El francés en Quebec : 400 años de historia y de vida Primera parte - El francés: un estatus real (1608-1760) Capitulo 1 - La aventura francesa en América

1-El nacimiento de un nuevo mundo Jacques MATHIEU La vida de los franceses en América da lugar a una historia excepcional, relata una aventura extraordinaria. Tiene su origen en dos sueños, tan desmedido uno como el otro: encontrar el paso hacia las Indias y la China, y hacer de América un continente francés. Esta aventura francesa en América ha recorrido cuatro siglos, ha franqueado numerosos obstáculos y se proyecta aún en el conjunto del continente. Un imperio francés en América La presencia de Francia en América del Norte comienza en 1534 cuando Jacques Cartier, siguiendo la ruta del Oeste en busca de las Indias y de sus fabulosas riquezas, se encuentra con nuevas tierras y, oficialmente, toma posesión de las mismas. Al año siguiente se interna en la gran vía del San Lorenzo y llega a Stacadoné (Quebec) y a Hochelaga (Montreal) en donde repite el gesto de apropiación. Pero habrá que esperar tres cuartos de siglo todavía para que una población estable se arraigue en Canadá. El 3 de julio de 1608, Samuel de Champlain desembarca en Quebec y establece los cimientos de la primera implantación estable francesa en América. Ubicada en el corazón del continente, ella vincula el Viejo y el Nuevo Mundo. Quebec, situada en un recodo del San Lorenzo, goza de acceso directo a alta mar y constituye el puesto de avanzada para la colonización del territorio. De allí parten las directivas y los emprendimientos destinados a realizar el sueño de un Imperio francés que abarcará las tres cuartas partes de América septentrional. Jacques Cartier, luego Samuel de Champlain, llamado el Padre de Nueva Francia, abrieron las puertas del continente remontando el “gran río de Canadá” (eje soberano de Nueva Francia, según la expresión de Lionel Groulx)1. Durante alrededor de dos siglos, exploradores y descubridores continuarán en su entusiasmo la conquista de espacios más vastos, en nombre del Reino de Francia. El espejismo siempre vivo de las Indias, atizado por el placer de la aventura, la vitalidad del comercio de pieles y la intención de evangelizar a los Amerindios, empujan a los franceses de América a desplegar el mapa de esas nuevas comarcas. Partiendo del valle del San Lorenzo en donde después de Quebec, se instalaron los asentamientos estables de Trois-Rivières (1634) y de Montreal (1642), la presencia francesa se extiende por todo el continente. Los misioneros jesuitas construyen una gran misión junto a las tierras de los Hurones en la bahía Georgienne (1632). Dollier de Casson y François de Galinée exploran la región de los Grandes Lagos (1668). Louis Jolliet y el Padre Marquette

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bajan por el Mississippi (1673), mientras que Robert Cavelier de La Salle llega a la desembocadura y toma posesión de Luisiana en nombre de Luis XIV (1682). Pierre Lemoyne d’Iberville avanza hasta la bahía de Hudson (1690). Cadillac funda Detroit (1701), La Vérendrye parte a la conquista del Oeste y llega al pie de las Rocosas (1743). Esos exploradores de nombres ilustres y, siguiendo sus huellas, los misioneros, erigieron fuertes, crearon misiones, fundaron poblados, dejaron en los nombres y en el espacio la impronta de Francia en todo el continente2. A comienzos del siglo XVIII, el imperio francés de América llega al apogeo de su expansión territorial. Se extiende desde el estrecho de Belle-Isle hasta los Grandes Lagos, pasando por Terranova y Acadia3, y desde la Bahía de Hudson hasta la Luisiana. Sólo lo limita la frontera de las colonias inglesas que ocupan el litoral de la costa este del continente. En verdad, este inmenso imperio tiene todas las características de un coloso con los pies de barro, según la expresión del historiador Marcel Trudel; está poco poblado y es imposible controlarlo. Ya en 1674, Jean-Baptiste Colbert, el gran ministro de Luis XIV, había aplacado el entusiasmo de las autoridades de Nueva Francia, el intendente, Jean Talon, y el gobernador Frontenac, frente a estos “descubrimientos en el interior de tierras tan alejadas que no podrán jamás ser habitadas o poseídas por los Franceses5”. Imposible soñar con un imperio tan vasto cuando Francia no llega a poblar su pequeña colonia situada en las márgenes del San Lorenzo. Por otra parte, Inglaterra no piensa dar vía libre a las aspiraciones de Francia. La posesión del territorio pone en juego el monopolio del comercio y el del tráfico de pieles. Estos factores, unidos a una subpoblación, sellarán la suerte de la Colonia francesa y la llevarán directamente a la ruina6. Un nuevo lenguaje Entre 1608 y 1663, los nuevos colonos de alguna manera se ven sometidos a los intereses de las compañías7 que obtuvieron el monopolio del tráfico de pieles. Al estar relativamente poco poblada por Francia, la Colonia debe apuntar al desarrollo de redes de alianzas con las naciones amerindias con el fin de asegurarse su dominio territorial y la vitalidad de su comercio exterior. La lengua del intercambio con los amerindios Está previsto que los amerindios conversos podrían ser considerados en el mismo rango que los franceses. Se instaura una política de integración por medio del casamiento, la cultura y la lengua. Las esperanzas y los esfuerzos son grandes como lo podemos comprobar en una misiva de Marie de l’Incarnation que data de 16688: Hemos francizado9 a varias niñas salvajes, huronas y algonquinas, a quienes casamos luego con franceses, y se llevan muy bien. Una de ellas sabe leer y escribir a la perfección, tanto en su lengua hurona como en nuestra lengua francesa; nadie puede distinguirla ni persuadirse de

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que su origen sea salvaje. […] Su Majestad […] desea que, de esta forma, se francice poco a poco a todos los salvajes para transformarlos en un pueblo educado. Se comienza por los niños. Mons. nuestro Prelado se encargó, con ese fin, de muchos de ellos, y los Reverendos Padres recibieron también a unos cuantos en su colegio de Quebec; todos están vestidos a la francesa, y se les enseña a leer y a escribir como en Francia. Nosotras nos encargamos de las niñas, de acuerdo a nuestro carácter [...] Pero muy pronto, los franceses advierten el carácter utópico de esta política. Los amerindios son refractarios; “no se preocupan para nada por aprender nuestras lenguas”, se lee en las Relations des Jésuites. Los franceses deben, en consecuencia, imitar el modelo de los salvajes” y aprender sus lenguas, lo que demanda mucho tiempo y paciencia ya que son lenguas complejas, según afirma el recoleto Gabriel Sagard10 que visitó a los hurones y escribió un Dictionnaire de la langue huronne. Un misionero tan capaz como Jean de Brébeuf sólo puede expresarse fluidamente en hurón después de tres años y medio. Pero el intérprete que logra aprender la lengua de los indios es muy bien considerado y muy buscado por los comerciantes y las compañías. De tal modo que, en esa época, muchos jóvenes franceses aceptan vivir con los indios y aun permanecer con ellos varios años para ser intérpretes. En contacto con los indios, descubren una nueva manera de vivir, un nuevo tipo de relaciones y de creencias. Más allá de la lengua, descubren un nuevo lenguaje de signos y de valores, dentro de un entorno muy diferente que se les impone y los forma. Más aún, el atractivo de la “vida salvaje” y el llamado de los grandes espacios, dan origen a un nuevo tipo de personaje, el “cazador”, que adopta el modo de vida de los indios y se deja llevar por el espíritu de aventura y de descubrimiento Gracias, sin dudas, al espíritu de los corredor de bosques, el francés pasará a ser la lengua de los mestizos y será la “lengua de la piel” hasta mediados del siglo XIX. Pero, apasionados por la libertad y la independencia, están continuamente ausentes y no contribuye en nada al desarrollo de la Colonia, al punto que la Administración debe actuar con rigor y dictar ordenanzas en contra de ellos. Según el Intendente “los niñitos sólo piensan en ser algún día cazadores11”. La lengua de los intercambios entre los colonos La población francesa de América proviene de diferentes provincias, pero comprende una mayoría originaria de la Cuenca parisina, debido en particular a las hijas del Rey, esas huérfanas de las que se hace cargo el Estado. Se descuenta que la mayoría de los colonos había recibido instrucción y hablaban francés antes de emigrar a Nueva Francia12. La región de las tierras bajas del San Lorenzo constituye entonces el foco principal de la vida económica y cultural de Nueva Francia. La mayor parte de la población proveniente de Francia se instala allí de manera estable y ocupa el espacio relativamente restringido entre Quebec y Montreal. Las ciudades captan alrededor del 25 por ciento de las familias. El resto de los habitantes ocupa las zonas rurales, organizados por el Señor y por el Cura a los cuales

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pueden acceder fácilmente para sus negocios. Incluso la Administración Superior (en Quebec y en Montreal) les es mucho más accesible que en Francia. Gracias a todos esos factores_ comunicaciones frecuentes, concentración de las viviendas, instrucción de los colonos, casamientos intergrupales_, la existencia de dialectos disminuye y la unificación lingüística se produce rápidamente en la Administración a favor de “la lengua del Rey”, o francés de París. Eso permitió a François-Xavier de Charlevoix, Jesuita e historiador, elogiar a la sociedad canadiense y a su lengua: Se politiza acerca del pasado, escribe en 1720, se conjetura sobre el futuro; las Ciencias y las Bellas Artes tienen su momento, y la conversación no decae. Los canadienses, es decir, los criollos de Canadá, respiran al nacer un aire de libertad que los torna muy agradables en su comportamiento social; además, en ningún otro lugar se habla de manera más pura nuestra Lengua. Incluso aquí no se nota ningún acento13. Y el naturalista Pehr Kalm, quien residió en Canadá algunos años más tarde, escribe en su relato de viaje que “la mayor parte de los habitantes de Canadá, hombres y mujeres, pueden leer un texto, pero que también escriben bastante bien”14. La Ciudad de Quebec, considerada como la capital de Nueva Francia, es la sede del Gobierno y el lugar de residencia del Obispo. Establecimientos fundados por los Jesuitas y las Ursulinas imparten enseñanza y tratan también de enseñar el francés a “jóvenes salvajes”. La ciudad se distingue por su élite y sus hombres cultos que cultivan las letras y las artes. Si Sagard, los Jesuitas, Charlevoix, Marie de l’Incarnation y tantos otros son publicados en París es porque no hay imprenta en Nueva Francia. La sociedad elegante tiene sus fiestas y sus reuniones. Montcalm no dudará en decir que, en lo que a la sociedad se refiere, no se podría encontrar en Francia “más de doce ciudades que estén por encima de Quebec”15. Pero la organización social y jerárquica que se quiso transplantar a esta Colonia del Nuevo Mundo no funciona como se hubiera deseado. Los señores tienen los mismos derechos que en Francia, pero las obligaciones de sus súbditos, a menudo, son letra muerta. El desmonte es difícil. La independencia y el modo de vida de los cazadores atraen a los hijos de campesinos. En resumidas cuentas, la revalorización de la Colonia está marcada por un doble lenguaje o, si se quiere, por un doble universo de experiencias y de significaciones: por un lado, el del bosque, el de los grandes espacios, el de los corredor de bosques y, por otra parte, el de la tierra, el del valle del San Lorenzo, el de los fieles súbditos de Su Majestad. Estos dos universos a menudo contradictorios se encuentran en el imaginario y en la lengua. Una lengua francesa formada y unificada por las realidades y los intercambios de la vida diaria, pero también una lengua adornada con términos marinos y amerindios tomados a los grandes espacios. En una palabra, la lengua de los canadienses.

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Una nueva identidad Pues los habitantes de Nueva Francia ya no son franceses sino canadienses, tanto por su historia como por su relación con el entorno. En el valle del San Lorenzo, las bases económicas de la estratificación social y el vínculo con la tierra, no tienen la misma importancia ni el mismo significado que en la Madre Patria; ellos hunden sus raíces en una historia de colonización y de supervivencia muy diferente y remiten a un tipo de relaciones impensable en Francia. Luego, la relación con el espacio y la práctica de otro modo de vida, más semejante al de los amerindios y más próximo a la naturaleza, contribuyeron a forjar una nueva mentalidad, más independiente que sumisa, más igualitaria que jerárquica. Se estima que en 1700 uno de cada dos jóvenes ha vivido, al menos durante una estación, una vida completamente salvaje. Según la expresión de Marie de l’Incarnation, “es más fácil convertir un francés en salvaje que un salvaje en francés”. De esta manera se establece una brecha profunda entre franceses de Francia y colonos de Canadá. Desde 1670, los franceses establecidos en forma permanente son llamados canadienses, o franceses-canadienses. En una crónica enviada al duque de ahum c, que data de 1715, se afirma que los “armadores franceses, durante esta última guerra, han pagado siempre un cuarto más de salario a los franceses-canadienses que a los franceses europeos16”, debido a la salud y a la resistencia de los primeros. Los canadienses son brillantes y vanidosos, escribirá Charlevoix […]. El aire que se respira en ese vasto continente contribuye a ello, pero el ejemplo y la frecuentación de sus habitantes naturales, que se complacen con la libertad y la independencia, son más que suficientes para conformar ese carácter17. Existe pues en la cultura de los canadienses una relación con el espacio y con la naturaleza que invita a la huída y a la evasión, a sustraerse a las obligaciones sociales, a la autoridad, a las restricciones jerárquicas del Viejo Mundo... En 1727, el intendente Claude Dupuy solicita a París el envío de colonos para renovar la “raza de franceses, aquella que allí formaron los primeros y que se transforma en orgullosa y canadiense a medida que se aleja de su principio18”. Sin embargo, el arraigo de los canadienses con respecto a su país es real. Sienten su identidad cultural como diferente, y el patrimonio histórico al cual está estrechamente vinculada. En 1719, en una solicitud al Consejo de Marina, escriben: Los domiciliados en esta Colonia tuvieron aquí: tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, sus padres […] Tienen aquí sus familias, la mayoría, numerosas; han contribuido a establecerla [la Colonia]; han labrado y cultivado la tierra, construido iglesias, erigido cruces, mantenido la religión, han hecho construir hermosas casas, fortificado las ciudades, mantenido la guerra

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tanto en contra de las naciones salvajes como en contra de los otros enemigos del Estado […]19. Finalmente, fue el caballero Louis-Antoine de Bougainville quien, cuando el Régimen francés llegaba a su fin, dio el testimonio más sorprendente: Los canadienses y los franceses, aun teniendo el mismo origen, los mismos intereses, los mismos principios de religión y de gobierno, ante un peligro inminente, no pueden ponerse de acuerdo. Son como dos cuerpos diferentes que no pueden amalgamarse. […] Pareciéramos pertenecer a una nación diferente, y hasta enemiga20. Lo que no quiere decir que, después de la Conquista, los canadienses no sintieran la necesidad de reafirmar su cultura y sus orígenes franceses. Recurrirán a su historia, a su lengua, a sus instituciones y a su religión para garantizar la supervivencia y la vitalidad de esta nación que nació en el valle del río San Lorenzo.

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