivir independiente de todos los juicios humanos. Tampoco sentirá miedo a envejecer. Porque no se define a sí mismo en función de las realidades exteriores, sino en función de la riqueza de su alma. Cada persona ha encontrado su camino propio para llegar al alma. Para unos son las prácticas religiosas como la oración diaria, la asistencia a la iglesia los domingos, la meditación y lectura de la Biblia. Otros van al interior por el camino de la música. La música les abre las puertas del alma, pone alas al alma. Para otros es el arte. En la contemplación de las obras de los grandes artistas experimentan la riqueza del alma propia. Su alma no es solo devota. Pero en la contemplación de las obras de arte descubren que en su alma existe, junto con el abismo de las tinieblas y del mal, también la sed de Dios. A otros les ayuda mucho la contemplación de la naturaleza para ponerse en contacto con el alma. Allí comienza ella a respirar. Pero muchas veces no necesitamos buscar ningún camino para llegar hasta el alma. La vida por sí misma nos empuja hacia dentro. Los empujones de la vida rompen todos los blindajes con que nos hemos atrincherado para protegernos contra la propia alma. Cuando nos viene un fracaso profesional o la salud nos plantea graves problemas, cuando se rompe una relación, cuando muere nuestro cónyuge, todos los sistemas exteriores de protección se tornan quebradizos. En todas esas experiencias vitales sentimos exactamente la presencia de nuestra alma. La fragilidad de las cosas exteriores nos hace reconocer nuestra impotencia para subsistir si intentamos edificar nuestro edificio vital sobre esas realidades. Necesitamos el alma que es la que da la verdadera estabilidad a nuestra vida, nos hace comprender nuestra propia individualidad y descubrir nuestro propio yo. Y si encontramos nuestro auténtico yo en el fondo del alma y nos identificamos con él, entonces hemos encontrado la estabilidad interior en medio de las turbulencias exteriores.

La religión puede ser una escuela para la vejez La religión tiene un significado peculiar en cada etapa de la vida. Proporciona en la infancia una seguridad que va más allá de la que pueden proporcionar los padres. En la juventud se presenta como un reto en la formación de la personalidad y en la puesta en práctica de los comportamientos que propone. A los adultos les encomienda la tarea de relativizar las obras para no dejarse absorber por el trabajo y el éxito. La religión me abre las ventanas de otro mundo por encima del mundo actual. Pero al mismo tiempo me da la fuerza de configurar este mundo desde la perspectiva religiosa. En la ancianidad puede la religión volver a convertirse en

punto de apoyo que ofrece seguridad, lo mismo que en la infancia consiste en el sentimiento de ser llevado por Dios incluso en la enfermedad, en toda situación de dependencia y desamparo. La religión, según C.G. Jung, ha sido desde siempre la escuela donde se aprende a mantener el control sobre la segunda mitad de la vida. Nos enseña a desprendemos de las cosas terrenales y a asimilar actitudes como la serenidad, el agradecimiento, la paz y el amor. Y la religión que nos promete una vida sin fin nos enseña a aceptar la muerte entendida como una invitación a vivir ahora una vida consciente e intensa. Fortalece nuestra certeza de que nuestra vida, limitada en el tiempo, no termina total y definitivamente con la muerte, sino que nos espera la plena satisfacción de nuestros deseos en un amor infinito. En la vejez se transforman la fe y la religión. Ya no tienen tanta importancia los ritos exteriores. Muchas personas mayores no pueden ir a la iglesia. En ese caso reviste la actitud interior una especial importancia. Lo importante en la ancianidad es abrir el corazón en el silencio a Dios y ofrecerse uno mismo a su amor con todo lo que nos espera. Esta disposición interior de entrega a Dios llena el corazón de paz interior, de serenidad y de confianza.

Encontrar el propio camino espiritual - Profundizar en la confianza El octogenario escritor y crítico musical Joachim Kaiser dijo no hace mucho: «A mí no me ha hecho la edad más piadoso». Ciertamente, no es el único en hacer esta afirmación de sí mismo. Es un hecho: la edad no hace a nadie automáticamente más piadoso. No existen normas determinantes sobre la manera de comportarse en la tercera edad, ni ha definido nadie si en esa etapa de la vida se debe ser más o menos piadoso. Las cosas son como suceden. Muchos encuentran en la vejez motivos de seguridad en una fe largamente arraigada. Otros se enfrentan con nuevas dificultades en su fe tradicional. Y surgen nuevas dudas: ¿es cierto todo lo que he venido creyendo toda mi vida? ¿Puedo creer en una vida eterna? ¿Qué es lo que en realidad me espera? En esas circunstancias es bueno abrir la entrada a las dudas. Porque las dudas nos obligan a distinguir entre la verdadera fe y las fantasías añadidas al concepto de religión. Al alcanzar cierta edad todo individuo se encuentra ante la nueva tarea personal de desarrollar en sí una espiritualidad sana y a tono con su persona. Nadie puede definir desde fuera el género de espiritualidad que corresponde a otro. La espiritualidad es un camino hacia el propio mundo interior. Podemos seguir el camino señalado en algún manual si con serenidad nos sumergimos en él y prestamos atención a la voz de nuestro interior: ¿qué pensamientos y sentimientos nos llegan? ¿Solo recuerdos del pasado? ¿Solo autorreproches? ¿Deseos insatisfechos? Estos pensamientos y sentimientos están sobradamente justificados. Hay que tratar de llegar por ellos hasta el fondo del alma. Allí nos encontramos con la imagen primigenia que Dios se ha formado sobre nosotros. No percibiremos esta imagen con perfiles concretos, pero sí llegaremos a conjeturar lo que somos desde el principio. Todos somos únicos e irrepetibles. La espiritualidad tiene mucho que ver con esta individualidad. En el fondo del alma presentimos algo de nuestra individualidad y también de Dios que habita allí como un misterio que nos sobrepasa. Una segunda posibilidad de dar con el camino de una espiritualidad totalmente propia consiste en sentirse interpelado por preguntas como estas: ¿qué deseo hacer de mi vida? ¿Cuál es su sentido? ¿Consiste mi vida únicamente en las prestaciones que pueda presentar ante los

hombres? ¿O es algo muy distinto lo que entraña su auténtico valor? Vivir una espiritualidad es hacerse permeable al Espíritu de Dios, al Espíritu de Jesucristo, a su acción en nosotros para irradiar en este mundo algo del Espíritu de Jesús. Esto supone y postula una pregunta permanente: ¿quién es Jesucristo para mí? ¿Cómo pensaba y cómo hablaba él de Dios? ¿Qué irradiaba él? ¿Cuál es la esencia de su vida? ¿Cómo pueden su persona y su vida transformar mi vida, mi manera de pensar y de hablar? Si me dejo penetrar por el sentido de estas preguntas, podré llegar a adivinar que en ellas se trata de mi permeabilidad ante Dios y, en definitiva, de mi permeabilidad al amor que supera todos nuestros sentimientos. La tercera vía para encontrar la propia espiritualidad consiste en la configuración concreta de la vida. La espiritualidad se nutre con frecuencia de rituales concretos. Los rituales, o manuales, me ponen en contacto con mi propio ser. Me hacen participar en la fe de los que me han precedido y han expresado en ellos su propia espiritualidad. A cada uno toca preguntarse cuáles podrían ser los rituales más convenientes para contactar con la fe que dio a sus antecesores la fuerza necesaria para controlar su vida en medio de sus peligros y dificultades. La vida espiritual necesita una forma concreta y determinada, una cultura de la vida. En ella se incluyen los rituales comunitarios utilizados en las celebraciones litúrgicas. Si yo no piso una iglesia en todo el año, tampoco puedo pretender convertirme de repente en un fervoroso creyente. Pero si alguna vez hago la experiencia de asistir a misa, y si estando allí prescindo de todas las posibles experiencias negativas de la Iglesia, tal vez me sienta tocado interiormente por esta o por aquella palabra, por una canción o por un rito litúrgico. El que en su camino espiritual se siente envuelto siempre y en todo por la presencia amorosa y salvífica de Dios, puede afrontar también fácilmente las adversidades de los tiempos en las situaciones concretas de enfermedad, de soledad y sufrimiento. Pierde el miedo a la soledad, a la impotencia y a las flaquezas de la edad. Vive confiando en que está en manos de Dios en toda circunstancia y es objeto de sus bendiciones. Podría decirse que la espiritualidad en la edad avanzada significa: sentir que me encuentro en un espacio de paz interior donde Dios mismo habita en mí. Esta morada de Dios en mí no se destruye con la muerte, únicamente se transforma en la morada eterna donde puedo estar para siempre con Dios como en mi propio hogar.

«Cuando la visión exterior se embota, se agudiza la visión interior» La capacidad de visión interior no se aguza automáticamente con los años. Al contrario, muchas personas mayores endurecen sus oídos pasando el día entero ante el televisor con el objeto de sentirse más al día. O pretenden disimular su gran vacío interior con un desmesurado activismo. La edad les pone delante el nuevo reto de intentar una marcha por el camino hacia dentro. C.G. Jung ve aquí la tarea más auténtica de la tercera edad: ir camino adentro, seguir el camino hacia las profundidades del alma. También Hermann Hesse escribió sobre este tema. Decía que buscaba tranquilidad en la vejez para ver mejor en lo profundo, porque las superficialidades no le dejaban satisfecho. Cuando ya no queda apenas nada en el exterior capaz de dejarme satisfecho, me queda, sin embargo, abierto el camino de la riqueza interior, la riqueza del alma, los tesoros del recuerdo encerrados en mí y, en definitiva, también el camino hacia el tesoro de mi yo auténtico, el tesoro de la presencia de Dios dentro de mí.

«Cuando la visión exterior se embota, se agudiza más la visión interior». Esta afirmación de Platón obliga tal vez a los que no lo sienten así a preguntarse: ¿estoy haciendo algo mal? ¿Cómo puedo encontrar acceso al interior de mi alma? Klaus Renn, psicoterapeuta especializado en focusing, recomienda a sus clientes un ejercicio de apoyo para descubrir el camino hacia el interior de sí mismos. Si nos sentamos cómodamente y prestamos atención a las indicaciones de nuestro cuerpo, podemos preguntarnos: ¿cuál es la parte agradable de mi cuerpo donde me siento perfectamente bien? Luego puedo penetrar con mi suave aliento en este lugar apacible y permanecer allí un poco. ¿Qué clase de presentimientos o deseos surgen y prevalecen en mí? Quizá este: por fin me siento en mi cuerpo como en mi propio hogar, estoy totalmente en mí. Ya no me apetece salir de paseo, no necesito lamentarme de no tener a nadie aquí y ahora con quien poder hablar. Estoy conmigo mismo. Es muy agradable estar en mí, en mi cuerpo. Estoy en mí como en mi hogar porque intuyo que en mi vida hay mucho más que mi historia. En mí habita un misterio que me supera. Es Dios. Pero ese espacio donde él mora en mí soy también yo. Allí me siento libre de las expectativas de los hombres, de sus juicios y condenas. Allí estoy sano e íntegro. Nadie puede hacerme daño. Allí tengo mi origen. El que logra vivir esta experiencia ha llegado ya a su interior, ha tocado su verdadero ser. Allí se siente uno como en su propio hogar.

No hay contradicción entre fidelidad a la tradición y libertad interior Muchas personas mayores tienen mentalidad conservadora y desearían ver celebradas las antiguas usanzas. Otros se sienten más libres en la vejez que en la juventud. Es siempre aconsejable no mirar con angustia solo a los escaparates de la calle, sino confiar en la libertad interior y en el propio instinto. Yo pude observar cómo mi madre era cada vez más libre a medida que crecía en edad. Fue siempre creyente católica. La fidelidad al Papa y a la Iglesia era para ella algo incuestionable. Pero en sus últimos años solía decir cuando leía en el periódico algo referente al Papa: «Ni siquiera el Papa tiene razón en todo». Se fiaba sencillamente de su instinto y de su experiencia de la vida, que ya no coincidían con ciertas direcciones dogmáticas rigurosas. La experiencia en las cosas humanas a lo largo de su vida ensanchó sus horizontes. Esa amplitud es una consecuencia de la experiencia de la vida y una fuerza del corazón que da libertad interior y proyecta al mismo tiempo luz sobre los otros. Es signo de vitalidad. Pero mi madre se entusiasmaba al mismo tiempo con las costumbres y usos tradicionales. Iba cada día a misa y cantaba entusiasmada las viejas canciones litúrgicas. Conservaba muchos devocionarios con los que ocupaba el día. No había, por lo tanto, contradicción alguna entre su libertad interior y los antiguos devocionarios. Los escrúpulos estrechan el espíritu. Pero cuando veo que los antiguos devocionarios me hacen bien y me facilitan la participación en la fuerza de la fe de mis antepasados, entonces se trata de una saludable tradición que me hace sentir la profundidad de las raíces que fecundan mi fe. Los devocionarios producen bienestar en mí y me dan el criterio para enjuiciar las cosas con libertad de espíritu. El que permanece aferrado a criterios estrictos teme cambiar de opinión para no arruinar el edificio de su vida. Pero el que se siente en Dios como en su hogar participa también de su libertad. Puede pensar con libertad sobre su vida, sobre los hombres e incluso también sobre la fe.

En la tercera edad puede crecer la confianza en uno mismo Hay naturalmente personas que fueron tímidas en su infancia y cuando se hacen adultas no tienen audacia suficiente para confiar en los demás. La falta de confianza en la infancia condiciona negativamente la confianza en la vejez. Viven con frecuencia en un estado de angustia ante cualquier acontecimiento con visos de novedad. Y se mantienen en su comportamiento desconfiado respecto a los demás. Sin embargo, la infancia no nos condiciona y marca definitivamente para siempre. También de adultos se puede aprender algo. Llegados a la tercera edad, no necesitamos ya hacernos notorios ante los demás. Ya no sentimos la necesidad de atraer la atención sobre nosotros. La edad tiende a introducirnos en la libertad y la paz interior. En este estado de ánimo resulta más fácil la confianza. Yo he tenido muchos contactos con personas mayores que fueron tímidas en su juventud. Llegadas a mayores, parecían incapacitadas para una vida plena y normalmente social. Pero ganaron confianza en sí mismas y desde entonces ya no les importaban nada los detalles exteriores al presentarse y alternar en conversación con otros. El antiguo abad Bonifaz, en nuestro convento de Münsterschwarzach, me pidió en 1981 preparar y dirigir una vez al mes un oficio de vísperas con jóvenes. En una reunión de abades le habían hablado de experiencias muy positivas en la celebración de vísperas con jóvenes. Yo le invité a él a encargarse alguna vez de la predicación en esta celebración juvenil. Pero él declinó siempre mi invitación. Ocho años más tarde, con ocasión de la centésima celebración de vísperas con jóvenes, renové mi invitación. Ya para entonces había cesado en su cargo de abad. Y pronunció una homilía conmovedora ante los jóvenes. Dijo que el Padre Anselm le había invitado ya antes varias veces, pero que siempre se había sentido temeroso. En ese momento, a sus 77 años, se atrevía a dirigir la palabra a los jóvenes como tantas veces se le había solicitado. Como persona mayor, podía hablar con tranquilidad sobre sí y sobre su timidez. Esto impresionó vivamente a los jóvenes, que se sintieron estimulados para vivir su vida. Cuando una persona mayor se reconcilia consigo y con la falta de confianza en sí misma desde su infancia, algo muy importante ha cambiado en ella. Ya no andará preguntándose si ahora tiene suficiente confianza o no. Está sencillamente ahí. Si alguno acude a ella, está bien. Si no acude nadie, ella queda a solas consigo. Naturalmente, esto supone un cierto grado de madurez. Y no todas las personas mayores lo consiguen. Siempre hay mayores que viven en la obsesión permanente de si son aceptados y estimados o no. Deben situarse en el punto medio para estar absolutamente seguros de ser considerados. Solo se dan cuenta de que existen cuando se sienten considerados. Pero estas son formas inmaduras de ser mayor. El objetivo de la edad consistiría en descansar en sí mismos. A mi juicio, descansar en sí mismos significa siempre: descansar en Dios, buscar en Dios el fundamento del edificio de mi vida y de mi valoración personal. Por eso, la tarea consiste, en definitiva, en poner toda la confianza en Dios, pero no en las propias fuerzas ni solamente en los hombres. Si pongo en Dios mi confianza, crece también la confianza en los hombres, pero sin que mi confianza dependa de ellos. Con esta independencia interior puedo ganar seguridad y confiar de nuevo. Muchos aseguran que en la tercera edad aparece claramente en primer plano todo lo que éramos en la infancia y juventud. Hay también casos de mayores en los que la falta de

confianza aumenta con los años. Ya no confían en nada. Miran angustiados al futuro. Y se muestran radicalmente desconfiados de todos: de los parientes, los vecinos, los amigos, los médicos y los asistentes. Un viejo compañero me contaba que con el paso de los años se iba haciendo cada vez más susceptible. Y me explicaba cuál era el origen. Había perdido muy pronto a su padre y de mayor sentía la pérdida, el no haber tenido nunca un padre donde apoyar y sentir protegida su espalda. Cuando se ha llegado a mayor, ya no es posible resarcir esa pérdida. Pero si la acepto y siento otra vez el dolor vinculado con esa pérdida, puede cicatrizar lentamente la herida. Sigo siendo vulnerable, pero me reconcilio con mi vulnerabilidad. Y me haré más sensible a los demás. Hildegarda de Bingen escribió que de este modo la herida se va transformando lentamente en una perla, y que este es el objetivo de nuestra humanización. No estamos simplemente entregados a lo que en otro tiempo fuimos. Podemos crecer en tranquilidad, en confianza en nosotros, en los demás y en Dios. Al fin y al cabo, el aprendizaje de la confianza es una tarea espiritual. Aprendo a comprender que soy amado por Dios incondicionalmente. Intento poner mi confianza en Dios. Pero si creo en Dios, debo creer también en los hombres. Creo que todos los seres humanos son hijos de Dios, que en cada uno está Cristo y en cada uno hay una buena semilla, al menos la semilla del deseo de ser buenos.

Los temores traen también una invitación Si uno reflexiona atentamente, tal vez descubra en sí una larga lista de temores cuando piensa en la tercera edad: ¿quién me va a cuidar?; ¿cómo voy a arreglármelas cuando lleguen los achaques del cuerpo y del espíritu?; ¿cómo voy a vivir si me quedo viudo?; ¿tendré que depender continuamente de otros?; ¿quién se preocupará de mí?; ¿me alcanzará el dinero?; ¿cómo podré evitar que me lleven a una residencia?... Todos estos temores son reales. Pero no debemos obsesionamos con la idea de que hay que estar constantemente mirando y fomentando la confianza en el futuro. Los temores son una realidad. Lo mejor es analizarlos por separado uno por uno y preguntarse: ¿cómo puedo reaccionar ante el miedo? El miedo al futuro puede ser también una invitación a prevenir lo necesario para la economía de mañana. Esta previsión puede quitar el miedo al fantasma de la pobreza. Pero a pesar de todas estas medidas no es posible disipar totalmente el miedo. Conozco personas que están haciendo todo lo posible por asegurar sus últimos años y, a pesar de todo, viven en permanente estado de angustia ante la ida de lo que pueda suceder entonces. Por eso es conveniente pensar también en la preparación subjetiva del futuro. Debo mirar de frente al miedo y tratar de imaginarme todo lo que puede suceder. Puedo tomar ciertas medidas de prevención contra algunas eventualidades. Contra otras que puedan presentarse la única ayuda posible es ponerse y poner todos los temores en las manos providenciales de Dios en la seguridad de que él no nos abandona tampoco en los últimos días. Hay detalles exteriores que pueden disponerse. Podemos prevenir y asegurar que haya alguien encargado de atendernos. Podemos hablar con los hijos para saber si están dispuestos a asumir los cuidados necesarios. En cuanto al miedo a tener que ir a parar a una residencia de la tercera edad, lo mejor es ir observando y adquirir información sobre algunas de ellas. Es probable que no sea difícil encontrar alguna con garantía para pasar bien en ella los últimos

años. Si uno prefiere acogerse al cuidado de sus hijos, deberá previamente dialogar con ellos y dejar claro cómo va a ser todo en concreto. Debe al mismo tiempo confiar en que quizá va a poder valerse por sí mismo sin necesidad de cuidados especiales, excepto al final. El temor a la falta de recursos económicos aconseja asegurar algunas reservas para entonces. También hay que confiar en que los medios del Estado velarán por nosotros en el caso de vernos desasistidos. La edad no excluye a nadie de la asistencia social. Podemos también imaginarnos un estado de viudez. Nada hay capaz de cambiarlo. Pero también en este caso hay que confiar en que Dios nos irá abriendo nuevos caminos por los que podamos controlar nuestra vida aun sin la ayuda y compañía del cónyuge. Este temor es también una invitación a reflexionar sobre el sentido de la vida. ¿Vivo solamente de mi compañero/a? ¿No soy yo un individuo único? Nadie es únicamente un compañero de vida. Todos tenemos identidad propia. La muerte del compañero produce inevitablemente dolor. Pero el recuerdo de su muerte nos invita a buscar el gusto y el gozo de vivir. Podemos dar gracias por los años de vida en común y confiar en que lo que creció en la vida común no se destruye con la muerte.

La vejez es también un regalo... y un tiempo de gracia Los últimos años de una larga vida suelen ser también una carga. Nadie puede evitarlo. Es bueno, sin embargo, observar las cosas alguna vez desde otro punto de vista. Yo no tengo que contemplar mi edad avanzada como un regalo. Pero alguna vez podría tratar de considerarla bajo el símbolo del regalo y preguntarme: ¿en qué es realmente mi larga vida un regalo? ¿Dónde la vivo yo así? Y quizá presiento entonces que mi larga vida es además un privilegio: el de no tener que luchar más en la escuela, en los exámenes, el de no necesitar ya exponerme cada día a las luchas del trabajo, el de poder contemplar muchas cosas con mayor serenidad. Ahora tengo más tiempo para mí. Ya no necesito éxitos. Lo único que necesito es estar y disfrutar con mi existencia. Ahora tengo más espacios libres para hacer lo que me pide el corazón. Puedo mirar hacia atrás agradecido por todo lo que he realizado, por mi familia, por mis hijos y nietos, por mis éxitos profesionales. Ciertamente, todo esto me llena de satisfacción. De esta manera podemos vivir en la ancianidad el sentimiento de que toda la vida ha sido un regalo. La pregunta es cómo se pueden vivir los últimos años de una larga vida como un regalo cuando el cuerpo ya no puede aportar nada porque estamos enfermos o limitados en nuestra capacidad de movimientos. No es nada fácil responder a esta pregunta. Se trata de un proceso de duelo en el que no se puede menos de lamentar todo lo que ya no es posible. Pero este duelo nos hace descubrir nuevas oportunidades en nuestra alma: la posibilidad de iniciar el camino hacia dentro, bajar el tono en nuestras apreciaciones, leer y meditar en el silencio, escuchar música, entregarse a la charla con los hijos y nietos, percibir conscientemente el aire que respiramos. Hay siempre en cada situación algo que agradecer. El que se detiene a pensar en todas las cosas por las que debe mostrarse agradecido empezará a comprender por qué los últimos años de una vida larga no son solo una carga, sino realmente también un regalo.