A Oliver y a mis padres

A Oliver y a mis padres La Dimension del Olvido-pages.indd 5 18/02/15 17:49 Llamamos destino a todo cuanto limita nuestro poder. Ralph Waldo Emers...
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Llamamos destino a todo cuanto limita nuestro poder. Ralph Waldo Emerson

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AGRADECIMIENTOS

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l escribir una primera novela no es un camino que se recorre solos. Quiero expresar mi agradecimiento a todas aquellas personas que de una forma u otra colaboraron con la realización de esta obra. A mi esposo, Oliver, por su continua motivación, apoyo y amor. Con paciencia y entusiasmo escuchó cada una de mis dudas en el desarrollo de esta historia y me ayudó a resolverlas. A mis padres por el orgullo que sienten y por haber leído el borrador más de una vez, ayudándome con sus comentarios. A mi hermano y su hermosa familia por creer en mí. A mi guía en este camino, Jorge Eduardo Benavides, que con su experiencia como escritor y profesor me brindó los elementos que necesité para ponerle principio y fin a mi novela. A mis amigas Isabel, Charo y Mayte por leer la novela en varios momentos de su evolución, dándome sus percepciones y valiosas correcciones. Y por último, a todas aquellas personas que me inspiraron, me dieron ideas a veces sin que lo supieran, me brindaron sus nombres, sus rostros o su personalidad para darle vida a cada uno de los personajes, en especial a Isabelle, inspiración de mi ninfa.

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PRÓLOGO

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ebrayel salió del cuarto sigilosamente. Si Lucio lo hubiese visto, seguramente le habría preguntado a dónde iba en medio de la noche, y lo último que a Gebrayel le interesaba era tener que darle explica­ciones. El viento silbaba entre los árboles del bosque y golpeaba las ventanas de la casa, pasando entre los marcos mal ajustados y llenando de corrientes de aire frío las tres pequeñas habitaciones. No le gustaba ese sonido, le parecía macabro y le daban escalofríos. Sacó de debajo de la cama una bolsa en la que había preparado su ropa antes de acostarse y salió a vestirse en la cocina. Se puso los pantalones que antes habían sido de su hermano y que aún le quedaban demasiado grandes. Luego, su único abrigo para el frío que era de una lana burda y gruesa; le picaba la piel donde su suéter no lo cubría. Se calzó las gastadas botas de cuero, se puso los guantes también de lana y, dentro de uno de los bolsillos internos del abrigo, escondió el cuchillo de su ­padre. Abrió la puerta muy lentamente para que el chirrido oxidado no despertara a nadie. Una vez afuera, se dio la vuelta para asegurarse de que no lo estuvieran siguiendo. 11

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Vio la luna llena que brillaba amarillenta muy baja en el cielo, parecía querer descolgarse y caminar sobre el techo de su casa. Su casa, pensó con amargura, con esas paredes de madera un poco inclinadas hacia la izquierda que le daban un aspecto aún más lúgubre, y esa cerca tan rota que no servía ya para ningún propósito. Escupió en el suelo, se agachó, cogió una piedra y la lanzó hacia una ventana. Falló apenas unos centímetros y se alivió de no haber golpeado nada, hubiese causado un gran estruendo. Caminó rápidamente por la angosta calle, pueblo abajo. No había nadie y todo estaba a oscuras. De las pocas farolas que había, menos de la mitad funcionaban y las otras apenas arrojaban una pálida luz haciendo que su sombra se mezclase con el negro de la noche. Llegó hasta el final de la calle y prosiguió por el camino de tierra que llegaba al lago. Se detuvo de repente al escuchar un ruido detrás de él, se dio la vuelta y, al no ver nada, apresuró el paso hasta llegar a la orilla. El agua estaba tan inmóvil que parecía un espejo puesto allí para reflejar la luz de la luna. En el medio había un cisne negro que se deslizaba silenciosamente. Gebrayel lo miró unos instantes y el cisne se volvió hacia él, extendió las alas y emitió un agudo y espeluznante graznido. Gebrayel no se inmutó, continuó observándolo con intensidad mientras que su corazón latía con fuerza. —¿Qué haces aquí? Padre te va castigar de nuevo, ¿es eso lo que quieres? —la voz de Lucio a sus espaldas lo sobresaltó y Gebrayel se dio la vuelta apretando los puños. —¿Por qué me seguiste? ¡Vete! Esto no es asunto tuyo. Lucio miró a su alrededor, aguzó la vista hacia el lago, pero no había nada ni nadie que le llamara la atención. Dio 12

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unos pasos hacia su hermano, se detuvo y lo miró de arriba a abajo frunciendo el ceño. —Sé que te escabulles de la casa desde hace un tiempo —dijo Lucio. —¿Me has seguido antes? —gritó Gebrayel. —No. Quise hacerlo pero temía despertar a padre y que se enfureciera. Hoy está demasiado borracho como para darse cuenta de algo. —Lo odio —dijo Gebrayel entre dientes—, ojalá se cayera y se partiera el cuello. —Le das demasiadas razones para que te castigue. Gebrayel rio. —En cambio tú, Lucio, el gran Lucio, el hijo estupendo, insuperable. No haces nada mal ante sus ojos. —No es verdad, no digas tonterías. —Me culpa a mí por la muerte de madre. Me lo recuerda todos los días desde hace catorce años. —Madre murió en el parto, no fue culpa tuya. No debes pensar eso nunca. —¡Cállate! No necesito de tu pena. Se quedaron unos instantes en silencio hasta que Gebrayel se dio la vuelta de nuevo hacia el lago. El cisne ya no estaba y se preguntó si podría ser posible que Lucio no lo hubiese visto ni escuchado. —Me voy —dijo Gebrayel—, quiero descubrir lo que hay más allá de este pueblo miserable. Me siento como un prisionero. —No puedes irte. ¿A dónde irías?, ¿cómo sobrevivirías? No eres más que un niño. Gebrayel sintió que las mejillas le quemaban. 13

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—¡No me llames niño! —gritó con furia, metiéndose una mano dentro de la chaqueta. —¿Qué escondes ahí? —preguntó Lucio. —Tú y padre creen que yo soy débil, que no sé hacer nada. Les voy a demostrar lo contrario. —Yo no creo que seas débil, ¿de dónde has sacado esa idea? Eres mi hermano pequeño, y te quiero. —¡Odio que me llames pequeño! ¡Odio que creas que me tienes que proteger! ¡Te odio, Lucio, te odio! Gebrayel sacó el cuchillo y se lanzó contra su hermano. —¡Gebrayel! —exclamó Lucio, apartándose rápidamente evitando que lo hiriera—. ¿Qué haces? ¡Detente! Lucio, que era más grande y fuerte que él, hábilmente lo cogió del brazo y se lo retorció detrás de la espalda hasta que el cuchillo se le cayó de las manos. Luego lo dejó ir, empujándolo hacia adelante. —No dejaré que te vayas. Yo soy tu hermano mayor y voy a cuidar de ti. No dejaré que padre te vuelva a golpear nunca más. Te lo prometo. Gebrayel volvió a reír, era una risa amarga y por sus mejillas rodaban gruesas lágrimas. —Es demasiado tarde —dijo cabeceando. —Si te vas, iré tras de ti. —¿Cómo un cazador? —preguntó Gebrayel. Lucio se quedó un momento pensativo, desconcertado ante aquella pregunta. —¿Por qué dices eso? —dijo al fin. —Por nada, olvídalo. Lucio se agachó y recogió el cuchillo del suelo. Se lo entregó a su hermano mientras lo miraba directamente a los ojos negros como un abismo sin esperanza, en contraste 14

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con los suyos como la miel. Gebrayel se quitó un mechón de pelo de la cara y luego agarró el cuchillo, lo observó unos segundos y volvió a esconderlo dentro del abrigo. Sin decir nada más, Gebrayel se dio la vuelta y sintió la mirada de Lucio sobre él, atravesándolo como una lanza, mientras se alejaba cada vez más hasta adentrarse en el bosque detrás del pequeño lago. Sintió un nudo en la garganta y, cuando supo que su hermano lo había perdido de vista, apretó los puños y empezó a correr.

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PARTE I

EL VIAJE

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I

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lena se aferró con fuerza a la barra, puso un pie en el primer escalón del tren y volvió la cabeza para mirar a su madre. Con el rabillo del ojo vislumbró su silueta en la plataforma, sus manos se agarraban temblorosas de un pequeño bolso. Se fijó en su rostro que hoy parecía más envejecido, una lágrima seguramente lo surcaba. «¿Una lágrima de dolor o de felicidad?», se preguntó. Desde hace un tiempo no podía estar segura. Decidió no quedarse con esa imagen marchita de su madre en la memoria y por eso no se despidió más. Un pitido macabro se burló de Elena. La risa del tren que encendía con furia los motores y el vapor que se escapaba de sus entrañas le advirtieron que no habría vuelta atrás. Caminó por el pasillo, billete en mano, buscando el asiento A28. Este viaje sin fin, violento, inclemente, pensó. Descorazonada al ver que tanto el asiento de al lado como los dos de en frente irían ocupados, solo le quedó esperar que por lo menos esta vez ella no estuviera. No quiso mirar a sus vecinos a la cara para no dar pie a conversaciones interminables. Aun así debía asegurarse... No, ella no estaba. 19

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—¿Te ayudo, mi niña? —la sobresaltó una voz ronca a sus espaldas. —No, muchas gracias, no pesa tanto como parece —le contestó al hombrecillo de ojos de gato que le había hablado. Este se volvió a sentar mientras observaba cómo ella intentaba disimular el temblor de sus brazos al levantar la aporreada maleta, luego le sonrió, y al hacerlo Elena vislumbró una dentadura perfecta, demasiado perfecta para su edad, y rematada por dos colmillos animalescos que le sobresalían ligeramente. «¿Cuántos años tendrá? ¿Sesenta, tal vez setenta?». Las dos mujeres sentadas enfrente se miraron entre sí de reojo alzando una ceja. Elena se dio cuenta de todos estos pequeños detalles pero no les puso atención, solo quería que la dejaran en paz, necesitaba llegar a su destino y tenía que aclarar las ideas. Mil preguntas le rondaban en la cabeza desde hace un tiempo, ¿desde cuándo, desde siempre? «No, desde siempre no», se dijo con seguridad. Esta sensación casi obsesiva de tener que partir, de tener que llegar a algún lugar, de ir en busca de algo, empezó a asaltarla hacía unos tres meses. Su madre no se había opuesto a que partiera, lo cual le había extrañado. De hecho, previendo el tener que convencerla, había preparado durante días un discurso para explicar sus motivos, motivos que ella misma no entendía, que en parte inventaba para poder justificarse a sí misma, pero cuando llegó el momento de contárselo, su madre solo dejó escapar una lágrima. Con una sonrisa amable le cogió una mano, se la besó y la tranquilizó diciéndole que hiciera lo que tenía que hacer. Eso había sido todo, como si ya lo supiera, o aún más, como si a pesar de la tristeza que demostraba en el fondo se alegrara. En aquel momento, Elena no pudo evitar sentir algo de resentimiento. 20

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—Me gustan tus ojos —dijo una de las dos mujeres al descubrirse observada por el hombrecillo. —Y a mí tu hermosa cabellera color esmeralda. El verde siempre ha sido mi color preferido. ¿Y el tuyo, mi niña? —preguntó, volviéndose hacia Elena. —¿El mío? —tartamudeó Elena—. Pues... no lo sé, la verdad, es que... bueno... creo que cada color tiene su belleza. —¡Bah! ¡Tonterías! Sin duda, el verde es el color más bonito en este universo —replicó la mujer del cabello como el mar y volvió a mirar de reojo a su compañera—. Sibila, ¿tú cuál crees que sea el color más bonito para los otros? Elena se estremeció. ¿Los otros? Ya alguna vez había escuchado hablar de ellos, nunca de una forma clara o concreta, más bien como un secreto a medio esconder, al cual algunas personas tienen acceso y otras no. Sin embargo, ahora no quería pensar en eso, y a pesar de todas sus dudas, no quería ni podía escapar. La decisión estaba tomada, no había vuelta atrás. —El negro, sin duda —contestó Sibila con una voz casi imperceptible. —¿Que qué? —gritó el hombrecillo poniendo una mano detrás de la oreja para intentar escuchar mejor. —¡El negro, ha dicho el negro! —gritó la mujer de los cabellos verdes. —¡Ah! Bueno, sí, sin duda. ¿No te vas a sentar, mi niña? Elena asintió con la cabeza y se escurrió entre las piernas de los tres. Tomó su asiento al lado de la ventana. Era media mañana, un día claro y sereno de finales de otoño. A pesar de que el invierno ya estaba a punto de empezar, ese día no hacía demasiado frío, llevaba puesto un vestido de lana ligera color beige claro, por encima una chaqueta 21

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­ arrón oscura. Las botas de gamuza, también marrones, le m llegaban casi a las rodillas, se veían muy gastadas, como si fueran sus favoritas. Elena miró por la ventana y vio gente corriendo hacia los últimos vagones, ansiosas por no perder el tren, despidiéndose con besos y abrazos de sus seres queridos, algunos con una sonrisa, otros con lágrimas en los ojos, y todos con aquel sentimiento nostálgico que solo una estación de tren es capaz de suscitar. Hacia el fondo estaba la salida de los trenes, un arco enorme de piedra rojiza que soportaba un antiguo puente en desuso. «Menos mal que veré las cosas venir y no irse», pensó, y de repente se dio cuenta de que sería así por primera vez. Este pensamiento la llenó de esperanza y de confusión al mismo tiempo y se preguntó si ya había hecho este viaje antes, ¿cuántas veces?, ¿será una señal el ver las cosas venir hacia mí? —No lo creo —dijo Sibila con su hilo de voz y tono ­llano. —¿Perdone? ¿Cómo dice? —preguntó Elena sobresal­ tada. —Digo, que no me creo que no tengas un color preferido. ¿No será el rojo, verdad? —¡Mi niña! Te has puesto tan pálida como la muerte, vamos, tómate este vinito —dijo el hombrecillo al ponerle una copa en la mano. Elena no sabía de dónde había salido la botella que ahora veía destellar bajo la amarillenta lámpara del vagón, sin embargo aceptó agradecida y, para sorpresa de todos, se lo tomó de un trago sin siquiera respirar. —¡Vaya! —exclamó la mujer de exuberantes cabellos—. ¡Bienvenida al grupo! Elena la vio sonreír por primera vez. En verdad que era hermosa, corpulenta, con un pecho generoso al igual que 22

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sus caderas, aparentaba unos cincuenta años o un poco más, con finas y largas arrugas alrededor de sus ojos azules verdosos, algo más claros que sus extraños cabellos que eran de un brillo casi imposible. Más arrugas partían levemente sus labios color coral y la intensidad de todo su ser la percibía Elena en su misma piel. Su vestido parecía de seda, con varias capas y de un tono verde azulado, tan liviano que daban ganas de tocarlo para verificar su suavidad. Su amiga en cambio tenía uno de esos rostros que se olvidan en cuanto se dejan de mirar, de facciones indescriptibles por su sencillez, con la piel como si fuera la arena de un desierto misterioso y sus cabellos igual que ondulantes dunas del mismo. Cerró los ojos dejando escapar un fuerte suspiro, la fatiga emocional de los últimos días se le posó sobre los párpados y no se demoró más de dos minutos en quedarse dormida. Sin embargo, durmió muy poco y al despertarse se dio cuenta de que estaba sudorosa. El tren ya había empezado su marcha, tenía un aspecto nostálgico y decadente como un vals que ya no se baila. Enteramente recubierto de una madera oscura y desgastada por los años y por las miles de pisadas que habría sufrido hasta ahora. Tenía unos bancos por asientos en donde cabían dos personas, tapizados con una tela verde oscura, gruesa y áspera con una que otra rajadura. Evidentemente ninguna ventana cerraba del todo pues se sentía pasar un hilo de aire continuo y frío aun cuando parecían estar cerradas. Había dos ­bancos en cada nicho, uno frente al otro, y cinco nichos abiertos a cada lado del angosto corredor del vagón. Un olor a musgo mojado dominaba el aire. Ligeramente también se percibía algo de tabaco, la madera y las telas habían 23

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a­ bsorbido por años el humo negro de los cigarros, hasta que aquel gran fuego que consumió a doce personas hacía apenas un mes, había obligado a las autoridades a prohibir que se fumara. La mujer de los cabellos verdes abrió la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco. Aspiró profundamente mientras el hombrecillo aún la miraba fascinado. Elena se sorprendió de que aquel vestido que llevaba la mujer pudiera protegerla del frío, quiso preguntárselo pero luego se dijo a sí misma que, en realidad, no le importaba. —Hemos pensado que lo mejor será quedarnos aquí sentadas todo el viaje —afirmó Sibila. —¡Habla por ti! —exclamó su amiga agarrándose de sus amplias caderas—. Yo, en cuanto abran el vagón restaurante, me voy para allá y regresaré solo cuando me haya tomado todo el vino que me quepa en este cuerpo. —Hermosa mujer de cabellos como el mar, ¿cómo te llaman? —preguntó el hombrecillo. La mujer se enorgulleció del piropo y sacó el pecho coquetamente antes de contestar que la llamaban Maryna. —Maryna como el mar, el mar como Maryna, qué vino primero, ¿el huevo o la gallina? —dijo el hombre riendo a carcajadas de su propia gracia. —Vino primero Maryna, ¿o es que no te has dado cuenta? —sonrió pícara—. Y tú, ojos de gato y dientes de perlas, ¿cómo te llaman a ti? —Si lo adivinas en tres intentos te regalo una moneda de oro. —¡Rumpelstiltskin! —¡Mujer! Eres todo un encanto, eres la reina del cuento de hadas —rio feliz el hombrecillo mostrando todos los 24

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dientes, los de arriba, los de abajo y sus cuatro grandes colmillos—. Tienes dos intentos más, y si lo adivinas, no solo te doy la moneda sino que te cuento un secreto. ¿Confías ­en mí? —Ni por un momento. Mientras los dos reían, Elena se desperezaba de su corta siesta. Por unos instantes no sabía en dónde se encontraba. El pitido del tren se lo recordó abruptamente y la risa de estos raros personajes que viajaban a su lado hizo que deseara encontrarse sola. Suspiró resignada. —Hablaste en tus sueños. Llamabas a alguien, te referías a él como El Extraño —le dijo Maryna. —¿El Extraño? —preguntó Elena alarmada. No entendía el motivo de su viaje, pensó que cualquier cosa podría ser una pista, hubiera preferido averiguarlo sola pero sospechó que esos tres que estaban pendientes de todos sus movimientos no la dejarían en paz ni un instante. —Ni un instante —dijo Sibila, de nuevo sorprendiendo a Elena. —¿Perdón? —No dejaste de moverte ni un instante. Le llamabas El Extraño y le preguntabas en dónde estaba. —¿Y dónde estaba? —preguntó Elena. —No lo sabemos. No hablabas lo suficientemente claro mi niña, y eso que nos quedamos los tres muy quietos y en silencio para poder entenderte mejor, ni aun así —dijo el hombrecillo sin nombre. —El Extraño... —murmuró Elena para sí misma—. Yo tampoco sé quién es. El día anterior había caído una fuerte tormenta, hoy el cielo estaba despejado y el sol había ya secado cualquier 25

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s­ eñal de que hubiera llovido. El aire entraba por las ventanas con un leve olor a pino que venía del bosque. Elena respiró profundamente, inhalando aquel aroma que le traía cálidos recuerdos de su infancia.

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