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Nancy Vogeley y Manuel Ramos Medina, coords., Historia de la literatura mexicana, vol. 3, Cambios de reglas, mentalidades y recursos retóricos en la Nueva España del siglo xviii, México, Siglo xxi, 2011, 649 págs. El volumen que aquí presentamos forma parte de un ambicioso proyecto que abarca cinco siglos, del xvi al xx. El primer volumen aborda las literaturas amerindias de México escritas en español durante el siglo xvi; el segundo a la cultura letrada en Nueva España durante el xvii; y los volúmenes dedicados a los siglos xix y xx se encuentran actualmente en preparación. La presente obra se divide en cinco partes: “Sociedad e infraestructura cultural”; “La evolución de formas literarias”; “La Iglesia borbónica y sus herramientas literarias”; “Comienzos de una nueva autorreflexión”; y “El humanismo (la Ilustración y desarrollos nacionales)”. A continuación procederemos a reseñar brevemente los trabajos que integran el volumen. En “La cultura en la Ciudad de México, 1700-1800”, Martha E. Whittaker nos presenta un interesantísimo panorama sobre “las imprentas, las librerías y las bibliotecas”, como reza el subtítulo. Cuatro eran las casas impresoras que había en Nueva España a principios de 1700, durante ese siglo se abrieron trece en total y aunque no todas se mantuvieron, llegaron a funcionar siete al mismo tiempo. En ellas se imprimían cartillas para la enseñanza de las primeras letras, libros de texto utilizados en los colegios jesuitas e himnos y liturgias en honor de los santos patronos; pero también calendarios, billetes de lotería, facturas, imágenes religiosas, guías “para forasteros” así como láminas con imágenes y leyendas e invitaciones a fiestas y convites. Finalmente, concluye la autora, los consumidores de las imprentas eran tanto los letrados como los iletrados. El capítulo “Regionalismos y la formación de una cultura del libro: la imprenta fuera de la Ciudad de México y el desarrollo de bibliotecas”, de Miguel Mathes, explora la relación entre la cultura y la imprenta como “oficio capaz de producir gran fama y riqueza” (p. 53). Asimismo aborda la expansión de la imprenta en Nueva España, informa cuántas ciudades contaban con imprenta, quiénes eran los consumidores de la producción impresa, dónde se establecieron las primeras bibliotecas etc. No sorprende que sea la Iglesia la principal promotora tanto de la imprenta como del establecimiento de las primeras bibliotecas, pues en sus manos estaba la impartición de la doctrina religiosa y la educación. En “Castellanización y las escuelas de lengua castellana durante el siglo xviii”, Dorothy Tank de Estrada analiza los intereses que permeaban las reales cédulas en torno de la alfabetización de los indios y concluye que durante ese siglo básicamente predominaron dos enfoques en la legislación al respecto: por una parte motivos políticos como la rivalidad entre los sacerdotes criollos que hablaban lenguas indígenas y los peninsulares que las desconocían, y, por la otra, motivos lingüístico-culturales como el hecho de que a través de las lenguas nativas no se expresaban con precisión “los misterios de la fe” (p. 79). “Colegios y universidades: la fábrica de los letrados”, de Enrique González González, da cuenta de cómo la instrucción en Nueva España era impartida en

latín, lengua oficial de la academia. Los alumnos dedicaban al menos cinco años al estudio de la gramática, la poética y la retórica. Los primeros cuatro años lo hacían a través de la obra de Antonio de Nebrija, Institutiones grammaticae (1481). Sin embargo, pocas obras en verso de autoría criolla fueron escritas en latín: “Pecaría de ingenuo quien creyera que la mayoría de los millares de estudiantes de la época colonial salían de las aulas convertidos en probados maestros, aptos para cualquier ejercicio literario en poesía y prosa” (p. 113). Poco a poco fue predominando el castellano en las obras versificadas que se daban a las prensas y puede fecharse su triunfo hacia finales del siglo xviii. Si bien el largo aprendizaje en la amplia gama de colegios y universidades de Nueva España se impartía en latín, el estudio de éste conllevaba el dominio de la lengua propia, concluye el autor. En “Periodismo en la Ciudad de México: siglo xviii”, Carmen Castañeda presenta el interesantísimo mundo de los antepasados del periódico moderno, las gacetas y los mercurios que en Nueva España ya circulaban en 1539, si bien éstos no eran otra cosa “que papeles sueltos de carácter informativo, carentes de periodicidad” (p. 128). Posteriormente, en 1722, gracias a la labor de Juan Ignacio Castorena y Ursúa, se fundó Gaceta de México y Noticias de Nueva España. Otros nombres relevantes en el periodismo de ese siglo se suman al de Castorena: Juan Francisco Sahagún de Arévalo, José Antonio de Alzate —cuya gran obra es Gazeta de Literatura de México (1788-1795), José Ignacio Bartolache, Diego de Gaudalaxara Tello y Manuel Antonio Valdés. A través de los distintos periódicos que dirigieron esos hombres “hoy podemos enterarnos de la vida en la segunda década del siglo xviii, porque las gacetas hablaron de capillas, cofradías, colegios, congregaciones, conventos, embarcaciones, fiestas, gremios, hospitales, iglesias, misiones, parroquias, presidios y recogimientos de la Nueva España” (p. 131). En “Inquisición y literatura clandestina en el siglo xviii”, Gabriel Torres Puga señala las fuertes limitaciones impuestas por las autoridades virreinales a las letras novohispanas. Se observan los mecanismos utilizados para obstaculizar la libre práctica de la escritura, pero sobre todo para impedir que dichos escritos se imprimieran y, al mismo tiempo, se analizan “los mecanismos clandestinos de transmisión que permitieron exponer y diseminar la crítica […] haciendo públicas muchas expresiones literarias que […] no hubieran podido darse a conocer jamás siguiendo los trámites legales” (p. 152). El autor explora los límites de la literatura impresa establecidos por la Inquisición y los hechos que conllevaron cambios en la literatura clandestina, como la llegada al trono de los Borbones y las nuevas costumbres e ideas que marcaron la época. La segunda parte del tercer volumen de Historia de la literatura mexicana da inicio con el capítulo “La poesía” de Nancy Vogeley. Allí su autora analiza la producción poética del siglo xviii y pone énfasis en tres calas, “1) La llegada a Nueva España de autores y fórmulas europeos; 2) la entrada de México en círculos internacionales con el transplante de los jesuitas novohispanos a Italia; y 3) el desarrollo interno a niveles alto y bajo” (p. 176). En forma magistral la 198

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autora señala la transición en los gustos poéticos del siglo, resultado a su vez del cambio llevado a cabo en otros ámbitos, “preparando el camino para la independencia” (p. 201). Dicha autora se hace cargo también del capítulo “La novela”. Allí afirma que es falso que no exista novela en el siglo xviii y aporta datos que muestran que “los mexicanos de entonces” tenían real interés “por la ficción en general y por la novela en particular” (p. 222). Asimismo Vogeley propone la utilidad de pensar “en la novela como una categoría discursiva en vez de un género en un sentido formal” (p. 239). En “El teatro novohispano en el siglo xviii”, Margarita Peña presenta un erudito y ameno panorama del ámbito teatral, y para ello remite a los antecedentes peninsulares y la preceptiva neoclásica que, por ejemplo, prohibía en España las representaciones dramáticas o “comedias de santos” por inverosímiles e irreverentes y que en Nueva España llevó a que se vetaran las comedias de magia, pues el “teatro [debe ser] una escuela de costumbres e imitación de la vida” (p. 204), concepto que prevalece en la centuria. Pero durante el primer cuarto de siglo en el teatro novohispano, que no deja de ser “especular”, destacan autores como Francisco de Soria, Cayetano Cabrera Quintero y Eusebio Vela. Grandes y “menores” dramaturgos, el teatro como empresa en la capital de Nueva España, las reformas borbónicas y los teatros, así como el teatro en Puebla, Guadalajara y Veracruz a lo largo del siglo, el público y el teatro, entre otros temas, se analizan en este interesante capítulo. En “Las artes de lenguas indígenas: notas en torno a las obras impresas”, de Ana Laura Díaz Mireles, se analizan diecisiete obras de gramática (o arte) de otras tantas lenguas indígenas publicadas durante el siglo xviii. Desde los primeros tiempos de la Conquista, afirma la autora, algunos misioneros españoles que aprendieron náhualt, maya, zapoteco y otomí elaboraron gramáticas para facilitar a otros frailes su estudio. De las diecisiete obras publicadas en la centuria, descritas en su estudio, sólo las cuatro antes mencionadas se apartan de la gramática latina, afirma Díaz Mireles. La autora conjetura que tal hecho se debe a los numerosos trabajos de los siglos precedentes que facilitaron la descripción y comprensión del propio sistema de la lengua indígena de que se tratase. La tercera parte se abre con “Las crónicas religiosas del siglo xviii” escrito al alimón por Patricia Escandón y Antonio Rubial (p. 269). En este capítulo se analiza cómo influyeron en la literatura histórica religiosa del siglo xviii las corrientes cientificistas provenientes de Francia así como los cambios llevados a cabo en la relación entre la Iglesia y el Estado en el imperio español. Rubiales y Escandón analizan las crónicas de las siguientes órdenes religiosas; la agustiniana, la dominica, la mercedaria, la franciscana, la de los oratorianos y la jesuita. Los autores señalan que a lo largo de la primera parte de esa centuria se impone una ideología secularizada cuyo eje rector es el interés político y el fortalecimiento del Estado al que la Iglesia debía servir. Al mismo tiempo el racionalismo filosófico introducido “por Rene Descartes comenzó a influir en todas las ramas del saber, en el mundo católico tanto como en el protestante

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[…] Desde principios del siglo xviii se pueden notar en Nueva España algunos visos de estas actitudes racionalistas” (pp. 272-273). De Antonio Rubial es también el capítulo “La literatura aparicionista: Ilustración, milagros e identidad” en el que su autor da cuenta de la importancia y significado que para jesuitas como Juan Antonio de Oviedo y Francisco de Florencia tenía la lista de las apariciones de la Virgen María, recopiladas desde el siglo xvi e impresas en 1755 en el Zodiaco mariano: “Las imágenes eran una muestra de los favores divinos concedidos a la Nueva España, una manifestación de la unidad de la fe que existía en América y de su carácter de pueblo elegido” (p. 358). Los vientos del racionalismo y la literatura impresa cobraron auge, pero la práctica religiosa estaba tan arraigada, afirma Rubial, que estuvo lejos de verse afectada. “La hagiografía en el siglo xviii”, de Dolores Bravo Arriaga, es un ameno capítulo en el que se analizan los relatos de vida de religiosos y monjas. En ellos pueden encontrarse trazas de serie narrativa “gracias a su carácter argumental”. la autora afirma que se trata de textos que pertenecen al discurso oficial y son avalados por el poder, ya sea civil o religioso; son historias ejemplares que pretenden convertirse —para lectores y oyentes— en modelo de “ciudadanos honestos de la república cristiana” (p. 308). Al mismo tiempo, afirma la autora, el auge que alcanzó ese tipo de literatura a partir del siglo xvii se debió a “su carácter de entretenimiento y [a] que buscaban la identificación del lector con sus modelos de comportamiento”, pero también —si bien hay que tomarlo con cuidado, agrega Dolores Bravo— a que dichos textos suplían la carencia de relatos de ficción debido a la prohibición de libros de aventuras: “Estos textos llenaron el vacío de literatura de ficción al despertar en los lectores la catarsis por la identificación de un ideal colectivo” (p. 335). En “El sermón como género”, Perla Chinchilla Pawling analiza el proceso que llevó a la prédica oral religiosa a ser considerada parte del arte literario impreso. Para ello hace un recorrido por las distintas acepciones de la palabra sermón. Asimismo expone la finalidad de la predicación; los tipos de sermón y su relación con los “géneros” de la retórica; la estrategia que el sermón adoptaba y su estructura —así como la relación entre ambas; la función de la preceptiva para su elaboración; y, finalmente, establece criterios para la periodización y la especificidad en la retórica sacra novohispana. “Literatura conventual femenina”, de Asunción Lavrin, presenta el panorama de ese tipo de obras. Durante el siglo xviii “los diarios o cartas espirituales” escritos por monjas constituyen un género que posteriormente dio paso a las biografías escritas por las propias religiosas, las más de las veces a instancias de sus confesores. Pero las religiosas también escribían la historia de vida de sus hermanas de orden, con lo que la biografía y la historia se dan la mano en la literatura conventual. Agrega la autora que si bien la poesía y el teatro no fueron los géneros más cultivados en los conventos, existen algunas piezas que por hondura psicológica pueden ser atribuidas a una monja. Ahora se conoce que el tipo de escritura religiosa que más se practicaba eran “los diarios espirituales” 200

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y Asunción Lavrin sugiere “que las religiosas son sujetos literarios en sentido estricto” y que el estudio de su obra abre la posibilidad de expandir nuestro conocimiento histórico sobre su época (p. 381). La cuarta parte da comienzo con “La historiografía nueva” de Jorge Cañizares Esguerra. En dicho capítulo se analiza la pugna que sostuvo Juan Bautista Muñoz (1745-1799), autor de Historia del Nuevo Mundo, con el conde de Campomanes (1723-1803). Ambos estaban convencidos de que “la historia de América” tenía que ser reescrita haciendo a un lado las crónicas de Indias, lo que estaba a discusión era la epistemología a seguir: Campomanes consideraba que era suficiente con imitar la obra del escocés William Robertson, History of America y la interpretación filosófica que en ella se ofrecía sobre el pasado amerindio y colonial (p. 399); por el contrario, Muñoz y sus mecenas impulsaron “la recopilación y lectura erudita de fuentes primarias [que] dio lugar al Archivo General de Indias, creado por Muñoz” (p. 400). Debates como el anterior fueron frecuentes a lo largo del siglo xviii, afirma el autor, y para ejemplificarlos se adentra en la obra de cinco autores de la Ilustración en Nueva España: Lorenzo Boturini, Juan José de Eguiara y Eguren, Francisco Xavier Clavijero, Antonio de León y Gama y José Antonio Alzate: “Cada uno de ellos buscó encarar el problema de escribir la historia de Mesoamérica y del continente en el marco de nuevas formas de escepticismo y de crítica histórica” (p. 400). En “La literatura del lugar: asesoramientos administrativos”, de Magali M. Carrera, se analiza la forma en que, a lo largo del siglo xviii la cultura y la literatura criolla problematizan a Nueva España como lugar y como espacio y para ello se basa en “textos escritos e imágenes visuales […] estos textos se esforzaban por distinguir a la Nueva España como lugar de la Nueva España como espacio” (p. 414). Para los administradores de la Corona era necesario localizar ese reino por medio de “sistemas de medición demográfica, cartográfica y económica”; los criollos, por el contrario, estaban convencidos que tales métodos no eran capaces de captar la complejidad social y política de su entorno, concluye la autora. “La Ilustración científica”, de Jaime Labastida, es un capítulo que aporta elementos para matizar afirmaciones tomadas por ciertas pero que, a su juicio, carecen de fundamento. De entrada establece el autor que la Ilustración novohispana no necesariamente conllevaba el deseo de independencia y que muchos españoles peninsulares eran más radicales en sus críticas a la Corona española que los españoles criollos. Presenta argumentos en contra de la tesis comúnmente aceptada de que la independencia política de México haya sido resultado de la renovación intelectual impulsada por los jesuitas, pues éstos “siempre se consideraron de nacionalidad española y varios de sus escritos acusan la huella de la lucha en contra de los detractores de América y de España” (p. 438). Critica el pernicioso vicio de historiadores, como Bernabé Navarro, “de modernizar” o “atribuir a épocas pasadas lo que es propio de la nuestra” (ibid.). Asimismo examina la obra de José Mariano Mociño publicada en Gaceta de Literatura y que Navarro atribuye erróneamente a José Antonio Alzate y Ramírez. Las ideas Cuadernos Americanos 141 (México, 2012/3), pp. 197-204.

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políticas revolucionarias y las posiciones de avanzada en el plano científico no siempre van de la mano: “Unas no conducen a las otras. Los ilustrados novohispanos no querían la independencia”, concluye el autor (p. 447). “Historiadores del siglo xviii novohispano”, de Rubén Romero Galván y Tania Ortiz Galicia, presenta una valoración de la historiografía de ese siglo a través de la obra de tres historiadores criollos nacidos entre 1718 y 1735: Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, Francisco Javier Mariano Clavijero y Antonio de León y Gama. Las ideas de la Ilustración que irradiaba Francia penetraron lenta pero inexorablemente en Nueva España. En la Compañía de Jesús empezaron a llevarse a cabo cambios en los planes de estudio, pero dicha labor se vio truncada en 1767 con la expulsión de “todos los reinos del imperio español” de dicha congregación (p. 449). No obstante el proceso renovador de la filosofía moderna continuó, pues los tres historiadores que se han tomado como muestra representativa se formaron en las ideas ilustradas, afirman Romero y Ortiz. “Humboldt en la Nueva España (y la posterior recepción de su obra en México)” de Jaime Labastida, aborda la excepcional labor realizada por el sabio viajero prusiano durante el año que permaneció en Nueva España. El autor muestra a Alexander von Humboldt como el humanista del Siglo de las Luces que observa el mundo con “un nuevo orden de la mirada” (p. 463) y que con un rigor metodológico “de orden universal”, semejante al de un investigador moderno, “comparte su trabajo con la comunidad científica mundial” (p. 465). Profundo conocedor de la vida y obra del autor prusiano, Labastida desmiente las afirmaciones que hacen de Humboldt un fisiócrata y un espía y afirma que sus tesis “sirvieron de base para las posiciones políticas de los liberales” (483). Por lo que respecta a los lectores de la obra de Humboldt entre ellos se encuentran Manuel Abad y Queipo, José María Luis Mora, Lucas Alamán, Joaquín García Icazbalceta, Manuel Orozco y Berra y Alfredo Chavero. Asimismo, concluye Labastida, en México se admiró al Humboldt autor del “primer trabajo de economía aplicado a un país [Nueva España]” (ibid.), y posteriormente al historiador, lingüista y antropólogo de Vues des cordillères et monuments des peuples indigènes de l’Amérique. Inaugura la quinta y última parte de este volumen el capítulo “La literatura filosófica en el México dieciochesco” de Mauricio Beuchot. Durante ese siglo en Nueva España primó la filosofía escolástica centrada en sus disciplinas tradicionales: lógica, física y metafísica. Si bien la escolástica fue la corriente predominante, a ella se incorporaron pensamientos nuevos y aspectos de la filosofía moderna, nos dice Beuchot, y presenta a los autores y las obras que lograron la renovación de la escolástica a lo largo de esa centuria. Cierra el capítulo una bibliografía “en la que no sólo indicaremos los textos que hemos usado, sino además, en el caso de los manuscritos y libros raros, la biblioteca en la que se encuentran” (p. 487). En “Las bibliothecas, tesauros literarios del siglo xviii”, de María Cristina Torales Pacheco, su autora aborda el estudio y la presentación de las bibliothecas elaboradas en Nueva España, es decir, una compilación bibliográfica 202

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de tamaño monumental que identifica, sistematiza y divulga a los letrados y sus obras “como expresión de la cultura de una sociedad” (p. 497). Asimismo, señala cómo el auge que experimentó el género biográfico a partir del siglo xvi se mantuvo hasta el xviii y realiza un estudio pormenorizado de los autores y editores más importantes del periodo. “Literatura artística”, de Martha Fernández, brinda un completo y complejo panorama de las obras que analizan el quehacer artístico —concretamente las artes plásticas— en Nueva España, para ello se remonta a los primeros libros de ese tipo en el viejo continente. Señala que los tratados de pintura, escultura y arquitectura fueron de primordial importancia durante la Colonia “tanto para resolver problemas técnicos como para mantenerse en la modernidad artística respecto a Europa” (p. 530). Analiza lo escrito sobre la materia —a partir del siglo xvi— por los artistas novohispanos, ya se trate de obra propia o de comentarios a los tratados de otros artistas, y afirma la autora que si bien es imposible negar la influencia europea y específicamente española, en Nueva España nació un pensamiento filosófico propio y una tradición artística local diferente a la que le dio origen. En “La literatura anticuaria en la Nueva España”, Miruna Achim presenta los interesantísimos debates acaecidos a raíz del accidental descubrimiento de la estatua de la Coatlicue el 13 de agosto de 1790 y de la Piedra del Sol poco después. Tales discusiones se llevaron a cabo por medio de la prensa y esos textos “se encuentran entre los primeros ejemplos de literatura anticuaria (para usar la terminología de aquel entonces), o estudios sobre las antigüedades, en la Nueva España” (p. 550). A través de una “tarea detectivesca” se siguen los debates entre José Antonio Alzate y Ramírez y Antonio de León y Gama, y en ellos encuentra ocasión para señalar cómo a finales del siglo xviii es evidente “una nueva dirección en la literatura anticuaria mexicana” (p. 552) que, a semejanza de la europea, iba dando más importancia al objeto que al texto, lo que en el siguiente siglo, afirma Achim, desembocaría en el especialista o arqueólogo. “La literatura educativa: la retórica, la pedagogía, la literatura para los jóvenes y la mujer en el siglo xviii”, de Carmen Ruiz Barrionuevo, presenta el panorama de abandono en que se encontraba la educación femenina durante la primera mitad de esa centuria. Casi todos los libros educativos que se leían en Nueva España se importaban de Europa y estaban pensados para lectores varones. Conforme avanzó el siglo se escribieron obras dirigidas a las mujeres aunque dichas obras reforzaran una educación patriarcal que las convirtiera en buenas esposas y madres dentro de la sociedad lo que a la larga redundó, afirma la autora, en que la “mujer continuaría social y culturalmente sometida a la autoridad masculina, sin posibilidades de profesionalizarse y de avanzar por el camino del conocimiento” (p. 595). “Lecturas para todos: pronósticos y calendarios en el México virreinal”, de Miruna Achim, aborda el análisis —como reza el título de este capítulo— de los calendarios astrológicos anuales que eran las lecturas más populares en Nueva España y llegaban a un público sumamente heterogéneo: “Los usos de los proCuadernos Americanos 141 (México, 2012/3), pp. 197-204.

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nósticos astrológicos, como sus autores y sus públicos, eran diversos y cambiaron gradualmente durante los siglos xvii y xviii. Había, sin embargo, una constante: situar al usuario en una compleja cronología, en la cual se organizaban el pasado, el presente y el futuro sobre la base de diferentes representaciones del tiempo, desde la astrológica y secular hasta la litúrgica y religiosa”, afirma la autora (p. 599). Con el paso de los siglos, y la degradación de la astrología, el pronóstico esotérico se dejó de lado para poner en su lugar, hacia fines del siglo xviii, uno de orden “técnico y científico” que incluía datos anuales sobre matrimonios, nacimientos, defunciones; cálculos sobre fenómenos como eclipses, presión barométrica y temperatura promedio de la capital virreinal. Si bien la moda científica en los pronósticos fue efímera, no cabe duda, nos dice la autora, que “el Calendario del más antiguo Galván (fundado en 1826) continúa hoy una tradición popular mexicana empezada hace más de cuatro siglos” (p. 618). Queremos hacer aquí mención especial de la introducción y el apéndice, ambos a cargo de Nancy Vogeley. Dicho apéndice contiene, en resumen, una cronología de la literatura en Europa y en México. En tanto en la introducción la autora ofrece un panorama puntual y esclarecedor de lo que ocurre en Nueva España entre los años 1700 y 1800, centuria tironeada por los afanes modernizadores de los Borbones y por quienes los rechazaban en aras de conservar los “valores españoles tradicionales” (p. 13). Vogeley pone énfasis en reevaluar términos como Ilustración, pues “intelectual y artísticamente México recogió en el siglo [xviii] elementos de la Ilustración pero también preservó algo del barroco español e incorporó algo del nuevo neoclasicismo francés […] México [valoraba] desde el Renacimiento una larga tradición clásica o neolatina en sus escuelas y prácticas poéticas, igual que un humanismo cristiano en su filosofía” (p. 15). Para finalizar agradecemos que la presente Historia de la literatura mexicana como toda historia da cuenta de la transición entre esas tendencias culturales; da cuenta también de los elementos que permanecieron y de los que cambiaron y, en definitiva, de cómo se llevó a cabo esa transición por lo que la consideramos de consulta obligada tanto para aficionados como para especialistas en literatura colonial. Norma Villagómez Rosas

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